El naco en el país de las castas
Por Enrique Serna
DE LOS 70 PARA ACÁ, EL MOTE DE NACO SE HA ENTRONIZADO COMO UNO DE los calificativos más
hirientes del español mexicano, en buena medida gracias a su ambigüedad. Empleado con
un sentido a la vez racista, clasista y esteticista, funciona como una palabra camaleón que
varía de color según el punto débil del injuriado. No está muy clara ni lo estará nunca la
línea divisoria entre los nacos y la gente bien, quizá porque el mayor encanto de la
discriminación consiste en practicarla veleidosamente, sin un criterio selectivo bien
definido. El naco pertenece por lo común a la raza de bronce, pero los blancos no tenemos
garantizada la aprobación de la casta divina, como lo sabe cualquier güero más o menos
plebeyo que haya sido rechazado en una discoteca de moda, por no agradarle a un
portero generalmente cobrizo.
La naquez siempre es un atributo que nos llega del exterior. Ignoramos nuestra
condición de nacos hasta que alguien viene a echárnosla en cara. Y de la misma forma en
que un hombre es alto o chaparro según la estatura de quien lo juzgue, también hay una
escala móvil de la naquez, que depende de las ínfulas raciales y sociales del agresor.
La gente acomodada tilda de nacos a los arribistas de clase media, que a su vez
miran con desprecio a la chinaca popular, donde también existe la figura del discriminado-
discriminador, como lo han observado ya muchos novelistas y dramaturgos. De manera
que en vez de provocar una corriente de afirmación racial y cultural, el racismo mexicano
se propaga hacia abajo por un efecto de cascada, sembrando discordias y antagonismos
entre la masa variopinta que debería oponerse al enemigo común. Hemos vuelto así a la
situación prevaleciente en tiempos de la Colonia, cuando el castizo, el no-te-entiendo, el
mulato y el saltapatrás competían entre sí por no descender al sótano de la escala
cromática, mientras el hacendado español despreciaba a todos.
El vocabulario de la discriminación no cambia por capricho. Los ancestros del naco
fueron los parias urbanos cubiertos con una sábana que la aristocracia pulquera del siglo
XIX llamaba léperos. En su Folklore mexicano, Rubén M. Campos explica el tránsito de
lépero a pelado: "El mote de lépero que se daba antaño a los del bajo pueblo, trocóse en
pelado, tal vez porque una ordenanza municipal mandó que el lépero fuera pelado al rape
cada vez que caía en la cárcel". Durante un tiempo, lépero y pelado se usaron-cómo
sinónimos, pero nunca significaron lo mismo. Según Francisco J. Santamaría, autor del
Diccionario de mejicanismos, lépero siempre tuvo una carga más despectiva: "No hay que
confundir al lépero con el pelado —advierte—. El primero se tipifica por la condición
moral baja, el segundo por la condición social humilde. El lépero puede no ser un pobre, el
pelado puede no ser de malas costumbres". En cuanto a la sustitución de pelado por naco,
generalizada a partir de los años 70, Carlos Monsiváis la atribuye al ennoblecimiento del
peladaje suscitado por el éxito de Cantinflas y Pedro Infante1. La dignificación
cinematográfica del pelado pudo ser determinante para que el mote cayera en desuso —
ya no cumplía su función denigratoria y era necesario cambiarlo por otro más. insultante
—, pero no explica del todo la amplitud semántica de la palabra naco ni aclara por qué en
determinado momento la alta sociedad tuvo que recurrir a un calificativo más humillante
para nombrar a la chusma, incluyendo en ella a la clase media en ascenso. A mi modo de
ver, Monsiváis sobre estima la influencia del peladito cinematográfico, sin prestarle
suficiente atención a la evolución del pelado real, que a partir de los años 60, en virtud de
diversos factores —la emigración masiva del campo a las ciudades, la penetración cultural
estadounidense, el poder inductivo del radio y la televisión— cambió de personalidad y se
convirtió en otra cosa.
Cuando el naco irrumpió en el escenario capitalino, México no era un país rico,
pero había cierta movilidad social y el PIB crecía más aprisa que el índice demográfico. Los
años 60 y 70, comparados con el derrumbe en cámara lenta que vino después, fueron una
época de relativa prosperidad en la que había posibilidades de ascenso para la clase
trabajadora. Los noctámbulos deambulaban por las calles de la ciudad sin miedo a los
atracos, había una tasa de desempleo muy inferior a la actual, las colonias residenciales no
estaban amuralladas ni existían los taxistas con título universitario. ¿Por qué se produjo
entonces una oleada de racismo y animosidad contra el nuevo exponente del tipo
popular, si en realidad no representaba ninguna amenaza para la minoría pudiente? 1 Véase "Lépero y catrines, nacos y yupis", en Mitos mexicanos, compilación de Enrique Florescano, Edit. Aguilar, 1995.
Quizá la discriminación del naco fue en sus orígenes una embestida contra la masa
favorecida por el precario bienestar que empezaba a mitigar la desigualdad social. En los
años 70, cuando el poder adquisitivo del salario alcanza su tope histórico (Muñoz Ledo era
entonces Secretario del Trabajo), el naco adopta los modos de vestir, la cultura ondera y
hasta los paraísos artificiales de los niños bien, como lo puso en evidencia el Festival de
Avándaro. El castigo que recibe por igualado es un mote alusivo a su pasado indígena
(según Santamaría, naco significaba hasta 1959 "indio de calzones blancos"), el estigma
que había intentado sacudirse, de acuerdo con su ideal de superación. Al pelado se le
echaba en cara su vulgaridad, pero al naco se le reprocha también su mimetismo agresivo.
Por parte de la minoría discriminadora, el mensaje encerrado en el nuevo mote (para ser
como yo no te basta con llevar zapatos de plataforma y pantalones acampanados)
reflejaba una mezcla de indignación y temor: indignación por haber engendrado su propia
caricatura, temor a perder un predominio social sustentado en la exhibición del Status.
Quien sólo vale por su aspecto necesita defenderse con uñas y dientes cuando un
sujeto al que considera inferior trata de imitarlo. De ahí que los nuevos catrines
emprendieran una campaña tan sañuda contra el odiado advenedizo que al copiarles la
ropa también les robaba el ser. Con sus ridículos trajes de Milano, el naco no podía
competir con ellos en materia de modas importadas, pero su insolencia entrañaba una
tentativa igualitaria. Por eso debían pisotearlo. Sin embargo; el carácter racista de la
campaña era demasiado evidente, por lo que fue necesario reforzarla con un barniz;
cultural, convirtiéndola en una especie de cruzada para salvar á México de su vulgo.
Indulgente consigo misma, la élite económica y la clase media que trataba de seguir sus
pasos podían soñar con la anexión a Estados Unidos, irse de shopping a San Antonio o
registrar niños del otro lado de la frontera, en previsión de futuras dificultades
migratorias» pero cuidado con que el naco se atreviera a perder sus raíces, porque en su
caso, la aculturación significaba una traición a la patria (recuerdo un furioso regaño de
Margarita Michelena a los albañiles que llevaban camisetas con leyendas en inglés).
Hasta el momento, ni la derecha conservadora ni los ultras de izquierda pueden
admitir que el antiguo peladito rebosante de autenticidad se haya convertido en un falso
chicano. Su paternalismo los inclina a ver en ello una corrupción de la identidad nacional.
A este respecto, un antropólogo de la ENAH piensa lo mismo que el Jefe Diego. Ambos
desearían que el grupo Bronco no llenara estadios, que la cultura Tex Mex fuera un
espejismo y que el pueblo se mantuviera "fiel a su espejo diario", como en las películas del
Indio Fernández. Pero el naco quiere ser lo que es y no acepta cargar sobre sus espaldas el
peso de una idiosincrasia pulverizada.
El naco no sólo se distingue del pelado por su fervor imitativo, sino por su
movilidad territorial, que le permite circular por zonas de la ciudad anteriormente
vedadas para los pobres. Como señalaba José Emilio Pacheco en un reciente Inventarío, el
Metro llevó el ambiente de las fritangas y los perros callejeros a lugares como la Zona
Rosa, que a mediados del siglo era una colonia elegante poco frecuentada por la gente del
pueblo. El naco nace junto con el Metro, de ahí que algunos escritores lo vean como un
invasor. En el primer capítulo de Pasado presente (FCE, 1993), Juan García Ponce describe
el Distrito Federal desde la perspectiva de un personaje que busca entre las ruinas de la
ciudad las huellas de su pasado. Cuando el protagonista cruza la plaza de Coyoacán
lamenta encontrarse "con gente cuyo aspecto en otra época hubiera considerado tan feo
como desarrapado" y más adelante, después de sortear "una gran estación del repulsivo
Metro", desemboca en una avenida "infinitamente atravesada por los horribles habitantes
de nuestra ciudad". Aunque no lo mencione por su nombre, es obvio que el autor se
refiere al naco, que en los años 50 todavía no arruinaba el paseo de ningún esteta porque
estaba confinado en el arrabal y sólo salía de ahí para ir al Centro, a la "villa o a La Merced.
Testimonio de una generación y de una clase que ha visto como un despojo la
democratización del espacio urbano, la novela de García Ponce contiene muchas claves
para comprender el México actual, donde la clausura de calles y el acordonamiento de
zonas residenciales, más que temor a la delincuencia, refleja disgusto por la
omnipresencia del naco, a quien podría definirse, desde la parte discriminadora, como un
pelafustán que nunca está en su lugar.
Ante la proliferación del mexicano feo, la burguesía nostálgica de los tiempos en
que México estaba menos revuelto asume una actitud políticamente correcta. No desea
exterminarlo ni abriga rencor contra él: se contenta con dejarlo fuera de su campo visual.
Hasta los cineastas que buscan solidarizarse con el pueblo tienen dificultades para
aceptar la existencia del naco. En las películas de María Novaro, por ejemplo, su imagen
ha sido falsificada y adecentada con fines de exportación. El danzón ya es una reliquia
musical, pero la Novaro lo convirtió en emblema de una cultura popular que sólo existe en
su fantasía, por un afán de enaltecer en todo momento a los personajes que no
comprende. Su visión del paria urbano o fronterizo no aporta nada al conocimiento de la
población marginada, pero en cambio revela mucho sobre ella misma. Exponente de un
tipo social que ha hecho estragos en la cultura mexicana —la niña rica politizada—, la
Novaro tiene conflictos de culpa y en cada toma intenta convencernos de que ella s(
quiere a los miserables, como si filmara para su propia conciencia. Pero un espectador
atento descubrirá que no quiere a todos por igual. En El jardín del edén distribuye su
afecto entre los personajes con un criterio filantrópico-sentimental que linda con el
racismo. Los braceros la conmueven, desde luego, pero no tanto como las indígenas
zapotecas del restorán oaxaqueño, a las que dedica una larga toma en cámara lenta. Es
decir, que los grados de pureza étnica-determinan el cariño de la directora. Y como el
naco es una especie de saltapatrás, un mestizo que no acaba de ser indio, sencillamente lo
deja fuera de cuadro. Si la Novaro quisiera acercarse a la esencia de lo popular, le bastaría
con observar a sus técnicos de sonido. Pero nadie en el extranjero debe saber que el
verdadero representante del México actual es un ser impresentable y desarraigado que
escucha cumbias horribles en un radio de transistores.
En realidad, el mexicano humilde juzga su posición en la sociedad con una escala
de valores diametralmente opuesta a la que subyace en las películas de María Novaro. Los
indígenas envidian la suerte del naco, por sentir que al menos ha logrado integrarse a la
modernidad. Como la pureza étnica es el origen de todos sus males —miseria,
enfermedades, alcoholismo, caciques opresores de su propia raza— no vacila en canjearla
por una vida mejor. A propósito de Benito Juárez, Enrique Krauze ha observado que desde
tiempos de la Colonia, la tendencia dominante entre los indígenas mexicanos ha sido
escapar de su condición: "El mestizaje fue un proceso de escape. Había que huir de las
repúblicas indígenas a los obrajes, las minas, las haciendas, las ciudades blancas de
españoles. No porque en ellas la vida fuese particularmente feliz, sino porque eran
ámbitos más libres. Nadie lo sabía mejor que las indias, ansiosas de tener hijos con los
españoles, no por amor, sino por instinto genésico de salvación" (Siglo de caudillos.
Editorial Tusquets, 1994). La discriminación del naco en las grandes ciudades revela que
esta fuga sigue provocando escozor en las clases privilegiadas. Por supuesto, lo más
deseable sería que el indio no tuviera que abjurar de sí mismo para obtener unas migajas
de bienestar. Pero es la única alternativa que le han dejado, y lo seguirá siendo por mucho
tiempo, aun si el país recupera el ritmo de crecimiento que tuvo en los años 70.
El día en que México empiece a salir del subdesarrollo, el primer síntoma de
progreso económico será una mayor preponderancia del naco en la vida nacional. Pero la
experiencia demuestra que en este país de castas, cuando hemos tenido barruntos de
prosperidad, el mismo grupo impulsor del despegue capitalista repudia la incorporación
de los marginados a la sociedad de consumo. Por buenas y malas razones (desdén
aristocrático a la masa, horror a la subcultura populachera, esperanza en una quimérica
revolución que devolverá al pueblo su identidad perdida) los detentadores del poder
cultural y económico han decidido que los nacos no deberían existir. El problema es que
sin ellos tampoco existe el país. La guerra silenciosa contra el naco impide cualquier
intento de modernización, pero además puede llevamos a un suicidio cultural. En la
actualidad se advierte ya un estancamiento creativo, lo mismo en el campo de la música
popular, que en el terreno de las bellas letras.
Contra lo que muchos creen, nuestro cine no está muriendo por falta de calidad,
sino por el abismo entre el México primermundista y el México pobre. Las mejores
películas de los últimos años no han llegado a su público natural por la sencilla razón de
que ya no hay cines de barrio. El calleón de los milagros tuvo éxito entre la clase media
(logro importante sin duda) pero debió ser también un éxito popular, por la sensibilidad y
el acierto con que refleja las pasiones del mexicano. Es lamentable y desalentador que una
película tan importante para el país no pueda cumplir del todo la función de acercarnos
unos a otros. Por falta de retroalimentación, los directores y guionistas interesados en
comprender lo que somos tienen que intuir las respuestas del público en vez de entablar
un diálogo directo con él. Su; incomunicación reproduce en pequeña escala el enorme
vacío existente entre la masa ninguneada y la élite colonizada que reparte
equitativamente su ignorancia entre el español y el inglés. Se dice que México es un país
en-vías de colombianización, pero a juzgar por la distancia entre los guetos raciales
también nos estamos peruanizando. Nuestros cholos tienen su país, los criollos el suyo y
en medio están los creadores que buscan restablecer la cohesión social, ignorados por
ambos grupos.
Uno de los mayores obstáculos que deben sortear es la simulación oficial de una
concordia social inexistente, que busca hundir al pueblo en su letargo, so pretexto de
ennoblecerlo. Compadecido en telenovelas, campañas gubernamentales y películas de
festival, el naco ha sido víctima de un doble lenguaje: de dientes para afuera sus patrones:
lo quieren mucho, pero cada vez que intenta levantar la cabeza le dan un madrazo para
que se vuelva a agachar.