El tano que entendió al mundo
A tres meses de su desaparición, una relectura de su legado y sus aportes metodológicos.
También una guía para sus mejores libros y todas sus novelas.
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Umberto Eco -
Semiótica -
Obra abierta -
Apocalípticos e integrados -
La estructura ausente
László Erdélyivie jun 3 2016 04:11
LA PARTIDA de Umberto Eco (1932-2016) dejó una sensación de orfandad. Es lógico.
Durante siete décadas el intelectual italiano se preocupó por el hombre que buscaba entender
el mundo, consciente de que le faltaban herramientas para comprender los signos a través de
los cuales ese mundo se le manifestaba. Lo hizo apelando a una erudición vasta que incluyó a
los clásicos griegos, a todo el pensamiento del medioevo, a la filosofía actual, a la música
barroca o de vanguardia, el cómic, la arquitectura, la literatura o a la poesía en su más amplio
sentido, o discutiendo fenómenos actuales como la comunicación en la era digital o
WikiLeaks. Es decir, una visión que incluía pasado, presente y futuro. La de alguien que
entendía el mundo.
Lo hizo en plan ciudadano con respeto a sus lectores, un optimismo contagioso y una lógica
seductora. Le fascinaba contar sobre épocas antiguas —sobre todo el medioevo— donde el
hombre sabía poco pero aun así se rodeaba de un sistema cerrado de conocimientos en base a
alegorías, símbolos y significados que lo explicaban todo, recreando algo así como un mundo
feliz. Siglos más tarde ese hombre pasó a vivir en una era voraz de conocimientos donde,
paradójicamente, el temor al cambio también se manifestaba a través de sistemas rígidos de
conocimiento. Eco sabía que lo peor de un mundo abierto es la incertidumbre y el desamparo,
y que cualquier promesa de seguridad resulta atractiva, aunque encierre lo peor. Por eso
operó para que el hombre pudiera navegar por aguas turbulentas.
Nunca dejó de explicar lo que sabía y confesar lo que no sabía. Durante siete décadas escribió
ensayos, novelas, textos académicos, dictó conferencias, prologó obras, escribió artículos
periodísticos, hizo radio, y realizó aportes clave para fundar una disciplina llamada
Semiótica.
BUSCANDO EL CAOS.
Eco pateó el tablero con Obra abierta (1962), un libro iconoclasta, revulsivo, que no dejó a
nadie indiferente. Allí desarrolló una suerte de módulo que llamó "obra abierta", esquema
que venía exponiendo desde hacía algunos años en ponencias, artículos o polémicas. Dicho
módulo revelaba toda su potencia en el análisis de determinadas obras de arte, sobre todo de
vanguardia, como la novela Ulises (1922) de James Joyce, la música experimental de Pierre
Boulez o Stockhausen, e incluso en las casas de Frank Lloyd Wright. Eran obras
caracterizadas por su ambigüedad. Como ejemplo opuesto, de obras cerradas, Eco citaba al
western o al teleteatro de televisión, cuyo argumento lineal y ciertos códigos de género
hacían previsible no sólo el final sino cada paso de los protagonistas.
Eco pretendía, al analizar la estructura de estas manifestaciones de vanguardia, percibir la
estructura del mundo. La actividad de esos artistas "al describir un objeto, de romper una
secuencia temporal, de extender una mancha de color, puede contener tantas afirmaciones
sobre nuestras concretas relaciones de vida como nunca se encontrarán en un cuadro
conmemorativo o una novela de tesis" afirmó en Obra abierta. Estos artistas revelaban,
entonces, "la crisis misma de nuestra visión del mundo", porque "un arte que trabaja
disociando los hábitos psicológicos y culturales tiene siempre, y de cualquier modo, un valor
progresivo".
Por ejemplo, la obra arquitectónica de Frank Lloyd Wright, esos magníficos chalets
elegantes, horizontales, en diálogo armónico con los parques que los rodean, y tan opuestos a
la verticalidad fría de los rascacielos, o no tan fría de las casas victorianas. Para muchos sólo
eran (y siguen siendo) la manifestación cerrada, decadente, de un mundo que se terminaba, de
casas para ricos que nunca podrían ser habitadas por trabajadores (esos que Mies van der
Rohe metía, racionalmente, en sus edificios en altura). Pero Wright estaba preocupado por
esos problemas y los dejaba en evidencia proponiendo esas formas ejemplares, esas casas
perfectas para la sociedad perfecta del futuro "donde se le reconozca al hombre toda su
estatura y la arquitectura le garantice la liberación de verse reducido a número",
permitiéndole generar "una relación personal e inventiva con el medio ambiente que lo
rodea". La obra de Wright es, para Eco, "verdaderamente abierta" por su capacidad de
generar una dialéctica de choque que desnuda formas escleróticas y conservadoras del
pensamiento.
Sin embargo el paradigma de obra abierta lo representa la producción artística de James
Joyce, el escritor vanguardista irlandés, a la cual dedicó toda la segunda parte de Obra
abierta (aunque en posteriores ediciones se publicaría como libro aparte, Las poéticas de
Joyce). El Ulises, por ejemplo, una novela que propone una narración ambigua, admite
múltiples interpretaciones y, por lo tanto, múltiples lecturas, aparece como ejemplo extremo y
opuesto de aquel mundo medieval, nostálgico, donde el hombre tenía señales claras de
dirección. Si una novela clásica admite una lectura lineal, la obra de Joyce admite infinitas
lecturas diferentes. Por eso es una obra abierta. El Ulises esta dirigido al hombre común
contemporáneo, ese que debe definir una nueva relación con el entorno, pero que bucea en un
ambiente neblinoso donde todo le resulta ambiguo, difícil, poco claro. Con su dialéctica, su
tensión abierta permanente, esta novela ilumina planteos falaces, arquetipos arcaicos o fobias
propias, posicionando al lector con mejores herramientas para entender cómo pensamos y
cómo actuamos. El viejo mundo se derrumba. El ejemplo extremo de esta operación
devastadora fue la novela Finnegans Wake, también de Joyce, "el documento de
inestabilidad formal y ambigüedad semántica más aterrador del que jamás se haya tenido
noticia" advirtió.
Esta dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, que buscaba "pudrir todo" como dicen hoy los
adolescentes, generó entre sus contemporáneos italianos muchos enojos, defensas de
posiciones, insultos e ironías. Era el comienzo de los 60, cuando los ecos de la Segunda
Guerra no habían acabado, el orden antiguo con su rigidez y petulancia ya anunciaba los
desórdenes estudiantiles revolucionarios del 68 (también rígidos y petulantes), y la política de
la Guerra Fría se manifestaba a través de discursos bipolares. No era fácil pensar diferente.
Un grupo de críticos destacó a Obra abierta porque instalaba una novedad metodológica
para entender el mundo. Eugenio Montale le dedicó en el diario Corriere della Sera una
reseña honesta y ambigua. Los cronistas del bando católico quedaron impresionados por la
mera presencia de Joyce, "convencidos como estamos de que el Finnegans Wake es un
fracaso artístico" escribió uno. Otros trataron a Obra abierta de abstrusa, que su
interpretación del arte medieval remite a "viejos esquemas historiográficos marxistas", que
destilaba "criptotomismo" o "criptomarxismo", o acusaban al autor de ser un "obstinado
antimetafísico". Los reseñistas del comunismo italiano mostraron en general un franco
interés, aunque cierta ambigüedad ante el protagonismo de las vanguardias. Un joven
marxista francés, Louis Althusser, no cortó tan fino: acusó a Obra abierta de "labor
reaccionaria y trampa neocapitalista". Eco ya había criticado a la izquierda italiana por
estancarse en sus herramientas metodológicas.
Sin embargo hay una crítica en apariencia tonta que revela más. Es la de Carlo Levi en
Rinascita titulada "San Babila, Babilonia". Destaca el espíritu "neocapitalista milanés" de la
obra y se despacha con párrafos así: "Cómo te amo, Eco, mi eco milanés, con tus problemas,
tú que quieres ser como todos los demás, mediocre, soberbio de lo mediocre (…) Cómo te
amo, joven milanés, tu niebla, tu rascacielos, tu compromiso con el horario, tus problemas,
tu alienación, tus espejos, tus ecos, tus laberintos. Has taladrado la tarjeta a esta hora,
mientras yo estoy calentito en la cama".
SUPERHÉROES SOSPECHOSOS.
En los años 60 reinó la televisión entre los medios de alcance masivo. Esos medios fueron el
vehículo para que los públicos amplios, las "masas", pasaran a ser protagonistas una vez más
en la historia. Esas masas instalaron un lenguaje propio que se percibió como venido "de
abajo", vulgar y mediocre. Pero, paradójicamente, "su modo de divertirse, de pensar, de
imaginar, no viene de abajo: a través de las comunicaciones de masa, todo ello le viene en
forma de mensajes formulados según el código de la clase hegemónica" relata Eco en la
Introducción al libro Apocalípticos e integrados (1964).
Hoy, pasados más de cincuenta años, Apocalípticos… es el libro de Eco que más se ha
instalado en el imaginario de los lectores. Allí describe dos arquetipos, dos formas de
comportarse ante las crisis que provocan los medios masivos de comunicación: el
apocalíptico y el integrado. El primero, pesimista por naturaleza, considera que "la cultura de
masas es anticultura" y no es "signo de una aberración transitoria y limitada, sino que llega
a constituir el signo de una caída irrecuperable". Pero no todo es un desastre. El apocalíptico
deja entrever que existen "superhombres capaces de elevarse" por encima de la banalidad.
Un superhombre típico de la cultura de masas es el Superman de las historietas ilustradas, un
ser superdotado cuyas fabulosas posibilidades de acción son empleadas "para realizar un
ideal de absoluta pasividad", pues Superman "nunca estacionará su coche en un lugar
prohibido ni organizará una revolución". Todo es restauración del orden —ese que las
masas, en apariencia, quieren "subvertir"— y lo hace para prevenir el advenimiento de un
supuesto caos degenerado.
Entonces aparece el integrado. Es un ser optimista por naturaleza, y mucho menos ruidoso.
Entiende que la televisión, los diarios, la radio, el cine, el cómic y las novelas populares son
una oportunidad inmejorable para ampliar el campo de la cultura. Los ve como instrumentos
que sirven para trasmitir mensajes valiosos, para sumar, aunque sea de a poquito. Desprecia
los conceptos de "hombre masa" y "masa" que tanto le gustan al apocalíptico, los considera
falsos, maníqueos (Eco los califica de fetiches, muletillas sin valor operativo). El integrado
cree más en el individuo, en su capacidad de adaptarse a la nueva situación y sacar lo mejor
de ella. Los integrados, a diferencia de los apocalípticos, rara vez teorizan. "Prefieren actuar,
producir, emitir cotidianamente sus mensajes a todos los niveles". La crisis, para ellos, es una
oportunidad.
Es lógico que la mayoría de los lectores se identifiquen con el integrado, evitando reconocer
que alguna vez se comportaron como apocalípticos (aunque sea en un arrebato). El gran valor
de Apocalípticos… está en las herramientas que propone para entender y convivir con estas
crisis, como la que ha instalado hoy la revolución digital, 50 años más tarde, y que tiene, por
supuesto, sus intérpretes apocalípticos e integrados, aunque en medio del ruido no siempre
sea fácil identificarlos. No importa. El lector de Apocalípticos… siente que ganó
herramientas para decodificar los significados falsos, las mentiras complejas que transitan,
inimputables, en derredor.
El capítulo "El mito de Superman" es un buen ejemplo. Allí revela una sociedad donde las
frustraciones y los complejos de inferioridad están a la orden del día, y que necesita de un
superhéroe positivo capaz de "encarnar, además de todos los límites imaginables, las
exigencias de potencia que el ciudadano vulgar alimenta y no puede satisfacer" (¿los
Transformers serían su sustituto actual?). Es revelador también el análisis del simbolismo de
la kriptonita. O el ejemplo de Suger, el cura francés del siglo XI que tradujo doctrina religiosa
en imágenes, convirtiéndose así en el primer publicista del medioevo. Suger aprovechó las
circunstancias para poblar de imágenes las iglesias, los vitrales y los libros y ampliar, ante un
público mayormente analfabeto, las enseñanzas hegemónicas de la iglesia, hasta ese
momento sólo al alcance de una elite alfabetizada. De Suger a la publicidad contemporánea
hay sólo un paso, que Eco no desaprovecha. Así establece que los publicistas de la Madison
Avenue de Manhattan, tan famosos en los años 60 (que la serie de televisión Mad Men
recrea hoy de forma magistral) son la versión contemporánea de aquel cura medieval.
Tampoco tiene desperdicio el pequeño capítulo "El mundo de Charlie Brown" sobre la tira
cómica Peanuts de Charles M. Schulz, esos personajes-niños que son "las monstruosas
reducciones infantiles de todas las neurosis de un ciudadano moderno de la civilización
industrial", "en ellos lo hallamos todo, Freud, la masificación, la cultura absorbida a través
de varias Selecciones (del Readers Digest), la lucha frustrada por el éxito, la búsqueda de
simpatías, la soledad, la reacción malvada, la aquiescencia pasiva y la protesta neurótica".
EL ORIGEN DE TODO.
Eco intuía que los signos, esos a través de los cuales el mundo se manifestaba, eran un
territorio virgen. No era el primero en preocuparse. Décadas antes Saussure y Peirce habían
dado los primeros pasos. El signo como tal se compone del significante (lo material del
término mesa, por ejemplo) y el significado (las ideas que esa mesa provocaba en la mente
del lector en términos de poder si era redonda o cuadrada). Eco sabía que el significado podía
variar según el contexto o la cultura, ser múltiple o esquivo. Que para entenderlo hacía falta
un complejo edificio analítico, herramientas para operar y clasificar, teoría para confeccionar
modelos que interpreten ese mundo, que en realidad era el mundo.
No es casualidad que a poco de publicar Obra abierta apareciera su primer avance concreto
en semiótica, La estructura ausente (1968). Intuía que aquellos experimentos artísticos de
vanguardia, sea en música (Pierre Boulez, Stockhausen) o literatura (Joyce) estaban
emparentados con la cultura que emanaba de la comunicación de masas, por ejemplo a través
de medios impresos como el cómic, despreciados por "populares". En la raíz de toda esa
comunicación había un misterio, pero llegar a él no sería fácil. Eco dedicaría décadas a esta
tarea con libros como el Tratado de semiótica general (1975), Lector in fabula (1979),
Semiótica y filosofía del lenguaje (1984) y Los límites de la interpretación (1990), entre
otros.
A pesar de tratar materias muy áridas en términos conceptuales, su forma de narrar lleva al
lector de la mano. Por ejemplo, con La estructura ausente. Allí estudia la estructura de los
signos, es decir, el edificio con las diferentes ideas que un objeto dispara en la mente de un
ser humano. Pero hace algo curioso: le habla al lector a lo largo de 500 páginas sobre
estructura cuando el libro está titulado "La estructura ausente". Esto es típico de Eco: relatar
como en un viaje de descubrimiento ("todo libro científico debe ser una especie de historia
policial"). Por ejemplo, Eco compara al hombre con Dios. Para Dios todo es presencia,
porque él está en todas partes, nada le es ajeno, todo le es cristalino, lo sabe todo. El hombre,
por el contrario, es defectuoso, no lo sabe todo, y por lo tanto debe comunicar y pensar,
elaborar un acercamiento progresivo a la realidad para conocerla. Por eso estudia la estructura
subyacente de los signos. Entonces se le abre un mundo fascinante. El hombre cree tener el
mundo en sus manos. Pero en un punto intuye que algo no cierra, la estructura no funciona.
"En la raíz de toda comunicación posible no hay un código, sino la ausencia de toda clase de
código". Es decir, se puede analizar y discutir y construir la disciplina más sólida jamás
imaginada, definir métodos, elaborar teoría, pero llegará un punto en el cual todo eso no será
más que un ejercicio de aproximación, una ficción. Entonces, como no hay herramientas para
definir esa área oscura, innombrable, se la evoca "a través del uso poético del lenguaje", tema
que ya había comenzado a elaborar en Obra abierta, y que para Eco se revela de forma
revolucionaria en los experimentos poéticos del Ulises y del Finnegans Wake que permiten
adentrarse en universos latentes, nunca antes explorados.
MÁQUINA DE PENSAR.
La amplitud y la diversidad de la producción de Eco es evidente, e inabarcable. Por ejemplo
su novelística, que tanto ha dado que hablar. Todas, desde El nombre de la rosa (1980) hasta
Número cero (2015) resultan viajes lúdicos sobre mundos secretos donde el lector nunca es
engañado, sabe lo que está comprando. El nombre de la rosa conjura como pocas la
presencia del hombre medieval en esta era. El péndulo de Foucault (1988) es una siniestra
burla a todo el pensamiento conspirativo —no sólo el vulgar sino también el proveniente de
las logias secretas— tan afecto a las analogías fáciles que intentan explicar el mundo pero
que en un contexto abierto, crítico, no resisten el menor análisis. La isla del día de antes
(1994), novela abigarrada como pocas, una vez superadas las primeras 100 páginas se
convierte en un viaje de descubrimiento en pleno siglo XVII donde no se podía calcular la
Longitud, es decir, si un marino hallaba una isla maravillosa en medio del océano y la
exploraba era consciente que —al no poder fijar sus coordenadas en el mapa— volver a ella
sería prácticamente imposible. O las aventuras del pícaro Baudolino (Baudolino, 2000), tan
medieval y cercano en sus paradojas. O el viaje hacia la memoria perdida de una Italia no tan
lejana en La misteriosa llama de la Reina Loana (2004, con mucho de Despertares de
Oliver Sacks), o las paranoias de El Cementerio de Praga (2010) y sus climas conspirativos
delirantes, con orgías y rituales satánicos incluidos, anunciando lo que serían las increíbles
tragedias que definirían al siglo XX.
Si siete son sus novelas, difícil es cerrar una cifra para abarcar su ensayística, su trabajo
periodístico o su aporte a la semiótica (a tal punto el conjunto de su obra es una "obra
abierta"). Un repaso, que tendrá ausencias inevitables, no puede obviar el desarrollo del
concepto de Lector Modelo en Lector in fabula (1978), donde el autor de cualquier texto
debe prever un lector modelo, pero no un lector preexistente sino uno que el propio texto
ayuda a construir. Tampoco reuniones de textos como El superhombre de masas, Retórica
e ideología en la novela popular (1976) donde deslumbra el capítulo sobre las estructuras
narrativas en Ian Fleming, el creador de James Bond. O De los espejos y otros ensayos
(1985) que recoge entre otros el prólogo a una nueva edición de Homo Ludens (1938) del
notable medievalista holandés Johan Huizinga con el que Eco reconoce una deuda (sobre
todo con otro Huizinga, El otoño de la Edad Media), o el más reciente Construir el
enemigo (2011), donde destaca el ensayo sobre los diferentes discursos de la historia que
ayudaron a construir enemigos arquetípicos, o el artículo "Por qué nunca se encuentra una
isla" sobre el eterno misterio de la insula perdita en la historia, la literatura y la poesía. O los
divertidos Apostillas a El nombre de la rosa (1985) y Confesiones de un joven novelista
(2011) que revelan al pensador apasionado, al tano del norte, cortés, fino y elegante, "uno de
los grandes intelectuales europeos, de vasta cultura, que ya no quedan" comentó Hans Ulrich
Gumbrecht, que lo conoció, en su reciente paso por Montevideo.
Lo mejor de él, sin embargo, es el candor que respiran sus herramientas, a pesar de los años.
Por ejemplo, sus aportes a la semiótica, en esta revolucionaria era digital. Basta con analizar
en un mismo plano a la televisión de los 60 con Internet y las redes sociales de la actualidad.
Ambas llevan sus mensajes a públicos amplios, sin precedentes. Ahora, como en los 60, se
simplifican los mensajes para conquistar a las grandes audiencias, generando equívocos,
falacias o mentiras bien maquilladas. Entonces, una conciencia semiótica permitiría entender
qué hay detrás de esos mensajes: "Cuando no es posible alterar las modalidades de la
emisión o la forma de los mensajes, sigue siendo posible (como en una guerrilla semiótica
ideal) cambiar las circunstancias para que los destinatarios seleccionen sus propios códigos
de lectura". Algo nada inocente, como todo en Eco: la herramienta no sólo sirve para
analizar, sino también para cambiar el mundo.
NOTA: La mayoría de los libros y las novelas de Eco se encuentran en ediciones de bolsillo,
a bajo costo, publicadas por Penguin Random House.