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sobre el mal
Traduccin de Jos Demetrio Jimnez
CAPARROS EDITORES
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Jean N a b e r t (1881-1960) ha sidouna de las figuras ms relevantes del
pensam iento francs en este siglo XX.Su obra ha tenido una repercusinenorme en diferentes pensadores,entre los que se ha de destacar sobretodo a Paul Ricoeur. Esta es su primera obra traducida al castellano.Adems de numerosos artculos y del
presente libro, public: Elments pourune EthiqueyLe Dsir de Dieu.
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Coleccin Esprit
DirectorAndrs Simn Lorda
Consejo editorialCarlos Daz, Miguel Garca-Bar,
Graciano Gonzlez R.-Arnaiz, Jos Mara Vegas,Jess Ma Ayuso, Eduardo Martnez, Mariano Moreno,
Angel Barahona, Jos Antonio Sobrado.
Director editorialJ. Manuel Caparros
N o se per m it e la re pro ducci n to ta l o pa rc ia l de este libro,
ni su incorporacin a un sistema informtico, ni su transmisin
en cualquier otra forma o por cualquier medio, sea ste electrnico,
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sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Ttulo original: Essai sur le m al (1955)
Les ditions du Cerf, 1997
De la traduccin, Jos Demetrio Jimnez, 1997
1997, CAPARROS EDITORES, S. L .
Moratn, 5 28014 Madrid
Tel.: 91-4200306 Fax:91-4201451
Dis e o y c om po sici n : LA FACTORA DE EDICIONES, S. L.
Impresin: INDUGRAF MADRID, S.A.
ISBN: 84-87943-62-4
Depsito Legal: M-9158-1998
Impreso en Espaa Printed in Spain
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Con la colaboracin del
Instituto Emmanuel Mounier
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Indice
Prlogo ................................................................................................... 9
Captulo primero
Lo in justificable ......................................................................................... 13
Captulo segundo
La causa lidad im p u ra ....................................... ..........................................47
Captulo tercero
El pecado ................................................................................................... 69
Captulo cuarto
La separac in de las c o n c ie n c ia s ............................................................ 89
Captulo quinto
Cm o cabe acercarse a la ju s tif ic a c i n ..................................................109
Nota sobre la id ea del mal en Kant 147
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Prlogo
H ay justificacin d el mal? Escapa o no el destino de la hu m ani
da d a la tutela de la voluntad? Cu les son los criterios p o r los que de
cimos que algo no debe ser? La transgresin de normas? Cm o y po r
qu surgen las norma s? El mal no tiene justificacin o m s bien no logram os da r con ella? E s el mal justificable en el sentido de redimible?
A esta s y otras cuestiones in tenta responder Jean Nabert (I zeaux/D au-ph in 188]-Pars 1960) en este Ensayo sobre el mal, obra densa, com
pacta y certera, de expresio nes rigurosas en un lenguaje medido, la m s
representativa de su pensam iento, diseado en dilogo con sus ma estros
del pasa do (principalme nte Descartes, Spinoza, K ant, M aine de Biran y
Fichte), sus coetn eos (de modo e special el pro fesor Hannequin, el con
discpulo Lavelle y el telogo suizo Gourd; tambin Brunschvicg, N-
doncelle, Bergson, Bradley) y los que se consideran discpulos suyos
(particularmente Lacroix, Ricceur, Levert, Robberechts, Naulin).
Dentro de la tradic i n de la filosofa reflexiva, Nabert desta ca por
su rigor metodolgico, al servicio de un pensam iento que no elude n in
guna cuestin, prevenido de antemano contra toda posicin que en vez
de dar respuesta, o abstenerse en caso de no obtenerla, diluya o sim
pli fique la p roblemtica. Acepta , pues, la reflexin sobre el m al como un autntico reto. Presuponiendo que no hay posiciones adquiridas, no se
le excusa ningn esfuerzo, aunqu e tenga tanto que debe r a Kant.
Esta preocupacin centr el inters de su madura tesis doctoral,Lexprience intrieure de la libert (PUF, P ars 1923). A ll con sidera
ba que la libertad no ha de ser buscada ni en una limitacin de las le
yes ni en el din am ism o del p ensam ie nto racional, sino en una fu ncin
del espritu que es la conciencia, en su productividad no determinable
por las categora s sobre las que reposa la verdad del sa b er (p. XI).Aos despus, en lments pour une thique (PUF, Pars 1943),
manifestaba que nuestro ser est constituido por una doble relacin:
con la conciencia pura, respecto de la cual tendemos a igualarnos sin
conseguirlo, y con el mundo, en el que el yo corre el riesgo de perder
se, pero donde se encuentra a s mismo y toma conciencia de s. Tras
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Ensayo sobre el mal (PUF, Pars 1955), sera publicada una obra pos
tuma, Le D sir de Dieu (Aubier, Pars 1966), en la que reflexiona sobre
el deseo de justificacin , el sacrificio y el perdn.
Jean Lacroix ha considerado a Nabert como el m s grande pensa
do r fra nc s de nuestro tiempo. Su vida fu e la escuela de su filosofa, ha
dicho Ludovic Robberechts: sin ruido, sin brillo, pero de una calidad
excepcional. Era austero, discreto, corts, delicado, hogareo. Casado en 1908 con Jean ne Nis, tuvieron dos hijos var n y m uje r. Haba
estudiado filosofa en Lyon (1903-1905), d onde tuvo de comp aero a
Louis Lavelle. Fue profe sor en el Liceo de Sain t-Ld (1908-1910), agre
gado d e F ilosofa en la Sorbona (1910) y docente en el Liceo de Brest.
A q u le sorprendi la I Guerra Mundial. Herido en combate, estuvo p r i
sionero en Suiza, donde contact con el telogo J. J. Gourd, del que
siempre se con siderar deudor. P rofesor en el Liceo de M etz al acaba r
la guerra, defend i su tesis doctora l en 1924 en Pars. P rofesor tambinen los liceos Lou is le G ra nd y Henri IV , culm in su labor do cen
te en la Sorbona y la Escuela Norm al de Pars (1939-1945). D urante el
ao 1945 ejerci de Inspector de Enseanza Secundaria.
Fue promotor de un ideal de humanidadfundado en el su jeto, aspi
racin infinita que se reconoce comodeseo de ser. En este deseo se ha
lla siempre implicada la dualidad: afirmacin de s-negatividad, cuya
suerte se dilucida en .el ejercicio de la libertad, en el que nos cerciora
mos de la realidad del mal como contradiccin absoluta, y que yendo ms all de la transgresin de las normas se configura como posibili
dad de autonegacin, de atentado del hombre contra s mismo, de pe
cado. No fu e Nabert un hombre religioso, si bien la re ligin le mereca
tanto respeto como am or profesaba a su esposa, catlica convencida.
La idea de un yo puro , concebido como aspiraci n suma del hom bre,
tensin a la unidad, es interpretada por N abert como llamada del Uno
al mod o casi-plotiniano, A m or Dei intellectualis spinozista, o como de
seo de un D ios que no afirma, pero que de haberlo ha de h abitar el m un
do a l m odo como el yo puro habitar lo ntimo de la conciencia de quien
vea colmada plenamente su existencia. De lo divino del hombre, sin em
bargo, de ese espacio inviolable de su ser, no se sigue la afirmacin
cierta del Dios en s, fuera del hombre, por muy vehemente que sea el
deseo.
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N abert ha sid o un filsofo de concienzuda form aci n, riguroso m
todo y sopesadas ideas. Ricceur se considera deudor de su filosofa de
la voluntad. A s lo reconoce en las referencias en sus obras, sobre todo
en Lo voluntario y lo involuntario y Finitud y cu lpabilidad (sta ltima dedicad a expresam ente al maestro). E l prlo go a la segunda edicin de
lements pour une thique (1960) es de Ricceur, y tambin l edita y
prologa, jun to con Paule Levert , su obra postu m a Le Dsir de Dieu.En Espaa su obra empieza a ser conocida y su pensamiento esti
mado. Este Ensayo sobre el mal es la primera edicin en castellano de
alguno de sus libros. Se han realizado estudios, presentados en su mo
m ento com o tesis doctorales. M e atrevo a resear dos:L a identidad per
sonal en el pensam iento de Jean N abert, de Roberto Roda A ixendri (Edi-cions de la Facultat de Filosofa i Lletres, Tarragona 1988) y El mal
com a problema filosfic: estudi del problema del mal en la filosofa de
Jean Nahert i Paul Ricceur, de Josep Hereu i Bohigas (Facultat de Teologa de Catalunya-Herder, Barcelona 1993).
La traducci n que presenta m os corresponde a la edic i n francesa
Essai sur le mal, PUF, Pars 1955, reeditada en este mismo ao 1997
po r E dit io ns du Cerf. En la medid a en que ha sid o posib le , he buscado
la literalidad, y en todo caso la fide lida d al texto original. E n la tarea
realizada tengo que agradecer el asesoramiento y la colaboracin de
M ig uel Garca-B ar, a s como las in dicacio nes de M arta Esta des. To
mar en serio a Nabert es si se me perm ite la expresin de justicia filo sfica e in te lectual. Conta r con sus aportacio nes es un regalo que se
nos ofrece y un horizonte de posiblidades abiertas.
Jos D em etr io Jim nez
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Cap tu lo p r im ero
Lo injustificable
. I ' n qu nos apoyamos para pensar que no hay justificacin posi-
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ble de ciertas acciones, de algunas estructuras sociales, de ciertos aspectos de la existencia? Por muy clara que sea la reaccin de una
sensibilidad herida, difcilmente le daramos crdito si no discernimos
las razones ocultas de nuestro rechazo o de nuestra protesta y si no po
dem os referirnos a normas cuy a autoridad garantice nuestro juicio . Para
recusar las pretensiones de una obra de arte, el gusto ms refinado, for
mado tras una larga experiencia, se atiene a principios y a reglas. Sea
cual fuere la vivacidad de nuestro sentimiento espontneo respecto de
una acusacin, no dejamos de recurrir a las normas de la moralidad, y,
aunque los hbitos intelectuales, estticos y morales asuman con fre
cuencia el puesto de normas, suscitando un veredicto tanto ms seguro
de s cuanto ms reposa sobre una autoridad enteramente contingente,
siempre es posible una rectificacin del juicio por una rectificacin de
las normas.
Sin emb argo, podem os decir con facilidad cules son las norm as de
nuestros juicios en los casos en los que el sentimiento de lo injustificable es peculiarm ente firm e y sin atenuaci n posib le? Ni las previsio nes
del pensamiento ms fro, ni los clculos ms cnicos de la poltica, ni
la familiaridad con la historia impedirn jams que el comienzo de una
guerra despierte en nosotros el sentimiento de que el destino de la hu
man idad, una vez m s, escapa a la tutela de la voluntad. Es, pu es, a las
normas de la vida moral o de las justas relaciones entre las naciones alas que referimos nuestro sentimiento y nuestro juicio? Frente a ciertos
actos de crueldad, o frente a la humillacin de ciertos hombres, o antela desigualdad extrema en sus condiciones de existencia, es de la idea
de un desacuerdo entre estos hechos y las reglas morales de donde ex
traemos po r com pleto las razones implicadas en nuestra protesta? Cua n
do la muerte, interrumpiendo prematuramente un destino, nos llena de
estupor, o se nos m uestra como el precio que hay que pa gar por una alta
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ambicin espiritual, es la idea de lo injusto por la que valoramos este
acontecimiento? Sucede como si el sentimiento de lo injustificable nos
descubriera en ciertos casos, independientemente de las oposiciones
perfi ladas por las normas, una contradicci n ms radical entre los datosde la experiencia humana y una exigencia de justificacin que la sola
transgresin de esas normas no lograra frustrar ni la fidelidad a esas
normas la logra satisfacer.Esas normas, ciertamente, siguen siendo vlidas para el orden que
constituyen. P or lo que respecta a eso que las pone en entredicho, deben
hacer valer sus derechos: orientan o dirigen nuestra previsin de ciertas
acciones, de ciertas afirmaciones, de ciertas obras cuya cualidad apreciamo s y que condenam os o desaprobamo s atenindonos a un deber-ser.
Para cada sistema de normas est acotado un dominio que debe ser te
nido como vlido o no vlido segn sus exigencias propias.
Sin embargo, si acontece que habiendo buscado en vano las normaspor las que podram os sostener nuestro ju ic io , seguim os experim enta n
do un sentimiento que no es tanto el de lo no-vlido cuanto el de lo in
ju stific able ; si lo que se nos muestra como tal no puede ser confronta do
con ningn deber-ser especfico, y todo sucede como si estuvisemos
fuera de las fronteras dentro de las cuales oponemos lo vlido y lo no-vlido en nosotros, apoyndonos sobre normas cuya autoridad es in
cuestionable, afirmaremos que nuestro sentimiento no tiene nada que
decir sobre este asunto, le privaremos por ello de toda significacin?Lo que tenemos por injustificable es, pues, una accin o un aconteci
miento que posee slo ese carcter de afectar profundam ente la sensibilidad humana, pero contra lo que no podemos elevar ni protesta ni la
mento, porque no hay norma a la que podamos referirnos? No es esto
lo que sucede con la mayor parte de los males? Diremos que son inju sti fic able s por la sola razn de que comportan o pro vocan dolo r o su
frimiento? Pero caen, en definitiva, bajo las leyes de la naturaleza. No
se negar que hieren la sensibilidad. Se dir que esto no es suficientepara valorarlos, como si pudisemos hacerlo en nom bre de exig enciasespirituales. Es que nos faltan? Cul es, pues, el deber-ser del que es
tos males seran la negacin?
Tenemos, por tanto, buenas razones para creer que las normas no
siempre delimitan el campo de nuestros sentimientos y de nuestros jui
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cios de apreciacin. Dado que cuando se trata, por ejemplo, del sa
crificio y de lo sublime estamos ms all de las normas y de todo lo que
excede los mandamientos estrictos de la moralidad, sera tan extrao
que estuvisemos del lado en el que lo normativo no rige, cuando cier
tas acciones y ciertas situaciones nos p arecen injustificables, aun que no
podam os seala r el deber-s er norm ativo que contradic en? No cabe duda
que las normas son, en todos los dominios, susceptibles de suavizarsepara asim ilar cuanto rechazaban o pareca contrario a su s im pera tivos:
lo que se presentaba como irracional cae bajo la jurisdiccin de catego
ras ms sutiles. Pero, por una parte, a travs de eso mismo que las nor
mas declaran como no vlido segn la medida que imponen a las accio
nes y a los juicios, tenemos acceso a una experiencia cuya clave no nos
la dan las normas, que ms bien nos conduciran a desconocerla o a ol
vidarla. A travs de ciertas m entiras som os sensibles a una ba jeza que el
ju icio norm ativo ms severo no consig ue ju sti ficar; del m ismo modo, atravs de la fealdad estticamente manifiesta llegamos a ser capaces de
una exp eriencia que se sustrae a las categoras estticas. Por o tra parte,
no es solam ente en las fronteras del imperio de las normas do nde se des
cubre una fuente de lo injustificable que ellas intentan canalizar, pero
que no logran captar. Cules son las normas respecto de las cuales decidiramos que ciertas situaciones trgicas o ciertas torturas morales no
debe ran ser? No querramo s decir que todos los males los que se si
tan comnmente bajo la idea de mal fsico puedan ser llamados inju sti fic able s: muchos de ellos es difc il no consid erarlo s com o aconte ci
mientos que afectan al hombre de un modo contingente. De ellos
bastantes confirm an, no una transgresin de las norm as, sino un ir re m e
diable divorcio entre el espritu en su incondicionalidad y la estructura
del mundo en el que est implicado y en el que nosotros estamos com
pro metidos. Les llam amos in ju stificables inclu so antes de pre gunta rn os
si no sern el resultado o la consec uenc ia remota de actos libres que ha
yan desencad enado la decadencia del mundo.
Por la correlacin entre acciones y obras conformes a un deber-ser y
aquellas que lo desmienten o niegan, se determina n los contrarios de tal
manera que es posible caracterizar con seguridad la pareja de opuestos
en cada orden de normas. Si la norma es modificada, si esta modifica
cin lleva consigo una transformacin del deber-ser, entonces cambian
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de significacin nuestros juic ios sobre las acciones o las obras que trans
greden la regla. Este desplazamiento de significacin se distingue parti
cularmente cuando el deber-ser no es nada ms que la expresin de un
hbito individual, el reflejo de costumbres o de ciertos mecanismos so
ciales. Pero, puesto que la norma da origen a un deber-ser categrico,despe ja al mismo tiempo toda duda sobre el carcter de las acciones que
la contradicen. En cuanto nuestra idea del mal puede asentarse sobre los
contrarios percibidos en relacin con una norma, sea del orden que sea,la con ciencia est segura de s y de su juicio, y lo est, muy a menudo ,
de tal man era que ya ninguna pregunta parece surgir por lo que a la na
turaleza de las races del m al se refiere. Por qu, pues, se ve la atencinrecondu cida a la verdad de una experiencia que las normas tienden a di-
fum inar en las parejas de contrarios que generan? P or una parte, los m a
les despiertan en nosotros el sentimiento de que entramos con ellos enuna regin donde el deber-ser que se propone a la accin y al hacer ya
no cuenta, y donde es necesaria otra medida que la de las normas parapoder pensar que son in justificables. Por otra parte, los actos confirm an
una causalidad del yo, pues la comprensin no se deja encerrar en la
oposicin de lo que es vlido y lo que no lo es. El intelectualismo so
crtico y la teora de lo inteligible han marcado de tal modo su impronta en la concepcin del mal, que de buena gana recluimos la voluntad
perv ersa en el mbito del no-ser, como si hubiera una nica fu ente de lo
que aparece como el mal en el nivel de la accin y de lo que marca los
lmites de la inteligibilidad.Sustituidas las esencias y las formas puras del mundo inteligible, las
normas, por su relacin con la actividad del sujeto, permitiran deshacertoda relacin entre la idea de una perversin del querer y la de un no-ser
mez clado con el ser o con lo inteligible. Esta ruptura nos dara, po r una
parte, la posib il id ad de un in justificable que se su strae a la regulaci n de
las norm as; po r otra parte, la posibilidad de una voluntad cuy a impure
za descubre los lmites de la autonoma implicada en sus imperativos.
En este doble punto de vista es en el que nos colocamos sucesivamentepara exam in ar e l mal que corresponde a la segunda p osib il id ad y los ma
les que corresponden a la primera. Pero la dictadura de las normas no es
menos ambiciosa que la de lo inteligible e igualmente se resiste a reco
nocer la realidad del mal y de los males. Como el deber-ser que engen
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dran se dirige a un sujeto, definen este sujeto por una vo luntad pu ra ca
paz de autonom a ; no excluyen la posib ilidad de un rechazo de este de
ber-ser o de una desobediencia , pero lo hacen de tal m anera que esta de
sobediencia confirma la plena disponibilidad de la l ibertad: la
dim ensin del mal verdadero que est en el corazn de la voluntad se les
escapa. Como regulan, por otra parte, el juego de las actividades que
pre sid en la obra del conocim iento o la creacin de la belleza, y que sus
citan las parejas de contrarios sobre las que mantienen su jurisdiccin,nos impiden reconocer que a travs de lo falso, o de lo irracional, o de
la fealdad, o de eso que pone en entredicho las leyes de la moralidad, se
perfila un in ju sti ficable sobre el que no han tomado posic i n alguna.
C m o recon oceran, pues, lo que hay de injustificable en los males que
no se someten al pensamiento normativo?Si estas observaciones son vlidas cuando las normas son expresin
de un modo de pensar, cunto ms no lo sern cuando son mediadoras
de una inteligibilidad que se descubre progresivamente al espritu humano. Y del mismo modo que lo son cuando el deber-ser es inmanente
a lo real como una aspiracin o una finalidad en vas de cumplimiento,
pero segura de s y del t rm ino hacia el que tiende. Ento nces el mal y
los males no sealan ms que un retraso, una imp erfeccin inicial, la ne
cesidad de pasar por ciertas etapas para que se explicite en la reflexin
y para que tenga lugar en la accin una posesin originaria.No cabe duda de que la diferenciacin de las funciones del espritu,
acompaada de lo especfico de sus respectivas normas, ha favorecido
el rompimiento y desaparicin de un sentimiento primitivo de lo injus
tificable. Y, sin embargo, encontramos rastros en circunstancias excep
cionales, cuando, por ejemplo, grandes infortunios agobian de improvi
so a un individuo o un pueblo, de tal manera que no se ve cmo podran
sacar provecho de ellos, como sucede con las sanciones en los casos de
transgresin de imperativos, o cuando los crmenes superan la medida
de lo juzga ble segn esos m ismos imperativos. Rechazado, suplantadopor las diversas discip linas del espr itu a m edid a que van precisando susnormas respectivas, y dado que la misma religin, para no permanecer
puram ente em ocio nal, sigue tambin esta inclinacin y se consti tu ye en
funcin independiente, el sentimiento primitivo de lo injustificable pa
rece perder toda consistencia y no ser ms que la reaccin contingente
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y pasajera de una sensibilidad individual frente a un universo descono
cido, alternativamente indiferente o agresivo. Y, como las funciones de
la concienc ia se reparten la tarea de una justificacin que las estimu la y
contrara por las resistencias que encuentran; como lo especfico de las
normas fundamentales de las que cada funcin hace uso en su dominio
pro pio les im pid e rem itirse una a otra la ta rea de coord in ar lo que se les
escapa o parece resistir a su autoridad, el m al debe plegarse a esta divisin, repartirse entre estas funciones, corresponder a las normas que les
son inmanentes. El yo que decae debe encontrar entre ellas el principio
en nom bre del cual se juzga. Perdiendo el carcter difuso ba jo el que se
pre senta ba en un princip io , el sentimiento de lo in justificable ingresa,por as decir , en el orden y no conserv a significacin ms que en la m e
dida en que una funcin del espritu lo determina.
Adems, estando firmemente establecida la diferenciacin de las fun
ciones y de las normas, de tal manera que cada una de ellas marca consu im pronta todo lo que depende de su jurisdiccin y que los contrarios
opuestos se distribuyen en diferentes gneros, se abre paso una tenden
cia complementaria, que ms que opuesta incita al pensamiento a bus
car una norma de las normas, inmanente a todas, a la que responda sis
temticamente un contrario que se encuentra en todos los contrarios
especificados. Supongamos que esta norma de las normas, alma de to
das las funciones espirituales, designa el primado de lo idntico sobre lo
diferente, de lo mismo sobre lo otro y de lo uno sobre lo mltiple. El de-ber-ser que resulta de ello orienta r en la misma direcci n todo el es
fuerzo creador, y en relacin con este imperativo primero se determina
r en el sujeto y en el objeto, en las actitudes espirituales y en las
pro piedades de lo real, lo que se su strae a sus mandatos y a sus reglas.
Luego, no so lamente esta oposicin es determinable, sino que pu ede ser
reducida al mnimo y, ni en el sujeto ni en el objeto, representa un impedim ento radical, sea respecto de una rectificacin del querer, sea en la
asimilacin ms completa de los datos de la experiencia, sean cualesfueren los desfallecimientos reiterados provenientes de la subjetividad,
sean cuales fueren las resistencias manifiestas provenientes de lo real.
Lo que mantiene en suspenso la autoridad de la norma no tiene un ca
rcter absoluto ni para la conciencia ni para el objeto. En los desfalleci
mientos del sujeto falta la mordiente del mal, en las decepciones proce
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dentes de lo real nada hay que pueda decirse injustificable. Y las m ismas
condiciones se imponen ms claramente an si las normas, en lugar de
ser la expresin de una co nciencia que determina a priori las condicio
nes de posibilidad del conocimiento verdadero y de la moralidad, diver
sifican para una conciencia finita una reflexin del ser sobre s mismo y
fijan las etapas de un m ovim iento centrfugo en el curso del cual se pro
fundiza y verifica una certeza ontolgica originaria. Sin duda, desd e esteltimo punto de vista, las normas originan imperativos de verdad, deluz, de realizacin; sin duda, ni la moralidad ni el conocimiento alcan
zaran por s mismas el nivel a que los elevar el deber-ser que los ani
ma. Pero no hay Ontolgicamente riesgo alguno de que estos imperativos
no triunfen, por oneroso que esto sea para las conciencias particulares en
razn del desprendimiento que se requiere para una integracin reflexi
va en la totalidad espiritual o en el ser. Cmo puede darse aqu el mal?
Es incon cebible una rebelin de la libertad contra el ser del que obtienedignidad y poder; inconcebible el rechazo de nuestro concurso o denuestra cooperacin. A lo sumo se puede pensar en alguna pasividad si
mulada de las conciencias finitas. Y es an ms inconcebible que los a
priorinormativos encuentren del lado de lo real una resistencia insupe
rable que confirmara un lmite de inteligibilidad del mundo; dara al
guna consistencia a la idea de lo injustificable y de males refractarios a
toda asim ilacin, y autorizara, finalmente, una dud a por lo que a la co
herencia y la bondad del mundo se refiere.Poco importa, sin embargo, que las normas traduzcan las exigencias
de una conciencia trascendental y legisladora, o que sean la expresin
de una inteligibilidad del universo que aspira a la conciencia de s: enuno y otro caso, toda afirmacin de lo irracional permanece en funcin
de una determinacin previa de la racionalidad y de la coherencia.
Cuanto ms rgida sea esta coherencia, mayor es el campo abandonado
a lo irracional. P ero la relacin que esto irracional m antiene con la nor
ma impide erigirlo en un principio de oposicin independiente. Las dia
lcticas que hacen de la contradiccin resorte de un progreso de la ra
cionalidad acentan, sin duda, los contrarios para instrumentar la
sntesis, pero se guardan b ien de negar una correlacin sin la que no habra posib il id ad de resoluci n final. Desde una perspectiva cr tica, el
idealismo trascenden tal, trazando las condiciones de posibilidad de toda
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experiencia, no pretende en m odo alguno agregar al juicio las leyes em
pr icas ni tampoco el tiempo en el que hay sucesiones ir revers ib les. Pero
lo que puede haber de irracional en stas y en aqullas permanece es
trictamente correlativo a las condiciones determinantes de una expe
riencia verdadera. M s claramente todava, en el nivel de la ciencia pa
rece que lo irracional confirma solamente un detenerse provisorio d e la
explicacin, o una oposicin de ciertas categoras investidas, a veces
abusivamente, con una autoridad incondicional, o con una resistenciabie nhechora que incita al pensamiento a uti lizar norm as ms delicadas.
Pero no hay na da en todo esto que nos perm ita tratar de lo irracional, por
este lado de los contrarios, como si subsistiese por s: lo irracional coo
pera con la norm a para la constitucin misma de lo real.Sin embargo, a travs de lo real as compuesto y justamente afirma
do, se transparenta lo que escapa a la norma, lo que est ms ac tanto
de la oposicin de lo racional y de lo irracional como de la correlacin
de los contrarios: eso de lo que no podemos decir nada sin utilizar unpredicado que im plique alguna categora; eso que no es en modo algu
no un hecho pero que se esconde en todo lo que se presenta como tal;
eso que sera necesario, pues, ab andonar al puro sentir, si no pud isem os
pensar de nin guna m anera la contradiccin absolu ta entre una actividadpura transparente a s y el dato de una exis tencia inconcebib le para no
sotros, resistente al anlisis. En efecto, el hecho del error cond ucira por
s solo a la idea de lo que seala el lmite del anlisis. Porque, adems
del error imputable a una operacin que ha descuidado co nform arse a talo cual norma de verdad, o ms bien al deber-ser implicado en esta nor
ma, es necesario tener en cuenta el error que deba ser afirmado como
verdad segn las normas reguladoras de la actividad intelectual y que no
deja de ser verdad ms que renovando o profundizando estas norm as
cosas stas requeridas para la explicacin de datos que no se habra ni
siquiera sospechado sin una primera construccin del mundo vlida se
gn categoras que no fueran discutidas ni pudieran serlo . Si el error
est implicado en el carcter progresivo de la construccin de lo real, es
que el espritu, en su aspiracin de verdad, no dispone ms que de nor
mas mediadoras en las que el buen resultado descubre, no obstante, la
inconmensurabilidad del acto del que proceden y de lo que suministra
un contenido al conocimiento. Si el error contradice la idea de una si
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militud posible entre este acto y este contenido, realza ms a la vez la
dignidad d e la funcin creadora de verdad y de saber. Pero, po r el error
que fue verdad, por la verdad que se degrada en error, por el paso de la
una al otro tanto com o po r las transforma ciones correlativas del objeto,
se perfila, a travs de lo que las normas captan, no por cierto lo que el
pensamiento podra decla rar in asim ilable como si se pudie se lim itar
anticipadamente el campo del conocimiento sino, conjuntamente lo
que hay de inago table en eso que alimen ta el conocim iento y lo que hayde fundamentalmente extrao a la interioridad del acto espiritual que
funda el saber.
Son las norm as las que circunscriben en cada orden lo que no es con
forme al deber-ser cuya fuente son ellas. Vana sera la em presa que qui
siera apoderarse de un principio antagnico donde se concentrasen las
resistencias con las que topa cada funcin creadora sin tener en cuenta
los contrarios especficos y desde fuera de ellos; ms vana todava la
bsqueda de un princip io comn de esta s resis tencias: no apare cen, no
se determ inan, no se integran en las obras ms que por la renov acin de
las exigencias del espritu en cad a una de las direcciones en que se aden
tra para constituir un mundo. La especie de retraso que suscitan es la
ocasin de un progreso de la funcin. Es necesario, pues, renunciar a
aferrar directamente en uno de los contrarios una oposicin que vendra
de la naturaleza m isma de las cosas: ni esta naturaleza ni esta oposicin
tienen consistencia aparte de la finalidad de la funcin y de las reglasque ella se impone. Se renunciar tanto a minimizar estas resistencias
hasta el punto de no hacer de ellas ms que la huella dejada tras de s
por el m ovim ie nto de la conciencia creadora, como a crista lizarla s enuna realidad independiente. Pero a travs de lo que contrasta con el de-
ber-ser, e indirectamente , es lcito m edir la audacia del pensam ie nto normativo cuando ste espera plegar a sus ambiciones, encerrar en parejas
de contrarios y, como se encauza una fuente distribuyndola en mlti
ple s canales, calm ar, si cabe decirlo as, ms ac de las oposic io nes especficas, la contradicci n que las alim enta pero que, frente a las exi
gencias suprem as del espritu, perm anece irreductible .
As, no en la fealdad, pero s a travs de la fealdad, po dem os toc ar un
fondo de resistencia a las normas que regulan la percepcin y la crea
cin de la belleza. Pero, as como la existencia desnuda no se opone al
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mundo del conocimiento verdadero, tampoco tiene rival el mundo naci
do del arte o de la visin esttica. No podramos negar o ignorar las
em ociones relacionad as con el sentimiento de lo feo, que parecen no d e
ber nada al arte: hay un elemento de re chazo y de temor, com o aconte
ce cuando nos encontramos ante ciertas formas vegetales o animales,
ante ciertos seres cuya expresin es una amenaza y un mal gesto. Pero
estas emociones furtivas permaneceran prximas al miedo o al asombro si no fuesen especif icadas por una esti lizacin que las in tegra en el
orden esttico. Estas desgracias de la naturaleza que creemos entender
inmediatamente bajo los rasgos de la fealdad, las hubisemos percibi
do si nuestra visin no hubiera sido ante todo disciplinada e instruida
por las creaciones del arte? Si no nos pudisemos referir de alg una m a
nera a estas creaciones, al rostro del mundo que nos proponen y nos im
ponen, habra m otivos para pensar que el sentimiento de feald ad se re
ducira a esas reacciones emocionales elementales frente a ciertasexpresiones fisionmicas. Es posible que sigan presentes en algn gra
do en la percepcin esttica de la fealdad y la sobrecarguen con una
afectividad m s intensa, o incluso que contribuyan a despe rtar el deseo
de dominarlas por el arte y de obrar como una transmutacin de su sig
nificacin primitiva. A la inversa, parece bien que nuestro sentimientode la fealdad se refiere a las creaciones del arte y es contingente en la
naturaleza en la que son contingentes y en que reflejan un ideal de
belle za perecedero y cam biante que se insina, sin em bargo, en la percepcin espontnea y la informa. Cuanto ms dcil se vuelve una
conciencia a las categoras estticas, confirmando su autonoma en la
construccin de un m undo de formas expresivas sustradas a la usura y
a la degradacin, tanto ms estetiza sus emociones y las de la fealdad
misma.As pues, slo por la verdad esttica, particularmente por la verdad
esttica de la fealdad y a travs de ella, podemo s en tender un elem ento
de resistencia a la belleza, sobre el que el arte pretende triunfar; y loconsigue, en efecto, pero hacindonos sensibles a las desgracias de lavida, a la fragilidad de los logros de la naturaleza que im itan los del arte,
a las amenazas de las que ninguno de esos logros est exento, de modo
similar a como se descompone sbitamente la belleza de un rostro bajo
la influencia del dolor. Puesto que est en correlacin con las normas de
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la creacin esttica, la fealdad que creemos captar en los rostros o las
formas naturales especifica ya esta resistencia, pero nos da acceso a unm bito de ms ac de la fealdad misma, a esas regiones del ser donde se
frustran los ensayos hacia la forma, en una profusin desordenada de
existencias que aparece como un desafo a la disciplina de la belleza y
al espritu.
Aunque el arte nos ensea la belleza de la naturaleza y nos incita acreer que no es co nqu ista sino don, nad a nos permite salir de las fronte
ras que delim itan las categoras estticas y conve rtir el predicado estti
co en un predicado ontolgico. Recprocamente, si la bsqueda especulativa de las cond iciones de posibilidad de un universo co nduce a contar
entre ellas la idea de finalidad o de organizacin, es necesario, por lo
mismo, cuidarse de hacer de ella una categora esttica, de concluir la
identidad de la verdad y de la belleza, como si en cuan to esta ltim a fal
tara ya no tuviramos delante de nosotros ms que el polvo de un mundo; com o si fuese necesario o neg ar la fealdad o tenerla por accidente y
desecho de un orden profundo.
Es, pues, a travs de los contrarios inscritos en las normas estticas
como el pensamiento puede tocar, de algn modo, lo que limita y man
tiene en suspenso la soberana del arte, lo que contradice, en definitiva,una aspiracin cm odam ente, demasiado cmo dam ente seducida por el
sueo de una presencia universal de la belleza.
Ms an que por los contrarios que se producen en el orden del co
nocimiento o del arte, el deber-ser implicado en las normas o las reglas
de la accin recta sugiere que la inmoralidad puede ser acotada y deli
m itada en funcin de la voluntad fiel o infiel al deber, y que no hay nada
ms qu e considera r en la inm oralidad que esta libre infidelidad, com o si,
por una parte, el deber-ser de la ley permit ie se il im itar la libertad y re
chazar la idea de que podra ser culpable antes de actuar; como si, por
otra parte, la inmoralidad no permitiese la presencia de nada queconfirmase la complicidad del mundo en que produce sus consecuen
cias; como si, en fin, no hubiese motivo para dudar que el advenimien
to del reino de la moralidad colmase todos los anhelos de la conciencia
y fuese para el hom bre su justificacin.
El examen del primer punto nos exigira abordar, desde ahora, la
cuestin del mal; pero nos conviene rem itirla a los captulos siguientes,
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puesto que nuestro propsito es aqu d iscern ir a travs de la in mora lidad
las resistencias a la ley moral que no son precisamente de la voluntad y
estn relacionadas, al contrario, con estas limitaciones de la v ida espiri
tual que llamamos males. Algunas palabras bastarn, sin embargo, para
tener el presentimiento de que identificando la inmoralidad y el mal de
nom inado m oral, y examinando la una y el otro desde la sola perspecti
va de una voluntad autnoma, se est sin duda plenamente de acuerdo
con los postulados de la vida moral, pero no se penetra en el corazn de
la voluntad mala. A los desfallecimientos pasajeros de una libertad querecupera despus del acto la integridad de su poder, corresponde la
intermitencia de una inmoralidad que no compromete nunca al yo de
una manera decisiva, porque las elecciones pasadas pueden ser revoca
das y anuladas por elecciones opuestas. Se teme que la autoridad de la
ley deje de ser inco ndicional si no se dirige a una libertad siem pre ple
na, y es tambin esto lo que requiere el nominalismo de la volicin.Tendrem os que preguntarnos si por estos postulados a gotamo s la ver
dad y si, detrs del hombre que somos segn la moralidad y la inmora
lidad m edidas adecuadam ente po r nuestra fidelidad o nu estra infidelidad
a los imperativos prcticos, no experimentamos la presencia de un ser
cuya causalidad no responde a la imagen que de l nos hacemos y que
debemos hacemos en el nivel de la sola experiencia moral. Pues es so
lamente en sus fronteras donde somos simultneamente incitados y au
torizados a dudar que la obediencia a la ley, aunqu e transcurra en la intencin ms adecuada a la razn de ser de sta, sea la garanta de una
causalidad espiritualmente pura.Ahora bien, si la fidelidad a la ley no excluye la posibilidad de una
voluntad que albergue en s un mal ms secreto, no es verdad, por otra
parte, que a travs de la inmora lidad misma, una vez que no es ya apre
ciada slo segn las dimensiones de la norma, se nos descubre un m un
do cuya estructura est lejos de concordar con las exigencias espiritua
les de las que los imperativos prcticos son expresin en el plano de laexperiencia humana?
Hay seguridad ms en gao sa que la que viene a la conc iencia por la
determinacin de una inmoralidad estrictame nte definida por las normas
y su deber-ser? Seguridad reforzada an ms por las sanciones, como se
hace en un balance de cuentas. Despus del cual el dispositivo es remi
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tido a su lugar, dispuesto para funcionar en la eventualidad de nuevas
faltas espordicas que se producen aqu y all. No es solamente sobre el
secreto de un a voluntad c ulpable sobre el que la conciencia rehsa interrogarse. En su h orizonte limitado po r esta interpretacin estrecha de la
inmoralidad le complace no inquietarse ni de las complicidades activas
y pasivas, ni de las solidaridades lejanas o prximas que revela, ni de la
traicin difusa y permanente que encuentra, ni de la estructura de unmundo que se burla constantemente de la esperanza de la justicia mis
ma. No cabe duda, esta estructura no aparecera sin la creacin de las
normas y sin su transgresin; sin duda, no se puede hablar de ello ms
que tomando prestado el marco y el lenguaje de los valores morales y
de sus contrarios; pero es ms ac de sus oposiciones y de sus correla
ciones a donde somos remitidos, cuando, bajo la transgresin efectiva
de la ley moral, discernimos resistencias que nos sugieren que hay una
contradiccin invencible entre este mundo de aqu y un ms all de lamoralidad misma, un ms all donde el deber-ser de las normas no tie
ne ya lugar.
Esta hostilidad o, al menos, esta indiferencia del mundo a la mora
lidad y a su xito, nos permite pensar que son la consecuencia de de s
fallecimientos imputables a la libertad humana, de tal manera que eldestino y la razn de ser de las normas podran restablecer alguna pro
porc i n, procurar un aju ste , entre una vid a espir itual en adela nte im po
sible y un mundo decrpito? Habra todava en el mundo el reflejo deun esplendor, de una apropiacin espontnea de los fines del espritu.
Las funciones creadoras de la conciencia tenderan, en el nivel de las
normas y a pesar de la oposicin de los contrarios, a rehacer, en tanto
que posible, un universo ordenado a estos fines. Entre los males tenidos
por in ju stificables y el mal querido aparecera una re lacin. No exclu i
mos esta visin del espritu. Pod ra dar al deseo de justificacin todo su
alcance. Pero, aunque se hiciese abstraccin de ella, sera necesario re
conocer al menos, por una parte, que las condiciones de eficiencia y derealizacin de la vida del espritu tienen su envs en un a impo tencia quese vuelve sin cesar contra las ambiciones de la conciencia, y por otra
parte, que se avanza por ah hacia las lim itaciones de la vid a espiritual
y hacia los males que parecen desafiar toda bsqueda de una razn de
ser.
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No es verdad, ante todo, que no existe testimonio espiritual que no
est expuesto a una alteracin profunda de su inspiracin inicial por el
slo hec ho de la disociacin del acto en su pura interioridad y de la idea
que lo objetiva, de la forma en que se fija bajo la mirada misma de la
conciencia? En vano se querra preservar la pureza del ms all espiri
tual renunciando a la operacin por la que l se da las condiciones de
una verificacin de s y de su valor. Pero inmediatamente el entendi
miento comienza a trabajar en una especie de degradacin de los actos,constituyendo una historia objetiva del espritu que tiende a hacer olvi
dar la renovacin siempre requerida de los actos espirituales, como ol
vidamos nosotros mismos que no hay progreso interior que nos dispen
se de la renovacin de los actos de los que depende. El ms sublime
sacrificio, para mantener su recuerdo y virtud, el entendimiento lo ins
cribe en un devenir que le anuncia, que le asigna una finalidad, que lo
ordena segn las categoras del conocimiento y de la accin. Por eso seproduce una igualaci n, un niv elam iento , si no de los actos, al m enos de
los significados en los que se envuelven. Ahora bien, dado que el acto
se transforma en ideal, hay motivo para temer una cada de su sentido
ms ntimo. Enlazndose con las ideas, con las producciones del arte o
de la filosofa, el espritu toma posesin de s, pero se pone tambin adistancia de s. Igualarse a las significaciones y a las posibilidades ins
critas en las creaciones espirituales sera para el moralista, para el fil
sofo, para el sabio, ser de hecho en su vida concreta de hombre lo quedicen, lo que expresan en sus mensajes; sera, para la humanidad en ge
neral, ser verdaderam ente lo que comp rende, lo que admira, lo que ama.
A hora bien, el contraste no cesa de denun ciar el crecimiento cu alitativo
y cuantitativo de las producciones del espritu y el estado real de la hu
manidad en su conjunto y en cada uno de sus miembros. Mientras quelas obras no tienen ms que su propia verdad, su belleza, su universali
dad, parece que la subjetividad ha forjado modelos e ideales que le exi
gen una fidelidad sin acomodacin, respecto de la que se descubre continuamente inferior. Las sabiduras filosficas sugieren que hay un
parale lism o regula r entre los grados de una dia l ctica y la prom oci n in
defec tible del ser interior, com o si no hu biese en absoluto que tem er que
una co ncien cia singular recayese sin cesar del conoc imiento de s al que
se ha elevado al nivel de la imaginacin y de su fascinacin.
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Sin duda, no es raro que los procesos espirituales sean interrumpidos
por fa lta de cora je o de fe rv or y que conviene relacionar con un re la ja
miento de la voluntad el malograrse de grandes proyectos. Pero si por in
ters de la moralidad es importante no renunciar a esta interpretacin delos hechos, sera obcecarse no reconocer su insuficiencia. No es por un
desfallecimiento del querer por lo que un acto espiritual no llega a al
canzar su proyecto original y, por otra parte, a ningn tipo de necesidadse puede achacar, como si fuese un hecho de la naturaleza, el deslizamiento del acto sobre un plano en el que a menudo no reconoce su pro
pio rostro . Puede darse el caso que de un acto ente ramente espiritual que
la conciencia hace suyo y cuya significacin expresa en la palabra, en la
accin concreta, en una obra, surja un proceso por el cual en un m om en
to dado, indefectiblemente, la vida del espritu quede incompleta o pier
da su plenitud. N o obstan te esto no se da sin una especie de debilidad in
terior de la creatividad originaria. Es necesario, sin embargo, descartarcualquier analoga con una ley de entropa fsica. Es el precio de la ope
racin por la que el espritu se conm ueve para tom ar conciencia de s, co
rriendo el riesgo de ser inmediatamente prisionero de las condiciones
que l mismo se da o engendra, y sin las que no puede asegurar su pro
pia in te rioridad. Pero estas condic iones traicionan la in tencin espiritual
de la que proceden, ya que se relaja su subordinacin al acto creador, o
ms bien, ya que este ltimo descuida, en cierta medida, vo lver a empe
zar, es decir, a mantener mediante reiteraciones discontinuas la inspiracin originaria de todo el proceso. Ahora bien, lo que hace para s y con
mucho esfuerzo una conciencia individual, no puede ser exigido a la
m ultiplicidad de las conciencias que reciben un m ensaje cuyo significadopro fundo han de encontrar e interpretar. Lo que aparece masiv amente en
la historia como una degradacin de los significados y de los valores es
un a crecentamiento, una amp liacin de la experiencia que tenem os cuan
do constatamos el declive en que caen las afirmaciones, las creencias en
las que, por un instante, habamos credo encontrar la razn de ser de
nuestra vida entera. Rechazar este riesgo es, para el espritu, rechazar una
pru eba sin la cual ninguna conciencia de s es posible . Cuando una dia
lctica ascendente se concibe a partir del espritu abatido, prisionero de
la materialidad y afectado de pasividad, como un remontarse hacia una
vida espiritual pura que permanece en su propio nivel, en una continui
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dad sin ruptura, se halla en total desacuerdo, no ya con la expe riencia his
trica, sino con el testimon io de la experiencia interior, confirmando am bos que no hay pro mocin esp iritual que no es t siempre amenazada, y
ms en la medida en que busca consolidarse de otro modo que por unapro fu ndiz aci n in te rior que se pro lo nga en una verificacin continua. El
crecimiento d e concien cia ms excelente engendra las condiciones de su
precariedad, porque no entra en posesin de s ms que desarro llndose
en una expresin, en una accin, que es una especie de ocultacin queimplica cierta exterioridad. Qu sorprendente, despus de esto, que la
fijacin de las formas en que se reviste la intencin ms pura requiera
una difcil renovacin del fervor originario! De donde se sigue, en efec
to, que son las iniciativas ms generosas, las ms ricas en esperanza, lasque con frecuencia originan consecuencias opuestas a las que la concien
cia esperaba. La idea se vuelve contra s misma. Pero, qu normas invocaramos cuya negacin sera precisamente esta interrupcin, esta de
gradacin de los procesos espirituales y de sus significados? Si es un
mal, es un mal inscrito en las condiciones que incumben a toda creacin,
a toda intencin de regeneracin absoluta.
Por otra parte, en nombre de esas normas, condenaramos un mun
do en el cual, sin que propiamen te haya habido derogacin de la ley mo ral, la interferencia de los procesos espirituales y de las relaciones entre
las personas, las contradicciones de sus decisiones aum entadas con side
rablemente por su contingencia y la desmesura de ciertas ambiciones,por muy nobles que sean , estn en el origen de los desgarros de la
conciencia que repugnan toda atenuacin y que se imponen violenta
mente en las dialcticas destinadas a resolver en armona todos los
conflictos? Sin duda, lo trgico no puede surgir solamente suscitado por
la representacin imaginativa de un mundo en el que se perturba el or
den presupuesto. Pero, aunque se supusiese que las relaciones entre las
conciencias han sido pacificadas segn las normas de la moralidad, eso
no sera ms que hacer surgir posibilidades de lo trgico m s profundo.Se puede pensar que la representacin esttica de lo trgico est destinada a recordar su presencia a la conciencia que confa alcanzar la paz
slo por la fidelidad a los imperativos de la moralidad.
As como la inmoralidad y el pecado corresponden a dos planos de
experiencia diferentes, la idea de un progreso generalizado de la morali
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dad, que domina y que justifica la razn prctica, difcilmente se conci-
lia con los datos de la experiencia humana que no solamente obligan a
dudar de este avance, sino que sugieren la idea de una cada que sobre
viene despus de cada ascenso del espritu que se tena por definitiva
mente adquirido: cada, degradacin, declive, acompaados frecuente
mente de una especie de inversin de las consecuencias esperadas. Y no
se fracasa igualmente al referir estos hechos a los desfallecimientos de la
libertad o al juego de las leyes naturales? Es imprudente, pero no absur
do, pensar que esta especie de impotencia espiritual tiene alguna relacin
directa o indirec ta con el pecado. Ahora bien, en la medida en que uno se
aleja de hechos y de actos dependientes de normas y de imperativos cuyatransgresin es determ inable po r el juicio moral, se topa con las limita
ciones, las interrupciones, los impedimentos de la vida del espritu para
los que no se encuentra deber-ser cuya negacin provisoria y revocable
seran: son los males, los desgarramientos del ser interior, los conflictos,los sufrimientos sin apaciguamiento concebible. Con el mal propiamen
te dicho, eso que en el corazn mismo de la falta nos remite a lo que su
pera , sin excluir , el ju icio moral propiamente dicho, es tos males, fo rm as
de lo injustificable, tienen eso en comn, por lo que se sustraen a las ca
tegoras, a las funciones de la conciencia por las que decidimos lo que
responde a las reglas o les es contrario: condenarles o recusarles en nom
bre de ciertas norm as es algo irrisorio.
Uno no querra negar que hay un trgico contingente, cotidiano, si sepuede llam ar as a este encuentro del azar y de los destinos hum anos que
sorprende, que da una satisfaccin pasajera a nuestra necesidad de emo
ciones, oponindose frecuentemente a la costumbre del curso de los
acon tecimiento s y de una seguridad que se revela ilusoria. El drama, con
frecuencia, se limita a imitarlo en cuanto favorece accidentalmente el
choq ue de las vo luntades y de las pasiones. An as, para que lo trgico
tenga aqu alguna apariencia de fundamento, es necesario que podamos
evocar las promesas que no pueden alcanzarse, las ambiciones truncadas, los grandes proyectos rotos por la muerte. Esta es la condicin por
la que la interrupcin de las finalidades humanas anuncia de alguna ma
nera lo trgico verdadero, como si la sola intervencin del azar comen
zase, en efecto, a hacernos dud ar de un acuerdo entre las leyes del m un
do y el cumplimiento de nuestros deseos. Pero uno se aproxima a lo
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trgico verdadero cuando el acontecimiento se borra, en el momento en
que es reemplazado por la idea de una fatalidad interior que suscita ac
tos cuyas consecuencias, asumidas por el individuo, revisten a sus ojos
el carcter de una condena por la que expa, no tanto su propia falta,
cuanto un a falta ms profun da cuyo origen se le escapa. Cuando e sta fatalidad tom a con ciencia de s, cuando traduce la intransigencia de un c a
rcter, la fuerza irresistible de una pasin qu e anu la todos los dem s in
tereses, que desafa todos los imperativos de la pruden cia y de la razn,
que acepta, en fin, plenamente el riesgo de perdicin para el individuo,
se entra verda deram ente en la regin de lo trgico. Pues e sta aceptacin
de la perdicin confirma al mismo tiempo u na libertad ve ncida y una li
bertad que se recupera sobre su derrota y, ms bien que to le rar un com
prom iso o renunciar, acarrea la perd ic in del indiv iduo. Se toca un tr
gico ms ntimo en todos los casos en los que el yo debe renunciar a la
esperan za de una dicha que pareca a su alcance, en los que no pued e reconciliarse consigo y recuperar la paz interior, no tanto como conse
cuencia de sus propios actos, sino en razn de la infidelidad, de la trai
cin de otro. Se viene, en fin, a un trgico puro, no teatral, cuando el
contraste estalla entre la sublimidad de los actos y la acogida que de
ellos hace el mundo. Puesto que lo trgico autntico lo es por su lazo es
trecho con la nobleza y la pureza del alma, con los dones del espritu.
No se produce contra la mora lidad. En m uchos aspectos la supone, y es
tanto menos ambigua cuanto las condiciones de la moralidad se cumplen. Pero contradic e una concepcin de la vida que sita todos los
conflictos y todas las contradicciones en el interior de un m undo espiri
tual obediente a las normas, comportando compensaciones y justas sanciones, en la perspectiva de una reciprocidad ideal de las conciencias.
La m oralidad lo ignora, en la justa m edida en que quiere servir a la na
turaleza de sus fines, espiritualizar sus tendencias, instaurar progre siva
mente en las instituciones y en los corazones el respeto a la ley, resolver
los conflictos entre las personas. Lo ignorar ms an si alimenta la seguridad de u na reconciliacin ltim a de la dicha y del bien. Si el espritu debe p rodu cir su testim onio en condiciones que le expon en a un a de
gradacin, es verdad, por otra parte, que el hombre no puede sostener
por mucho tiempo la irradiacin de lo sublime, por la que es com o des
lumbrado, pero que rechaza en su corazn.
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Por eso lo trgico, que nos sita a veces en las inmediaciones del
mal, se ocultaba las ap reciaciones de una c oncienc ia norma tiva cuya autoridad perm itira pensar que podra ser limitada y superada. Es posible
dibujar los contornos de un mundo en el que se resolvera en armona,
pero que no es ya este de aqu, en el cual, al contrario , llega a ser tanto
ms profundo cuanto la conciencia, sensible a las normas, satisface ms
escrupulosamente su deber.
Por lo que atae ahora a lo que se llama comnmente males, es ne
cesario renun ciar por completo a discernir las normas generatrices de un
orden del que seran la negacin. Ataen al hombre en lo ms vivo de
su sensibilidad m oral y psquica, paralizan frecuentem ente el desarrollo
de sus tendencias, agravan sus servidumbres, se aaden a los efectos dela injusticia social, pero no hay milenarismo que pueda prometer su su
presin. La contingencia de su reparto podra pasar por un m al si una
distribucin m s equ itativa debiese atenuarlos y si tuviera algn sentidodesearla o requerirla. Esta contingencia se hace eco de la contingencia
no menos ciega de los males que golpean a ciertos seres, del hecho de
decisiones tomadas, con toda independencia, por otras conciencias que
no podan prever las consecuencias, ni considerarse responsables de
ellas. Se pierde la huella de una solidaridad espiritual entre los seres. A
veces creemos sorprender a travs de estos males el mal que permitira
desc ifrar su sentido y encontrar su relacin con los actos que estn a car
go de la libertad. Pero el determinismo ha endu recido y amp liado la contingencia de estos actos, de manera que se nos escapa la relacin entre
la cualidad de estos ltimos y los sufrimientos o los males que afectan
a un individuo segn las leyes de la naturaleza. Y en nombre de qu
normas afirmaramos que estas desgracias son sanciones en correlacin
con la causalidad del sujeto, o en su defecto relacionadas con una cau
salidad ms lejana? Est la naturaleza ordenada a las exigencias d e una
ju sta pro porci n de satisfacciones y penas? Al in div iduo que sufre estas
desgracias en su cuerpo, en su carcter, se le pide que las acepte, notanto por resignarse a ellas cuanto por considerarlas signo o efecto deuna ley de solidaridad espiritual que supera su propio juicio y las nor
mas de la justicia humana?
Por otra parte, amenazando, minando la integridad del ser interior,
estas desgracias y estos males, no hacen difcil, si no imposible, una
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apropiacin y una profundizacin por parte del yo, de la que podra re
sultar un provecho espiritual? No es el caso del dolor, como tal, que no
llega a destrozar el cuerpo, que no restringe o no menoscaba ms que
hasta cierto grado el dominio de s? El dolor comporta dos caracteres
que parecen, a primera vista, antinmicos: por una parte, aumenta
desm esuradam ente el poder del universo sobre el individuo, le expo ne a
contactos a los que era insensible; por otra parte, repliega al ser sobre s
m ismo y hace m s difcil su comu nicacin con otras conciencias. M ientras que el sufrimiento moral, en tanto que no ha vencido an las resis
tencias y la fuerza del ser interior, no avanza sin cierta compensacin
que le ponga en equilibrio con el mal, porque favorece un trabajo pro
fundo por el que el yo se juzga, se condena, se regenera y saca su fuer
za de su desesperacin, nada parecido se produce con el dolor, porque
rompe los resortes del ser y porque no se deja integrar en la historia del
yo. No solamente hace tocar los lmites de la comunicacin, sino queconstrie de algn modo a la conciencia a escucharse a s misma. Pero
es en vano. Pues el tipo de anlisis del que la atencin es capaz mien
tras el dolor no es excesivo, el ritmo que descubre en l, eso que hay en
el do lor de difuso o de localizado, sus intermitencias y sus crisis, en todo
eso no hay nada que pueda pasar por una recuperacin del yo sobre la
afliccin qu e padece co mo un dato im penetrable. Sin em bargo, si el do
lor puede ser considerado como un mal en razn del impedimento o de
la traba qu e constituye para la realizacin de la persona, se dir que nodebe ser? Qu normas nos permitiran juzgarlo en referencia a un orden del q ue l estara ausente y que estas norm as definiran? Est en no
sotros sin ser nuestro, a la manera de un cuerpo extrao al que se buscaexpulsar. Tributo de la individualidad que es un lugar de paso para la
vida universal, el dolor hace experimentar al yo su unin a un organis
mo. Pero hay un con traste extrao entre el lugar que ocup a de hecho en
la existencia individual y el olvido en que cae una vez que ha cesado,
como si no interesase a nuestro destino verdadero. Se dir que abatiendo poco a poco el coraje, agotando la resistencia del individuo y gastando su voluntad de vivir, el dolor declara su finalidad ms secreta, que
favorece una renuncia absoluta a todo querer propio, que abre la
conciencia a la percepcin de verdades de las que le desva constante
mente su apego al mundo cuando su cuerpo es vigoroso? No se negar
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que se saca provecho de las enfermedades. Para renunciar al egosmo,
es necesario esperar a que el dolor haya extenuado la voluntad de vi
vir? Llega a ser, por este motivo, un bien o el medio de un bien?
As pues, es difcil, ms an que para otros males, considerar el do
lor com o injustificable porque contradice la concien cia norma tiva; no es
menos difcil descubrir la relacin que podra tener con el mal propia
mente dicho, con el pecado. Esto es tambin verdad de la muerte, siem
pre in com prensib le para la subje tivid ad de cada viv iente , pero experimentada como un mal cuando es la ausencia de un ser con quien
habamos iniciado una comunicacin. De qu deber-ser sera la nega
cin? Injustificable, s, como lo son tantos males que tocan profunda
m ente la sensibilidad hum ana, sin que la intensidad del sufrimiento per
mita considerarla como una protesta fundada sobre la idea de un orden
espiritual contradicho. Est claro que la cuestin de su significacin no
se plantea mientras la muerte, no siendo considerada como una ausencia, se presenta como un mo m ento de un proceso, cuando cierra el ciclo
evolutivo de un organismo, cuando se inscribe en la reconstitucin de
un pasado, en la historia de las guerras o de las revoluciones cuyas vc
timas no tienen para nosotros ni nombre ni rostro, cuando permanece
para nosotros eso que es para el oficial del regis tro civ il , para el esta dis ta
o para quien oye el toque de campanas de un pueblo vecino por un
m uerto descono cido. An as, es verdad que hay grados y forma s de au
sencia, tanto como hay comunicacin de conciencias que cesan y se interrumpen con la muerte. Todo hombre muere muchas veces, y cada vez
de una manera diferente: muchas veces, puesto que muere tan fre
cuentemente como desaparecen a su alrededor los vivos que se acorda
ban de l, y de una m uerte difere nte segn la cualidad y la profundid ad
de la com unicacin interrump ida. Esta supervivencia es, pues, limitada.
Sin embargo, si es posible apelar todava a la comunicacin, la que se
establece en tre las conciencias por la sola accin de una obra, de un pe n
sam iento expresado , de un m ensaje y de un ejem plo, si esta obra, si este
mensaje, tienen una resonancia indefinidamente prolongada, es una especie de in m orta lidad que to ca en suerte a su au tor. Pero se produce un
oscurecim iento progresivo de la conc iencia creadora, en favor de la obra
que ha dejado, como si el autor entrase poco a poco en el anonimato a
medida que se individualiza cada vez ms, por el esfuerzo mismo de
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quienes se alimentan de ello, el testimonio que les ha legado. Es dife
rente cuando la ausencia es interrupcin de una comunicacin entre seres cuya expresin no tena otro fin que la intensificacin y la profundi-
zacin de la concienc ia de s. Por faltar la expresin re iterada y singu lar
que discurre a travs de la palabra, la voz, el rostro, el movimiento, que
se posaba so bre ellos, sin agotarse nunca en ellos, com o si el cuerpo no
fuese ms que su instrumento, la comunicacin se imposibilita. Se pro
longa en la ausencia y por la ausencia como una prueba.Dnde se ha ledo alguna vez, quin ha podido jams decir que la
muerte de otro ser y el desgarro de la ausencia podan encontrar com
pensacin en la seguridad de una ete rnidad fu ndada sobre la in tempora-
lidad del pen sam iento! Mas para el hombre que sabe de odas o por co
nocimiento que es mortal, si reflexiona sobre su propia muerte, no
discierne que este acto de reflexin o el acto del pensamiento pensanteimp licado en esta reflexin pod ra ser afectado p or la muerte del cuerpo
y que ex cede toda referencia a una du racin fijada, sin e nco ntrar un c o
mn denominador para el orden de la mortalidad o de la inmortalidad?
A s pues, si distingue a decuad amen te la idea de eternidad ex trada de la
conciencia del acto inmanente a la constitucin de toda temporalidad y
una inmortalidad de supervivencia para el alma singular, si se apega a
esta idea de eternidad, la muerte no decae a sus ojos al rango de un
evento, no tendr por contingentes y solidarias a la vida del cuerpo to
das las modalidades de la vida interior y subjetiva pertenecientes al orden de los afectos, algo incomprensible que vincula este evento a la
conciencia del pensamiento como tal? No se podra negar que una cier
ta oposicin del yo frente a la muerte puede apoyarse, en efecto, sobre
la intemporalidad del acto espiritual. Tendr, pues, por indiferentes su
propia his to ria y la realizacin de su ser? Ni el ri tm o de esta his to ria, ni
su duracin, ni sus ventajas o sus dificultades corresponden al devenir
cuyo acabamiento marcar la muerte. Contra la muerte y para la reali
zacin de los fines con los que se identifica, cada yo libra ms o menososcuramente una batalla cuyo trmino permanece por m ucho tiempo in
cierto. No es raro que la ltima palabra pertenezca a la muerte y en con
diciones que el yo puede a veces prever con lucidez. Pues el tiempo de
la muerte no coincide con el del acabam iento de la historia interior ms
que de una manera fortuita y contingente. Cul es el medio para supe
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rar la disparidad d e los dos tiem pos? P or la eleccin de una po sibilidad
cuya plena actualizacin debe conducir, segn las leyes de la naturale
za, a la muerte del individuo? Pero, si no es una muerte voluntaria, si es
una posibilidad elegida por su valor intrnseco, no ser nunca ms que
por fortu na por lo que habr una coin cid encia final entre la m uerte y el
desenlace del proceso p or el que el yo se ha dado una razn d e ser. Aun
cuando la historia del yo se repitiese y se contrajese, en un solo acto espir itual, del que la m uerte sera la consecuencia previs ta , consentid acom o tal, la coinciden cia del tiempo del acontecim iento y del tiemp o del
acabamiento no p ermane cera menos contingente. Pero sucede con fre
cuencia que la muerte interrumpe la persecucin de los fines a los que
el yo aferraba toda su espe ranza terrestre. Bajo este punto d e vista, se la
colocar, pues, entre estos males que confirman, de alguna manera, di
recta o indirectamente, relativa o absolutamente, un impedimento en el
que chocan finalidades de orden espiritual, sin que podamos juzgarlabajo norm as que nos auto ricen a pensar que no debera producirse.
Opuestos a todo el resto, esto es lo que los males tienen en comn con
un mal tan profundo que en l no se puede agotar el carcter que se
refiere a las normas de las que l sera la transgresin. Mientras que los
prim ero s re m iten a la estructu ra de un m undo que no est naturalm ente
ordenado a las finalidades humanas, este mal remite a una causalidad
del yo que no coincide con lo que supone la concienc ia norm ativa cuan
do afirm a su jurisdiccin .De todos estos males que acabamos de considerar, no hay ninguno
del que tengamos derecho a afirmar, segn las leyes de la libertad y de
la obligacin, que debera no ser, y que por tanto podra ser suprimidoinmediatamente por una accin de la voluntad. Otra cosa es saber si al
gunos de ellos son la consecuencia ms o menos lejana de desfalleci
mientos morales. Como, por otra parte, se producen segn las leyes de
la naturaleza fsica, biolg ica y social, qu hay en el hecho de q ue afec
ten a la sensibilidad humana que permita a la conciencia declararlos in
ju stif ic ables, si esta id ea im plica, en efecto , alg n juicio de derecho, yno simplemente la constatacin de lo que en ellos puede haber de in
tolerable para el individuo? Adems, no se pued e descu brir en ellos alguna razn de ser que, aparte del carcter de ser de los males relativos
a la sensibilidad individual, impedira, sin embargo, que fuesen tenidos
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por in justificables, si esta razn de ser perm it iese, en efecto , in sc ribir les
en un orden al que estaran invenciblemente unidos? En m odo alguno le
contradiran, como tampoco le confirmaran. Ni la muerte, ni la guerra,
ni las formas extremas de la injusticia social, ni los sufrimientos o los
dolores intolerables cesaran de ser males; pero, desde otro pu nto de v is
ta, estos males confirmaran las finalidades de la vida o de la seleccin
natural: no tienen el encargo de salvar a los individuos, y lo que estos,
desde su punto de vista, se inclinan a tener por injustificable, est plenamente de acuerdo con ellas. Un orden que se instituye progresiva
mente o por una creacin imprevisible para un entendimiento, el pensa
miento lo reconoce, pero la sensibilidad tiende a ignorarlo o a
desaprobarlo cuando requiere el sacrificio de los individuos, y cuandohace de sus sufrimientos, a la vez, el precio y el medio de una finalidad
que les supera. Considerad el significado de los males en el sentido deuna imperfeccin inherente a las etapas de un progreso y les asignaris
inmediatamente un lugar necesario en el conjunto del movimiento evo
lutivo. Seguras de que lo que debe ser es o ser, las dialcticas, por su
parte, em ple an todos los recursos que les pro porciona este postu la do
para hacer de los males, si no una apariencia , al menos una experiencia
incompleta, parcial, contingente en cuanto a su distribucin, cuya irre
gularidad nos impide conocer las finalidades a las que es necesario su
bord in arla . Como el conocim iento dete rm in a lo ir racional y lo in tegra
en su devenir, del mismo modo el pensamiento logra cohesionar lo quela sensibilidad le instaba a considerar como injustificable. Aadid que
esta razn de ser no falla nunca, puesto que estos males aparecen como
la cond icin de un bien ms grande, com o una prueba necesaria; se sabe
cuntas form as reviste esta idea: es tan cm odo recurrir a ella que es di
fcil persuadir de su verdad, acaso no tanto por parte de quien sufre
cuanto por parte de quien asiste, impotente, a la miseria del otro y reh
sa pensar que este mal pueda tornarse en bien. Sera necesario, pues,
concluir que no teniendo nada en comn con las negaciones del deber-ser que define la ley moral, pero susceptibles, por otra parte, de ser com
prendid os por las gra ndes leyes que rigen el devenir espir itual en su con
junto, estos males no presentan caracte rsticas que nos perm itan decir
que son injustificables, por penoso y difcil que sea para el individuo
aceptarlo; que se concilie, pues, como le sea posible con ellos, que se
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dedique a reducirles o a resignarse o a promover a travs de ellos su
fuerza de nimo y su renuncia! El divorcio entre las conclusiones del
pensam iento y las reacciones espontneas de la sensibilidad esmanifiesto.
Aunque fuese verdad que no est permitido extraer de las energas
del sentimiento una certeza cuya autoridad no proceda de una demos
tracin racional, esto no es motivo para plegarse tan dcilm ente a las sugestiones del pensamiento especulativo cuando se aplica a comprender
con sus propios medios lo que escandaliza a la conciencia espontnea.
Porque, para este pensamiento, reducir el escndalo es siempre, de alguna manera, integrarlo en un plan, en un orden. Ms an, es hacer del
escndalo aparente y permanente el medio de conducir la razn hacia el
descubrimiento de una finalidad trascendente, que no hubiese reconoci
do si no hubiese sido estimulado por la contradiccin que sufre. La ra
zn se cree autorizad a a apoyarse en el escndalo de la afirmacin de unorden del cual el mal es un elemento o un momento.
Renunciamos a la cuestin del porqu. No deja elegir ms que entre
una respuesta que, a priori, descarta la idea de la imposibilidad de que
no haya ninguna razn de ser del mal, y una respuesta que renuncia ab
solutamente a comprenderla. La primera abre paso a todas las interpretaciones del mal cuyo c arcter com n es el de conciliario, de alguna m anera, con las finalidades inmanentes o trascendentes constitutivas del ser
espiritual; la segunda oscila entre confesar su misterio y el reconocimiento del absurdo. Ni en una ni en otra direccin se dir del mal y de
los males que son injustificables. Y, como no los referimos a un uso de
la libertad que se vuelve con tra los imperativos de la razn prctica, p arece, tanto desde el punto de vista del pensamiento especulativo como
desde el punto de vista del deber-ser del yo prctico, que nada nos per
mite declararles injustificables, a no ser por una afirmacin arbitraria,reflejo o transcripcin, sobre el plano intelectual, de la intensidad del su
frimiento.
Qu es necesario, pues, para que esta afirmacin deje de ser arbi
traria, aunque no surja ni de las categoras de la razn especulativa, ni
del deber-ser de la moralidad? Nada menos que un acto interior a esta
afirmacin, que co n su propia garanta haga surgir al mismo tiem po un a
oposicin ab soluta entre la espiritualidad pura que con firma y la estruc
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tura del mundo. Ahora bien, es este acto que captamos en el fondo de
nuestras aserciones c oncernientes al carcter injustificable de los males,
el que com unica a los anhelos de la conciencia una autoridad que supe
ra toda sensibilidad individual recogiendo sus protestas. Es p or este acto
por el que aprobam os, en el fondo de las operaciones que re sponden a
las norm as, lo que se sustrae a su dominio. Po rque todas las norm as son
las especificaciones de este acto vuelto hacia el mundo, como todos los
lmites de su poder son las especificaciones de una contradiccin radi
cal. Si se dudase que la apercepcin inmediata e intrnseca de este acto
fuese posible, o, si se pensase que est enmascarada por la ambicin
part ic ula r de cada funcin de la concie ncia norm ativa y cre adora, la di
versidad m ism a de estas funciones, que requiere la unida d de un foco es
pir itual, nos conducir a a l. Pero ste no es un foco en el que se perde
ran y se agotaran las diferencias y las calificaciones de esos mundos,
no es una plenitud de ser que abolira el significado de los rdenes lentamente constituidos, en su verdad propia, por la conciencia humana en
sus tomas de posicin frente a resistencias constantemente renovadas.
Este foco es el de la conciencia veh iculando lo que es form a respecto de
todo el se r real o concebible, en los actos concretos de los que esta for
ma es la garanta suprema: forma absoluta a la que nada se le aade ni
nada se le quita si decimos que es forma de lo absoluto espiritual. No
adquiere po r ello ninguna autoridad comp lementaria, pues es ella la que
se afirma una y otra vez idntica a s, en el acto que querra remontarms all de ella, para buscarle una razn de ser o un fundamento. Aho
ra bien, dado que esta forma se plantea como tal, en su absolutez, per
mite afirmar la oposicin no menos absoluta de lo que respecto de ella
presenta una opacidad irre ductible que nin guna norma consig ue supri
mir completamente, que ningn deber-ser puede borrar y que, no obs
tante, se transparenta a travs de sus resultados. Pero cuando esta opa
cidad afecta al individuo mismo en su sustancia, los males que le
alcanzan pueden ser denominados injustificables, no porque no tenganrazn de ser y por eso sean absurdos, no porque no tengan una razn deser y por eso apelen o a la rebelda o a la resignacin, sino porque
confirman una oposicin invencible entre un mundo que respondera a
lo absoluto espiritual, y el mundo en que los hombres se doblegan di
versamente bajo la desdicha, que parece agravar la contingencia con que
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les alcanza. En la medida en que pueda y mientras pueda, que cada
concien cia extraiga de su expe riencia singular la certeza del acto esp iri
tual sobre el que el hecho o el dolor no tienen dominio, y el sentimien
to de una comunin con otras conciencias al tiempo mismo que el mal
las asla y las separa.
N ada debera afianzar ms al espr itu hum ano, si no en su poder al
menos en la amp litud, en la fuerza y en la verdad de sus exigenc ias, quela violencia de ciertos contrastes entre la existencia pacfica cuya ima
gen acentan estos ltimos y el rostro atorme ntado que presenta el m un
do. Pero uno se complace con frecuencia en pensar que la grandeza del
espritu se mide por su poder de unir todo y de responder a todo, integrando en sus dialcticas lo que se muestra en principio como pura ne
gacin. O bien, se le achaca al suceso, a la fatalidad, al destino, lo que
no se orde na a una inteligibilidad de la que el espritu parece se r el ser
vidor ms que el dueo, como si tuviese que someterse a ella y no aconstituirla. Aho ra bien, lo propio de u na actividad espiritual, en su m s
am plia espontaneidad, es unirse a s y construirse, al mismo tiem po que
se da un m undo y lo construye. Entonces, cuan to ms se diversifican estos mund os en tanto que formas de orden, tanto ms lo injustificable que
hacen surgir lleva la marca de cad a uno de ellos y no se deja pe nsar msque a travs de las resistencias que encuentra la estilizacin del univer
so que propon en a la inteligencia como a la sensibilidad y al querer. So
bre esta s resis tencias, estos rdenes ponen su m arc a y es universalm ente verdadero, se gn la palabra de Biran, que las resistencias a la ciencia
forman parte de la ciencia. Desde este punto de vista, el idealism o es in
vencible: no se ha podido nunca separar de forma tajante lo que es empr ic o de la cate gora que lo asim ila, y el idealism o abso lu to ha tenido
siempre facilidad para sostener que la ambicin insatisfecha de co ncien
cias finitas no testifica contra lo recto.No obsta nte , por estas resistencias, in te riores al devenir de cada fina
lidad espiritual, se descubre un elemento de retraso que es como su in
dicio com n y qu e es la razn de ser de las interrupciones, de las ruptu
ras y de los nuevos comienzos. Es evidente que no podra ser cuestin
de un injustificable en s que no sera lo correlativo de algn acto espi
ritual. En el orden del conocimiento, lo que la cosa en s ha significado
siempre es solamente que por su propio acto la espontaneidad intelec
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tual no es creadora de la materia del saber. Pero, en el intervalo del co
noc imiento e fectivo, en las relaciones en las que se desarro lla el acto ca-
tegorial, la cosa en s ya no se deja pensar ms que a travs de la corre
lacin del sujeto y del objeto. Por lo mismo, nunca tocamos un
injustificable compacto, inconstruible. Pero, en ciertas circunstancias en
que se hace evidente la fragilidad de las estructuras espirituales, poco a
poco destruid as o arrebatadas por la vio le ncia de las pasio nes indiv i
duales o colectivas; cuando lo trgico nos despierta al pensamiento delo que se oculta a las categoras del mundo moral; cuando la interrup
cin de las finalidades humanas por la muerte, cuando la ausencia, nos
hacen sensible la precariedad del orden que el espritu logra instituir, co
menzamos a dudar de esta complicidad de las cosas y de la conciencia
sobre la que reposam os en la regin me dia del esfuerzo y de la felicidad
de los triunfos. En este momento, la autoridad de las normas expira,
pero no la del acto espiritual del que proceden y que las supera: no tiene de s sino su garanta, autoriza, funda nuestros juicios sobre lo injustificable y sobre los males que lo expresan, es la fiadora de nuestro sen
timiento. En lo que podra ser la decepcin de un humano deseo de
seguridad, se abre paso un deseo ms que humano.Sin embargo , acaso hem os hecho hasta ahora algo ms que dar otro
nom bre a lo que posee derecho de ciudadana en filosofa bajo el ttulo
de mal metafsico? No habremos conferido indebidamente el mismo
carcter, por una parte, al mal que recibe una compensacin por su relacin mantenida con algo trascendente y, por otra, a los males que sim
plem ente confirm an la indiferencia de la natu rale za a los deseos hum a
nos a los que la sabidura m andara renunciar? No habrem os percibido,imprudentemente, en la permanencia de lo trgico bajo todas sus for
mas, el signo de un mundo irremediablemente desgarrado? No habre
mos buscado, en fin, en las resistencias que confirman solamente la fini
tud del espritu humano el indicio de lo que escapa completamente a la
ju ri sdic ci n de las norm as? En cualq uie r caso, no convendra decir quelo injustificable participa, en efecto, del mal metafsico, si bien no seconfunde con l, y que no tiene, como ste, ms que un carcter priva
tivo?Es verdad que el mal metafsico se presenta bajo rostros diversos.
Pero, que sea la marca de lo finito frente a lo infinito, que indique la pre
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sencia en el saber de un elemento emprico que el pensamiento huma
no, como tal, no logra reducir al concepto, que corresponda a una nece
sidad externa, dejando subsistir, al menos, la apariencia del azar, del de
sorden, del capricho, en oposicin a una necesidad interna de unin
orgnica y de armona, que confirme una cierta pasividad inscrita en el
estatuto de una criatura, que se traduzca para la conciencia en la o bliga
cin de pasar siempre por los medios, de proceder inductiva o dialcticamente, que se manifieste por los conflictos que las sntesi