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Entre dogmatismo, escepticismo e indiferencia.
Notas sobre filosofía de la historia.1
Vicente Durán SJ
No resulta para nada descabellado pensar que la reflexión filosófica sobre la historia es uno
de esos que Kant llama “especie de conocimientos” en los que la razón humana termina
siendo “acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la
naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede responder, porque superan las
facultades de la razón humana” (Crítica de la razón pura, A VII). De ser así, la pregunta
por la historia, por su origen y su meta -es decir por su sentido- sería una pregunta que
contiene, ella misma, una paradoja: para la razón humana resulta inevitable plantearla, pero
en la medida en que es asumida por ella, la razón ha de reconocer que no la puede
responder del todo porque la pregunta supera sus propias facultades. En ese sentido puede
uno asumir que, para el filósofo alemán, la pregunta por el sentido de la historia es
semejante a la pregunta por la existencia de Dios, del alma o de la libertad humana: al
plantearlas, la razón acaba siendo conducida por ella misma, a arremeter contra unos
límites que la superan, que no le permiten avanzar hasta donde ella querría: comprender el
origen, el fin, y el sentido de la historia.
Ante esa paradoja puede haber dos alternativas. La primera está representada por aquellos
que dogmáticamente afirman que sí es posible encontrar una respuesta a la pregunta sobre
el origen y el sentido de la historia. Dentro de ese horizonte observo tres modalidades: (i) el
marxismo, para el cual lo que mueve la historia son los sistemas y las relaciones de
producción; para los marxistas -por supuesto que en un sentido muy general del término- el
sentido histórico del progreso histórico está en la conciliación política de fuerzas y sistemas
productivos, que en la fase del capitalismo están separadas mediante la oposición
irreconciliable entre capital y trabajo. La historia avanza en el la medida en que se vaya
acercando a esa conciliación. Un camino semejante, pero contrario, es el tomado (ii) por la
teoría de The End of History and the Last Man (1992), de Francis Fukuyama –¿neo-
hegeliano de derecha?- para quien la historia es movida por el deseo de reconocimiento;
para él, el fracaso del comunismo representa el fin de los debates ideológicos como
orientadores de la economía, de modo que el reconocimiento -motor de la historia- se dará
ya no en lo ideológico, sino al interior del liberalismo, es decir, dentro del sistema actual.
También habría que incluir dentro de esta primera alternativa (iii) a las religiones reveladas
para las cuales el sentido de la historia es -o ha sido- revelado por Dios; Judaísmo, Islam y
Cristianismo tienen dentro de sí, cada uno a su manera, peligrosas tendencias a involucrar a
toda la humanidad -o en el caso del judaísmo al pueblo elegido- dentro de una finalidad
1 Estas reflexiones constituyen un primer acercamiento al tema. Por eso pueden parecer un tanto desordenadas e incompletas. Lo que sí buscan es motivar la discusión y la crítica a fin de ir construyendo una propuesta que dé razón de una más amplia concepción de la historia.
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histórica conocida y aceptada sólo por quienes se consideran receptores de dicha
revelación.2
La otra alternativa es aquella que nos lleva a reconocer que, si bien no es posible conocer e
identificar lo que Jaspers llama Ursprung und Ziel der Geschichte (Origen y meta de la
historia), sí podemos, y bien vale la pena hacerlo, reflexionar críticamente sobre ella. Es
verdad que no podemos conocer la historia a la manera como conocemos las leyes
naturales, es decir, con las características propias de un conocimiento universal y necesario.
Tampoco podemos formular leyes históricas al modo en que formulamos la ley moral, esto
es, con una objetividad obligante que provenga exclusivamente de la estructura racional del
ser humano. Ello no significa, sin embargo, que la razón no pueda avanzar algo, aunque sea
poco, en esa peculiar reflexión crítica que hoy conocemos como filosofía de la historia.
De hecho sabemos que Kant le dedicó a ese tipo de indagación algunos escritos de
madurez que hoy -en medio del dogmatismo de algunos, del escepticismo de otros, y de la
indiferencia de la mayoría- resultan de no menor actualidad y relevancia: Idea de una
historia universal en sentido cosmopolita (1784), Comienzo presunto de la historia humana
(1786), El fin de todas las cosas (1794), y Si el género humano se halla en progreso
constante hacia mejor (publicado en 1798 como segunda parte de El Conflicto de las
facultades). En efecto: mientras que algunos ya saben para dónde va la historia y por lo
tanto no dudan acerca de qué debemos hacer todos los seres humanos para hacerla avanzar
hacia una meta inapelable, y otros creen que no hay que hacer nada substancial porque la
historia ya llegó a dónde debía o tenía que llegar, Kant, quien, gracias a que durante toda su
vida tuvo que moverse entre el dogmatismo de unos y el escepticismo de otros, produjo un
pensamiento propio que no le rinde culto ni a unos ni a otros y ofrece una serie de ideas
sobre filosofía de la historia a las que vamos a intentar acercarnos para ver si ayudan o no a
salir del atolladero filosófico-histórico en el que nos encontramos.
Algo similar habría que decir de las ideas de Karl Jaspers (1883-1969) sobre la historia en
Origen y meta de la historia, obra publicada en 1949, apenas cuatro años después de haber
concluido la Segunda Guerra Mundial. Más allá de la pregunta por el significado de la
hecatombe alemana, hecho histórico que marcó su existencia y la de toda una generación3,
Jaspers reflexiona en Origen y meta de la historia sobre el marco general más amplio que
quepa concebir para tratar de comprender hechos históricos concretos y recientes, pero
también pretéritos y futuros. Sin ese marco, sin una referencia filosófica más amplia,
ningún hecho histórico podría encontrar su más hondo y real significado.
Por otra parte, tenemos que una concepción razonablemente positivista de la historia estará
siempre atenta a llamarnos la atención sobre esto: para comprender el acontecer histórico,
2 A mi modo de ver, la única posibilidad de liberar a las religiones –y no sólo al cristianismo- de esa tendencia es afirmar, de manera clara e inequívoca, que para las religiones, si bien hay una finalidad en la historia, esta es meta-histórica, es decir, de ninguna manera sólo-histórica, o en términos cristianos, escatológica, esto es, que comprende la historia pero la trasciende. 3 Jaspers formula y responde la pregunta por el significado histórico del Tercer Reich en sus lecciones del semestre 1945/46, publicadas en español como El problema de la culpa. Sobre la responsabilidad política de Alemania (Paidós, Barcelona 1998).
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lo primero que requerimos no es de una filosofía de la historia sino de datos históricos
confiables, depurados, correctamente interpretados. Filósofos, teólogos y políticos de todas
las tendencias ideológicas con frecuencia ponemos de manifiesto nuestra inevitable
tendencia a descubrirle, darle o –lo que es peor- imponerle un sentido y una orientación a la
historia a veces por encima, otras veces en contra, pero casi siempre de espaldas a los datos
históricos. La historia, hay que decirlo así, es, en últimas, interpretación de hechos a partir
de fuentes y documentos con los cuales es posible elaborar algún tipo de narración
comprensible y creíble. ¿Cómo se relacionan los datos históricos y la filosofía –o la
teología- de la historia?
De ello dependen dos cosas: la comprensibilidad y la credibilidad, que constituyen las dos
características sin las cuales no hay conocimiento histórico. Una historia incomprensible no
es historia, o no lo es, al menos, todavía. El ser humano parece ser más lento para
comprender la historia que para comprender otros fenómenos, como los fenómenos
naturales. Un ejemplo de ello es la llamada “Disputa de los historiadores” o
Historikerstreit, que venía preparándose en Alemania desde los primeros días de la
posguerra, y que tuvo lugar a mediados de los años ochenta, protagonizada por
historiadores y filósofos -entre otros muchos- como Ernst Nolte, Michael Stürmer, Joachim
Fest y Jürgen Habermas: La disputa era acerca de cómo comprender –se supone que puede
y debe ser comprendida- la irrupción del nazismo en la historia de Alemania, la
singularidad única del Holocausto y su significado para la construcción de la identidad
alemana. Hubo de todo: desde quienes negaban que el nazismo, la música, la filosofía y la
literatura alemanas pudieran formar parte de la misma historia y consideraban al nazismo
con un carácter de excepcionalidad histórica poco convincente, hasta quienes veían una
clara línea de continuidad entre dos guerras mundiales causadas por el militarismo alemán
que se había apropiado de la patria de Goethe. El hecho es que desde dicha disputa formula
–o reformula- Habermas dos conceptos, Verfassungspatriotismus -patriotismo
constitucional- y öffentlichen Gebrauch der Historie4 -uso público de la historia-, ambos
de gran significado programático para rehacer el sentido de la historia de una nación tras
hechos que ponían en cuestión la comprensión misma del acontecer histórico.5
Por otra parte, la comprensión de la historia, como toda comprensión que se lleva a cabo
con ayuda de la razón y la indagación, no ocurre en contra de la subjetividad sino gracias a
ella. En ese sentido la ignorancia o ausencia de datos históricos posibilita y favorece
cualquier comprensión –y por tanto también cualquier manipulación- de la historia y del
sentido de la historia. Para una mentalidad religiosa no crítica, por ejemplo muy piadosa y
4 http://www.zeit.de/1986/46/vom-oeffentlichen-gebrauch-der-historie 5 Una disputa similar ocurre en Colombia actualmente con la pregunta por el significado histórico de la violencia política, cuyas raíces todavía son incomprensibles para muchos historiadores; algunos acuden a una especie de lenguaje mítico religioso para explicar una “cultura de la violencia” quizás única en América Latina. Supongo que en diversos países latinoamericanos también se han dado disputas semejantes sobre las dictaduras militares en los años 70, cuya comprensibilidad es casi imposible en caliente. También el fenómeno de la corrupción en Latinoamérica podría parecer demasiado contemporáneo para ser comprendido. El hecho de que con tanta facilidad “moralicemos” sobre estos fenómenos puede ser interpretado como que aún no los comprendemos.
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espiritual, un acontecimiento histórico podría ser “comprensible” como voluntad de Dios,
pero ahí cabe preguntar si una tal interpretación de la historia realmente puede ser considera
como una comprensión de la misma. La filosofía de la historia no sólo debe interpretar la
historia, debe primero intentar comprenderla para luego poder interpretarla. A través de la
masificación de procesos educativos cada vez más globales y complejos, la mentalidad
crítica respecto de la historia se extiende cada vez más sobre capas de poblaciones hasta
ahora poco dadas a ese tipo de crítica. Los estudios culturales, poscoloniales y
deconstructivos –cuando no destructivos- de las historias oficiales hacen que cada vez
menos gente crea en historias que ya no comprenden, o que ya no comprendan lo que se
supone que deben creer sobre su propia historia. Escrita por mujeres, por ejemplo, la
historia de América Latina y de muchas otras partes del mundo resulta incomprensible, o
increíble, así como a muchas mujeres de hoy les resulta increíble la historia
tradicionalmente narrada por varones. La comprensibilidad va unidad a la credibilidad.
Nuestra hipótesis sería, así, que una adecuada interpretación del sentido de la historia
supone a su vez una adecuada comprensión de la misma, y que ello remite al problema de
las fuentes y los documentos históricos. La credibilidad no es sólo subjetiva. Una historia
sin documentos históricos es fantasía histórica. Una narración histórica concebida desde un
interés por encontrarle el sentido a la historia no requiere de fuentes porque ya sabe a dónde
quiere llegar, lo le da sentido a la historia, se lo impone desde fuera, y por eso como
historia es poco creíble. Tal es el caso de la historia de los pueblos americanos
prehispánicos narrada por los ingenuos historiadores marxistas de los años sesenta y
setenta: acaba siendo narrada como una especie de Antiguo Testamento que prepara el
advenimiento de la verdadera y definitiva revelación acontecida en los escritos de Marx.
Una filosofía de la historia tiene que dar cuenta de la unidad histórica. Las historias
regionales, o las historias antiguas y las contemporáneas, no puede regirse por leyes que las
hagan incompatibles. Hay, evidentemente, acontecimientos humanos muy antiguos de los
cuales no tenemos datos, o datos muy débiles y poco confiables como para poder elaborar
con ellos un relato razonable que seas algo más que el producto de nuestra imaginación; eso
es lo que llamamos propiamente prehistoria, que más que una disciplina arqueológica, es un
concepto necesario para demarcar un límite decisivo sobre cuya importancia ha llamado la
atención Jaspers en el prólogo a su obra: parece que la prehistoria, entendida como el
período de tiempo que va desde la aparición del homo sapiens6 hasta la producción de los
primeros testimonios escritos, es cien veces más larga que la historia, que comprende
apenas los últimos cinco mil años.
La historia es algo muy reciente. La tesis de El final de la historia de Fukuyama bien podría
ser rebatida con la idea, más simple y a mi juicio también más convincente, de que la
historia en realidad apenas acaba de comenzar. Esa es una de esas verdades que podría
lastimar nuestro orgullo moderno, pero que para nada es descartable. Cinco mil años de
historia, en sentido estricto, parecen ser muchos años, pero son en realidad poco, muy poco,
6 El género homo apareció hace alrededor de 2.5 millones de años, la especie homo sapiens arcaico hace 600.000 años, y el homo sapiens sapiens hace 195.000 (ver Wikipedia, datos que coinciden grosso modo con el libro de Teilhard de Chardin: La aparición del hombre, Taurus, 1967).
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un ínfimo trozo de la existencia humana (Jaspers) que no sólo nos deja perplejos, sino que
también nos pone a pensar que, al indagar por el sentido de la historia, no podemos ignorar
la prehistoria, de la cual sabemos muy poco con certeza documental, pero sí algo
irrefutable: que está y estará ahí para siempre como algo caducado que nunca nos abandona
y frente a lo cual hemos de estrellarnos siempre que queramos indagar acerca de nuestros
orígenes.
¿Qué significan, en efecto, millones de años de prehistoria frente a sólo cinco mil años de
historia? Para muchos puede que no mucho, que eso no les diga ni los interpele para nada.
Algunos creen poder hacer filosofía de la historia sin tenerla en cuenta, como si la
prehistoria no existiera, como si pudieran silenciarla. Pero ella, como un ombligo, nos
vincula millones de años atrás, con lo real incógnito, con algo de nosotros que se nos perdió
pero que nunca podremos olvidar.
Con el futuro ocurre algo similar, pero en sentido contrario: todas las generaciones se han
sentido -y en realidad han sido- punta de lanza en el devenir histórico. Todos los seres
humanos hemos vivido como frontera entre el pasado y el futuro, de cara a lo incierto, lo
esperado e inesperado, lo temido, lo que no podemos controlar y que por eso mismo puede
llegar a controlarnos. Si es verdad que frente al pasado nos vemos obligados a pensar la
prehistoria sin poder llegar a conocerla, de cara al futuro nos vemos forzados a imaginarlo,
desearlo, diseñarlo, programarlo, realizarlo. Podemos influir en él como nuestros
antepasados sabemos que lo hicieron sobre nuestro presente. Sabemos que lo que hagamos
hoy, y también lo que dejemos de hacer, en realidad lo comprendemos mañana, o quizás
pasado mañana o más tarde, en todo caso no hoy. Las consecuencias de lo que hacemos y
también de lo que dejamos de hacer siempre reposan en el futuro y en su inevitable
imprevisibilidad. El futuro nos es tan desconocido como la prehistoria, sólo que en el
primero podemos influir de algún modo y en el segundo no.
Entre el origen y la meta, entre el pasado remoto y el futuro que trasciende, entre la
prehistoria y la escatología, está el eterno y conflictivo presente, la historia viva, ese
presente que, en medio del inmediato pasado y el inmediato futuro, constituye lo nuestro
hoy. Mientras que “lo nuestro escatológico” y “lo nuestro prehistórico” de diversas maneras
se nos escapa, lo nuestro actual está en nuestras manos, es nuestra responsabilidad, nuestra
tarea. Aquí entra en escena una idea que, tarde o temprano, tiene que aparecer que cualquier
filosofía de la historia: el progreso. Nos referimos, por supuesto, a la idea de “progreso en
la historia”, que debe ser distinguida –aunque no totalmente separada- de la idea de
progreso como mejoramiento en las condiciones de vida de las personas y los pueblos. Esta
última se manifiesta siempre en asuntos particulares, como el progreso científico,
tecnológico, en las comunicaciones, en la prevención y cura de las enfermedades, en la
educación, los deportes y las artes, pero también en la estructuración de las instituciones
nacionales e internacionales que fomentan la paz, promueven la solidaridad internacional
en las catástrofes, impulsan la concordia, el conocimiento y el aprecio entre pueblos y
personas más allá de las fronteras nacionales, lingüísticas, religiosas o culturales. En todos
estos casos pueden darse, y de hecho se dan, avances y progreso pero también retrocesos y
repliegues. Lo que en una región del mundo es tenido como progreso, en otras puede no
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darse, o darse en niveles muy inferiores que no permiten calificarlo como tal. Hay
enfermedades que la humanidad ha logrado exterminar –como la viruela-, y han aparecido
otras que amenazan y acechan a poblaciones enteras –como el VIH-. Esta idea de progreso
siempre es relativa a contextos históricos y por eso recae sobre poblaciones particulares, en
momentos precisos y concretos, y gracias a condiciones que, por ser históricas, son siempre
concretas. Nunca son generales, no abarcan a todas las personas, y por eso siempre merecen
la mirada crítica del filósofo de la historia.
Al referimos al “progreso en la historia”, caemos en la cuenta de que el sujeto de dicho
progreso no es un pueblo, una raza o una cultura, es la historia. Tampoco es un aspecto
particular de la vida, como la ciencia, la tecnología o la economía. Es la historia, así en
abstracto, a secas, como concepto universal, la que es pensada en una filosofía de la
historia. Y es desde esa perspectiva desde donde debe o tiene que ser pensado el “progreso
en la historia”, de otra forma estaríamos universalizando e ideologizando la historia en
nombre de quienes ejercen su dominio7. Así expuesta, la idea de “progreso en la historia”
es a la vez problemática y problematizadora. Es problemática porque es perfectamente
razonable aspirar a tener criterios e indicadores que permitan evaluar el progreso y el
desarrollo humano en términos de referencia regionales, tanto geográficamente como en
asuntos concretos: progreso en la salud, en las comunicaciones, o en la defensa de los
derechos humanos, y ello, a su vez, en África, en América Latina, en Colombia, o incluso
en una localidad o en una institución. El progreso es algo muy concreto, y es evidente que
puede haber progreso en ese sentido. Pero una cosa es el progreso de un pueblo, o el
progreso de algunos en ciertos aspectos, y otra muy distinta es el “progreso en la historia”.
Con frecuencia ocurre que el progreso de un país, o de un grupo de países, ocurre
precisamente con la explotación y el retroceso de otros. ¿Quién niega, por ejemplo, que el
progreso económico y tecnológico de Inglaterra en el siglo XIX y comienzos del XX se
debió, en gran medida, a la explotación de recursos humanos y naturales en muchas de sus
colonias? Esa es la razón por la cual la idea de un “progreso en la historia” -en abstracto-,
además de ser problemática, es también problematizadora: cuestiona esos presuntos
progresos regionales, científicos y tecnológicos, en nombre de la humanidad entera, o como
diría Kant, en nombre del género humano (des menschlichen Geschlechts). Es la
humanidad entera la que se interroga por el progreso en la historia, y por eso hay que
responderle es a ella, no a los gobernantes o a los entusiastas de ciertas formas particulares
de progreso. Con base en esta idea podemos incluir, en la forma como el Papa Francisco lo
hace en Laudato Si, el cuestionamiento ambiental a todas las formas de progreso
económico y social que arrasan con el medio ambiente y ponen en peligro nuestra casa
común, la de todo el género humano, del presente y del futuro. La idea de fondo, que
podría ser comprendida como un apriori del progreso en la historia, es que progreso en la
historia sólo hay cuando es la humanidad entera, y no solo una parte de ella, la que
efectivamente progresa. Aun así, queda abierta esta pregunta: ¿en qué consiste propiamente
el progreso?
7 Esa es la razón por la que uno de los escritos de Kant sobre este tema, del año 1798, lleva por título la pregunta Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor.
7
Tal parece que la idea de “progreso en la historia”, desde una perspectiva universal,
ambientalmente sostenible y en la que todos los seres humanos se puedan reconocer, sólo
puede ser asumida por una concepción de la historia que se apoye sobre las dos ideas ya
mencionadas: que la historia tiene un origen y una meta, o lo que es lo mismo: que todos
los seres humanos compartimos los mismos orígenes -la misma prehistoria- y que todos
también estamos orientados hacia la misma meta, así esta sea de carácter escatológico. En
ese sentido, la idea de progreso sería una forma de conectar el origen con la meta. Porque
no podemos olvidar que hay otras concepciones de la historia, como la griega, la china o la
maya, que no son lineares sino circulares, esto es, sin origen y sin meta, y son movidas por
la interesante idea del eterno retorno. En dichas concepciones, por tanto, la noción de
“progreso en la historia”, si la hay, habrá de ser esencialmente distinta. Si nos centramos en
el entorno cultural occidental, es Nietzsche quien retomó la idea del eterno retorno, y lo
hizo precisamente como crítica a la concepción judeo-cristiana de historia. Para él, la
historia, regida por un Dios creador-redentor era una idea de la cual podía liberarnos el
eterno retorno de lo mismo. En palabras de Karl Löwith: “El descubrimiento de este
circulus vitiosus deus fue para Nietzsche la <<salida de una mentira de dos mil años>>, con
la que se cierra la era cristiana, en la que se creyó en una historia progresiva que desde un
absoluto comienzo apunta a un final absoluto. Creación y pecado original al comienzo,
juicio y redención al final, ambos fueron por último secularizados y trivializados en el
pasaje a la ideas moderna del progreso indefinido, desde estadios de cultura primitivos a
otros civilizados. Contra esta ilusión moderna, cuyo resultado es el <<el último hombre>>,
Zaratustra anuncia el eterno retorno de la vida, en su doble plenitud de creación y
destrucción, de alegría y sufrimiento, de bien y mal.8”.
Efectivamente, la eliminación de un comienzo prehistórico y un final escatológico en la
historia conlleva la desaparición de progreso, o al menos su trivialización. Progreso
significará nada más que progreso tecnológico, económico, o político, y siempre para
algunos, nunca para todos. Como comenta Löwith: “la doctrina del eterno retorno invierte
la enseñanza de la creación con todas sus consecuencias”9, una de las cuales es que la
noción de un “progreso en la historia” en ningún caso contiene un significado universal: el
progreso siempre es el progreso de un pueblo, una nación, una raza, o una familia; y si este
es alcanzado por medio de la negación del progreso de otros, cuando no de su sometimiento
y sumisión, eso de ninguna manera afecta o cuestiona que sea verdadero progreso. En el
eterno retorno el progreso no se complica la vida con una exigencia según la cual haya que
rendir cuentas.
La tesis central de la mencionada obra de Löwith es que cualquier filosofía o interpretación
de la historia desde un principio rector -cualquier que este sea- “es totalmente dependiente
de la teología”10. Dicha dependencia de la teología, que se expresa básicamente como
formulación de un fin último, y como superación y abandono de un fatum fatalista y
pagano, comprende a pensadores de la historia tan distintos como San Agustín y Carlos
8 Karl Löwith: Historia del mundo y salvación: Katz, 2007, p. 266. 9 Op. cit. p. 269. 10 Op. cit. p. 13.
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Marx, Joaquín de Fiore y el segundo Isaías, Hegel, Fukuyama, Comte, Schelling,
Dostoievski y Voltaire, y evidentemente que excluye a otros como Heráclito, Empédocles,
Platón, Aristóteles, los Estoicos y Nietzsche (p.270)11. A mi juicio, el más difícil de ubicar
en esta perspectiva es a Kant, y voy a tratar de explicar por qué.
El autor de la Crítica de la razón pura no puede intentar construir una filosofía de la
historia que contradiga los grandes resultados de su magna obra. En dicha obra, Kant cree
haber establecido “la validez del principio que afirma la completa interdependencia de
todos los eventos del mundo sensible conforme a leyes naturales inmutables”, principio
que, según él, “no permite infracción ninguna”12. Otro resultado, de no menor importancia,
es que, respecto de la pregunta ya no por lo que sucede sino por lo que debiera suceder, es
decir por la moral, dice Kant, “aparece una regla y un orden completamente distintos del
orden natural. En efecto, desde tal perspectiva es posible que cuanto ha sucedido y debía
suceder de modo inevitable teniendo en cuenta sus fundamentos empíricos, no debiera
haber sucedido”13. De allí brota la posibilidad de que, en medio de un mundo determinado
por leyes naturales inmutables, sean posible tanto la libertad humana como la ética. Hay
leyes naturales y hay leyes morales, las dos tienen su asiento y fundamento en la razón
humana, y eso permite que tanto en la ciencia como en la ética haya principios universales.
Su filosofía de la historia tiene que dar cuenta de eso, y esa es una razón por la cual Kant no
comparte (i) el ingenuo optimismo sobre el progreso histórico que es común a la mayoría
de los filósofos de los siglos XVIII y XIX según el cual el progreso está a la vista (ahí están
el ferrocarril, las vacunas, la revolución francesa, el estado de derecho), pero tampoco (ii) la
creencia es que este se alcanza sin la participación activa, efectiva e intencional del ser
humano y desde una perspectiva universal. En otras palabras: en Kant no tiene cabida una
idea de progreso en la historia cuya legitimidad pretenda ser comprobada empíricamente, ni
tampoco una idea de circularidad temporal a la manera del eterno retorno. Si ha de haber
“progreso en la historia”, este habrá de estar vinculado tanto con la naturaleza como con las
acciones humanas. Por eso en su escrito Idea de una historia universal en sentido
cosmopolita (1784) lo que hace, más que examinar o interpretar el contenido de
acontecimientos históricos concretos para hallarles una posible ligazón a través de la
hermenéutica histórica, es darle legitimidad filosófica a la aplicación de principios
teleológicos a la historia humana14. Kant no nos va a decir, entonces, en qué consiste –o ha
consistido- el progreso en la historia, sino en qué debe consistir. La suya será una idea
normativa del progreso, no una que pueda ser o aspire a ser legitimada empíricamente.
11 A manera de sugerencia provocadora yo añadiría a esta lista de excluidos a Vico, Maquiavelo, García Márquez, Borges, y muchos otros. 12 Crítica de la razón pura, A536/B564 13 Crítica de la razón pura, A550/B578. La cursiva es de Kant. 14 Tal es la manera como Vittorio Hösle interpreta este escrito de Kant en Der Ort von Kants Geschichtsphilosophie in der Geschichte der Geschichtsphilosophie, en: Grundlagen des Rechts, Festschrift für Peter Landau zum 65. Geburtstag, Hg. von Richard H. Helmholz, Paul Mikat, Jörg Müller und Michael Stolleis, 2000, Ferdinand Schöningh, p. 1007. Existe versión en inglés: The Place of Kant´s Philosophy of History in the History of the Philosophy of History, en Von Plato bis Fukuyama, Hg. Von David Engels, Éditios Latomus: Bruxelles 2015.
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Examinemos brevemente esa aplicación de principios teleológicos a la historia humana.
Estos principios deben ser compatibles -como ya se dijo- con la total determinación de la
naturaleza según leyes inmutables, y con una comprensión de la naturaleza humana que
incluya la libertad como autodeterminación práctica. Se trata de hacer compatibles puntos
de vista aparentemente incompatibles: el determinismo y la autodeterminación, que por
fuera del concepto de naturaleza humana ciertamente resultan incompatibles. Eso es lo que
queda recogido en los dos primeros principios para una Idea de una historia universal en
sentido cosmopolita. Primer principio: “Todas las disposiciones naturales de una criatura
están destinadas a desarrollarse alguna vez de manera completa y adecuada”; segundo
principio: “en los hombres (como únicas criaturas racionales sobre la tierra) aquellas
disposiciones naturales que apuntan al uso de su razón, se deben desarrollar completamente
en la especie y no en los individuos” 15. Con estos principios se puede asumir –sin
contradicción- que el deber moral puede ser pensado y asumido también como fin natural y
su realización formaría parte del ser de la naturaleza. La ética, aunque no consista en seguir
u obedecer ciegamente a la naturaleza, sí forma parte de los fines de la naturaleza. La
conciencia de un deber moral, precisamente por ser la conciencia –o la presencia- de algo
incondicionado, no puede ser pensada sino como formando parte de la naturaleza en un
nivel superior, por encima de la naturaleza humana y también de la natura naturata a través
de las leyes naturales. Los seres dotados de libertad y de razón son, en ese sentido, los
únicos sujetos de la ley moral, los únicos que hacen historia propiamente dicha, y que no
por eso dejan de estar sometidos a las leyes de la naturaleza. El segundo principio incluye
un “deben” -sollen- que es la clave para entender el carácter normativo de la filosofía de la
historia de Kant: desarrollar las disposiciones naturales humanas (libertad y razón) es un
deber, un fin que todos los seres humanos deben proponerse (así va a entender Kant el
deber Tugendpflicht -deber virtud- en la Metafísica de las costumbres de 1797).
El cumplimiento de los fines de la naturaleza -uno de los cuales sería el “progreso en la
historia”- pasa entonces por la libertad del ser humano, por la ética. Estos no ocurren ni son
alcanzados sin su participación activa e intencional. No se le van a imponer, como a los
demás animales, en los que la naturaleza actúa de manera directa, inmediata y definitiva.
Por eso mismo los animales no progresan y no hacen historia. No sería digno de la humana
natura si los fines de la naturaleza, en un sentido de progreso, se cumplieran en el ser
humano sin su consentimiento y sin su activa participación. El cumplimiento de los fines de
la naturaleza sin la activa participación del ser humano significaría, al menos
psicológicamente, algo así como un “regreso” al fatum pagano, más propio del mítico
mundo antiguo y que -se supone- el cristianismo hace ya muchos siglos logró desterrar de
la conciencia histórica.
A pesar de que Kant no cree que el progreso pueda legitimarse empíricamente, razón por la
cual sería el primero en negar que el mero progreso tecnológico y científico pueda ser
considerado como “progreso en la historia”, él sí cree que hay signos que pueden
indicarnos si la historia está progresando o no. Y aunque esos signos están vinculados a
15 Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, en Emmanuel Kant: Filosofía de la historia, FCE, México 1981, p. 42.
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conceptualizaciones normativas más que descriptivas, al fin y al cabo son signos. De eso se
ocupa en los principios cuarto y quinto de su Idea de una historia universal en sentido
cosmopolita. La naturaleza humana no consiste en libertad y razón en estado de pureza
angelical. En el cuarto principio nos dice que la naturaleza humana se manifiesta en lo que
él llama insociable sociabilidad, esto es, en el antagonismo de todas las disposiciones
naturales en sociedad “en la medida en que ese antagonismo se convierte a la postre en la
causa de un orden legal de aquellas”16. Y eso es lo que contiene el quinto principio, lo que
Kant no duda en calificar como “el mayor problema del género humano, a cuya solución lo
constriñe la naturaleza”, y que consiste en “llegar a una sociedad civil que administre el
derecho en general”17. Esto es muy importante: solucionar el problema de la insociable
sociabilidad es algo a lo que nos constriñe la naturaleza, pero la solución del mismo es de
orden moral. La creación de una sociedad legal que administre el derecho y la libertad de
todos no es algo que ocurra en virtud de la necesidad natural. Pasa, por así decirlo, por la
lucha entre los intereses de cada uno, por la política, pero su posibilidad real se resuelve en
el derecho, en una concepción normativa del mismo, y que dice así: el derecho es “el
conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio
de otro según una ley universal de la libertad”18. Que este concepto de derecho es
normativo y posee por tanto un significado moral –no natural- se ve más claramente en la
formulación de lo que podríamos entender como imperativo categórico del derecho: “obra
externamente de tal modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de
cada uno según una ley universal”19.
Resumiendo: para Kant el “progreso en la historia” no es un movimiento natural
automático que obedezca a leyes naturales inmutables, como si se diera por fuera de la
esfera de la ética. Con ello Kant excluye de su horizonte teórico la circularidad y el eterno
retorno como ley que mueve la historia hacia un destino que no depende del ser humano. Si
hay progreso, este se da desde una perspectiva diferente, de carácter teleológico, es decir,
como desarrollo en la especie humana, y no sólo en los individuos, de las condiciones
naturales del ser humano. Ello exige asumir una perspectiva moral, es decir, de valor y
significado universal. El Estado de Derecho, entendido como el que “compagine la máxima
libertad, es decir, el antagonismo absoluto de sus miembros, con la más exacta
determinación y seguridad de los límites de la misma, para que sea compatible con la
libertad de cada cual […] constituye la tarea suprema que la Naturaleza ha asignado a la
humana especie […] y el que más tardíamente resolverá la especie humana”20. La historia
sí tiene un destino, pero un destino humano, discernido por el ser humano desde una
perspectiva que no puede dejar de ser calificada como moral. Esa perspectiva no es
alcanzable por los individuos. Lo que hace posible el “progreso en la historia” son las
instituciones, no las personas, cuando aseguran el máximo de libertad posible para todos.
16 Ídem, p. 46. 17 Ídem, p. 48. 18 Metafísica de las costumbres, VI 230 19 Ídem, VI 231 20 20 Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, en Emmanuel Kant: Filosofía de la historia, FCE, México 1981, p. 49 y p. 50.
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Haber abolido la esclavitud –si es que ya quedó abolida del todo- es haber progresado en la
historia. Lograr una mayor igualdad de derechos entre hombres y mujeres, así falte mucho
todavía para lograr, es progresar en la historia. Alcanzar indicadores de mayor equidad en
educación y salud para todos los niños y niñas, y disminuir los altísimos índices de pobreza,
así esta siga representando una injusticia que clama al cielo, es progresar en la historia.
Contar con instituciones internacionales que favorezcan el entendimiento entre los pueblos,
fomenten la paz y traten de evitar nuevas guerras, aunque a veces esto resulte imposible de
lograr, es progresar en la historia. Hay otros “indicadores” que son más problemáticos, por
ejemplo desde la perspectiva eclesial católica, como la aprobación del matrimonio
igualitario o el derecho a la adopción por parte de parejas del mismo sexo: ¿representan, o
son también indicadores de “progreso en la historia”? La respuesta a estas pregunta no
puede depender del gusto estético –si me gusta o no- sino que debe ser de orden moral: si
en estos casos se amplía y se robustece, o si por el contrario de disminuye o se restringe, no
el bienestar, sino el desarrollo de la libertad humana, pienso que con la filosofía de la
historia de Kant no habría razón para no verlos como auténtico progreso en la historia.
Los criterios que, de cara al progreso científico o tecnológico, son suficientes para habar de
progreso en esos campos, al igual que en el campo de la salud o la alimentación, no bastan
para poder hablar de “progreso en la historia” con un mínimo de responsabilidad histórica.
La ciencia y la tecnología forman parte de la historia, así algunos pretendan liberarla de ese
arraigo tan evidente. Más aún, y como lo señala Hösle, “la esperanza en un progreso de las
instituciones es completamente compatible con el escepticismo respecto de la realidad
moral”21. Sociedades altamente “civilizadas” y desarrolladas no necesariamente tienen esos
mismos niveles de moralización. Las mejoras en alimentación y salud también pueden
darse sobre la base de una destrucción moral del ser humano, de una pérdida de la libertad,
o de una pérdida del valor de su dignidad. Y aquí el asunto no es entre ideologías políticas:
sociedades altamente desarrolladas en las que las personas o las comunidades gozan de la
plena satisfacción de sus necesidades básicas, pero en las cuales esas personas, o esas
comunidades, han perdido, o están ante el peligro de perder eso tan ambiguo que llamamos
“el sentido de la vida”, difícilmente podrían ser consideradas como un argumento válido
para pensar que hemos progresado.
Pensar filosóficamente la historia va mucho más allá de conocerla e interpretarla. Tampoco
se limita a establecer nexos, coincidencias o puntos de convergencia entre diferentes
hechos, etapas o períodos históricos. De muchas maneras, pensar la historia con mayor
profundidad supone también proyectarla, dirigirla. La tesis kantiana sobre el progreso
histórico no es descriptiva sino normativa. Pensar que la historia progresa no equivale a
algo así como constatar un hecho -el pasto es verde-, es más bien la expresión de un deber,
de algo por lo que debiéramos esforzarnos todos los seres humanos porque hay razones
para ello. Es apenas lógico que una concepción tan elevada de la dignidad humana, como la
de Kant22, tiene que tener consecuencias sobre lo que pueda llegar a significar y a exigir la
comprensión de la historia humana. Así como la dignidad humana no es un concepto
21 Hösle, p. 1011. 22 “La naturaleza racional existe como fin en sí mismo”: Fundamentación…, IV 429
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obtenido empíricamente para que nos diga cómo es el mundo, sino que su tarea es práctica-
normativa, es decir, nos dice cómo debería ser, una compresión filosófica y racional de la
historia humana tampoco puede pretender limitarse a decirnos, descriptivamente, cómo ha
sido la historia. La misma comprensión racional de la guerra, sus causas y sus dinámicas,
posible gracias a la razón teórica, va acompañada, supuesta por supuesto una concepción
completa de la naturaleza racional del ser humano, del siguiente juicio moral: “Es soll kein
Krieg sein” (no debe haber guerra)23. Eso es lo que a nuestro juicio está en el centro de la
concepción kantiana de la historia, que no es cíclica, ni circular, pero que tampoco está
jalonada por una fuerza extraña a aquella que surge de la voluntad humana.
Todo esto conlleva, finalmente, una crítica implícita a las concepciones de la historia que se
mueven en torno a la utopía. No pocos creen que la historia debería ser jalonada hacia
adelante por un ideal remoto al que llamamos utopía. Pienso, por el contrario, que en lugar
de la fuerza estética propia de las utopías histórico-sociales, es más razonable proponer la
“debilidad” de la razón práctico-moral como motor de la historia. En un ensayo sobre la
muerte de la utopía decía el filósofo polaco Leszek Kolakowski (1927-2009): “Cuando me
preguntan dónde me gustaría vivir, suelo contestar: en un bosque de alta montaña a orillas
de un lago que esté en la esquina de Madison Avenue de Manhattan con los Campos
Elíseos de París en un apacible pueblecillo”.24 Se trata, evidentemente, de un lugar
imposible, contradictorio, que no existe ni podrá existir jamás, y por eso querer vivir allí
representaría una auténtica utopía, un no-lugar. Insistir en querer vivir en ese lugar, y tratar
de lograrlo, conduciría sin lugar a dudas, a una especie de locura peligrosa para todos.
Pensar una meta en la historia es algo muy diferente a adherir, ingenua o intencionalmente,
al pensamiento utópico, que tantos problemas y sufrimientos ha causado en la historia de la
humanidad. Uno podría, por ejemplo, imaginarse la meta de la historia a partir de utopías
sociales y políticas -a la Kolakowski- así: quisiéramos vivir en Estados nacionales, pero en
los que no habrá nacionalismos. Serán gobernados por personas honestas, con muy bajos
niveles de corrupción, que no serán populistas sino que dirán las cosas como son; serán
políticos –hombres y mujeres por igual- que representarán equitativamente a todas las
etnias y minorías, serán personas altamente comprometidas con el desarrollo económico y
el respeto a nuestra casa común; inspirados en Laudato Si buscarán construir un sistema en
el que sean posible la propiedad privada sobre los bienes de producción, pero en el que esta
tenga una clara justificación y una finalidad social, es decir, limitada por el bien común. En
esa sociedad todos pueden elegir su religión, cambiarla, o incluso no tener ninguna, y nadie
utilizará sus creencias religiosas ni sus convicciones filosóficas para ejercer violencia o
dominio cultural sobre otros. Habrá paz al interior de cada país y entre todos los países. Se
eliminarán los ejércitos y nadie se aprovechará ni tratará de sacar partido de eso para
dominar a otros. Las armas se eliminarán progresivamente, y los dineros que alimentaban el
armamentismo se dedicarán a la educación, la investigación científica y la cultura, eso sí:
sin privilegiar ninguna perspectiva epistemológica, ninguna cultura, ninguna cosmovisión.
23 Metafísica de las costumbres, VI 354. 24 Reconsiderando la muerte de la utopía, en: Por qué tengo razón en todo, Editorial Melusina, 2007, p. 13.
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En las universidades tendrán asiento no sólo las ciencias y epistemologías dominantes, sino
todos los saberes ancestrales, y ninguno buscará prevalecer sobre otros.
Podríamos agregar otros elementos semejantes a estos, y continuar imaginando ese ideal,
quizás irrealizable, pero de todos modos deseable. Dejemos a un lado la pregunta crítica
sobre qué hacer con los que, por algún motivo serio y razonable, no quisieran vivir en esa
utopía, y vamos a suponer que todos la quieren. El asunto es: ¿conviene intentar alcanzar
ese ideal, sabiendo que es imposible de alcanzar? Creo que la respuesta más sensata será
decir que no conviene, y que sería altamente peligroso intentarlo. Pienso, además, que el
populismo se alimenta de utopías e ideales que callan respecto de muchas cosas, por
ejemplo, respecto de la naturaleza humana. Cualquier utopía ha de enfrentarse con lo que
dice Kant en el Sexto Principio de su Idea de una historia universal en sentido
cosmopolita: “con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada
completamente derecho”25. La antropología realista de Kant es la mejor defensa contra el
populismo que invade el mundo. No es el pesimismo de Hobbes, ni tampoco la ingenuidad
de Rousseau, lo que hace posible construir una meta razonable de la historia.
Digámoslo claramente: El pensamiento utópico no es necesario para diseñar un mundo
mejor o una meta en la historia. Para ello podemos utilizar también una concepción amplia
de razón práctica: nuestra capacidad para proponernos fines realizables, para discutirlos
razonablemente –discernirlos- y para llevarlos a cabo a partir de lo que Rawls llamó una
sociedad bien ordenada. Esa podría ser una formulación interesante para pensar en
reemplazar las utopías que, quiéranlo o no, acaban alimentando un perverso populismo, sea
de izquierda o de derecha.
Bogotá, julio de 2017
25 Idea… p. 51.