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I Certamen de Relatos
F U N D A C I Ó N P A R A L A E C O N O M Í A C I R C U L A R
E C O N O M Í A C I R C U L A R - 2 0 1 7
I Certamen de Relatos
F U N D A C I Ó N P A R A L A E C O N O M Í A C I R CU L A R
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Primera edición: marzo 2018
© de cada autor, 2017
© de esta edición: Fundación para la Economía Circular www.economiacircular.org [email protected] Corrección y revisión: Anabel Rodríguez Diseño y Maquetación: Onlinevalles, S.L www.onlinevalles.com
Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la Fundación para la Economía Circular.
Editado en España – printed in Spain
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«Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino:
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar».
Extracto de Proverbios y Cantares (XXIX), Campos de Castilla, Antonio Machado
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Índice:
1. Prólogo 2. Relación de relatos
Ciudad de vacaciones De cómo Clavillo acabó siendo Clavillo La bolsa o la vida Delirio Circular Diez pasos para encontrar la felicidad El autobús reciclado El baúl de Bruno El Pañal El profesor de música Erre de Resistencia Jardines de carnaval La chica de los ojos azul oscuro La montaña blanca La odisea feliz de El Recuperador La ventana Mándala Mensaje en una botella Mi abuela Renata Reduce, reuse, recycle Segundas oportunidades Tengo un sueño Todo vuelve Vidas circulares Vidas dando vueltas
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PRÓLOGO
Concienciar a la sociedad sobre la necesidad de transitar hacia un modelo económico circular, ha sido el principal objetivo de la creación de este primer Certamen de Relatos sobre Economía Circular, organizado por la Fundación para la Economía Circular (FEC).
Los autores han demostrado tener un increíble talento para explicar a través de su prosa, y con palabras asequibles para cualquier público, en qué consiste la economía circular y lo necesario que es girar hacia este nuevo modelo económico, opuesto al lineal imperante, caracterizado por extraer-fabricar-consumir-tirar. Se han presentado más de 100 relatos, algunos por autores de Latinoamérica, lo que demuestra no solo el enorme interés que esta primera edición del Certamen ha despertado, sino el impacto mundial que genera el concepto de Economía Circular. Ha sido un concurso narrativo en el que los participantes han escrito maravillosas historias, donde se promueve la economía circular y los principios en los que esta se sustenta: el uso eficiente de los recursos, el ecodiseño, la funcionalidad de los productos, la reparación, la reutilización, el reciclado y la valorización energética, sin olvidar el componente social y humano, imprescindibles para que el cambio sea posible.
Este documento recoge los 24 relatos más votados por los miembros del Jurado de los premios, si bien, todos los que participaron tienen un encomiable mérito.
Anabel Rodríguez, Directora Ejecutiva de la FEC
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CIUDAD DE VACACIONES Señor Esteban Primer Premio
Carlos Gómez Díez, de Elorrio (Vizcaya), profesor e investigador en el Departamento de Electrónica e Informática de la Escuela Politécnica Superior de la Universidad de Mondragón, y ganador del primer premio, ha declarado que “Con 20 años visité por primera vez un pueblo abandonado, un pueblo sin nombre porque
hasta el cartel de la carretera había sido retirado, y fue tanta la impresión que me causó ver las calles vacías y polvorientas, las casas caídas y saqueadas, el pueblo sin vida, que quise imaginarme cómo habría sido la gente que allí había vivido, saber por qué un día lo abandonaron. Aquella experiencia me hizo escribir mi primer relato: ‘La leyenda del pueblo fantasma’. Desde entonces, me fascina la naturaleza y nuestra convivencia con ella, y no abandono la esperanza de que algún día sea una simbiosis sostenible”.
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Me caía bien el señor Esteban. Tal vez por su sinceridad, su autenticidad
o su simpleza. Su hija ya me aseguró que era así y que no tendría ninguna
dificultad en engañarlo.
—Todo el mundo le engaña de puro bueno que es.
Y así había sido. Me bastó con pedirle su firma para un estudio
medioambiental y él, sin leerlo, —dudo que supiera leer— estampó un garabato
en el contrato de compraventa que yo había negociado con su hija.
—No necesita mi firma —me había dicho—. La tierra no me pertenece,
somos nosotros los que pertenecemos a ella.
—¿Quiere decir que mi coche no es mío? —le pregunté con ironía,
señalando mi flamante BMW.
—Dígamelo dentro de 100 años —respondió solemnemente.
Radiante de satisfacción, con la firma del último propietario en la
guantera, decidí contemplar sobre el terreno el emplazamiento de la futura
ciudad de vacaciones “Picos de Europa”: bosques vírgenes, prados infinitos,
picos de nieves perpetuas; pero no era eso lo que yo veía, yo divisaba ya
hoteles, campos de golf, piscinas climatizadas, chalés adosados y la cuenta de
resultados de mi constructora rebosante de liquidez.
Embargado por el perfume embriagador del dinero recién conseguido no
reparé en que una fina capa de nieve se estaba instalando sobre la carretera y
de que, lenta y silenciosamente, las líneas blancas desaparecieron y la
carretera, empinada y tortuosa, se había ocultado bajo un gélido manto de
nieve virgen.
Sin cadenas, agitado por el nerviosismo y a velocidad inadecuada, no
tardé en quedar atrapado en la cuneta sombría de un intrincado tramo de esa
serpenteante carretera.
La angustia inicial cesó al recordar aliviado que, como siempre, llevaba
encima el móvil.
—Llamaré a una grúa —musité contrariado.
Saqué el teléfono y comprobé horrorizado cómo una voz femenina
repetía incesantemente:
—Fuera de cobertura, fuera de cobertura...
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Salí del coche, subí al terraplén, orienté el móvil hacia todas direcciones
posibles una y otra vez.
—Fuera de cobertura, fuera de cobertura...
Tiritando regresé al coche, encendí la calefacción y esperé a que pasara
alguien. La nieve seguía cayendo lenta y sigilosamente, la noche comenzaba a
abatirse sobre la ladera, el viento golpeaba los cristales con sus dedos blancos
y yo, contemplando cómo bajaba la aguja del depósito, rezaba porque alguien
pasara por allí.
“Allá arriba, detrás de esta loma, en algún lugar al que yo no se llegar,
estará el señor Esteban. Y yo, con mi flamante BMW, mi móvil de última
generación, mis estudios, mi cultura, mi visión para los negocios, no se qué
hacer. La gasolina se acaba, las lunetas son opacas, pronto el coche estará
oculto bajo un manto blanco y yo no se qué hacer: tengo miedo de salir y de
quedarme dentro, de que no pase nadie, de que pasen y no me vean, de morir
aquí, solo, lejos de mi familia, lejos de todo”.
El frío me atenaza, la noche espera agazapada a que cierre los ojos
para abalanzarse sobre el débil hálito de vida que todavía en mí palpita. No
siento las piernas, no muevo los brazos, el depósito se acabó no sé ya cuándo
y mis párpados de hielo pesan como rocas que ya no puedo levantar. Al fin los
párpados caen y es entonces, en ese momento, cuando comienzan a surcar mi
mente las imágenes mudas de toda una vida”.
—¡Dios mío!
“Una voz interrumpe la secuencia. Debe haber comenzado para mí el
sueño eterno. Pero ese rostro arrugado lo conozco, esa voz ronca me suena,
ese burro que me lleva a lomos lo he visto antes, esa casa de montaña que me
recibe con el fuego bajo devolviéndome la vida la he visitado yo y la he
comprado, porque es el señor Esteban el que, no sé cómo ni por qué, acaba de
salvarme la vida”.
—¡Dios mío! Ya le dije que regresara rápido, sin entretenerse, que el
otoño es aquí muy traicionero. Ande, ande, no se disculpe y acérquese a la
lumbre. El fuego es vida. Aunque no le puedo ofrecer muchas comodidades:
los muebles eran de mi abuela, fíjese, castaño auténtico, más sólidos que los
que hacen ahora, la televisión no se ve cuando hay ventisca, teléfono no tengo,
pero puede charlar conmigo si quiere.
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No se esfuerce, no intente hablar, ahora debe tomarse el caldo caliente,
aunque le queme. Le calentará las manos y la garganta. Ande, bébaselo poco
a poco. ¿A que está rico? Me enseñó a hacerlo mi Aurelia, que en paz
descanse. El punto ácido es de los arándanos. ¡Cómo la echo de menos! Mi
Aurelia lo aprovechaba todo. Nunca tirábamos nada. Con lo que sobraba de la
comida hacía unas croquetas o un caldo o una caldereta.
No vea lo que sufro cada vez que voy a la ciudad y veo a mi hija tirar
directamente a la basura las sobras de la comida. ¡Es un crimen! Pero mi hija
siempre me dice que la guerra fue hace muchos años y que ahora ya no hay
hambre. Ella no entiende nada. No es por eso. Derrochar por derrochar es un
crimen.
Pero siga, usted siga bebiendo, le serviré otro tazón, tenemos de sobra.
Antes de casarnos, cuando Aurelia y yo vivíamos en el pueblo de abajo y no
éramos ni siquiera novios y el pueblo estaba lleno de gente, entonces, cuando
llegaba el invierno, a veces incluso en octubre, la nieve cubría las empinadas
calles y los jóvenes excavábamos túneles para comunicar las casas, y cada
tarde, al oscurecer, justo después de cenar, todo el pueblo se reunía en una
casa, cada noche en una diferente, y allí los anfitriones ofrecían tazas de este
caldo que usted está ahora saboreando, y el caldo circulaba como si fuese
agua y, además de calentar el cuerpo, el caldo templaba el alma y avivaba la
imaginación y despertaba la memoria y soltaba la lengua y las gentes hacían lo
que aquí llamamos un filandón.
Usted no sabrá a qué me refiero. No, no diga nada, ya me responde su
movimiento de cabeza. La gente contaba historias al calor de la lumbre como
se ha hecho siempre desde la noche de los tiempos. Eso es un filandón.
Y mientras los ancianos narraban sus historias ancestrales, historias
aprendidas de sus abuelas, los jóvenes las escuchábamos, las visualizábamos,
las sentíamos nuestras y, casi sin darnos cuenta, las aprendíamos de memoria.
Y mientras los ancianos hablaban y los jóvenes atendíamos, nuestros padres,
que podían recitar las historias de memoria, reparaban aperos de labranza o
arreglaban zapatos o tejían jerséis o zurcían calcetines o transformaban ropa
usada en mantas para el ganado. Nada se tiraba entonces, todo se convertía
en algo que pudiese ser aprovechado por segunda vez.
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Cuando visito a mi hija en la ciudad, contemplo horrorizado cómo tira a
la basura zapatos casi nuevos. Asisto incrédulo a cómo sustituye unos muebles
casi flamantes, o cómo cambia los electrodomésticos sin llevarlos a arreglar. Y
me resulta inaudito escuchar al vendedor de lo que sea asegurar, sin un ligero
temblor de voz, que sale más barato comprar uno nuevo que arreglar el
estropeado.
Debe de ser porque yo, a diferencia de usted, soy un viejo y mi vida está
más en el pasado que en el futuro, pero soy totalmente incapaz de comprender
un mundo que prefiere objetos nuevos antes que reparar los usados.
¿Sabe? Quizá sea porque me sienta más cercano al objeto usado y
porque en el fondo tenga miedo de que un día mi hija haga conmigo lo mismo
que hace con el frigorífico estropeado.
No, no ponga esa cara, no hablo en serio. En la montaña también
hacemos bromas. ¿Qué sería de la vida sin la risa? No crea que es orgullo de
padre, pero mi hija nunca me haría eso. Ella se ha criado aquí y sabe lo que yo
amo esta casa, esta montaña, estos prados. Ella nunca me sacaría de aquí
porque sabe que me moriría de pena en la ciudad.
Además, a ella le gusta esto, aunque solo venga en verano. Y a mis
nietos les encanta. ¿Le he dicho que tengo dos nietos? ¿No? Mírelos en esta
foto. Aquí están con Rayo, mi perro. Lo adoraban. Lloraron mucho cuando un
verano vinieron y él ya no estaba. Es ley de vida. Un verano próximo les pasará
lo mismo conmigo y sufrirán, pero seguirán viniendo todos los años. A mi yerno
también le agrada este aire tan puro y esta tranquilidad.
No sé si se ha dado cuenta, pero fue idea suya colocar las placas
solares en el tejado. Aquí siempre habíamos calentado el agua al sol en
verano, pero esto de las placas es un gran invento. Mi yerno está obsesionado
con aprovechar la energía al máximo, con no derrochar nada, con usar el
mínimo imprescindible. El piso de la ciudad está perfectamente aislado para
que no se escape el calor y aprovechan la luz natural todo lo posible.
Quiso hacer aquí un estudio de eficiencia energética y se dio cuenta de
que ya antiguamente, aunque no tenían placas solares, orientaban las casas al
sur y hacían ventanas grandes al sur y diminutas al norte. Por no hablar del
grosor de estos muros, que hace la casa fresca en verano y cálida en invierno.
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Pero yo le dejé hacer, que lo descubriera por sí mismo. Si él también
ama esta casa y estos prados, podré irme tranquilo en busca de Aurelia
sabiendo que dejo este trozo de montaña en buenas manos.
No me responda más que con un gesto y siga, siga bebiendo el caldo.
Usted también vive en una ciudad, supongo. No piense que desprecio la
ciudad. No es cierto. Cuando voy allí a visitar a mi hija, disfruto mucho yendo al
cine y al teatro. Y envidio esos hospitales que tienen allí. Aquí más vale no
ponerse enfermo. Los médicos del pueblo hacen lo que pueden, pero son tres
para 40 aldeas y tres pueblos y aquí ya ha visto lo traicionero que es el otoño.
Sin embargo, lo que nunca he comprendido es esa obsesión por
acaparar cosas: un piso, un coche, otro coche mejor, otro piso en la playa,
ropa, más ropa, muebles, otros muebles nuevos, dinero, más dinero, todo el
dinero posible, tierras, más tierras, todas las tierras…
Fíjese, aquí hemos vivido miles de años y nunca hemos tenido mucho,
pero sí lo suficiente, que es bien poco.
Solamente un trozo del prado circundante a las casas es privado, el
resto, la gran porción que asciende a las cumbres y que come el ganado en
verano, no es de nadie y es de todos.
No me mire así, ya sabe a qué me refiero, son prados comunales, del
concejo, y el concejo reparte su uso porque lo importante no es la propiedad, lo
crucial es su utilización, poder llevar ahí al ganado por un precio justo, sin que
nadie se enriquezca sentado en casa, sin hacer nada, con el sudor de otros. Ni
por todo el oro del mundo vendería los prados el concejo porque el ganado no
come oro.
¿Y sabe usted cómo se hace el reparto de los prados comunales? No,
no me responda, su movimiento de hombros ya lo está haciendo. Usted piensa
que es un sorteo, que la suerte lo decidirá y que ése es el sistema más justo.
No lo es. La suerte siempre es caprichosa y esquiva. Aquí hacemos lo mismo
que los pescadores del cercano Cantábrico: uno de los ganaderos hace los
lotes para el reparto de los pastos y ese ganadero es el último en escoger.
Ingenioso, ¿verdad? El sistema ha garantizado que todos los lotes fueran
semejantes desde tiempo inmemorial.
Ahora, con el turismo, el concejo anda un poco revolucionado y los
habitantes estamos divididos. Usted mismo ha venido hasta aquí, en esta
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época traicionera del año, y se ha quedado atrapado en mitad de la ventisca
por hacer ese estudio ambiental que me ha dicho y eso solamente puede ser
por el turismo. Nadie hace estudios de ésos porque sí. Y si el resultado de su
estudio es favorable, se llenará esto de gente, construirán carreteras, hoteles
en el pueblo y nuestra forma de vida desaparecerá.
No, no se inquiete. Usted hace su trabajo, se vuelve para su casa y tal
vez nunca más pise esta tierra. Para usted esta visita será un informe en un
papel y el recuerdo fugaz de un viejo que le salvó la vida en mitad de una
ventisca.
Pero yo conozco a mis vecinos, al concejo, a la gente de la montaña y
sé que nadie querrá renunciar a esto: a esta paz, a esta serenidad, a esta
comunión con la naturaleza, a esta forma de vida ancestral. Tal vez los
jóvenes, sí, esos jóvenes que salieron a estudiar a la ciudad y que ya no
regresaron más que de vacaciones. Tal vez mi hija, sí, tal vez los hijos de otros
paisanos. Pero todo eso sucederá cuando ninguno de los que vivimos aquí
estemos ya.
***
El señor Esteban quedó en silencio con la mirada perdida en la lumbre,
como queriendo adivinar en el crepitar del fuego un futuro en el que él ya no
sería protagonista.
Por un instante creí haber sido descubierto y temí que aquel anciano,
aparentemente analfabeto, supiera más de lo que aparentaba de mi fraudulenta
visita. En realidad, azuzado mi temor por la terrible experiencia vivida en el
interior de un coche al borde de la congelación, aguardé a que el señor
Esteban arrojase a la lumbre en cualquier momento los documentos de mi
cartera y consideré justo que me arrojase a mí también.
Nada de eso sucedió, sin embargo. Superado aquel silencio crítico, más
crítico por mis infundados temores, el caldo caliente consiguió reanimar mi
garganta y la voz, muda por el frío gélido, comenzó a brotar en mí de nuevo.
Al principio era un susurro tenue y tembloroso que no reconocía, parecía
surgida de un abismo insondable, como si fuese una voz de ultratumba; pero,
después, sucesivos tragos de aquel caldo milagroso le devolvieron su tono y su
timbre habitual y durante minutos, tal vez horas, brotaron de mis labios
luminosas y conmovedoras palabras de agradecimiento. Tantas, y tan sinceras,
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que descargaron una lluvia de emoción en la mirada del señor Esteban y una
tormenta de histeria en mis ojos anegados.
Cuando la tempestad amainó, como amainan todas las tempestades, me
creí en el deber de alabar su vida sencilla, tremendamente respetuosa con la
naturaleza, en simbiosis con el entorno, y en la necesidad de apuntar que yo,
también, allá en la ciudad, en la medida de mis posibilidades hacía algo por el
medio ambiente. Y le hablé del reciclado, de cómo en mi casa teníamos un
caldero para la basura, otro para el papel, otro para el vidrio y otro para el
plástico, Y cómo, además, íbamos a empezar a usar otro más para separar la
basura orgánica para llevarla después a un contenedor marrón y que se
pudiese reciclar en compost para los jardines.
El señor Esteban sonreía con la condescendencia de quien, durante
toda su vida y sin contenedores de diferente color a su alcance, siempre ha
reciclado todo.
—No se es limpio por reciclar, sino por no generar tantos residuos —me
pareció decir sin recordar dónde lo había leído.
Quise contribuir un poco más a su discurso ecológico con otro grano de
arena en la inmensidad del desierto y le aseguré que en mi casa éramos 4
personas —y le mostré la foto de mi esposa y mis 2 hijas en la pantalla de un
móvil fuera de cobertura— y que no derrochábamos nada de agua. Nunca nos
bañábamos —siempre nos duchábamos— y placas solares en el tejado
calentaban el agua. Además, la lavadora era de máximo ahorro energético y no
teníamos lavavajillas. Dosificadores en los grifos disminuían el chorro de agua
y nunca dejábamos un grifo abierto más de lo necesario.
No sabía por qué, pero aquella experiencia al borde de la muerte y
aquella conversación con el señor Esteban me habían lanzado a una
competición por demostrar que yo era más ecológico y sostenible de lo que
nunca hubiese imaginado.
Recordé en aquel momento la obsesión de mi mujer por el mercado de
proximidad y por comprar siempre productos de kilómetro 0 y por los huertos
ecológicos que te surtían de productos de temporada, por aquellos lotes de
verduras y hortalizas que, una vez a la semana, traían a casa y a los que nunca
les había dado mayor importancia.
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Ya estaba lanzado a hablar al señor Esteban de todo aquello y a
demostrar ante él, como si de un juez se tratase, mi inocencia ante el cambio
climático recitando lo que hacía yo, humilde ciudadano, para luchar contra él
bajo el principio de que “para cambiar el mundo hay que empezar por
cambiarse a sí mismo”. Ya estaba a punto de encontrar un manantial de
palabras cuando toda la tensión acumulada por la proximidad de una muerte
gélida, por la posterior salvación inesperada y por la resurrección cálida al amor
de la lumbre del señor Esteban, toda la tensión se precipitó sobre mis párpados
de repente, sin previo aviso, y un denso sueño reparador oscureció mi mirada e
invadió mi alma.
Tres días pasé en la casa del señor Esteban, sin despegarme de la
lumbre, recuperando todo el calor que había perdido atrapado en mi coche a
merced de la ventisca. Tuve suerte de que me encontrara al filo de la
congelación. Dice que un tímido claro de luna le marcó mi posición y que desde
siempre la gente de la sierra se ha ayudado mutuamente para sobrevivir.
No sé, un pensamiento me atenaza, aquel anciano, solo en la montaña,
sin teléfono, sin coche, casi analfabeto, es capaz de leer la tormenta, de
escuchar los vientos, de entender las señales que la naturaleza muestra, de
sobrevivir en un entorno inhóspito y hostil. Y yo, con todos mis estudios, mi
cultura, mi tecnología, mi orgullo… ¿No seré acaso yo el analfabeto?
Al tercer día una grúa llevó al taller mi coche con la firma del señor
Esteban en la guantera y la futura ciudad de vacaciones ya en mi mente.
***
Nunca entregué aquel documento; en su lugar propuse a la constructora
que buscase otro emplazamiento por la reticencia de algunos propietarios a
vender y deseé que el señor Esteban, la sierra y toda su sabiduría ancestral
permanecieran allí intactas para siempre.
Desde entonces, cada vez que enciendo mi móvil en un lugar remoto y
no hay cobertura aparece ante mí la imagen inocente, sencilla y auténtica del
señor Esteban y creo oír su voz ronca, ingenua, sincera y profundamente sabia
señalando mi coche y diciendo:
—Dígamelo dentro de 100 años.
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DE CÓMO CLAVILLO ACABÓ SIENDO CLAVILLO Navia Gaifeiros Segundo Premio
Eliana Bouzas Collazo, de Valga (Pontevedra), y ganadora del segundo premio, manifestó que “el placer por la lectura ha desembocado en mí el gusto por la escritura. Junto a mi afición por la palabra, está la necesidad de buscar respuestas a los acontecimientos, a las circunstancias con las que me tropiezo; así el no aceptar la cultura ‘del usar y tirar’, el asumir
un compromiso con el entorno, el investigar nuevas formas de vivir, más respetuosas con nosotros/as mismos/as, el territorio, las personas, el medio ambiente, me ha conducido a cursar estudios de Responsabilidad Social Corporativa y a seguir indagando en experiencias relacionadas con la innovación y la economía social, el consumo responsable, la economía circular… Así fue como conocí la Fundación para la Economía Circular y este certamen. Me gustó mucho la idea y estuve barajando varias opciones para escribir mi historia. En eso conocí a Emilio y su afición (que quería convertir en profesión). El inspiró ‘Mi Clavillo’; el saber aprovechar/dar segundas oportunidades, el ver belleza y utilidad donde la mayoría sólo ven desechos. El mirar de forma diferente es lo que conduce a un mundo distinto y eso es parte de la filosofía de la economía circular”.
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I Los años no pasan en balde. Me siento vieja y desgastada. El silencio, la
suciedad, el polvo y las telas de araña lo impregnan todo. Mi cuerpo, fuerte y
resistente, es agujereado poco a poco, sin tregua. Estoy carcomida, cansada
de todo, cansada de nada.
A veces, como hoy, cuando la lluvia se cuela sin tregua por el tejado, tan
roto y agujereado como yo, me da por pensar en aquellos años llenos de
sonidos, de luz, de vida. La casa engalanada, las fiestas interminables, las
damas con sus impresionantes vestidos largos, los caballeros de esmoquin y
fumando aquellos horribles puros. Era lo único que detestaba: el humo. Me
encantaba observar desde lo alto, desde mi horizonte privilegiado. ¿Y ahora?
Ahora no queda nada de todo eso.
Un día llegó una carta, escuché llantos y esa terrible frase “estamos en
la ruina”. Ahí empezó todo. Se apagaron las luces, se acabaron la diversión y
las risas. El timbre dejó de sonar. Poco a poco se llevaron los muebles, las
hermosas alfombras, las grandes lámparas de cristales multicolor… hasta que
un buen día la puerta se cerró. Sin más. “Se han marchado”, corrió la voz. “La
casa está en venta”. De cuando en cuando, la puerta se volvía a abrir para dar
paso a gente extraña que no regresaba. Ya no me acuerdo cuando fue la
última vez de todo aquello.
¿A qué huele? ¿Qué es ese crepitar? ¡Oh no, han vuelto los hombres de
los grandes puros! No puedo respirar, me ahogo, el humo se cuela por mis
agujeros. El calor me abrasa, oigo como todo cae a mi alrededor. ¿Qué
sucede?
Me duele todo, el olor a quemado lo inunda todo. Junto a él, una
humedad humeante, viscosa. Lo último que recuerdo son las bocinas, esas
luces intermitentes y el ajetreo de la gente. Después, un sueño nebuloso e
intranquilo del que me acabo de despertar. El sol me quema, levanto la vista y
no hay nada más que una gran mancha de hollín.
Me llegan voces, griterío de gente y pájaros, el ladrido de los perros.
¿Qué ha pasado? Miro hacia abajo, la luz entra a raudales por todas partes,
me deslumbra y daña mi piel, ya de por sí bastante maltratada. La puerta
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chirría, se oyen golpes y ruidos para mí desconocidos. Entran varias personas
y observan las paredes, me miran sin verme. No puedo saber lo que dicen, mi
oído ya no es lo que era. Están ahí abajo, lejos… y el sonido de sus palabras
se pierde entre martillazo y martillazo.
***
Sólo logro discernir una palabra, el eco de esa palabra maldita, “ruina”.
Mi cuerpo se estremece. Siento que todo ha acabado. No hay esperanza, el
fuego ha quemado la casa y los técnicos han decidido derruirla. En pocos días
vendrán las máquinas y todo quedará reducido a escombro, a cascotes
inservibles que iremos a parar quién sabe dónde.
A la mañana siguiente, temprano, escuché su voz; era una voz dulce y
amable pero firme. Una voz cautivadora que llenaba el espacio de tranquilidad
y —¿por qué no decirlo?— de aliento. Es absurdo, lo sé, pero sentí cómo esa
sensación penetraba en mí. Resulté reconfortada y llena de alegría. Mañana
tras mañana, esperé volver a oír su voz. Las mañanas dieron paso a las tardes,
y estas a las noches, y todo permanecía igual. Un día, un fuerte golpe en uno
de los laterales me despertó. Después, el ensordecedor ruido de máquinas y el
movimiento ajetreado de operarios con casco. Lloré como nunca había llorado.
“Vieja estúpida”. Venían a por mí y yo ya no tenía fuerzas para resistirme. El
hombre de la voz amable se había llevado consigo todas mis esperanzas.
Perdí el conocimiento, la noción de tiempo y espacio. ¿Quién era?
¿Dónde estaba? Escuché, olí, toqué. Estaba en un sitio extraño, en contacto
con una superficie dura y fría. Acostumbrada a mirar desde lo alto, el no poder
hacerlo me oprimía, al igual que el contacto directo con el suelo.
No puede ser, pensé, pero mis oídos no podían equivocarse, su voz se
había quedado adherida a mi piel. Era él, tenía que ser él. Estaba salvada.
Se agachó, noté el tacto de su mano. Cómo ésta me acariciaba,
observándome en silencio, calibrando mi aspecto ennegrecido, herido por años
y años de humedad y polilla.
II “Es una buena madera. Está muy estropeada y carcomida pero una vez
limpia y trabajada se pueden hacer maravillas con ella”. Estos fueron los
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primeros pensamientos de Emilio cuando estudió, detenidamente, la viga que
había rescatado del incendio de la Ferrería.
Había conocido, por las noticias, que aquella casa, largo tiempo
abandonada y que acababa de sufrir un mediático incendio, iba a ser derruida
porque su estructura estaba seriamente dañada y era un peligro para los
viandantes.
Emilio era un enamorado de los materiales nobles. Sabía reconocer el
potencial de un trozo de madera aun estropeado por la humedad y la polilla. Su
experiencia, pericia y dedicación eran de quien procuraba nueva vida a vigas y
otros elementos rescatados de derrumbes, a viejos muebles abandonados, a
ramas y restos de poda… Esa era la materia prima de sus obras, materia que
él se encargaba de transformar en objetos originales, diferentes, útiles y de
largo recorrido.
Aquella viga era especial, no cabía duda; de una calidad única a pesar
de su aspecto ennegrecido, carcomido e hinchado por el exceso de humedad.
Tenía mucho trabajo por delante con aquella pieza y aún no sabía en qué se
acabaría transformando, pero seguro que, fuese lo que fuese, sería un objeto
único y hermoso.
Lo primero limpiar las partes estropeadas. Solo una vez hecho esto
podría escuchar su “corazón”, pues sería éste el que le indicara qué forma le
gustaría adoptar en su nueva vida.
Emilio era un mero ejecutor. Su trabajo consistía en escuchar, en sentir
la textura, en observar las pulsiones y esos pequeños detalles que escapan a
un ojo no entrenado.
III Cada día me sentía más ligera; había rejuvenecido, libre de capas de
mugre y sanadas las heridas causadas por la polilla. Me encantaba sentir cómo
el cepillo se deslizaba por mi cuerpo, limando asperezas. El delicioso olor a
aceite envolvía todos mis sentidos y podía notar cómo me impregnaba,
tonificando y nutriendo mi piel. Jamás me había sentido tan mimada como
ahora, en manos de Emilio.
Sabía que nuestra relación entraba en otra fase; debía dar forma y
sentido a mi cuerpo. No volvería a ser esa viga fuerte que sostenía a toda una
casa. No me importaba, estaba preparada para la transformación, aun
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sabiendo que ésta iba ser dolorosa. Mi hechura, toda una, sería separada para
vivir nuevas vidas. Confiaba en la mano experta de Emilio a pesar de que lo
veía dudoso, siempre mirando aquellos papelotes, sin acabar de decidirse.
El milagro se obró una mañana. Una niña entró. Con su manita me
acarició y, acercando un pequeño taburete, subió a horcajadas, rozándome con
su tierna mejilla y rodeándome con sus brazos. Podía sentir el olor de su
cuerpecillo, el tenue peso de su pelo. Su respiración suave y dulce. Se había
quedado dormida sobre mi cuerpo. Me mantuve quieta y silenciosa, no quería
perturbar su plácido sueño.
“Anais”, escuché que llamaban, “Anais, ¿dónde estás?”. Una chica joven
y de pelo castaño, que supuse era su madre, se acercó y delicadamente
separó su cuerpo del mío para no despertarla. Muy despacio y en silencio se
marchó con la niña en brazos, dejándome huérfana de ese pequeño ser que
acababa de conocer. Su fragancia infantil quedó en mí y añoraba su
cuerpecillo, el calor que desprendía, la tierna expresión de su cara mientras
dormía en mi improvisado regazo.
La niña volvió más tarde. Esta vez en compañía de Emilio, su abuelo.
Había algo de él en ella; ese mirar curioso y, sobre todo, la suavidad de su
tacto. Apenas hacía unas horas que la conocía y ya la extrañaba. Quería estar
con ella, formar parte de su vida, de sus risas, de sus juegos. Anais parecía
sentir lo mismo.
Su abuelo notó esa conexión entre nosotras. Cogió uno de sus
papelotes y se lo enseñó a la niña. ¿Qué te parece si con esta madera
construimos un bonito caballo? Anais abrió los ojos, loca de contenta y estuvo
girando sobre sí misma un buen rato, mientras aplaudía. “Sí, sí, sí, abuelo”.
Así fue como un aspecto diferente comenzó a fraguarse en mi cuerpo.
Fueron tiempos extraños, de mucho ajetreo y un no reconocerse. Ruidos
ensordecedores, máquinas infernales que me convertían en delgados listones.
Eso fue lo peor.
Después vino el mimo y el cuidado de Emilio, dando forma a cada
detalle, lijando con esmero. Anais también contribuyó lo suyo, frotando mi
superficie con un trapo untado en aceite natural. Sentada en el suelo, con las
piernas abiertas, sujetaba una de mis partes, pasaba su mano por los perfiles
recién lijados. A continuación, con sumo cuidado y ligeros golpecitos, me
21
bañaba en aceite, tal como le había enseñado su abuelo. Podían pasarse
horas y horas, absortos cada uno en su trabajo, hasta que una voz, a la que no
ponía cuerpo, los llamaba.
Mañana será otro día, decía Emilio. Cogía a Anais de la mano y los dos
se iban para dejarme a mí sola, contemplándome y constatando que, aunque
por separado, seguía siendo yo.
Al día siguiente, ninguno de los dos apareció, tampoco al otro ni al otro.
¿Se habrían olvidado de mí? ¿Les habría pasado algo? ¿Y ahora qué? Mis
partes esparcidas por el taller. Ahora que solo quedaba ensamblar y ponerme
bonita. En esas estaba, cuando una parte de mí llamó mi atención.
—Oye, ¿y yo qué?
Al principio, no lograba entender qué me quería decir, hasta que me fijé
un poco más. Seguía siendo solo un trozo de viga.
—Pues no sé chica, tú serás otra cosa. A ver, ¿a ti que te gustaría ser?
—La verdad es que no tengo mucho interés en acabar convertida en un
simple objeto para el divertimento de esa niña mimada.
—¡Eh!, que Anais no es ninguna mimada; es divertida, graciosa y muy
trabajadora, o ¿no te has fijado como ayuda a su abuelo?
—Que sí, que vale, lo que tú digas, pero ¿qué quieres que te diga? Los
niños no son lo mío. Yo me imagino guardando tesoros provenientes de otros
mares, de esos con mil historias que contar … —y, sin más, se sumergió en
sus propias fantasías.
Sus palabras quedaron ahí, perfumando de pesadumbre el ambiente.
¿Realmente quería yo convertirme en un caballito? Siempre me han
gustado los libros… y ¿si fuese una librería? ¡Oh no, ahora ya era demasiado
tarde para cambiar de opinión! El miedo se apoderó de mí, ¿me habría dejado
guiar por el impulso contagioso de una niña? ¿y si ni caballito ni nada de nada?
¿y si me quedaba así: descompuesta, ciscada de cualquier manera, en un viejo
taller? Me veía, otra vez, presa fácil de la polilla y la humedad. Me ahogaba, no
era capaz de respirar. Anais y Emilio ¡no podían hacerme esto! ¡No podían
dejarme así, de cualquier manera! Algo debió pasar, pero ¿qué?
La respuesta a mi pregunta se hizo esperar aún unos días más. Una
tarde, cuando la pereza propia de la sobremesa me acompañaba, oí como la
puerta se abría y entraban dos hombres. Uno era Emilio, el otro no lo conocía.
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Emilio fue recogiendo las piezas de madera, una a una y depositándolas en su
mesa de trabajo.
—¿Y esto? —preguntó el desconocido.
—Son las piezas del caballito que estoy haciendo para Anais. Ahora solo
queda engarzarlas unas con otras, pero con todo el rebumbio de los últimos
días en el trabajo, no he tenido ni tiempo ni ganas para hacerlo. Hace días que
no entro aquí.
—Es una pena —le contestó el otro—. La verdad es que lo que tú haces
con todos esos objetos inservibles es digno de admiración. ¿Has pensado en
dedicarte profesionalmente a esto?
Así que era eso. Emilio había tenido problemas en el trabajo. Estuve a
punto de gritarle a ese ignorante “que yo no era un objeto inútil” sino un trozo
de madera con mucha historia y saber a mi espalda. ¡Qué sabría el fulano este!
Pero en algo llevaba razón. Emilio es bueno con lo que hace. En el
tiempo que he vivido aquí he visto auténticos ingenios; desde un perchero
fabricado con ramas de poda hasta una vieja cámara fotográfica reconvertida
en lámpara o las mesitas hechas con palés. He visto la ilusión, el cariño y el
tiempo que ha puesto en cada pieza. Ese disfrutar con lo que hacía sin importar
lo que sucedía ahí fuera. Podría haberse acabado el mundo, fulminado por un
meteorito, que él no se habría enterado.
—No sé —dijo Emilio—. Lo he pensado en más de una ocasión, pero
una cosa es hacerlo por afición y otra muy distinta que pueda vivir de esto.
Sería maravilloso, aunque no es tan fácil: cada pieza de estas es única e
irrepetible. Todo o casi todo el trabajo es hecho a mano y son horas y horas.
¿Crees que habrá gente suficiente dispuesta a pagar por todo el trabajo
invertido en un simple mueble?
—¿Y por qué no? Hay mucha gente concienciada de la necesidad de
hacer un uso responsable de los recursos. Y tú lo haces, le das otra vida a
elementos predestinados a acabar en el vertedero o peor aún, tirados en
cualquier sitio. No estoy diciendo que sea fácil, pero creo que bien planificado,
con una línea pequeña de productos y centrándote en la fabricación bajo
demanda podría funcionar. Además, siempre puedes compaginarlo con
formación y consultoría en esta temática y la venta de los productos que utilizas
para hacer tus creaciones. Yo, en tu lugar, me lo pensaría.
23
O sea, que Emilio invierte su tiempo libre en buscar materiales para
darles una segunda oportunidad. La verdad es que nunca lo habría pensado.
Ahora me explico por qué muchos días sólo se acercaba un ratito o pasaba
tiempo sin verlo. Pues no es mala idea la del tipo este. Está claro que no se
puede prejuzgar a nadie. ¡Hasta el más nimio puede tener buenas ideas!
Aclarado el porqué del abandono de Emilio, ¿ahora qué pasa conmigo?
¿Cuándo volveré a ver a Anais? Lo cierto es que la extraño mucho. Me
veo ya convertida en todo un caballo, en el que la niña cabalga una y otra vez.
Puedo escuchar su risa, ver su cara iluminada y ligeramente enrojecida por
tanto trote.
—Pues sí, a lo tonto, a lo tonto, has aclarado tus ideas.
Me sobresalto al escuchar estas palabras.
—Tranqui, colega. Soy yo, el trozo de viga que sigue sin oficio ni
beneficio.
—¡Ah, qué susto me has dado! Me había olvidado de ti.
—Ya, parece que ese es mi signo. No desesperes mujer, que tarde o
temprano encontrarás tu lugar.
—Si tú lo dices…
IV Aquella noche, Emilio fue incapaz de dormir. ¿Y si se planteara en serio
dedicarse a la fabricación de objetos, a partir de desechos y materiales
inservibles? El crear, el transformar, el ir descubriendo el potencial de cada
materia, al tiempo que eliminaba las partes dañadas, era algo con lo que
disfrutaba especialmente. Perdía la noción del tiempo, se olvidaba de todas sus
preocupaciones. Todo quedaba en un segundo plano. Y esos días, en los que
trabajó, codo con codo, con su pequeña fueron especiales. Ver la ilusión de la
niña, el modo en que frotaba con esmero y sumo cuidado las piezas de
madera, fue algo difícilmente descriptible.
Después vino lo otro, esos malditos avarientos a los que nunca les llega
nada. El puñetero dinero, una y otra vez. Engañar, mentir, utilizar a las
personas. ¿De verdad vale la pena? Él tiene muy claro que no va a dejar en la
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estacada a sus clientes y que hará todo lo que esté en sus manos para que
éstos recuperen su dinero. Cuando eso acabe… pues, ya pensará si sigue el
consejo de Fermín.
Lo primero es lo primero y mañana toca acabar el caballo. “Quiero
tenerlo listo para cuando Anais venga el sábado. Además, con la parte que no
utilice puedo hacer una caja para mi hija, una caja como la que tenía de niña,
aquella donde guardaba todos sus tesoros”.
Dicho y hecho. A la mañana siguiente se levantó temprano y, después
de tomar un café solo, se metió en su “guarida”, como le gustaba llamarla a su
esposa. Sería estupendo que ella participara de su idea y pudiesen trabajar
codo con codo; así podrían pasar más tiempo juntos, tal como soñaban cuando
eran jóvenes.
Cogió, una a una, las piezas y fue montándolas. Acabó de aplicarle los
últimos retoques y listo. El caballo estaba preparado para, junto a su pequeña
amazona, vivir multitud de aventuras. Emilio lo contempló satisfecho. Habrá
que buscarte un nombre. ¿Cómo te gustaría llamarte caballito?, o ¿dejamos
que sea Anais quien lo decida?
Después de comer, reanudó el trabajo. Ahora era el turno de la caja
guarda tesoros. Quería, si la memoria se lo permitía, recrear aquella caja que la
madrina había regalado a su hija y que ésta llevaba consigo, a todas partes,
hasta que, por un descuido estúpido, acabó debajo de la rueda de un camión.
¡Qué desconsuelo, qué pena más grande se adueñó de la niña durante días y
días! Tanto él como su madre le habían insistido para comprar otra cajita pero
la niña no quería más que la suya. ¿Qué tendría guardado en ella? Por más
que le preguntaron nunca se lo dijo.
V He vuelto a la ciudad o, mejor dicho, a las afueras de la ciudad. Ahora
vivo en una pequeña urbanización de casitas con jardín. Todo muy “cool”,
aunque mi vida transcurre entre la habitación de Anais y la casa de sus
abuelos. Estoy encantada siendo Clavillo, un hermoso corcel a lomos del cual
Anais corre una y mil aventuras. Unas veces surcamos los cielos, otras
trotamos por peligrosos despeñaderos o galopamos por la estepa siberiana.
Clavillo, ese soy yo ahora. No muy lejos de mí, se encuentra parte de mi
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antiguo yo, aquel trozo de viga que acabó convirtiéndose en una preciosa caja
que Marta, la madre de Anais, tiene en la cómoda de su habitación, que, por
cierto, también fue hecha por Emilio a partir de un antiguo chinero que, tal
como paso conmigo, empodrecía de tristeza, olvidado en un viejo trastero del
que nadie parecía tener la llave.
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LA BOLSA O LA VIDA Isola Bella Tercer Premio
Isabel Núñez Márquez, sevillana pero afincada en Madrid, ha sido la ganadora del tercer premio. “Me encontré con una gran dificultad porque siempre había escrito sobre ficción y no sobre la más rabiosa actualidad, como en este caso sucede con la
economía circular; además, así lo recogían las bases”. Sorprendida por la capacidad de respuesta que ha tenido su relato en las redes sociales, dedicó el premio a su familia y, especialmente, a sus hijos pequeños, presentes en el acto de entrega, diciendo que “al fin y al cabo, los niños son la representación del futuro”.
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I Aquella mañana, Sabata no había acudido a la ventana.
Cada día, acurrucada entre sus esponjosas alas, esperaba paciente en
el alféizar a que, desde el interior, el sonido del viejo despertador rompiese el
silencio. Entonces se estiraba, dejando al descubierto su inusual pie de color
rojo y se arreglaba las plumas con el pico, deseando que Roque izase la
persiana y la invitase a entrar.
El marinero le ofrecía su brazo y ella, pizpireta como pocas, subía hasta
el hombro con aire triunfal, sabiendo que le esperaba su buen desayuno.
Roque miró disgustado el cuenco de pan migado en agua que le había
preparado. Cerró la cafetera forzando el mango, que se partió en dos y
refunfuñando se fue al baño. Cada día le costaba más trabajo meter la pierna
mala en la bañera. Su mujer le decía que debían cambiarla por un plato de
ducha, que ya no tenían edad para aquello, pero él sabía que la verdadera
razón era su pierna. Quedó muy dañada en el accidente cuando se le
enganchó al molinete que recogía los aparejos, pero afortunadamente pudieron
salvársela. Aún así, el viejo pescador nunca dio su aprobación para sustituir la
bañera y ahora que su esposa le faltaba, no tenía ánimo para aquello.
Todavía mojado y enrollándose torpemente la toalla sobre sus tatuajes
azulados, salió presuroso del baño. Creía haber oído algo en la ventana, pero
cuando llegó a ella, comprobó con pesar, que no era más que una rama que
movida por el viento, golpeaba con desgana el cristal.
A través del mismo, se quedó mirando fijamente cómo llegaban las olas
furiosas a la orilla del mar, salpicando en vano la arena humedecida por la
lluvia de la noche anterior. Un silbido agudo proveniente de la cocina, lo sacó
de sus pensamientos. El café se estaba escapando de la cafetera a
borbotones, y el cubre fogones de papel de aluminio había quedado inundado
bajo él. Con un rasgado paño de cocina, sacó la cafetera del fuego y la metió
bajo un chorro de agua fría, llevándose un dedo quemado a la boca.
No había tiempo para recoger aquel desastre o preparar otro café.
Se puso la camisa de los domingos y se la abrochó con dificultad. Le
faltaba el botón del cuello desde hacía unos meses, pero no se apreciaba bajo
su espesa barba gris. Agarró la gorra azul de marina que le regalaron por su
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jubilación y se puso rumbo a la Cofradía de Pescadores, no sin antes volver,
apesadumbrado, su mirada a la ventana de nuevo.
II Llegó a la puerta de la Cofradía diez minutos antes de la convocatoria.
Sus compañeros, algunos de los cuales ya estaban entrando, lo saludaron con
respeto. Dudó por un momento si acompañarlos al interior o pasar fugazmente
a la tasca de en frente a por un café. El sonido de su estómago lo sacó de
dudas.
—¡Don Roque! ¡Qué alegría tener al Patrón Mayor por aquí! —lo saludó
el tabernero mientras secaba un vaso opaco con un trapo—. ¿Qué le pongo?
—Buenos días, Genaro. Ponme un carajillo —indicó mirando a través de
la ventana medio empañada—. Ponle un poco más de brandy que hoy lo voy a
necesitar.
El tabernero lo miró consternado.
Una ráfaga de aire irrumpió en la tasca, zarandeando las antiguas fotos
que mostraban la historia de la Cofradía a lo largo de los años. Genaro salió de
detrás de la barra y aseguró el pestillo de la cristalera.
—Soplan vientos de cambio —dejó escapar con melancolía—. Hace un
rato han estado aquí el Pedro y el Rogelio y ya me han dicho que vienen unos
de Madrid a jorobar otra vez, ¿no?
Roque se bebió el carajillo de un tirón y con un golpe seco, dejó el vaso
en la barra.
—Eso parece —contestó con las aletas de la nariz hinchadas—. ¿Qué
sabrán esos me-que-tre-fes de secano, con su palabrería y sus aires de
ciudad?
—Verdad —asintió el tabernero, llevándose una tiza detrás de la oreja.
—¿Qué te debo? —dijo Roque mientras se ponía en pie y se enroscaba
la gorra con el ceño fruncido.
—Nada, nada. Vaya ahí y si vienen contra nosotros… ¡defienda el arte
del oficio!
El marinero se puso en pie y empuñó su bastón, enfilando decidido la
salida.
—Por cierto, ¿y la Sabata? —preguntó extrañado Genaro.
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El Patrón paró en seco. Volvió la mirada hacia su hombro, como si
acabase de descubrir que el pájaro no lo acompañaba.
—No lo sé. Hoy no ha venido por casa —contestó cabizbajo.
—¡Claro, claro, es la época del celo! Se habrá echado un novio y estará
por ahí con él —bromeó Genaro.
Pero Roque no rió. Apartó torpemente las tiras metálicas de la cortina de
la entrada, y dejó escapar un suspiro que se perdió en el tintineo.
III A la hora en punto, Roque abrió las puertas emparejadas de la Cofradía,
que a modo de anunciación, chocaron sonoramente con las paredes. Su figura
se dibujaba a contraluz, y la algarabía que resonaba en el interior, se ahogó de
golpe.
Mientras avanzaba lentamente por el pasillo central de la sala, los
asistentes fueron tomando asiento a ambos lados, en una especie de efecto
dominó donde él era la pieza de salida. Al llegar al fondo de la estancia, todos
estaban sentados. Todos a excepción de una chica que, enfundada en una
elegante gabardina, lo esperaba ante la gran mesa que hacía de estrado.
—¿Cómo está usted? —lo saludó ofreciéndole la mano con una gran
sonrisa—. Soy… —Pero no acabó la frase. Roque había pasado ante ella
como si no la hubiese visto.
La sala estaba en completo silencio. El Patrón Mayor arrastró
pesadamente la silla que iba a ocupar, dejó el bastón sobre la mesa y saludó a
derecha e izquierda al Presidente y al Secretario de la Cofradía. Con voz
atronadora, se dirigió a sus oyentes.
—Buenos días. Como ya sabéis, os he convocado para zanjar, de una
vez por todas, este asunto de la recogida de plásticos —sentenció—. Cuando
no son acusaciones por sobrepesca, es que destruimos el fondo marino y así
constantemente. Ahora llevamos meses sufriendo el bombardeo de peticiones
para que traigamos a tierra la basura que queda atrapada en nuestras redes y
hay que ponerle un final a esto ya. Nuestro trabajo es muy duro, nuestra
profesión es muy sacrificada y no podemos estar atendiendo los caprichos de
estos verdes… que no tienen ni idea de lo que es la mar —dijo clavando su
mirada en la chica por primera vez—. Somos pescadores, no dentistas, ni
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albañiles ni basureros. Echamos las redes, cogemos los peces y todo lo que
sobra lo tiramos por la borda. Así es como lo hemos hecho siempre y así lo
seguiremos haciendo. ¡No hay más que hablar!
Agarró su bastón y se dispuso a ponerse en pie, viendo con satisfacción,
como la chica comenzaba a caminar por el pasillo, en dirección a la salida.
Roque miró la esfera rallada de su reloj de cuerda. No habían
transcurrido ni cinco minutos y como en sus mejores tiempos, ya había resuelto
el asunto. Ahora le parecían ridículos los nervios pasados en días anteriores,
mientras se preparaba el discurso para despachar a aquellos ecologistas… o lo
que quiera que fuesen. Los madrileños, después de tanta insistencia por
reunirse, sólo habían mandado a una muchacha y se la había quitado de en
medio de un plumazo. O al menos eso creyó por un momento, hasta que se dio
cuenta que la chica no estaba abandonando la sala, sino que había avanzado
hasta la mitad del pasillo y aclarándose la garganta, tenía la intención de
dirigirse a la audiencia.
IV Los pescadores estaban atónitos ante la situación. No sabían si
levantarse o quedarse sentados, pero antes de que pudiesen parpadear,
aquella chica delgada, se echó para atrás la coleta y les comenzó a hablar.
—Mi nombre es Lucía Morales y como creo que saben, vengo de
Madrid… aunque en realidad soy de Barbate, una localidad pesquera de Cádiz.
Me he criado a orillas del mar y he visto con mis propios ojos, cómo las
conchas que recogía en la orilla con mis primillos, se han ido sustituyendo por
botellas de plástico, tapones y restos de bolsas. Las playas por las que de
chiquilla corría descalza, se han convertido en un campo de minas llenas de
cristales rotos y latas oxidadas. Ustedes saben de lo que les hablo, ¿verdad?
Un par de marineros asintieron con la cabeza inconscientemente. Roque
los fulminó con la mirada.
—Mi padre es pescador y antes que él, mi abuelo y antes que él, mi
bisabuelo… y se me parte el alma cuando me cuenta que día tras día, las
redes vienen cargadas de basura. Esos residuos terminan en los estómagos de
la fauna marina. Las tortuguillas confunden las bolsas de plástico con las
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medusas de las que se suelen alimentar y muchas mueren por ello. Lo mismo
sucede con los cachalotes, las aves y los peces que luego nosotros… nos
comemos. ¿No se dan ustedes cuenta? —les preguntó girándose hacia el
Patrón Mayor—. El plástico en el mar no es un asunto menor o un capricho. El
plástico en el mar, mata. ¡La bolsa o la vida!
Se formó un murmullo generalizado. Roque observaba desconcertado
cómo sus compañeros parecían estar de acuerdo con aquellas afirmaciones.
Empezó a tener calor. Se desabrochó el abrigo y se llevó la mano al hombro
derecho en busca de Sabata. Le tranquilizaba acariciarle la cabeza y sentir
cómo su pico agudo le respondía. Entonces recordó que no estaba.
—Existe una isla de residuos flotantes en el Pacífico Norte. El sexto
continente lo llaman —sonrió Lucía con tristeza—. Sin embargo, aquí en el
Mediterráneo, la basura se hunde. Y como no se ve, pues no existe ¿verdad?
—Se giró para poder ver a toda la sala.
Algunos de los asistentes bajaron la cabeza, huyendo de la mirada de la
chica.
Otros se movían incómodos en sus asientos.
—El mar ha sido un gran vertedero mundial durante muchos años.
Demasiados. Y todavía son pocos los ciudadanos conscientes de su
responsabilidad. Pero esto no tiene por qué seguir siendo así. Esta triste
situación también puede ser una oportunidad y ustedes tienen una de las llaves
del cambio.
V Roque se puso en pie. Estaba viendo venir lo que se avecinaba y lo
tenía que parar.
—Señorita, ¡basta ya! —estalló interrumpiéndola—. No necesitamos que
venga a contarnos lo que vemos cada día y menos aún, que nos culpe por ello.
—¿Culpar? Nooo, al contrario. Bueno, la responsabilidad es compartida
con otros ciudadanos, pero lo interesante es que ustedes son parte clave en la
solución —dijo balanceándose sobre sus zapatillas deportivas, hasta quedarse
de puntillas.
—¿Nosotros? —se oyó preguntar desde la última fila.
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—¡Carmen, si quieres hablar, pide el turno! ¡Respetemos las normas,
por favor lo pido! —reprendió el Patrón Mayor a una de las marineras de la
Cofradía.
Que la gente se estuviese animando a participar, no le parecía buena
señal. Miró a su derecha, buscando apoyo en el presidente, pero este estaba
esperando con atención a que aquella chica enjuta, desvelase cómo era eso de
que ellos eran parte de la solución.
—¡Sí, todos ustedes! Verán, con la presentación movidita que he tenido,
no he podido contarles a qué he venido. Estoy aquí como representante de la
organización donde trabajo: una empresa de moda —hizo una pausa para que
pudiesen digerir aquella información—. Pero es una empresa diferente.
Nosotros fabricamos tejidos a partir de plásticos reciclados. Estas zapatillas —
dijo poniéndose de puntillas de nuevo—, están hechas con botellas de plástico
recicladas y esta gabardina, con poliéster reciclado… del Mar Mediterráneo.
Se armó un revuelo en la sala. Algunos se miraban incrédulos. Otros no
salían de su asombro y a los que menos, les empezó a sonar todo aquel
asunto.
—¡Ah, sí! Mi hija me contó que, en los pueblos vecinos, estaban
recogiendo plásticos para hacer ropa, pero creí que eran fantasías de críos.
—¡Francisco! ¡Pedid el turno si queréis hablar! ¡No lo digo más! ¡El
próximo se va a la calle! —señaló Roque apretando su gorra con las manos.
Aquello se estaba descontrolando.
—Pues su chiquilla tenía razón —confirmó Lucía—. Ya participan más
de 160 barcos pesqueros de arrastre de la Comunidad Valenciana. Los
residuos que quedan atrapados en sus redes, no son devueltos al mar, sino
que los traen a tierra y nosotros los empleamos para fabricar hilo. 70 botellas
de plástico, dan para un metro cuadrado de tejido. Increíble, ¿verdad? La
producción de este hilo a partir de materias recicladas reduce en un 20% el
consumo de agua, en un 50% el consumo de energía y en un 60% la
producción de contaminantes atmosféricos…y las prendas son de gran calidad
—apuntó con orgullo.
33
VI
Aquello no era lo que Roque esperaba, pero a esas alturas, no estaba
dispuesto a rectificar.
—¡Ah, ya veo! Entonces lo que quiere es que les hagamos el trabajo,
¿no?
—¡No! ¡Qué disparate! —aclaró Lucía divertida ante tal ocurrencia—. Lo
que vengo a pedirles es su colaboración, pero no solo para que nos faciliten los
residuos que quedan atrapados en sus redes.
—¡Ja! Ya sabía yo que aquí había gato encerrado —apuntó el Patrón
Mayor satisfecho con el nuevo rumbo que estaba tomando aquello. Ella sola
hundiría el barco.
—Lo que vengo a pedirles es algo más grande —dijo Lucía
balanceándose de nuevo—. Es que, con su ejemplo, contribuyan al cambio
necesario para el desarrollo sostenible de la sociedad. Es que hagan posible
proyectos como estos, donde actores de siempre, trabajen bajo un nuevo
enfoque, demostrando que hay otra manera de hacer las cosas, y hacerlas
mejor. Es que ustedes, marineros de tradición, sean un referente y parte del
engranaje en la nueva economía circular, posibilitando el uso eficiente de los
recursos.
Roque se había quedado sin argumentos y observaba atónito, cómo el
entusiasmo se había apoderado de la sala.
—Ustedes recibirán una retribución por esos residuos, nosotros los
empleamos como materia prima y entre todos, les damos una nueva
oportunidad de uso. Los plásticos son un recurso muy valioso, y no deberían
ser desviados a vertedero o al fondo del mar. Así ganaríamos todos. La pesca
sería más sostenible, el mar se iría limpiando, nosotros obtendríamos el
material que necesitamos sin tener que extraerlo de origen, se consumen
menos recursos y contaminamos menos. Es un negocio redondo… o más que
redondo, ¡circular!
El presidente de la Cofradía se puso en pie.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Estupendo! —declaró mientras indicaba con las
manos a la audiencia, que volviesen a sentarse—. ¡Un poco de silencio!…
¡silencio! ¡SILENCIO! ¡Gracias! —Abrió con parsimonia una botellita de agua y
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bebió un trago, más por hacer tiempo para que el personal se calmase, que por
sed. Se acercó hasta donde estaba Lucía y le echó un brazo por los hombros—
. Me ha parecido muy interesante y por el revuelo causado, creo que a mis
compañeros también. Por eso opino que deberíamos someter a votación la
colaboración que nos piden, aunque parece bastante claro el resultado —dijo
dejando escapar una carcajada mientras se sujetaba su redonda barriga.
IV Roque abandonó a toda prisa la Cofradía de Pescadores, esquivando a
sus compañeros y sin despedirse de nadie. El aire fresco de la calle alivió por
un momento la presión en su pecho. No entendía qué había pasado ahí dentro.
Todo giraba a su alrededor y sólo quería llegar a casa. Estaba tan cansado…
Se apoyó por un instante en el quicio de una puerta vecina y decidió
tomar el camino del paseo marítimo. Comenzaba a chispear y con aquel
tiempo, estaría vacío. No quería encontrarse con nadie.
Su abrigo de paño, se iba calando a medida que caía la lluvia. Se guardó
el bastón bajo el brazo, avanzando contra el viento.
El mar, salpicado por crestas de espuma, estaba embravecido y
revuelto. Escupía a la orilla restos de madera, cristales pulidos, bolsas, latas y
botellas. Con sus olas, los golpeaba una y otra vez, en un intento desesperado
de deshacerse de aquellos residuos que lo habitaban. Y entre ellos, le llamó la
atención un bulto de algodón empapado.
Se le heló la sangre.
Dejó caer el bastón y saltó como pudo el murete que separaba el paseo
marítimo de la playa. La arena se hundió bajo el peso de su cuerpo y el
marinero cayó sobre ella. Intentó ponerse en pie, pero no pudo. Los latidos de
su corazón le retumbaban en la cabeza. Con las manos aún en la arena, hizo
un nuevo intento por ponerse en pie, pero no resultó. Avanzó gateando hasta la
orilla y recogió suavemente, entre sus manos surcadas por el sol y la sal,
aquella bola húmeda.
Una punzada intensa le recorrió las entrañas, cuando al girarla, confirmó
lo que le había parecido ver desde el otro lado. Aquella patita roja que tantas
veces había subido por su brazo, colgaba inerte del cuerpecillo empapado del
ave.
Se la llevó al pecho, dejando escapar un alarido profundo de dolor.
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—¡NOOOO! ¡Tú no!… ¡Tú no, Sabata!
Volvió a mirarla, esperando encontrar algún signo que indicase que
seguía viva, que no era tarde para ayudarla.
Le acarició la cabecita, a lo que se le abrió un poco el pico. En su
interior, algo brillaba. Tan delicadamente como pudo, metió su dedo pulgar en
el hueco de su boca y sacó el extremo de algo plateado. Tiró de él y cerró
pesadamente los ojos, cuando colocándolo en la palma de su mano para
examinarlo, comprobó que aquello con lo que se había ahogado su pequeña
compañera, era ni más ni menos, que un trozo de una bolsa de plástico.
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DELIRIO CIRCULAR Lo!!
Diecinueve años atrás, mi hijo de tres años, jugaba a la orilla del mar.
Era una delicia verlo recoger delicadamente cada trozo de concha o cochayuyo
(alga comestible rica en yodo, que habita en la costa de los mares de Chile)
que se topaba en el camino, pero a su vez, se encontraba constantemente con
pequeñas piezas plásticas las cuales también pasaban a ser parte de su
colección, porque para él eran igual de valiosas que las otras y servían para
armar su invento del momento. Aquel preciso instante fue el primero en que me
cuestioné la presencia casi “natural” de plástico en una playa. Una tapita
plástica, reemplazaba inexorablemente una concha. Esa pieza representaba el
mismo valor que esa bella escultura de calcio natural.
Bueno, definitivamente ya todo cambiaba más rápidamente y si bien aún
no teníamos acceso a internet y los planos de los objetos aún los hacíamos a
mano, pues ya podíamos comer tomate todo el año debido a los famosos
invernaderos y las inyecciones de quizás qué cosa, que permitían tener una
cascara muy dura y que pudiésemos hasta casi jugar tenis con ellos.
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Ya los CD inundaban el mercado y, en general, ya no se veían
ochenteros rebobinando el cassette con el lápiz bic. Simplemente comenzaron
a convertirse en colección o bulto en las bodegas de las casas.
Provengo de una familia en que los sillones se envolvían en otra tela
para protegerlos y solo se osaba destaparlos en caso de visitas. Donde el
control remoto de la tele vivió todos sus días envuelto en una bolsa de plástico
para que no se rallara. En la que te mandaban a comprar con la bolsa del pan
de género y el aceite a granel en botella de vidrio.
El triciclo metálico pasó a ser propiedad de alrededor de tres décadas de
críos y la goma blanca de las ruedas seguía ahí mismo. La ropa se reparaba
una y otra vez, al igual que los zapatos. Los materiales nos permitían poder
manipularlos continuamente, hasta que ya no dieran más y ni siquiera había
opción de regalarlos. Generalmente un pantalón terminaba siendo parche de
una docena más y al final de sus días lustraban la madera recién encerada.
Los objetos y la ropa eran caras para la economía de la época, por lo
tanto, se cuidaban mucho, porque costaba mucho obtenerlos. En general
también duraban mucho más. No existía el crédito ni las grandes cadenas
comerciales. Y rememorando a Don Nicanor Parra, “las gallinas corrían crudas
por el paisaje”.
En torno a los usos y desusos se generó una economía basada en la
retornabilidad, en el arreglo de lo estropeado. Cada cosa tenía una o varias
oportunidades más. Si tenías la habilidad podías repararlo, si no, recurrías al
señor de la esquina que era muy hábil y heredó un oficio o estudió un curso a
distancia en la revista de la época.
Así, se fueron especializando los rubros de la reparación y sencillamente
la palabra reciclaje solo se podría haber escuchado en un programa como los
supersónicos. Simplemente no existía.
Si bien en el colegio te enseñaban algo de ecología en Biología, al final
de año tenías que terminar pinchando unos cuantos bichos para hacer un
insectario, en pos de la educación, decían.
Yo, la verdad, no tengo claro de cuando todo esto se transformó en un
basurero. Si sé, que desde que los famosos “Chicago Boys”1 le vinieron con el
1 “Chicago Boys”: denominación aparecida en la década de 1970 que hace referencia a los economistas neoliberales educados en la Universidad de Chicago, bajo la dirección de los
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cuento al tipo ese, que se quedó por más tiempo del que queríamos, pues la
economía se puso pujante y avasalladora, para algunos. De ahí en adelante,
comenzaron a llegar los objetos deslumbrantes, baratos y fácilmente rompibles
y reemplazables. Lo curioso es que no tan solo llenaban espacio material, sino
que también satisfacían “necesidades” que curiosamente antes no existían.
Pero que aparecieron de repente y hasta el momento, no se han vuelto a ir.
Cosas de la modernidad.
La magia neoliberal comenzó a llenar de plástico los intersticios de
nuestros prístinos paisajes. Y si bien la minería del 1.800 ya había socavado
nuestros bosques y recursos nortinos ahora se venía de lleno algo nuevo e
ineludible. El plástico-objeto desechable. Ese de un solo uso, a pesar de que
ese concepto no era tema para la época. Jamás, nunca, nos habíamos
imaginado el impacto que esto ocasionaría en nuestro mundo. Las imágenes
de animales y entornos afectados por nuestros residuos recién comenzaron a
dar la vuelta al mundo con la globalización de Internet.
Pero en realidad, estamos aquejados de no querer mirar para el lado,
porque hemos hecho la vista gorda ante los basurales y malos hábitos que
hemos sumado en todo este tiempo, aquí a la vuelta de la esquina, o más
cerca, en nuestra propia casa.
Y bueno, solemos echarle la culpa a la educación, pero francamente
nadie en este mundo estaba preparado para tamaño cambio en la composición
química de nuestros materiales. Nosotros como simples mortales que vivimos
el día a día y que no somos parte de las corporaciones que producen,
confiamos que los objetos que compramos son inocuos para el uso que les
damos.
Pero, simplemente no estábamos preparados, nadie nos enseñó nunca
las consecuencias de uso y desuso de las cosas, porque en general, nadie las
sabía con certeza. Además, mientras antes y mejor un objeto cumpla y
resuelva nuestros deseos, pues no hay mayor asunto que cuestionarse. Esa ha
sido la mejor estrategia para vender hasta lo impensable, nosotros los
humanos somos pequeños dioses capaces de satisfacer nuestras prioridades y estadounidenses Milton Friedman y Arnold Harberger. Los Chicago Boys tuvieron influencia decisiva en el Régimen Militar de Augusto Pinochet en Chile, siendo los artífices de reformas económicas y sociales que llevaron a la creación de una política económica referenciada en la economía de mercado de orientación neoclásica y monetarista. (Ref: Wikipedia).
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deseos. Pero no nos dimos cuenta de que el mundo es finito y nos lo estamos
comiendo a mordiscos.
Y hasta hoy, la humanidad simplemente sigue su día a día y un gran
porcentaje no se pregunta a dónde van a parar los restos de las cosas que
usamos, ni siquiera de dónde vienen, ni cómo se hicieron. Se ha desarrollado a
través del tiempo un pensamiento lineal de “usar y tirar”, perdiendo la mirada
sistémica que tenían nuestros antepasados, esa mirada cíclica conectada con
la naturaleza, que se veía plasmada en las costumbres y modos de vida, todos
asociados al clima, los materiales y alimentos del entorno más cercano.
Bueno, viéndolo de ese modo, el problema no es que usemos objetos,
sino el haber perdido la mirada sistémica de cómo interactuamos con el resto
del planeta, incluido los objetos y su paso por este mundo, que al fin y al
cabo… ¡Es finito!
Esa pérdida sistémica se ve reflejada en la estructura del pensamiento
económico lineal que maneja todo, extrayendo indiscriminadamente, ocupando
mucha energía y generando mucho residuo con química no precisamente
inocua para las condiciones que se requieren para la vida.
Entonces, nos encontramos ante un escenario que definitivamente no
propicia nuestra continuidad como especie sobre este planeta. Ese eslogan
que nos pone a nosotros, humanos, como los seres más inteligentes sobre la
tierra, no calza con los resultados que vemos día a día en nuestras vidas. Al
perder nuestro ciclo, perdimos la visión del todo, preocupándonos solo de las
pequeñas partes. Pequeñas partes que cada una por sí sola, no se vuelve a
integrar a un sistema.
Ciclos, ciclos, ciclos…. Dan vueltas en mi cabeza y me introducen a un
sueño profundo de ideas, de fantasías, de convicciones que cada vez se
arraigan más en mi ADN. Me siento a escribir para plasmar un mundo mejor,
ese que me gustaría que yo y mis hijos viéramos, y me introduzco en
escenarios sacados de un libro de ciencia ficción, en los que mi visión, se ve
plasmada en todo lo que veo. No lo puedo creer, esto es lo que yo me he
imaginado por tanto tiempo y hoy lo veo aquí, puedo sentirlo con todos mis
sentidos.
Un zumbido me distrae, es cada vez más fuerte, son ellas que
laboriosamente visitan mis flores. Desde que las incorporamos en nuestro
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jardín, todo es más abundante, la primavera tiene más colores, los arboles
tienen más frutos, la miel es más pura. Hoy, no me imagino sin ellas. Me
incorporo de la cama, hay sol, pero hace frío afuera. Adentro siempre se
mantiene cálido, las ventanas del norte se encargan de recibir toda la
iluminación necesaria para mantener temperado el ambiente. Apoyo mis pies
descalzos en el tibio suelo, no necesito más abrigo. No hay una fuente de calor
extra para proporcionar esta temperatura, solo la exposición al sol basta para
que los muros absorban con sus poros el calor y lo transmitan adentro.
Recuerdo que tuvieron que pasar décadas para que los nuevos
materiales evolucionaran y se fabricaran emulando las membranas naturales.
Los muros están compuestos de una estructura similar a las membranas de las
hojas de los árboles, pero más gruesas para actuar como aislante. Cada poro
capta el calor y lo transmite por toda la retícula de la masa hacia adentro,
generando un ambiente con temperatura siempre estable. Como el tamaño del
poro es más pequeño que una molécula de agua, estas no entran cuando
llueve, pero pequeños canales externos se encargan de distribuirla a un
contenedor que actúa como reserva para uso doméstico o regadío. Si el
contenedor tiene suficiente cantidad, el resto sigue su camino al “porocemento”
que absorbe todo lo que la ciudad no necesita, devolviéndolo a la tierra, donde
las extensas redes de las raíces de los árboles que conviven con nosotros,
generan una estructura que soporta la ciudad y se nutre de la humedad
captada por este material y de los nutrientes de las lombriceras caseras,
industriales y publicas existentes en todos los parques, en las cuales se
convierten en abono todos los residuos orgánicos de las ciudades. El agua
proviene de las precipitaciones o se capta del aire. Los materiales de las
construcciones, en general, propician la absorción como un mecanismo natural
de obtención de recursos hídricos y energéticos. La iluminación nocturna
proviene del sol o de la interacción de hongos quimioluminiscentes utilizando la
descomposición de materia orgánica muerta.
Cuando se produjo la guerra del agua se derivaron muchos recursos en
crear sistemas innovadores que reciclaran o modificaran la forma en que se
usaba el agua. Es inimaginable que antes usaran el agua para lavar ropa. Sé
que suena anacrónico, pero por fortuna, con dichas innovaciones se crearon
telas que repelen la suciedad y los malos olores, dejándole la función de
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limpieza al sol. Hoy todos los textiles se limpian con energía solar. Se usan
fibras en base a plantas como el cáñamo y otras estacionales, para que se
biodegraden o de supraplásticos que son fácilmente reciclables. Los colores se
generan por medio de tintes naturales de desechos orgánicos o simplemente la
forma microscópica de la tela produce su color por medio de la reflexión solar.
Dos generaciones sufrieron con la guerra del agua, había tanto plástico
en el mar y el calentamiento global cambió tanto su ciclo, que hubo que tomar
medidas drásticas en la forma en que se fabricaba todo. ¡Todo! Desde un
simple lápiz hasta la complejidad de los sistemas de transportes y ciudades.
Las multas por emitir y generar residuos comenzaron a hacer que compañías
enteras quebraran, ya que, si no eran capaces de adaptarse y funcionar
cuidando el entorno, no eran viables para la continuidad de la especie humana.
Los ecosistemas en general llegaron a un estado de fragilidad extrema,
en el cual cada día desaparecían especies de animales y plantas que hoy en
día solo es posible verlas en animaciones, videos o fotografías. Como humanos
nos despreocupamos tanto que nuestros bebés ya no nacían sin moléculas
tóxicas en su organismo. Tuvieron que pasar dos generaciones, sí, dos, para
volver a restablecer el equilibrio en el mundo. Si bien, los efectos de la gran
extinción aún están latentes y sus consecuencias duran hasta el día de hoy,
aprendimos que sin la naturaleza simplemente no podemos sobrevivir.
Comenzamos a generar nuevas ideas basadas en ella para fabricar
materiales. Como ya no existe el petróleo tuvimos que modificar nuestra
manera de producir, movilizarnos, generar energía, ¡vivir!
Y, si bien en esos tiempos ya existían fuentes renovables de energía, la
petróleoadicción, no nos dejaba avanzar más allá de simples sistemas aislados
que beneficiaban a unos cuantos. Hoy en día la “Red solar interconectada”, nos
asegura una fuente inagotable de energía para todos sin necesidad de quemar
biomasa ni usar otro tipo de combustibles. Se crearon tratados mundiales para
asegurar el transporte limpio y silencioso basado en la energía
electromagnética, solar y eólica. Hoy las empresas ya ni se cuestionan que tipo
de energía van a usar para producir, porque simplemente no se puede usar
otra que no sea renovable.
Los procesos productivos están basados en el autoensamblaje de
moléculas que crean materiales en frío o con muy poca energía incorporada.
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La química verde se apoderó del mundo para quedarse. Cualquier aditivo
químico que se use en alimentos o materiales para producir, debe estar
aprobado por la “Green Chemistry”. Ya casi no existe la policía verde. Pasamos
de un sistema punitivo producto de conflictos sociales y catástrofes
ambientales, a uno asociativo y sistémico que se fue instaurando a medida que
llegamos al acuerdo de que o hacíamos “Algo” o nos extinguimos y punto.
Total, la naturaleza se las va a arreglar de maravillas sin nosotros.
Claramente pasar de un estado tan fragmentado, a uno que considera
los ciclos del sistema para funcionar en el día a día, con todas las variables que
implica satisfacer nuestras necesidades como seres humanos, no ha sido nada
fácil. Pero como buenos humanos, aprendemos a patadas.
Tuvo que caer por su propio peso la bolsa económica mundial y venirse
abajo el paradigma del consumo desmedido, para que poco a poco
comenzaran a regenerarse sistemas asociativos y colaborativos que
funcionasen en base a necesidades y recursos locales.
Al estar ante la casi extinción de la agricultura, recién valoramos la
importancia de rescatar las semillas y de establecer una seguridad alimentaria
global. Se integraron cultivos en todos los hogares, oficinas y construcciones. A
raíz de esto, se estableció una cuota de retribución humana al ecosistema, por
el derecho a construir en el entorno. Actualmente se debe retribuir al medio
ambiente en “cuotas verdes” que aporten oxígeno, nutrientes y alimentos al
sistema, para conservar la biodiversidad y mantener la seguridad alimentaria.
Hoy, las normativas se asocian a cumplir con las “cuotas verdes”, ya no
se aspira a alcanzar lo “mínimo para no contaminar”, porque el concepto de
contaminación ya no es aceptado socialmente por nadie. Desde que se
firmaron los grandes tratados de economía circular propuestos en primera
instancia por el Parlamento Europeo, las normativas apuntaron a ayudar a
instaurar un sistema circular en el mundo.
Se eliminó la pirámide de jerarquización y valorización de residuos que
existía en aquellos tiempos. Ahora, ha sido reemplazada por un círculo, del
cual se sacó la idea de eliminación, porque hoy en día todo es valorizable. Se
mantiene en su exterior la prevención, la reutilización, el reciclaje y la
valorización. Y en el centro descansa plácidamente el concepto de
bioinspiración. Porque ya nos dimos cuenta, que inspirarnos en la naturaleza
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ha sido lo más eficiente que hemos podido instaurar en todo orden de cosas. Al
fin y al cabo, ella ya ha solucionado todos los mecanismos que queramos
utilizar en nuestras vidas. Aislación térmica, absorción, vuelo, hidratación,
distribución, etc. Ya está todo hecho, no hay que inventar la rueda nuevamente.
La bioinspiración pasó a ser un concepto fundamental en la educación
en todos los ámbitos de la vida. Desde la pequeña infancia en los jardines
infantiles, instaurada en los contenidos y el equipamiento con formas naturales,
hasta las carreras universitarias de Diseño, Ingeniería, Arquitectura, etc., en las
que se propicia un pensamiento sistémico acorde a los ciclos naturales. Por lo
tanto, el ser humano durante toda su vida comprende la importancia de los
ciclos en todos los ámbitos de la existencia. Al suceder esto, la producción de
elementos y servicios contemplan un análisis de ciclo de vida y una analogía
con la naturaleza para ser llevados a cabo.
Se ha logrado instaurar el gran sueño que tuvieron los que escribieron
“Cradle to cradle”, porque hoy en día absolutamente todo es considerado como
nutriente que vuelve a ser integrado al ciclo. Mucho de lo que antes se
consideraba como propiedad privada ahora son servicios que solucionan
nuestras necesidades y que una vez usados, las compañías se hacen cargo de
retroalimentar al sistema.
Sé que todo esto suena utópico, suena raro… suena nuevamente un
zumbido, cada vez más cerca. Despierto. Pensé que eran abejas, pero es el
ruido de la calle. Me encantaría tener abejas, pero es algo inimaginable en un
balcón, además casi no llega el sol. Es invierno, llueve, hace frío, afuera y
adentro también.
Soñé que escribía un cuento sobre el futuro. ¡Ja!… Todo se veía mejor.
Es tarde. Ya es hora de trabajar. Me levanto, el suelo está heladísimo. Prendo
la estufa, puta… ¡se acabó el gas!
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DIEZ PASOS PARA ENCONTRAR LA FELICIDAD Rompetechos
Primer paso: Acércate a la fachada de tu casa. Fíjate en la pared. Llevas
cinco años pagando fielmente la hipoteca, y te quedan treinta por delante. Pese
a ese esfuerzo titánico parece que tiene humedades. Saca las llaves y abre la
puerta. Tener humedades pagando casi mil euros debiera estar prohibido.
Deja que un sentimiento de congoja te invada.
“¿Qué sentido tiene tu vida?”.
No hallas respuesta. La casa está desordenada. Desde que se fue
Leonor nada se parece a lo de antes. Dirígete a la cocina. Abre la bolsa y saca
la pizza. Pon el horno a calentar. Abre el frigorífico y extrae una cerveza.
“¿Qué estará haciendo Leonor?”.
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Deja que te invada la duda. Tras dos cervezas y una llamada a tu madre,
la pizza estará libre ¿lista? Sácala con los guantes que compraste en la
teletienda y acude con ella en el carro transporta comida (que adquiriste en la
cadena esa en la que tanto compras) al salón. Por el camino el robot aspirador
te tenderá una trampa. Cáete. No es para lo que estaba diseñado el robot, pero
la vida a veces va más allá de cómo estaba diseñada.
Tras recoger la pizza del suelo te tumbas en el sofá de cuero que os
regalaron tus primos por la boda, y con el mando en una mano, cambias de
canal mientras con la otra sostienes la porción que parece querer
desprenderse.
Mira el mando. Respira aliviado. Menos mal que has contratado la
televisión de pago, pues si no ahora tendrías que aguantar noticias
desagradables del mundo.
Segundo paso: Tras la siesta improvisada te das cuenta que el
sentimiento de congoja sigue estando presente. Afortunadamente lo cobras
bien, y la crisis no se ha llevado por delante tu empleo porque, si fuera así,
(deja que te invada una congoja mayor) a ver cómo pagabas la hipoteca de esa
casa llena de humedades.
Un pensamiento te conduce a otro y Leonor tampoco te ha llamado hoy.
Reflexiona: “si lleva treinta y cinco días fuera de casa y no llama, tal vez
sea porque no quiere volver”.
Necesitas algo para no pensar en ella. Levántate. Vete a la cocina y
coge del frigorífico el helado de chocolate. Te invade una duda. A la dietista le
dijiste que ibas a tomar helado solo los fines de semana, y estamos a martes.
Pregúntate: “¿quién es la dietista para tomar decisiones por mí?”.
Tienes razón. Cucharilla en mano devoras la caja de helado de
chocolate mientras en la tele sigues viendo series americanas de bajo
presupuesto.
Vuelve a repetirte: “Menos mal que la televisión es de pago”. Dítelo
fuerte. “MENOS MAL QUE LA TELEVISIÓN ES DE PAGO”. Hay que reforzar
los avances que existen en los países desarrollados.
Tras el helado, el sentimiento de congoja sigue ahí, como si fuera un
cachorrito acurrucado sobre el pecho de tu perra. Es la segunda vez que se te
viene a la cabeza la congoja. El asunto empieza a ser serio. Lo malo de
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trabajar solo por las mañanas es que luego tienes todas las tardes para pensar,
y cuando los pensamientos no acompañan, la vida resulta muy cuesta arriba,
como cuando tu pareja te dice que tenéis que hablar después de medio año sin
apenas intercambiar palabras. Decide algo, pero decídelo ya, de lo contrario te
volverás loco.
PASO TRES: Camino del centro comercial en el Todocamino el mundo
es maravilloso. Echas de menos a Leonor, llamando a alguna amiga y
contándole la última adquisición en artículos de cocina, o esa joya que de
camino a casa le compraste. No te preocupes. Seguro que un día de estos
encontrarás en la sección femenina, esa en la que siempre te detienes para
añorar la ausencia de tu ex, a alguna mujer dispuesta a ser agasajada con
lencería interior.
Pon la radio. A veces escuchar música te permite distraerte. Cambia de
emisora.
“¡CUIDADO!”
Di mierda: “Mierda”.
No. Dilo más fuerte. “MIERDA”.
Acabas de chocar con un coche cochambroso. El golpe no ha sido
grande pero ya has aboyado tu flamante Todocamino. Bájate cabreado. Échale
en cara al “gualtraposo” ese que no se puede frenar a lo loco, que hay que
señalar los movimientos, que de qué va. Mueve los brazos con muchos
aspavientos.
Di varias veces vaya tela: “Vaya tela”, “vaya tela”.
Fíjate. El “tirado” ni se inmuta. Arregláis los papeles y el del coche
cochambroso se va tan feliz.
Te lo estás preguntando. Hazlo en alto para que las palabras alcancen
una dimensión más terrenal: “¿Cómo se puede ser feliz con ese coche de
mierda?”.
PASO CUATRO: Gira la cabeza desaprobando la forma de conducir de
todo el que hay alrededor. Resopla unas cuantas veces. Toca el claxon
siempre que te lo pida el cuerpo. Blasfema y acuérdate de los ancestros de
algunos conductores. Con coches como el tuyo deberían dar preferencia en la
carretera, incluso por delante de ambulancias u otros vehículos de urgencias.
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Notas algo en el pecho. Es como si el sentimiento de congoja creciera,
como si tuvieras un flotador pequeñito alojado en los pulmones y alguien,
Leonor mismo, soplase para que te faltara el aire.
Da el intermitente a la derecha. Menos mal que ya has llegado. Aparcas
el coche en discapacitados. Siempre lo haces, porque como eres buen cliente
sabes que no te van a decir nada. Además, tú ahora no tienes pareja por lo que
de alguna manera te sientes algo discapacitado e incluso, si te obligaran a ir a
juicio, podrías ganarlo.
Sonríe. Menos mal que te tienes a ti mismo para alegrarte el día.
PASO CINCO: En la sección de caballero revisas toda la peletería.
Siempre es cara esa sección y no hay mejor cura para tu congoja que
demostrarte lo que vales. Pese a ello, das dos vueltas y no te convence nada.
Dudas si preguntar, pero todas las dependientas están ocupadas.
Da igual. No es lo que estás buscando. Continúa andando. Date prisa,
pues, aunque el sentimiento de congoja ha disminuido, sigue estando latente.
Coge el ascensor. En él, un par de señoras conducen sus carros de marca. Da
gusto cuando las marcas están presentes desde el nacimiento. Un sentimiento
de orgullo nace en tu pecho, consiguiendo que respires con más holgura.
Párate un momento. Esos pensamientos pueden ser clasistas. Sonríe. Eres
clasista. Lo sabes y además estás orgulloso.
PASO SEIS: Coge esa perchita. Pon a contraluz las bragas que acabas
de mirar. Esas bragas le podrían sentar bien a muchas personas, entre ellas a
la dependienta que no te quita ojo. ¿La recuerdas? Te ha vendido muchas
cosas.
Acércate y pregúntale algo banal: “¿Tenéis algo de Agent Provocateur?”.
Has dado en el clavo. Así por lo menos demuestras que tus gustos son
exquisitos, y que a tu lado iba a estar como una reina. Te mira raro. Levanta
una ceja y te dice que no conoce la marca. ¿No la conoce? Piensa que
rápidamente le regalabas un conjuntito y luego, después de gastarte un pastizal
se lo quitabas a bocados.
NO. No se lo digas. Era un pensamiento loco. Hay ciertos códigos que
un caballero debe tener presentes. Y más si quiere dejar constancia de tener
estilo y clase.
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Obviado el impulso te asalta un pensamiento. “Necesito sexo ya”.
Sugiérete “Tal vez llame a Leonor esta noche”.
Y esa sonrisa que tiene la dependienta.
Hazte preguntas en ráfaga como si fueran balas que salen de una
kalashnikov: “¿Le habré hecho gracia?”, “¿se estará riendo de mí?”, “¿me
estará intentando seducir al conocer mi solvencia económica?”.
Tal vez debieras explicarle que esa marca es la más cara del mundo
cuando a lencería se refiere, y que viéndola con los ojos con los que la ves, no
te importaría regalarle un conjuntito.
Vuele a aparecer el silbido en tu garganta. La situación te desconcierta
tanto que te planteas abordarlo de una forma seria. Invítala a cenar. Mejor no.
Tal vez hoy no sea el día. Dale las gracias. No divagues y huye. Además, en
esa sección poco se te ha perdido.
PASO SIETE: Es el momento de acertar de una vez por todas antes de
que te falte el resuello. En el departamento de informática siempre hay
juguetitos que te pueden apartar de tus problemas.
Observas todo. Lo ves con avidez. Sabes que si tuvieras un mejor
sueldo o una hipoteca más baja te podrías llevar varias cosas un mismo día.
Pero no se puede tener todo.
Te detienes en portátiles de última generación. Son caros, pero deben
de darte prestaciones que no tiene ni el Todocamino. Aunque por otra parte en
casa ya tienes cinco portátiles. Tal vez para una persona sola, aunque seas
publicista, son muchos portátiles.
Di que no: “NO”.
Tus pies se resisten a abandonar esa sección.
Gira el cuello. A la derecha tienes la de fotografía. Es un mundo que te
apasiona, pero no tienes ni idea de tirar una foto y, aunque como publicista ese
dato lo obvias en tu perfil, la realidad siempre es más cruda de lo que uno
quiere ver. Se te vienen a la cabeza las humedades. Es el claro ejemplo de
realidad cruda, mohosa y resbaladiza. Tan resbaladiza como el dinero que
destinado al pago de la hipoteca te quita religiosamente el banco.
No te pierdas. Vuelve al aquí y al ahora. Recuerda que las tres últimas
cámaras las has terminado regalando a algún familiar listillo. No es el
momento. Mejor vete a la sección de robótica.
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Piensa que es un acierto que una gran superficie tenga una sección así.
La pena es que no estén suficiente explicados los diferentes “cachivaches
inteligentes”.
Coge por banda al dependiente de turno y pregúntale cosas. Al final el
hombre terminará explicándote el funcionamiento de un robot limpiafondos de
piscina, el de un robot mayordomo que te recibe siempre con un “Hola señor.
¿Cómo está usted?” y el robot que cocina solo y que va cuatro planetas por
delante de la Termomix que desde que no está Leonor se ha quedado
desempleada.
De repente ves un perrito robot que solo cuesta mil euros. Dirías que es
una monada llevándote la mano derecha a la boca, pero siendo un hombre con
barba al que acaba de dejar su mujer no es tal vez el comportamiento más
esperado en una sociedad estereotipada.
No obstante, cuando has visto ese perrito robot, te has dado cuenta que
ahí está la felicidad y que tal vez, teniéndolo en tu poder, te libere de esa
presión en el pecho. La emoción es máxima. Empiezas a levitar por el
establecimiento. Te gustaría aletear como un niño pequeño, pero frente a eso,
le dices cinco veces seguidas al hombre de azul que te atiende que quieres ese
robot perrito.
El dependiente levantará las cejas. Piensa que tal vez has sido
desmedido. Dile que… no sé… invéntate algo que te haga parecer normal.
Justifícate: “Es que a mi hija pequeña le hacía mucha ilusión en las
pasadas Navidades y no encontramos nada”.
El hombre lo levanta y se dirige al mostrador. Acompáñalo. Notas como
vuelves a recuperar la alegría. Caminas con determinación. Abres la cartera y
de ella sacas distintas tarjetas. No sabes si pagar a débito o a crédito. La
emoción te impide que pienses con claridad. Dile que te diga un número del
uno al dos.
“¿Dos?”
Pagas con una Visa Oro.
PASO OCHO: Camino a casa con el coche abollado y el perrito robot en
el maletero del Todocamino todo es felicidad. Te sientes lleno, completo, libre
de presiones. No necesitas nada, ni a nadie. Ya no te acuerdas de Leonor.
Conduces como si fueras un adolescente problemático al que le acaban de
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dejar el coche. La vida debería ser ese sentimiento de ligereza todo el tiempo.
Y en el pecho, ni rastro del flotador que te oprimía.
Ya en la urbanización ve saludando a todos, aunque no los conozcas.
No se es tan liviano todos los días.
Dejas el coche perfectamente aparcado en el garaje. Te llenas de valor
para enfrentarte, con tu robot en la mano, a las humedades de la mañana.
Nada. No te duelen nada. Tanta congoja y al final, por menos de mil
euros, un cánido inteligente te ha solucionado el problema. Te tumbas en el
sofá de cuero satisfecho y pones la tele.
Deja que la caja descanse sobre ti. En ella estará segura tu brillante
solución. Sin agobios, sin problemas, ni la necesidad de llamar a un ñapas para
que te cobre por una chapuza. Todo es redondo.
Con la tele de pago sonando de fondo te quedas dormido, como cuando
eras niño y no parabas durante todo el día.
PASO NUEVE: Levántate aturdido. La televisión sigue puesta, aunque
no sabes realmente cómo has terminado ahí. Asústate. Notas un pequeño peso
opresor en el pecho. Relájate. Es el perrito robot que compraste ayer. Con
tanta emoción no lo probaste.
Abre la caja con cuidado. Enciéndelo. No leas las instrucciones. Seguir
las instrucciones es para analfabetos o funcionarios y tú eres un emprendedor.
Disfruta de él. Tras un rato manipulándole sientes necesidad de
compartir la compra con algún afecto. Saca del bolsillo del pantalón el móvil de
última generación con el que intentas dar envidia a todos los compañeros de
trabajo. Mira que te costó conseguirlo. Busca en la agenda de contactos la
persona idónea con la que compartirlo.
Pasas los de la familia. Con la mitad solo tienes relación en las bodas, y
la otra mitad siempre está ahí, pero te aburren. Llegas a Leonor. Omítela. Si la
llamas tampoco te va a responder. Pasas los del trabajo. Te odian en la misma
medida en la que tú los odias a ellos. Pasas los contactos de la universidad. A
los cincuenta te quedan lejos. Luego hay contactos sueltos. Te paras un
momento en un nombre.
“¿Agustín?”. “¿Quién carajo será Agustín?”.
Di con verdadera sorpresa: “¡Ah, el cochambroso de ayer!”.
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Vuélvete a preguntar por qué era feliz ese hombre con el coche ridículo
que llevaba. No obtienes respuesta.
Definitivamente no tienes a nadie con quien compartir la última compra.
Repítete que lo mismo da, que eres un tipo feliz con un perrito robot
gracias a un buen sueldo, acorde con tu buen chalet y tu mejor coche y que
poca gente puede decir eso.
Tras jugar un rato con él, miras hacia la humedad. Está ahí, no te
despierta congoja, aunque la sensación de plenitud de ayer por la tarde frente
al dependiente ha remitido. Reflexionas sobre el poder del dinero. Que dijera
un número del uno al dos, con tu tarjeta de débito en una mano y la de crédito
en otra, no está pagado. Tal vez suene un poco snob o pretencioso, pero tus
padres te enseñaron a ser consciente del poder que tienes.
Tras jugar un poco con el perrito robot déjalo estar, no vaya a ser que se
estropee el primer día.
PASO DIEZ: El perrito robot sigue ladrando al robot aspiradora. Las
guerras entre ellos son fratricidas y tú ya estas harto de tanto ladrido enlatado.
Es el segundo fin de semana que pasas con el chucho desde ese martes
y te está sobrando la última semana. Cógelo. Desconéctalo. De camino al
sótano reparas en las humedades. Detente frente a ellas. Vuelve a parecerte
una locura que una casa por la que pagas una hipoteca tan alta tenga
humedades.
Notas ese flotador de nuevo en tu pecho. La sensación de congoja
vuelve a aparecer con fuerza. Caminas rápido por el jardín hasta dar con la
puerta que te lleva al sótano. Enciendes una bombilla sin lámpara. El polvo del
lugar te hace estornudar. Al final ves la puerta. Te diriges a ella esquivando
cinco bicis compradas en los tres últimos años. El perrito robot sigue en tu
brazo derecho. Con el izquierdo abres el pomo de la puerta.
Un mar de objetos se avalancha sobre ti. Terminas medio sepultado por
los cachivaches que has ido guardando en el trastero desde que llevas en esa
casa.
Cinco años son muchos objetos.
Tras incorporarte intentas meterlos de uno en uno en esa habitación del
demonio. La mitad de ellos no sabes cuándo los compraste, y la otra mitad
desconoces para qué sirven. Cuando ya solo queda el perrito robot, apenas
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hay espacio. Lo metes con fuerza y cierras la puerta con pestillo. Ahora,
después de dedicarle esa media hora a ordenar basura hazte la pregunta del
millón.
“¿Para qué quieres tantos objetos inservibles?”.
Tal vez encontrando la respuesta adecuada puedas poner orden en
tanta desdicha.
Se hace un silencio más rotundo que tu soledad.
No hallas respuesta, pero alguien está soplando con fuerza en tus
pulmones.
Apresúrate. Coge el coche y acércate al centro comercial. Seguro que
allí puedes poner freno a esa sensación de ahogo.
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EL AUTOBÚS RECICLADO Javier Belmar
El cementerio de coches era un refugio. Allí, entre automóviles de todo
tipo abandonados a la intemperie, los chicos de la pandilla pasaban el tiempo
soñando con viajar muy lejos. Querían bañarse algún día en el mar, porque
únicamente lo habían contemplado en el cine o por la tele.
Noelia era la chica del grupo, la única que los otros habían admitido por
ser tan valiente cuando un día se acercó a ellos y les pidió pertenecer a la
pandilla.
—Pero tú eres chica.
—¿Y qué?
Como no supieron lo que contestar a eso, la dejaron que formara parte
de la pandilla. Era mandona y un poco repipi. Pero a Quique le gustaba mucho,
estaba loco por ella en secreto, aunque los alumnos del colegio la llamaran
delgaducha o estirada.
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Noelia tenía fama de ser la mejor estudiante, pero había otras chicas
más guapas y llamativas. Aunque a Noelia eso no le importaba mucho. Ella era
como era, y ya está.
Javi vestía siempre con prendas de marca y en clase lo marginaban
acusándolo de pijo. Casi todos los chicos y chicas de clase lo tachaban de
listillo y de pelota, como les ocurre a los que no pierden el tiempo en el colegio.
A veces iba de sabiondo, pero Noelia le bajaba los humos cuando se ponía
pesado.
Iván era el más pequeño del grupo. Vivía con su mamá y desde siempre
le habían gustado todo tipo de vehículos. Era un chico menudo, porque comía
poco. Tenía unos grandes ojos asombrados, porque todo le fascinaba y creía
en el mundo de los cuentos de hadas y de magos.
Le gustaba pertenecer a la pandilla, porque así todos en clase lo
consideraban más grande por codearse con aquellos chicos mayores. Aunque,
sobre todo, lo que a Iván le apasionaba era poder entrar con ellos al
cementerio de coches.
Ricardo era el chico del grupo con más edad, pues había repetido un
curso. Todos le tenían un poco de miedo por ser muy corpulento. Era callado y
poco sociable. Solo tenía de amigos a los chicos del grupo. Algunos alumnos
del colegio se reían a sus espaldas, llamándole raro.
Como a Ricardo no le gustaba estudiar, los profesores lo consideraban
rebelde. Los chicos de la pandilla eran todo cuanto tenía en este mundo.
Aunque hablaba poco, una vez contó que sus padres le habían abandonado al
nacer y pasó la infancia en un orfanato.
Quique nunca destacaba por nada. Era tímido, tenía complejo de feo y
se consideraba inferior a los demás. Los compañeros de clase lo ignoraban
como si fuera invisible, pero los chicos de la pandilla lo habían acogido sin
problemas, porque allí todos eran diferentes y en ello residía su valor.
También estaba Foxy, el pequeño perro sin raza definida que habían
adoptado como mascota cuando lo encontraron una tarde junto a la carretera,
con una pata de atrás herida, seguramente atropellado por un coche cuando
intentaba cruzar al otro lado.
Los chicos de la pandilla gastaron casi todos los ahorros en llevarlo al
veterinario para que lo curase. Pasaron días y noches atendiéndolo en un
55
cobertizo que había en el jardín del chalé que tenían los padres de Javi,
turnándose para que nunca se sintiera solo. Quien mejor lo atendió fue Iván,
porque veía en el perrito su propio ejemplo de chico al que su mamá le había
costado criar siendo niño, porque no le gustaba comer.
Foxy se curó por completo, aunque le quedaba una ligera cojera que le
impedía correr a su gusto. Le pusieron ese nombre por su pelaje, dorado como
el de los zorros.
Los chicos de la pandilla pasaban las horas libres jugando con aquellos
automóviles abollados y cubiertos de óxido, abandonados allí por averiados,
por viejos o por haber pasado de moda. Cruzaban al otro lado del muro que
rodeaba el cementerio de coches por una parte de la pared que se había
desmoronado. Para ellos era un territorio secreto, donde poder jugar sin que
nadie les molestara.
Siempre se reunían dentro de un anticuado autobús color azul celeste,
situado en la parte más apartada de la finca. Los asientos del viejo autobús
parecían butacones, aunque la intemperie los hubiera estropeado. Javi soñaba
con ponerlo en funcionamiento y fugarse juntos hacia el mar, pero siempre le
aguaba la fiesta Ricardo, devolviéndolo a la realidad. Porque no era tan
soñador como los demás.
—Ni siquiera tenemos la llave para ponerlo en marcha.
—Pues haré un truco juntando los cables del arranque —alardeaba
Javi—, he visto cómo lo hacen en las películas.
—Da igual —negaba Ricardo—, porque no tendrá batería ni
combustible.
Todo el rato en el cementerio de coches lo pasaban rebuscando entre
las guanteras y los maleteros de los vehículos apilados entre la maleza,
jugando a imaginar la vida de los antiguos propietarios, los lugares que habrían
visitado y qué sería de todos ellos, dónde los habría llevado el destino.
Iván jugaba entusiasmado a conducir los coches más llamativos, como
el viejo y enorme Cadillac plateado que había entre la maleza. Era tan listo que
ya sabía manejar los pedales y la palanca de las marchas como si fuera de
verdad. Porque le daba lo mismo que aquellos viejos cacharros abandonados
no funcionasen, o que ni siquiera tuvieran ruedas como el Cadillac. Porque
para su fabulosa imaginación todo era posible.
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Iván pensaba que los coches eran seres vivos que, aunque ya nadie los
quisiera por viejos, averiados o inservibles, todos ellos mantenían latiendo un
corazón sensible dentro de su grasiento motor.
Durante los días de lluvia los chicos permanecían dentro del autobús
azul, viendo resbalar el agua por el parabrisas y las ventanillas, evocando los
trayectos que habría hecho ese vehículo a lo largo de su vida.
Soñaban con arreglarlo y llegar hasta el mar, aunque hubiese sido más
fácil reunir el dinero necesario y alquilar uno de aquellos flamantes autocares
con televisor, aire acondicionado y wi-fi a bordo. Pero ellos deseaban aquel
modelo antiguo, al que habían tomado cariño.
Cuando se cansaban de jugar y llegaba la hora de la merienda, reunidos
en torno al autobús, abrían las mochilas del colegio y sacaban lo que se
hubieran traído desde casa, compartiéndolo todo con el perrito.
—A lo mejor hay baterías, gasolina y neumáticos en esa casita de junto
a la entrada —opinaba Javi, siempre con la misma idea en la cabeza.
—¿En la mansión del mago? —preguntaba Iván, que imaginaba el
cobertizo del cementerio de coches como un castillo encantado.
—Yo no llamaría mansión a esa casucha —murmuró Ricardo.
—Ese hombre no es un mago, Iván —descartaba Noelia—, solo es el
viejo guarda de la finca.
—¿Y tú cómo lo sabes —replicaba Iván—, es que has visto alguna vez
un mago?
—Yo creo que no es el guarda, sino el dueño —intervino Quique—, y
como nos vea rondando por su finca puede llamar a la policía. Lo mejor es no
acercarse por esa casucha.
—Dicen que tiene muy mal genio.
—Porque la gente se burla de su gordura.
—También he oído decir que vive solo desde hace muchos años, que no
tiene familia ni amigos.
—Claro, no hay quien lo soporte con ese mal genio.
—Menos mal que no le da por patrullar. Porque si nos descubre, no
quiero ni pensar lo que nos haría.
—Nos metería en su casucha para torturarnos.
—Y a Foxy se lo comería con patatas.
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—¡Guau, guau, guau! —ladró el perrito al escuchar eso.
—No creo que pueda, está muy viejo para eso.
— Bueno, mejor será no acercarse por allí.
—Bah, no hay peligro, sólo es un tipo achacoso.
—No tenemos que criticar a nadie por su edad —opinó ella—. Toda
persona tiene sus defectos y tenemos que aceptar a cada uno como es.
Aquella misma tarde, cuando los chicos terminaban de merendar
sentados en viejos neumáticos de camión, todos alrededor del autobús azul,
Foxy comenzó a ladrar mirando hacia la entrada de la finca.
—¡Guau, guau, guau!
Los chicos vieron una columna de humo negro subiendo hacia el cielo
entre los montones de vehículos acumulados.
—Aquello es la mansión del mago —dijo Iván.
—Que no es un mago, es el guarda.
—Parece un incendio.
—¿Qué hacemos?
—Quedarnos quietos.
—Pero si es fuego debemos acudir.
—¿Por qué motivo?
—El cementerio de coches también es como nuestra casa, no podemos
consentir que arda.
—Pues venga, vamos.
Corrieron hacia el humo, con Foxy ladrando, retrasado a causa de la
cojera. Cuando llegaron al cobertizo vieron que la columna de humo salía por
una ventana. Ricardo abrió la puerta de una patada y descubrieron el
problema. Un hornillo había prendido el mantel que cubría la mesa de madera.
Tendido en el suelo había un hombre con los ojos cerrados. Noelia
localizó un grifo, llenó un cubo de agua y la echó sobre las llamas, que
resoplaron al apagarse.
Mientras tanto, Ricardo, Quique y Javi sacaron al hombre, con esfuerzo
porque pesaba mucho. Tenía el cabello despeinado y color ceniza, la barba
canosa y de varios días, vestido con andrajos.
—Mira que si está muerto —tembló Noelia.
—Creo que más bien parece borracho.
58
Entonces el hombre comenzó a toser, expulsando el humo de los
pulmones.
Abrió los ojos y parpadeó, como si no creyera en lo que veía.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —gruñó enfurecido—, esto es una
propiedad privada.
—Oiga, que acabamos de salvarle la vida —replicó Noelia.
—El hornillo ha pegado fuego al mantel de la mesa y casi se le quema la
casa.
—Pero no se preocupe, ya lo hemos apagado.
—¿Es usted un mago? —inquirió Iván, acercándose con cautela.
—Debería tener más cuidado —amonestó Noelia, tan mandona como
siempre—, ha estado a punto de incendiar todo esto.
—Bueno, vámonos ya —propuso Ricardo.
—Aguardad —les detuvo el hombre, que todavía estaba un poco
desorientado por lo sucedido—, prepararé café o lo que tenga por aquí.
Se incorporó con esfuerzo, sudoroso y congestionado por la falta de
respiración. Cuando los chicos entraron al cobertizo, el anciano caminó hacia la
cochambrosa cocina, donde se acumulaban los cacharros llenos de suciedad.
Comenzó a revolver los botes y las cajas amontonados alrededor del
fregadero, mientras buscaba el frasco del café, perdido entre todo aquel caos
cubierto de mugre y atufado de humo.
—No se moleste, si ya nos íbamos.
—¿Vive usted aquí? —preguntó Iván, un poco desilusionado al
comprobar que aquel anciano, en efecto, no parecía tener nada de mago, y el
cobertizo que habitaba no era precisamente una mansión embrujada.
—Ya sé que no es un hotel de cinco estrellas —gruñó el viejo.
Era una casucha sombría, con una sola ventana, por donde había salido
el humo del incendio a través de los cristales rotos.
—Me temo que no tengo nada que ofreceros —dijo el hombre, dejando
de buscar.
—No se preocupe, si ya hemos merendado.
—¿Es usted el propietario de todo esto? —inquirió Noelia.
—Sí, pero vosotros preguntáis mucho y contestáis poco. ¿Qué hacéis
dentro de mi finca?
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—Nada malo, sólo pasamos el rato.
—¿Cómo habéis entrado?
—Por allá, donde hay una parte de la tapia desmoronada.
—Nunca os he visto antes.
—Nos reunimos dentro del autocar azul.
—Ese autobús fue mío, lo conducía yo.
—¿En serio?
—Sí, pero eso pasó hace tiempo, cuando aún era chófer —añadió con
nostalgia.
—¿Por qué lo dejó?
—Estoy jubilado y enfermo del corazón. Además, hace mucho tiempo
que no quepo en el asiento del conductor. La panza —se tocó la voluminosa
barriga con las manos—, la tengo tan grande que me roza contra el volante. Ya
no puedo conducir.
—¿Y por qué no adelgaza? —preguntó Noelia.
—Eso es fácil decirlo, niña.
—Oiga, no me llame niña que ya soy mayor aunque me vea tan delgada.
—Bueno, ¿y por qué os gusta mi autobús?
—Porque Javi dice que podríamos ponerlo en marcha —dijo Noelia.
—Ni lo sueñes —negó el hombre—, para eso necesitaría un buen
reajuste. Lleva demasiados años inactivo y es muy viejo. Como yo.
—¿Funcionará todavía?
—Supongo que sí, porque tenía un buen motor y sólo haría falta
limpiarlo y ponerlo a punto. Con ese autocar he recorrido toda España. Por eso,
cuando me jubilé adquirí este negocio de reciclaje automovilístico —pronunció
con ironía—, porque nadie quiere llamarlo cementerio de coches. Aunque sea
la verdad. Ya lo veis, muchachos —añadió el anciano—, a los coches antiguos
y a las personas viejas nos arrumban cuando ya no servimos para nada.
—Podría usted intentar arreglarlo —le animó Noelia—, nosotros le
ayudaríamos. Nuestro compañero Ricardo es muy manitas, ¿verdad?
Ricardo asintió en silencio, no muy convencido de todo aquello. Pero el
anciano conductor miró a Noelia frunciendo el entrecejo:
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—¿Arreglarlo para qué?, yo no puedo ir a ninguna parte, apenas consigo
caminar unos cuantos metros, ya os he dicho que padezco del corazón. Y este
autobús lleva demasiado tiempo abandonado. Somos dos trastos viejos.
—Pues nosotros pensábamos arreglarlo y marcharnos de aquí.
—¡Queríais robármelo! —exclamó el anciano fingiendo enfado, aunque
divertido en el papel de viejo gruñón que le había otorgado la gente a causa de
su carácter malhumorado por culpa del abandono y la soledad.
—Robarlo no —puntualizó Noelia—, sólo tomarlo prestado.
—Para viajar a la costa y bañarnos en el mar —dijo Quique.
—Nunca hemos salido de la ciudad —añadió Javi.
El anciano lanzó un suspiro, se levantó pesadamente de la silla, rebuscó
en una de las alacenas y cogió unas llaves que había colgadas en un clavo.
—Anda, venid, vamos a echarle un vistazo.
Por el camino hasta el autobús, atravesando la finca plagada de maleza,
hierbajos, piezas metálicas y ruedas podridas, aprovecharon para presentarse:
—Yo me llamo Braulio y tengo más de setenta —indicó el viejo chófer
cuando le tocó el turno—, estoy ya más averiado que toda esta chatarra.
—Pues yo le veo a usted muy bien —elogió Noelia.
—Si no le diese tanto a la botella —murmuró Javi.
—Está hecho un toro —secundó Quique, mirando de reojo su
voluminoso vientre y su vestimenta convertida en harapos.
—Menos cachondeo, chavales; que uno está enfermo, pero no ha
perdido la cabeza. Ya sé que con mi aspecto no me voy a fugar con una
bailarina.
Cuando llegaron frente al autobús, Braulio se acercó a él con reverencia
y los ojos brillando de lágrimas.
—Qué pena dejarlo a la intemperie, pero es que no tengo lugar cubierto
para guardarlo —acariciaba la carrocería como si fuera un ser vivo—. Subid,
vamos a ver si arranca.
Braulio intentó acomodarse dentro del puesto de conductor, pero como
no podía, bajó triste y lanzando resoplidos de fatiga.
—De todas formas, no creo que funcione —replicó abatido—, la batería
debe llevar mucho tiempo inservible y el aceite se habrá evaporado.
—Podemos cambiar la batería y reponer el aceite —intervino Javi.
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—Eso es lo de menos, chaval. Para empezar, habría que cambiarle los
neumáticos y hacer muchos ajustes mecánicos en el motor.
—Vale, ¿pues cuándo empezamos?
—La mecánica es un oficio complicado, no un juego de niños.
—No somos niños —puntualizó Noelia.
—El que algo quiere algo le cuesta —repuso Javi—, siempre tan
voluntarioso y decidido.
—De todas formas, yo no quepo en el asiento, ya lo habéis visto.
—Tengo una idea —intervino ella de nuevo—, usted nos dice todo lo que
debemos hacer para poner el autobús a punto, y mientras tanto se toma en
serio lo de adelgazar. Así cuando consigamos arreglarlo, usted también estará
listo para conducirlo y llevarnos a la costa. ¿Qué le parece? —sonrió Noelia.
—Pues que tenéis muchos pájaros en la cabeza, eso me parece.
***
Un mes después, los chicos habían ayudado a Braulio a mejorar su
aspecto y limpiar el cobertizo hasta dejarlo presentable. Mientras tanto, el
anciano conductor había recuperado parte de su salud, porque lo que más le
perjudicaba para su enfermo corazón era sentirse un trasto viejo arrinconado,
como aquellos pobres automóviles que lo habían dado todo y luego los
olvidaban amontonados en el cementerio de coches.
Mientras todos los de la pandilla trabajaban reparando el autobús azul,
Braulio paseaba por los alrededores del recinto haciendo ejercicio junto a Foxy.
El perrito le servía como ejemplo de voluntad y empeño.
Lo que necesitaba el anciano era una motivación para recuperar su
autoestima, sentir que todavía importaba. Y aquellos chicos, cada uno con su
propio defecto, le habían devuelto las ganas de ser útil. Ya no estaba solo, la
pandilla era su familia. Y ahora tenía una buena razón para seguir sano y en
activo. Porque había hecho propio el sueño juvenil de viajar a la costa.
—Os bañareis en el mar —prometió un día que los chicos le
acompañaron al ambulatorio para que lo auscultara el especialista en corazón.
La gente murmuraba señalándolo, asombrados de que aquel hombre tan
hosco y malhumorado saliera de su finca por primera vez en muchos años.
Los chicos dejaron el autobús como nuevo. Con ayuda de Ricardo, el
más fuerte y mañoso de todos ellos, Braulio calzó el vehículo con ruedas
62
nuevas, compradas a precio de saldo en un taller cuyo dueño liquidaba por
cierre. Luego cambiaron la batería por otra sin estrenar. Todo aquello era caro,
pero al anciano conductor no le importaba gastarse lo que hiciera falta para
poder hacer felices a sus nuevos y jóvenes amigos.
—Para qué quiero el dinero de la pensión si no es para darle alguna
utilidad. Total, ya no puedo gastármelo en vino ni tabaco —gruñía—, el médico
al que me habéis llevado me lo ha prohibido todo menos el agua.
—No se queje, necesitamos un chófer en buena forma.
Una mañana de domingo los chicos de la pandilla se acercaron muy
temprano al cementerio de coches, provistos con la comida para toda la
jornada, pues por fin había llegado el momento de partir hacia la costa.
—Conozco un lugar de maravilla —dijo Braulio, que por cierto ya cabía
en su flamante puesto de conducción—, una playa casi secreta.
Los chicos ocuparon los asientos bien limpios y remendados, todos junto
a las ventanillas. Iván quiso sentarse lo más delante para no perderse detalle,
porque todo aquel panel de mandos, la palanca de cambios, el volante forrado
de cuero, le parecía un autobús encantado.
Braulio revisó el funcionamiento de los mandos y niveles antes de
arrancar.
—¿Preparados? —anunció cuando todo estuvo listo.
Giró la llave de arranque ante la mirada entusiasta de Iván. El motor
emitió un poderoso bramido y comenzó a repicar, alegre ante su inesperada
resurrección. La pandilla lanzó un hurra colectivo, Braulio condujo despacio
hacia la salida de la finca y enfilaron en dirección a la carretera nacional.
—Suena de maravilla —corroboró el chófer.
Iván sonreía divertido sin perder un solo detalle de la conducción,
pensando que quizá, después de todo, aquel hombre sí era un mago.
Los chicos iban disfrutando del paisaje, con Foxy ladrando como loco de
contento.
—¡Guau, guau, guau!
Javi sonreía orgulloso, porque la idea de restaurar el autobús había sido
suya y ahora gozaba recordándolo. Pero Ricardo era el más henchido de
satisfacción, al comprobar que su fuerza y su maña le habían servido de mucho
a Braulio para reparar el vehículo.
63
Noelia fue nombrada por todos la responsable del avituallamiento.
Llegada la hora del almuerzo, repartió los bocadillos y los refrescos que se
había traído desde casa, todo muy bien envuelto y presentado.
A Quique le gustaba mucho aquella chica. Tanto, que hasta le dolía el
pecho y se le cortaba la respiración cuando la miraba. Pero no encontraba
nunca el valor para declarárselo.
Braulio, sin quitar ojo a la carretera, iba contándole a Iván historias y
anécdotas de los lugares por donde pasaban, como si fuera un guía turístico.
Tras una hora y media de trayecto, el maduro chófer giró a la derecha y
enfiló por una carretera comarcal, en cuyas cunetas crecían pinos centenarios.
Ya podían percibir la brisa del mar penetrando por las ventanillas abiertas.
—No falta mucho —sonreía Braulio, mirando a Iván de reojo.
De pronto, tras un repecho de la carretera, lo vieron. ¡El mar! Allí estaba,
como una inmensa lámina de intenso color azul extendida por detrás de los
pinos que brotaban entre las dunas de arena, bajo un acantilado.
—¡Cómo brilla!
—¡Y qué grande!
—¡Guau, guau, guau!
Braulio aparcó el autobús a la sombra y apagó el motor.
—Bajad por ahí —señaló—, es un camino que desemboca en la playa.
Los chicos de la pandilla corrieron apresurados por aquel estrecho
sendero entre rocas y piteras, mientras iban quitándose la ropa. Debajo ya
traían puesto el bañador. Conforme fueron llegando al borde, se arrojaron
contra la claridad deslumbrante del agua, poblando el aire de gritos divertidos.
—¡Está salada! —exclamó Iván.
—Pues claro —dijo Javi, que ni siquiera en momentos como aquel
perdía la ocasión para demostrar lo mucho que sabía—, eso es por su
abundancia en sales minerales que lleva disueltas debido a…
—Cállate ya, pesado —le ordenó Quique, salpicándolo de agua.
Entonces Javi, Quique y Ricardo se dieron cuenta. Noelia traía puesto
un biquini amarillo que perfilaba su cuerpo delgado pero atractivo. La miraban
boquiabiertos, mientras Iván, el más pequeño, ajeno a la turbación de sus
compañeros, reía y saltaba junto a Foxy, que ladraba muy excitado.
—¡Guau, guau!
64
Le tenía miedo al agua y no quería ni siquiera mojarse las patas. Braulio,
sentado a la sombra de un pino, les miraba entretenido.
Pasaron un día genial. Devoraron todo lo que traía Noelia desde casa y
después durmieron la siesta, con Foxy tumbado entre los claroscuros del
ramaje, agradecido a pesar de su cojera por haber encontrado a unos amos tan
simpáticos y nobles, que le trataban así de bien.
Cuando el sol ya declinaba, tiñendo de rojo la superficie marina, Braulio
subió al autobús y lo puso en marcha para ir calentando el motor, mientras los
demás recogían los restos de la comida para preservar limpia la naturaleza.
En el viaje de regreso Quique no dejaba de pensar en Noelia, cuya
imagen en bañador le había impresionado mucho.
Iván iba sentado en el asiento delantero, junto al conductor. Noelia en la
parte de atrás, mirando melancólica por la ventanilla, mientras Quique, Ricardo
y Javi jugaban a las cartas con una baraja encontrada en la guantera del
autobús, pero pronto se aburrieron y fueron quedándose dormidos.
Anochecía. Todos los de la pandilla dormían desde hacía un rato, felices
y cansados de tanto nadar y corretear por la playa. Braulio conducía
recordando sus años de cuando era joven, porque aquellos chicos le habían
hecho sentirse útil y válido de nuevo.
De pronto experimentó un súbito agobio en el pecho y comenzó a sudar,
congestionado. Lo había pasado tan bien contemplando cómo se divertía la
pandilla, que había olvidado tomar la medicación recetada para su viejo
corazón.
Trató de alertar a los pasajeros haciendo un esfuerzo, pero le faltaron las
fuerzas y cayó derribado encima del volante, mientras el autobús continuaba su
marcha rodando sin guía por la carretera.
Entonces Foxy, alertado por su intuición animal, abrió un ojo, se dio
cuenta enseguida de lo que pasaba y comenzó a ladrar en dirección a los
chicos.
—¡Guau, guau, guau, guau!
Pero estaban todos tan fatigados que ninguno se despertaba.
Olvidando su pata herida, el perrito dio un salto y se subió a las piernas
de Iván. El chico se despertó, miró hacia la carretera y luego hacia Braulio, que
ya caía sin sentido sobre la palanca de cambios.
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No se lo pensó dos veces. Con esfuerzo, Iván apartó al anciano y ocupó
el asiento del conductor. Las piernas apenas le llegaban a los pedales y el
volante le parecía gigantesco. Pero tanto tiempo practicando la conducción
dentro del viejo Cadillac averiado y sin ruedas le hizo tomar el control del
vehículo, justo cuando ya se desviaba de la carretera.
Cuando el resto de la pandilla despertó, vieron asombrados que Iván era
quien conducía el autobús, mientras Braulio reposaba en el asiento del copiloto
con la pechera de la camisa desabrochada, reponiéndose de su repentino
desfallecimiento.
Aquel viaje les había ensañado que cada uno tiene su valor, sea joven o
sea viejo. Que siempre debemos compartirlo todo y permanecer unidos.
Al cabo de un rato, Quique se acercó al conductor para tenderle su
cantimplora con agua y que se tomase la medicación.
—Gracias chico —resopló—, menudo susto.
—De nada —dijo Quique, volviéndose hacia su asiento.
—Si quieres mi consejo —le detuvo Braulio—, creo que deberías
decírselo.
—¿Cómo dice? —preguntó Quique.
—No disimules conmigo, chaval —dijo el conductor guiñándole un ojo,
he visto cómo la miras. Noelia te gusta, ¿verdad?
Quique tragó saliva y asintió.
—Esa chica vale mucho —reconoció Braulio—, y es muy guapa. No
deberías dejarla escapar. ¿Por qué no le dices lo que sientes por ella?
—No es fácil.
—Claro que no, la mecánica del amor es tan compleja como la de un
motor de autobús, pero todo puede arreglarse cuando amas lo suficiente.
—No me atrevo —admitió Quique—, soy muy tímido.
—Escucha: vosotros me habéis hecho comprender que nadie debería
sentirse inferior. Todos tenemos alguna deficiencia, como la cojera de Foxy,
pero mira —Braulio señaló hacia Iván, conduciendo muy atento el autobús—, el
chico más jovencito y menudo de la pandilla nos ha salvado la vida. No hay
nadie inferior en este mundo, tan sólo somos diferentes y cada uno tiene su
valor. Venga —Braulio volvió a guiñarle un ojo—, ve y habla con ella.
—¿Y si me rechaza?
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—Tendrás que correr ese riesgo.
Entonces Quique atravesó todo el pasillo del autobús hasta la parte de
atrás, donde se había sentado Noelia. Tomó asiento junto a ella y le preguntó:
—¿Quieres salir conmigo?
Ella esbozó una espléndida sonrisa y asintió:
—Pues claro, pensé que no ibas a pedírmelo nunca.
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EL BAÚL DE BRUNO Mettodo
Parte 1: tristeza
Era un día triste, o Bruno así lo sentía. En realidad, todos los detalles
auguraban lo contrario: era 23 de junio, el primer día de las vacaciones de
verano, hacía un tiempo espléndido y en el ambiente se respiraban ganas de
festejar una fecha tan señalada: la noche de San Juan.
Por momentos, Bruno se contagiaba de ese entorno, pero al rato pasaba
por su habitación, veía el baúl del olvido lleno hasta arriba de sus antiguos
juguetes y al lado, el baúl mágico con la tapa abierta y prácticamente vacío, y
algo se le encogía en el pecho y se le quedaba ahí instalado.
Analizaba los recuerdos que el baúl mágico le traía y eran todo buenos
momentos: batallas interminables, momentos graciosos como cuando intentó
comprobar si era cierto aquello de que una serpiente es capaz de tragarse un
elefante y acabó utilizando la torre de su castillo de Lego como abrebocas
reptil; las inverosímiles estructuras que había creado, como aquella torre que
68
llegó hasta el techo y desde la que lanzó uno a uno todos los muñecos del
bando perdedor de la batalla, ...
Seguido de repasar estas imágenes volvía al momento actual y entendía
que eso era el pasado y que nunca volvería. La sensación en el pecho tomaba
fuerza.
Bruno seguía sin entender la decisión de madre y padre de no comprar
juguetes nuevos. Se enfurecía y la ira le envolvía de la cabeza a los pies al
pensar en ello.
A ratos se castigaba por algunas barbaridades que había hecho con los
juguetes, por no haberle hecho caso a madre o por no haber visto que el baúl
mágico se estaba vaciando de juguetes en perfecto estado y que el baúl del
olvido pesaba cada vez más, lleno de “escombros”. Pero a la vez, otra parte de
él sentía que poco podía haber hecho. Sí, podría haber tratado con más
cuidado algunos juguetes… pero para él jugar era eso, justo lo que había
hecho con sus juguetes. Además, era obvio que muchos juguetes estaban
diseñados para romperse tarde o temprano, ¡si hasta madre lo decía!
Pasó un par de días así, desganado y con el runrún en la cabeza. La
noche de San Juan, nada memorable.
El día de playa con los primos alivió esa sensación. E incluso el día
después a la playa fue distinto: batalló con un escuadrón de tullidos y con ello
creó aún más bajas y piezas que resultaba imposible discernir a quién
correspondían: directas al baúl del olvido. Jugó a lo mismo otro día más, pero
al tercero le resultó difícil siquiera encontrar muñecos que fuesen reconocibles.
Cayó en la cuenta de que ese juego no tenía futuro.
El fin de semana, padre y madre organizaron un plan con el padre y la
madre de Ramón. Por la mañana fueron a la sierra e hicieron una parrillada en
el bosque para comer. Cuando los adultos se tumbaron a la siesta, unas gotas
como bombillas empezaron a caer. Llegaron a los coches empapados y
decidieron ir a casa de Ramón, que estaba cerca. La tarde fue pura playa para
Bruno: saboreó de nuevo la sensación de jugar. Padre y madre tuvieron que
tirar literalmente de él cuando llegó la hora de volver a casa. Bruno contraatacó
dando la tabarra todo el camino de vuelta: ¡eso es injusto! ¿Por qué Ramón se
compra juguetes nuevos y yo no?
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Parte 2: caos
Las siguientes semanas Bruno vivió una etapa un tanto caótica en la que
buscó distintas estrategias para conseguir tener juguetes nuevos. Madre fue la
que más sufrió las consecuencias: cuatro días seguidos escuchando
“¡¡¡madre!!! ¿Me compras el Ranchengi XIV? ¡Porfi porfi porfi!”; seguidos de
otros cuatro donde Bruno se convirtió en un mudito contrariado; para acabar
con otros cuatro donde Bruno se convirtió en el niño más atento y complaciente
de la ciudad. Ninguna estrategia funcionó.
Tuvo mayor fortuna al visitar a Abu, ya que mostró su cara más arrugada
y consiguió unas monedas que intercambió por dos relucientes coches de
carreras, duraron vivos semana y media.
Los sentimientos de Bruno eran una montaña rusa. Su estado natural
era sentir que algo le faltaba y se aliviaba puntualmente cuando alguna de sus
estrategias funcionaba, pero como ninguna se sostenía en el tiempo la rabia, la
tristeza y el estrés le atacaban continuamente.
Pasaba tiempo viendo la tele para distraerse, pero en cuanto la apagaba
sentía como su necesidad de tener juguetes había aumentado y con ello su
malestar.
Siguió probando estrategias. Intentó hacer trabajillos para ganar
monedas con las que comprar más juguetes. Limpió el coche de padre a fondo,
le hizo los recados a la vecina Agustina e incluso pasó varias tardes cuidando
de sus primos pequeños Martín y Lucho, lo cual aborrecía totalmente. Pero las
monedas que obtuvo no eran suficientes para conseguir Ranchengi XIV y se
tuvo que contentar con los dragones Maltoro, que duraron... lo que duraron.
“¡Seguro que Ramón tiene a Ranchengi XIV! ¿Por qué yo no?”, se martirizaba
Bruno.
Parte 3: oportunidad
Cierto día las tornas empezaron a cambiar. Después de rebuscar todos
los armarios de su casa sin éxito, el bingo saltó cuando convenció a padre para
ir al trastero y encontraron un par de cajas con antiguos juguetes de padre.
¡Eran preciosos y además irrompibles!
70
Las partidas eran interminables, Bruno estuvo en una nube durante dos
semanas, pero llegado cierto punto, las dos cajas no eran suficiente. La
sensación de que algo le faltaba le inundó de nuevo.
La solución fue ir a la tienda a buscar un complemento para los antiguos
juguetes de padre. ¡Imposible! Bruno volvió de vacío, no había nada compatible
con aquellos juguetes de hacía décadas. Pero es que Bruno descubrió que
para más inri, ni siquiera hubiese sido posible encontrar complementos para los
últimos caballeros Rangún que le trajeron los Reyes Magos en Navidad. ¡Vaya
tela!
Sin embargo, la visita a la juguetería le abrió las puertas a Bruno, sin que
él en ese momento fuera consciente, a un nuevo mundo: ¡la economía circular!
Estando en la tienda observó a otro chico, poco más joven que él, que
estaba jugando dentro de la juguetería con los juegos de muestra. No habló
con él aquel día, pero una semana después madre le contó que había estado
media hora en la juguetería para elegir un juguete para el primo Martín (¡qué
morro!, pensó Bruno) y que había visto a un chico todo ese rato pasándoselo
pipa con los juguetes de muestra de la tienda. “¡Tengo que conocerle!”, pensó
Bruno.
Dicho y hecho. Al día siguiente, en cuanto tuvo un rato libre le dijo a
padre que se iba a la plaza a jugar y se fue a la juguetería con una sonrisa de
oreja a oreja. Al llegar, el chico no estaba allí y como a Bruno le daba
vergüenza entrar él solo a jugar, se sentó en el escalón de la tienda de al lado,
atento y paciente.
Pasó un buen rato y nada; la atención de Bruno decaía a cada minuto.
Tras 20 minutos, Bruno entró en la tienda a mirar juguetes y 20 minutos más
tarde, sin darse cuenta de ello, estaba formando un ejército de juguetes de
muestra y preparándolos para la batalla. Cuando todo estaba listo y Bruno
daba tres pasos hacia atrás para levantar la bandera que daba el pistoletazo de
salida a la batalla, pisó encima de algo, tropezó y cayó encima de una
estructura de Lego, destrozándola. Ese algo era el pie del chico, que había
llegado a la juguetería sin que Bruno se enterase, y la estructura era lo que le
había llevado un buen rato montar. Enfadado, el chico barrió todos los juguetes
que Bruno había alineado para la guerra. Y ambos se enzarzaron en una pelea.
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La solución al conflicto no tardó en llegar: la tendera les separó, les
mandó recoger los juguetes y les invitó a abandonar la tienda.
Como ocurre a menudo en edades tempranas, la amistad entre Bruno y
Lucas comenzó con un enfado y pelea. Lucas venía de una familia humilde de
un barrio a las afueras. Los juguetes eran su pasión y su vía de escape:
cuando el ambiente se caldeaba en casa, Lucas aprovechaba para escaparse,
caminar durante una hora hasta la juguetería y fluir jugando hasta que la tienda
cerraba. No tenía juguetes en casa, pero tampoco los echaba en falta.
Trabajaba mucho su imaginación, así que para él estar en la plaza del barrio y
jugar —solo o con cualquier amigo del barrio— al juego que se inventaran, era
estar en el paraíso.
Quedaron en verse en la juguetería el siguiente lunes después de salir
de clase. Lo pasaron como lo que eran: ¡enanos! Pidieron perdón a la tendera
por lo ocurrido el último día y jugaron en una esquina alejada de la entrada,
tratando de no montar mucho alboroto.
Poco a poco las quedadas se convirtieron en hábito y aumentaron en
frecuencia. No había semana en la que Bruno y Lucas no pasaran al menos las
tardes del lunes y el miércoles en la juguetería.
Parte 4: oportunidad circular
—¿Qué te pasa últimamente? ¡se te ve contento y has dejado de dar la
tabarra con el Renchenjún aquel! —preguntó cierto día madre a Bruno.
Bruno les contó entusiasmado mil y una historias que habían ocurrido
jugando con Lucas las últimas semanas.
—¿Así que la tendera os deja jugar con los juguetes de muestra todo lo
que queráis? ¿Y le habéis pedido permiso? —preguntó padre con interés.
—No, realmente no le hemos pedido permiso; pero yo creo que le gusta
que estemos allí. Nos suele preguntar qué tal nos parecen los juguetes y a
veces explicamos a otros niños cómo utilizarlos —contó Bruno—. Padre, ¿por
qué no abres tú una tienda de juguetes donde los niños podamos ir a jugar? —
Bruno sabía que padre se dedicaba a “abrir tiendas y negocios” así que la
propuesta tenía sentido en su mente.
—Me lo pienso... —dijo padre con una sonrisa comprensiva en la cara-.
—¡Sí! Un sitio enorme donde Lucas, todos mis amigos y yo podamos ir y
jugar con todos los juguetes que queramos —Bruno empezó a darle rienda
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suelta a su imaginación—. La juguetería es muy pequeña, además solo
podemos utilizar algunos pocos juguetes y tenemos que tratarlos con
muchísimo cuidado, no podemos romper ninguno. Tú podrías cambiar eso, ¿a
que sí padre?
—Le doy una vuelta y lo hablamos, ¿vale? —intentó cerrar padre,
sabedor de que la imaginación de Bruno podía llegar a ser demasiado.
—¡Hecho! —respondió feliz Bruno.
Parte 4: realidad circular
Cuatro meses más tarde la realidad había superado, con mucho, los
sueños de Bruno. Play era un espacio amplio con varias salas, conectado a un
patio dentro de la manzana aún más amplio. Uno entraba a Play, escogía de
entre la inmensa gama de juguetes disponibles, elegía rincón y… ¡a jugar!
Había salas silenciosas para juegos de estrategia y concentración. Se
organizaban partidas conjuntas. También era posible alquilar juegos y
llevárselos por un tiempo a casa.
Padre estaba orgulloso de lo que estaban haciendo y Bruno… Bruno no
salía de allí.
Pero todo no fue tan bonito en un principio. Al poco tiempo de arrancar el
proyecto, se dieron cuenta de que Lucas, si bien se lo pasaba en grande en
Play, no acudía muy a menudo; de hecho había semanas en las que ni
aparecía. Cierto día Lucas confesó que con la paga que recibía no podía pagar
la simbólica cuota de entrada con tanta frecuencia como le gustaría. Realmente
fue fácil entender que lo que Lucas aportaba a Play cada vez que jugaba allí
tenía un valor incomparable con el precio de la entrada; la solución, se creó un
rol de gurú mediante el cual jugadores “expertos” podían enseñar y acompañar
a noveles y obtener a cambio entradas para Play.
Otro inconveniente fue resuelto llegando a un acuerdo de servitización
con los productores de juguetes. Llegado cierto punto en la andadura de Play,
algunos niños pedían disponer de los últimos juegos disponibles en el mercado,
algo inimaginable ya que supondría compras casi semanales, acumulación de
juguetes y tener que deshacerse de los antiguos. Tras unos cuantos meses de
reuniones con productores de juguetes, se consiguió alcanzar un acuerdo para
73
que “Jolasbeti”, un productor local, les suministrase sus últimos modelos y se
hiciese cargo de los antiguos.
Las ventajas de tal acuerdo eran incontables para ambas partes: la
presión por sacar nuevos juguetes al mercado disminuyó y en cambio las
ganas de crear juguetes que satisficieran lo que los niños deseaban aumentó.
La relación se estrechó tanto que no era raro ver a diseñadores de juguetes
jugando en Play y a niños ayudando con los diseños de nuevos juguetes. Para
los niños poder influir en sus juguetes del futuro era impagable, ¡ya no se
rompían al de tres batallas! Los productores aprendieron pronto lo interesante
que era diseñar juguetes modulares, que partiendo de una estructura base
pudieran ser modificados y evolucionados.
Los ahorros en materia prima eran considerables: la estructura base no
hacía falta producirla tan frecuentemente y los añadidos se diseñaban de tal
manera que una vez obsoletos pudiesen ser bien reutilizados o reciclados para
producir los nuevos modelos. Pronto “Jolasbeti” expandió la servitización en
más lugares y varios productores de juguetes comenzaron a experimentar con
este modelo.
La existencia de Play no trajo buenas noticias para todos; la juguetería
donde se generó la semilla del proyecto se vio muy perjudicada: los niños ya no
pedían juguetes a sus padres, querían ir a Play a jugar. Pura canibalización. La
solución que encontraron fue de nuevo aprovechar el conocimiento, en este
caso de las tenderas de la juguetería para recolocarlas en roles dentro de Play.
Además, la juguetería se reconvirtió en un PlaySpace, el primero de varias
“copias” de Play por la ciudad.
Padre, Bruno y todos los integrantes de Play sabían que en el futuro
seguirían encontrándose con nuevos inconvenientes. Así era, y estaban
preparados y motivados para seguir innovando.
Parte 5: Universo circular
La gente en Play se encontraba como en casa: un espacio seguro, una
comunidad y un ambiente que invitaba a imaginar y crear. Eso propició que
surgieran numerosas propuestas y proyectos alrededor.
El baúl del olvido fue fuente de inspiración para una de ellas. Bruno lo
llevó a Play al principio y después de meses parado cogiendo polvo, un niño
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curioso lo abrió y pasó la tarde creando nuevos juguetes a partir de piezas
rotas de otros. Ese acto fue la semilla de Delivery room, una sala convertida en
taller en la que cualquiera podía crear nuevos juguetes a partir de piezas
antiguas. Algunos llamaban al taller “Infirmary”, ya que ese también era el lugar
de trabajo del sanador de juguetes, un experimentado artesano que se
encargaba de “curar” cualquier juguete deteriorado.
Lucas originó otra iniciativa sin quererlo, al dar continuamente rienda
suelta a su imaginación y crear multitud de juegos para los que ni siquiera eran
necesarios los juguetes. Todos aquellos juegos “desmaterializados” que los
niños creaban y gustaban, eran recopilados en una biblioteca virtual y
compartidos con todo el mundo. Incluso se organizaban sesiones para enseñar
aquellos juegos que gustaban mucho y otras para co-crear juegos
desmaterializados.
Parte 6: futuro circular
La reunión por el primer aniversario de Play sirvió para echar la vista
atrás, sacar conclusiones y sentar las bases para el futuro.
El recorrido les había mostrado que la autonomía de los participantes,
una visión conjunta que les mantenía unidos como equipo y las ganas de
convertirse en expertos y crear un futuro mejor para todos los actores
implicados, habían sido clave para generar la motivación intrínseca que todos
sentían que les movía a seguir haciendo cosas.
Entendieron que no merecía la pena convencer y explicar a todo el
mundo lo que era la economía circular; de hecho, ni siquiera ellos mismos
habían tomado ese camino conscientemente. A muchos usuarios no les
interesaba, aunque hacían uso de Play y estaban encantados. Y aquellos que
querían saber más, se acercaban y preguntaban.
Por último, firmaron un “acuerdo para la evolución”: nuestra visión “un
mundo donde jugar no sea cuestión de edad, sea para todos y para siempre”
nos mueve y nos motiva a abrazar el cambio y con ello la difícil tarea de no
obsesionarse con lo conseguido y dejarlo morir cuando llegue su momento.
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PAÑAL Latido de Mar
He llegado a Satkopal, una pequeña ciudad del sur de Francia donde
vive mi hermana. No me ha resultado difícil encontrar su casa; está en una
calle no muy alejada del centro y muy bien señalizada. Solo he tenido que
preguntar un par de veces y finalmente aquí estoy. Su casa es un chalet
unifamiliar que se me antoja muy acogedor con un pequeño jardín en la parte
delantera. La casa luce un bonito porche ideal para la siesta y la lectura.
He detenido el coche justo enfrente de la portezuela que da acceso al
jardín, es un buen sitio, no molesto a nadie y está permitido aparcar. La
cancela que da paso al jardín está abierta y también observo desde la acera
que la puerta principal parece ligeramente entornada. Antes de moverme
inspecciono un buzón con forma de casita que está pegado a la valla que
separa el jardín de la acera. Hay una pequeña placa en ella. Leo: “Monsieur
Frederick La Porte et Madame Laura Cruz”. Sin duda esta es la casa donde
viven mi hermana y su marido. Entro y atravieso el jardín por un pequeño
camino de baldosas de piedra que lleva al porche. Una vez allí tengo que
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esquivar una mesita, un balancín que se mece ligeramente impulsado por la
brisa y dos hamacas. Como había observado, la puerta está abierta y por aquí
no se ve a nadie. Tomo la decisión de entrar en la vivienda. Lo primero que me
encuentro es un gran salón bien decorado pero sencillo, observo pocos
muebles y pocos adornos: algunas fotografías, libros, una bandeja sobre la
mesa en la que veo dos vasos de cristal y poco más. Si algo destaca es la
escasez de objetos inútiles comparado con mi casa y otras que suelo visitar.
Tampoco veo a nadie por aquí.
—¡Laura!, ¡he llegado! —grito a la nada, anunciando mi entrada a la
casa-.
—¡Sube! Estoy en el piso de arriba. —La voz de mi hermana se escucha
perfectamente desde algún lugar, supongo, del piso superior-.
—¡Subo! —contesto, y empiezo a caminar hacia una escalera de
madera que veo al final del salón.
Al llegar, asciendo despacio por unos peldaños que, aunque procuro no
hacer mucho ruido, crujen bastante a cada paso que doy. Al final de los
escalones encuentro un pequeño distribuidor en el que hay tres puertas, una de
ellas deja ver la luz de su interior porque no está completamente cerrada.
Además, unos murmullos y algún ruido que no logro identificar desde aquí
fuera procedentes de dentro de la estancia. Con toda seguridad hay alguien
ahí. Sin hacer ruido y casi de puntillas decido entrar.
—¿Se puede? —anuncio, y golpeando ligeramente la puerta, sin esperar
más tiempo, abro con decisión y paso dentro.
Es una habitación luminosa pintada con tonos azul pastel y blanco.
Destaca en el centro de la habitación una preciosa cuna de madera con los
barrotes pintados de blanco. A lado de la ventana, al fondo, veo a mi hermana,
de pie, algo inclinada sobre lo que parece un mueble bañera y cambiador, algo
se está moviendo entre sus manos.
—Hola hermanita —le susurro al oído situando mi cabeza cerca de su
oreja.
—Hola Carlos, ¡ya estás aquí! ¡Qué ilusión! ¡Déjame que te abrace! —
Sin más, se gira, me abraza muy fuerte y me da dos de esos besos que se
quedan pegados a la piel durante unos segundos y al corazón toda la vida.
77
En estos momentos me doy cuenta que lo que se mueve entre las
manos de mi hermana es un bebé, pequeño dulce y maravilloso.
—Laura, ¿y este pequeñín? —exclamo con sorpresa—. ¡Déjame verlo!
—¡Déjame tocarlo! —No puedo contener mi excitación.
Aparto con cuidado a mi hermana y ahí está, una sonrosada cosita que
mueve torpemente los brazos y las piernas, tiene unos enormes ojos abiertos
color cielo y emite gorjeos con la boca ligeramente entreabierta. Está tumbado
boca arriba sobre el cambiador. Y soporta sin rechistar las maniobras de mi
hermana, ahora, le coge por los tobillos, le levanta un poco y pasa una toallita
húmeda por su culito, la toallita, una vez cumplida su misión, va a parar a un
cubo de basura estratégicamente situado a los pies del cambiador, ahora le
aplica polvos de talco también en el trasero y lo que parece ser una crema por
pecho y piernas. Sin duda, el bebé, que debe tener unos cuatro meses, está
empezando a descubrir su propia voz y trata torpemente de comunicarse
emitiendo gorjeos continuamente y sonriendo a cada estímulo. Es entrañable;
le hago carantoñas y sonríe mucho más, su boca se abre ligeramente y
aparecen unos divertidos hoyuelos en la comisura de los labios, lo está
pasando bomba y yo también; es delicioso, no puedo parar de mirarlo y de
tocarle le aprieto los muslos, juego con sus minúsculos dedos y siento una
irresistible tentación de comérmelo enterito.
—Es Juan, tu sobrino, le estaba cambiando ahora, se manchó enterito el
muy gocho —informa mi hermana.
Me recreo un instante observando detenidamente la imagen: El niño tan
pequeñito y las manos de mi hermana maniobrando con soltura. Me parece un
milagro que una cosita tan pequeña sea mi sobrino. Sin duda mi hermana ha
estado limpiando al bebé y ahora le está dando un masaje y va a ponerle un
pañal limpio; él, dócil, se deja hacer y mi hermana maneja su cuerpecito y los
diversos productos que están sobre el cambiador con la rapidez y habilidad de
quien ha realizado esta operación innumerables veces.
En el ambiente flota ese olor característico que indica con exactitud lo
que ha ocurrido hace poco tiempo: Mi sobrino está sano y ha llevado a buen
término su digestión sin aparentes problemas. A un ángel como éste se le
perdona todo y ni siquiera el tufillo residual que permanece en el aire logra
enturbiar este fraternal instante. Continúo embelesado, ahora mi hermana ha
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entrado como en una especie de trance y profiriendo unos grititos de
indescriptible condición agita su cabeza sobre la tripa del niño a la voz de:
—¿Quién se va a comer esta tripota?, ¿eh?, ¿quién se la va a comer?
A cada embestida el indefenso bebé sufre una especie de espasmo a lo
que se ve gozoso puesto que emite lo que parece un intento de carcajada, que
conforma una risa increíblemente contagiosa.
Poco a poco un agradable olor a colonia de bebé va llenando la
estancia, ahora los cinco sentidos pueden disfrutar en plenitud del momento.
Observo que Laura está poniendo a la criatura un pañal de tela que se me
antoja incómodo y antiguo. Decido preguntar:
—Laura, ¿por qué no utilizas pañales desechables?
—¡Uy! No tienes ni idea —contesta mi hermana empleando un tono de
voz que denota superioridad moral. Ella lo usa muchas veces, superioridad
moral que muchas veces utiliza cuando se dispone a explicar algo a otras
personas. Es una superioridad moral auto atribuida que a veces llega a cansar,
pues a poca gente le gusta que le hablen como si fueran ignorantes y mucho
menos insensibles o egoístas.
—Tú no sabes la cantidad de campos llenos de pañales que hay en las
afueras de las ciudades —continúa—. El pañal desechable tarda 500 años en
biodegradarse y un bebé necesita 6.000 pañales en sus primeros 24 meses de
vida. Para un pueblo mediano como este son cientos de miles de pañales al
año. Han calculado, que, al utilizar este tipo de pañales, naturales y lavables,
puedes ahorrar 130 kilos de plástico al año; 270 kilos de algodón y otros
materiales de relleno al año; 70 por ciento de energía en su fabricación con
respecto a la consumida en la media de los pañales desechables; y 37 por
ciento en agua aun lavándolos en la lavadora.
—Suena bien. —Es lo único que ahora acierto a decir. Pero decido
exponer algunas pegas e ideas que surgen en mi cabeza en un primer
momento—. ¡Vaya!, te refieres a pañales como los que utilizaban nuestros
antepasados, sin control de calidad ni investigación —añado.
—¡No! —interviene—, ya no son como antaño. Ahora se fabrican con
telas biodegradables y se utilizan unos papeles también biodegradables que se
insertan en el interior del pañal. Son estos papeles los que tiramos al W.C.,
igual que el papel higiénico cuando se cambia el pañal, de esta manera solo
79
queda la tela del pañal por lavar, ¡sin los inconvenientes de los pañales que
utilizaban nuestras bisabuelas! Además, son estos, los naturales y ecológicos,
los que protegen mejor la delicada piel del bebé que los desechables. Piensa
que utilizan menos plásticos y productos sintéticos.
Está claro que mi hermana está dispuesta a defender su opinión con
argumentos sólidos.
—Pero, ¿no son más caros? —Intento otro ataque.
—¿Lo ves?, nuevamente estas equivocado —no cede ni un ápice—.
Escucha: Contando el número medio de pañales usados por meses, se gasta
una media de 1.250 euros en pañales desechables los dos primeros años, 718
euros el primer año y 540 el segundo, contra 750 euros en total para los dos
años con los pañales de tela ecológicos, es decir, ahorrarías más de 500 euros
con estos pañales. —Su explicación es de nuevo contundente.
—Y ¿tendrás que añadir el consumo de agua para lavarlos?, ¿y también
la energía gastada para hacerlo? —contraataco.
—Mira, hermanín, el coste por pañal es de 0,14 euros en el caso de uno
de tela y ecológico, contra 0,25 euros de media por un pañal normal de
plástico. El coste del pañal ecológico corresponde al pañal, 0,11 euros, más
0,03 euros de lavado. —No hay color, su explicación está siendo
increíblemente detallada, esta vez he de reconocer que ha estudiado la
cuestión a fondo.
—Sí, pero tienes que lavarlos —argumento sin rendirme—. ¡Vaya rollo!,
tendrás que lavar un montón de pañales. Y eso es más trabajo y más tiempo
que dedicar al bebé, ¿no te da ya suficiente trabajo? Y, además, siempre
esperar a que se sequen. No creo que sea muy buena idea. Ya tendrás
suficiente trabajo extra con ese precioso querubín: levantar, preparar las tomas,
dar de comer, pasear, baños, acostar, llantos nocturnos, y ahora añade lavar
pañales, secar pañales, ordenar pañales…, ¡uf! ¡Vaya complicación! —Creo
que mi argumento ha hecho efecto e insisto por esta vía—. Por otra parte, lo
normal es que nunca sepas cuando te van a hacer falta pañales y es necesario
tenerlos siempre a mano preparados.
—Error de nuevo —dice enseguida.
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Ahora, me fijo en su rostro, yo conozco esa expresión, esa cara
iluminada de felicidad que refleja el sentimiento triunfal de alguien que se
dispone a asestar el golpe definitivo. Inicia su explicación:
—Mira, en este pueblo, unos chavales jóvenes han montado una
empresa que se llama “Happy Nappy”, ¿sabes?
—Sí, Laura, “El Pañal Feliz”, yo también hablo inglés —replico algo
fastidiado ya.
—Te lo voy a explicar —continúa— son geniales. Escucha. Aquí
podemos firmar un contrato de servicio con esta empresa y por una módica
cantidad al mes ellos cada mañana recogen de la puerta de tu casa una caja
como esta donde nosotros hemos puesto todos los pañales sucios que vamos
acumulando y que previamente hemos ido guardando por separado en bolsas
herméticas individuales que también nos han facilitado. Ellos, cada mañana,
dejan otra caja con los pañales limpios lavados y esterilizados junto con
bolsitas, así siempre tenemos pañales limpios sin tener que ir a comprarlos,
gastar más tiempo y consumir gasolina. —Mientras habla me señala una caja
de diseño atractivo y funcional a los pies del cambiador; también observo,
preparadas, las bolsitas individuales para meter los pañales sucios. Todo
parece muy pensado y diseñado ergonómicamente. Estudio la caja y veo que
tiene un cierre hermético, supongo para facilitar su uso y evitar posibles
problemas derivados de escapes o vertidos inesperados. Parece imposible que
se puedan fugar de ella olores o contaminaciones no deseadas. Su aspecto,
además, es moderno y de una pulcritud impecable. Lo mismo ocurre con las
bolsitas individuales; representan un ingenioso método para evitar que se
mezclen los pañales de unos bebés con otros. La verdad, estoy gratamente
impresionado, abrumado por tanta argumentación. Mi hermana está dispuesta
a ganar por K.O en esta ocasión y continúa—: Happy Nappy es una empresa
verde por lo que certifican que solo utilizan detergentes ecológicos y altamente
biodegradables, así como lavadoras que procuran gastar el mínimo posible de
agua y con eficiencia energética A++. Asimismo, la ruta de recogida y entrega
de bolsas la realizan en un carrito que se mueve a pedales, parece un carrito
de esos de las películas americanas dedicado a la venta ambulante de helados
o perritos calientes.
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Son estupendos —prosigue—, siempre van por ahí con sus carritos
saludando y por no contaminar, ni contaminación sonora realizan, pues el
sonido de sus cláxones es el suave y nada molesto timbrazo de una bicicleta.
Lo tienen todo muy bien pensado y están empleando, para sus repartos, a
muchos jóvenes de la población. Las telas de los pañales que ofrecen están
supervisadas por expertos y su tamaño y composición son las que mejor se
ajustan a la edad de los bebés y las que tienen toda la garantía para cuidar su
delicada piel. Yo personalmente y por curiosidad he ido a visitar sus
instalaciones. ¡No te lo puedes imaginar hasta que no lo ves! Trabajan con
todas las medidas de higiene necesarias, parece un laboratorio.
Para mí es perfecto, no tengo que ocuparme de nada ni de ir buscando
los pañales para comprar, ni de lavarlos según se van usando, siempre tengo
disponibles y siempre limpios. Si por alguna circunstancia necesitara algunos
más basta con llamarlos por teléfono y me los traen. También venden otros
productos relacionados, chupetes, mantas, cremas y muchas cosas del mundo
de bebé.
Definitivamente ha ganado y me mira sonriente. Va a rematar:
—Ellos cierran el ciclo, dan un servicio de valor a la Comunidad,
contribuyen a la reducción del uso de recursos y generan un beneficio que
finalmente revierte en su entorno colaborando en el empleo juvenil. ¡Redondo!
Concluye:
—Es genial, ¿verdad? —me pregunta—. Yo ya no tengo excusas para
no comportarme respetuosamente con mi entorno, esos chavales han sabido
aprovechar las oportunidades que se presentan en el tratamiento de los
residuos y han generado valor con esa actividad, provecho para la sociedad y,
en definitiva, riqueza.
Me ha convencido. Lo ha vuelto a hacer. Ahora estoy concienciado en la
necesidad de limitar el consumo energético y en la necesidad de disminuir la
producción de residuos, pero este ejemplo tan simple me ha resultado
clarificador. Decidí claudicar:
—Sí, es genial, ojalá lo que han conseguido esos chavales aquí lo
aplicaran los gobernantes y los políticos, los poderosos dueños de las grandes
corporaciones y los Consejos de Administración en su actividad de Gobierno e
82
Industriales: obtener una ventaja competitiva en el contexto del desarrollo
humano consiguiendo resultados económicos, sociales y ambientales.
—Me alegra que al final lo hayas podido comprender —Laura prosigue.
—Sí, gracias —finalizo —, de momento, si no te importa, voy a la cocina
cojo una cerveza y salgo un rato al porche a tomarla sentado en ese balancín
que he visto, parece muy cómodo y el viaje ha sido largo.
—Me parece fenomenal —dice ella—, ve bajando que ahora en un ratito
bajo yo y me tomo otra contigo.
Así concluye esta refriega con un claro vencedor. Inicio la retirada, pero
antes quiero echar un último vistazo a mi sobrino. Enzarzado como estaba en
el debate sobre el pañal, me había distraído un poco del objeto de mi estancia
allí: disfrutar del tierno muñequito que ahora, boca abajo y con los bracitos
extendidos, me miraba con la cabeza de lado apoyada en el cambiador y con
los ojos muy abiertos. Imagino lo que ese bebé podría estar pensando; en
definitiva, lo que hagamos con el planeta y cómo lo dejemos a nuestro paso
será nuestra herencia para él, para sus hijos y para sus futuros nietos.
Ya en el porche, sentado en el cómodo balancín y disfrutando de una
suave brisa primaveral, pienso que lo que esos ojos tan abiertos me estaban
diciendo era un simple “gracias, hazlo por mí”. Es curioso lo que un simple
pañal me ha descubierto hoy, ¿y si pensáramos de forma similar con los
neumáticos, las bolsas, los envases, los aceites y los millones de toneladas de
residuos que nuestra sociedad produce a diario? Estoy seguro que
encontraríamos cientos de oportunidades como la que aprovecharon los chicos
de “Happy Nappy”.
Cuando voy hacia el coche una simpática carretilla blanca pasa por el
centro de la calle conducida por un muchacho en bicicleta, Sobre la caja en
grandes letras de alegres colores pude leer “Happy Nappy”.
83
EL PROFESOR DE MÚSICA Permuta
Por culpa de la crisis terminé en un colegio de primaria, impartiendo
clases a un grupo de niños resabidos que no paraban de decir “profe, ¿se ha
reinventado usted o se ha reciclado?”. Y la verdad, yo no encontraba una
respuesta que lograra convencerlos para que mantuvieran la boca cerrada y
me dejaran tranquilo mientras hacían las sumas. Sobre todo, Ernesto, el típico
líder que no había conocido nunca la vergüenza, tenía el cuaderno abierto, las
cifras por sumar y levantaba la mano, eso sí, aguardando a que me acercara a
su pupitre.
—Profe, ¿cuántas veces se puede reciclar una persona? ¿Y de qué
color sería nuestro contenedor? Porque el otro día escuché en la televisión que
el papel se recicla indefinidamente y mamá me explicó que indefinido es una y
otra vez, millones de veces. Como no terminaba de creerla me habló de las
reencarnaciones pues en la India las personas no mueren. Es que como no
hace mucho se murió mi abuelo...
¿Se habrá reciclado?
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Una reflexión como aquella en un niño de tan corta edad me dejó un
tanto desconcertado. Todavía no comprendían bien las figuras geométricas, el
significado de algo circular que va modificándose continuamente para retornar
al punto de partida como para elaborar ese tipo de preguntas.
Para esa jornada me había preparado los ejercicios de matemáticas y
los de lengua. Las lecciones de ciencias naturales tocaban para el día
siguiente. Ni siquiera había mirado el tema que estaban estudiando y mucho
menos sospeché que ningún niño se me hubiera adelantado haciendo una
lectura por anticipado.
—Todo eso está muy bien, Ernesto, pero primero debes saber sumar
millones de veces, que ahora nos toca matemáticas y en matemáticas se
hacen cálculos con los números.
—Claro profe. Es que en el enunciado de uno de los problemas pregunta
que cuántos árboles se pueden salvar de ser talados si se reciclaran cada día
diez mil kilos de papel. Está en la página veinticinco. A mí me gustan los
árboles y mamá me riñe mucho cuando arranco una hoja del cuaderno porque
he cometido un error y me ha salido un borrón de tinta. Dice que sin árboles no
habría oxígeno para respirar y que, si tiro el papel con las peladuras de fruta, el
próximo árbol que corten será culpa mía.
Maldije al director porque había sido idea suya eliminar las clases de
música. Dijo que con ello salvaba mi puesto de trabajo y que a nadie le
interesaba tocar flauta y castañuelas. En plena crisis nadie tenía euros para
comprar violines y pianos y mucho menos alcanzaban los sueldos para un
extra tan fuera del alcance de la economía como las entradas para los
conciertos de Strauss y Chaikovsky, o las clases particulares de instrumentos
de viento y cuerda. Pensé que si no podía con esos críos lo único que me
quedaba era pedir en la puerta de las iglesias o tocar en la plaza del Sol tras
pasar el examen. Si ese crío quería guerra, la tendría.
—Tus compañeros van todavía por los ejercicios de la página veintitrés,
pero te prometo que me tomo muy en serio tu pregunta y la resolveremos
durante la semana que viene en todas las asignaturas. Aprenderemos todo lo
que se puede reciclar millones de veces y lo que solo puede hacerse cinco o
seis veces. Entre todos buscaremos cosas que contaminan y cómo podemos
mejorar el aire que respiramos. Calcularemos la cantidad de agua que
85
desaparece cada año y la cantidad de hielo que se pierde por el calentamiento
del planeta. Y podemos probar con algún experimento de laboratorio para que
lo comprendáis mucho mejor. Ahora Ernesto, queda poco rato para que suene
el timbre y es un tema tan largo que no nos daría tiempo ni de empezar.
—Vale profe —respondió mientras se aplicaba sobre su cuaderno—. Yo
escribí en la pizarra las tareas para el fin de semana.
*Terminar las sumas de matemáticas. Corrección el lunes.
*Buscar cosas que se pueden reciclar. Cada uno que traiga una.
*Copiar la definición de Reciclar del diccionario.
*Buscar en el mapa los océanos.
*Dibujar con el compás varios círculos, uno dentro de otro, y pintarlos de
distintos colores.
Escuché protestas por el exceso de tareas pues el fin de semana era
para jugar al fútbol con una pelota redonda y no para hacer círculos redondos
en una hoja de papel.
—De acuerdo. Lo que no hayáis completado lo iremos haciendo durante
la semana.
***
Me quedé unos minutos en el aula, observando la estampida de los críos
que tenían por delante dos días de descanso. Su ruido no se parecía a la
armonía de la orquesta sinfónica interpretando “El lago de los cisnes”, ni a la
dulzura de las bailarinas acompasando sus portés, el tercer arabesque o el
cabriolé. Imaginé moviendo la batuta y la estridencia resultante de una partitura
desafinada.
Guardé el material en la mochila, limpié el encerado y estuve un buen
rato mirando por la ventana. Encima de la mesa tenía el periódico del día en el
que Stephen William Hawking vaticinaba que la vida en la Tierra tenía los días
contados y solo podríamos vivir en otro planeta. Aunque lograra concienciar a
dos docenas de críos de la importancia de respetar el medio ambiente, la
utilización de energías renovables y el uso sostenible de los recursos, eran sólo
pequeñísimos gramos de arena en el intento por salvar el planeta. Y aunque
dejaran de respirar un minuto el aire contaminado y guardaran una docena de
bolsas de plástico para reciclar, ¿qué podían hacer frente a las chimeneas de
las gigantescas industrias, los reactores de los aviones que destrozaban la
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capa de ozono a cada segundo o los tubos de escape de millones de coches
que plagaban el planeta?
Durante el fin de semana metí la nariz entre partituras de música (por
eso de que amansaba a las fieras) y acaricié las cuerdas de la guitarra en
busca de una solución. En otras circunstancias aprovechaba el tiempo libre
para componer letras de canciones, pero mi mente estaba demasiado
contaminada y, como habían dicho los pequeños alumnos, debía reciclarme o
reinventarme. Me sentía en uno de esos puntos muertos en los que uno no
avanza hacia ningún lado y, si me descuidaba, podía acabar en un vertedero
de basura perfectamente. Tal era mi estado de desánimo que tampoco me
apetecía estudiarme las lecciones de la siguiente semana. Tampoco quería
discutir con el director sobre la técnica Freinet en la que los niños podían
aprender por sí solos todo lo relacionado con el reciclaje y renovables, pues a
buen seguro no vería con buenos ojos que el aula se convirtiera en el
sucedáneo de los contenedores de colores y las mesas se poblaran con
residuos susceptibles de volver a ser aprovechados.
Pensé que, puestos a recibir una bronca (imposible no librarme), podía
apelar al trabajo en equipo, al intento de alejar a los muchachos de las
pantallas de ordenador y teléfonos móviles para hacerlos pensar en lo que
tenían entre manos, traían de los supermercados, ponían en sus mesas o
trataban de eliminar de casa una vez que habían hecho uso de ello.
¿Cuántas veces se podía reciclar el desasosiego interno, la soledad, la
ausencia de los seres queridos, el abuelo de Ernesto, los pensamientos? En
algún sitio había leído que la estructura del cerebro era muy arrugada para
aumentar el volumen aprovechable, como si cada pliegue intentara por si
mismo almacenar información constantemente, borrando y añadiendo,
limpiando y reescribiendo encima, olvidando cosas y memorizando las más
recientes, evolucionando en un periodo de acomodación.
Eso era lo que tenía que hacer, adaptarme a las nuevas circunstancias y
entender de una maldita vez que el resto del curso iba a lidiar con faltas de
ortografía, deberes sin hacer, suspensos por falta de conocimientos y bostezos
durante la explicación de las materias más aburridas. Aspirar a que atendieran
en clase, que llegaran motivados y con ganas de aprender, mantener el silencio
desde el minuto cero y no verlos salir en estampida cuando sonaran los timbres
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era pura ilusión. Para mí, el pitido del mediodía y el de la tarde serían el único
recuerdo de notas discordantes, de escalas de do mayor o si menor, de mi
título colgado en la pared por el que parecía ser que me capacitaba para
enseñar, aparte de música, asuntos sobre la teoría del círculo.
El lunes estuvo plagado de sorpresas. A primera hora de la mañana los
niños parecía que habían dejado las legañas en casa y traían ganas de
trabajar. Traían en las mochilas un enorme surtido de productos para reciclar y
estaban llenos de argumentos con los que salvar al mundo.
Así, encontré periódicos que decían se podían reciclar media docena de
veces hasta que adquirían ese color grisáceo por la pérdida de celulosa del
proceso de elaboración. También traían bolsas de plástico, zapatillas viejas,
envases de leche, botes de cristal, aceite usado, juguetes viejos, prendas de
ropa que ya se les habían quedado pequeñas, bombillas y hasta baterías de
los teléfonos móviles. El aula se convirtió en una especie de puesto de venta
ambulante. Estuve seguro de que el olor no tardaría en atraer a profesores
curiosos asomando sus narices por los cristales. Enseguida se formaron los
grupos de trabajo para ordenar el desorden y los chiquillos buscaban en los
ordenadores el número de veces que se podía reciclar cada objeto, la cantidad
de recursos naturales que se podían ahorrar con cada proceso. Inventaron
relojes de arena, fabricaron disfraces con calcetines rotos, elaboraron joyeros
con trozos de madera e incluso decoraron tarros de cristal para que sirviera de
hucha o porta lapiceros.
—¿Se puede saber qué están haciendo? —bramó el director en un tono
que indicaba el desastre.
Mantenía la puerta abierta, golpeaba con el pie las baldosas del suelo y
blandía en la mano un fajo de papeles. Ernesto se me adelantó.
—Señor director, estamos haciendo problemas de matemáticas para
calcular los árboles que pueden salvarse si el papel se utilizara seis veces,
aprendemos la composición de muchas de las cosas que usamos cada día y,
además, practicamos la lectura obligatoria y la ortografía, porque batería se
escribe con be de burro y alcalina sin hache. ¿Sabe usted que las ciudades
menos contaminadas están en Europa? Si mira el mapa, allí está Suiza,
Finlandia y Noruega, aunque en todas ellas debe hacer mucho frío.
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Sin darse cuenta, Ernesto acababa de salvarme la vida. Hablarle al
director de conocimientos en todas las materias por fuerza tenía que obrar en
mi favor.
—¿Sabía, señor director, que hasta las hojas de los árboles se pueden
aprovechar? ¿Y que si la calefacción está tan alta y abrimos las ventanas
derrochamos tanta energía como para llenar tres campos de fútbol?
El señor director se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz,
agachó las orejas y cerró la puerta dejándonos continuar tranquilos.
—Muy bien, niños —no pude por menos que decir.
El resto de compañeros, cuando sonó el timbre, vinieron a darme
palmaditas en la espalda pensando que me habían expedientado. Bajo ningún
concepto se les ocurría saltarse las programaciones y mucho menos innovar en
las aulas. Cuando les había hablado de la técnica Freinet implantada en
Francia por un profesor que enseñaba a los niños a pensar por sí mismos, a
redactar revistas escolares con una imprenta rudimentaria y a plasmar el
resultado de sus descubrimientos, me tomaron por loco. Sin embargo, a los
niños les divertía probar y sin darse cuenta aprendían muchas más cosas que
si les hubiera obligado a memorizar las lecciones sin entender el contenido.
Cuando nos tocó la clase de religión, fue Rubén el que levantó la mano
para preguntar si era cierto que los creyentes de la religión budista se
reencarnaban una y otra vez y que podían terminar siendo gusanos, hormigas,
vacas sagradas o el niño recién nacido en casa de los vecinos.
¿Cómo demonios podía explicarles el concepto de la reencarnación si ni
siquiera yo lo creía? Pero se lo había prometido a Ernesto cuando preguntó si
su abuelo estaba en el cielo o se había reciclado en otra cosa.
Sayuri, la niña china, dijo que estábamos en el año del dragón y que si
hacíamos sonar las campanas espantaríamos a los malos espíritus. Dibujó un
montón de círculos y dijo que en su familia nadie iba al cielo para siempre, sino
que regresaban de nuevo para hacer la colada con su alma hasta que quedaba
limpia como para descansar.
—Vaya, ¿así que también nosotros nos reciclamos? Mi madre me dijo
que el abuelo había muerto para siempre y que no volvería a verlo nunca.
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—Los míos también murieron, pero mamá dice que el abuelo está en el
rosal del jardín y por eso no debo olvidarme de regarlo a diario y la abuela en el
gato de color marrón que no para de refunfuñar.
Me salvó el timbre. Ni siquiera Ernesto se quedó en su pupitre a esperar
una mejor explicación, como si lo que había dicho Sayuri le sirviera para hablar
con su abuelo convertido en el oso de peluche o en el balón de fútbol que
llevaba bajo el brazo y no le había visto golpear con el pie.
Sobre las mesas quedaban los pósteres, que después colgaríamos en
las paredes, todavía sin terminar. Paseé ojeando el resultado. Este me
sorprendió. Había gráficas en las que aparecían las semillas, los árboles, el
papel, el cubo de la basura o la máquina de reciclado y de nuevo el papel. Otro
grupo de niños había trabajado con las energías renovables, los molinos de
viento, las placas solares, el calor generado por el agua o por la combustión de
las plantas. En las cuatro últimas mesas que revisé habían pintado el fin del
mundo, naves espaciales y otros planetas llenos de extraterrestres donde sí se
podía respirar un aire puro, no existía contaminación de fábricas y coches y la
gente se desplazaba en bicicletas de tres ruedas.
Aquellos niños prometían —pensé mientras anhelaba la música.
Si había sido capaz de enseñarles tantas cosas bajo el mismo tema ¿por
qué no rebelarme frente al señor director y poner cuatro acordes en todo
aquello? Recordé al grandísimo Michael Jackson que allá por el año 1991 ya
hablaba de curar al mundo, de hacer un mundo mejor, de la naturaleza humana
o en 1995 preguntaba que le habíamos hecho al mundo en sus dos míticas
canciones Heal The World y Earth Song.
***
Elegí la banda sonora de Pocahontas: Colores en el viento, por
considerarla más cercana a los niños y coloqué en el pentagrama la escala de
notas para los instrumentos en clave de sol. A la vez que aprendían a respetar
la naturaleza, con la música amansaba a las pequeñas fieras que cada vez que
sonaba el timbre, saltaban de los asientos hacia la libertad.
Supuse que mis métodos no eran aprobados por la mayoría y que
alguien se había encargado de que me hicieran una inspección sorpresa con
objeto de colocarme en mi sitio. Así es la naturaleza humana, redonda como la
90
envidia y tan corrosiva que resulta imposible de reciclar pues arrasa a los
semejantes antes de darles una oportunidad.
Ocurrió la mañana en la que íbamos a poner en común todo lo
aprendido y de cada grupo el niño portavoz comunicaba a los demás las
conclusiones. Hablaron de usar las cosas, reutilizar antes de desecharlas, de
alargarles la vida todo lo posible.
—Señor director, señor inspector, ¿ustedes han venido al colegio en
coche? Si su coche es viejo contamina igual que treinta y seis coches nuevos
recién comprados. Venía en un problema de matemáticas.
—Hemos aprendido que los productos de desecho pueden volver a
utilizarse al menos una docena de veces. Si reciclamos no es necesario volver
a extraer los productos primarios de la naturaleza. Si reciclamos una lavadora o
un teléfono móvil tenemos la materia prima una y otra vez.
—Si echamos las botellas de cristal al contenedor verde no hará falta
extraer arena de sílice para su elaboración.
—Algunos plásticos no son recuperables pero los biodegradables
contaminan menos el medio ambiente.
—Es como una reencarnación constante, nada muere para siempre, sino
que se reutiliza una y otra vez.
Conforme los niños resumían sus pósteres, los demás acompasaban las
palmas golpeando los pupitres. No los llamé al orden. Estaban cerrando mi
círculo.
—Muy bien profesor, veo que ha sido capaz de enseñarles algo más que
cuatro notas de música. Si Célestin Freinet hubiera visto la pedagogía de la
música aplicada al método natural de aprendizaje sobre esta materia tan
comprometida, no habría podido por menos que felicitarle. No me opondré a su
libre estimulación pues parece que es usted capaz de abarcar todas las
asignaturas, incluida la que había estimado excluir del plan de estudios. Si
mantiene el descubrimiento continuado no me opondré a que lleve a cabo sus
proyectos.
Acababa de reinventarme sin apenas darme cuenta. Ese francés nacido
en la Provenza francesa allá por finales del siglo XIX me había devuelto a la
vida, pues no solo había recuperado la libertad de enseñanza, sino que la
habían aplaudido. Sentí como si volviera de nuevo al principio.
91
ERRE DE RESISTENCIA Max Logan
Conocí a Joseva en el mercadillo sabatino de Nambroca. Mejor dicho,
junto al mismo, pues, según supe después, los municipales no le permitían
ocupar el espacio reservado a los vendedores, debido a que carecía de la
condición de vendedor ambulante como autónomo. “Esto es un claro ejemplo
de la esquizofrenia de la Administración —se lamentaba—; en algunos pueblos
me pagan para que acuda a sus mercados en calidad de artesano y productor
ecológico, y en otros me lo prohíben por la misma razón”. Por eso ocupaba un
hueco entre el mercadillo y el pequeño Parque de la Libertad, nombre que
contrastaba con sus hechuras: un rectángulo pavimentado con hormigón
impreso de color cenagoso y vallado con altas rejas picudas en toda su
extensión, salvo en la minúscula puerta de apenas metro y medio. Lo llamativo
del caso era que, llegado el mediodía, cuando los comerciantes comenzaban a
desmontar sus tenderetes, los mismos municipales se acercaban al
rudimentario puesto de Joseva para hacer negocios. Y digo negocios porque
Joseva no solía vender, prefería cambiar. Sobre el carrito que llevaba adosado
92
a la bicicleta, a manera de remolque, colocaba el primer palé que encontraba
junto a los contenedores –de los muchos que desechaban tras la descarga el
resto de los vendedores–, y ahí exhibía su género: verduras y hortalizas de
temporada, fruta cuando tocaba, plantas aromáticas, huevos de gallina y
codorniz, conejos, bolsas de compost, tarros de miel, mermelada, botellas de
licores diversos, jabones de distintos colores y aspecto tosco, botijos y otros
cacharros de barro… Uno de los municipales, Gerardo, se llevó dos docenas
de huevos a cambio de una botella de aceite, y el otro intercambió una pastilla
de jabón rosa por una bolsa de aceitunas en salmuera. Si de algo andamos
sobrados en el pueblo es de olivos, de ahí que nuestros excedentes siempre
digan relación con ellos.
Me acerqué al singular puesto de Joseva por curiosidad, me había
llamado la atención el color de los huevos que vendía, verde pálido. Como he
sido muy aficionado a las gallinas sabía que procedían de gallinas araucanas,
más nunca había tenido la oportunidad de verlos. Decidí llevarme media
docena para sorprender a mis hijas, no porque los necesitara, ya que, en casa,
por aquel entonces, convivían con nosotros cerca de veinte gallinas.
—Si los quieres porque tienen menos colesterol que los blancos o
marrones, no te los lleves, eso es un bulo. Lo dicen para incrementar su precio
—me advirtió Joseva.
Algo había oído al respecto, sin embargo, nunca había prestado
demasiada atención, dado que, de momento, la amenaza de la arteriosclerosis
no se cernía sobre la familia.
—¿Cómo es que tienes araucanas? No es una raza muy frecuente por
aquí. De hecho, no conozco a nadie que las críe —ya puestos, ¿por qué no
saciar del todo la curiosidad?
—¿Araucanas? Ni sabía el nombre. Me las regalaron en la Granja
Escuela donde trabajaba mi novia; querían hacer renovación de animales y, a
cambio, les instalé el riego por goteo. Fue después cuando vi que ponían
huevos de este color. A la gente le llama la atención y se venden bien.
Yo no tenía nada para cambiar, de modo que se los pagué.
—Para la próxima vez tráete algo que me pueda apañar: legumbres,
harina, leche…
93
Le dije que, por lo atinente a los huevos, no iba a haber próxima vez,
porque andaba sobrado, pero que la miel tenía muy buena pinta, y llevaba
tiempo con ganas de hacerme con un botijo como los de antes. También le dije
que, puesto que tenía gallinas, podía proporcionarle trigo y cebada ecológicos,
conseguidos de un amigo agricultor del vecino pueblo de Ajofrín, interesado en
los cultivos biológicos. Fue como si le hubiera anunciado un premio gordo de la
lotería. Ahí nació nuestra amistad. Lo llevé a casa para que viera mis gallinas y,
dada la hora, lo invité a comer. Mi mujer y las dos niñas quedaron encantadas
con tan peculiar personaje, y eso que la conversación estuvo monopolizada por
el asunto de las gallinas, una de mis mayores aficiones, junto a la lectura y el
ajedrez.
Yo estaba convencido, desde chico, de que la gallina es la mejor amiga
del hombre, de manera que cuando compramos la casa en Nambroca, un
pueblo cercano a la ciudad, lo hicimos buscando una con terreno suficiente
para montar un modesto huerto y alojar gallinas. Al principio me aventuré con
dos, marrones, de las llamadas ponedoras o industriales, y pronto, al ver sus
muchos beneficios, incrementé el número. Me limpiaban la parcela de malas
hierbas, la abonaban con sus excrementos, daban buena cuenta de los
desperdicios de nuestras comidas y, por si fuera poco, producían huevos. Y
huevos cuyo sabor poco tenía que ver con el de los que venden en
supermercados. Otra ventaja era que apenas me ocupaba de su
mantenimiento; con la hierba y los insectos tenían más que suficiente. Con
procurarles agua limpia y fresca, y algo de pienso durante los meses de
invierno, bastaba. El mayor problema con el que me enfrenté fue el del piojillo,
un parásito que les hacía bajar la producción. Alguien me aconsejó que
colocara un montón de ceniza de la chimenea para que pudieran revolcarse en
ella, y con tan sencillo remedio la plaga desapareció.
Con el tiempo comprobé que las gallinas marrones tenían un ciclo de
puesta muy breve. Durante los dos primeros años ponían prácticamente a
diario, con algún descanso entre finales de noviembre y mediados de enero, no
obstante, al comenzar el tercer año, si conseguía un huevo a la semana, me
tenía que dar por contento. La selección genética que había producido tal raza,
la agotaba prontamente, razón por la cual busqué gallinas autóctonas, de
puesta no tan intensiva, pero sí muchísimo más dilatada en el tiempo.
94
Preguntando aquí y allá, me enteré de que en la Granja El Encín, en
Alcalá de Henares, el Instituto Nacional de Investigación Avícola, llevaba años
con un proyecto de recuperación de razas de gallinas nacionales, en el que se
incluía ofrecer a particulares ejemplares recién nacidos de las mismas a un
precio testimonial con el objeto de que se fueran difundiendo. Y allá que me fui.
Por una cantidad ridícula me traje pollitos de castellana negra, andaluza
barrada, prat leonada, menorquina, cara blanca, leonesa india, vasca roja y
leghorn.
Joseva me escuchaba como si estuviera asistiendo a una clase
magistral de cualquier materia. Le hablé de las diferencias entre las productivas
tradicionales y las sintéticas, entre las ornamentales y las utilizadas en la
fabricación de mosca artificial para la pesca, de la puesta aproximada anual de
cada una de ellas. Se quedó prendado de mis gallinas sedosas del Japón y de
las moñudas holandesas, las cuales parecían tener pelo en lugar de plumas.
—Son muy bonitas y originales, pero poco prácticas. Yo las tengo por las
chiquillas, les hacen gracia, y porque son buenas madres, casi como las
americanas. Por lo demás, no las recomiendo —continué con mis enseñanzas.
Cuando mi afición estaba en todo lo alto, había llegado a criar de todas
las razas, tanto con una incubadora casera, como de manera natural. Un gallo
pardo de León de muy buenas hechuras se reveló como un magnífico
semental, a la par que como metódico despertador. Antes de hacerme con sus
servicios pregunté a los vecinos más próximos si les molestaría el canto del
gallo, y ninguno puso reparos, es más, incluso festejaron la idea reconociendo
que eso los haría regresar, en parte, a su niñez. Entiendo que tuve mucha
suerte y que no es habitual coincidir en la misma urbanización con gente tan
considerada. Pero cuando ya no fue sólo un gallo, sino varios, le tocó a mi
mujer poner freno a la afición y me indicó con la sutileza que la caracteriza que
me fuera olvidando de los despertadores con plumas.
Ella, en los postres, cansada ya de tanto tema avícola, pasó a lo práctico
y le hizo a Joseva un tercer grado en toda regla. No le molestaba hablar de él,
aunque tampoco le gustaba oírse. Su nombre era José Valentín, natural de
Toledo, nada del País Vasco, como había supuesto, tanto por su diminutivo
como por su aspecto: alto, muy delgado, con coleta, un diminuto aro en la nariz
y ropas holgadas bastante coloridas. No quiero decir con esto que mi imagen
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de todos los vascos tenga que ver con esta descripción, mas sí que me hizo
relacionarlo, acaso de manera inconsciente. Tal como decía Pascal: “El
corazón tiene razones que la razón no conoce”, pues a mí me sucede lo mismo
con el pensamiento.
Había estudiado Ingeniería Agrícola en Ciudad Real, por vocación, y
estaba convencido de que el mundo necesitaba un giro radical si queríamos
legarles a nuestros hijos y nietos un lugar medianamente habitable. “Yo tengo
la obligación moral de dejar en herencia a tus hijas un mundo mejor, pero tú
tienes la misma obligación de dejarle en herencia al planeta unas hijas
mejores”, dijo parafrasear a Clint Eastwood. Por eso había llevado sus ideas al
extremo e intentaba vivir –con envidiable éxito, como pude comprobar no
mucho después– de un modo autosostenible. Hablaba reposadamente y sus
ademanes transmitían tranquilidad. No era un radical ni un fanático, en
absoluto; quiero decir que exponía sus argumentos desde la sencillez, sin
intentar convencer, pero con gran convencimiento, valga la paradoja, si acaso
la hubiera. Como no podía ser de otra manera, mi mujer no tardó en indagar
acerca de su estado sentimental, pues había cazado al vuelo la referencia que
hizo a su novia, la que trabajaba en la Granja Escuela:
—Ex novia. Esmeralda. Pudo con ella la presión. Tengo que reconocer
que lo intentó, sin embargo, cuando no puede ser… El proyecto lo iniciamos
dos parejas. Alba y Andrés aguantaron tres meses. Esmeralda dos más. De
modo que ahora sólo quedo yo.
El proyecto consistía en vivir en una especie de huerta a menos de diez
minutos de Toledo en bicicleta, subsistiendo de modo ecológico y sostenible.
—Esmeralda nunca asumió que aquello tenía que convertirse en un
modo de vida, no en una extravagancia de la que se podía descansar cuando
se nos antojase. De vez en cuando se liaba la manta a la cabeza y se
marchaba todo un fin de semana a vivir la vida, como ella decía, es decir, a
pasear por centros comerciales, quedar con los amigos para el consabido
botellón, atiborrarse de hamburguesas… Tenía, bueno, sigue teniendo,
supongo, un hermano dentista en Burgos. Ni corta ni perezosa cogía el autobús
y allá que se iba para sus revisiones. Y lo veía tan normal, sin reparar en el
gasto de tiempo y gasoil. Yo le decía que tengo un cuñado en Albacete que es
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controlador de la ORA y no por ello me voy a aparcar el coche allí. Pero nada,
hablábamos idiomas diferentes.
Lo del coche era un recurso argumental, pues no tenía. Se apañaba con
su bicicleta y el carrito adosado. Ya tenía mérito desplazarse de ese modo, y
más en Toledo, con tanta cuesta. A cambio había conseguido modelarse ese
cuerpo fibroso gracias al ejercicio continuo. Tres años pedaleando para
transportar su mercancía de un pueblo a otro, de un mercadillo a otro, lo habían
doctorado en el esfuerzo.
—La gente se asombra porque tenemos muy poca memoria histórica.
Nuestros abuelos se manejaban así, con caballerías y carros en los mejores
casos; lo normal era llevar el género a cuestas. Hoy en día, con estas bicicletas
que no pesan nada, no es tan penoso. Además, el esfuerzo grande es la ida,
porque, como has visto esta mañana, vuelvo casi siempre de vacío.
Nos estaba enganchando cada vez más su historia. Sus padres habían
fallecido en un accidente de tráfico nada más acabar él sus estudios
universitarios, y como no se veía con fuerzas para terminar de pagar la
hipoteca de la casa familiar, la vendió para poder comprar un terreno a las
afueras, en el paraje llamado Huerta del Rey; algo más de media hectárea
entre el Tajo y las vías del AVE, un lugar poco apetecido debido a su mala
situación. Su adquisición contaba con un pozo y una caseta de peones
camineros. Valló el terreno, acondicionó la casa, colocó unos pequeños
paneles solares y él mismo se fabricó un generador eólico con viejos
ventiladores que rebuscó en vertederos y en tiendas de segunda mano. La
estética del lugar no aspiraba a ningún premio internacional, mas su
funcionalidad sí. El cercado para los cerdos y el gallinero, en cambio,
construido todo con palés reciclados, sí tenían su encanto. El mobiliario de la
casa también mostraba algún elemento de palés, como un sofá o una mesita
con ruedas. Pasear por sus dominios era hacerlo por el reino del reciclaje: el
riego por goteo lo había confeccionado valiéndose de los tubos corrugados
encontrados en las muchas obras abandonadas por culpa de la burbuja
inmobiliaria. A pesar de contar con agua gratis y en cantidad, consideraba una
necesidad racionalizar su uso, de ahí que prefiriese el goteo al riego por
inundación. Y no es que estuviera en contra del progreso en general, solo del
destructivo o no sostenible. Gastaba, por ejemplo, teléfono móvil, radio,
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ordenador portátil y un gran arcón frigorífico. En su compra se había asegurado
de que fueran de la máxima eficiencia energética y de que no estuvieran
fabricados con elementos como el coltán. Incluso se había confeccionado un
modesto blog desde el que extendía sus ideas acerca del reciclaje, de los
cultivos ecológicos, del desarrollo sostenible…, al tiempo que ofertaba sus
productos; una especie de tienda on line de considerable éxito, ya que sólo
servía a Toledo y alrededores, es decir, a donde pudiera desplazarse con su
bicicleta, y el precio, a pesar de tratarse de productos ecológicos o artesanos,
no se elevaba en exceso. Esa era otra de sus ideas: pensaba que, al principio,
para potenciar el consumo responsable y el desarrollo del comercio justo, se
debía evitar su encarecimiento con el fin de que los compradores no
continuaran decantándose por las compras tradicionales para no gastar más.
Por lo general, argumentaba, la gente prefiere la merma de la calidad si con
ello aumenta el ahorro.
—Pero, Joseva, tú eres así, por…, ¿por cuestiones religiosas, políticas,
sociales…? —mi mujer no quería dejar ningún cabo sin atar.
Y el muchacho explicaba que era así porque no podía ser de otra
manera, por lo mismo que la culebra necesariamente repta y no puede volar. A
veces hablaba en parábolas, como Jesucristo. Si bien el lado religioso jamás
había sido una de sus motivaciones vitales.
—Sigo en proceso de búsqueda permanente —aseguraba—. No sé si
existe o no existe Dios. Desde luego que el que nos presentan la mayoría de
las religiones no me convence en absoluto.
—¿No eres católico?
—Bautizado estoy, y tomé la primera comunión y todo eso, pero no me
considero católico. A mí esa idea de un Dios que manda a su hijo a morir, esa
religión de tanto sufrimiento gratuito, de tanto ayuno y sacrificio me repele. Si la
vida ya tiene suficientes desgracias, ¿para qué añadirle más en nombre de
Dios? Mira, no te quiero escandalizar, lo que sucede es que un Dios como del
que nos han hablado es imposible que exista. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque
si yo de la nada creo algo por amor, procuro darle lo mejor, sin más
consideraciones. ¿Tú no quieres lo mejor para tus dos hijas? —le preguntaba a
mi mujer—. ¡Pues ya está! Lo mejor es lo mejor, sin más. Y quien nos ha
creado no ha querido lo mejor para nosotros, a la vista está, porque hay en el
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planeta muchísima más gente llevando una existencia miserable que
disfrutando lo que nosotros vivimos. Y no me vengas con la excusa de la
libertad y todo eso porque no me vale. Tú quieres lo mejor para tus hijas, y
punto. No dices: aunque las quiero mucho, voy a dejarlas libres, pueden tomar
decisiones equivocadas que le arruinen la vida, pero… ¡No! Un Dios que nos
crea libres antes que felices es un inconsciente. Por eso digo que sigo en
proceso de búsqueda.
Pilar se quedaba casi en las mismas; sabiendo que no frecuentaría la
Iglesia, mas a oscuras sobre las verdaderas motivaciones de Joseva para
elegir tan pintoresco estilo de vida. Bien mirado, casi todo eran ventajas: era su
propio jefe y él se marcaba las horas y los métodos de trabajo; trabajaba en lo
que le gustaba, comía muy sano y disfrutaba de la compañía de animales y de
la Naturaleza, ganaba lo suficiente para vivir sin lujos, pero sin privaciones,
teniendo las necesidades básicas más que cubiertas. No se le podía considerar
un anti sistema porque pagaba sus impuestos y sus facturas, es más, estaba
sobradamente integrado, ya que cuando lo requerían para visitar algún colegio
y dar una charla sobre aquello de lo que entendía, lo hacía gustoso y de
manera altruista. Al menos tres cursos de escolares habían visitado su curiosa
granja como ejemplo de sostenibilidad, alumnos que le ayudaban a alimentar a
los animales, a abonar la huerta, chavales que se maravillaban ante sus
colmenas de abejas, frente al barrizal de sus cerdos, bajo la sombra de sus
jóvenes frutales…
Tampoco era vegano, ni crudívoro, ni seguía dieta alguna; en realidad,
dentro de su excepcionalidad, era un chaval de lo más corriente.
Algo más de su filosofía existencial que nos dio que pensar fue el hecho
de que sólo trabajara para vivir; dicho de otro modo, que cuando calculaba que
ya tenía suficiente para salir adelante durante un tiempo, dejaba de ir a los
mercadillos o de atender los pedidos de su tienda virtual, siempre que ello no
generase desperdicio de género. No quería acumular ganancias a costa de su
tiempo, consideraba que este era mucho más importante que el dinero porque
era de las pocas cosas que no se podían comprar ni vender.
—Tan pronto como veo que ya puedo pagar el recibo de mi seguro
médico, las facturas del agua y del teléfono, y que la despensa está repleta, me
dedico a vivir y a disfrutar de la tranquilidad de mi entorno.
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El día que lo visité por vez primera me llevé a la pequeña de mis hijas, y,
dejándola a su albur, disfrutó ella sola más que si la hubiera tenido toda la tarde
en un parque de atracciones. A la vuelta hubo que meterla directamente en la
ducha, de la cantidad de barro y sustancias orgánicas varias que cubrían su
cuerpo, mas esa era una de las maneras más naturales de ir inmunizándola
contra todo. Quizás lo que más le gustó de la casa de Joseva fuera el rincón de
las mariquitas, una caja de plástico de las de almacenaje, grande, donde criaba
tan beneficiosos insectos; había cientos entre pliegues de borrajas, hojas de
lechugas y lombardas. “Son el mejor insecticida biológico, no hay pulgón de la
clase que sea, que se les resista”, nos explicaba.
Estuve viendo sus aves y la regular gestión que hacía de las mismas.
Había casi tantos gallos como gallinas, lo que mermaba la producción, puesto
que el acoso al que se sometía a las hembras era excesivo, amén de que las
continuas peleas entre machos alborotaban el conjunto. Además, sin
excepciones, todos los animales eran más viejos que la tos; estaban
demandando un viaje inmediato a la cazuela para hacer buenos caldos. La
oportunidad de beneficio mutuo se presentó al instante. Andaba yo a vueltas
con la idea de deshacerme de mis gallinas por la llegada de un vecino algo
más tiquismiquis de lo normal, quien se había quejado un par de veces de los
cacareos de mis castellanas al poner. No es que el hombre amenazara con
denuncias ni nada por el estilo, no obstante, por si acaso no cejaba en sus
veladas indirectas y para continuar teniendo la fiesta en paz, haciendo un
ejercicio muy sano de convivencia, en lugar de recriminarle que sus dos perros
molestaban muchísimo más con sus ladridos a deshoras que mis gallinas,
resolví regalárselas a Josevi a cambio de que me tuviera surtido de huevos
hasta que las aguas volvieran a su cauce, extremo que, mucho me temía, se
demoraría décadas, pues el nuevo vecino era propietario, no inquilino. Joseva
aceptó encantado. Durante muchos días comió pollo y gallina en todas sus
variedades para dejar hueco a las nuevas, y en unos días mis castellanas y
leghorns —a más de un par de gallos sussex que le facilité— se acomodaron
en su huerta. Le recomendé que jamás superara la proporción de un gallo por
cada docena de gallinas, con mayor motivo tratándose de razas ponedoras, de
esa manera se mantenía el sano equilibrio. No tardó apenas en notarse el
incremento de la producción y la calidad de los huevos.
100
Ya no presentaban el curioso color de los de antes, sin embargo, el
tamaño aumentó y el sabor mejoró. ¿La razón? Al ser razas autóctonas
estaban mejor acostumbradas a aprovechar los recursos naturales y no
dependían tanto del pienso, por lo que su dieta se enriquecía con mayor
variedad de hierbajos y su pericia para encontrar insectos también era superior.
La colaboración entre Joseva y mi familia continuó de diversas maneras.
Por ejemplo, aunque el minúsculo huerto de mi patio me entretenía y rendía lo
suyo, no tenía nada que ver con las instalaciones de Joseva. Su tierra era feraz
hasta el extremo, en razón del abundante y buen abono del que disponía:
estiércol de ganado, gallinas, ceniza de leña, compost fabricado por él mismo;
y la ausencia de productos químicos para prevenir o frenar plagas añadía un
plus de calidad a los resultados. No fueron necesarios más motivos para que, a
cambio de ir a echarle una mano de vez en cuando, y de continuar
proporcionándole el cereal ecológico de mi conocido de Ajofrín, nos surtiera de
frutas, verduras y hortalizas. Ni que decir tiene que siempre me acompañaba
en esos nada sufridos jornales mi hija pequeña, a quien el aire hortelano le
sentaba de maravilla.
Como en ocasiones a Joseva se le amontonaba el trabajo de
comerciante, y le coincidían varios mercadillos los sábados, me nombró
“delegado” en mi pueblo; esto es, cuando faltaba una semana a su cita con la
clientela habitual, advertida la tenía de que podían recoger el género
encargado en mi casa. No siempre había oferta suficiente para cubrir la
demanda, tal llegó a ser la fama de, sobre todo, la miel de Joseva. Para abril y
mayo lo que más le pedían los paisanos eran simientes; las de tomate en su
variedad corazón de buey constituían una apuesta segura. Los plantones que
se solían comprar en grandes superficies comerciales, o las propias semillas,
rendían solo un año, si acaso, debido a que las multinacionales se encargaban
de modificarlas genéticamente para que sus frutos produjesen semillas
estériles. En cambio, las de Joseva, mimadas con el objeto de primar la calidad
sobre la cantidad, cada año eran mejoradas por la misma Naturaleza, como
había venido sucediendo desde que el mundo era mundo.
Una buena mañana, en lugar de ser él quien llamara a mi puerta para
descargar el género, lo hizo una muchacha de aspecto vikingo y desastroso
castellano: Therese. Joseva me enviaba saludos a través de ella, pues hasta
101
dentro de tres meses no me volvería a ver. Conoció a la alemana cuatro días
antes en la Plaza de Zocodover; esta había venido a Toledo a mejorar su
español y no dudó en entablar conversación con Joseva al ver su
desacostumbrado medio de transporte. Bastaron unas horas para que se
pusieran al corriente de sus vidas, convergentes en muchos puntos, y para que
mi amigo decidiera aceptar la propuesta de la germana. Ella se haría cargo de
su huerta mientras él trabajaba lo que Therese había dejado en Ottmaring, un
proyecto bastante similar al de Joseva. Ni corto ni perezoso, allá que se fue. Él
siempre decía que lo que mucho se piensa jamás se realiza. Aventura en
estado puro.
Therese —o frau Erre, apodo que le venía por su defensa de palabras
como reciclaje, recuperación, reutilización, reducción, repensar, restaurar…—
continuó siendo igual de acogedora que Joseva, con nosotros y con quienes se
acercaban a sus dominios. Aprendía de lo autóctono e introducía novedades.
Por ejemplo, aprovechando la cercanía del Tajo, dedicó un espacio a la cría de
caracoles; los resultados se verían a largo plazo, no obstante, el proyecto
merecía la pena, fundamentalmente porque exigía pocos recursos y, una vez
puesto en marcha, el rendimiento era continuo. La carne de caracol es rica en
proteínas, ofrece muchas posibilidades gastronómicas y las conchas
constituyen un complemento perfecto para la dieta de las gallinas, así como un
elemento enriquecedor de los abonos. También se atrevió con el cultivo de los
champiñones, creando pequeños y oscuros invernaderos apilando neumáticos
usados. Si Joseva era un virtuoso del reciclaje de los palés, Therese no le
andaba a la zaga reutilizando neumáticos. Primero los rellenaba de tierra
inservible o escombros, la prensaba bien y, durante un tiempo, los dejaba
apartados para que se fuera asentando el interior. Luego los utilizaba a manera
de bloques de hormigón. Construimos —yo fui el aprendiz de arquitecto— una
caseta para las herramientas y otro corral para los gorrinos, además de las dos
champiñoneras. Como no eran pocos los niños que se dejaban caer por allí (mi
hija, de las más habituales), sacó tiempo para edificar con neumáticos un
pequeño parque infantil, pintando de distintos colores el resultado.
Resultaba curioso comprobar que Therese no era capaz de nombrar en
castellano objetos tan de uso corriente como maletín, chaqueta, armario y, sin
embargo, pronunciaba a la perfección otros como berenjena, alcachofa,
102
arriate… Sí aprendió el vocablo desperdicio, no obstante, se negaba a utilizarlo
por inadecuado. En su filosofía de vida no existían los desperdicios; para ella
eran aquellas cosas que la gente no sabe cómo utilizar. En su particular y
ejemplarizante universo tampoco tenía cabida el concepto de la propiedad
privada; admitía, al menos, que nominalmente cada tierra, cada producto, cada
cosa había de pertenecer a alguien, mas siempre y cuando lo aprovechase
convenientemente; es decir, le resultaba inconcebible que se vieran campos
dejados de la mano de Dios, sin cultivar, o casas en perfecto uso sin habitar.
Según ella, lo que fuera susceptible de ser utilizado o de producir, por más que
siguiera perteneciendo a su legítimo dueño, de su gestión habría de encargarse
quien tuviera ganas de hacerlo. De ese modo tan sencillo se terminaría con la
especulación de todo tipo. Y para demostrar que sus ideas no eran meros
brindis al sol, predicó con el ejemplo y fue un paso más allá de donde había
logrado llegar Joseva. Esto es, consciente del potencial que encerraba el
proyecto y del aumento de curiosos que se dejaban ver por la huerta, se
adentró en el terreno colindante, otro par de hectáreas de viva maleza, y la
ofreció a los visitantes para que trabajaran allí sus pequeños huertos; siempre
bajo su desinteresado asesoramiento. No se molestó en preguntar quién era el
dueño de aquel barbecho, sólo se paró a considerar que aquella fértil tierra
estaba desaprovechada mientras decenas de vecinos andaban ansiosos por
cultivar sus hortalizas careciendo de recursos. Contra todo pronóstico, el dueño
ni denunció la ocupación ni apareció por allí. En previsión de que vinieran mal
dadas, le aconsejé a frau Erre que indagara acerca de la titularidad del terreno
e incluso me ofrecí a hacerle la gestión. Declinó el ofrecimiento. Razonaba que,
si el amo se dignaba a hacer acto de presencia, no podría sino dar gracias por
la mejora que habían experimentado sus posesiones y que si protestaba, se le
devolvería el uso de los huertos, siempre y cuando se comprometiera a seguir
trabajándolos o a buscar gente que lo hiciera.
La gente hablaba de que aquel triángulo junto al río pertenecía a
RENFE, cierto o no, nadie de esa compañía vino nunca a echar un vistazo.
Quienes sí se personaron fueron un par de técnicos del ayuntamiento
mostrando gran interés en el “movimiento ciudadano ecológico” —así lo
llamaron— que se había generado con tanto éxito en tan poco tiempo, al
margen de las instituciones. Alabaron esto, aquello, lo de más allá, hicieron
103
fotografías, vídeos, mediciones…, Therese les dejaba hacer, ¡qué remedio!,
pero cuando le dijeron que tenían que sentarse a hablar para mejorar el
proyecto, comentando que todo aquello podría pasar a estar gestionado por el
ayuntamiento, ofertándolo a más gente, acondicionándolo con mayor
vistosidad, dándole publicidad en los medios y otras cuantas zarandajas por el
estilo, frau Erre se negó en redondo. En parte porque ella andaba de paso, y,
sobre todo, porque no veía la necesidad. En su horrible castellano les explicó
que el proyecto funcionaba a las mil maravillas, de manera que lo más sensato
sería que el ayuntamiento destinara sus recursos a otros lugares donde todo
estuviera por hacer o donde realmente sí se necesitase un empujón.
En mi humilde opinión, los burócratas municipales quisieron
aprovecharse de una iniciativa que había entusiasmado a la gente y para la
que se requería poca inversión, con el fin de obtener fácil publicidad. De otro
modo no se explica que, a raíz de la negativa de Therese, comenzaran a llegar
los problemas. Cuando no aparecía la policía municipal amenazando con
denuncias ridículas, tales como que las instalaciones eran insalubres, que el
mal olor llegaba hasta muy lejos, que las gallinas podían saltar la valla y atacar
a paseantes, aparecían fulanos salidos de no se sabía bien dónde exigiendo
las autorizaciones de las placas solares, mirando con lupa las revisiones
pertinentes. Por fortuna Joseva no tuvo que sufrir el rosario de humillaciones a
las que quisieron someter a Therese, quien, de todas formas, se hacía la
sueca. Cuando él regresó, las hostilidades por parte de la administración
habían cesado, y lo habían hecho debido a que, cansados de tanto viaje en
balde y de que el pequeño huerto continuara funcionando a pleno rendimiento
con cada vez más gente, decidieron lanzar una enmienda a la totalidad. No
más insignificantes denuncias, mucho mejor un cierre total del proyecto. ¿Qué
alegaron? No sé cuántos artículos de las ordenanzas municipales que se
incumplían. Con lo ilusionado que había regresado Joseva de Alemania, con la
cantidad de ideas nuevas que estaba dispuesto a aplicar, con… “Tiene narices,
por no decir otra cosa, que quienes más debieran aplaudir esto que estamos
haciendo, sean precisamente los que más palos nos ponen en las ruedas”, vino
a decir el muchacho. ¡Y qué razón tenía!
De esto han pasado ya dos años, que se dice pronto, y me gustaría
terminar con el consabido final de fueron felices y comieron perdices, no
104
obstante, en este cuento —¡ojalá lo fuera! —, los únicos colorines colorados a
los que cabe aludir son los que visitan, cada primavera, con los mirlos y
carbonerillos, el huerto de Joseva para nidificar. Como él es un idealista, no se
dejó vencer por las circunstancias y no tardó en encontrar otro rincón donde
continuar su labor. No está tan cerca de la ciudad ni tiene tanta agua como el
antiguo, pero, al menos, pasa por ser un sitio discreto. Nosotros, cuantos
disfrutamos y aprendimos de la compañía de Joseva, todos los primeros
sábados de mes, llueva o truene, nos reunimos en la antigua huerta de
Joseva con pancartas reivindicativas exigiendo el cese de las hostilidades y la
rehabilitación de la zona. El ayuntamiento quiso apuntarse un tanto con el
esfuerzo ajeno y, en su lugar, está cosechando una nefasta publicidad. Es lo
menos que se merece quien ni come ni deja comer. Una de las veces en las
que nos acompañó Therese, añadió una palabra más a su vocabulario, de las
que le gustan, las que comienzan por erre: resistencia. Resulta paradójico que
para recuperar el planeta, no solo no se cuente con la colaboración de los
poderes públicos, sino que haya que luchar contra ellos, lo que viene a
confirmar, según las tesis de Joseva, que los gobernantes, en la mayoría de
los casos, trabajan al dictado del dinero –llámese este, empresa multinacional
o grupo de presión—, no buscando el bien común.
105
JARDINES DE CARNAVAL Manfred Camelle
Los operarios la acaban de situar ceremoniosamente en el centro de la
sala. Manuela sonríe y acaricia el tablero. Las abuelas siamesas montan su
particular bulla. Aplauden igual que el día que trajeron la televisión de plasma,
aunque ahora pareciera que hay mayor intensidad en su errático palmoteo.
Sofía se ha perfumado con jazmín y empuja mi silla hacia esta mesa tan
redonda como una luna de parmesano. Apoyo mis nudillos y hago un repique
que suena a bulería. A ella estos arranques míos le hacen gracia. Los
celadores hacen bromas mientras acercan las otras sillas. Los “refugiados” que
todavía caminan, deciden cómo van a romper sus horas y algunos se marchan
al paseo. Manuela se coloca a mi lado. El timbre del fin de clases se escucha
desde el colegio vecino. Es como una sirena de toque de queda… pero esos
niños privilegiados no saben de toques y menos de guerras. Así está bien.
Sofía mira el carillón y taconea feliz abriendo las puertas. Es la hora de las
visitas y algunos se suman a nuestro taller clandestino. Yo preferiría pintar
mandalas, pero este cose-que-te-cose también es entretenido.
106
Mariana me hace un mohín señalando el atuendo peculiar de Sofía.
Ajusto mis lentes y veo lo bien que le sienta esa falda acampanada. Lleva el
pelo recogido y unos pequeños aretes, pero lo que más llama la atención son
sus stilettos rojos y me sorprende la ausencia de sus habituales zuecos con
agujeritos… Últimamente se le hinchan los tobillos. Agarro una hebra amarilla y
aprieto el primer nudo de la jornada. Mi Juan volverá en mayo. Eso prometió.
Solo tenía que ir a Bruselas a recoger algunas cosas, firmar papeles y
despedirse de “la francesita” de manera civilizada.
Sería cosa de poco, pero yo supe que sería cosa de mucho porque
mientras me contaba sus planes, se me iban mojando los ojos.
—¡Ay! Mi niño, ¿quién te mandaba?
***
Desde que tejemos los jardines de Sofía ya no vemos la tele. Preferimos
escuchar a Julia Otero y un trocito del programa que le precede. Manuela dice
que hemos montado un filandón. Antes sacábamos las sillas a la calle, ahora
nos hemos metido dentro, pero en esencia es el mismo patio de vecinos. Dicen
que vestiremos la mesa con unas faldas de terciopelo. A Manuela le faltan tiras
rojas y se levanta a azuzar a los encargados de la línea de corte. Yo aprovecho
para preguntar a Roberto, que es quien lleva el calendario al día, cuánto queda
para mayo.
A mi Juan le gustará esta mesa. Le chiflan las cosas redondas y
recicladas. Dicen que viene de un palacete de la calle Serrano que acaban de
derribar. Cerrado por derribo como en la canción de Sabina. Es emprendedor,
me refiero a mi Juan (Sabina no, ese es pintor), en verdad, es economista
circular, pero él dice que suena pretencioso. Le ha costado años convencerme
de que esta economía “en redondilla” es heredada, porque ya la empecé a
aplicar yo en los orígenes de mi fábrica, cuando caí en la cuenta de que el
proceso lineal de extraer, producir y tirar no podía funcionar más. En mi época
lo que se estropeaba, se arreglaba, pero ahora hemos involucionado hacia el
“usar y tirar” y así no vamos por buen camino. Si fabricásemos sabiendo que
podemos reutilizar el producto final, ganaríamos todos, el cliente y el fabricante,
pero, sobre todo, dejaríamos a la naturaleza descansar.
Hace unos años le conté estas cosas a la Otero por la radio.
107
—Me trataron con mucho respeto —digo en voz alta, para que puedan
oírme los demás—, hablé del reciclaje, que no podíamos continuar con nuestro
consumo patológico, que hay que tener conciencia colaborativa… —Roberto
asiente y le pide a su nieto que me preste atención—. Me salió una entrevista
del tirón, como en mis años mozos y ni se notó que se me había secado la
lengua… —Aprovecho para pedirle a un celador que rellene mi vaso de agua—
. Sofía, le mandaste el audio al chico, ¿fuiste tú? y te dijo que le había gustado,
¿verdad? —Sofía sonríe con ternura—. ¡Estuviste fantástica! —y vuelve a
girarse hacia la ventana. Sus mejillas están coloreadas y sus pestañas más
negras que nunca. Parece preocupada. Lleva una semana con la lavadora
estropeada. Será por eso. A mí me gustaba lavar mis camisones con jabón
casero. Manuela reniega, dice que ya no se levanta a por más rojos y se pone
a coser lo que le queda de verde.
—Las lavadoras no tendrían que ser de nadie. Bueno de la fábrica sí,
pero no de las personas. Las lavadoras tendrían que alquilarse y con el pasar
de los años se cambiarían por otras nuevas y así se aprovecharían las piezas
—añade el nieto de Roberto— y tendríamos que hacer lo mismo con los
lavavajillas, los frigoríficos y…
—¡Por supuesto! —interrumpo animosa—, incluso hay marcas de
coches que ya están en ello. —Manuela asiente y recuerda cuando se llevaron
su lavadora y luego la encontró en un contenedor con la puerta reventada,
como si la hubieran violado.
Una de las limpiadoras ha traído más bolsas del Refash-shop que nos
encantan. Se cortan muy bien y el nudo queda firme. Las bolsas del súper
también son resultonas. Sea como fuere, nuestra tarea es usar todo el plástico
que llegue a la mesa sin distinción, aunque los reyes de nuestros jardines sean
los disfraces de los colegios.
Nos gustan los carnavales escolares. Nos ilusionan los niños de colores
que iluminan las calles, y nos entretiene imaginar a la madre que hay detrás de
cada traje. Hay vestidos hechos a la carrera, con dibujos recortados al galope y
hay otros más elaborados, con pegatinas compradas ex profeso. Hay disfraces
unidos con cinta fina de doble cara y otros grapados a lo loco. De repente me
estoy acordando de la niña triste y suelto una retahíla de palabrotas.
Últimamente me da por ahí.
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Tengo una selección gourmet de palabras malsonantes guardada en
algún hueco entre las muelas y se me escapan como un salivazo. A Manuela le
disgusta. A Sofía le hace gracia. Este año todos los niños iban disfrazados.
Menos mal, por eso me he calmado. No puedo olvidar los ojillos apagados de
esa pequeña. Nadie se había molestado en hacerle su vestido y se notaba que
la maestra le había colocado una improvisada corona de papel antes de salir al
pasacalle…
Los niños se apelotonan delante de nuestro porche porque les damos
caramelos. A los niños no les importa rozar nuestras manos arrugadas. A esa
pequeña con corona de papel le regalé mi bolsa entera. Aunque cien
caramelos no borren vergüenzas.
—Si quieres descubrir a qué sabe la luna, tienes que ir escalando de
hombro en hombro. Vas del elefante a la jirafa, de la jirafa a la cebra y así
hasta llegar a la luna… —Eso me contaba el niño que iba disfrazado de cielo,
como si en su pequeño cuerpecito pudiera contenerse el mar de nubes que
cubría Madrid.
Es curioso que ahora se usen bolsas de basura para carnaval. Más de
usar y tirar no puede ser el asunto. Democrático. Barato. Sucio.
A Roberto se le han vuelto a escurrir las tijeras. Dice que es un trasto
viejo, un zarrio. Sofía sonríe. En la naturaleza no hay trastos, no hay basura, no
hay desechos. En la naturaleza todo tiene su uso y todo se reutiliza. La rueda
de la vida.
Trato de desabrocharme la chaqueta con la que me han vestido, pero los
botones se resisten. Manuela aparta mis dedos con delicadeza. Me abanico
con una postal del Manneken Pis y me dejo hacer.
—Me gustaría que fuéramos a casa a recoger nuestra ropa —le digo a
Manuela—, estas cosas son demasiado abrigadas y, además, tenemos que ir a
dar una vuelta. Las casas que no se ventilan, se acaban ahogando —afirmo
acariciando el tablero de castaño—. Teníamos una mesa parecida en el salón
blanco, ¿te acuerdas? Sobre ella firmamos la última empresa del chico ¡qué
ocurrencia!, pantalones vaqueros de alquiler. Imaginación no le falta. Es un anti
fast-fashion. Yo pensé que a la gente no le gustaría vestirse de prestado y mira
si me equivoqué porque le está yendo de perlas… —Agarro una hebra amarilla
y la paso con cuidado por uno de los huecos de la malla—. Siete mil litros de
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agua por cada vaquero y nueve kilos de ropa usamos cada persona al año.
Son cifras que no se olvidan. ¡Una exageración! Y para colmo, la mitad de
nuestra ropa se apolilla en los armarios…
—Vintage se escribe con uve de viento —canturrea Manuela.
En la radio dicen que la temperatura global del planeta ha subido más de un
grado, que liberamos el calor de cuatro bombas atómicas cada segundo, que
los polos se derriten y el nivel del mar ha subido diecisiete centímetros en cien
años. Nueva York, Valencia y no sé cuántas ciudades más, desaparecerán
bajo el agua.
—Juraría que Roberto me acaba de guiñar el un ojo —le susurro a Sofía.
Cuando Sofía ocupó el puesto de la antigua profesora, era una jovencita recién
salida de la facultad. Le temblaban los pinceles y a mí me parecía la chiquilla
más vulnerable del mundo. Supongo que por eso le amadriné al instante. Ella
me enseñaba sus primeros bocetos y yo las fotos de mi Juan. Quién diría que
aquella florecilla se iba a convertir en la “artista upcycling” que es ahora. Así le
llaman en el impredecible mercado del arte donde unos emergen y otros se
sumergen. Quién diría que lo que empezó como una necesidad de trabajar con
los materiales a su alcance, iba a ser un acierto. A menudo viaja para acudir a
sus exposiciones, pero siempre regresa aquí. Ella asegura que estar mucho
tiempo lejos de la casa de los refugiados, es robarle inspiración a la vida.
—Te preferiría a ti de nuera —Sofía se sonroja y acaricia su vientre.
Ella no sabe que un día les descubrí tonteando bajo el olivo. Y se reían.
Ella no sabe que con sus abrazos recupero algunos archivos de mi memoria y
soy capaz de recordar que en mayo nacerá mi nieto. Pinceladas de ilusión que
se desvanecen ante cualquier simpleza. Las mellizas se han puesto a regañar
por la misma hebra de plástico… y me distraigo. Y el troyano vuelve a
agujerear mi cerebro. Y necesito que alguien me reinicie.
—Esto que hacemos es como rezar un Rosario —afirma Manuela—,
nudo a nudo se rompen las horas. Si hiciéramos una oración por cada nudo, ya
tendríamos el cielo ganado.
—Pues tendríamos que haber empezado desde el primer jardín, porque
llevamos unos cuantos nudos perdidos —respondo.
Sofía abre la ventana y deja entrar un aire húmedo. La falda se pega
contra su cuerpo y dibuja sus esbeltas piernas. Es una mujer atractiva, aunque
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parece que últimamente está ganando peso. Quiero girarme y contarle a
Manuela esta observación mía, pero las abuelas siamesas tosen y protestan.
Me distraigo de nuevo. Roberto inspira y dice que huele a musgo del norte.
Suena el teléfono en el dispensario y alguien opina que las faldillas de la mesa
tendrían que ser de algodón porque el terciopelo sale caro.
—Nosotros, en la fábrica, fuimos los primeros en hilar con algodón
orgánico y luego empezamos a reciclarlo. Nos lo traían de Holanda. Su
“basura” deshilachada era nuestro oro —le digo al nieto de Roberto.
—Tu basura es mi arte —dice Sofía plegando una bolsa.
Anochece y las visitas se van yendo, pero los de la mesa redonda no
tenemos prisa. Las mellizas de Mariana se aplican a última hora porque este
jardín se colgará temporalmente en su colegio antes de viajar a Berlín y quieren
lucirse. A veces, cuando su abuela no vigila, las crías se hacen selfies con su
trocito de jardín. Así firman su parte.
—Los móviles no tendrían que ser de nadie. Tendrían que alquilarse,
como los teléfonos que te ponían antes en las casas —me giro hacia a
Manuela—. ¿Te acuerdas del de baquelita negra del despacho?
Manuela canta—: Baquelita se escribe con be de baile.
Roberto arranca una estrellita plateada y la aprieta contra la frente del
nieto pero no pega. A lo mejor si la chupara… En la cocina ya se escucha el
trastear de platos.
Huele a puré de verduras. Las zanahorias de nuestro huerto no son
como las de los anuncios. Las que nos crecen aquí son amorfas y peludas,
pero están sabrosas.
Sofía consulta su móvil, suspira y se calza los zuecos de agujeritos. Los
stilettos ojos los coloca bajo el perchero. Detenida. En ese instante la tarde
recupera la misma cotidianeidad de las otras trescientas sesenta y cinco tardes
del año.
Un papel arrugado cae sobre la mesa. A veces pasa… La gente nos
entrega una pelota de bolsas y se olvidan de tirar los tickets de sus compras.
Cuando encontramos un resguardo se lo pasamos automáticamente a Roberto.
Le chiflan los que tienen los artículos bien detallados y los guarda. Es un
coleccionista de gastos ajenos.
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Suena un claxon en la calle y las mellizas dan un beso fugaz a su
abuela. En la radio dicen que el noventa y cinco por ciento de los coches están
parados la mayor parte del tiempo. Los coches no deberían ser de nadie. Sería
mejor usarlos cuando los necesitemos y luego dejar que los coja otro. Con
gestos pequeños, el mundo puede cambiar a mejor. Las mellizas se abrochan
los abrigos y desaparecen agitando sus manos en el aire. A Manuela, un beso
fugaz como el de esas niñas, le haría bien. Me acerco a ella y le susurro, “te
quiero”.
Mariana recoge su labor, pero siempre se queda algún plástico
enganchado a la falda. Ella dice que nació con exceso de estática, pero lo que
tiene es exceso de durabilidad porque es la más longeva. Como si a ella le
faltara el gen de la obsolescencia. Gasta mucha energía, por eso le guardamos
las galletas de la merienda. Se despierta hambrienta y no aguanta hasta el
desayuno.
Somos austeros en esta casa, pero no pasamos hambre. Aquí comemos
solo lo que vamos a consumir. Aquí consumimos solo lo que necesitamos y lo
que necesitamos no viene de países lejanos. Aquí necesitamos cada vez
menos. Aquí compartimos lo que tenemos, no lo que nos sobra.
Sofía sujeta las piezas del jardín en la pared y se aleja unos pasos.
Medita. Es un momento grato de la tarde. También lo es para nosotros.
Roberto ha echado cuentas y dice que hoy hemos retirado cincuenta metros de
plástico de los océanos. Las hebras, al tener varios tamaños, parecen
hojarasca llena de vida y se agitan con la brisa de las ventanas. Los tonos son
vivaces y desde lejos nadie diría que se trata de unas cuantas bolsas
entrelazadas. Jardín Bruselas quiere llamarlo. Como si no quisiera olvidar su
último viaje. Le dije que mi Juan le haría de Cicerone porque es un buscador de
los pequeños tesoros escondidos de las ciudades.
Nunca pregunté si se habían encontrado…
La sala de manualidades se va quedando vacía. Casi todos los
refugiados esperan en el comedor mirando hipnóticamente sus platos de igual
manera que las mellizas miran sus móviles. Bajo el jardín de la pared siguen
aparcados los stilettos rojos.
112
Detenidos. Conteniendo pasos que no se han dado. Zapatos sin dueño.
Sofía dice que se los puso en Bruselas y le hicieron rozadura, pero son los
favoritos de él y claro…
—These shoes are a punishment from the Middle Ages —Manuela me
regaña y dice que deje de hablar en mi inglés raro. Está perdiendo oído.
El nieto de Roberto desenchufa su portátil. Me gustaría que ese cable
estuviera enganchado a la energía del viento. Este año está viniendo casi todas
las tardes. Dice que prefiere nuestro silencio al de la biblioteca. A veces le
gritan desde la calle. Su abuelo le anima a que se vaya con sus colegas. Pero
el muchacho y yo sabemos que los de ahí afuera… no son sus colegas. Los
amigos no hacen lo que hacen esos. Mi Juan es un experto reparador de
corazones dañados. Se lo presentaré y nos sentaremos aquí a charlar. Cuando
se tiene que hablar de dolor, no se puede hacer alrededor de una mesa con
esquinas.
***
No me acuerdo mucho del último día que pasé en la fábrica. Sé que me
homenajearon en una fiesta de despedida y que ya estaba Manuela en mi vida
porque anudó los cordones de mis Oxford. Acabamos cenando en Cándido y
nos hicimos unas fotos. Mi nuera estaba exultante y mira que es sosita la
pobre… Hacía mucho frío y aunque iba colgada de un brazo me resbalé y me
empapé de nieve sucia. “La francesita” aprovechó para recriminar mi abrigo de
sangre. No sé si el asco que sentí fue por mi jubilación, por las pieles que olían
a naftalina o por lo culpable que me había hecho sentir mi nuera. Se me
removieron las tripas. No tenía que haber aceptado el orujo de hierbas. Vomité
nada más llegar a casa.
—Esas fotos de la fiesta, ¿dónde estarán? Cuando vayamos a por la
ropa, las buscamos… Creo que las metimos en el secreter del salón blanco —
Manuela asiente con tristeza. Ella sabe que ya no hay fotos, ni secreteres y que
lo único que queda de nuestra casa es esta mesa redonda de castaño que nos
han traído hoy.
El que esteriliza a los gatos está aparcando su moto. El verano pasado
arrancó las baldosas para instalar el huerto. A la directora le atrae ese hombre
tosco. Solo sale del despacho cuando él ronda por la casa haciendo los
mantenimientos. Si pudiera, se encaramaría a unos tacones como los de Sofía,
113
pero tiene juanetes y poco arte para eso. Es una mujer peculiar, distante y
buena gestora, pero no le interesa la vida de los que llevan batas o los que
usamos pañales. El que manda siempre está solo. Esa es la frase que más le
he repetido a mi chico. Me costó dejarle las riendas de la fábrica, pero así
debía ser. Ahora todo está bien.
A la directora le disgusta que nos llamemos “los refugiados”, pero es lo
que ponía en el membrete de aquella postal tan graciosa que envió mi Juan:
“Casa de los refugiados climáticos de Madrid”.
El yogurt me da acidez, pero a Manuela no le protesto. Hay noches que
ponen flan, pero se conoce que hoy no toca. Los ascensores nos van subiendo
por turnos. Los que todavía caminan, como Roberto, se marchan cuando les da
la gana a la cama o se quedan en el cuarto de estar hasta las once. A mí me
tienen que hacer curas nocturnas, de las que no me gusta hablar, por eso me
recogen de las primeras.
Manuela me lee pedacitos de novelas y así me distraigo de las miserias
del cuerpo.
Nos han cambiado a la habitación de los dos balcones. Al principio nos
pusieron en una ratonera al lado de las escaleras y era incómoda. Ahora todo
está bien.
—Quiero que me entierren bajo el olivo que da sombra a las tomateras
—le confieso bajito, como si fuera un secreto.
—Así sea —afirma Manuela suspirando.
—¿Cuánto queda para mayo? —pregunto con la boca torpe por los
efectos de la pastilla del sueño.
—Mayo se escribe con eme de amor —canta mientras estira el embozo
de mi sábana.
114
L A CHICA DE LOS OJOS AZUL OSCURO Rosana
Ricardo llegó a su casa después de la jornada de trabajo y de pasar un
rato por la ONG donde echaba una mano a gente necesitada. Después de una
reconfortante ducha se plantó delante de la tele en pijama, pensando en
desconectar con cualquier cosa. Sin embargo, al encenderla, la imagen de la
pantalla captó su atención: una joven aparecía inmutable frente a una
retroexcavadora que se acercaba amenazante. Le recordó enormemente a la
imagen de aquel chico de la matanza de Tiananmen, allá en los años ochenta,
delante de una larga fila de tanques que avanzaban igualmente impasibles.
Se quedó mirando la noticia, aunque no logró escuchar el principio. Al
parecer, por alguna razón, querían desalojar a aquella chica de su casa. Algo
relacionado con la factura eléctrica y sus condiciones de vida. Supuso que se
trataba de alguna indigente a la que querían echar de su chabola, así que se
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fijó en que en la parte inferior de la pantalla aparecía el lugar donde estaba
pasando todo aquello y decidió acercarse. Se cambió de ropa y salió para allá.
El lugar estaba a las afueras de la ciudad, pero no estaba lejos de su
casa. Realmente le había producido mucha curiosidad tanto ruido alrededor de
aquello y la imagen había sido impactante.
Al acercarse no le pareció que el lugar fuera algo así como un vertedero,
según habían informado en la tele. Más bien le pareció un lugar de otra época,
como si hubiera vuelto a los ochenta o a los noventa de nuevo. Para llegar
hasta la casa que había visto en la retransmisión había que atravesar una zona
verde que, aunque estaba bastante crecida, no parecía realmente descuidada
como se desprendía de la noticia, sino simplemente desbordante de
vegetación, y la casa, pequeña, tampoco le pareció una chabola. Al contrario,
aunque los materiales con los que estaba construida eran poco habituales, la
edificación tenía buen aspecto y claramente estaba bien mantenida. No
acababa de comprender qué era lo que le transportaba al pasado de aquella
manera, así que se paró un momento a observar.
«Claro», pensó, «ese coche junto a la casa es un Fiesta». Hacía mil
años que no veía uno así, pero igual que todo lo demás, estaba limpio y
parecía recién comprado. Continuó mirando a su alrededor y le llamó la
atención una estructura metálica de tubos de colores que, de nuevo, le hicieron
sentirse un chaval. Era un viejo juego de parque infantil de su época de niño,
pero también estaba reluciente, como si le acabaran de dar una mano de
pintura. Según se acercaba a la puerta de la vivienda pudo ver, en el porche de
entrada una pequeña mesa y una silla a juego.
«Dios, son iguales que las de mi colegio, con ese acabado de melamina
verde», pensó incrédulo ante tantas cosas, tan viejas y a la vez tan nuevas. Al
otro lado del porche, una mesa camilla y una mecedora le volvieron a
sorprender.
No consiguió encontrar el timbre, así que llamó usando la aldaba de
estilo clásico que había atornillada a la puerta. Al poco tiempo preguntaron
desde el otro lado de la puerta.
—¿Quién es?
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—Buenas tardes —contestó, alzando la voz para que le oyeran—, me
llamo Ricardo y me gustaría hablar contigo. Soy voluntario en una ONG social y
creo que puedo ayudarte.
Después de un silencio que parecía no acabarse nunca, por fin notó
como se abría la puerta lentamente y poco a poco fue apareciendo la figura de
la chica que había visto en la tele. Tenía una larga melena negra y un rostro
blanco salpicado de pecas que enmarcaban unos enormes ojos azul oscuro
que la hacían digna de un cuento. Parecía que todo en aquel lugar era
asombroso y la belleza de aquella mujer era verdaderamente cautivadora, tanto
que se quedó un buen rato embobado contemplando aquella imagen, como
quien contempla un cuadro de Sorolla.
—¿Por qué crees que puedes ayudarme? —preguntó la joven—. ¿Tú
también me vas a ofrecer un chalet en la sierra? —continuó irónica.
Saliendo de su ensueño, Ricardo retomó su actitud de voluntario y
cortésmente le empezó a aclarar cómo desde su ONG podían gestionarle
recursos jurídicos gratuitamente para optar al bono social, como consumidora
vulnerable, dado que se encontraba a las puertas del umbral de la pobreza.
Se dio cuenta de que la cara de la chica era de puro escepticismo y su
charla, tan ensayada, empezó a bajar de velocidad hasta que por fin le
preguntó por su expresión.
—Mira, yo no sé qué andan contando por ahí los periodistas, pero creo
que estás algo equivocado conmigo. ¿Te apetecería un té? Acabo de preparar
—y mientras Ricardo asentía, le señaló la mecedora y le invitó a sentarse. Al
poco rato salió con una bandeja en la que llevaba una vieja tetera y dos tazas
completamente diferentes una de otra. Lentamente tomó asiento al otro lado de
la mesa camilla y sin prisa comenzó a hablar:
—Acabo de sentarme en mi silla de la entrada. Comodísima. Era de mi
abuela y con unos pequeños arreglos quedó perfecta. Cada vez que me siento
en ella, me acuerdo de tantos buenos momentos que pasé con ella. ¿Cómo te
llamas? —preguntó Ruth.
—Ricardo —respondió él y, también sonriendo, añadió—: este té está
buenísimo.
—Gracias, Ricardo, yo soy Ruth Kreis. —Y tras unos segundos de pausa
premeditada, continuó—: Todo lo que ves son objetos recuperados de las
117
obras de construcción de esta casa, heredados de familiares o amigos, o
cedidos por empresas o instituciones cuando dejaron de ser útiles en su
ubicación original y reutilizados, a veces, de una nueva forma en todo o en
parte y casi siempre después de ser reparados. Ninguno de estos objetos ha
llegado a estar nunca en la basura. Simplemente son de segunda mano.
Tienen un nuevo uso en un lugar nuevo.
—Recuperados, reutilizados, reparados... ¡cuántas erres! —comentó
Ricardo, sonriendo.
—Sí, es el concepto multi-R: repensar, rediseñar, refabricar, reparar,
redistribuir, reducir, reutilizar, reciclar, recuperar energía. No lo he inventado yo,
pero sí que lo aplico tanto como puedo.
Ricardo se quedó con la sonrisa en la cara y con la sensación de ser un
poco pardillo. No había oído nunca ese concepto.
—Ah, yo solo conocía tres de esas erres: reducir, reutilizar y reciclar,
pero lo que dices tiene mucho sentido. ¿Y por eso te han sacado en el
telediario?
—Bueno, por eso y por algo más. Las grandes corporaciones invierten
mucho en frenar la expansión de estos conceptos, especialmente el de la
recuperación de energía. Esta casa cuenta con varias medidas de ahorro
energético, como una capa de aislamiento ecológico de corcho, adosada al
exterior de la fachada, ventanas con rotura de puente térmico, cubierta verde y
más elementos pasivos. Así que realmente el consumo de energía es muy
pequeño. Y ese poco gasto energético lo cubro holgadamente con placas
solares, una caldera geotérmica y, bueno, con más técnicas. Alguna de ellas es
precisamente la que pone tan nerviosas a las multinacionales.
—Pero eso que me cuentas ya empieza a ser prácticamente obligatorio,
¿no? Soy ingeniero industrial y me consta que en edificación la tendencia es
precisamente la de los edificios de consumo de energía casi nula, e incluso
positiva. Este tema me interesa, porque todos sabemos que a este ritmo nos
cargamos el planeta de forma irreversible. ¿Por qué se iban a molestar las
multinacionales en una pequeña e insignificante usuaria de una de esas
viviendas?
—Ya —asintió Ruth—, todo eso está muy bien cuando parece bastante
teórico, pero casi inalcanzable en la práctica. Si eres ingeniero sabrás que
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precisamente la clave está en el almacenamiento de la energía eléctrica.
Mientras no se supere ese escollo, todo el tema de las renovables se queda
siempre en un segundo plano, con la dependencia ineludible de la red eléctrica
general. A mi casa no llega la red general. Soy autosuficiente energéticamente
hablando.
Ricardo se la quedó mirando con cara escéptica.
—Con las renovables es imposible ser autosuficiente, tú misma lo has
dicho, no se puede garantizar el servicio continuo de la energía y su
almacenamiento a largo plazo es difícil. Las eléctricas no tienen nada que
temer, siempre dependeremos de ellas.
Ruth se tomó unos instantes, se levantó despacio y le indicó con un
gesto que la siguiera. Así lo hizo Ricardo y atravesando la casa, salieron por la
puerta trasera hasta el fondo del jardín, donde había una caseta de aperos
hecha de madera. Ruth abrió la puerta y, para su sorpresa, lo que vio allí no
eran herramientas, ni trastos almacenados, sino una serie de cajas metálicas
interconectadas. Miró con curiosidad y se acercó para verlas con más detalle.
Al girarse encontró a Ruth muy cerca de él y entonces ella le susurró:
—Esta es la razón por la que salí en las noticias... Esto que ves es
exactamente lo que estás pensando, son baterías de almacenamiento de
energía. Pero no son unas baterías corrientes. Estas son capaces de
almacenar hasta un 3.000% más que unas de las que podemos encontrar en
un distribuidor corriente. Funcionan con una tecnología puntera basada en un
nuevo tipo de electrodo de grafito, que proviene del helecho. Esto es lo que les
pone nerviosos y por lo que han organizado el teatro ese que has visto en la
televisión. Por suerte no estoy sola. Unos amigos llegaron a tiempo, justo
cuando las retroexcavadoras iban a demoler mi casa. Algunos de ellos son
abogados y sabían exactamente qué decirles ante esa situación, así que no les
quedó más remedio que irse.
En ese momento vieron unos destellos de luz cortando la oscuridad de la
noche, que ya había caído sobre ellos. Salieron del cobertizo sin hacer ruido y
se dirigieron de nuevo a la casa. Desde allí pudieron observar cómo dos
hombres uniformados con un mono azul se acercaban al cobertizo del que
acababan de salir. Al llegar a la puerta comenzaron a manipular la cerradura
insistentemente. Ricardo miró a Ruth nervioso. Ella le devolvió la mirada.
119
—No les va a resultar fácil abrir esa puerta, pero tampoco es infalible. Si
insisten, al final lo conseguirán —le dijo en un tono muy bajo de voz, casi en un
susurro de nuevo. Y casi en el mismo momento, abrió la puerta trasera
estrepitosamente, con un móvil en la mano y, con voz alta y firme les gritó a los
hombres—: Estoy grabando todo lo que estáis haciendo. Si no desaparecéis de
inmediato de mi vista, esto sale para la policía echando leches y después a mi
canal favorito de televisión.
La amenaza funcionó y los hombres salieron corriendo sin mirar atrás.
Ruth salió rápidamente detrás de ellos y Ricardo la siguió a toda velocidad,
pero solo alcanzaron a ver el polvo que dejó la camioneta en la que habían
huido.
—¡Qué rápida has sido! Me has dejado de piedra con lo del móvil. Sí que
estás preparada, ¿te había pasado esto antes? —le dijo Ricardo excitado por lo
que acababa de presenciar.
—La verdad, para mandar un vídeo con este móvil, me haría falta un
milagro. No estoy precisamente a la última en tecnología, soy más de alargar la
vida al móvil hasta que ya no dé más de sí... ya sabes, la R de reducir. Reducir
en consumo, o en consumismo, más bien. Pero un buen farol es una estrategia
de toda la vida que funciona divinamente. La R de reutilizar... el cerebro —dijo
Ruth levantando una ceja y sonriendo, como quien está ya de vuelta de
muchas cosas—. Y no, no me había pasado nunca esto. Hasta ahora se
habían limitado a enviarme cartas o a abogados ofreciéndome sumas de dinero
o cambiarme la casa por un chalet, pero nunca mercenarios. Esta tarde ha sido
la primera vez que intentan destruir mi propiedad, primero con las excavadoras
y ahora con esos desgraciados —dijo, borrando la sonrisa de su cara—. Ahora
veo que acaban de empezar mis problemas de verdad. No pensé que estas
cosas pasaran en la vida real. La verdad, no sé cómo voy a salir de esto, no
soy ninguna Juana de Arco...
La mente de Ricardo no paraba de moverse buscando una solución. Se
había quedado impactado con todo lo que había vivido en esa tarde.
Realmente era la lucha de David contra Goliat, pero la idea de dejar a Ruth a
su suerte le parecía una traición a sus propios principios. Después de tantos
años como voluntario de ONG había aprendido que la fuerza reside en la unión
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de muchas voces y de muchas manos. Muchas pequeñas acciones que juntas
formaran un gran movimiento.
A la vez, Ruth daba vueltas y más vueltas a su cabeza tratando de dar
con algo para salir del lío en que se había metido. Tenía la sensación de tener
la solución delante de sus narices, pero estaba nerviosa y necesitaba
tranquilizarse un poco para poder pensar. Se quedó con la mirada perdida
sobre Ricardo sin darse cuenta, como si fuera transparente. Así transcurrieron
algunos minutos, ambos en silencio. Ruth fue calmándose mientras la figura de
Ricardo fue haciéndose nítida ante su mirada y comenzó a pensar en cómo le
había conocido esa misma tarde, aunque parecía como si hiciera años de ese
momento en que le vio al abrir la puerta de su casa. ¿Qué hacía él allí? ¿Por
qué había ido a verla? Las preguntas surgían una detrás de otra en su cabeza
hasta que algo hizo clic dentro de ella. «¡Claro!», pensó, «había sido la
televisión».
—Ricardo, esa es la clave, tenemos que dar a conocer esto a todo el
mundo. Es la única manera de que no vuelvan las excavadoras. Las redes
sociales, los medios de comunicación, tenemos que usar todo lo que esté a
nuestro alcance para difundirlo. Hay que decirle a la gente que esto es posible,
no basta con que lo sepamos unos pocos. Todos somos capaces de vivir mejor
con menos, de aplicarnos todas esas R... Es el momento R en la Economía
Circular —sentenció finalmente Ruth con una gran sonrisa.
Ricardo se contagió del entusiasmo de Ruth y juntos empezaron a
planear la estrategia. Las horas pasaron rápidamente aquella noche, en medio
de una frenética actividad con la que pusieron en pie un plan a gran escala.
Había que unir todas las iniciativas conocidas: páginas web, blogs, plataformas
virtuales, pero también había que ir a contarlo a colegios, ayuntamientos,
organizaciones sociales y profesionales. La información era la clave y el tiempo
jugaba en su contra. Debían llegar a cada hogar y a cada centro de trabajo.
Empezaron por sus conocidos y allegados, buscando expertos en
determinados campos, como los de la comunicación y la publicidad. En
realidad la información estaba ahí, al alcance de todos, pero no había calado
aún en la sociedad. Había que dar el empujón final para dar el salto definitivo a
un sistema en el que el usar y tirar estuviera mal visto, donde la reparación
fuera el camino natural de lo que se estropea, mucho antes de tener que
121
deshacernos de algo. Donde nadie aceptara una bolsa de plástico en el
supermercado y donde la propia sociedad exigiera su liberación de las redes de
energía convencionales en favor de las renovables. En definitiva, había que
Repensar y Rediseñar para cambiar de una vez el rumbo lineal en el que se
mueve el mundo. No se trataba solo de salvar a Ruth, sino de que todos
pudieran vivir como ella, en equilibrio con el planeta.
Cuando quisieron darse cuenta ya habían salido los primeros rayos de
sol. Estaban agotados después del intenso trabajo y decidieron parar un rato a
tomar un café y comer algo antes de continuar, porque aun no habían
terminado, quedaba mucho por hacer. Mientras preparaban el desayuno
encendieron la radio y se quedaron paralizados al oír a un parlamentario bien
conocido haciendo suyas algunas de las cuestiones que habían estado
difundiendo aquella noche. Encendieron la televisión y también allí, en los
debates de primera hora, se hablaba de ello y, por lo que pudieron entender en
esos primeros minutos, se habían producido algunas dimisiones en puestos
relevantes del gobierno. Se asomaron a los periódicos y también allí aparecían
artículos que hablaban de cerrar el ciclo de vida de los productos, con enlaces
a los sitios que habían estado publicando la noche anterior. Por todas partes se
veían flechas circulares. Incluso se estaba estudiando duplicar el presupuesto
asignado a I+D+i dentro del Ministerio de Energía y crear una Dirección
General de Economía Circular, debido a la presión social generada en las
últimas horas.
Alguien llamó a la puerta y cuando abrieron no podían creer lo que veían
sus ojos. Había decenas de periodistas con cámaras y micrófonos, lanzando
preguntas sobre este movimiento y sobre lo que cada uno puede hacer, el
papel de las empresas, de las instituciones... fue una verdadera avalancha que,
desde luego, no esperaban, al menos no tan pronto. Realmente era abrumador
el poder de internet. Por suerte llegó el amigo de Ruth que era abogado y
empezó a poner orden en todo aquel caos de gente. Ruth le había puesto al
tanto de lo que estaban haciendo desde la noche anterior y él se presentó allí
simplemente para hablar con ella. No se esperaba tampoco aquella
repercusión, pero estaba más fresco que los otros dos y poco a poco organizó
una improvisada sala de prensa frente a la casa de Ruth, en el jardín delantero,
donde informaron de lo que habían estado poniendo en marcha aquella noche.
122
Les facilitaron información y datos sobre tantas y tantas iniciativas
relacionadas, incluso les remitieron a otros países donde ya existían proyectos
públicos que estaban probando su funcionamiento a pequeña escala local.
Parecía como si estuvieran hablando de algo nuevo, cuando en realidad hacía
décadas que existía este movimiento y que incluso se había instalado en las
instituciones europeas.
Los días que siguieron fueron tan frenéticos como la noche anterior, y
ocurrieron cosas tan inesperadas y sorprendentes que no podía creer lo que le
estaba pasando. Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados,
pasando de vivir su tranquila vida de persona anónima, aunque luchadora y
con buenos amigos, a ser un personaje público que atendía entrevistas en los
medios y se reunía con instituciones. En una ocasión llegó a encontrarse con el
mismísimo Presidente, junto con Ricardo y otros activistas de ONG que
promovían la economía circular y los cambios sociales a gran escala. No era
capaz de llevar la cuenta de los días, pues estos se sucedían a un ritmo
vertiginoso, siempre trabajando, sin descanso.
El momento más impactante ocurrió una tarde, ya hacia última hora,
cuando estaban terminando de escribir un artículo que les habían pedido para
un semanal de distribución nacional. Recibió una llamada y Ricardo la cogió.
Con cara estupefacta le pasó el teléfono y escuchó en alemán —Merkel. Guten
Abend, Frau Kreis. Gratuliere!— y una larga parrafada más en la que la
mismísima canciller del motor de Europa alababa sus méritos y sus logros en la
difusión y empuje de la economía circular hasta alcanzar la primera línea de la
política mundial, destacando que siempre había sido un asunto de gran
importancia, pero siempre a la sombra de tantos otros asuntos. Y acabó
felicitándola por su labor, junto al resto de asociaciones, profesionales y
voluntarios que estaban haciendo posible lo que parecía no llegar nunca,
aunque fuera el giro más importante que iba a dar el ser humano desde la
invención de la máquina de vapor.
***
Aquella noche se fue a dormir con el corazón palpitando a toda
velocidad, pero su nivel de agotamiento era tal, que no tardó en caer dormida
en un sueño profundo y reparador.
123
Al día siguiente el sol la despertó con su calor entrando en su habitación.
Se encontraba en paz con el mundo. Se respiraba una inusual calma. Era
tarde, pero no había sonado el teléfono, así que decidió adaptarse al ritmo que
le marcara el día y tomarse un respiro mientras la dejaran tranquila. Resolvió
no encender el ordenador, ni la tele, ni la radio. Tampoco leería el periódico.
Desayunó pausadamente en el porche, tomando cada minuto como un
preciado tesoro y se propuso dedicarle su día al jardín y al huerto.
Salió con sus herramientas de jardinera y comenzó a quitar malas
hierbas, colocar ramas y comprobar el avance de sus calabacines. El día
transcurría despacio por una vez en mucho tiempo mientras cuidaba de sus
plantas, en cuclillas; pero algo en su cabeza martilleaba como un mensaje
cifrado, que no acababa de entender. Hasta que de repente cayó en la cuenta.
Se sentó de golpe en el suelo y abrazando sus piernas flexionadas comprendió
lo que estaba pasando: «Claro», pensó, «todo ha sido un sueño.»
Comenzó a analizar sus recuerdos tratando de distinguir el sueño de la
realidad, hasta llegar al momento en que comenzaron a entremezclarse. Fue
recorriendo sus vivencias hacia atrás. ¿Realmente había hablado con Angela
Merkel? ¿Llegó a reunirse con el Presidente? ¿Hicieron aquella rueda de
prensa en el jardín? No sabía ya si habían pasado aquella noche frenética
montando la distribución del ideario y puesta en práctica de la economía
circular. ¿Quisieron de verdad forzar la puerta de su caseta de las baterías?
¿Fueron las excavadoras a su casa? Era incapaz de reconocer hasta dónde
llegaba el sueño y hasta dónde su vida real... ¿Existía Ricardo?
Así, sentada en el suelo, con la mirada perdida entre las plantas, su
cabeza se esforzaba por encontrar respuestas. Sus enormes ojos azul oscuro
no veían y sus oídos no oían lo que había a su alrededor, metida como estaba
en sus pensamientos.
Sobre la mesa de la cocina, su móvil hacía un rato que sonaba
insistentemente. Un largo número de multitud de dígitos aparecía en pantalla.
124
LA MONTAÑA BLANCA Bejarano
¿Qué ocurriría si fuéramos capaces de diseñar un
sistema que, de forma segura, capturara el fosfato ya
en circulación, en lugar de desecharlo como lodo?
“De la cuna a la cuna”
McDonough / Braungart
Durante cuarenta largos años se estuvieron vertiendo los residuos en la
marisma, de cualquier manera, sin encomendarse ni a dios ni al diablo. Primero
fueron los de la fábrica de fertilizantes, pero cuando los responsables de otras
industrias comprobaron que todo el monte era orégano, optaron por callar,
otorgar y sumarse a la fiesta. Allá que fueron a parar entonces no ya las
vergüenzas de toda la industria química emplazada en las cercanías, sino que
llegaron incluso los residuos radiactivos de una acería accidentada en una
provincia limítrofe, a más de doscientos kilómetros de distancia.
Con el tiempo la marisma se fue haciendo monte subrepticiamente; sin
que la ciudad se pudiera dar cuenta emergió una montaña blanca de
125
fosfoyesos que lentamente acabó por transformar la viva suavidad salobre de
esas planicies, en un fantasma de polvo y silencio.
El ingeniero Bejarano había elaborado un detallado informe en torno a
las nuevas normativas aprobadas por la Unión Europea, el cual envió con
registro de entrada al director de la fábrica de fertilizantes y por extensión a
todo el staff directivo. Como no recibiera más respuesta que un comentario en
mitad de un pasillo, en el que un compañero le advertía de que esas cosas no
se trataban en la fábrica, y que era cosa de los propietarios, Daniel Bejarano
hizo lo que tenía que hacer por el bien de la fábrica, que consideraba después
de tantos años poco menos que su propia casa. Revisó el informe, aportó
nuevos datos y lo remitió esta vez al consejo de administración de la empresa,
a través del mismísimo director general.
Se trataba de un informe técnico muy riguroso, escrito por él y por lo
tanto desde la propia empresa, y en el que entre otras cosas daba cuenta de
que los vertidos iban a cesar, a poco que la Unión Europea fuera consciente de
la barbaridad que allí se estaba cometiendo. El ingeniero Bejarano hacía
además una propuesta que finalmente terminaría llevándose a cabo, la
deslocalización de la sección de fertilizantes, trasladando la producción a otro
país. El informe, metódico y hasta brillante en su ejecución, aconsejaba la
construcción de una nueva factoría, más cerca a la materia prima, los fosfatos
del Sahara, y en un país donde una legislación más laxa permitiera que los
residuos se pudieran verter en zonas que en todo caso, por responsabilidad
moral, deberían estar acondicionadas y seguras, con las necesarias medidas
proteccionistas que evitaran en un futuro próximo que se volviera a repetir una
situación como la de ahora en las marismas. Insistía el ingeniero en que los
vertidos incontrolados tenían fecha y hasta hora de caducidad, la cual señalaba
en la conclusión del informe en los primeros días del siguiente año. Sin que
hubiera lugar a más prórrogas ni aplazamiento alguno.
Un par de meses después de que llegara el informe de Daniel Bejarano
a las oficinas centrales, de que se registrara y se hicieran las pertinentes copias
para el director general y para los miembros del consejo de administración, y
tan solo un par de semanas antes de que el ingeniero se tomara las vacaciones
de verano, la empresa le vino a ofrecer una indemnización más que generosa y
el salario base de catorce pagas anuales hasta que cumpliera la edad
126
necesaria para jubilarse. La oportunidad de cambiar el viejo Robalo 2660 por el
Catarsi Mangiamari que tenía en venta Alarcón el del varadero viejo, no le hizo
dudar ni un minuto, aceptó la oferta y firmó el finiquito que le puso por delante
un conocido despacho de abogados de Madrid; uno que mezclaba en su
rúbrica apellidos de antiguos ministros y banqueros a partes iguales.
Fue la tarde en que estrenó la nueva embarcación, cuando cayó en la
cuenta de que aquel monte de residuos tóxicos y peligrosos podría haber
tenido algo que ver en su sorprendente, aunque agradable caída. Enfilaba con
su amigo y habitual compañero de pesca Amador Quiroga, el canal de los
muelles en la reluciente embarcación, limpios los cromados, engrasados y
puestos a punto los motores, cuando al virar hacia poniente por el muelle de
pescadores se manifestó en toda su grandeza la montaña blanca. El sol le
daba de pleno e irradiaba un color irrealmente blanco. La ausencia de vida
apagó hasta el sonido del agua chapoteando en la proa, el monótono sonido
del motor se hizo sordo y por encima de todo un pitido apenas audible se le
metió muy adentro de sus pensamientos y de su conciencia al ingeniero Daniel
Bejarano, cincuenta y siete años, casado, con dos hijas y feliz justo hasta ese
instante.
Puso proa Bejarano hacia la boya del petrolero, para andar unas millas
hacia poniente y estar de vuelta antes de que se pusiera el sol en el Club
Náutico. Amador fue describiendo las virtudes y bondades de la nueva
embarcación, y como viera que el patrón se mantenía serio y no hablaba, le
hizo relación de las novedades que con ese barco podrían incluir en las
jornadas de pesca que se les presentaran en adelante. Tampoco Amador se
preocupó por el carácter de su amigo en aquellas apenas dos horas de
navegación, achacando su seriedad y su silencio a la responsabilidad de estar
al mando de una embarcación nueva y por descubrir, al querer entenderse con
el barco porque a los barcos, como a todas las cosas vivas, se les debe hablar
desde el silencio.
Amarrado el barco nuevo en su pantalán, Amador se quedó
observándolo y aún dando favorables opiniones sobre la manera en que
navegaba, lo marinero que era y la limpieza que mostraba sobre el agua. Como
no obtuviera respuesta se dio la vuelta para percatarse de que Bejarano estaba
ya en las puertas del restaurante del Club, como a cien metros del amarre en el
127
que se había quedado Amador hablando solo. Cuando le dio alcance, el
ingeniero estaba saludando a gente conocida de ambos, por lo que ya no hubo
lugar a reproches. Quedaron para ir un par de días después a los marlines con
el cojo Lirola. Bejarano se marchó con sus soledades y Amador se quedó con
un gin-tonic y con otros dos elementos discutiendo de fútbol. Dos días después,
tal como habían quedado, se volvieron a ver.
El cojo Lirola conocía el río y las costas aquellas como nadie, entre otras
cosas porque en ellas se había criado. Su hermana solía decir que aprendió a
nadar antes que a andar, y era cierto. La cojera le vino de un día que se saltó el
muro del matadero para torear unas vacas, pero no porque las vacas fueran
bravas y le embistieran de mala manera, sino porque al descolgarse, siendo de
noche como era, se dejó caer justo por donde había apiladas unas cajas,
perdió el equilibrio en el oscuro y ciego salto cayendo de mala manera. Sacarlo
de allí fue toda una odisea, y luego en el hospital le arreglaron regular la rodilla.
Como no hay mal que por bien no venga, cuando iba a cambiar el tiempo entre
el menisco y el tendón de la rótula le daban con antelación cumplido aviso.
En las soledades del muelle caía la lluvia con desgana, tan míseramente
que el cojo Lirola estaba tan ricamente sentado en un noray con las piernas
cruzadas, protegido apenas por una gorra del capitán mercante que nunca fue,
fumando en silencio. Amador daba vueltas a su alrededor, con el móvil en la
mano mientras giraba hacia la izquierda y el móvil en la oreja cuando viraba a
estribor. Habían estado esperando solo cinco minutos hasta que asomó Daniel
Bejarano por las puertas del Club. Amador le dio dos voces que el ingeniero ni
contestó. El cojo tiró el pitillo al suelo, descruzó las piernas, se incorporó y
aplastó la colilla con la pierna buena o con la otra, a saber, porque la cojera era
sutil y hasta le daba cierto aire elegante al caminar.
Desamarrado el barco y antes de salir del pantalán, el cojo Lirola dijo
que pasada la boya del petrolero, cuando se alinea la primera de las casas
verdes de la playa de Levante con un pino muy gordo que está por detrás, se
toma rumbo sur suroeste y ya está, que por allí más o menos a diez o doce
millas estarían los marlines. Amador lo miró con los ojos muy abiertos y
Bejarano, sabiendo que lo que decía el cojo iba a misa, se propuso seguir sus
indicaciones sin más. A su lado permaneció Amador mientras que Lirola, dadas
sus indicaciones y aceptadas por el resto de la tripulación, procedió a
128
escurrirse por la banda de estribor agarrándose como pudo a obenques y
estáis. Una vez en la bañera colocó una colchoneta sobre el balcón de popa,
abrió un tambucho del que sacó una nevera y de la nevera una cerveza helada,
cerró el recipiente de poliespan, sobre el que descansó las patas, la mala y la
buena; abrió la cerveza, dio un suspiro y se desentendió de todas las
maniobras y quehaceres del barco. “Cuando lleguemos te aviso”, le gritó con
ironía desde la cabina Amador. Pero no hacía falta, el cojo tenía un sexto
sentido y a los marlines había quien decía que los olía. Puede.
Al salir de la bocana del puerto el ingeniero dejó la caña del timón a
Amador y bajó a por unos prismáticos. Se apoyó en la cabina por babor
dirigiendo las lentes hacia lo que en breve se tendría que asomar, aquella
montaña blanca abarloada ya para siempre a la ciudad.
—En media hora estamos en Rompeculos, Daniel.
—No, si no estoy mirando a la playa.
—Es que por aquí no hay nada que mirar.
—Ya.
—¿Has visto como suena el motor?
—Redondo.
—Ya lo creo. Vaya pedazo de barco que te has ligado. De tómbola, tío.
—Sí, Alarcón lo tenía bien cuidado. No sé cómo se ha desprendido de
él.
—Pues por qué va a ser, porque tiene otros dos que iban a ir al
desguace, pero los está recuperando y los va a dejar de lujo. Como este,
seguro.
—Eso suponía yo y eso me dijo.
Amador miraba de soslayo a Bejarano y el ingeniero no paraba de mirar
hacia la enorme masa blanca y aparentemente inerte, a los cuarenta años de
andar vertiendo los lodos en las tranquilas e inocentes marismas. A Amador le
picaba la curiosidad, y como no tenía otra cosa mejor que hacer ni nadie con
quién hablar, estando como estaba el cojo en la popa y a su aire, quiso saber
qué andaba observando con tanto interés el ingeniero.
—¿Pero qué coño estás mirando por ahí, si ahí no hay nada?
—La montaña blanca, Amador, la montaña blanca.
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—¡Coño, los fosfoyesos! ¡Vaya tela! No me comía yo un pescao de aquí
ni aunque me estuviera muriendo de hambre.
—Hombre, el pescado, que se sepa, no tiene residencia fija. Los
venenos de aquí se los comen todos los que por aquí pasen. Tú de metales
pesados, con todo el pescado que comes, tienes que estar hasta la coronilla,
de modo que un robalo o una baila que engancháramos por aquí, no estaría
mal. Y una más o una menos, tampoco sería para tanto.
—Para tanto y para tanta. No me jodas.
Amador viró suavemente y enfiló el canal por la boya del petrolero tal
como había avisado el cojo. Bajó la velocidad, quitó la marcha y el apagado
motor permitió que se oyera el chapoteo del agua en la obra muerta de la
embarcación.
—Aquí se pescaban robalos en cantidad, de kilo y medio el más chico, y
pargos que ni te cuento, y corvinas a punta pala, y hasta un zafío que medía lo
menos cuatro metros cogí yo una vez con el Nani y el Manuel.
—¡Exagerado!
—¡Por la salud de mi madre!
—Congrios de cuatro metros no hay.
—¡Ay que no! Y de exagerao, nada. Cuatro metros, cojones. Que te lo
digo yo y si no el Nani que venía conmigo, o Manuel el del kiosco del Liebre.
Tenía una cabeza que parecía la de un tío. Ahora aquí no hay nada, y si
hubiera desde luego yo no echaba aquí la caña ni loco. Y ahora mira lo que hay
ahí delante.
Amador había dejado el barco al pairo y este se había girado hasta
trazar la crujía una línea perpendicular a la línea de costa. Delante había una
mancha en el agua dibujada con un azul más claro que asemejaba un río, y
flotando en aquel fluir, peces muertos. Detrás, la montaña blanca. El barco y
Bejarano quedaron en absoluto silencio, solo el leve golpear del agua en las
bandas daban vida a la escena.
—Son los lixiviaos —interrumpió Amador las meditaciones del ingeniero.
—¿Y tú qué sabes qué son los lixiviados?
—Pues lo sé. Tú que te habrás creído. A ver si ahora los únicos que
sabéis hacer la o con un canuto sois los ingenieros. Los lixiviaos son la mierda
que suelta todo eso de ahí enfrente por abajo sin que nos demos cuenta.
130
Veneno, Daniel Bejarano, veneno puro, a ver si te enteras. Tantos años en la
puta fábrica esa de los huevos me habrá servido para algo. A ver si te enteras,
chaval, que yo también conozco todo esto. A ver si te enteras.
—Sí que me he enterado, Amador, sí que me he enterado. Cuando
llegué aquí, y va ya para cuarenta años, esto era un paraíso. Vine a montar la
fábrica de amoniaco, pero al año siguiente me tentaron estos de los fertilizantes
y ahí acabé mi carrera. Porque lo que hice fue acabar con mi carrera y con mis
ilusiones en ese polígono que igual me corroía los bajos del coche que el fondo
del alma.
—Anda, pero si ahora va a resultar que el señor ingeniero es también
poeta —dijo el cojo Lirola, que extrañado de que el barco estuviera sin gobierno
se había incorporado y asomaba el jeto por la escotilla en el momento más
lírico de la conversación.
Amador sonrió, apretó el acelerador y viró en redondo, cruzó la línea de
color azul claro por la que transitaban venenos y peces muertos, para poner
proa hacia el sur suroeste. Avante claro. A medida que se alejaban de los
fosfoyesos el silencio fue dejando de ser tan espeso y ya empezaba a notarse
el agua golpeando con más fuerza el casco, oyéndose redondo y limpio el
motor. Cuatrocientos cuarenta caballos de vapor. Todos de pura raza. Milla y
media después, Daniel Bejarano retomó la caña del timón y el mando en la
embarcación, que olía a nueva. Amador se acomodó a su lado, abrió una lata
de cerveza helada que pasó al patrón y otra que lanzó hacía el hueco de la
escotilla donde apenas asomaban los ojillos traviesos del cojo Lirola. Daniel
bebió contra el viento y dejó que la espuma se abriera paso por la estrecha
apertura y le salpicara la cara. El aire cargado de sal le aliviaba. Apretó el
acelerador. A toda máquina. De locos. Amador se agarró como pudo al
guardamancebo, dio un grito de alegría y como pudo se abrió otra lata de
cerveza para él. El cojo se fue a trajinar con los cebos. Dos horas después y
tres marlines a bordo, uno de ellos con casi cuarenta kilos de peso, estaban los
marineros de vuelta en el Club. El cojo Lirola se encargó de las tres piezas y
Amador se quedó con Daniel en la terraza, con más cervezas abiertas sobre la
mesa y unos langostinos de trasmallo recién cocidos. Tibios.
—Así los ponen en Portugal, no fríos, coño —Amador hablaba a voces,
feliz—. Daniel, échame cuenta, que estás ido. A ti te pasa algo, Bejarano,
131
mamón. A ti te pasa algo y no me lo quieres decir. Eso de poner el barco como
lo has puesto, que casi me tiras por la borda y la cara de triste que se te ha
puesto con el pedazo de barco que te has ligado. A ti te pasa algo, Bejarano. Y
no me lo quieres decir, pero sabes qué te digo, que si no me lo quieres decir no
me lo digas, que te den por culo; pero vamos, yo pensaba que éramos amigos.
—Es esa montaña blanca, Amador, es esa montaña blanca que hemos
levantado entre todos, por acción o por omisión, entre todos la hemos
levantado y eso no se lo van a querer llevar de aquí. Nunca. ¿Tú te acuerdas
de Lorenzo Sancho, un chaval que era periodista?
Daniel tuvo que esperar a que acabara de chupar la cabeza de un
langostino y se limpiara los morros con una servilleta de papel. También a que
le diera un trago, largo y lento, a la jarra de cerveza, a que llamara al camarero
para pedir otra y solo entonces, contestó Amador con suficiencia y
conocimiento de causa.
—Claro, el que daba en el periódico una caña que no veas con lo de la
contaminación, ¿no?
—Ese.
—Ya no escribe. Y lo hacía bien el jodido, ahora que a la fábrica no veas
cómo la ponía: mirando para Gibraltar.
—Sí, el problema de este periodista, es que iba por libre. La asociación
de industrias acordó una campaña publicitaria con el periódico con la que le
arreglaron la cuenta de resultados para ese año, fue un dineral. Al día siguiente
le estaban rescindiendo el contrato sin la menor explicación. Le comentaron
algo por fuera de que era necesario ajustar la plantilla, que había que evitar un
expediente de regulación o incluso tener que cerrar el periódico. Por aquel
entonces, Lorenzo Sancho se hablaba con mi niña.
—¡Anda, coño!, ¿con la Lorena?
—Con Lorena, sí. Pero se tuvo que ir de aquí. Encontró un trabajo en
Madrid al poco tiempo y se fue. O se fue y entonces encontró trabajo, ya no me
acuerdo si fue una cosa antes o fue la otra. Da igual. Lorena lo pasó mal. Al
chaval apenas le conocí, vino por casa un par de veces y se le veía simpático.
Lorena decía que era muy inteligente pero que estaba como una cabra, que
salvo el trabajo no se tomaba nada en serio.
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—Pues los cabrones estos de la fábrica sí que se lo tomaron en serio a
él.
—Ha vuelto.
—Ah, ¿va a trabajar otra vez en el periódico?
—No, Lorena dice que ha venido a hacer un reportaje sobre algo que
están investigando en la Universidad. Creo que están desarrollando un
corrector de suelos ácidos a partir de los fosfoyesos. El caso es que se pueden
reutilizar todos esos vertidos, toda esa montaña blanca podría desaparecer de
las marismas y hasta se podría restaurar el paisaje y luego catalogar esas
marismas como espacio protegido, como el resto de las marismas litorales de
toda la provincia.
—¿Tú crees?
—En teoría sí, se podría hacer. Tengo mis dudas, pero no técnicas, sino
de otro tipo. Ahora me voy a enterar de todo porque el chaval este, Lorenzo, va
a venir a casa. Las niñas han organizado una barbacoa para el viernes por la
noche. Vienen a casa y así nosotros cuidamos a los niños mientras ellos están
con las chuletas y los tintos de verano, ¿qué te parece?
—Bien, me parece bien, y si me invitas me parecerá mejor.
—Pues claro, te vienes con tu mujer y ya está. ¿Le decimos al cojo que
se venga también?
Amador se echó para atrás en la silla metálica, hasta dejarla en un
inestable equilibrio sobre las dos patas de atrás. Abrió los brazos y tiró de
ironía y buen humor.
—¡Sí, hombre! ¡Para que se beba toda la cerveza!
—No creo. Habrá cerveza de más, y sangría…
—Vale, vale, voy. Se lo digo a Elisa y vamos. Llevamos vino, más vino,
por si las moscas. Pero, vamos a ver, La Lorena y su antiguo novio, el
periodista…
—Siguen siendo amigos, a pesar del tiempo y de las distancias.
—¿Y qué dice tu yerno?
—Y yo qué sé lo que dice mi yerno, solo he hablado con mi hija. Pero
son amigos, los tres son amigos. Esta gente no es tan cateta como nosotros,
Amador. Estos tiempos son otros tiempos. Esta gente está más preparada. El
mundo ha cambiado; el mundo ha cambiado tela. Ahora, por ejemplo, ni por
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asomo se permitiría que se vertiera toda esa porquería, los fosfoyesos, en
plena marisma, pegados a la ciudad y rodeados de parajes naturales. Lo que
se ha estado haciendo todos estos años hoy sería una auténtica barbaridad.
—Hombre, si aprovecharan los fosfoyesos, si eso de ser basura pasara
a ser algo que tuviera algún valor, o sea, Daniel, para no dar más vueltas: si el
capital vislumbrara que a toda esa mierda le puede sacar un euro, se la llevan;
aunque sea con un carrillo de manos. Eso seguro, se lo vuelven a llevar tal
como lo fueron trayendo estos hijos de la gran puta.
—Está claro, ¿pero tú te crees que donde echaron lo de la acería, los
vertidos radioactivos, toda esa parte, la van a limpiar también?
—Eso ni de coña. Eso nos lo comemos con papas, mismamente como
nos lo estamos comiendo ahora.
Amador no paraba de comer. Señaló al plato como pidiendo permiso y
trincó otro langostino. Mientras se ocupaba en pelarlo, el ingeniero Bejarano
trató de concluir su discurso.
—Claro, el problema es que todo es mentira. Si a alguna parte de la
montaña blanca se le pudiera sacar dinero, le meten mano, pero a los residuos
radiactivos y a lo que no sea rentable extraer porque está ya, por el peso y por
el tiempo, hundido en la marisma, a eso no le van a meter mano nunca. Esa
mierda la terminarán tapando, echándole por encima una capita de tierra,
plantarán cuatro pinos y harán un campo de golf o un parque con un
merendero para que vayamos a disfrutar de los días de sol, pero abajo se
quedan todos esos residuos que hemos ido vertiendo durante cuarenta años
seguidos, eso fijo, Amador, eso fijo; de eso no nos libra ni la Caridad.
Amador asentía y seguía a lo suyo. Daniel Bejarano, prejubilado de la
fábrica de fertilizantes, castellano de tierra adentro afincado cuatro décadas
atrás en las orillas suaves de la mar atlántica, guiñaba los ojos para mejor ver
más allá del muelle y de los barcos, la perfecta línea comba del horizonte, esa
línea difusa que separa el cielo de la realidad.
Cuando Amador acabó con los langostinos se quedó absorto mirando la
fuente vacía. Luego miró de reojo a su amigo y con cara de preocupación le
habló en voz queda, para que sus palabras fueran más confidencia que
consejo.
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—Daniel, a ti todo esto de la jubilación te está afectando y no me lo
quieres decir. Vas a tener que mirar las cosas de otra manera. El mundo es
como es y no lo vamos a cambiar ahora así por las buenas, tú y yo, los dos
solos. Porque si tú te metes en más líos con el periodista ese o con lo que sea,
yo contigo hasta el fin del mundo. Que a mí la montaña blanca me importa un
carajo, pero tú no, Danielito mío de mi alma. Contigo voy yo, aunque sea al fin
del mundo, y por mis muertos que me cago en todo lo que se menea desde
aquí hasta Pernambuco ida y vuelta. ¿Estamos?
—Claro que estamos, Amador. De eso no tengo la menor duda.
Amador le dio dos palmadas en la espalda, luego un pescozón a la
altura de la coronilla y se echó para atrás, se aflojó la correa y se desabrochó el
primer botón de la bragueta. Levantó una mano para llamar al camarero y en
cuanto este le sonrió, le pidió otras dos jarras de cerveza y unos chocos fritos.
Entonces se dirigió a Daniel Bejarano con sabias palabras.
—Y ahora te comes unos choquitos, cojones, que si no, me los como yo
todos, como los langostinos, que no he tenido más huevos que comérmelos
todos. Así que, a comer chocos, que si no se me van a quitar las ganas de
comer con tanta comida y luego la Elisa me monta un pollo como no me coma
la sopa de eso, de pollo. Con verduras, que dice que estoy gordo como un
sollo. Y eso sí que es jodido, Danielito, hijo, eso sí que es jodido, que a la Elisa
le dé por decir que estoy gordo, porque entonces empieza con las verduritas y
no para. Vamos, que me tengo que comprar los chorizos a escondidas y
guardarlos en la caja fuerte para que no los descubra.
—Elisa se tiene ganado el cielo contigo.
—Tu puta madre, Daniel. Con perdón, que tu madre sería una santa,
pero tú es que eres muy cabrón, Daniel, hijo, tú es que eres muy cabrón. Y
come chocos que si no me los voy a comer yo todos y después…, eso, que se
me quitan las ganas de comer. Yo, como coma, después no como. Pero
cualquiera deja la sopa de pollo con verduras… Esa, en cuanto llegue a casa
me la tengo que tragar, aunque luego me tenga que comer dos paladas de
bicarbonato.
—Toda la vida trabajando en una fábrica de ácidos y te vas a quejar de
la acidez —el ingeniero Bejarano rió por fin de buena gana y a carcajadas—. A
la vejez, viruelas.
135
—Yo viruelas y a ti te pasa algo, Daniel, aunque menos mal que al
menos te ríes con las tonterías que digo.
—Claro que me río y claro que me pasa algo, Amador, hijo, pues claro
que me pasa. Me pasaba y me está pasando más ahora, fíjate tú.
—¡Ahora! ¿Pero me puedes decir cuándo has estado mejor en toda tu
vida, Daniel, hijo?, a ver, dime cuándo: jubilado y con ese pedazo de barco que
te has comprado, con el pastizal que te han largado para quitarte de en
medio…
—¡Eso es! —interrumpió Bejarano—, para quitarme de en medio. Ahí
está la cuestión, que no ha habido ajuste de plantilla ni nada que se le parezca,
ni ERE ni ocho cuartos. Que me han largado como largaron al novio de mi
hija…
—Ex, ex novio —le interrumpió ahora Armando.
—Bueno, sí, eso. Me han largado igual, sin dar la cara. Algo les molestó
o sintieron miedo… algo hice que no debería haber hecho.
—Y qué vas a hacer tú, que eres un pedazo de pan, toda la vida
trabajando en la fábrica sin una queja de nadie, sin poner una mala cara,
haciendo turnos cuando había que hacerlos o chupándote las noches que te
has chupao, Daniel, hijo mío de mi alma, chupándote las noches que te has
chupao…
—Hice un informe.
—Anda, coño, ¡vaya crimen! ¿y un informe de qué?
—De los fosfoyesos.
—¿¡De los fosfoyesos!? ¿Y para qué coño tenías tú que informar de los
fosfoyesos ni nada de eso? ¿Quién te dio vela en ese entierro?
—Nadie, desde luego. Lo hice por profesionalidad. Me llegó una
notificación del Colegio de Ingenieros que daba cuenta de la directiva de la
Unión Europea que iba a terminar por prohibir los vertidos a las marismas.
Resultaba que las quejas de los ecologistas y de los naturalistas habían dado
sus frutos después de un montón de años. Ya sabes, como sabemos todos,
que los verdes son ahora más fuertes que nunca y que ya tienen presencia, y
no poca, en parlamentos, en municipios y en todos lados. Total, que la Unión
Europea ha decidido que hasta aquí hemos llegado, y entonces yo hice lo que
creí que debería hacer, informar a la empresa para terminar con esta
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barbaridad antes de que nos pusieran la cara colorada. Total, si esto tenía ya
fecha de caducidad, para qué ponernos en evidencia.
—Tiene huevos. Un tío que trabaja para una empresa y que le dice que
no tiene que hacer lo que está haciendo, desde luego no es normal. Pero, ¿tú
qué te has creído, Daniel?, ¿tú crees que empresas enormes como estas
químicas funcionan como una democracia? No, hijo, no. Son auténticas
tiranías, y además tiranías sin rostro, sin un tirano que dé la cara. Las fábricas
no son de nadie, son de un montón de accionistas, de bancos y de inversores
que se reúnen todos los años para decir que esto sí y que esto no; luego
cuentan los dividendos, esto para ti y esto para mí y a tomar por culo. Don
Thomas Jefferson, que además de ser el tercer presidente de los Estados
Unidos de América, fue toda una eminencia, un hombre sabio, decía que los
sistemas bancarios eran más peligrosos que los ejércitos. Y tenía toda la razón
el hombre. En un ejército, por muy cruel que sea, aunque sea el más terrible de
todos los ejércitos que haya habido en el mundo, siempre puede haber un
hueco para la piedad, un pequeño resquicio por el que se asome la bondad
humana, pero en los sistemas bancarios, no. El capital no tiene nombre, unos
se escudan detrás de los otros y nadie da la cara. Se reúnen en sus juntas
generales de accionistas, aprueban objetivos para cumplir en el siguiente
ejercicio, nombran director general o director gerente a un tipo joven y muy
preparado, que carezca de escrúpulos y que tenga sus principios morales
sometidos a su cuenta bancaria, y ese es el que planifica todo, sin piedad. Y se
acabó. La empresa no tiene rostros, Daniel, hijo mío de mi alma. No hay lugar
para la compasión. Todo eso que ves de que hacen obras sociales, que
ayudan al deporte, a la cultura y a su puta madre, es todo fachada, campañas
de promoción, pura publicidad pergeñada en el departamento de márquetin o
en el de relaciones externas. Pero es todo mentira, Daniel. A ver, a qué viene
eso de hacer un informe. ¿A ti, quién coño te pidió un informe?
—Nadie, es la verdad.
—Y entonces, ¿a qué viene hacer informe ni hostias?
—Por responsabilidad. Yo sabía…
—Tú sabías, tú sabías… —Amador se levantó de la silla, hizo señales al
camarero para que le trajera de una vez los chocos fritos, más cerveza y ya
que estaba se quedó de pie para seguir diciendo lo que siguió diciendo—. Tú lo
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que tienes que saber es que eres tonto y que todos los tontos tienen suerte.
Hiciste un informe metiéndote en camisa de once varas, y les ha sentado como
una patada en los mismísimos huevos. Menos mal que te han sabido callar la
boca con el pedazo de finiquito que has firmado.
—De eso nada, ayer estuve con este chico, con Lorenzo el periodista.
Anda metido en organizaciones ecologistas y cosas de esas. Le conté todo lo
de los fosfoyesos, le dije que la montaña blanca no es lo que parece, que está
hundida por su propio peso, que el proyecto de la Universidad no va a seguir
para adelante, pero no porque no sea bueno, que lo es, y serio, sino porque
cuando se lleven los fosfoyesos, aparecerá el pastel que hay abajo, que no es
fosfoyeso todo lo que reluce en esa gran montaña blanca y hundida. Además,
no podrán ni acercarse a los residuos radiactivos, a esos que nos regalaron los
de la acería, porque entonces saltarán todas las alarmas. También le tengo que
contar que en el consejo de administración de la empresa a la que ya no estoy
en absoluto vinculado y con la que solo he firmado la rescisión de mi contrato
laboral, hay gente con mucho poder político, ex consejeros y antiguos
diputados, o ¿por qué crees tú que meten a los políticos en los consejos de
administración, a los de un lado y a los del otro? ¿Porque son expertos o
porque son muy sabios?
—Y un mojón.
—Pues claro que y un mojón, los meten para que les solucionen
papeletas como esta de los vertidos radioactivos. Qué tiene huevos que dieran
la alerta desde Suiza, Alemania, Francia, Italia y hasta de Portugal y aquí no
hubiera sensor alguno que avisara del escape. Un escape radioactivo y todo el
mundo callado ¿Tú te crees que esto es normal? Por eso estoy mal, Armando,
por eso estoy mal, no por mi situación personal, sino porque hace cuarenta
años llegué a esta tierra y me encontré con el paraíso terrenal, me enamoré de
esta tierra amable y tranquila, profunda y sosegadamente hermosa, y de paso
también de una mujer como Lucía, que ya sabes cómo es…
—Desde luego.
—Y mis hijos son de aquí, ¿no lo entiendes, Armando? Mis hijos son de
aquí, yo ya soy de aquí también, conozco esta tierra y estoy enamorado de
esta tierra, la siento como propia y no puedo aguantar que estas playas
abiertas al mar y esta gente abierta a todo el que llega, haya sido violada por
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esa cosa sin alma de la que tú hablabas, Armando. Por eso estoy mal, porque
no puedo pasar por delante de la montaña blanca sin pensar en lo que allí hay,
en que no va a haber solución porque no les interesa que haya solución. Estos
de la Universidad que han investigado lo de la reutilización de los fosfoyesos,
para corregir la acidez de suelos que se podrán mejorar y utilizar en usos
agrícolas, no saben que hay muchas vergüenzas ocultas bajo esa montaña
blanca. Sí que saben lo del vertido radioactivo, porque se han medido las
radiaciones y son tremendas en el lugar donde echaron toda la porquería del
accidente de la acería. También saben que lo que está soltando por la baticola
la balsa de fosfoyesos, esos lixiviados, Armando, son una mezcla mortal de
necesidad, porque ahí dentro se están combinando toda clase de compuestos,
Armando, que tienen ahí almacenado el sistema periódico, desde el hidrógeno
hasta el último de los actínidos, pero nadie pía; Armando, nadie habla porque a
nadie le interesa que se pregone lo que hay en esa montaña que, además, está
hundida.
—Los intereses creados.
—Exactamente. Los intereses creados.
—Ojú, Daniel, esto te va a afectar al coco.
—De eso nada, Armando. De eso nada porque yo sí que voy a hablar.
Ahora con Lorenzo, y después con todo el que me quiera escuchar. Han sido
muchos años sacrificado en esa fábrica, entregado a ella, y no tengo que
guardar lealtad alguna a quienes me han dado una patada en el culo
simplemente porque informé de la realidad. Ahora, Armando, voy a dar cuenta
de este crimen contra mi tierra, contra mis hijos y contra todo lo que más amo.
¿Te das cuenta, Armando? Ahora voy a entrevistarme con Lorenzo y luego con
quien haga falta. Todavía no estoy jubilado del todo. Ahora me queda un
informe mucho más largo y tremendo por realizar. Y tengo un objetivo claro,
que esa montaña blanca desaparezca de nuestra vista, de nuestra vida y aun
de nuestra memoria. No estoy triste, mi querido amigo, estoy serio. Serio pero
feliz. Y ahora, vamos a meterle mano a los chocos.
—Así me gusta.
—Y mañana a las corvinas.
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—Qué quieres que te diga, si hasta he quedado con el cojo Lirola a las
siete de la mañana en el muelle, llueva, haga calor o truene, a las siete de la
mañana aquí. ¡A por las corvinas!
—Hay tiempo para todo.
—Claro que sí. Y yo a tu lado, en las corvinas y en lo que haga falta.
Mientras más seamos, mejor. A tomar por culo la montaña blanca.
—¡Qué mal hablado eres!
—Está bien, a reutilizar los lodos procedentes de la elaboración de
fertilizantes en la corrección de suelos ácidos.
—Así se habla.
—¡Ea, pues ya está! Esto no ha hecho más que empezar. Vamos Daniel
Bejarano, hasta el infinito y más allá, pero de momento, vamos a por los
chocos.
140
LA ODISEA FELIZ DE EL RECUPERADOR El navegante del mar de las sirenas
Asomada por la borda de estribor de ese pantagruélico barco de infinita
eslora y descomunal tonelaje, Isabel aspiró el aire salobre de la madrugada del
océano Pacífico sur mientras daba pequeños sorbos a su taza de té verde.
Durante esa travesía ya se había acostumbrado a llevar botas industriales en
vez de sandalias playeras, para no resbalar sobre cubierta, y a tener puesto el
impermeable de color chillón con el fin de evitar que las micro gotas de agua
marina le calasen hasta el tuétano de los huesos. De repente, un trío de
delfines empezó a saltar acrobáticamente sobre la superficie. Ella sonrió, pues
los vivaces mamíferos marinos se habían dado cuenta de que no debían temer
al antiguo pesquero de arrastre, que tiempo atrás había surcado el mar con
monstruosas redes, esquilmando todo tipo de vida oceánica susceptible de ser
comestible. Eso ya no volvería a ocurrir jamás, pues ahora el navío depredador
se había reconvertido en un buque limpiador, encargado de recoger el plástico
141
flotante que se movía a la deriva arrastrado por las corrientes y produciendo
uno de los mayores desastres ecológicos del planeta, ya que los cálculos, para
nada alarmistas, advertían de que para mediados del primer siglo del tercer
milenio habría en los mares de la Tierra más residuos de plástico que peces.
¿Y cómo, había llegado Isabel, una joven ama de casa reinventada en la
figura de emprendedora sostenible, hasta allí? Pues todo se debía a una
pastilla de jabón. Sí, la causa de ello estaba en un pequeño cuadrado de
emolientes perfumados. Siete años atrás, ella había aparcado su carrera de
bioquímica para dedicarse a la crianza de sus dos hijos, niño y niña; mientras
su marido, banquero de profesión, proveía de todo lo necesario para la
manutención del hogar. Tenía ya asegurada una confortable, y monótona, vida
urbanita. Pero, cierta tarde, en la que asistía a una reunión del club de cocina,
observó al término de la misma cómo vertían el aceite sobrante de la
elaboración de las recetas directamente por el desagüe, lo cual traería consigo
graves consecuencias para las fuentes de agua, ya que un solo litro de aceite
fugado por las cañerías podía llegar a contaminar varios litros de agua potable.
Y ese día llamó la atención al resto de sus compañeras, quienes minimizaron el
asunto asegurando que usualmente todos hacían lo mismo en sus casas.
Seguidamente Isabel reflexionó sobre el asunto, reconociendo que incluso en
su propio hogar se procedía de igual manera.
Esa noche, antes de dormir y después de haber leído 33 páginas de un
best-seller de moda, estuvo dándole vueltas al asunto buscando alguna
solución para esa situación. Llegó hasta el punto de soñar con el problema.
A la mañana siguiente después del desayuno, creyó haber encontrado la
ansiada panacea: montaría un sistema de recuperación similar al que ya existía
para la recogida y tratamiento de residuos de vidrio o papel y cartón, para
reciclar el aceite utilizado y darle un nuevo buen uso. A partir de ahí, Sergio, su
marido experto en finanzas, le ayudó a dar forma a un pequeño proyecto
empresarial con el cual tocaría las puertas de los bancos en busca de la
necesaria financiación. De esta manera nació la compañía “Eco-jabón”
dedicada a procesar el aceite quemado transformándolo en productos de aseo
personal.
Así, una modesta iniciativa fue creciendo poco a poco gracias al impulso
dado por una inteligente estrategia de mercadotecnia mediante la cual algunas
142
conocidas figuras del mundo del espectáculo (estrellas de cine y prestigiosos
futbolistas) se sumaron de forma altruista al apoyo de esta nueva marca
ecológica, haciendo posible que se multiplicasen, como los bíblicos panes y
peces, los consumidores de este jabón biológico elaborado también con
extractos y aromas naturales.
El éxito de esta iniciativa empresarial verde trajo consigo cierta
notoriedad para Isabel, quien empezó a frecuentar los círculos académicos y
empresariales donde se producía la ebullición de las nuevas ideas de
economía sostenible y circular. En uno de estos encuentros conoció a Rita, otra
emprendedora coetánea suya, quien también había dado vida a un proyecto no
menos fascinante. Se trataba de una novedosa compañía tecnológica
bautizada con el nombre de “Teléfonos gorila”, cuya misión era la recuperación
de los teléfonos celulares en desuso, debido a la vertiginosa evolución del
mercado de la telefonía móvil, que obligaba a jubilar los terminales telefónicos
antes de tiempo. De esta manera, y en poco menos de dos años, esta firma
TIC había logrado recolectar alrededor de dos millones de teléfonos de
penúltima y antepenúltima generación, que simplemente hubiesen ido a parar a
los vertederos de los países del sur donde trabajando en condiciones
infrahumanas los ancianos, mujeres y niños habrían desmontado con sus
propias manos estos aparatos, buscando sacar de sus entrañas electrónicas
materias primas que se pudiesen aprovechar, o lo que es lo mismo: elementos
contaminantes cuya sustancias y emanaciones envenenaban los indefensos
cuerpos de estas personas. Al mismo tiempo, con su labor, los “Teléfonos
gorila” disminuían de una forma considerable la minería del coltan, el preciado
metal empleado en la fabricación de teléfonos móviles, tabletas electrónicas y
consolas para videojuegos, y cuya principal fuente se encontraba en el corazón
del continente africano, en un lugar habitado por los hermosos gorilas de
montaña. Aquellos soberbios especímenes que la legendaria primatóloga, Dian
Fossey, estudió durante varios años agazapada en la maleza y en medio de las
nieblas de las montañas volcánicas de Virunga. Estos sorprendentes primates
se encontraban en serio peligro de desaparecer, debido a que los “Señores de
la guerra” se habían dado a la tarea de arrasar su ecosistema vital en busca del
coltan que les permitiese financiar sus contiendas fratricidas. Y es que, a pesar
de la descolonización, la tierra africana continuaba desangrándose a causa de
143
las injerencias e intereses de las antiguas potencias coloniales, que aún no se
habían dado cuenta de que África ya no era un lugar de libre pillaje y expolio.
Este par de mujeres emprendedoras comprendieron que podían unir
sinergias entre ellas y otras personas con intereses similares, y de esta manera
hacer posible recuperar una diversidad de elementos que a diario eran
catalogados como desperdicios y a los cuales se les podía volver a dar una
vida útil, reduciendo la mal llamada basura en el entorno, al tiempo que se
relajaba la presión sobre los recursos naturales en esa búsqueda insaciable de
materias primas para la sociedad de consumo. De esta manera nació la
“Federación círculo de la vida”, a la cual se fueron sumando iniciativas
variopintas, todas ellas encaminadas a poner en práctica la llamada filosofía de
las “tres erres”: reduciendo, reciclando y reutilizando, con lo cual algún día
nuestra despilfarradora humanidad podría llegar a ser solidaria y responsable, y
lograr la meta de la “producción cero” de residuos.
A esta coalición ecológica se fueron sumando emprendedoras y
emprendedores (todo hay decirlo) de varias ciudades del país y de la casa
común europea. Estaban los empresarios orgánicos, aquellos que convertían
los residuos de comida de casas y restaurantes en compost que servía de
abono para jardines y plantaciones. No faltaban los de la rama textil, que
recolectan ropa usada, la cual limpiaban y arreglaban convenientemente para
ponerla en tiendas especializadas donde se daba trabajo y dignificaba a
personas en riesgo de exclusión social, al tiempo que alguna buena parte de
los beneficios obtenidos se dedicaban a causas nobles. Participaban también
los recicladores de bicicletas, el medio de transporte más ecológico en todas
las ciudades del mundo, quienes recuperaban y reparaban con gran estilo los
velocípedos para ponerlos a la venta con precios atractivos, al mismo tiempo
que se iban extendiendo los carriles bici en las grandes, medianas y pequeñas
urbes. Incluso llegó Isabel a encontrar un socio estratégico, que empleaba una
parte importante del aceite doméstico reutilizado de su empresa para elaborar
el biocombustible, un diésel mucho menos nocivo para la atmósfera en
comparación con el que se producía a partir de combustibles fósiles.
Las cosas ahora iban por buen camino, pero todavía la tarea se
vislumbraba larga y titánica.
144
Unos meses después, en una de esas optimistas tardes de primavera
con las cuales el triste invierno empieza a decir adiós, Isabel y Rica asistieron a
la conferencia de un barbado navegante. Se trataba de un antiguo marino de la
Armada real británica quien, por sus actos de valor durante la Guerra de las
Malvinas en las gélidas aguas del Atlántico sur, había recibido la afamada Cruz
Victoria. Tiempo después de dejar la marina de su graciosa Majestad, este
lobezno de mar se había dedicado a surcar las rutas oceánicas a bordo de un
grácil velero, el cual había puesto a disposición de diversas causas solidarias
como, por ejemplo, el transporte de vacunas para los niños de las zonas
costeras del sur de África; el rescate de los refugiados de guerra en Timor
oriental o sirviendo como escudo humano entre los grandes cetáceos marinos y
los barcos balleneros japoneses, los cuales con el pretexto de la “caza
científica” terminaban convirtiendo a los grandes leviatanes en filetes para los
exóticos restaurantes nipones. Después de trasegar por todos los mares
abiertos e interiores de nuestro planeta azul, el antiguo oficial marino, que
respondía simplemente al nombre de Richard, tomó conciencia de la gran
invasión de materiales plásticos de toda forma y tamaño que se estaba
produciendo tanto en las zonas de litoral como en alta mar. Esto le había
llevado a diseñar un plan de “limpieza de los mares”, utilizando para ello
antiguos barcos pesqueros de arrastre que ahora se encontraban a las puertas
de los cementerios de naves debido a la gran disminución del recurso
ictiológico a causa de la pesca intensiva y suicida, y que se estaba intentando
paliar ahora con el desarrollo de la acuicultura. Las diapositivas y proyecciones
en vídeo presentadas por Richard no dejaban lugar a dudas: la superficie del
mar se estaba cubriendo de un repugnante y terrorífico manto de plástico que a
su vez ahogaba y envenenaba a todas las criaturas del dios Neptuno. Enormes
tortugas atragantadas con bolsas de supermercado, cachalotes varados en la
playa con el vientre repleto de envases de plástico y peces intoxicados con
micro partículas de poliuretano, eran los trágicos testigos de uno de los
mayores ecocidios perpetrados por la raza humana en detrimento de la casa
común.
Ante estos argumentos, Isabel, Rita y los demás líderes empresariales
del llamado “Círculo de la vida” decidieron no quedarse impasibles y actuar con
prontitud, aunando recursos propios e inversiones externas. Así adquirieron un
145
mega pesquero norteamericano que se encontraba casi embarrancado frente a
la costa de Bangladesh, en espera de ser desguazado de forma rudimentaria
por cientos de hombres descalzos, quienes trabajaban bajo unas condiciones
muy peligrosas. Los ingenieros acondicionaron el barco rescatado del
desguace para que el antiguo sistema de redes de arrastre se convirtiese en un
recolector de superficie con el cual poder atrapar la mayor cantidad de plástico
flotante. El material recuperado se guardaría en las enormes bodegas donde
antaño era depositado el pescado en cámaras frigoríficas, y luego se
trasladaría a un centro de reciclaje en la costa atlántica europea, donde todos
esos desechos serían clasificados y reconvertidos para diversos fines, tales
como pistas deportivas, materiales de construcción o componentes de
vehículos. La idea consistía en que a partir de este primer barco se fuesen
sumando otros más hasta llegar a crear una flota mundial que recogiese los
plásticos a la deriva y los llevase a centros de reciclaje situados en todos los
continentes. Todo esto paralelo al incremento en la producción de materiales
biodegradables, es decir, aquellos que una vez desechados pudiesen ser
absorbidos por el medio natural sin ningún tipo de perjuicio para el mismo.
El otrora pesquero fue rebautizado con el nombre de El Recuperador.
Sus calderas y motores se adaptaron para el uso de bioetanol y la tripulación
se constituyó con veteranos marinos pescadores que ahora se encontraban
desempleados debido al agotamiento de los caladeros, y tentados con la
opción de poner sus conocimientos sobre las artes del mar al servicio de
contrabandistas de diverso pelambre. En la tripulación no dejaron de enrolarse
también románticos voluntarios que prestaban sus brazos, mentes y corazones
a la causa de la sostenibilidad ambiental; tales como estudiantes universitarios,
activistas ecologistas o investigadores científicos becarios.
La labor no fue fácil, en una época del año en la cual los tifones y
tormentas tropicales campeaban a sus anchas en el Pacífico sur, el muy
zarandeado El Recuperador llevó a cabo su labor de barrer los mares
recogiendo toda la inmundicia sintética que las personas desconsideradas
habían arrojado desde las playas, puertos y costas hacia las olas, quizás
creyendo con peligrosa ingenuidad que no estaban haciendo en absoluto nada
malo.
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Después de dos meses de faenar sin descanso, el primer gran barco de
la basura del mar se disponía a volver a puerto con su estratégica carga. Sobre
ello meditaba Isabel en la borda del barco mientras contemplaba los delfines,
en el mismo momento en que, sin saber de dónde, varias lanchas rápidas se
situaron en ambos costados de la nave y con una agilidad cinematográfica sus
ocupantes, pequeños hombrecillos de ojos rasgados, abordaron a El
Recuperador armados con fusiles de asalto.
Habían sido capturados por los modernos piratas del siglo XXI. Y es que
en los últimos tiempos las flotillas de bucaneros asiáticos y africanos venían
cometiendo tropelías en aguas internacionales, asaltando desde buques
cargueros hasta yates de recreo con el fin de agenciarse importantes botines.
Pero cuál sería la sorpresa de estos inesperados asaltantes cuando
comprobaron que en las bodegas de El Recuperador no había, según su
criterio, valiosas mercancías, sino montañas y montañas de basura plástica. Al
principio creyeron que se trataba de alguna artimaña para ocultar algo de más
valor, como por ejemplo opio traído desde el Triángulo dorado asiático, o seres
humanos convertidos en esclavos modernos para traficar con ellos. Pero nada
de ello hallaron por más que buscaron.
A punto de perder la paciencia, se disponían ya a amenazar a la
integridad de los tripulantes con el fin de obtener la verdad sobre la presencia
de algún tesoro oculto en el interior del navío. En ese momento, Rita, quien
contaba entre sus titulaciones académicas con el de psicóloga especializada en
resolución de conflictos, entabló un diálogo en el rudimentario inglés de los
filibusteros para explicarles que se encontraban a bordo de un barco basurero,
es decir, dedicado a limpiar el mar.
Los neo piratas no daban crédito a lo escuchado. Algunos rieron de
manera incrédula. Enseguida, Rita les propuso que para no irse con las manos
vacías tomasen las propiedades personales de ella y los demás navegantes.
De esta manera, se hicieron con un botín para ellos considerable consistente
en dinero efectivo de diversas monedas nacionales, relojes, cámaras
fotográficas y de vídeo, algunas joyas de mediano valor, otros aparatos
electrónicos y una caja de champán francés y otra de coñac del mismo país.
Ante el trato recibido los piratas incluso llegaron a despedirse amablemente de
sus víctimas dando las gracias y lamentando cualquier molestia ocasionada.
147
Ante las caras un poco enfurruñadas de sus compañeros, Rita comentó: “eran
nuestras pertenencias o nuestras propias vidas. Creo que la elección era muy
clara”. No se dijo ni una palabra más.
Prosiguieron la navegación y al día siguiente se cruzó en su camino una
fragata de guerra de un importante estado insular del Pacífico asiático.
Creyeron que se trataba de una misión militar que venía en su auxilio debido al
ataque de los piratas. “La caballería ha llegado tarde”, sentenció Richard. Pero
estaba equivocado.
El barco, que presentaba pintura de camuflaje para la guerra en el mar,
tenía el propósito de inmovilizar a El Recuperador, por cuanto a juicio del
capitán de la nave de combate ellos estaban saqueando los recursos de su
nación para beneficio de extranjeros. Por todos los medios posibles intentaron
hacerle entender que simplemente habían limpiado una parte del mar, y que si
bien lo recuperado produciría alguna regalía económica para algunos
inversores y trabajo remunerado para los empleados, la ganancia ecológica
para la comunidad global sería mucho mayor. No hubo manera. Con esa
mentalidad tan cuadriculada propia de quienes han sido formados en la
jerarquía de las fuerzas armadas, el oficial se plantó en sus trece, pues para él
eso era lo mismo que la pesca ilegal, el saqueo de tesoros arqueológicos o la
extracción sin permiso de recursos minerales en las aguas territoriales de su
país. El Recuperador no se movería.
El capitán Richard reconoció que las negociaciones se encontraban en
punto muerto y solo se podría avanzar recurriendo a un nivel más alto en la
cadena de mando. Ahora el turno le tocó a Isabel, quien después de informarse
a través de internet (la gran enciclopedia ilustrada de la centuria número 21)
sobre el gobierno de ese país sur Pacífico, descubrió que quien llevaba las
riendas era un antiguo alto cargo militar, reconvertido en el presidente
constitucional quien, aunque ahora vestía de civil con trajes de famosos
diseñadores hechos a medida, seguía siendo llamado “el General”. Su consorte
era una brillante y cosmopolita mujer, veinte años menor que el líder de la
nación, muy involucrada con el desarrollo de su pueblo y los temas solidarios.
Era, sin lugar a dudas, la cara amable del régimen.
Haciendo uso de las tecnologías de comunicación satelital a bordo del
barco, que no habían sido esquilmadas por los piratas, Isabel logró concertar
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una audiencia vía internet con la Primera Dama del país, quien hablaba de
forma muy fluida, además de su lengua nativa, un inglés con acento
australiano, el francés con cadencia polinésica, y un latín bastante católico. Y
de esta manera, como si estuviese intentando vender un proyecto empresarial
a un grupo de inversores, Isabel le explicó todo a la esposa del General
convenciéndola de que ella misma podía poner en marcha un sistema de
recolección de plásticos en el mar territorial de su país, los cuales podrían ser
posteriormente llevados a un centro de acopio y de reciclaje en su territorio
nacional. La mente abierta de la consorte presidencial y su rápida capacidad de
respuesta hizo posible que el buque de guerra no solamente les franquease el
paso, sino también que los escoltase durante un buen trecho para evitar que
pudiesen correr un nuevo peligro. Y de esta manera, la proa de El
Recuperador, enfiló de una vez por todas de vuelta a casa.
Al acercarse a su puerto de destino, los tripulantes de El Recuperador
celebraron el fin del viaje brindando con zumo de piña fermentada, ya que
todas las bebidas alcohólicas del barco habían sido requisadas en su momento
por los piratas de los mares del sur. Ya daban por concluida la misión,
creyendo que de inmediato se iniciaría el trabajo de reciclaje, cuando al atracar
en el puerto los agentes de aduanas les informaron de que esa mercancía no
podía ser descargada, ya que debía regularizarse de acuerdo con la legislación
aduanera vigente, con el consiguiente pago de unos altísimos aranceles cuyo
coste hacia la operación prácticamente inviable. Después de haber sorteado a
la cuadrilla de corsarios y al buque de guerra que los retuvo, se encontraban
ahora inmovilizados a las puertas de su país debido a un incomprensible
legalismo. Y de nada sirvieron las llamadas personales al director de Aduanas.
A juicio de los funcionarios, al tener un potencial uso industrial lo que estaba
entrando en las fronteras no eran residuos sino materias primas. Había llegado
entonces el momento de combinar la movilización ciudadana con el lobby
político.
Fueron convocados al puerto donde estaba detenido El Recuperador un
gran número de periodistas y reporteros de todos los medios de comunicación
impresos, audiovisuales y digitales, a quienes se les explicó la situación, no
tardando la gente de la prensa en divulgar esta historia de tintes kafkianos y en
la cual se veía peligrar una valiosísima iniciativa medioambiental por culpa de
149
la interpretación acomodaticia de las leyes. Al mismo tiempo, se llevaron a
cabo contactos con la ministra de Medio Ambiente, quien había iniciado su
carrera política ecológica a principios de los años noventa del pasado siglo XX
participando en la representación nacional que asistió a la Cumbre de la Tierra
de Río de Janeiro. La ministra no tardó en convencerse de que la acción
emprendida por su gobierno podría llevar al traste este y otros proyectos
similares que aunaban el desarrollo económico y la protección del medio
ambiente. También su sagacidad le hizo vislumbrar que la oposición podría
sacar réditos electorales de este error gubernamental. Así pues, la ministra en
persona, sin tener cita previa, se plantó en el despacho del ministro de
Hacienda y después de un debate personal de hora y media de duración,
acompañado por cuatro capuchinos espumosos, logró que se abriesen las
puertas a la carga que traía El Recuperador y que ansiosamente esperaba en
las plantas de reciclaje.
El sol brillaba en la mañana de ese día, pero no hacía excesivo calor.
Para Isabel esos eran los días mejores. Llegó a la planta de reciclaje
encabezando la caravana de camiones, todos ellos movidos por
biocombustibles o motores eléctricos de cero emisiones, que llevaban los
residuos de plástico recogidos en el mar hacía las factorías recicladoras donde
se les daría una nueva vida. Al llegar a las puertas de la fábrica descubrió con
sorpresa que estaba allí presente un fantástico comité de bienvenida. Se
trataban de los niños y niñas de las clases de primaria del colegio donde
estudiaban sus dos hijos. Coincidentemente en esa fecha se celebraba el Día
Mundial del Medioambiente. Y qué mejor forma de conmemorarlo, pensaron los
profesores, que llevando a los niños y niñas a recibir a quienes traían esa
basura que mataba la vida marina y de la cual podía obtenerse ahora un nuevo
beneficio para todos.
En ese preciso instante Isabel comprendió que toda su labor empresarial
y ambiental, la cual se inició en la cocina de su casa fabricando una pastilla de
jabón artesanal, tenía como fin último dejar la mejor herencia que las nuevas
generaciones podrían recibir: un planeta saludable en el cual fuese posible la
vida.
150
LA VENTANA Remedios Pozo
Martes, 12 de abril de 2016, Alonso, jefe del servicio de clientes de la
empresa concesionaria de suministro de aguas de la ciudad, llama por teléfono
al director general:
—Perdone que le moleste, Sr. Director.
—Sí, dígame Alonso.
—Ya no hay dudas, es Remedios Pozo. He visto con mis propios ojos
cómo un cliente le ha entregado un sobre y se lo ha guardado en el bolso.
¿Quiere que llame a seguridad?
—No, todavía no. No haga nada hasta que yo le diga. Quiero estar
seguro, esperaremos los informes de la auditoría. Mientras tanto, la citaré
mañana en mi despacho para interrogarla. Puede haber más gente implicada.
Buen trabajo Alonso.
***
“Me llamo Remedios Pozo. Trabajo en la empresa de aguas de la
ciudad, en el servicio de clientes. Salvo mi jefe, Alonso, todas mis compañeras
151
me llaman Reme. Me llevo muy bien con ellas, aunque sé que les molesto
continuamente con mis manías, sobre todo con la ventana, pero no lo puedo
evitar, me gusta tenerla abierta. Y claro, pues muchos se quejan: que si entra
frío, que si entra agua, el viento, el polvo, calor, ruido, bichos, malos olores...,
Ya no saben qué inventar para obligarme a tener cerrada la ventana: denuncias
al servicio de prevención, me echan la culpa de todos los resfriados…, hasta
me acusan de que el aire acondicionado gasta más, cuando por la ventana
entra un fresquito sanísimo. Pero bueno, yo tampoco me enfado cuando vuelvo
del desayuno o del baño y me la encuentro cerrada. Espero un ratito y, muy
disimuladamente, voy abriendo poquito a poco mi ventanita.
Para mí trabajar en esta empresa es un privilegio, un sueño hecho
realidad, porque no hay nada más bonito que dar a las personas cosas que son
imprescindibles para la vida, como el agua. Me siento tan importante como el
maestro que nos inculca el saber o el médico que cuida de nuestra salud.
Todos dicen que soy una enchufada del antiguo director de la empresa,
que me quería mucho y antes de irse facilitó mi sueño de trabajar con los
clientes. Pocos saben lo que me costó, la mayoría no estaban en esa época.
Empecé haciendo prácticas, sin cobrar nada. Desde pequeña quería trabajar
en la empresa del agua, sin importarme lo que hiciera, de cualquier cosa y
unas prácticas de tres meses se alargaron durante más de un año,
costeándome a diario el tren desde mi pueblo. A mí no me importaba,
disfrutaba de lo que hacía. Eso sí, tuve que asegurarme de caerle bien a doña
Rosita.
Doña Rosita era la secretaria del director, la eterna y temida secretaria
del director. Solterona de alta cuna, iba siempre vestida de negro con un moño
enorme también negro y perfectamente recogido, que no cambiaba nunca.
Aunque alternara de vestido, también negro, lo único que se apreciaba del
cambio era un pasador sobre la cabeza, delante del moño, de un color distinto
para cada día de la semana. Era como un calendario, sólo con mirarle el moño
sabías el día de la semana que era. Ella decía que igual que a ella, el que más
nos gustaba a todos era el de color rosa, que hacía honor a su nombre, y es
que todo el mundo al verlo sonreía, pero lo hacían porque sabían que el broche
rosa era, el de los viernes. Tenía un monóculo colgado de una cadena de plata
que se ponía en un ojo para examinarte de arriba a abajo para luego soltarlo y
152
decir: «¡oh, esta juventud de ahora; a dónde vamos a llegar, dios nos
ampare!». A mí siempre me decía que no podía ir por ahí siempre sonriendo,
que así sólo conseguiría atraer a los hombres como una mujer facilona, que
algún día me iba a acordar de ella porque iba a traer una desgracia para mí y
mi familia. Un día, estaba yo en el baño, cuando entró ella, llamó a la puerta del
váter y no contesté. Entonces creyendo que estaba sola, cerró el pestillo por
dentro. Permanecí callada escuchando y la oía suspirar placenteramente. No
me pude contener y muy sigilosamente me subí a la taza del váter y me asomé
sin hacer ruido y ¡ooohhhh!, había desecho su moño y se había soltado el pelo.
Tenía una melena larga preciosa que le llegaba por debajo de la cintura, un
pelo negro azulado, el pelo más bonito y brillante que jamás había visto,
impresionante para su edad. Se llevó un rato cepillándoselo cuidadosamente,
con delicadeza, humedeciéndolo con agua que llevaba en un frasco. Cerraba
los ojos acariciándolo y suspiraba, como si fuera su tesoro. Yo no desvelé
nunca su secreto, y a partir de este descubrimiento ya no me volvió a dar
miedo ella nunca más.
Pasaron los meses hasta que, en pleno invierno, coincidió que varios de
los ordenanzas cayeron enfermos al mismo tiempo y me hicieron un contrato
para cubrir una de las bajas. Yo no me lo creía porque nunca antes habían
contratado a una mujer de ordenanza y curiosamente no fue el director el que
propuso contratarme, ni por supuesto doña Rosita, sino la mujer del director,
que me conocía de verme y pararse muchas veces a hablar conmigo cuando
venía a visitar a su marido. Yo estaba feliz, sentía que cada papel que llevaba,
cada carta, era la llave para que el agua llegara, y me apresuraba, me sentía
importante y orgullosa de participar del milagro de llevarle el agua a tanta
gente.
Y así empecé en esta empresa, “enchufada” como ordenanza. Luego
cuando el trabajo de ordenanza iba decayendo, sobre todo con el correo
electrónico, pasé a cubrir bajas de administrativo hasta que, con 70 años, se
jubiló doña Rosita, y entonces pasé a secretaria de dirección. Allí pasé más de
quince años, hasta que antes de irse el anterior director, sin esperarlo, me
comunicó que me iban a destinar al departamento de clientes. Él sabía que era
donde yo había querido trabajar siempre, para tener trato directo con las
personas a las que suministrábamos agua, en primera fila, conociendo cada
153
caso, cada historia personal, cada necesidad, nuestra razón de ser y para lo
que yo me sentía predestinada.
Sin embargo, la realidad en este servicio distaba mucho de lo que yo
esperaba, nadie quiere estar aquí, es un trabajo muy poco valorado y las
compañeras esperan la primera oportunidad para cambiarse de servicio, así
que la rotación de personal es alta; soy la más antigua aquí y he conocido a
más compañeros nuevos en estos cinco años que en los veinte años
anteriores. Me pongo de los nervios cuando mi jefe le dice al de recursos
humanos: «mándeme personal nuevo, para renovar, porque esto quema
mucho y hay que incorporar savia nueva, y si son chicas jóvenes y guapas
mejor, que para eso somos la cara de la empresa». ¡Qué repugnante! Cuando
viene una nueva, ¡pobres chicas!, le gusta explicarles, sobre todo si llevan
escote, mirándolas descaradamente y babeándoles encima. Si doña Rosita lo
viera, se le caería el moño del susto. Pobrecilla, no me la imagino calva sin su
pelo. Sé que a mi jefe le encantaría que yo me fuera, soy flaca y no tengo
escote que rellenar, estaría a sus anchas sin mí, pero yo aquí estoy encantada;
no quiero irme, estoy feliz. Él aprovecha para decírmelo cada vez que tenemos
“movida”, me dice: «estás muy estresada y necesitas un cambio, lo comprendo.
Si tú quisieras, mañana mismo te podrías ir…». Yo pienso que ojalá tuviera una
boca prestada para decirle: «pero “so” hipócrita, si todos los problemas vienen
por tu culpa, que eres el único que se queja cuando tengo la ventana abierta, y
eso que tu despacho está en la otra punta» o cuando le dice a la limpiadora
cuando llega: «anda que te lo vas a encontrar todo lleno de polvo; lo siento,
pero no conseguimos educarla». Será cacho de… si mi amiga la limpiadora me
dice bajito que no me preocupe, que no es nada comparado con lo que le tiene
que quitar a él en su despacho. Que se encuentra de todo: vasos sucios, restos
de comida, periódicos tirados por el suelo, y lo más desagradable, ¡mocos
pegados en el borde de la papelera o restos de cortarse las uñas y otras
guarradas! ¡Por favor!, ¡qué asqueroso!
Pero bueno, a pesar de todo, disfruto atendiendo a mis clientes. Muchos
ya me conocen y siempre esperan a que me quede libre. A veces me da un
poco de apuro porque se me forman colas cuando hay otras compañeras libres
que les podrían atender, pero prefieren esperar a que les pueda atender yo, y
eso me llena de satisfacción, pues para mí su valoración es la que más me
154
importa. Lo peor ha llegado con la crisis: familias enteras han quedado sin
trabajo y apenas les quedan recursos para subsistir. Yo lo sé muy bien porque
me ha tocado también; mi marido lleva tres años en paro después de veinte
años trabajando. Hemos tenido que apretarnos el cinturón para que nuestros
dos hijos puedan terminar sus estudios universitarios. En estas circunstancias
te llega de todo: hemos tenido días agotadores, porque no puedes dejar ir a
nadie sin darle una solución que le asegure que no le va a faltar su agua.
Porque cuando alguien deja de pagar el agua es porque lo está pasando
verdaderamente mal. Afortunadamente, desde hace un año tenemos el bono
solidario, que es un fondo con el que pagamos las facturas de los clientes que
no pueden hacerlo por problemas económicos. Y aquí es donde radica el
mayor problema, pues ha resultado insuficiente por los innumerables casos que
nos están llegando y me acusan de que se están pagando facturas de agua a
personas que no lo necesitan. Tengo que reconocer que muchas veces no sigo
el procedimiento establecido y acepto solicitudes que no vienen con todos los
papeles, pero es que los informes de asuntos sociales pueden tardar más de
tres meses y se quedarían sin agua mientras llega el dichoso informe, no
puedo consentirlo. Y claro, este es el principal conflicto que tengo con mi jefe,
que solo sale del despacho para ver escotes o cuando viene alguien de parte
de algún directivo o político, que por supuesto se encarga de atender
personalmente. Para ellos no le importa no seguir el procedimiento, ¿verdad?,
eso sí, lo apunta todo en un papel y lo deja para que lo hagamos después
nosotros en el sistema informático, según dice él para no hacerles esperar, y
no me extraña, porque como no lo hace nunca, tardaría una eternidad. Cada
vez son más los expedientes que nos llegan a través de él, pero claro, así se
gana luego la llamadita dándole las gracias por la atención prestada, y se pone
todo ancho, en su sillón, sintiendo que lo tiene bien asegurado. Eso sí, luego
sale con la sonrisa de oreja a oreja y nos lo dice a todos para que también nos
sintamos partícipes de los éxitos del departamento, que para eso somos un
equipo; para eso, para otras cosas no, es patético.”
***
[Al día siguiente, miércoles 13 de abril de 2016]
Eran las 10 de la mañana cuando Reme llegó puntual a la cita con el
director. Estaba muy nerviosa; era mucho lo que se jugaba y sabía que lo tenía
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todo en contra. El director había salido a tomar un café y, aprovechando que su
secretaria salía con una jarra de agua, le pidió un vaso para beber y calmarse.
Su última esperanza era poder tener a tiempo alguna prueba que disipasen las
sospechas que recaían sobre ella y había pedido ayuda a su amiga del
instituto, Sol Balenciaga, que trabaja en la delegación de Vivienda. Una vez
acomodados en su despacho, el director comenzó:
—Verá usted señora Pozo, voy a ser muy claro con usted. Le voy a dar
la oportunidad de explicarse, pero quiero que sea sincera conmigo, usted sabe
igual que yo que muchos de los expedientes que ha tramitado no están
justificados. Mire usted, hace tiempo que estamos detrás de este asunto y los
informes dejan sin justificar muchos de los expedientes y, lo que es más grave,
hay muchos pagos, los más elevados, que no se corresponden con familias
necesitadas. ¿A dónde ha ido a parar ese dinero? Sabemos que pasa por
dificultades económicas y ha solicitado varios anticipos de su nómina. Dígame,
¿le hacía falta el dinero y pensaba devolverlo? Sabemos que no ha podido
hacerlo sola, usted tiene muy buenos contactos. ¿Quién le ha ayudado? ¿Se
han repartido el botín? ¡Un fondo para familias necesitadas!, ¡qué vergüenza!
Conforme hablaba el director iba subiendo el tono de voz y Reme, que
era la primera vez que entraba en el despacho desde que se fue el anterior, no
dejaba de mirar de un lado para otro. El director prosiguió:
—Mire, el director anterior me pidió que confiara en usted; que con usted
podría cambiar el área de clientes y lo que ha conseguido: además de
aumentar las colas entreteniendo a la gente, es que ahora salgamos en todos
los periódicos por su culpa. Yo no sé lo que vería en usted ese viejo. No lo
entiendo. ¿Tiene algo que decir? ¿Podría explicármelo? ¿Por qué ha
traicionado esa confianza?
—¿Sabe usted lo que es no tener agua? —contestó por fin Reme.
—Pues cómo no voy a saberlo, claro que sí. Por eso tenemos el fondo,
para que nadie se quede sin agua, y mire como lo agradece usted.
Reme señalando la jarra de agua que había visto llenar a la secretaria y
que ahora estaba por la mitad, le dijo:
—Veo que siempre tiene una jarra de agua en la mesa, ¿cuándo bebe?
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—Qué importa ahora eso, bebo cuando tengo sed, como todo el mundo,
después del café. ¿A dónde quiere llegar? Mire, si me hace hablar mucho
tendré que beber también. ¿Se queda tranquila?
—¿Y ese lavabo de allí? No estaba antes. ¿Para qué lo utiliza?
—Esto es intolerable. Quiere usted distraerme con tonterías. ¿Para qué
uso el lavabo?, pues para lo que se usan todos los lavabos del mundo, para
lavarme las manos. Contésteme usted ahora: ¿dónde está el dinero del fondo?
¿Quiénes son sus cómplices?
Reme, aparentemente serena, seguía insistiendo, mientras que el
director estaba cada vez más alterado.
—…Y, ¿cuándo se lava las manos?
—Pues cuando lo necesito, faltaría más, todas las veces que es
necesario, pero ¿qué pretende?, el grifo tiene dispositivo de ahorro y el agua se
recicla para el riego del jardín, ¿creía que iba a ser un derrochador?, ¿era eso
verdad? Ordené poner un lavabo porque aquí entra mucha gente de todo tipo,
te manosean constantemente y, como usted comprenderá, no iba a estar todo
el día en el pasillo para ir a lavarme las manos; hasta aquí podríamos llegar.
¿Me va a contestar usted a mí ahora?
—¿Y si no tuviera agua y no pudiera lavarse las manos?, ¿podría dar la
mano a toda esa gente, con las manos sudadas, sucias, llenas de grasa, de
microbios, con enfermedades, hartas de tocarlo todo? ¿Podría tocarse luego la
cara? ¿Podría tocar la comida? ¿Y si no pudiera beber su vaso de agua
después del café?
El director pálido, con la frente sudorosa y la boca abierta, miraba
fijamente la jarra de agua y después de tragar la poca saliva que le quedaba,
cogió la jarra con la mano temblorosa, llenó el vaso de agua hasta arriba y se lo
bebió saboreándolo. Luego ya más calmado, dijo:
—Vale. Usted gana. Nunca me había pasado esto, no me lo había
imaginado. No lo soportaría, no puedo pasar sin lavarme las manos, me
moriría, es superior a mí. Pero eso no cambia nada. Le doy una última
oportunidad para que me explique qué ha pasado con el dinero del fondo
solidario o tendrá que hacerlo en la comisaría de policía.
Entonces Reme le dijo:
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—Ahora lo he visto en su cara, es la cara que veo siempre, cuando
alguien lo siente de verdad. Todos tenemos momentos de emoción con el
agua, momentos de los que no somos conscientes y que no apreciamos hasta
que nos falta, pero sin los que no podríamos vivir. Y eso es lo que me hace
amar nuestro trabajo, es lo que me hace saltarme los procedimientos para que,
por problemas burocráticos, no se queden familias sin poder tener su agua, su
agua para beber, para comer o para… lavarse las manos. El agua para aquello
sin lo que no podrían vivir. Lo vi muchas veces cuando era pequeña y me gusta
descubrirlos, se sorprendería de cuántas experiencias extraordinarias nos
proporciona el agua. Es increíble. No sé cuántas veces lo he contado en este
despacho, el viejo, como usted le ha llamado, siempre se emocionaba.
—No va a conseguir ablandarme con su manipulación emocional, si es
lo que pretende. Le ha salido bien el jueguecito del agua. Reconozco que me
ha hecho sentir algo desesperado, pero por mucho misterio que le ponga a su
trabajo, se ha cargado la reputación de esta empresa y tendrá que pagar por lo
que ha hecho. Pero bueno, tengo curiosidad por saber en lo que se entretenía
el viejo con usted; podemos esperar unos minutos, cuénteme, ¿cuál es esa
historia?
Reme comenzó a contarle:
—Sucedió hace mucho tiempo, muy cerca de aquí, donde Sierra Morena
tropieza con el valle del Guadalquivir. Esta sierra es el primer obstáculo que
encuentran los frentes cargados de agua que entran por el Atlántico, recorren
el valle y, al tener que elevarse, se enfrían y descargan abundantes lluvias que
empapan el interior de la sierra. Este agua luego va escurriendo, filtrada, poco
a poco, surtiendo veneros, fuentes y arroyos cristalinos que se mantenían
incluso en verano. En este ecosistema húmedo y cálido a la vez, existía una
exuberante vegetación, con una alta densidad de bosques de fresnos,
castaños, encinas y sauces, formando galerías en torno a ríos y arroyos que
mantenían el agua fría y transparente, al resguardo del sol en todo su curso.
El director escuchaba atentamente, Reme prosiguió al verlo interesado.
—En este pequeño paraíso, habitado desde los fenicios, hay
yacimientos mineros de los que durante cientos de años, se había extraído de
forma sostenible el mineral que dejaban al descubierto el curso de las aguas,
de ahí el nombre del poblado principal, centro de este entorno, Villanueva del
158
Río y Minas. Sin embargo, a mediados del siglo pasado, con el desarrollo
industrial y el uso de maquinaria pesada, la extracción de mineral fue creciendo
sin parar, extrayendo toneladas y toneladas de mineral con ayuda de
gigantescos camiones y maquinaria pesada que iban socavando el terreno y
arrasando toda la vegetación existente. Además, para el proceso de lavado y
separación de arenas y minerales, se necesitaban ingentes cantidades de agua
que se devolvían a los cauces contaminadas con metales pesados. La vida en
el pueblo también había cambiado mucho, la empresa minera no paraba de
construir viviendas para alojar a los obreros, talleres, infraestructuras, escuelas,
hospitales, economatos y, mientras otras zonas rurales subsistían en la
miseria, la “Empresa”, como la conocían todos, abastecía de agua, luz, carbón,
alimentos, ropa y todo lo necesario para sostener la mano de obra que iba
llegando de otras cuencas. La población, dependiente de la Empresa y cegada
por la prosperidad económica, no veía el deterioro ambiental irreversible que
estaba acabando con el hábitat que otrora los romanos eligieron para erigir el
único templo de su civilización dedicado a la Diosa del Paraíso, Munigua. Eran
pocos los que se atrevían a advertirlo y acababan aislados, despreciados por
todos; solo algún agricultor que quedara por expropiarle las tierras para acabar
como asalariado de la omnipresente Empresa. Poco a poco la sobreexplotación
de los acuíferos, como si fueran infinitos y las excavaciones de las capas
impermeables del subsuelo iban desecando la esponja natural de la sierra,
hasta que en el verano de 1970, como si de pronto se hubiera quitado el tapón
de desagüe, todos los arroyos dejaron progresivamente de fluir y las fuentes de
brotar, fue entonces cuando todo cambió.
—¿Qué pasó entonces?, bueno, si quiere continuar, no olvide que
estamos aquí para otra cosa —se le escapó al director, que quería disimular su
expectación.
Reme prosiguió:
—La población tenía agua corriente suministrada por la Empresa, pero
por su mal sabor y baja calidad, todas las familias acudíamos a alguna de las
fuentes cercanas para llenar recipientes de agua para las necesidades básicas.
Con escasos días de diferencia se iban agotando las fuentes y los vecinos se
iban concentrando, incluso de noche, en las que todavía tenían agua, aunque
cada vez con menos cantidad. La Empresa achacaba la escasez a la falta de
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lluvias, y aseguraba disponer de agua en el embalse hasta que volvieran las
lluvias, pero ese año no llovió en todo el otoño. La explotación minera tuvo que
bajar la producción por falta de agua y comenzaron a despedir obreros con la
promesa de reincorporarlos tras la sequía. La población sufrió en pleno verano
cortes de agua cada día más severos y con un agua cada vez peor, hasta
hacerla imbebible. Se declaró la situación de emergencia y el ejército acudía a
diario para abastecer a la población con cisternas llenas de agua racionada
para beber y otros usos esenciales. Cada vez que llegaba la cisterna a nuestro
barrio, yo corría para ser la primera en llegar y adueñarme de uno de los grifos.
Poco a poco llegaban los vecinos con sus cacharros para llenarlos de agua
formando largas colas. Por mi corta edad y mi constitución endeble no me
permitían ayudar acarreando agua, así que me esmeraba abriendo y cerrando
el grifo para llenar un cacharro tras otro sin dejar escapar una sola gota de
agua. Y es aquí cuando empezó mi aprendizaje, cada persona que llegaba,
mientras llenaba su recipiente, me contaba su historia. Me explicaban el motivo
por el cual no podían pasar sin el agua y que en ese instante sentían que iban
a poder reparar. Veía la emoción en su cara, inconfundible, una expresión de
placer, de satisfacción, algo de lo que no habían sido conscientes mientras la
tenían pero que disfrutaban ahora cuando la iban a recuperar. En ese
recipiente que llenaban, tenían su agua, su tranquilidad asegurada. Fueron
tantas y tan distintas las emociones que me transmitieron durante ese tiempo
que comencé a interesarme por ellas, a buscarlas, y si alguien no me las
contaba, yo les sonsacaba hasta descubrirlas. Lo que empezó como una
curiosidad, como un juego, se convirtió en una necesidad, en una obsesión
para mí, comencé a coleccionarlas, queriendo descubrir otras nuevas,
buscando siempre las que no tengo y, por qué no, intercambiarlas con otros
coleccionistas, y esto es lo que hacía con el antiguo director, él era otro
coleccionista.
—Y la de lavarse las manos, ¿la tenía ya en su colección?
—Claro que sí, no se avergüence, las emociones relacionadas con la
higiene del cuerpo son muy frecuentes, hay muchas personas como usted que
no pueden pasar sin lavarse las manos; para otras es la cara, el pelo, los
dientes, la nariz, los pies, la cabeza, etc.
Reme prosiguió enumerando historias de su colección.
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—Mi abuela María, que había llegado al pueblo procedente de Cerro
Muriano, donde mi abuelo era minero, tenía un patio repleto de macetas
pintadas de azul en el que pasaba la mayor parte del tiempo, pues cuando no
estaba arreglando sus flores, disfrutaba leyendo o cosiendo en este rincón que
le recordaba a su Córdoba natal. Su secreto mejor guardado para que sus
flores florecieran exuberantes era el agua con las que las regaba, agua de
lluvia que almacenaba en un aljibe construido bajo el suelo del patio. Mi padre,
uno de los pocos agricultores que resistió, cada noche antes de acostarse, se
quedaba un rato mirando el cielo, las nubes, las estrellas, la luna, escuchando
el viento en los árboles, parecían decirle algo. Luego entraba y nos decía con
seguridad el tiempo que haría al día siguiente y nunca se equivocaba. Mi
madre, cada vez que enfermábamos, preparaba junto a la cama un paño y un
recipiente de agua helada con la que nos refrescaba la frente para evitar que
nos subiera la fiebre. Siempre temía que le faltara. Yo no supe hasta más tarde
que a mi compañera de juegos, la hermana mayor de mi madre, se le paró la
edad por una fiebre alta de pequeña. Mi vecina Carmen hacía ir a su marido
cada semana a buscar agua a la fuente de La Peregrina, a cuatro horas de
camino a pie, solo para preparar su cocido de los sábados. Con él soñábamos
todos los olfatos que pasábamos por la calle y del que su marido daba buena
cuenta sábado, domingo y lunes si quedaba. Don José Gómez, el médico del
pueblo, con bata de pulcro blanco, solía recetar para acompañar las medicinas,
beber el agua de una u otra fuente según la dolencia del paciente y había quien
sanaba sin tomar la medicina, solo con el agua.
En ese momento, interrumpió la conversación el ordenanza de dirección,
el único que quedaba, para entregarle en mano a Reme un sobre urgente. El
director le preguntó:
—Espere, y ¿cuál es su historia?, porque… tendrá usted también la
suya, supongo.
—Desde pequeña iba con mi padre a pescar truchas al arroyo
Galapagar, en un paraje de bosque galería formado por sauces llorones. Allí
bebíamos en una pequeña cascada de agua helada y cristalina. Beber ese
agua me despertaba el hambre y me comía todo lo que mi madre me había
preparado, incluso lo que mi padre dejaba, aunque yo sé que lo hacía porque
luego en casa apenas comería. Había probado llevando el agua cogida allí
161
mismo, pero no era igual que beber aquel agua directamente del arroyo. La
vegetación, los olores, los sonidos del agua corriendo en aquel lugar mágico,
desperezaban mis sentidos y cualquier comida me sabía distinta, un sabor que
sólo allí estimulaba mi paladar. Cuando el arroyo desapareció, ya nunca
recobré el gusto con esos sabores, comiendo sin ganas, sólo para mantenerme
viva sobre el filo de una delgada línea, antesala de la anorexia.
—Conmovedora historia, le aseguro que no me deja indiferente, pero el
asunto para el que está aquí ahora es otro bien distinto, y muy grave, y tengo
que cumplir con mi obligación. Acláreme por favor lo que ha pasado con el
fondo, le prometo que intentaré ayudarla.
Reme abrió el sobre que le había enviado su amiga de Urbanismo, justo
a tiempo, comprobando que había conseguido las pruebas que confirmaban
sus sospechas.
—Verá, hace unos días, mi marido me habló de una urbanización de
chalets con piscina, a las afueras de la ciudad, a los que había ido a hacer
unos arreglos y entonces recordé que muchos de los expedientes, que nos
habían llegado a través de mi jefe, eran de allí. Como usted sabe, a los
expedientes que se acogen al fondo solidario no se les exige el cumplimiento
de las normas urbanísticas y como también recordará, no queda constancia en
ningún sitio de quién contrató el agua de esta forma, para preservar la intimidad
y el derecho a la dignidad de los beneficiarios. Pues bien, tengo aquí las
pruebas de que estos chalets, por estar en zona no urbanizable, no disponían
de agua corriente y fueron adquiridos a muy bajo precio. Luego los cedieron a
una ONG que ha alojado temporalmente a familias de inmigrantes. Solicitaron a
continuación la contratación del agua acogiéndose al bono solidario. Una vez
que han dispuesto de agua corriente, al poco tiempo han trasladado a los
inmigrantes y han vendido los chalets multiplicando por diez su precio. Aquí
están todas las pruebas.
El director se quedó por un momento enmudecido y ojeando los
documentos dijo:
—No puede ser, no me lo puedo creer, la ONG de… la ONG de la mujer
del subsecretario. ¡Quién lo iba a decir!, ¡qué escándalo! Por favor, no diga
nada a nadie; usted solo hablará con la policía, no sabemos quién puede estar
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implicado, le entregaremos toda la documentación. Pero usted… entonces…
¿por qué recibe usted esos sobres?
—¿Los sobres?, aaahh sí, mis sobres, los sobres de mis clientes. Les
pido que me escriban sus historias, por qué es importante el agua para ellos,
son para mi colección.
—Claro, ahora lo comprendo. No sabe usted lo que me alegro, me ha
quitado un peso de encima. Reme, seguiremos hablando, estoy muy contento.
Lamento no haberla conocido antes. Vaya pensando cómo podríamos cambiar
el área de clientes, quiero escucharla y la veo liderando el cambio. Pero, por
favor, una última cosa, ¿podría usted dejar de ser tan maniática?, ¿sería usted
capaz de cerrar de vez en cuando la ventana?
—Verá usted señor director, a través de esa ventana veo la fuente del
jardín, el sauce que está allí, escucho el agua correr, huelo la tierra mojada,
entonces cierro los ojos y puedo imaginarme pescando con mi padre.
Únicamente así, puedo comer con algo de apetito cada día.
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MANDALA Sísifo
FEBRERO
El hombre cava un hoyo en el jardín del patio de su casa, a los pies del
almendro en flor, y deposita con cuidado las cenizas de su perra. Luego, echa
tierra encima.
Iskra, su perra pequeña, fea y mestiza, le había otorgado once años de
compañía, fidelidad y cariño, once años de amor. Una vez enterrada y
pisoteada la tierra para compactarla, el hombre se percata que está llorando
cuando algunas lágrimas fugitivas alcanzan sus labios. Agradece la solitud del
momento. Después se siente desahogado tras el llanto, pero también, un punto
ridículo; él, un varón cincuentón, había sido educado por sus padres en el
principio de que los chicos no lloran. “Arturo, eres un sentimental”, se dice a sí
mismo, sorprendido por enésima vez de que le hubieran bautizado con un
nombre de pila tan rotundo y que tan poco casa con su carácter y
temperamento.
164
MARZO
Arturo trabaja como conserje en una planta de reciclado de residuos y su
empleo le ocasionaba con frecuencia, reflexiones pesimistas acerca del tipo de
sociedad en la que vivimos. Pese a los años que lleva en su puesto, aún le
sorprenden las cosas que llega a tirar la gente; muebles, aparatos y enseres
todavía en buen estado. Arturo se pregunta con asiduidad si somos una
sociedad del despilfarro, material y… moral, y, por consiguiente, además de
deshacernos de toda clase de objetos, también se abandonan los perros en las
gasolineras y a los ancianos en las residencias.
Como cada tarde, antes de finalizar su jornada, Arturo revisa en la
sección de papel los libros que han sido vertidos aquel día en los contenedores
azules. La gente se está deshaciendo de sus bibliotecas, el uso del e-book
remplaza al libro de papel, es el triunfo de lo digital sobre lo vegetal. Arturo
encuentra una revista que contiene un reportaje sobre un museo de letreros de
neón en Las Vegas. Lugar que se le antoja como una metáfora excelente de
nuestra civilización: falaz, efímera, brillante y superficial. Torpemente les
comenta el artículo a sus compañeros, los que conducen los camiones de
recogida de desechos y que, en esos momentos, hacen cola para fichar la hora
de salida. Se ríen de él con descaro. “Hay que ser gilipollas”, proclaman, para
estando en la capital del vicio y del exceso, pasarse el día en un museo de
letreros de neón. El conserje piensa que lo haría, que el lugar debe desprender
una melancolía dulce. Los compañeros de Arturo son hombres aguerridos,
testosterónicos, listillos y futboleros, ejemplares genuinos de la clase obrera.
Arturo es el raro, el diferente, el que no encaja en el molde de una
masculinidad arquetípica, la excepción a la machada. A cuenta de la soltería
del conserje, casi toda la plantilla cree que es homosexual, y lo desprecian por
ello; aunque se equivocan.
ABRIL
La planta dispone de un punto de recogida de materiales para su
reciclaje, abierto al público en una sala semejante a un garaje con acceso a la
calle y cuya persiana metálica, Arturo se encarga de levantar por la mañana y
bajar por la tarde. En su interior se alinean diversos contenedores destinados a
la recogida de papel, plásticos, desechos orgánicos, baterías, tubos
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fluorescentes, radiografías, neumáticos, madera, aceites industriales y aceites
de cocina usados.
A través de las cámaras del circuito cerrado de la planta, Arturo observa,
una vez más, a la mujer de los cabellos grises. No hay semana en que no se
presente transportando algún residuo para reciclar. Aparca su bicicleta junto a
la puerta y penetra en la estancia con varias bolsas en las que ha separado los
despojos. La persistencia de la mujer, la fidelidad con que repite sus actos,
produce en el hombre un amago de asco, como si la mediocridad de su trabajo
de conserje y la mediocridad de su vida, tuvieran una naturaleza cíclica, y
fueran un laberinto circular atrapado en el interior de una botella.
Suena un timbre. Arturo, que ha apartado su mirada del monitor para
concentrarse en mirar dentro de sí mismo, vuelve a prestar atención a la
pantalla. Es la mujer de cabellos grises la que ha apretado el timbre.
Arturo baja hasta la sala. La mujer le explica con modales impecables
que el cajón con los tubos fluorescentes usados está repleto y que no cabe uno
más y ella ha traído tres para reciclar. El conserje retira la gaveta con ruedas y
trae otra vacía. La mujer se lo agradece.
Al caer la tarde, Arturo rebusca una vez más la sección de papel y
cartones. Halla un volumen amarillento y desencuadernado, casi un legajo, que
lleva por título “El eterno retorno: Introducción a la filosofía de Nietzsche”.
Luego otro libro con mándalas para colorear, sin uso, intacto. Junto al cajón
con libros, un saco de papel marrón con las cartas dirigidas a los reyes magos
que entregaron los niños la pasada Navidad a los pajes reales. ¡Bonita
metáfora de la vida! Ahí es dónde van a parar las ilusiones perdidas, a un
vertedero de residuos. Inopinadamente, a Arturo se le humedecen los ojos. El
hombre se esconde para que no lo vean llorar sus compañeros de trabajo.
Al día siguiente Arturo coge la baja por depresión.
MAYO
La psicóloga le escucha con atención. Cabizbajo, Arturo relata sus
miedos. Cree que no tiene derecho a ser feliz y lamenta que nunca ha vivido
una gran historia de amor. Piensa que ya es mayor, que lo que le espera es
decadencia, vejez, enfermedad y muerte. Sostiene que ya es demasiado tarde
para recuperar su vida. La juventud, el tiempo desperdiciado y las
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oportunidades se desvanecieron como agua que se escurre por el desagüe.
Para el hombre la vida tiene sabor a estafa.
A la salida de la consulta, Arturo se dirige a la estación de ferrocarril.
Observa absorto las vías del tren. “¡Sería tan fácil!” se dice a sí mismo.
Bastaría con un último gesto de coraje, él, que nunca lo tuvo en la vida, para
acabar con todo el sufrimiento, para abrazar el final con plenitud y dejar de ser
un muerto anticipado.
—¡Arturo! —alguien le grita. Se da la vuelta y ve a la mujer de los
cabellos grises que se acerca hacia él caminando con paso presto por el
andén.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Oye, que no soy ninguna espía —ríe la mujer y su risa es limpia,
amplia, cristalina—. Aparece publicado en la página web del Ayuntamiento.
—¡Ah! Ya, claro.
—¿Qué hacías? Parecías hipnotizado.
—Meditar.
—Yo también lo hago a menudo.
El conserje observa a la mujer. Su estética tiene un aspecto
trasnochado. Falda larga, blusa amplia, foulard al cuello, pendientes de cobre
largos y, por bolso, un capazo de mimbre entretejido. “Esta es de las que vive
con cincuenta gatos, se alimenta con comida macrobiótica y abraza árboles”,
piensa el hombre con crueldad. Sin embargo, bajo los cabellos grises, su rostro
es sereno, claro y hermoso, pese a las arrugas de expresión. Sus ojos vivaces,
de color miel, desprenden calidez e invitan a la confianza. A su manera, es
desconcertantemente bella.
—Bueno, no quería interrumpirte —se disculpa la mujer.
—No lo has hecho, al contrario, me has hecho un favor…, creo.
—Vale, pues siendo así, ya me quedo más contenta. —Ella le extiende
la mano.
—¿Qué? —pregunta de una manera idiota el conserje.
—Me llamo Alicia.
—Yo…, bueno, ya sabes cómo me llamo.
—Hasta pronto Arturo —se despide la mujer.
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Arturo se queda petrificado en el andén, ofuscado, le atenaza un
sentimiento de confusión. El tren llega, se detiene y emprende su marcha. Qué
vergüenza si se hubiese arrojado a las vías, cavila el hombre sin reparar en lo
incongruente de su reflexión. ¿Qué pensaría esa mujer, esa tal Alicia, si se
suicidara? ¿Qué pensarían los cenutrios de sus compañeros? Seguro que se
regocijarían con la noticia recreándose en los detalles truculentos. ¿Para qué
darles el gusto? “¿Suicidio? ¡Qué idiota eres Arturo!”, se reprocha a sí mismo.
De regreso a su casa, el hombre pasa junto a un campo de amapolas.
“Es pecado morir en primavera”, masculla. Siente un ataque de ira positiva, un
sentimiento de rebeldía. No, él no se va a ir a ninguna parte, van a tener que
aguantarle. Todavía tiene cuentas pendientes con la vida.
JUNIO
El conserje se reincorpora a su trabajo. Sabe que algunos creen que la
baja por depresión es una cortina de humo, una treta, un pasadizo a la
vagancia. Y también sabe que la mayor parte de sus compañeros se ríen de él
a sus espaldas —compañero, que palabra tan poco acertada—, pero por
primera vez le importa un bledo.
La mujer de los cabellos grises ha regresado. Se baja de la bicicleta y
Arturo admira a través de la pantalla del monitor su esbelta figura y,
comprende, que esa mujer le gusta. El conserje decide abordarla y desciende
hasta la sala, ella le responde con un saludo radiante.
—¿Otra vez aquí? —pregunta Arturo con dulzura, haciéndose el
encontradizo.
—Un grano no hace al granero, pero ayuda, compañero —responde ella
entre risas—. Si nosotros no protegemos nuestro planeta, ¿quién lo hará?
—Sí, claro. Piensa globalmente, actúa localmente —suelta el conserje
una frase leída en alguna parte.
—Exacto.
—Te veo muy concienciada.
—Hay quién piensa que reciclar es una pérdida de tiempo, pero están
equivocados. Te pongo un ejemplo: Yo colaboro con un proyecto llamado
“Respiro” dedicado a menores con autismo a los que se les ofrece actividades
de ocio adaptadas a sus circunstancias a cargo de monitores especializados,
168
incluidas, una vez al mes, salidas de fin de semana. No puedes imaginarte
cómo les cambia la vida a esos chicos y a sus familias. Y parte del proyecto se
financia mediante la venta de tapones de plástico a una planta de reciclaje.
—Sí, creo que vi un punto de recogida de tapones en la biblioteca —
“Parece buena persona”, piensa Arturo.
—¿Te das cuenta? No es una abstracción, a través del reciclaje puedes
ayudar a mejorar la vida de las personas de una manera real.
Arturo supone que quizás la mujer tenga un hijo con algún tipo de
trastorno autista. Sin embargo, aquella conjetura no le hace perder su interés
por ella. Se fija en que la mujer lleva anillo.
—¿Y tú marido no colabora contigo?
—En estos momentos no tengo marido —declara la mujer que esboza
una expresión de sorpresa y después una sonrisa.
—No quería ser indiscreto.
—No lo has sido.
El hombre quisiera pedirle su número de teléfono, pero es tan tímido que
no se atreve. Se ofrece a invitarle a un café, pero ella rehúsa. Entonces Arturo
recuerda que aún guarda el libro de mándalas en su taquilla y le pide a Alicia
que aguarde.
—Toma, te lo regalo —le ofrece el libro.
—Muchas gracias.
—Espero que te gusten las mándalas.
—Claro, todo en esta vida es un ciclo. Los pueblos poseedores
sabidurías ancestrales lo han comprendido desde siempre.
Esa tarde el conserje descubre unos cuantos libros viejos de texto de
ciencias naturales de la época en que estudiaba primaria. Con nostalgia repasa
las ilustraciones que explican los procesos del ciclo de los alimentos y del ciclo
del agua.
AGOSTO
Arturo se pasa las vacaciones en su casa leyendo novelas, a duras
penas, pues no puede sacarse a Alicia de la cabeza. Se debate entre la
esperanza y el pesimismo. “Seguro que tiene novio”, se dice a sí mismo con
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una reiteración despiadada, con el fin de desengañarse cuanto antes, de
evitarse un enésimo dolor.
En el último día de sus vacaciones, la tarde del treinta y uno de agosto,
Arturo se contempla con demora en el espejo y no le gusta lo que ve: su cara
ancha con una leve papada, las arrugas incipientes, sus cabellos entrecanos,
su sobrepeso…
¿Quién va a enamorarse de él? La belleza de lo físico, la materia, en
definitiva, siempre se impone al espíritu en la pugna por el amor, dictamina en
silencio.
Esa tarde el hombre pasea por el parque de su barrio. Hace calor,
aunque una brisa de levante lo suaviza. Un niño y una niña juegan. Ella
sostiene un molinillo que se mueve alegre con el viento, él quema un papel de
periódico con el haz de luz refractada a través de la lente de una lupa. Arturo
se siente feliz observándolos y le da por pensar que lo invisible mueve y
transmuta el mundo. ¿Y qué es el amor, si no, una energía invisible y
transformadora?
SEPTIEMBRE
La dirección de la empresa obliga a toda la plantilla a asistir a una
conferencia sobre economía circular. Durante tres horas, la conferenciante,
ayudándose de imágenes que se proyectaban en una pantalla, desgrana la
necesidad de abandonar el insostenible modelo lineal de extraer-producir-usar-
tirar que caracteriza la actual economía lineal para ser reemplazado por una
economía circular, en la que, tomando como modelo los ciclos de la naturaleza;
los materiales, los productos y los desechos, se aprovechen económicamente
durante el mayor tiempo posible, a la vez que se reduce al mínimo la
generación de residuos, procurando que estos entren de nuevo en el ciclo de
producción como materias primas secundarias.
Arturo, hombre curioso y más culto que sus compañeros, escucha con
atención a la conferenciante pelirroja y con pecas, absorbiendo los gráficos y
esquemas que ella hace desfilar en la pantalla. Así, el conserje se empapa con
los principios rectores de la economía circular: privilegiar el uso de los
productos frente a su posesión y la venta de un servicio frente a un bien; el
segundo uso de los mismos; la reparación; la reutilización y el reciclado. Y,
170
también, la conversión de los residuos en materia prima y la valorización
energética, entendida como la conversión de los desechos irrecuperables en
energía. Y, por encima de todo, una sentencia simple, pero trascendental: “En
un mundo de recursos finitos, no cabe un despilfarro infinito”.
Le interesan a Arturo las imágenes que representan la huella ecológica
que genera con su consumo cada habitante del mundo rico: Los barriles de
petróleo per cápita alineados, las garrafas con pesticidas expuestas, los
tablones de madera de árboles talados apilados…, y la montaña con las seis
toneladas de basura que genera cada ciudadano europeo al año. Pero, lo
mejor es la emisión del vídeo con el que se finaliza la conferencia: un concierto
a cargo de los jóvenes de la orquesta de instrumentos reciclados de Cateura
del Paraguay tocando con instrumentos confeccionados con desechos
recogidos en un vertedero, la Barcarola de Offenbach que Arturo reconoce
como parte de la banda sonora de su película favorita, “La vida es bella”.
A los compañeros de Arturo la conferencia les resultó insufrible e
inacabable, salen echando pestes del salón y, por supuesto, le dirigieron
miradas con odio a Arturo cuando este formuló una pregunta relacionada con la
obsolescencia programada.
Al conserje, en cambio, la conferencia no sólo le interesó, sino que en
cierto modo le reconcilia en buena medida con su trabajo, al hacerle reflexionar
acerca de la utilidad pública que conlleva. La rutina embrutece y Arturo se da
cuenta de que había perdido la perspectiva en su quehacer diario. Sin
embargo, todas estas consideraciones fluyen en un segundo término, como
una nota baja en una sinfonía. Un hecho turba al conserje, desde julio no ha
vuelto a ver a Alicia. Y él, tan imbécil como siempre, no le había pedido su
número de teléfono.
OCTUBRE
Es la fiesta patronal de la ciudad y durante su paseo vespertino Arturo se
topa con Alicia tras un tenderete de información de una asociación de
protección de los gatos callejeros. Alicia pide a una compañera que la sustituya
y se marcha con el conserje a tomarse un refresco a la terraza de un bar. La
conversación es amena y extensa. Arturo siente que simpatizan.
171
Alicia le explica el motivo de su ausencia: ha pasado unas semanas
cuidando a su hermana enferma. También le cuenta que es viuda desde hace
siete años, su esposo falleció en un accidente laboral y desde entonces no ha
vuelto a tener relaciones. Estaba tan enamorada de su marido que duda que
nadie vaya a poder reemplazarlo en su corazón; es por eso que aún exhibe la
alianza de oro. Él era lo más importante de su vida y si ha logrado
sobreponerse al duelo ha sido volcándose en el voluntariado; ser útil a los
demás le hace más feliz. No tiene hijos, así que todo su cariño se lo lleva su
gato Negrito. Arturo dice comprenderla y que a él le pasaba lo mismo con su
perrita Iskra con lo que de paso, le explica las condiciones de su existencia
solitaria.
Poco antes de las once de la noche Alicia propone que vayan a admirar
juntos los fuegos artificiales, a lo que Arturo accede. Justo antes de empezar,
tras la primera traca, la mujer le sugiere que pida un deseo con la primera
palmera de fuego que estalle. “Que Alicia me ame”, musita Arturo. Ella no le ha
escuchado, pero en un gesto amable y cálido le toma la mano. El “¡Oh!”
general del público, subraya el momento.
Pasado el festival pirotécnico, él le pide el teléfono, para quedar algún
día a tomar un café.
—No —responde la mujer.
—¿Por qué no? Hemos pasado una velada agradable —argumenta el
hombre.
—Nunca tomo café. A una infusión, cuando quieras.
NOVIEMBRE
Arturo y Alicia quedan a menudo para conversar. El hombre se reprocha
a sí mismo su timidez casi adolescente, ¿por qué no le confiesa que le gusta y
lo que tenga que ser, será? Tiene miedo al rechazo, acumula ya demasiados a
lo largo de su vida.
La mujer, tras contarle que la mayoría de los muebles de su casa fueron
recogidos de la calle, invita a Arturo a subir a su apartamento para
mostrárselos. El hombre se anima, piensa que va a ocurrir algo. Semejante
invitación cuando ya son las diez de la noche pasadas, no pude ser tan sólo
para charlar sobre decoración.
172
De camino a la casa de Alicia aparecen gatos que brotan de los bajos de
los coches, de callejones oscuros o de rincones en penumbra. Se acercan a la
mujer, le maúllan con una modulación suave. Ella va saludando a los sucesivos
felinos con nombres diversos: Nariz manchada, Misha, Canela, Chorbo. La
escena parece mágica.
—¿Conoces a todos estos gatos? —pregunta el conserje.
—Claro. En la asociación a la que pertenezco nos dedicamos a hacer un
seguimiento de las colonias urbanas. Les traigo comida, vigilo que no les falte
agua y hasta los llevo al veterinario. Los nombres se los he puesto yo.
—¿Y cómo es que salen a recibirte?, ¿acaso te huelen?
—Ellos saben que soy su amiga.
Entran en la casa, Negrito, el gato que es en realidad de color canela,
acude raudo y cariñoso a frotarse contra las piernas de su dueña. Alicia tenía
razón, el mobiliario parece rescatado y ofrece una combinación variopinta y
desconcertante. Ella le hace reparar en que las lámparas están hechas con
botellas de vidrio a las que ha introducido una bombilla, las mesas con palés de
madera y las estanterías con cajas de fruta pintadas con colores pastel. En
efecto, se cerciora Arturo, su amiga es una excéntrica, pero, ¿quién desea lo
común, lo previsible, una normalidad uniforme y sin alma? Bastante vulgaridad
ha tenido el hombre que tragar a lo largo de su vida. Un punto de locura sana
se agradece. Pasan al dormitorio y ella le informa que no hay somier, que el
colchón reposa sobre otros palés. ¿Es una alusión erótica? Aunque intenta
controlarse, el hombre siente que le tiemblan ligeramente las piernas. Se
acrecienta su deseo, pero se reprime. El conserje no quiere provocar una
situación en la que ella se sienta incómoda. Teme hacer algo que la enfade,
teme perderla y, como un memo pasa a contarle que hace dos meses asistió a
una conferencia sobre economía circular y, durante quince minutos, narra con
un punto de nerviosismo alguna de las cosas que aprendió.
Alicia, que le ha escuchado con atención, reconoce que le interesa el
concepto y afirma que irá a la biblioteca pública al día siguiente a recabar más
información. Ella no tiene una filosofía elaborada al respecto; su proceder
obedece casi a un impulso artístico —le confiesa mientras abandona el
dormitorio para preparar en la cocina una infusión de poleo-menta para ella y
una manzanilla para él—. Alicia declara tras servir las tazas:
173
—Me gusta cambiar el destino de las cosas, darles una segunda vida,
una nueva oportunidad. Dignifico lo que otros subestiman y desprecian.
Descubro belleza allí dónde otros sólo ven defectos y decadencia.
—Eres como Miguel Ángel que podía ver la estatua prisionera en el
interior del bloque de mármol —suelta el conserje, obviamente, sin detenerse a
pensar en la exageración del halago.
—Yo no diría tanto, pero gracias —responde Alicia una vez respuesta de
la carcajada. Se ríe todavía durante algunos minutos, de buena gana. Y su risa,
espontánea y clara, la vuelve más bella y más joven. La alegría es su mejor
cosmético. Y luego, de repente, se pone seria—: Tras la muerte de Mario, mi
marido, sentí la necesidad de cambiar todos los muebles de la casa. Todos los
objetos me recordaban a él, era como vivir en un mausoleo.
Se despiden con cordialidad y, una vez en la calle Arturo se reprocha en
voz alta su falta de decisión: “¡Eres gilipollas! ¿Acaso pretendías ponerla
cachonda hablándole de economía circular?”. Admite que se ha comportado
como un colegial inexperto. Mientras dura el camino hasta su casa, el conserje
se tacha a sí mismo con los mil sinónimos de la palabra idiota.
DICIEMBRE
Arturo y Alicia se dan cita a menudo. El hombre, con cada encuentro, se
convence cada vez más, de que entre ellos tan sólo existe una bella amistad.
Una buena amiga, una amiga más. Arturo está por dejar de verla, ha habido ya
demasiadas buenas amigas en su vida; chicas que elogiaban la dulzura de su
carácter, su comprensión, el ser su paño de lágrimas, para al final, acabar
siempre en los brazos de otros hombres. No necesita una enésima amiga más,
precisa una mujer que lo desee, una mujer que lo ame. Necesita una
compañera en toda la plenitud de la palabra. Y siente que el tiempo se le
acaba. Alicia puede que sea su última oportunidad para ser feliz.
31 DE DICIEMBRE
Alicia le ha propuesto a Arturo pasar juntos la noche de fin de año. Ella
sugiere su casa y Arturo acepta. Como antes con los fuegos artificiales, la
mujer le advierte que tras las doce campanadas ha de pedir un deseo para el
nuevo año.
174
Repiquetea la última campanada en el televisor y se abrazan
deseándose feliz año nuevo. Quizás sea porque las copas de cava ayudan,
porque la alegría se contagia, pero el abrazo se prolonga y se torna más
íntimo. Ella acaricia la nuca de él y un segundo después, le besa con timidez
en el cuello mientras cierra los ojos. Él piensa que quizás los dos han tenido el
mismo deseo, pero no se lo pregunta, no es el momento de hablar y responde
con otro beso en el cuello de ella, dulce, diminuto, húmedo. Luego, sus labios
se buscan.
FEBRERO
Arturo en albornoz, en la primera hora incierta del día, admira a través
del ventanal el almendro en flor que estalla en un éxtasis níveo. Mira su patio y
sabe con melancolía dulce, que apenas durará unas pocas jornadas aquel
fulgor con que le obsequia la naturaleza. Piensa que su adorada perrita está
también allí, en las raíces, en el tronco, en la sabia, en los pétalos tililando de
belleza. Iskra —chispa en ruso— participa en el milagro.
Alicia, también en albornoz blanco, se acerca por detrás y abraza al
hombre:
—¿Qué haces? —pregunta.
—Pensaba —contesta él.
—¿En qué?
—En que todo es circular; la naturaleza, la vida…
—Te lo dije una vez. Y la voluntad consiste en transformar los círculos
viciosos en virtuosos.
—¡Alicia! —se da la vuelta Arturo gratamente sorprendido— lo que
acabas de decir es una genialidad.
—Lo sé —afirma la mujer mientras sella con un dedo los labios del
hombre—. Volvamos a la cama.
175
MENSAJE EN UNA BOTELLA Santamaría
Para Sergio la jornada del lunes había comenzado como cualquier otra.
El sonido del despertador lo arrancó con violencia de un plácido sueño muy de
mañana, y al poco, con un café en el estómago, ya se encontraba en su puesto
como operario en la planta de reciclaje de vidrio de Chiclana de la Frontera.
Ataviado con chaleco reflectante, casco de seguridad y unos guantes
gruesos, se afanaba junto a sus otros dos compañeros, Mateo y Antonio, en
«depurar» la zona del triaje a la que la cinta transportadora arribaba sin cesar
toneladas de vidrio mezclado con impropios, que los tres descartaban en unas
bandejas de plástico transparente, apartándolas así del proceso de limpieza del
material que iba a ser reciclado.
Apenas llevaban una hora desde que comenzaran la faena, y ya
discutían con chanza sobre la jornada de fútbol del día anterior, cada cual
seguidor de un equipo distinto. A las bromas, chascarrillos y comentarios sobre
176
polémicas, goles y jugadas, les acompañaba un aire de camaradería que se
había fraguado a golpe de muchos años de faena en aquella planta.
Les gustaba su trabajo y, en cierta forma, eran conscientes de la
importancia que tenía su incomprendida labor para la sociedad y para la
economía de la Bahía de Cádiz, en particular. Habría empleos mejor
remunerados o mejor vistos para la comunidad, pero los tres coincidían en
sentirse realizados e importantes dentro del gran engranaje ambiental que les
había tocado protagonizar desde sus humildes puestos.
Todo hubiera transcurrido de forma habitual a cualquier otro lunes, de no
ser por aquella botella de refresco de cola que, dando brincos entre el resto de
cristales, papeles y trozos de plástico, parecía resistirse a seguir subiendo la
ligera pendiente de la cinta transportadora.
Durante largos segundos Sergio la observaba de reojo mientras iba
descartando en su bandeja todo tipo de materiales ajenos al vidrio, y mantenía
una encendida conversación con sus dos compañeros sobre el penalti
inexistente que habían pitado el día anterior a favor del Sevilla.
A punto estuvo Sergio de empujar con su mano la botella hacia arriba,
sacándola de ese tintineante círculo vicioso de saltitos y recortes que
mantenían en el mismo punto de su vista aquella pieza en concreto. Pero de
súbito observó algo en su interior que le llamó la atención: un trozo de papel.
Dudó de nuevo, pero en una segunda ojeada comprobó que el mismo
estaba doblado con cuidado y que la boquilla de la botella estaba sellada por
un trozo de corcho que impedía la salida de su contenido. Aquello se había
hecho a conciencia, y debía existir un porqué.
Tomó la botella en las manos y pidió permiso a sus compañeros para
ausentarse unos minutos.
—Vuelvo en un rato. Voy a mirar esto y de paso me tomo mi descanso
de media hora.
—¿Ya vas a escaquearte? —le respondió Mateo con sorna—…
temprano empiezas hoy.
Antonio acompañó el comentario con un par de risotadas, y dedicó un
guiño a Sergio, dejando claro que para ambos no había ningún problema en
cubrir su ausencia.
177
—Ya nos contarás qué lleva eso ahí dentro… —rogó sin separar la vista
de los materiales depositados en la cinta transportadora, mientras sus ágiles
manos se movían con velocidad tomando impropios de un lado y otro,
arrojándolos luego a su bandeja de plástico, ya próxima a ser llenada.
Sergio caminó durante un par de minutos alejándose de la zona de triaje,
jugueteando con la botella entre sus manos, observando el movimiento de
aquel trozo de papel que resbalaba en su interior a cada giro.
Luego, tomó asiento en un banco cercano y con cierta dificultad,
consiguió liberar del corcho la boquilla de la botella, sacudiéndola después con
firmeza contra la palma de su mano, hasta que el contenido salió al exterior.
Tras desdoblar con mimo el papel, su mirada recorrió con frenesí la
superficie para leer unas palabras manuscritas y, acto seguido, exclamó entre
dientes y con cierto aire de fastidio:
—Otro…
***
El despacho de Miguel Arriaza, el encargado de la planta de reciclaje, se
encontraba en una nave contigua a escasos minutos de distancia de su puesto,
así que Sergio no dudó en encaminar sus pasos hacia su puerta, con el papel
en las manos. Estaba por completo convencido de que aquello no podía
tratarse de una coincidencia, de modo que decidió ponerlo en conocimiento de
su responsable inmediato, para que se tomasen las medidas que se
considerasen oportunas al respecto.
Subió un tramo de escaleras de aluminio con barandilla que
comunicaban hasta el despacho, escuchando el sonido metálico que producían
sus gruesas suelas de goma al golpear cada uno de los peldaños y, al llegar al
final, percutió un par de veces con sus nudillos esperando permiso al otro lado
para poder acceder al interior.
—Adelante —respondió una voz ronca que le era conocida.
—Buenos días, Miguel.
—¡Gallardo! Pasa, hombre, pasa… no te quedes ahí. ¿Qué sucede?
Sergio esgrimió el papel delante de sus ojos agitándolo con levedad, sin
variar la mueca de fastidio que se dibujaba minutos antes en su rostro al
comprobar el contenido de la botella, cuando estuvo sentado en el banco.
178
Después lo depositó con estrépito sobre la mesa de su jefe, golpeteando varias
veces con la punta del dedo índice allí donde se leían unas líneas escritas.
—Ha llegado otro más… —respondió.
—Madre de Dios… ¿cuántos llevamos ya? —preguntó Arriaza mientras
echaba hacia atrás su corpachón para apoyarse en el respaldo de la silla.
—¿Este mes? Creo que fueron ocho. Pero si contamos desde el primero
que apareció hace un par de meses… calculo que ya son unos quince.
—Quince botellas…
—… con sus quince mensajes. Y todos dicen lo mismo. Con el debido
respeto, porque tu eres el jefe y no yo… habría que hacer algo, ¿no te parece?
Arriaza permaneció sentado tras su escritorio con las manos
entrelazadas sobre la superficie de la mesa y la mirada ausente. Rascó con
lentitud uno de los laterales de su cabeza, donde aún conservaba cabellos y al
cabo de unos segundos, respondió.
—Sí… pero eres tú quien ha estado pendiente de todo este asunto
desde el principio, Sergio. Además, por tu experiencia en la planta de reciclaje
y el puesto en el que trabajas, creo que podrías aportar cosas más interesantes
que yo. De hecho, tú has hablado a veces en público y has dado charlas en
colegios. Al fin y al cabo, lo mío es la burocracia, las llamadas de teléfono, las
reuniones con Medio Ambiente y el politiqueo —añadió esbozando una sonrisa
sarcástica—. ¿Tendrías inconveniente en encargarte tú?
—En absoluto, Miguel. Pero necesitaría un día libre para hacerlo.
—Tómalo cuando quieras, pero por favor… acaba con esto.
—Haré lo que esté en mi mano, jefe —concluyó guiñando un ojo al
encargado, dejando en evidencia que la relación entre ambos traspasaba lo
laboral, y compartían idéntica camaradería a pesar de que la jerarquía pudiera
indicar lo contrario.
—No lo pongo en duda. Creo que nadie mejor que tú puede hacerlo.
Sergio asintió agradecido por el comentario y la sinceridad que
transmitían las palabras de Arriaza y, tras despedirse con cortesía, cerró la
puerta a sus espaldas y bajó las escaleras, escuchando de nuevo el golpeteo
metálico de sus zapatos sobre el aluminio, mientras introducía con cuidado
aquel trozo de papel en el bolsillo trasero de sus tejanos para tenerlo a buen
recaudo. Había decidido que se tomaría el día libre ese mismo viernes.
179
Cuanto antes decidiese ir a Cádiz, antes terminaría con aquella historia
que les había perturbado en los últimos meses, de una vez por todas.
II Aquel viernes, Sergio volvió a despertarse cumpliendo a rajatabla su
rutina diaria, a pesar de que aquel día no acudiría a la planta de reciclaje de
vidrio. Con el permiso concedido por Arriaza, y una vez lo habló con sus
compañeros, Mateo y Antonio, no hubo problema en tomarse el día para viajar
media hora en coche hasta Cádiz.
El día había amanecido espléndido, sin atisbo de nubes en el cielo y una
ligera brisa marina que refrescaba lo suficiente aquella mañana de primavera
que, de no haber sido así, de seguro le habría regalado una buena dosis de
calor bochornoso. Así que por un día abandonó chaleco, casco y guantes,
vistiéndose con una blanca camisa de lino de manga corta que acentuaba su
tez morena, tejanos azules gastados y unos mocasines negros.
Tras llegar a Cádiz y pasar las consabidas dificultades para aparcar
cerca del centro, consiguió hacerlo en la zona de la playa y muy cerca de su
objetivo: el Instituto de Enseñanza Secundaria «Columela».
Caminó despacio con las manos en los bolsillos mientras dejaba que la
brisa acariciara su rostro y alborotara sus cabellos, disfrutando de aquel regalo
que la naturaleza le daba esa mañana, alejado de vertidos y malos olores.
Subió con decisión las escaleras de la puerta principal y llegó hasta el hall del
edificio, donde se hallaba el mostrador de información, tras el cual una mujer
de mediana edad, media cabellera castaña rizada y gafas negras de pasta
atendía a todo aquel que solicitaba ayuda.
—Disculpe, señorita.
—Dígame… —respondió.
—Busco al profesor de Segundo de la ESO… ¿podría hablar con él?
—Es profesora… Lourdes, se llama. Se encuentra reunida en el claustro
con el resto de profesores, pero no tardará mucho porque debe empezar con
las clases en media hora. ¿Le importa esperarla aquí, señor…?
—Sergio, Sergio Gallardo… gracias, la esperaré aquí mismo.
Y dicho esto tomó asiento en un amplio banco de madera que se
encontraba justo enfrente. Al cabo de unos minutos la puerta del claustro se
180
abría flanqueando su entrada varias personas con portafolios en sus manos.
Una de ellas, de pelo moreno recogido en una cola, recibió a lo lejos unas
indicaciones por señas de la señora que había entablado conversación con
Sergio antes, y se acercó hasta donde se encontraba.
—Soy Lourdes Casal, tutora de segundo de la ESO. Me han comentado
que usted quería hablar conmigo…, ¿en qué puedo ayudarle?
—Mi nombre es Sergio Gallardo —contestó incorporándose y tendiendo
su mano—… no me conoce ni hemos hablado antes.
—¿Pero es el padre de algún chico? No recuerdo tener ningún Gallardo
entre mis alumnos…
—No, no… soy operario de la planta de reciclaje de vidrio de Chiclana.
—Perdone, pero no entiendo…
—Ahora lo comprenderá… —y al decir esto, tomó el papel del bolsillo
trasero de su tejano, lo desplegó y se los mostró a la profesora.
«SI HAS ENCONTRADO ESTE MENSAJE, DIRÍGETE AL INSTITUTO
COLUMELA DE CÁDIZ Y PONTE EN CONTACTO CON LOS ALUMNOS DE
SEGUNDO DE E.S.O.»
Lourdes sonrió tomando el papel entre sus manos y respondió.
—Ah… se trata de esto. ¡Por fin alguien lo ha encontrado!
—¿Podría indicarme de qué se trata? Hemos encontrado otros catorce
más en nuestra planta de reciclaje, y todos los mensajes decían lo mismo.
—Es un proyecto que hicimos al principio de curso para tratar el tema
del comercio y la comunicación. Consistía en que cada alumno arrojara al mar
una botella con un mensaje, como se hacía antes, con el objeto de demostrar
la capacidad que tenemos los seres humanos para comunicarnos. Una idea
que fue muy bien acogida por todos, y hasta ahora no habíamos tenido
respuesta. Con sinceridad, creí que habíamos fracasado. ¿Le importaría venir
al aula y explicarnos cómo llegó a sus manos?
—Se lo iba a solicitar yo mismo, señorita, si no es molestia.
—¡En absoluto! Al contrario, será un placer escuchar lo que tiene que
contar a los chicos.
181
Subieron una amplia escalera con recio pasamanos de madera que
conducía hasta la primera planta, y allí no tardaron en llegar al aula
correspondiente, donde una veintena de adolescentes conversaban a voz en
grito, gastándose bromas los unos y tratando de releer los apuntes del día
anterior los otros. A la entrada de Lourdes y Sergio, un súbito silencio se
adueñó del aula.
—Buenos días a todos. Os presento a Sergio Gallardo, operario de la
planta de reciclaje de Chiclana… viene a contaros algo que seguro os va a
interesar mucho. Cuando quiera… —invitó acompañando sus palabras con un
gesto de la cabeza y una amplia sonrisa en los labios.
Sergio avanzó unos pasos con cierta timidez, dio los buenos días y a
continuación sacó el papel que había encontrado días atrás, al cobijo del vidrio
y el corcho.
—Este mensaje lo encontré el lunes dentro de una botella de refresco, y
me ha traído hasta vosotros.
Las exclamaciones de asombro, vítores y aplausos siguieron a sus
palabras, obligando a la profesora a solicitar que guardaran silencio, pues aún
no había terminado la exposición del invitado.
—Vuestra tutora me ha explicado que esto formaba parte de un
experimento y, como podéis comprobar, ha sido un éxito. De hecho, hemos
encontrado catorce botellas más con el mismo mensaje. Es habitual que las
corrientes marinas que vienen del Atlántico, y recorren la costa de norte a sur,
arrastren objetos arrojados en Cádiz hasta las playas de Chiclana. Habéis
conseguido contactar con alguien de una manera poco habitual para los
tiempos que vivimos. Os doy mi enhorabuena por ello.
Los espontáneos aplausos emocionados cortaron el discurso de Sergio,
quien rogó de nuevo silencio levantando sus manos a la vez que pedía calma a
su joven auditorio.
—Si me lo permitís, tengo algo más que contaros, y que estoy seguro
me agradeceréis tanto vosotros como vuestra profesora Lourdes… Como os he
dicho antes, son un total de quince botellas las que han llegado hasta nuestra
planta de reciclaje. ¿Alguno de vosotros podría decirme qué hacemos en este
tipo de instalaciones?
182
—¡Reciclar! —respondió con ironía una voz al fondo, provocando la
hilaridad en el resto de sus compañeros.
—En efecto… ¿y qué entendéis por reciclar?
—Volver a aprovechar algo que hemos desechado.
—¡Muy bien! —respondió Sergio— Por desgracia, no todo cae en
nuestras manos, como podréis imaginar. ¿Cuántas botellas se lanzaron al
mar?
—Veintidós… una por cada alumno —se adelantó Lourdes.
—En ese caso, quedan aún siete botellas en el mar que quizás
recuperemos para reciclar… o quizás no. Bien… me toca hacer una pregunta
más complicada. ¿Alguien sabría decirme cuánto tarda el vidrio en degradarse
por sí solo?
Veinte años, cincuenta, cien…, a cada respuesta espontánea Sergio
contestaba negando con la cabeza hasta que, ya derrotado el auditorio,
concluyó dispuesto a saciar la curiosidad de los presentes.
—Cuatro mil años.
Las exclamaciones de asombro continuaron un buen rato hasta que,
conscientes de lo que acababan de escuchar, volvieron a callar en espera de
que Sergio terminase su explicación.
—Cuatro mil años…y ahora pensad en esas siete botellas perdidas.
Incluso podemos ir más lejos… imaginad que no se hubiese rescatado
ninguna. Un total de veintidós botellas de vidrio descansarían en el lecho
marino durante los próximos cuatro mil años, hasta que la naturaleza
consiguiese degradarlas. No quiero con esto fastidiaros, ni mucho menos.
Seguro que vuestro experimento os ha servido para entender cómo podían
comunicarse antes, conociendo los ciclos de mareas…, pero debéis tener en
cuenta que a veces cometemos actos inocentes que repercuten, sin que lo
sepamos, en nuestro Medio Ambiente. Veintidós botellas de vidrio en el fondo
del mar pueden parecer una ridiculez, pero os aseguro que son muchos más
residuos los que se rescatan a veces del agua.
Los alumnos permanecían cabizbajos tras la alocución de Sergio, y al
cabo de unos segundos de completo silencio, Lourdes, que tampoco podía
evitar sentirse cómplice de aquello, tomó la palabra.
183
—Sentimos lo ocurrido… no se nos pasó por la cabeza que esto pudiera
ser grave.
—No lo es, Lourdes, si tenemos esta oportunidad de concienciar. Por
eso se lo agradezco.
—¿Podemos hacer algo los chicos y yo para compensar el daño?
—Sí que pueden…
***
El despertador volvió a emitir su estridente melodía, obligando a Sergio a
abrir los ojos después de una noche de sueño reparador. La rutina se repetía
de nuevo, aunque era consciente de que aquel día sería diferente.
Como había convenido con Miguel Arriaza y con Lourdes Casal, esa
mañana un grupo de chavales de no más de trece años, recorrerían las
instalaciones de la planta de reciclaje de vidrio, y él actuaría como perfecto
cicerone para tan novedoso evento. Saber que cuando concluyera la visita
todos ellos sin excepción comprenderían el valor de su trabajo, provocaban la
íntima satisfacción de saber que el mundo aún podía tener esperanza en un
futuro mejor.
Pero contemplar frente a sus ojos aquel mensaje que había estado
encerrado en el interior de una botella, le convencieron de la ardua labor que le
quedaba por delante al ser humano para cambiar el curso de un consumo
autodestructivo, siendo a veces más fácil reciclar residuos que mentalidades.
Al menos con aquel sencillo grupo de alumnos… lo había conseguido.
184
MI ABUELA RENATA Su nieto
Era temprano; el amanecer presagiaba un sábado de otoño precioso.
Estábamos en casa de mi abuela Renata porque mis padres iban a la boda de
un amigo de papá, a quien conocía desde la infancia. Ya nos habíamos
levantado todos a desayunar, preparándonos para aquel nuevo día.
Mis padres, felices por la celebración, se arreglaron de fiesta. Llevaban
la misma ropa que habían comprado hacía dos años para la comida que
organizaron mis abuelos maternos en la celebración de su 45º aniversario de
matrimonio. Sólo se la habían puesto aquella vez y la utilizaron de nuevo hoy.
A los dos les quedaba perfecta.
Yo estaba igual de ilusionado que ellos porque para mí también sería
fiesta. Me iba a quedar con mi abuela Renata el fin de semana. No la veía
desde las últimas Navidades. Es lo malo que tiene vivir lejos de tus familiares,
no los puedes ver cuando quieres ni todo el tiempo que te gustaría.
Ella tiene el pelo corto y canoso. Es fantástica, muy jovial y llena de
energía. Quizá sea así porque enviudó cuando papá era muy niño, y aprendió a
185
sacar una sonrisa a la vida, aunque tuviera ganas de llorar. Tiene un montón de
maravillosas amistades, son su segunda familia. Con ellos va a pasear, hace
taichí y se reúnen en el Hogar del Jubilado. Me ha confesado que, igual que
hay grupos de lectura, ellos habían creado un grupo que se hacen llamar
“Amigos Circulares”. Por la tarde me iba a enseñar el montón de cosas que
hacían.
Mi abuela ya tenía planificada esa mañana. Cada momento con ella es
una sorpresa, sus ideas son geniales y siempre me lo paso muy bien. Es
metódica y organizada. Le gusta hacer primero las obligaciones para luego
ayudar a los demás o disfrutar de su tiempo libre. Dice que estar activa le
ayuda a mantenerse alegre y feliz, y eso es salud. Creo que tiene mucha razón.
Cuando se fueron mis padres, empezamos a preparar la comida, una
deliciosa ensalada de pasta. Coció las espirales de colores en agua hirviendo y
las apartó en su pota. Sobre el mismo fogón caliente de la vitro hizo unos
huevos duros poniéndolos varios minutos a fuego fuerte. Los apagó después
de un tiempo y mantuvo la pota sobre la zona en la que ya se había acumulado
la temperatura. Los dejó hacerse más en el agua con el calor residual. Probó
una espiral para comprobar que estuviera en su punto, escurrió la pasta en el
fregadero, dándole una ducha sobre el chorro de agua fría, para dejarlas
escurrir y las reservó tapadas en la ensaladera.
Luego cogió la lista de la compra del imán de la nevera, había
aprovechado un trozo del sobre de la factura del agua para anotar los recados.
Me iba a enseñar la nueva tienda del barrio. Estaba encantada porque vendían
productos a granel, como en su infancia. Me explicó que tenían precios
económicos porque se ahorraban los costes de los cartonajes y el plástico del
empaquetado. Comprabas al peso lo que necesitabas y no gastabas en
embalajes que contaminaban, y que iban a la basura tras haberlos pagado.
Metió una botella de vidrio vacía en una bolsa muy original que había hecho a
ganchillo con hilo de bramante.
Nos pusimos las mochilas y sacamos las bicis del trastero. Además del
cestillo delantero, que siempre tuvieron en el manillar, ahora les había puesto
en el portaequipaje dos papeleras rectangulares enganchadas a los laterales
con tornillos. Ese invento era una ocurrencia de tres de los “Amigos Circulares”.
Usaban las papeleras rectangulares para tener más profundidad en el
186
transporte de cosas voluminosas cuando iban a la compra, equilibrando el peso
a los lados y ocupaban poco espacio. Era una idea original, práctica, sencilla y
barata.
Fuimos pedaleando por el carril-bici, luego nos desmontamos y
comenzamos a caminar por unas cuantas calles con el manillar cogido de la
mano, hasta que por fin llegamos. Tenía una pequeña zona para aparcar bicis
y allí las dejamos. La tienda era preciosa, recordaba un antiguo colmado. Fuera
había cajas de frutas y hortalizas de temporada expuestas con sus precios en
tiza sobre pequeñas pizarras. Aquello daba un toque de frescura y color a la
calle. Frente a la entrada un gran mostrador presentaba, a través del cristal que
había en el frente, una gran variedad en legumbres. Tenía altos anaqueles de
madera llenos de botes donde se exhibían los chocolates, cafés y tés,
productos del obrador de panadería, huevos ecológicos y camperos, además
de latas en gran formato para cereales, aceites y salazones. Rústicos sacos
reposaban sobre el suelo, presentando un muestrario de patatas muy variado:
rojas, bancas, violetas, grandes, pequeñas, lavadas y sin lavar, … mercancías
tratadas con cariño y saludables. Mi abuela siempre dice “somos lo que
comemos”.
Posó la botella vacía sobre el mostrador. De inmediato salió un chico
con un delantal negro enorme, y saludó a mi abuela por su nombre. Era el
tendero. Aprovechando que estábamos solos ella hizo el pedido leyendo los
artículos que tenía en su lista y él posaba sobre el mostrador cada artículo. Me
dijo que otras veces, con más clientes, ella misma se servía en las bolsas de
papel craft que había y pesaba cada una. Aunque tardaba algo más no le
importaba porque comprar a granel es un ritual que se disfruta sin prisas. Esta
vez había menos tiempo, teníamos que ir también a la ferretería y terminar la
comida.
Cogió una botella nueva con vino tinto al entregar la otra vacía, lentejas
verdinas, arroz largo, uvas rojas, melocotones amarillos, una rama de tomates,
cebollas chatas, ajos morados, un manojo de zanahorias y una barra de pan
crujiente. Eran muchas cosas, pero las íbamos a llevar entre los dos.
Mi abuela sacó de su mochila el monedero y varias bolsas en diferentes
colores de viejas camisetas recicladas. Les había cosido los bajos y cortado las
mangas para que hicieran las veces de asas. Una vez que metimos todo en las
187
bolsas, mi abuela le pidió al tendero el favor de guardarnos la compra mientras
íbamos a otros recados. Era por un momento, ya que estaba cerca. El chico
accedió con agrado y las posó en el suelo, tras el mostrador.
Fuimos caminando hasta la ferretería. Quería comprar una lámpara solar
led para poner en una pequeña galería que hay en el salón de su casa. Allí
disfrutaría leyendo al calor en las noches de invierno. Le encanta todo lo que
sirva para el hogar y funcione con energías limpias. Hace un año las amigas le
regalaron en su cumpleaños un cargador solar para móvil, y desde ese
momento está enamorada de todos los inventos que usen energía renovable.
Regresamos a por nuestras compras con la lámpara led en una bolsa de
almidón de patata de tacto muy suave y biodegradable que le dieron. Ella
estaba feliz, era una cosa práctica y muy útil. Le pedimos la compra al chico de
la tienda, ahora había más gente y nos las devolvió rápidamente para seguir
atendiendo. Repartimos la carga de todas las bolsas en nuestras bicis.
Al llegar a casa, pusimos la mesa con unos mini manteles individuales
que había hecho de pantalones vaqueros reciclados. Le gustan porque si se
manchan solo metes el que está sucio a lavar, no es como si fuera un mantel
de mesa completa. Además de ahorrar espacio en la lavadora, al ser pequeños
secan más rápido.
Completamos la ensalada de pasta con unas cucharadas de mayonesa,
una lata de bonito, un bote de aceitunas y un tarro de espárragos, metiendo en
el fregadero los envases vacíos porque los iba a fregar para reutilizarlos: con la
lata hace corta pastas ovalados muy originales que regala, el bote de aceitunas
alto lo pinta y vale para los lápices, y con el tarro de espárragos me iba a hacer
una hucha.
Cogí los huevos duros de la pota. Mientras ella regaba las macetas con
el agua ya fría de cocer, yo los pelaba. Tiré las cáscaras en un cubo
rectangular que había para el compost y que tenía a un lado de la basura. Era
del mismo tipo de los que puso en las bicis, el cual estaba ya casi lleno. En él
metía todo lo reciclable para una compostera comunal que compartían entre
varios de los amigos del colectivo. Aportaban los residuos y se repartían el
humus entre ellos para sus huertos urbanos. Aquel centro de compostaje de los
“Amigos Circulares” estaba en la terraza del ático de Lola y Juan, un
matrimonio muy participativo a los que había visto solo un par de veces más.
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Teníamos que llevarles los residuos del cubo. Yo estaba muy contento
porque las cáscaras de huevos son buenísimas para cultivar y era lo primero
que se veía. Ella les llamó por teléfono antes de empezar a comer para saber
cuándo podríamos llevarles “nuestra aportación”. Estaban disponibles toda la
tarde, no pensaban ir a ningún lugar, y quedó con ellos después de comer en
su casa.
Nada más terminar de comer las uvas de postre mi abuela metió en su
mochila un montón de cuadros granny en ganchillo. Luego cogió la papelera
con su tapa y metió un molinillo roto en la bolsa que nos habían dado por la
mañana en la ferretería. Era uno de los molinillos que tenía en cada maceta de
las ventanas para espantar a las palomas y gaviotas. Juan sabía cómo
arreglarlo. Tampoco le corría mucha prisa solucionarlo, pero él tenía las
herramientas y materiales necesarios para hacerlo.
El ático estaba a dos manzanas de la casa de mi abuela, y en pocos
minutos llegamos allí. Abrió la puerta Lola, quien me recibió cariñosamente,
aunque nos habíamos visto dos veces. Juan estaba en la terraza probando un
invento que había descubierto por Internet.
Fuimos a saludarle y descubrí, con sorpresa, que esa terraza era un
vergel. Las paredes eran huertos verticales de botellas recicladas en cadena
donde se criaban lechugas de distintos tipos, fresas, y plantas aromáticas para
cocinar. En una esquina, protegido de los vientos fríos, estaba un hermoso
limonero en un macetón, al lado de un gran bidón que recogía el agua de lluvia
para regar. Tenía bien limpios varios cubos de pintura al agua que reutilizó para
plantar tomateras, zanahorias, cebollas y ajos. En otro rincón había dos cajas
apilables que se desmontaban para cosechar patatas durante todo el año.
Juan, al vernos entrar en su huerto-terraza, vino a saludarnos con una sonrisa.
Estaba probando un sistema de autorriego por goteo, reciclando botellas. Se
llenaba de agua una botella, agujereando el tapón, y se ponía boca abajo
enterrada hasta el cuello. La botella iba poco a poco cediendo el agua a la
tierra.
Tras recibirnos, me enseñó dónde tenían la compostera para que
vaciase lo que habíamos traído. Me limpió el cubo con el agua de lluvia que
tenía almacenada en el bidón y ese agua sucia que salió al aclarar la usó en
aquel momento para regar. Abrió la tapa inferior y me pidió que llenara de
189
humus el cubo ya limpio. Lo llevaríamos a casa para que mi abuela abonara las
macetas que tenía en todas las ventanas con lechugas, espinacas y fresas.
Mi abuela le entregó el molinillo roto para que se lo arreglara. Según
Juan el sistema que le funcionaba mejor para ahuyentar a palomas y gaviotas
eran los DC colgados moviéndose al viento. Él aprovechó nuevamente la bolsa
de la ferretería llenándola de limones, y nos dijo que cuanto más se quiten más
dan. Me di cuenta que ese día era la tercera vez que usábamos la bolsa de
almidón de patata.
Nos invitaron a tomar un té. En la cocina había un viejo perrito de raza
pequeña durmiendo en un cesto y tapado por una manta hecha de una toalla
reciclada y cosida a máquina para que no se deshilachara. Mientras
tomábamos las infusiones mi abuela le dio a Lola los cuadros a ganchillo en
colores crema, blancos y pastel que traía. Parece ser que eran los que le
correspondían para terminar una colcha que estaban haciendo entre cinco. Se
la iban a regalar al nieto de una de sus amigas, que nacería en pocas
semanas. Aquel detalle me gustó mucho: entre varias personas un trabajo
complicado es más fácil de completar.
Nos fuimos después de un rato con el cubo lleno de humus tapado, los
limones y un montón de nuevas ideas para las macetas de las ventanas.
Cuando regresábamos a casa, mi abuela me invitó a un helado en el café de
otros amigos. Era un lugar acogedor, y en cada mesa habían puesto en el
centro un cactus diferente. Las macetas donde estaban plantados eran latas de
guisantes limpias y pintadas en colores alegres con el nombre del café escrito a
mano. Un detalle original que daba vida y belleza a ese lugar decorado en
maderas oscuras.
Pedí un helado de polo, y aprovechando nuestra visita le entregaron a mi
abuela una bolsa llena de pequeñas botellas de vidrio con tapa a rosca de los
zumos. El grupo de “Amigos Circulares” iban a aprovechar esos botellines. Esta
vez era ella la encargada de preparar esa actividad. No tenían profesor, eran
talleres libres en sus propuestas y participativos cuya colaboración se rotaba.
Aplicaban las ideas que sacaban de internet para mejorar activamente su vida
diaria.
Ella me dijo que ya tenía pensado como sería el taller del lunes. En los
botellines iba a elaborar aliños aromáticos diferentes: el aceite sería de ajos y
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para el vinagre usarían la piel de los limones que nos acababan de dar Lola y
Juan. Mientras me explicaba cómo daría el taller, recordó que con el palo del
helado, una vez limpia la madera, se podía hacer un marca-páginas
adornándolo con ceras de colores. Lo pensé y me apeteció hacerlo en casa al
terminar de comerlo. Me di cuenta que imaginar cómo reutilizar las cosas,
reparar lo roto, inventar cosas para reciclar lo que no sirve, … nos ayuda a
tener la mente en funcionamiento y a estar abiertos a nuevas ideas y
propuestas.
Aquel grupo de gente mayor me demostró estar más ilusionados y ser
más dinámicos que otras personas de menor edad. Aquellos abuelos estaban
viviendo una segunda juventud, con el espíritu más activo que muchos de
nuestros padres.
Al llegar a casa mi abuela me dio una lata de pinturas y me pidió que
sacara las que estaban muy pequeñas y los trozos de cera rotos. Me lavó el
palo y mientras esperamos a que secara, cortamos en pequeños trocitos de un
centímetro las ceras de colores. Las metí en unos moldes de silicona para el
microondas que ella me dio. Íbamos a reutilizar aquellos pequeños pedazos
con los que no se podía pintar. Puso el molde en el micro y lo programamos
dos minutos en intervalos de treinta segundos. La cera se fundió en los moldes.
Cuando los sacamos del microondas esperamos a que solidificaran en el
molde. Al derretirse habían quedado los colores mezclados en una fusión
artística. Se habían combinado en pequeñas olas y torbellinos, unidos en un
original y único trozo multicolor cuya tonalidad cambiaría durante el uso.
Mientras admiraba aquella unión mágica de tonalidades, ella metió en el
cubo de fregar los botellines de zumo a remojo. Los iba a dejar un día para que
las etiquetas se cayeran antes de lavarlos. Como me vio tan concentrado en el
colorido, me explicó que también se podían hacer, con los trozos de colores de
cera y vasos viejos, unas velas preciosas. Otro día lo haríamos, porque ahora
no tenía mechas, ni aceites esenciales, ni cera de velas que eran necesarios
para ello.
Empecé a pintar la madera con aquellos colores que se habían fundido,
y me gustó mucho el resultado. Cada vez que usara aquel marca-páginas me
acordaría de lo bien que lo estaba pasando.
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Mientras pintaba la madera, ella preparó una limonada con los limones
que nos había dado Juan de su huerto urbano. Nada más cortar el limón, su
perfume empezó a refrescar toda la cocina. Era delicioso aquel jugo de olor
ácido y afrutado. Estaba deseando beber un buen trago de aquella refrescante
limonada mientras veía cómo los pinchaba con un tenedor sobre la jarra para
exprimirlos. El olor lo inundaba todo, añadió agua fresca y unas cucharadas de
azúcar de caña. Mientras revolvía me alegré de oír aquel sonido musical de la
cuchara rozando contra las paredes de cristal. Sirvió la limonada en dos vasos
y nos bebimos más de la mitad de la jarra. Estaba deliciosa. Mi abuela limpió
las cáscaras de los limones, las hizo tiras gruesas y les quitó la zona blanca de
la corteza para empaquetarlas en film y meterlas en la nevera. Las iba a
aprovechar el lunes para los aliños aromáticos en su taller de reciclado. Aquella
limonada nos abrió el apetito, y al poco rato yo tenía hambre. Decidimos hacer
una merienda cena, y empezó a preparar una tortilla de patata con cebolla.
Metimos las mondas de pelar las patatas y las cebollas en otro cubo de
repuesto que tenía, porque el humus lo iba a distribuir en las macetas poco a
poco durante la semana siguiente.
Mientras se freían las patatas con la cebolla, lavé bien algunas hortalizas
para una ensalada: unas hojas de lechuga que criaba en las ventanas, unas
zanahorias y un tomate de los que habíamos comprado por la mañana. Iba a
ser una ensalada deliciosa para acompañar aquella tortilla de concurso. Tiré las
cáscaras de los huevos para el compost y los batí con un tenedor. Me gusta ver
cómo se van rompiendo las yemas y las claras, cómo se mezclan y al final son
un todo espumoso sobre el que echar las patatas con la cebolla.
Mientras mi abuela estaba pendiente de que la tortilla cuajase para darle
la vuelta, yo preparé la ensalada picando las crujientes hojas de lechuga,
cortando el jugoso tomate y rallando la zanahoria. Mi abuela preparó la
ensalada diciéndome que la próxima vez que hiciéramos otra sería con los
aliños que iban a elaborar el lunes.
Mientras la tortilla se hacía por la otra parte con el fuego apagado,
pusimos la mesa para la cena. Ella sacó los mini manteles individuales y un
salvamanteles de corchos reciclados para poner la sartén con la tortilla sobre
él. Protegería del calor la mesa y evitaría que se quemara. Era un cuadrado de
corchos de botellas muy original. Estaban unidos por una cuerda que los
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atravesaba por el centro. Varias filas de corchos unidos por cuerdas que se
ataban con nudos en los extremos para que se mantuviesen juntos.
Cenamos la tortilla con la ensalada, una combinación perfecta. Y de
postre cogimos los melocotones que habíamos traído de la tienda. Ella mezcló
el suyo troceado con yogurt que había hecho en su yogurtera, pero yo preferí
tomarlo al natural, mordiéndolo disfrutando de aquel sabor intenso y
perfumado.
Después de cenar, y tras fregar los cacharros, fuimos a tirar la basura y
a llevar al contenedor lo que teníamos para reciclar. Era un paseo, porque
estaba cerca; los contenedores rebosaban, pero nosotros llevamos una
pequeña bolsa de residuos y otra solo con unos cuantos cartones de bebidas.
Mientras regresábamos me explicó lo que iba a hacer con el bote que recuperó
de los espárragos que habíamos comido con la ensalada de pasta. Lo iba a
adornar poniendo puntitos, como lunares, con un esmalte de uñas. En aquel
bote podría ahorrar dinero para lo que más me gustase. Yo pensé de inmediato
en guardar un montón de monedas para mi siguiente visita con ella. No me
había ido y ya pensaba en el regreso. Estaba nervioso, porque sabía que a la
mañana siguiente mis padres vendrían de la boda y estaríamos en nuestra
casa, con la rutina diaria de la gran ciudad.
Cuando llegamos a casa me puso la tele para que estuviera entretenido
mientras pintaba de puntitos el bote de vidrio. Yo veía en la televisión una
película de dibujos animados muy divertida, pero me aburría. Quería estar todo
el rato con ella, me puse a su lado y observé cómo pintaba meticulosamente
todo el bote punto a punto, con enorme paciencia y pulcritud. Cando terminó lo
posó con cuidado para que secara, apagó la tele y me dijo si quería hacer algo
en especial. A mí siempre me gustaron los juegos de mesa, de hecho, algunas
veces echábamos una partida papá y yo. Ella me explicó que no importaba que
no tuviera ninguno, porque haríamos improvisadamente el tablero sobre un
papel.
Jugaríamos a las damas. Empezó a pintar sobre una hoja en blanco
ocho cuadrados a lo largo y ocho cuadrados a lo ancho, coloreando
alternativamente aquel damero de ocho por ocho. Fue a la cocina y trajo dos
botes con alubias, ellas iban a ser nuestras sencillas fichas en la partida.
Cogimos doce alubias blancas y doce alubias pintas. Las colocamos y jugamos
193
por lo menos diez veces. Nunca me lo había pasado tan bien como hasta ese
momento, reímos y nos divertimos a lo grande. Así entendí que también con
objetos humildes y sencillos se puede disfrutar y pasar ratos divertidos.
Nos acostamos algo tarde, hablando de mis preocupaciones en clase,
de cómo eran mis amigos, de los lugares que me gustaría conocer en el
mundo, de mis gustos y aficiones, de lo que quería ser de mayor…, ella me
había mostrado a sus amigos, me había hecho partícipe de sus ilusiones e
inquietudes…, fue una conversación maravillosa que jamás olvidaré. Fuimos
dos iguales viendo el mundo de una forma parecida pese a tener un desfase
generacional de más de medio siglo. Ella me entendía mejor que mis otros
abuelos, o incluso que mis padres en algunos momentos. Así comprendí que la
edad de las personas no está según su fecha de nacimiento, sino que está en
la edad de su alma.
Me desperté aquella mañana con pena; me iba a marchar hasta las
próximas vacaciones de Navidad. Desayuné triste pensando que la despedida
no podía ser por tanto tiempo como esta vez. Mis padres llegaron puntuales,
vestidos con otras ropas menos festivas, y se sentaron en los sofás del salón.
Venían cansados de la boda, de bailar, del trasnoche, de hablar y ponerse al
día con personas que hacía años que no se veían. Nos explicaron
entusiasmados a todos los que habían visto. Fueron reencuentros de
amistades, ilusiones recuperadas…, como quien rescata la energía de una
infancia renovada.
Lo mismo hacían los “Amigos Circulares”, reparar, recuperar, reducir,
reciclar…, con los objetos y también con los sentimientos de aquel núcleo de
amigos con espíritu joven, cuya mayor celebración era poder compartir con
todos sus descubrimientos, logros, inventos…, rompiendo moldes sobre lo que
es moderno. Ellos ayudaban con su actitud a tener un planeta sostenible,
intentando hacer del sitio donde viven un lugar mejor. Aprendí más con su
ejemplo que con todo lo que nos explicaron en clase sobre las “Tres Erres”.
Al despedirnos la abuela Renata nos dio unas sorpresas que había
preparado. Eso me emocionó profundamente.
Nos regaló tres jabones de aceite reciclado de freír, y que habían
fabricado en frío durante uno de los talleres de los “Amigos Circulares”. Eran
para lavar la ropa, no para uso personal. También nos dio una alfombra a cada
194
uno, hecha con tiras de vaqueros trenzadas. Se podían usar para la cama, para
la cocina, para los pies en la mesa de estudiar…, esos regalos son los que me
gustan, funcionales y con muchos usos. Y el tercer regalo, pequeño, pero no
menos importante, fueron unos calcetines de bebé llenos de arroz y cosidos,
para calentar en el microondas unos segundos. El arroz aguanta el calor y se
meten los pequeños calcetines en los bolsillos de los abrigos al salir a la calle
en los fríos días de invierno. Es como transportar calor seco que nos mantiene
las manos calientes.
Mis padres quedaron impresionados y muy agradecidos. Le dijeron a la
abuela que esos detalles eran muy especiales. Era mucho mejor que lo que les
habían dado en la boda como recuerdo. Si un regalo es útil y está hecho a
mano por alguien que te quiere, es el mejor del mundo, es inimitable e
irrepetible. Eso sí que era dar amor.
La abuela Renata es más moderna que mis padres para muchas cosas
de la vida, es práctica y busca la utilidad. Usa los recursos con inteligencia y
colabora con más amigos por el bien común. Quiero ser como ella cuando sea
mayor.
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REDUCE, REUSE, RECYCLE Orchis
Pepa ama a su familia tiernamente, pero tirar adelante su hogar
demanda mucha energía. Eso piensa Pepa mientras espolvorea canela sobre
las torrijas preparadas con pan de hace tres días. Sus hijas disfrutarán, las
torrijas les encantan; como desayuno sorpresa todavía más. Sin embargo, hoy
no es un día especial, y si se entretienen llegarán tarde a la escuela.
—Mamá, ¿me puedo duchar con Alba, porfi? ¡Así gastaremos menos
agua! —pregunta su hija pequeña con sonrisa pícara y mueca cómplice.
—De acuerdo, Mar, pero no os entretengáis.
Pepa sonríe para sus adentros, ¡estas niñas! Desde que cursó aquel
seminario el verano pasado sobre reducir, reusar y reciclar, y en inglés nada
menos, “Reduce, Reuse, Recycle”, todos se lo recuerdan. La verdad es que
siempre le gustó el medio ambiente, hizo muchos cursos sobre naturaleza
cuando estudiaba magisterio. Sus compañeros en la escuela donde trabaja
enseguida la ficharon:
196
—Como eres la “verde” del grupo, podrías encargarte tú del huerto
escolar…
—Como tú sabes más que nadie sobre la naturaleza, podrías sugerir
algún sitio para ir de excursión con los niños…
Pero lo cierto es que el cursillo fue muy interesante, aprendió a valorar
mejor su entorno, y encima le ayudó a mejorar el inglés, lo cual le servirá
pronto, cuando empiece a dar ciencias naturales en esta lengua a los de sexto.
—Mamá, el timbre.
—Debe de ser Cari, es la hora ya.
La cuidadora de su suegra espera en la puerta.
—¿Cómo ha pasado la noche?
—Muy bien, estas pastillas que le dan para dormir le hacen mucho
efecto, y nos ayudan a todos.
—Ahora la preparo, hoy la sacaré a pasear.
Hace un día frío pero soleado, estupendo para que su suegra tome el
aire. Todavía tiene las piernas fuertes, pese a su enfermedad, esa enfermedad
terrible que le está robando los recuerdos.
—Le cambiaré el pañal.
A Pepa le gustaría comprar para su suegra pañales ecológicos para
adultos, pero en el supermercado solamente ha encontrado para niños. Tal vez
podría buscar pañales reutilizables, cuando tenga tiempo lo mirará por internet.
También tendrá que valorar si esto aumenta el trabajo, no puede pedir a Cari
que haga más de lo que hace. Lo dicho, tirar adelante esta familia requiere
mucha energía, y la vida moderna es demasiado complicada, a veces le cuesta
ser fiel a sus principios de sostenibilidad. Le pasa con la ropa, cuando sus hijas
eran pequeñas encontraba ropa de algodón ecológico, ahora que son más
mayores, ha renunciado, porque raramente encuentra. Decididamente, tendrá
que explorar en internet. Todavía recuerda su conversación con la dueña de
una tienda supuestamente moderna cuando pidió calcetines ecológicos para
bebés.
—¿Pero usted sabría diferenciar el algodón ecológico del normal? —le
preguntó la propietaria con suficiencia.
—Yo, no estoy segura, pero el medio ambiente seguro que nota la
diferencia —contestó.
197
Pepa prepara la ropa de la suegra y de las niñas. Las niñas la ayudan y
buscan sus cosas.
Su suegra fue una buena madre para sus dos hijos. También les ayudó
mucho a ellos con las niñas, sobre todo cuando nacieron las gemelas y Diana
solamente tenía tres años. Ahora se da cuenta de que los primeros síntomas
de la enfermedad ya estaban allí, pero ellos estaban demasiado ocupados para
darse cuenta. Además, ¿cómo podrían habérselo imaginado? Una persona tan
fuerte, tan erudita, tan leída. ¿Cómo podían figurarse que era tan vulnerable?
Sabe que pronto les resultará demasiado difícil y demasiado costoso
mantenerla en casa, pero Pepa no quiere pensar todavía en esa decisión; la
retrasará todo lo que pueda. Su cuñado es soltero, y su trabajo como pintor de
cierta fama le hace dar la vuelta al mundo. Las decisiones las tendrán que
tomar su marido y ella. De todas formas, su cuñado siempre está de acuerdo
con lo que le proponen.
Toni sale del baño. Ha secado a las niñas.
—A desayunar, que se hace tarde.
—¿Te acuerdas de que este sábado salimos de excursión con la clase
de las gemelas?
—¿Cómo vamos, en tren o en coche?
—Esta vez vamos todos en tren, está cerca y bien comunicado.
—Mejor, más fácil. Además, si nos retrasamos volvería solo, el sábado
por la noche tengo concierto.
—Es verdad, no me acordaba.
Pepa y su familia disfrutan de la compañía de otras familias del colegio
de sus hijas. De tanto en tanto hacen excursiones cercanas, donde se llegue
en transporte público; si no, intentan llenar los coches, porque la mayoría son
conscientes de los problemas del medio ambiente. Para la familia de Pepa el
coche puede salir más económico, sobre todo si van lejos. Pepa siempre hace
cálculos entre el coste para el bolsillo y el coste para el medio ambiente, y ahí
tampoco lo tiene fácil. Algunas veces han hablado con su marido de vender el
coche y alquilar uno cuando lo necesiten. Pero la furgoneta todavía tiene vida
por delante; la mantienen en muy buenas condiciones. La utilizan cuando es
absolutamente necesario, lo cual no es muy a menudo, a pesar de la familia
198
numerosa. La compraron cuando llegaron las gemelas, y su marido a veces la
usa también para los conciertos.
Pepa coloca la fruta del desayuno de las niñas dentro de las cajas de
plástico que ha ido reciclando de aquí y de allá. Una del queso fresco que
compró Cari en el supermercado, otra de sopa ecológica preparada que
compra en momentos de urgencia, otra del plato preparado que compró su
marido para su madre el día que Cari se puso repentinamente enferma.
—Mamá, ya pongo yo las cajas en mi bolsa del almuerzo y en las de las
gemelas.
—Gracias, cielo, eres una gran ayuda.
Pepa se admira de la cantidad de recipientes de plástico que acumulan,
a pesar de su política de minimizar compras de envasados. Ella prefiere
reutilizar estos envases de plástico a comprar fiambreras nuevas, la pequeña
sobre todo las rompe o las pierde a menudo. También reutiliza los recipientes
de vidrio donde a veces ponen el yogur casero o el kéfir, otras las mermeladas
o conservas de verduras que le gustan preparar cuando tiene tiempo. También
los utilizan para guardar las hierbas, los ajos, incluso guardan en botes de
vidrio los cubiertos.
—Mami, ¿dónde va el ciclaje? —pregunta Mar, mostrándole el envase
de yogur que acaba de tomarse.
—El reciclaje en el cajón debajo del fregadero, en el contenedor amarillo
al lado de los restos orgánicos.
Hace dos días que no tienen tiempo de hacer el yogur ellos mismos. En
cambio, han de estar constantemente pendientes del kéfir. Mar coge el
recipiente de plástico del yogur vacío y lo deposita en el lugar correcto. Pepa
mira a su hija con orgullo. Mar será siempre la pequeña para todos, porque
nació más tarde, y con menos peso que su gemela. Todavía ahora le preocupa
más que las demás. Está fuerte y se ve saludable, pero todavía va un poco por
detrás en muchos aspectos.
—Toni, ¿llevas tú a las niñas al colegio?
—Ningún problema, mi primera clase de saxo hoy no es hasta las diez.
—Entonces me voy, no quiero llegar tarde.
Pepa saca la bicicleta del trastero y, mientras sale, saluda al vigilante del
garaje. Con la crisis era más fácil pedalear por las mañanas, se redujeron los
199
coches en la ciudad. Ahora parece que han vuelto a aumentar, aunque hay
muchos carriles bici que ha ido poniendo el ayuntamiento; también han
aumentado los usuarios.
Su escuela está cerca, aunque no tanto como la de las niñas, que irán
caminando. Por suerte el trayecto es sencillo, tiene carril bici de puerta a
puerta, y es bastante seguro. Aunque algunos ciclistas no parecen aceptar las
normas y a veces cometen infracciones graves. Claro que también los
peatones cometen excesos a veces. Incluso gente mayor que camina despacio
se salta los semáforos. Tal vez alguna de estas personas está perdida en su
mundo, como su suegra, y no se da plena cuenta de lo que hace. Se acuerda
de una escena, la mujer mayor desconcertada, ojos desorbitados, el marido en
el suelo tapado bajo la manta, la policía, la ambulancia. Pepa cambia de
pensamiento, no quiere deprimirse de buena mañana. Disfruta del sol en la
cara y del frescor de la mañana. Ya ha llegado, pone la cadena y entra.
La mañana discurre tranquila, los niños y niñas parecen reconfortados
por el sol espléndido que se cuela por las ventanas. Sin embargo, Pepa está
contenta de que fuera haga frío, últimamente el frío se hace de rogar y sabe
que es muy necesario. Algunas personas lo pasarán mal, sin embargo, porque
hay pobreza energética. En su casa casi nunca tienen que encender la
calefacción los últimos años. En parte por el calentamiento del planeta, pero
también porque su hermano, que es arquitecto, les revisó el apartamento, y les
dio muchas ideas, algunas muy sencillas y fáciles de implementar, como unas
gruesas cortinas, un buen aislante en el marco de las ventanas y en el cajón de
persianas. Como también revisaron el consumo eléctrico, desconectando todos
los aparatos cuando no se utilizan, la factura de la luz se les ha reducido. Pepa
es muy cuidadosa con el apagado de las luces en las estancias vacías, y lo ha
inculcado a sus hijas.
Al mediodía acompaña a su clase al comedor y sale a dar un paseo, no
muy lejos, a un parque cercano, a despejar la cabeza. Enseguida vuelve a
entrar. Comerá con varios colegas, y algunos padres y madres. Las cocineras
de su colegio son estupendas y algunas madres consiguieron introducir
productos ecológicos hace tres o cuatro años. Cada año el número de
productos ecológicos que se ofrecen a los niños aumenta, también los de
proximidad. A ella le gustaría que en la escuela de sus hijas también se hiciera,
200
y con su amiga Elena ya lo están planeando. En algún sitio leyó que el
aumento de los productos ecológicos en los colegios podría contribuir a
aumentar la demanda y crear un mercado estable. Tal vez ayudaría a regular
los precios. En su casa intentan comprar productos ecológicos siempre que
pueden, o al menos de temporada y proximidad. Por suerte tiene una tienda
especializada en productos de proximidad cercana. También intenta comprar
en el mercado productos frescos acabados de recoger del campo en zonas
agrícolas vecinas. A Pepa le gusta mucho cocinar, e intenta comprar pocas
cosas empaquetadas, pero una vez más la complicada vida moderna interfiere.
Su marido en ocasiones se va fuera de concierto varios días lejos, y se queda
ella sola con la casa. Y entonces en ocasiones tiene que tirar de comida hecha
y productos elaborados para no volverse loca. Por suerte, es comida casera,
hecha a mano, con aceite de oliva virgen, como a ella le gusta. Hay empresas
que hacen comida ecológica para llevar, algún día de apuro debería probarlo.
—¿Qué será más ecológico, que cada persona haga su propia tortilla en
casa, o que alguien haga un montón de tortillas y las venda? ¿Y una sopa?
¿Tal vez el coste de hacerlas sea menor si se hacen en grandes cantidades?
Pero hay que añadir el transporte. Si son de proximidad, como en su tienda, ¿el
coste del transporte es bajo y compensa? —Pepa se hace preguntas como
estas continuamente, y no siempre tiene respuesta. Se pregunta si alguien la
tiene, aunque sabe que algunos científicos investigan los ciclos de vida de los
productos y deben de tener los cálculos.
Por la tarde, Pepa sale de la escuela y va al parque al lado de su casa.
Allí está su marido con las gemelas. Diana está en el conservatorio. Sus hijas
hacen pocas extraescolares, pero Diana quiere ser música como papá. Alba la
seguirá el año que viene, pero la pequeña Mar no quiere saber nada de eso.
En cambio, se pasa el día recogiendo piedrecitas, hojas, flores y frutos, y le
encantan los caracoles, los escarabajos y las arañas, que a veces coloca en
una cajita de plástico con lechuga.
—¿Vas a buscar a Diana?
—Sí, ahora voy.
Las gemelas se quedan jugando un rato mientras Pepa habla con otras
familias.
201
—¿Sabéis que el mercado de intercambio de ropa de la escuela será el
jueves que viene?
—Fantástico, estaba esperándolo impaciente, nos estamos quedando
sin pantalones, sobre todo de las gemelas. De paso aprovecharé para dejar un
montón de ropa que se ha quedado pequeña.
—Guarda algo para las bolsas que llevaremos a la ONG que trabaja con
los de sexto.
—Creo que tendré para ambos.
—Tú tienes suerte, tu hermano te pasa mucha ropa de tu sobrina
—La verdad es que nos viene muy bien, porque la ropa de las niñas es
cara, y mi sobrina deja la ropa como nueva, no como mis gemelas. Pero
siempre hay cosas que nos faltan, aunque vaya pasando la ropa de mi mayor a
las pequeñas.
—Además, tú tienes la suerte de coser muy bien, haces unos remiendos
estupendos que ni se notan.
—Sí, es verdad, pero al final acaban destrozándolo todo, remendado o
no.
La ropa de la mayor pasa a las pequeñas, pero estas, sobre todo, la
rompen mucho. Las gemelas están colgadas de las barras, saltando de lado a
lado. Sus hijas son ágiles y fuertes, desde muy pequeñas trotan por el parque.
Las mira con admiración y orgullo.
—¡Mamá!
—¿Qué quieres, Alba?
—¿Me comprarás el disfraz de la película y la máscara para carnaval?
—Es verdad, carnaval, ya no me acordaba —exclama Pepa—. En mi
escuela tenemos un montón de trabajo durante aquella semana.
—Mamá, ¿me comprarás el disfraz, porfi, porfi?
—No cariño, haremos uno con ropa usada.
—Pero mamá, yo quiero que me compres ese disfraz de la tienda.
—Pues no puede ser, no tenemos tanto dinero.
—El mío me ha pedido un disfraz nuevo y se lo he comprado —dice su
amiga con cara compungida— y en el armario tiene varios y no se los pone.
—Al menos de aquí a un par de meses tendremos en el colegio la feria
de intercambio de juguetes.
202
—Es verdad, podemos aprovechar para dejar los que ya no usan.
—Lo cierto es que a mis hijas les cuesta mucho deshacerse de los
juguetes viejos, las gemelas ya tienen seis años y la mayor nueve, pero todavía
juegan con sus juguetes de bebés.
—El mío se cansa enseguida de los juguetes, pero se los escondo y
cuando se los saco se vuelve loco de alegría.
—Eso hacemos también nosotros, pero voy a tener que tomar una
decisión y, además del intercambio, empezar a regalarlos. En realidad, ya
empecé con la mamá de Aitor y su hermanita pequeña. Pero mis hijas juegan
mucho con todo, juegan de maneras diferentes, les dan nuevos usos; usan
tanto la creatividad con ellos, que hasta ahora me daba pena darlos.
—Demasiados juguetes tienen todos.
—Tienes razón, y después se pasan las horas entretenidos con una
simple chapa o una piedra.
Después de un rato de juego, las gemelas están cansadas y a Pepa
todavía le quedan tareas pendientes. Así que se van a casa. Toni ha llamado y
ha dicho que se retrasan un poco; van a comprar partituras. Abre el portal, las
gemelas se adelantan y suben corriendo por las escaleras.
—¡Te hago una carrera!
—¡A que yo llego antes!
Aunque viven en un tercero, acostumbran a subir las escaleras
caminando. Naturalmente, resulta cómodo tener un ascensor cuando vienen
cargados o cuando las niñas están muy cansadas. Pero Pepa no entiende a su
vecina del primero. Le parece estupendo que una mujer madura que vive sola,
jubilada, con los hijos independizados, cuide su salud y vaya al gimnasio. Pero
le sorprende que cuando llega a casa siempre suba en el ascensor. Le ha
lanzado indirectas varias veces, pero su vecina no se da por enterada.
—Hummm… ¿En serio? —le responde haciéndose la distraída.
Tuvo más suerte con la chiquilla del segundo, se sonrojó cuando le
insinuó que utilizar las escaleras desde su piso era fácil, bueno para la salud y
beneficioso para el medio ambiente; por lo menos se dio por aludida.
—Me estoy convirtiendo en la vecina regañona y metomentodo de la
escalera —piensa Pepa.
203
Pepa propondría muchas mejoras para aumentar la sostenibilidad en el
edificio. Por ejemplo, podrían montar un huerto ecológico común y cultivar
verduras en la azotea. Sería fácil y divertido. También podrían poner placas
solares y obtener energía para al menos iluminar la escalera, tal vez para agua
caliente. Pero en este edificio antiguo viven muchos pensionistas, y aunque el
barrio sea de clase media, sospecha que no todos pueden permitirse la
inversión. Incluso entre aquellos que pueden, no está claro que se pusieran de
acuerdo. Pepa piensa que podría buscar subvenciones, en los edificios
modernos ya se incluyen estos servicios, seguramente habrá ayudas para los
edificios antiguos. Después se trata de hacer un trabajo de hormiguita para
convencer a todos.
Pepa prepara las bolsas de la compra y descuelga el carrito del armario.
Le sorprende la cantidad de bolsas de plástico que han acumulado, a pesar de
que en su casa todos van a la compra con bolsa propia. ¿Qué debe de pasar
en las casas de la gente que no solo no reducen su consumo, sino que incluso
paga por ellas en el supermercado? Deben de tener la casa llena, del suelo al
techo, como un enorme monstruo flexible. Pepa sonríe mentalmente,
últimamente se deja llevar fácilmente por la imaginación. Pero tiene muchas
cosas que hacer todavía.
—Me voy a comprar —informa desde la puerta.
Pone en el carro la bolsa con ropa demasiado estropeada para dar o
intercambiar, la tirará en el contenedor de ropa usada cuando pase por el
parque. Una mujer pobremente vestida se le acerca.
—¿Tiene ropa de niño para darme?
—Solamente puedo darle ropa de niña menor de seis años, la tengo en
casa, ¿le sirve?
—No, gracias, tengo dos hijos más mayores, ninguna niña.
A su regreso, cargada con la compra, Pepa ve a un joven africano
empujando un carrito de supermercado con varias piezas metálicas. De
repente se le ocurre una idea.
—¿Te interesa un calefactor de metal?
El chico la mira, parece que la entiende con dificultad. Tiene unos ojos
negros, inteligentes y vivos, que destacan sobre su piel oscura. ¡Qué joven es!,
piensa Pepa. Y se estremece.
204
—Metal…, sí.
—Espera un momento, ahora te lo bajo. ¿Te gustan los plátanos?
Los ojos del chaval, casi un niño ahora que lo ve más de cerca, se
iluminan.
—Toma —le dice Pepa arrancando un plátano del racimo que ha
comprado.
Pepa sube a casa a buscar el calefactor viejo que se estropeó, no hay
manera de arreglarlo, aunque por suerte ya no lo necesitan. Considera que le
va a dar un buen destino. Se acuerda del recuperador que les ayudó a sacar
muebles cuando vaciaron el piso de su suegra. Hicieron un trueque
espontáneo, ayuda a cambio de metal. También llevaba un carrito con piezas
metálicas, ella se quedó vigilando mientras su marido y el recuperador bajaban
la nevera. Aquel chico ya no era tan joven, estaría entrada la treintena. Les
explicaba con orgullo que ahora tenía un trabajo de media jornada por las
mañanas, como si no quisiera que le tomaran por un pordiosero. El trabajo
dignifica, y la crisis se ha llevado por delante demasiada dignidad, piensa Pepa.
¿Qué pasará en el futuro, cuando las máquinas hagan los trabajos más
pesados? Como maestra, Pepa sabe que cada persona tiene intereses y
capacidades que habría que cultivar. Una sociedad del conocimiento, donde
cada uno saca lo mejor de sí, deportes, artes, letras, ciencia, sin tener que
preocuparse por los trabajos más pesados, piensa Pepa.
Cuando abre la puerta se encuentra con una sorpresa.
—Mamá, la Abu se ha vuelto a escapar.
—Disculpa, Pepa, la vecina entró un momento para pedir un poco de
harina y se me escapó —Cari la mira con rostro compungido—. Solamente abrí
la puerta un momento. —Habitualmente dejan la puerta cerrada con llave para
que su suegra no escape.
Su vecina utiliza poco la harina, y de tanto en tanto le pide un poco para
que no se estropee la suya. A cambio le regala patatas del huerto de sus
padres. A Pepa le parece bien el intercambio, aunque igualmente le daría la
harina.
—¿Estuvo fuera mucho rato?
—No, la encontró una vecina y la subió.
205
Se imagina a su suegra en la calle, perdida y sola; Pepa se echaría a
llorar. Hace poco salió en las noticias un señor que se separó de su cuidador
cuando lo llevaba al hospital. Lo encontraron tres días más tarde, junto a las
vías del tren, acurrucado y sin vida. Pepa abraza tiernamente a su suegra.
—Estaba tranquila y se dejó llevar, le dijo que se iba a su casa, que en
este piso vivían sus primos. Por suerte, ella recordaba el número, y la vecina la
reconoció.
El piso donde viven era de los primos de su suegra, no tuvieron hijos y
pasó a ellos. Su suegra vivió aquí un tiempo de pequeña, han pasado al menos
sesenta años. Pero esta tarde no se acordaba que ahora vive aquí con su hijo y
sus nietas, con ella. ¿Cuántas personas que viven en la calle estarán en esta
situación?, reflexiona Pepa. Gente que ha perdido la identidad, fantasmas que
vagan sin rumbo por la ciudad. Un día salieron de sus casas y no encontraron
el camino de vuelta. Imagina que la policía debe de buscarles. Pero ¿y si los
familiares no les quieren? ¿Y si no tienen familiares?
—Iba con su jersey negro de cuello alto, las zapatillas, la bata por
encima…
—Cari parece también a punto de llorar.
—Dejémoslo, no ha pasado nada, pero habrá que vigilar más.
Pepa coge el calefactor, y recuerda que también hay alguna otra pieza
metálica preparada para llevar al punto verde. ¿Estará en el trastero?, se
pregunta Pepa. No, aquí está.
Pepa está haciendo la cena. Ayer coció una gran cantidad de verdura
que se comieron todos muy a gusto. La verdura es ecológica y la compró en su
escuela; la compañía que suministra a la escuela ha empezado a vender
también a las familias y Pepa lo aprovecha. Ahora hará una crema
reconfortante con las sobras. Mientras tanto, Toni ha llegado con Diana.
—¿Sabes que las gemelas quieren que les compremos disfraces nuevos
para carnaval?
—¿Y qué les has dicho?
—¡Que no, naturalmente!
206
A Pepa le gusta mucho coser y también hacer manualidades. Su trabajo
como maestra le proporciona muchas oportunidades. Continuamente están
haciendo objetos y dibujos con los niños.
—Sabes que no ven la televisión muy a menudo, pero aun así se
conocen todos los anuncios. Es frustrante.
—No te agobies, lo único que podemos hacer es tratar de orientarlas,
pero tenemos a todas las compañías conspirando contra nosotros para
conseguir que consuman —bromea.
Pepa piensa en todas las concesiones que ha tenido que hacer en la
crianza de sus hijas. No es fácil ir contra corriente. Le pasó con el azúcar y las
chuches, nunca pensó que entrarían en su casa, pero le cuesta mucho
mantenerlas fuera. Mientras tanto, Toni acaba de cortar las fresas, que cada
día llegan antes al mercado procedentes de los invernaderos, y que se estaban
pasando.
—No lo entiendo, intentamos tener la nevera al día, consumir los
alimentos e intentar que no se pasen, y al final siempre queda algo escondido
en el fondo que hay que consumir corriendo.
—Bueno, al menos hemos conseguido rescatar estas fresas, cortadas y
con un poco de miel por encima estarán de muerte.
—La verdad, las prefiero tal cual, son muy dulces.
—Al menos los restos sirven para el compostaje —dice Toni mientras
tira las partes estropeadas al reciclaje orgánico que reposa junto a los demás
recipientes bajo el fregadero—. ¿Qué te parecería si montamos un huerto en el
balcón?
—Me parece bien. ¿Lo cuidarás tú?
—De acuerdo, pero cuando esté fuera tendrás que ocuparte tú.
—Lo haré.
Las niñas duermen, la abuela también. Pepa en el sofá se arrebuja bajo
la manta, relajada por fin después de un largo día. Le gusta leer, devora los
libros. Algunos los compra, otros los pide prestados en la biblioteca. En el
colegio de sus hijas han empezado un proyecto mensual de intercambio de
libros. Pero estos “Entremeses” de Miguel de Cervantes que tiene en la mano
los ha rescatado del punto verde, y están muy sabrosos. Pepa se sonríe de su
propio chiste fácil. Su marido levanta la vista por encima del periódico.
207
—¿Todo bien?
—Todo —ahora le sonríe a él.
—¿Otro día sin novedad en Fort Apache?
—Sí —musita.
—Pues vámonos nosotros también a dormir.
Y Pepa siente su mano cálida y su hombro reconfortante, mientras
apagan la luz.
208
SEGUNDAS OPORTUNIDADES Elora Schultz
Soy una Vega Sicilia gran reserva. Mi vidrio no es una vasija para un
caldo cualquiera. Repito, soy una Vega Sicilia, estoy hecha para albergar vino
de alta calidad; algo así como un maniquí, percha perfecta, templo inmaculado,
útero destinado al esperma de un alto potentado. ¿Ustedes imaginan a la
Schiffer, la Campbell, la Hadid o la Vodianova en la cama con el mecánico que
repara su Porsche o el albañil que alicata el mármol de la cocina de su casita
en Los Hamptons? ¡Qué imagen tan denigrante! Solo una mente pervertida
puede imaginar esa rocambolesca escena.
Desde mi rincón de la vinoteca tengo una excelente panorámica de la
calle Iturrama de Pamplona. Es un buen barrio. Gente que habla y viste bien,
aunque las mujeres sean un tanto clásicas y sosas en el uso del color; parece
que solo conocen la gama de los tonos tierra o el azul que se perfila entre el
marino y el gris. Espero que llegue el verano y el colorido invada la calzada. Si
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me dan a elegir, hubiese preferido el cosmopolitismo de Barcelona, pero
Pamplona es una ciudad provinciana, pese a la cercanía de Francia. ¡Ah,
Francia! Quien dice Francia, dice París. Paris, je t’aime. Ese debiera ser mi
destino. ¿Se imaginan esta superbotella española compitiendo con las grandes
de Francia? ¿Por qué no? Nieves Álvarez ya ha desfilado en numerosas
ocasiones durante la semana de la moda de París, y no tiene nada que envidiar
a esas top francesitas.
Es una buena piel esta que me acaricia. Me sujeta con precisión y
delicadeza al mismo tiempo. Parece que quien lleva estos guantes sabe lo que
busca. Lee mi etiqueta y me coloca nuevamente donde estaba. Toma otra de
mis colegas y repite el mismo proceso. Vuelve a mí y se dirige al mostrador.
—¡Envidiosa! —digo a mi compañera.
—¡Zorra! —responde esta.
Mientras, el hombre de las manos enguantadas, zapatos relucientes y
abrigo de paño verde oliva entrega 650 € al dependiente que, contento tras la
venta, le devuelve calderilla. Agradezco que me haya envuelto en un precioso
estuche bien armado, pues soy tan delicada que fácilmente podría resfriarme.
Qué calentita estoy en el asiento de copiloto del Saab, escuchando a Brahms,
Bach, Beethoven... ¿Quién, quién es? Espero acabar en casa de algún amante
de la buena música, pues reconozco que tengo alguna lagunilla al respecto,
aunque una chica como yo no necesita demasiados conocimientos para brillar
por sí misma.
Atravesamos el pasillo central de la sala del banco Santander de la
famosa Plaza del Castillo de Pamplona. No sé qué hago aquí, yo esperaba
llegar a casa del elegante enguantado mientras se acerca la cena de
Nochebuena o Nochevieja. Algún motivo importante le obliga a llevarme con él.
El director de la sucursal le saluda efusivo y le acerca una silla. ¡Qué horror!
Deja la bolsa y el estuche que me protege en el suelo, a sus pies.
Verdaderamente no es tan delicado como suponía. Tal vez no esté mal
cambiar de manos. Y eso es lo que sucede. Tras agradecer su profesionalidad
y buen hacer al director, me ofrece a él como detalle anticipado de Navidad y,
aunque este le recuerda que ese es su deber e insiste en que su ética personal
le impide aceptar regalos, se ve obligado a tomarme. La verdad es que es un
210
poco tontorrón, pienso yo, pues no debería rechazar tal regalo. Creo que sí,
que es un tipo honesto en un mundo carcomido por corruptelas.
¡Vaya chalé tiene Juan Pedro Oronoz, Juan para la familia y amigos, en
Gorraiz! Se ve que ésta es una urbanización de calidad a las afueras de
Pamplona. Es un buen sitio para ser descorchada. Su mujer, Marisa, va muy
bien peinada y huele a Yves Saint Laurent. Creo que este es mi lugar hasta las
próximas fechas navideñas.
Me he acostumbrado a esta serena rutina familiar. Juan madruga,
escucha las noticias por la radio y marcha al banco. Al terminar el día, escucha
imperturbable los chismorreos de su mujer, el empeño de ella por ennoviar a su
hija Beatriz con el amigo de su hijo Tomás. Juan sabe que Beatriz es
temperamental y soñadora y que está enamorada del periodista que ha
costeado la matrícula de su carrera con una beca merecida, gracias a su
esfuerzo y buenas notas. Al padre le gustan los tipos así, luchadores,
perseverantes y con talento, como Jaime y su propio hijo. Además, Jaime es un
hombre comprometido con la sociedad, siempre busca tiempo para colaborar
en la ONG de la que es miembro activo con Beatriz. Deduzco, por todas las
conversaciones que alcanzo a escuchar en esta casa, que tanto Juan Pedro
como su primogénito son honestos en su trabajo y conciliadores con aquellos
con quienes trabajan, Tomás en el laboratorio y él en la entidad bancaria, pero
ninguno de ellos tiene no sé si tiempo o ganas de echar una mano a Beatriz.
Esta chica acabará mal, viviendo tan bien como vive, puede acabar en un piso
de protección oficial, si sigue con este novio. Debería escuchar los consejos de
su madre y utilizar más la cabeza y menos el corazón, al fin y al cabo, el amor
pasa, pero las estrecheces económicas pueden arruinar un buen vivir. Jaime
pudiera ser un digno pasatiempo porque no solo tiene cuerpo atlético sino
también una sonrisa, unas pestañas, unos rizos…, y cuando habla, cómo
convence y seduce. Sospecho que hasta la boba de Marisa se derretía por él.
Hoy Juan Pedro volvió a casa temprano porque su mujer últimamente le
reprochaba el escaso tiempo que tiene para ella. Ha llegado con un ramo de
rosas y un par de entradas para la película que ella quería ver, pero Marisa
estaba ensimismada escuchando una disputa de los Kikos, el Matamoros y el
otro, en Sálvame. Necesitaba un rato para ver en qué quedaba aquella trifulca
211
y después perdería una hora más ante el espejo, probándose varios modelitos
hasta que definitivamente elija el primero que se probó.
—¡Papi, ven a la cocina a tomar un café con nosotros! —Esta fue la
demanda que salvó a Marisa de un ataque por parte de su marido. Furibundo,
se apaciguó al ver a la chica y su novio. Se hacían bromas mientras transcurría
la tarde y, antes de despedirse, el padre me cogió y entregó a Jaime.
—Sé que tu padre no está pasando un buen momento, toma, deséale
unas felices fiestas de mi parte y compartidla juntos.
Miedo me da esa nueva mudanza. Jaime es un conquistador, aunque
pobre. Marisa siempre recordaba a Beatriz que este vivía en La Chantrea y
parecía que eso era un estigma. De hecho, añadía que lo ocultaba a su
hermana para que no descubriese lo bajo que había caído su sobrina. Ahora
era yo quien descendía de primera a segunda división o más bajo todavía,
quizá hasta regional. Acabaría en una cocina, al lado de un vulgar brik Don
Simón que me tutearía como si fuésemos iguales, rozando un plato con
taquitos de queso y jamón barato para picotear, a modo de aperitivo. ¡Una
Vega Sicilia como acompañante de aperitivo barato de domingo!
¿Por qué Jaime me esconde en el armario de su habitación, en medio
de una pila de camisetas deportivas? Supongo que me reservaba y escondía a
modo de regalo sorpresa para su padre. Es una pena, porque desde allí no
veía nada el mundo donde reinaba. Ligeramente podría describir el habitáculo
de Jaime, de pequeñas dimensiones, con la cama a un lateral y, en las otras
paredes, librerías sencillas de estas tipo Ikea, abarrotadas de libros, junto a una
mesa de estudio con flexo de arquitecto y una foto de su chica. Eso es todo lo
que ojeaba cuando abría la puerta del closet, como diría mi amiga Abraxas, la
botella californiana… Pero al menos he agudizado mi oído y no se me escapa
ninguna conversación.
La mamá de Jaime se llama Lola, bueno, Dolores, pero todos la llaman
Lola. Le gusta poco la tele y mucho la radio; lee tanto como su hijo, y duerme
poco. Habla con él todo lo que no puede hablar con su marido, que es un
broncas y un amargado, quejándose siempre de su mala suerte. En la fábrica
donde trabaja han despedido a una tercera parte de la plantilla y el resto se ha
visto obligado a reducir horario y sueldo. Cuando no está en casa, se respira
paz: Jaime pone en la minicadena de segunda mano algo de música italiana de
212
los 70 y comenta con la madre sus planes; consulta con ella las diversas
ofertas de trabajo que recientemente le han ofrecido. Lola le empuja, porque
sabe que es capaz de renunciar a sus sueños por ayudar a su familia y no
separarse de Beatriz. Le convence para que elija la oferta que más le atraiga,
tal como también le sugiere su chica. Tiene que empezar a vivir por sí mismo y
escaparse de esa sombra paterna que, aunque le quiere, le ahoga y ata a su
lado.
De nuevo, el padre regresó algo tomado. Se me escapa parte de la
disputa que tiene con su mujer. Ella le reprocha su estado y él contraataca
insultando a la familia de ella. Tiene motes para todos sus cuñados y resucita
rencillas familiares desde ya hace más de veinte años. ¡Es un hombre tan
vulgar y acomplejado! No tiene argumentos, solo insulta, blasfema y grita, grita.
Cree que elevar su voz y mostrarse como un hombre airado le hace más fuerte.
Quisiera decirle a Lola que se marche, que es un mierdecilla sin ella, que no se
merece a ese tipejo; pero sé que no me hará caso, porque ella también sabe
que él, solo, se hundiría del todo y que la necesita para sobrevivir, aunque
nunca se lo reconocerá. Además, está el hijo, que quiere tanto a ambos, que
lucha por quitar a su padre de esa adicción que antes no tenía, que se esfuerza
en sus estudios no solo porque le gusta lo que hace y es competitivo, sino
también porque necesita becas que ahorrarán a sus padres un dinero
necesario en casa.
Escuchando tantas intimidades he logrado aprender bastante más de los
humanos. Hay quienes carecen de un vestuario de marca, otros exhiben
orgullosos sus Nike, Lacoste… Algunos son compasivos, amigables,
preocupados por sus semejantes; otros parecen cuerpos sin alma. Creo que a
Jaime le despreocupan los términos glamour, clase, estilo, charme… es un
joven que lleva ropa deportiva, vaqueros, camisetas y sudaderas que no son de
marca; pero tiene cuerpo y un alma limpia. Lola se hace la ropa. Le gusta
coser, le relaja y le permite economizar; también aprovecha parte del vestuario
que desecha una prima suya con la que se lleva muy bien. Es partidaria de
reaprovechar objetos, de darles una nueva vida. Sostiene, cuando su marido le
grita que no quiere desechos de otros en su casa, que ojalá no solo los objetos
sino también las personas tuvieran segundas oportunidades.
—Segundas oportunidades nunca fueron buenas —responde él.
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Ella le desoye y así apaña el vestuario y redecora la casa, pinta en marfil
los escasos muebles del salón para dar más luz a la estancia y sustituye las
cortinas descoloridas por otras nuevas que retiró la prima. Incluso gran parte de
sus lecturas son libros de segunda mano, comprados en tiendas dedicadas a
este tipo de comercio.
Veinte días de convivencia en esta casa y ya me veo obligada a una
nueva mudanza. Los enamorados han decidido mi destino. En Nochevieja
tienen por costumbre cenar con los chicos que acuden a la ONG para hacer las
tareas escolares. Esa noche, los voluntarios, los chicos con dificultades y sus
padres celebran juntos el fin de año. Es una cena informal donde cada uno
aporta algo de su tierra. Así, entre tarta de almendras marroquíes, sancocho
colombiano, plátano dulce de Ecuador y no sé qué productos de otras latitudes,
cometerán la torpeza del descorche de una Vega Sicilia. Es un delito. ¡Qué
mala combinación de productos y sabores! Me gustaría llamar a Chicote y
pedirle que acudiera en mi auxilio. Es mi descenso al infierno.
Al menos, Jaime hizo los honores. Unas manos de escritor para una
chica como yo, no está mal, si ignoro el contexto en el que me encuentro. Él
sirvió un trago largo a los adultos que acercaban los vasos de cristal. Sí, lo dije
bien, cristal o vidrio. ¿Qué esperaban ustedes, unos de plástico de los chinos,
de esos de todo a 0’60? Ah, no. A los chicos aquí no solo se les ayuda en sus
trabajos escolares, también se les educa y uno de los principios básicos es el
cuidado del medio ambiente, por lo que el plástico se evita, si se puede, pues
es altamente contaminante y difícil de degradar. Aquí también se utiliza vajilla
de cerámica o loza, aunque baratita, y, como es de suponer, un solo plato hace
la función de tres –llano, hondo y de postre–.
Otro de los principios es el de la participación o colaboración entre todos.
Yo prefiero un servicio pagado. Eso de cargar cajas, poner la mesa, limpiar y
efectuar trabajos primarios de este tipo son más propios de gente que carece
de ciertos dones o habilidades, bien pudiera ser la belleza, la inteligencia para
la música, la pintura o, por ejemplo, la ciencia.
Al finalizar la cena, un chico chileno, su padre y sus tíos desenfundaron
unas guitarras e interpretaron unas melodías de su tierra. Yaritza, la cubana,
hizo una magnífica imitación de Celia Cruz. Finalmente, los más jóvenes se
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decidieron por un karaoke. Sí, lo confieso, disfruté en este ambiente, alternativo
diría yo, por evitar llamarlo de otro modo.
Ya más tarde, cuando decidieron limpiar la sala, Beatriz les recordó que
recogiesen los vidrios con cuidado, evitando que se rompiesen pues cuando
comenzase de nuevo el colegio, ese primer sábado, tendrían un taller de
manualidades y pensaba aprovecharlos para ello. Yo, cuyo destino creí que ya
había terminado, iba a ser aprovechada en las actividades de la ONG. No sé si
eso me alegraba o me entristecía más. Tenía una segunda oportunidad y me
asustaba. Recordaba la sentencia del padre de Jaime: segundas oportunidades
nunca fueron buenas. Hasta ese momento, quedaría relegada junto a alguna
otra de menos categoría y botellines de Fanta y Coca Cola en una gran caja de
cartón.
El diez de enero, manos adolescentes me sujetaban con interés. Eran
cálidas, suaves y rápidas en sus movimientos; manos desnudas, sin joyas;
manos sabias, pese a su poca experiencia; manos que aún tendrían que
experimentar numerosas aventuras vitales. Eran las manos de Andrés
Orellana, oriundo de Guatemala.
Andrés escuchaba con interés las explicaciones de Beatriz sobre la
decoración del vidrio mediante la técnica del decoupage. Les mostró una
botella que ella había preparado y, francamente, quedaba bien bonita. Había
traído para trabajar varias servilletas con diferentes motivos. Andrés eligió para
imprimir sobre el cristal una cadena de florecillas azules que le recordaban
mucho a unas flores salvajes de su tierra que olían muy bien. De hecho,
cuando estuvo allí, ya hace cuatro años, su madre cogió unos ramilletes y los
colocó en la casa de la abuela para perfumarla y protegerla del mal de ojo.
El sábado siguiente finalizaron el trabajo, pues había que dejar secar la
capa de barniz para vidrio. Beatriz elogió el trabajo de Andrés; se ve que el
chico era buen artesano. Yo me sentía rara, no sé, no era yo. Todo mi cristal
estaba cubierto por una capa de pintura azul turquesa y, tanto la parte superior
como la inferior quedaban adornadas por una corona de florecillas azul azafata.
Todo giraba en torno a diversos matices de azul, el color favorito de la madre
de Andrés. Recuerdo que tuve la sensación que, tal vez, pudiera experimentar
Lola cuando confecciona sus vestidos, orgullosa al ver lo bien que le queda una
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prenda hecha por ella, sin nada que envidiar a otra comprada en el Corte
Inglés. La verdad es que no lucía mal, claro que con un Carolina Herrera…
El chico me llevó a su casa y me ofreció contento a su madre, el día que
regresaba de cuidar a un matrimonio de ancianos (en su tierra era maestra), un
viernes ya anochecido, pues ella estaba interna desde el domingo a las nueve
de la noche hasta el viernes. Siempre celebraban el regreso de la madre con
un helado, y en ese momento, el del helado de vainilla y chocolate con pepitas
de cacao, me entregó envuelta en papel de periódico viejo rodeado por una
cinta de pelo azul, detalle de Beatriz. A la madre le gustó mucho el regalo y el
padre añadió que estaba muy contento de seguir teniendo artesanos, porque
toda su familia siempre había trabajado muy bien la madera, eran buenos
ebanistas y así un pintor completaba ese clan familiar.
El día siguiente, la madre compró unas flores, tres blancas y una azul,
para colocármelas. Quedé así a modo de jarrón en el dormitorio de los padres,
que hacía también función de salita de la familia Orellana, pues compartían
piso con otra familia de su pueblo. Ya ven, de la mansión Oronoz a la mitad del
piso Orellana en barrio obrero. Dos habitaciones y un baño para cada grupo,
más una cocina compartida por todos. Andrés, de doce años, y su hermano,
Jorge Sebastián compartían una, la otra era para los padres.
Esa era mi segunda oportunidad. No era lo que hubiese esperado de mi
destino, pero tampoco estaba mal. ¿Me están oyendo bien? Sí, no me
gustaban los olores de gente arracimada en la casa, detestaba esos pocos
muebles mal combinados, pero la familia no estaba mal. Durante la semana,
quedaba con el padre, que hacía el rol de madre, y los chicos; durante el fin de
semana, todo brillaba con la presencia de la madre. Eran muy religiosos,
rezaban todas las noches. Siempre estaban contentos y, poco a poco, me iban
contagiando de un optimismo ingenuo, que realmente no comprendía muy bien.
¿Será que la naturaleza de los que tienen poco se conforma más fácilmente?
¿Será que necesitan menos? ¿Será que han descubierto el secreto de la
felicidad? Aún no lo entiendo, pero no me sentía mal compartiendo sus vidas.
Además, hablaban tan, tan bonito. Utilizaban palabras y expresiones que por
aquí no se escuchan y en un tono más cantarín.
Me miraban siempre tan bien. La mamá siempre decía complacida que
era un jarrón relindo, y yo, que estaba al lado de un espejo, llegaba a verme
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única, mejor dicho, único, pues ahora era jarrón de flores frescas, que
cambiaban cuando empezaban a ponerse feas. No les sobraba el dinero, pero
no les dolía gastar unos pocos euros en tres o cuatro flores naturales.
Ya se acercaban las vacaciones de Semana Santa y la ONG iba a
participar en un encuentro solidario con diversas asociaciones benéficas. Entre
todas organizarían un rastrillo para recaudar fondos, tendrían que aportar
objetos a los que pondrían precios simbólicos. Jaime y Beatriz pidieron a los
chicos colaboración y les sugirieron que añadiesen algo de su propia cosecha.
Andrés llevaría un tapete guatemalteco con motivos étnicos. La madre le
recordó que eso le pertenecía a ella y lo daría gustosa; pero él tendría que
donar algo suyo. ¿Por qué no aquel jarrón hecho con sus manos? Ella podría
prescindir de él, a fin de cuentas, no lo recibió ni en su santo ni en el día de la
madre. Debían ser generosos y recordar que ellos bien habían vivido de la
generosidad de personas anónimas. El chico se sintió lastimado, pero entendió
la postura de la madre. Era costoso desprenderse de aquello que tenía valor
para ellos, pero solo tendría mérito ofrecer algo apreciado. Nuevamente, mi
destino cambiaba de rumbo.
Me veía como una trotamundos, perdón, un trotamundos, pues no era
botella sino jarrón. Tal vez, dentro de mí vivía un espíritu burlón y aventurero.
Había sido feliz en aquella mini vivienda, pero no me importaba salir de mi
cómoda rutina. Ya no tenía miedo, había bajado en la escala social, de White
collar to Blue collar worker. Claro, que pudo haber sido peor, por ejemplo, como
acompañante de un homeless alcohólico, tumbado al lado de un chucho sin
pedigrí. Y, aunque mi estatus y mi orgullo sufrieron un duro golpe, aprendí algo
que llaman valores humanos, incluso descubrí la emoción de la aventura, el
riesgo.
Posaba estiloso, recuerden que soy jarrón o florero, como ustedes lo
prefieran, al lado del tapete, de unas pequeñas matrioskas eslavas, un cenicero
y un plato cerámico de Talavera de la Reina, un par de guacamayos
ecuatorianos, unos cuencos y unas pipas de mate gauchos, unos manteles
individuales rumanos, varias máscaras y un tambor africanos; además, un
sinfín de figuritas confeccionadas con papel por los chicos de la ONG. En las
mesas contiguas se ofrecían comestibles de cooperativas de los llamados
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países en vías de desarrollo: café y chocolate de Colombia, Perú, Ecuador y
Angola, infusiones variadas de Asia, vinos de Bulgaria y Rumanía…
Las mesas de comienzo y fin de cada fila conquistaban el paladar con
conservas de la huerta navarra, donadas por los productores locales:
alcachofas de Tudela, pimientos del piquillo de Lodosa, espárragos de otros
pueblos de la Ribera, tintos, claretes y blancos de bodegas de renombre. Todo
un lujo para amantes del buen comer y beber.
Amenizaban la jornada diversos grupos musicales y varios monitores
infantiles se ocupaban de los pequeños molestos en una zona adecuada para
ellos; de esa forma los padres podían moverse libremente por los diferentes
puestos, adquirir algo y colaborar con aquella acción solidaria.
Me manosearon con cuidado media docena de veces, la última de ellas,
yo diría que casi me acariciaba. Me repasaba con esmero, ya sabía, por la
forma en que me tocaba, que le había gustado. La señora rubia que me
sostenía preguntó a la chica de la mesa por mi historia, añadió que ella, cuando
adquiere algo, desea conocer su origen. La chica respondió que me había
trabajado un niño que acudía a los refuerzos escolares de una ONG
participante en aquellas jornadas. La mujer entregó 100 € y añadió que valía
mucho más que los 25 € que marcaba la etiqueta. Como pueden imaginar, no
aceptó la vuelta.
Aquella mujer se llamaba Rebeca y vivía en Madrid. Hacía dos días llegó
a Pamplona a visitar a su hermana Sole, casada con un notario de la provincia.
Eran únicas hermanas de una buena familia madrileña. Sole, desde su boda,
se instaló en el Norte, mientras Rebeca seguía en la capital, viuda, bien situada
económicamente y con cuatro hijos, de los que solo una, la tercera, vivía en
casa haciendo compañía a la madre. Le gustaba recorrer la geografía navarra
con su hermana y perderse en los pequeños pueblos de la montaña, donde tan
bien se come. Ya en la capital navarra acudían a espectáculos, que casi
siempre le parecían pobres si se comparaban con los de Madrid, y
especialmente a los diversos mercadillos benéficos.
Al mostrarme a su hermana, le dijo que había encontrado una joya. Ya
ven, ahora era la joya de la corona. La hermana le reprochó haber sido
demasiado generosa, a lo que añadió:
—Nunca se es excesivamente generosa, Sole, recuérdalo.
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Una semana más tarde, tomaba el tren para Madrid y se instalaba
nuevamente en la urbanización privada. En cuanto se marchase Isabela de
casa, la pondría en venta y se instalaría en el centro. Hasta ahora se lo habían
impedido los hijos, pues a ellos les encantaba la seguridad de la zona, el jardín,
la piscina, además de los amigos, todos ellos habitantes de la misma zona;
pero a ella le asfixiaba ese ambiente cerrado, donde se competía por ser o
tener algo más, siempre presumiendo. Allí los coches se renovaban cada tres o
cuatro años, no se repetía ropa de la temporada pasada, salvo los modelos
exclusivos que son atemporales, y entrometerse en la vida del vecindario era el
entretenimiento favorito.
Rebeca había sobrevivido a aquel ambiente porque se había mantenido
al margen, prefería que la considerasen extravagante o asocial. Asumió como
propio el leitmotiv de Timón y Pumba de El Rey León de Disney, vive y deja
vivir, y se dedicó a sus hijos, inculcándoles buenos principios. Sus amistades la
felicitaban por ello, lo había hecho bien, podía presumir de su troupe.
Ahora había comenzado el momento de mirar solo para sí, pues Isabela
se casaba en una semana y dejaba la casa. Seguro que notaba su vacío, esa
compañía alegre y esa sensibilidad tan parecida a la suya, pero tenía tantos
proyectos que estaba segura de no deprimirse por ello, además era la excusa
perfecta para dejar la casa. Alegaría que era demasiado grande para una mujer
sola, que su mantenimiento suponía un gasto excesivo y que siempre la
obligaba a depender de coche o autobús urbano. Sus vecinos difundirían
rumores maliciosos, como que estaba arruinada o que vivía una aventura
posiblemente con un hombre demasiado joven y prefería no ser vista con él.
Seguro que alguien añadía que un día la habían visto de la mano, en Argüelles,
con un chico de la edad de su hijo mayor. ¡Lástima no poder grabar la inmensa
maraña de chismes y tonterías que aquella gente ociosa era capaz de inventar!
Con razón no seguía las telenovelas, la vida estaba llena de guiones
novelescos.
Por el momento, tenía una semana para ultimar detalles de la próxima
ceremonia. Ellas, madre e hija, hubieran optado por algo íntimo y sencillo, pero
el novio prefería algo más rumboso y, por ello, llegaron a un acuerdo.
Aceptarían más invitados, pero menos derroche y estridencias; la ermita la
elegiría la chica, el lugar donde comer él y el menú, entre ambos.
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Rebeca entregaría dinero a los novios, una cifra relevante, para
acomodarse bien en París, que era una ciudad sumamente cara. Él estaba
destinado en la embajada española, y ella había encontrado trabajo en un
organismo internacional como traductora. Era un buen lugar y acudiría
encantada a visitarles y, de paso, podría tomar unas crepes con su amiga
Esperanza, quien decidió vivir allí ya hace muchos años, mientras aprendía
francés y se quedó embarazada de un médico cubano, que voló a Cuba en
cuanto supo la noticia. ¿Cómo iba a regresar a España con aquel hijo
chocolatito? ¿Cómo iba a soportar día a día los reproches de su ultracatólica
familia? No fue necesario, se quedó y comunicó la noticia por carta a sus
familiares, quienes le respondieron que sí, que lo mejor para todos sería que
ella se quedase allí, así hasta que veinte años después, cuando su padre
enfermó, llegó con su hijo mulato de casi dos metros y brillante inteligencia.
Ahora debía centrarse en aquel detalle personal que pensaba entregar a
su hija, algo que la recordase, algo fino, con clase, algo hecho por ella con todo
su cariño. Ya lo había elegido en Pamplona y pensaba transformarlo un poco
en el curso de restauración y manualidades al que acudía los miércoles por la
tarde. La pareja que lo dirigía era un par de soñadores “pata negra” ya que solo
trabajaban con materiales de primera calidad, en ocasiones solicitados al
extranjero. Seguían con interés las últimas tendencias en decoración y viajaban
a la India para traer buenos saris con los que confeccionar cortinas, manteles,
cojines o fundas para sillas. Tenían instinto y formación, ella estudió Historia
del Arte en Londres, él, arquitecto, había trabajado en la misma ciudad como
decorador de interiores y paisajista.
Cuando Rebeca me mostró a Cristina, esta me observó con sincera
fascinación y sugirió una idea. ¿Por qué no convertirme en lámpara, una
hermosa lámpara de mesa? Hace dos días habían recibido un pedido de seda
reciclada, pues procuraban que las materias con las que trabajaban fuesen
productos de reciclaje, y con ella pensaban crear pantallas para lámparas. De
nuevo, experimentaría una segunda, perdón, si cuento bien, tercera
oportunidad en mi deambular con los humanos.
No solo el miércoles, también el jueves, acudió Rebeca a sus clases
para trabajar bien todos los detalles. La seda tenía un tacto muy fino y necesitó
que Cris le echase una mano para lucir perfecta; posteriormente le añadieron
220
un encaje estrecho que Rebeca desempolvó de una caja de bordados antiguos
heredados de su madre. He aquí que me veo vestida, me corrijo, vestido con
prendas de alta costura: un jarrón con una pantalla de seda, ¿quién lo diría?,
una lámpara de capricho.
Isabela lloró cuando abrió el paquete que dejó su madre sobre la cama.
Era el momento en que anochecía, justo cuando la tarde aún no ha muerto, y
una luz entre dorada y rojiza inundaba el dormitorio, que quedaba en
penumbra. Me acercó a la ventana, mientras los últimos abrazos del sol se
reflejaban en el cristal azulado de la lámpara. De reojo me veía en el espejo de
la puerta del armario abierto y no me reconocía. ¡Qué lámpara tan, tan relinda!,
como diría la madre de Andrés. Era un producto vintage de alto nivel. ¡Qué
bonita estampa, Isabela abrazada a mí, llorando emocionada!
En unos días nos instalaríamos en París, la ciudad de la luz, la ciudad
soñada, ¡Paris je t’aime! Y no solo decoraría, también iluminaría las
traducciones de Isabela y todos aquellos relatos que escribía en sus ratos
libres. Me hacía mucha ilusión colaborar con aquella joven, acompañarla en su
ruta literaria y dar vida a seres imaginarios. No estaba en París para
frivolidades. Ahora, bien podría responder al padre de Jaime, segundas
oportunidades nunca fueron buenas, fueron mejores todavía.
221
TENGO UN SUEÑO Pinkerton
Somos una de las especies biológicas de este
planeta, y como tal estamos sometidos a todas las
leyes que gobiernan la existencia de la vida terrestre.
Nicholas Georgescu-Roege
Acabo de despertar, aún no ha amanecido, y he tenido un sueño.
Soñé con mi calle, en la que llevo viviendo tantos años y de la que
conozco a ojos cerrados la ubicación de cada bar, de cada comercio, de cada
portal. También conozco a quienes llevan asentados aquí bastante tiempo,
pues pese a la incertidumbre que parece caracterizar a esta época de
fluctuaciones continuas, de permanentes cambios y de gentes que van y
vienen, en esta calle mía aún gozo del privilegio de contemplar las caras de
siempre, vecinos arraigados a este rincón de la ciudad, a quienes las
circunstancias les han permitido echar raíces aquí.
Me gusta mi calle, y en este sueño mío no había perdido ninguno de sus
matices: allí seguían las acacias que, cuando verdean, alivian con su sombra la
222
inclemencia del sol continental, acogiendo las terrazas veraniegas y los bancos
de fundición, de los de toda la vida, de esos que duran para siempre. En mi
sueño no faltaban los edificios decimonónicos que flanquean la calle, con sus
portales sin ascensor, los geranios en el balcón y tanta historia, tanta vida entre
las paredes de sus viviendas. Mis vecinos seguían siendo los mismos, aunque
había algunos nuevos y otros que afortunadamente habían regresado, como
Manuel…
Manuel se fue del barrio hace ya bastante tiempo. Era un hombre afable
de mediana edad, que perdió su trabajo en la fábrica de electrodomésticos en
la que ingenuamente creyó tener un trabajo estable. De buenas a primeras, la
dirección les comunicó que trasladaban la fabricación al sudeste asiático, así
que pagaron las indemnizaciones correspondientes y se largaron con sus
lavadoras a China. Manuel comenzó a buscar trabajo, no importaba dónde. Y
un buen día vimos un camión de mudanzas a la puerta de su casa. Alguien de
su portal comentó que se fue a Perú, a trabajar de peón en una empresa
constructora.
En mi sueño Manuel había regresado. Ahora tenía su propia tienda de
electrodomésticos en el local donde actualmente se ubica una franquicia de
comida rápida. Allí vendía lavadoras, frigoríficos y televisores, pero fabricados
de una forma distinta y mucho más inteligente por un joven ingeniero,
emprendedor y visionario, al que la visita a un punto limpio abrió los ojos. Se
había quedado perplejo al contemplar el enorme cementerio de aparatos, casi
todos nuevos, abandonados a la espera de quién sabe qué. Y se le ocurrió dar
la vuelta al proceso de una manera que seguramente fuese rentable, porque la
materia prima ya la tenía. Y así, tras conseguir la financiación para un
ambicioso proyecto que se quedó en la mitad por falta de presupuesto, el joven
ingeniero puso en marcha una cadena de producción en la que los frigoríficos,
las lavadoras y los televisores no había que fabricarlos, ya lo estaban. El
trabajo consistía en desmontar con mucho esmero los que le llegaban de los
vertederos, clasificar las piezas y volver a montar un electrodoméstico completo
con las que estaban en perfectas condiciones. Como normalmente suele ser
una misma empresa la que fabrica componentes para distintas marcas, apenas
había incompatibilidad entre unas y otras, y era relativamente fácil aprovechar
los elementos intactos para acoplarlos. Así, de su factoría salían frigoríficos,
223
blancos brillantes y casi perfectos: se les perdonaba un pequeño golpe, o un
arañazo insignificante, porque quienes los compraban estaban encantados con
la relación calidad-precio, y no les importaba la pequeña herida de guerra en el
costado del aparato, un rasguño lateral que quedaba totalmente oculto por la
pared, o por el mueble contiguo, y que les hacía sentir la enorme satisfacción
de estar contribuyendo a algo grande.
Cada día se producían nuevos aparatos reciclados, gracias a los cuales
las montañas de electrodomésticos muertos de los vertederos iban
reduciéndose hasta casi desaparecer. Poco a poco la producción se fue
ampliando, ahora la fábrica disponía de un taller donde las piezas más valiosas
se reparaban cuando era posible —me comentaba Manuel— y de un gran
almacén en el que se ordenaban cuidadosamente piezas de repuesto
compradas a muy buen precio a los fabricantes originales, porque la
obsolescencia programada se había vuelto contra ellos, y enormes cantidades
de repuestos de modelos continuamente suplantados por los nuevos se habían
ido acumulando sin salida en sus instalaciones. Gracias a ello, sin fabricar más
piezas de las ya existentes, miles de aparatos volvían ser útiles de nuevo.
Me alegré al ver a Manuel tan feliz: ganaba dinero en su tienda, pero
nada comparable a la satisfacción que le proporcionaba comprobar que cada
día la gente era más sensata y miraban con ojos nuevos esos objetos
cotidianos que desde hace no tanto tiempo nos facilitan la vida, y a los que nos
hemos acostumbrado con una facilidad caprichosa y pueril, cambiándolos al
mínimo fallo por modelos más modernos, cuando aún son capaces de
desempeñar correctamente su función. Así eran los clientes de Manuel:
priorizaban el uso y la funcionalidad, desoyendo la necesidad compulsiva de
hacerse con la tecnología punta al precio que sea.
Salí de la tienda con la sensación de haberme empapado de una
filosofía nueva y necesaria.
Continué paseando por la acera de esta calle mía, reformada de esa
manera extravagante con la que los sueños decoran la realidad, y un nuevo
escaparate llamó mi atención. En él se exponían ordenadores e impresoras, y
decidí entrar y echar un vistazo. Detrás del mostrador estaba Nerea.
Nerea tiene apenas veintisiete años, un perro grandísimo que se
abalanza cariñosamente sobre todo el que le piropea y novio formal desde los
224
dieciocho, con el que no se casa porque ella es indecisa por naturaleza,
necesita pensarse mucho las cosas antes de tomar una determinación. Menos
en mi sueño, porque allí lo del taller fue dicho y hecho: alguien le habló de la
posibilidad de reutilizar los equipos informáticos y desde entonces ella no paró
de investigar y de aprender. Ahora era capaz de reemplazar cualquier
componente en un abrir y cerrar de ojos —es bastante fácil cuando le coges el
tranquillo, decía— y sus clientes salían contentísimos, porque hoy en día un
ordenador personal es un elemento casi imprescindible, aunque no siempre
podemos invertir en un equipo nuevo al que no le sacaremos —seamos
sinceros— el cien por cien de utilidad. Pero en el sueño el gran éxito de Nerea
era su impresora 3D, una máquina casi perfecta, capaz de auto regenerarse,
porque en ella, además de crear piezas de recambio para otros equipos e
impresoras, Nerea fabricaba piezas de repuesto para la propia máquina, y sin
consumir plástico, sino biopolímeros sintetizados a partir de patatas. ¡Patatas,
sí, nada de petróleo!
A continuación de la tienda de Nerea había una tienda de alimentación,
pero como en esta calle onírica nada es lo que parece, decidí entrar y
descubrirlo.
Me atiende una mujer a la que no conocía, dice llamarse Julia y me
recibe con una sonrisa tan amplia como sincera. Me explica que ella y su socio
Javier sólo venden carne de productores locales. Quizás es mi cara de
perplejidad la que le anima a profundizar en el asunto, y entonces me cuenta
con detalle el proceso: sus cerdos provienen de una explotación en la que los
desechos de los animales y los residuos orgánicos que se recogen en los
contenedores de esta misma calle sirven para generar el biocombustible que la
alimenta, así el proceso no consume energía. Y los pollos los compran en una
pequeña granja, donde los animales son alimentados a base de vegetales que
cultivan allí. No se desperdicia nada: todos los residuos orgánicos son
almacenados para fabricar compost con el que abonan la tierra, en un ciclo
cerrado y casi perfecto. Y mientras escucho atentamente sus explicaciones, me
vienen a la mente mis abuelos, su forma de alimentarse y de vivir, y pienso que
quizás nos hayamos desviado del camino, deslumbrados por el reclamo
brillante de tantos objetos consumibles al alcance de casi todos, objetos
baratos que han tenido un coste demasiado elevado en los recursos limitados
225
de la tierra. Sí, quizás sea esa la forma, volver al camino, a la senda por la que
iban nuestros antepasados, abasteciéndose moderadamente con los recursos
que tenían su alrededor, adaptando sus costumbres, sus viviendas, sus
vestimentas, y sus vidas a lo que el entorno ofrecía. ¿Eran más felices?
Seguramente, los índices de insatisfacción personal en las sociedades actuales
no se han dado en otras épocas, y es comprensible: antaño se abrazaba una
filosofía elemental y siempre efectiva, la de vivir para vivir, no para poseer. Es
esta última la que crea tantas frustraciones y vacíos, porque al igual que la olla
de monedas al final del arco iris, el afán de poseer obsesivamente puede
conducirnos a metas inalcanzables.
María y Javier, estos desconocidos de mi sueño, me han parecido
amables y también muy sensatos, y me gustaría comprarles una docena de
huevos, que tienen un aspecto magnífico, pero no quiero dar la nota, porque he
observado que los clientes acuden con sus propios envases, los mismos en los
que luego refrigeran el producto, evitando así el derroche innecesario del papel
de envoltorio.
Cuando salgo de la tienda ya ha oscurecido. Continúo caminando, y veo
una bicicleta que viene hacia mí. Es Jaime, mi marido, pero él tiene la edad que
tenía cuando nos conocimos, y aún no nos hemos casado, lo sé porque nada
más verme se dirige a mí con una sonrisa brillante y me saluda con el “Hola
preciosa” de los mejores tiempos y que ya tenía casi olvidado. Hace mucho que
no me lo dice, pero tampoco le culpo: los roces de la convivencia han
erosionado los detalles hasta hacerlos desaparecer.
Jaime desciende de una bicicleta que coloca junto a otras tantas
alineadas, introduce en un expendedor su tarjeta y la máquina le cobra el
alquiler del vehículo, al tiempo que le devuelve la fianza depositada por el
mismo. No entiendo nada, y le pregunto. Jaime me mira, y me explica
extrañado algo que yo ya debería saber: si solo utiliza la bici de cuando en
cuando, no necesita comprarse una, alquilarla es más sencillo y barato.
Camino a su lado, él me pasa el brazo por encima del hombro, y
continúa hablando de alquileres, esta vez de paraguas. Ahora tampoco
entiendo, pero disimulo, no quiero que me vea como una extraña en este
mundo diferente —y bastante más amable— en el que mi sueño ha convertido
la calle, nuestra calle. Y así, introduciendo en la conversación las preguntas
226
justas con mucho tacto, logro enterarme del proyecto que tiene en mente este
Jaime que aún no es mi marido: va a instalar por varios puntos de la ciudad
expendedores de alquiler de paraguas. “Ya lo hemos hablado, Andrea: el
mundo no puede soportar que fabriquemos más paraguas, es suficiente con
utilizar los que ya hay cuando los necesitemos”. Y de nuevo pienso en la
simplicidad de este sistema que no genera tantos residuos y que no consume
energía produciendo objetos de usar y tirar que acabarán siendo enormes
montones de basura. Pienso en cómo no se nos habrá ocurrido antes… Jaime
está contento, relajado, hacía tiempo que no lo veía así. Me pregunta: “¿A que
no sabes qué día es hoy?”. Yo niego tímidamente con la cabeza, porque sé
que estoy inmersa en un sueño, y ya se sabe que las existencias oníricas se
rigen por caprichosas leyes y el tiempo suele ser una de las dimensiones más
distorsionadas. “¡Nuestro aniversario!”. Al parecer, hoy hace dos años que
comenzamos a vivir juntos, y Jaime, puerilmente entusiasmado, me hace correr
hasta detenernos frente a un amplio escaparate. Es una tienda de bolsos.
“Vamos, me gustaría hacerte un regalo”.
La chica que nos atiende es Nuria, somos de la misma edad y ella, al
igual que yo, siempre ha vivido aquí. Pero desconocía que tuviese un negocio
como aquel.
¡Cuántos bolsos! Pienso que no sabría cual elegir… Y mientras miro y
remiro, Jaime habla con ella, y le pregunta qué tal le va en esta empresa en la
que se ha embarcado. Al parecer son artículos de segunda mano, algunos
preciosos. Y pienso entonces en la cantidad de bolsos, mochilas y carteras que
rondan por nuestras casas convirtiéndose en una pesadilla para la reducida
capacidad de almacenaje de la mayoría de los hogares. La idea de Nuria ha
sido genial: la gente lleva allí sus artículos, los cuales están en prefectas
condiciones porque la mayoría han tenido un uso muy limitado, y ella se los
compra por una cantidad que depende fundamentalmente de la calidad del
objeto. La gran ventaja es que allí pueden encontrarse bolsos de piel
rescatados del fondo de un armario, fabricados hace sesenta años y que no
han perdido un ápice de su encanto, más bien al contrario, lucen en la tienda
con un aura mágica. Nuria los limpia y los deja como nuevos, dispuestos para
aguantar unos cuantos años más de uso, en un ciclo que terminará cuando el
hermoso bolso sea ya un objeto inutilizable. Nos cuenta que las cosas le van
227
bastante bien: por poco dinero la gente adquiere un bolso nuevo, y cuando se
cansan de él, lo revenden y se compran allí mismo otro a un precio muy
asequible. Así los bolsos, que son artículos que no sufren un desgaste
excesivo, pueden circular de propietaria en propietaria y no acabar en un
montón de basura donde sus diversos componentes contribuirán sin duda a la
degradación ambiental… Salgo de allí con una bandolera de piel que acaricio
ensimismada.
Están a punto de echar el cierre en todos los comercios de la calle, por
eso tenemos que ir más rápido, dice Jaime. No sé adónde quiere ir ahora, pero
enseguida lo averiguaré.
Entramos en otra tienda nueva para mí. Apenas he podido detenerme en
el escaparate, pero en cuanto traspaso la puerta compruebo que es de
muebles. “Mira, este es el aparador que te comenté ayer”. Yo no recuerdo que
Jaime me haya hablado ayer de un aparador, porque ni siquiera sé qué día es
—paradojas temporales de los sueños— pero aun así afirmo con la cabeza. Un
chico alto y moreno al que no había visto antes acude a atendernos. Y mientras
habla con una pasión excedida del aparador que tanto le gusta a Jaime,
contemplo el resto del mobiliario. Me parece que son muebles reciclados, pero
no estoy segura, porque nada en su aspecto me hace sospecharlo. No me
atrevo a preguntar, una vez más a lo largo de este sueño temo parecer una
extraña en este mundo mucho más perfecto que el real. Afortunadamente
Carlos comienza a hablar de sus andanzas nocturnas en busca de muebles,
“No os imagináis las joyas que la gente desecha”, lo cual me aclara bastante
las cosas. Señala una preciosa mesilla vintage que encontró al lado del
contenedor de plásticos y que Cristina arregló. Y entonces, como invocada, ella
sale de la trastienda, nos saluda muy sonriente y comienza a contarnos los
detalles de la restauración de aquel mueble al que le faltaba una pata que
Carlos se encargó de tallar, y lo hizo con tal maestría que éramos incapaces de
adivinar cuál era la postiza y cual la original.
Lámparas, sillas, cuadros, cómodas, cabeceros, sillones… Todos
aquellos muebles, desechados por alguien o comprados en lotes a precios
económicos, habían sido rescatados de la destrucción y perfectamente
restaurados, y solo de imaginármelos amontonados en el vertedero, se me
228
puso la piel de gallina. “¿Por qué no valoramos, por qué desechamos con esta
pasmosa facilidad?”.
Me gustó tanto el aparador como a Jaime, así que entre Carlos y él se
dispusieron a subirlo hasta nuestro piso, mientras yo pensaba en cómo sería mi
casa en el sueño, y que quizás no tuviésemos ya un lugar donde emplazarlo,
esas situaciones incómodas y agobiantes son tan habituales en el mundo
onírico…
Mientras subían las escaleras con el mueble a cuestas, Jaime y Carlos
hablaban de la creciente preocupación por reutilizar, y de cómo las nuevas
generaciones comenzaban ya a rechazar el consumismo atroz, desmesurado y
sin sentido… “De la cuna a la cuna”, decían refiriéndose a la necesidad
creciente del cierre completo del ciclo de los materiales. “De la cuna a la
cuna…”.
La cuna. Mi hijo llora desconsoladamente en esa cunita metálica en la
que yo también pasé mis primeros días y que mi madre guardó para mí,
ventajas de apegarse a determinados objetos. Lo cojo entre mis brazos y lo
arrullo, mientras observo a Jaime, profundamente dormido, tan cansado que ni
siquiera el llanto del niño lo ha despertado. Pienso entonces en cuánto ha
cambiado, porque acabo de verlo tan joven en mi sueño, en ese sueño en el
que el mundo —o al menos el microcosmos de mi calle— funcionaba de una
forma increíblemente sensata. Y entonces miro a mi bebé, quien a su vez me
observa atentamente, con sus enormes ojazos de niño muy abiertos, y le
pregunto: “¿Qué nos ha pasado?”. Él no capta la desazón en mi voz, por eso
sonríe ingenuamente. Lo aprieto contra mi pecho, porque de repente tengo
miedo y quiero protegerlo…
Tengo miedo de una sociedad enferma por consumir, donde un teléfono
móvil ha dejado de lado su funcionalidad inicial para convertirse en su
antagonismo, una barrera para la comunicación y símbolo indiscutible de la
obsolescencia de artefactos maravillosos que desechamos en un afán
incomprensible por superarlos con el último modelo del mercado, con el
mejor… Me asusta un mundo en el que una isla de desechos plásticos de
dimensiones aterradoras flota en mitad del océano, un mundo en el que a los
bosques les crecen las calvas sin posibilidad de tratamiento, en el que los
cultivos económicamente rentables desplazan a la vegetación autóctona
229
creando un desequilibrio importante en los ecosistemas, un mundo cuyo aire es
irrespirable en algunas ciudades, en el que los alimentos se venden
compulsivamente envueltos en plásticos, en el que se tiran toneladas de
comida caducada para cuya fabricación hemos derrochado recursos limitados,
un mundo en el que la gente es feliz acumulando pares de zapatos en el
armario…Tarros y tarros y miles de tarros con potingues químicos para curar,
para prevenir, para rejuvenecer, para protegerse de un sol al que hemos hecho
desmesuradamente letal… Un mundo en el que los objetos nos rodean, por
todas partes, y acabarán por asfixiarnos. Tenemos tanto que nunca dejaremos
de necesitar, porque cada nueva pertenencia no nos satisface lo suficiente, y el
objetivo vital sigue siendo hacerse con la siguiente… A causa de ello, el aire se
llena de humo, el agua de contaminantes, el paisaje de basura. Pero no nos
importa, solo deseamos desear, desear cosas…
Mi hijo ahora duerme, ajeno a los nubarrones que se extienden por mi
mente. Miro alrededor y me hago la pregunta, aún temerosa de la respuesta:
de todo lo que estoy viendo, ¿Cuánto necesito realmente?
Beso la frente de mi pequeño, lo deposito con cuidado sobre la cuna y
acaricio los barrotes fríos mientras le contemplo. Y pienso que ha de ser por él.
Sí, hemos de hacerlo por él, y por todos los que son como él, y por todas las
generaciones que aún están por venir…
Acabo de despertar, aún no ha amanecido, pero ya no puedo dormir,
porque ahora tengo un sueño… que debo hacer realidad.
230
TODO VUELVE Dedé
Solo comprendes algo cuando puedes explicárselo a
tu abuela.
Albert Einstein
El aroma a café recién hecho flotaba en el aire y el sol de la mañana
entre las hojas de los plataneros creaba una atmósfera mágica. Mi abuelo
dormitaba después de su primer desayuno de la mañana en la habitación de al
lado, donde sonaba bajita la tele. Yo no solía dormir en casa de mis abuelos,
pero aquella mañana me venían a hacer LA GRAN ENTREVISTA y ellos vivían
en pleno centro neurálgico. Además, su jardín quedaría bien en las fotos. Yo,
en cambio, vivía a 50 km y no tenía jardín.
Mi abuela me miraba fijamente, agarraba la taza con las dos manos y su
expresión era casi de enfado. Solía ponerse un poco gruñona cuando no
entendía algo, pero en cuanto lo captaba todo cambiaba. Era una mujer
decidida y abierta de mente. Aunque bastante terca.
231
—De verdad que no lo entiendo, ¿cómo qué vais a recomprar
obligatoriamente lo que os traigan? ¿Y qué vais a hacer con tanta basura hija
mía? ¡Es una locura! ¡Os arruinaréis! ¡O peor! ¡Se os comerán las ratas
trabajando entre basura!
—No es basura abuela. Nos comprometemos a recomprar solo los
productos que venderemos a partir de ahora, solo los retornables. Y en los
retornables todo es aprovechable por diseño. ¡En realidad es una mina!
—Intentaba explicarle a mi abuela por qué me había convertido en un
personaje mediático de la noche a la mañana. Por qué tenía que dar
entrevistas sobre mi empresa. Ella quería entender por qué la gente decía que
aquello era una revolución, comparable a la invención del trueque, del dinero y
de la máquina de vapor.
—¡Nadie querrá cosas usadas, sucias de otros! ¡Que a todos nos gusta
lo nuevecito! No va a funcionar…
—No estará sucio, pasará por un proceso de producción igual que hasta
ahora. Pero antes empezábamos de cero y ahora ya no. Aprovecharemos
cosas de los productos que nos traigan. Cuanto más arriba de la cadena lo
podamos recolocar más valor tendrá.
—Ahora me estás hablando en chino. —Su impaciencia crecía por
momentos.
—Tú puedes decidir que lo que compraste hace unos meses, que está
en perfecto estado, no lo quieres. Tal vez deseas el último modelo o ya no lo
necesitas porque has acabado el trabajo que tenías que hacer. Eso que
devuelves tiene mucho valor, porque no hace falta hacerle nada y otro lo puede
utilizar tal cual.
—Pero eso es lo que siempre se ha hecho, ¡no le veo el misterio!
¿Cuántas veces tu abuelo y yo hemos vendido nuestro coche viejo para
comprarnos otro nuevo?
—¡Exacto! Se lo puedes vender a tu vecino, al hijo de tu primo, a la
portera o a un desconocido, usando una aplicación del móvil. Y el que lo
compra realiza un acto de fe. Cruza los dedos, respira hondo y lo compra. Es
posible que no consigas vender eso que no utilizas y, para no llenar la casa de
trastos, lo tires a la basura. ¡Todo un pecado, con lo valioso que es! Bueno,
pues ahora nos lo podrías vender de nuevo a nosotros, los fabricantes, que
232
estamos obligados a hacerlo si es nuestro y es retornable. Tenemos un
departamento de compra, donde lo revisamos, lo ponemos a punto y lo
ponemos de nuevo a la venta, con garantías. Y más barato que de primera
hornada, claro. Nadie hace un acto de fe, sólo una compra normal, pero más
barata porque seguramente no es el último modelo, aunque realiza
perfectamente su función. Y nosotros te pagamos su justo valor.
—¿Comprar todas esas cosas viejas? ¿Y todo un departamento para
eso?... ¡Saldrá carísimo!
—Comprar cosas viejas no sale caro cuando todo es aprovechable,
pronto saldrá más barato que comprar la materia prima, que además hay que
trabajar siempre desde cero y que en poco tiempo se va a poner por las nubes.
Y tener un departamento de recompra, a nosotros nos sale a cuenta porque
somos una empresa grande y nuestra marca es conocida, pero otras marcas
más pequeñas contratan a otras empresas que se dedican a eso en su
nombre. ¡Imagínate la cantidad de puestos de trabajo que eso supone!
—¿Y qué pasa si tenéis que cerrar? ¿Quién se hará cargo del
compromiso de recomprar que tenéis?
—Tenemos una empresa de respaldo. Es como un seguro. Saldrán
muchas empresas así cuando haya más como nosotros. Se harán cargo de la
recompra y de esa manera se quedarán ellos la materia prima, las piezas y los
productos retornables. Y podrán suministrar materiales a otros.
—O sea, resumiendo, que ahora vendéis cosas de segunda mano
además de las nuevas…, a mi me parece un retroceso, qué quieres que te
diga…
—Bueno, no exactamente. —Tomé aire, me estaba costando hacerme
entender, pero realmente era un buen entrenamiento para la entrevista que
tendría en unas horas—. Tú también podrías decidir que eso que te compraste
hace un año no está a la última, y que no hace lo mismo que el último modelo.
Pues según lo que sea, podemos actualizártelo, pero a precio mucho más bajo,
porque solo tenemos que incorporar algunas modificaciones, no hacerlo todo
nuevo.
—Vale lo entiendo, tal vez te quieras comprar el modelo nuevo y te
descuenten el viejo del precio, ¿no? Bueno, eso ya se hace… con los coches.
Te recompran el viejo y te rebajan el nuevo…
233
—Es cierto abuela, a veces ya se hace, pero no dentro de un sistema
integral. Normalmente lo que te compran lo revenden si está bien, o lo funden
si no, o cogen alguna pieza para un modelo igual. Nosotros podemos
revenderlo, actualizarlo, coger sus piezas o usar sus materiales, pero lo
hacemos sin que sobre nada, porque los diseños retornables están pensados
para eso. Lo que no se ha podido aprovechar lo usamos como materia primera,
bueno segunda…, y tercera y cuarta…, y como hemos conseguido que no lleve
productos tóxicos, se puede volver a usar sin problemas, recirculando una y
otra vez. Casi no tendremos que comprar materia prima. ¡Con lo cara que se
pondrá cuando escasee todo en unos pocos años!…
—¡Ah! Eso lo cambia todo. —Ella siempre tan práctica empezaba a verle
la gracia a la revolución que se ponía en marcha.
—O si no nos sirve a nosotros lo podremos vender a otros que igual sí
les sirve. Y sino a otros que extraen la energía que contiene.
—¡Vaya! ¡Qué genios, como está la ciencia! ¿Y cómo lo hacen?
—Lo queman —se me escapó una sonrisilla maliciosa—, pero esa es
realmente una parte minúscula. Todo lo podremos aprovechar una y otra vez,
en diferentes etapas del proceso. A veces tal cual nos lo devuelvan, a veces
con pequeños ajustes en los nuevos modelos, o reparándolo y a veces
solamente utilizando los materiales que contiene.
—Pero, ¿no es fácil timaros? Pueden falsificar la marca y obligaros a
comprar su chatarra —pero qué lista era mi abuela, ¡madre mía! No se le
escapaba una…
—Les resultaría muy difícil. Todas las piezas son rastreables, miles de
datos almacenados que informaran de todo. Para que me entiendas, todo está
marcado y es casi imposible falsificarlo.
—Y los modelos tendrán que ser siempre igual, ¿no?, para poder
aprovechar las partes, me refiero... ¡pues no sé yo!, ¡que a la gente le gusta
estar a la última!…
—No abuela, lo que fabricamos a partir de ahora está diseñado para
desmontarse. Las piezas clave internas son bastante repetitivas y encajan unas
con otras, y las que le dan el aspecto exterior se fabrican de nuevo a partir de
la materia recomprada, y hay formas de fabricar las cosas muy diferentes,
234
incluso a veces se imprimen. Es como un juego en el que las reglas más
sencillas conducen a los diseños más complejos… como en la naturaleza. Solo
cuatro letras forman un alfabeto de ADN del que está hecha la complejidad de
la vida. Y en la naturaleza todo recircula. La naturaleza no produce basura.
—Pero, ¿por qué no seguimos como hasta ahora y ya está? ¿Qué son
esas ganas de complicarse?
—No podemos hacer eso abuela. Todo está cambiando. Lo de extraer,
usar y tirar se acabó. Le está causando un grave problema al planeta y a
nosotros mismos. Además, ahora se están acabando los materiales y ya es un
problema económico. Ya sabes que en cuanto se toca el bolsillo… La
economía donde todo recircula va a cambiarlo todo, y habrá muchos trabajos
nuevos, algunos ni existen todavía. Lo que hacemos nosotros solo es una de
sus caras, hay mil maneras de aplicarla, pero es el principio de algo totalmente
diferente. Hasta ahora, lo nuevo era más barato porque había abundancia de
materias primas, si no aquí, pues en otro sitio. Si se te rompía algo lo tirabas
porque era casi más barato nuevo que arreglado, e infinitamente más fácil. Una
locura.
—Es que cuando yo era joven, ¡eso no pasaba! Si se te rompía algo,
pues a arreglarlo. Todo se torció luego…
—Claro, abuela, ese es el problema, todo se torció cuando empezó a ser
más barato y cómodo comprar cosas nuevas, ¿quién se iba a tomar la
molestia?
—Sí, ¡qué remedio te queda si no hay quién repare nada! ¿Y cómo se va
a conseguir cambiarlo todo, hija?
—Hasta ahora nadie pedía explicaciones si para obtener aquella materia
o para traerla en barcos desde las quimbambas estabas usando algo de todos
sin pagar por ello.
—¿A qué te refieres? ¿Robaban?
—Sí abuela, eso es, nos robaban la naturaleza y el futuro. El aire limpio,
el clima estable, el agua limpia, el suelo. Nos robaban el capital natural para
hacerse ricos. Y nadie decía nada. Las materias eran baratas porque no se
añadía a su precio la parte de naturaleza que se llevaba por delante el
conseguirlas. Y la energía que se necesitaba para extraer y fabricar esos
materiales producía gases que atrapan el calor del sol y que seguirán
235
haciéndolo durante muchos años, aunque paremos hoy mismo de producirlos.
Los países más ricos empezaron a poner límite a esos gases que calientan el
clima y nos ponen a todos en peligro. Pero hecha la ley, hecha la trampa.
Como la contaminación de los millones de barcos no señalaba a nadie, nos
fuimos a fabricar las cosas lejos, o a traer los materiales de otro lado, que
contaminaran ellos, y problema arreglado. Metimos el problema debajo de la
alfombra del vecino pobre con unas reglas del juego amañadas.
—¡Qué tramposos...! Además, en esos países los tienen trabajando de
cualquier forma.
—¿Y eso ya no pasa?
—Todo eso está a punto de cambiar. Aquí cada vez tenemos menos
materia prima, cada vez con más frecuencia se ha de traer de lejos. Y la
energía que antes era fácil conseguir para el transporte, cada vez cuesta más
esfuerzo obtenerla. Durante doscientos años hemos tenido una fuente de
energía muy rentable, el petróleo.
—Pero tenemos otras formas de conseguir energía, ¿no?
—Sí, pero ninguna es como el petróleo. Con muy poco esfuerzo te da
mucha energía. Pero el petróleo fácil se acaba. Digamos que ahora hay que
cavar más hondo… Además, no es nuestro. ¡Si es que no tenemos materiales
ni energía! Y eso nos hace débiles. Por pura supervivencia nuestros gobiernos
se han puesto las pilas antes de que todos los materiales se acaben y la
energía se ponga por las nubes. Para acelerar el cambio, han empezado a
añadir el coste del daño que se le hace a la naturaleza al conseguir materiales
y energía. Los precios de las cosas nuevas empezaran pronto a ser más
reales. Y lo contaminante será más caro que lo que no lo es. Será más barato
reparar que comprar algo nuevo, y ese será el fin de eso tan extraño que los
humanos inventamos. La basura es el elemento que rompe el ciclo que
siempre ha seguido la naturaleza. Pero es el fin de una era. La era de la basura
—¡Qué feo!, no me gusta haber vivido en la era de la basura. ¡Nosotros
qué sabíamos!
—Ya lo sé abuela, se hizo lo fácil. Todas las generaciones hubieran
hecho lo mismo.
—Bueno, puede que lo que me explicas funcione, cuando yo era joven
reparábamos todo, porque todo escaseaba y era caro comprar cosas nuevas.
236
Yo era la reina del zurcido de calcetines. Ponías una bolita de madera dentro
del calcetín y ¡a zurcir!
—Pero no basta solo con subir los precios, el cambio ha de ser más
rápido y por eso los gobiernos han empezado a poner normativas también para
limitar el uso de la energía y del material. Se empieza a hablar de contar los
gases del transporte de mercancías al país que las recibe. Eso aún tardará
porque hay muchos intereses oscuros, pero todo llegará… De momento se
trata de reducir nuestras necesidades de materiales y energía. Por ejemplo, en
las casas. Al principio han empezado por la energía que usan, en la luz o en la
calefacción. Dicen que los edificios han de producir tanta energía como
consumen, contabilidad cero.
—Sí, es verdad; nosotros tuvimos que ponernos esas placas solares
cuando hicimos la casa.
—¿Y estás contenta con ellas?
—Bueno, no me entero de que están, la verdad. La famosa batería es
como una neverita. No me molesta.
—Pues ahora los gobiernos se están poniendo más serios y se van a
fijar también en la energía de los materiales con que se han fabricado las
casas. La energía que se ha necesitado para obtenerlos se tendrá que tener en
cuenta en esa contabilidad Cero, pero Cero con mayúsculas.
—Pero eso serán muchas placas a colocar en los tejados, ¡no va a dar
para tantas!
—El truco está en disminuir la energía que se ha necesitado para
obtener los materiales. Algunos necesitan menos energía que otros y el daño a
la naturaleza que provocan es menor, porque se regeneran solos, o con un
poco de ayuda. Cada vez habrá más edificios de madera, ya verás. Es porque
para utilizarla se habrá necesitado mucha menos energía que usando hormigón
o metal.
—Y, además, las casas de madera son tan bonitas.
—Y no solo son bonitas, yaya. Mientras la madera crece, atrapa esos
gases que calientan la tierra. Y si la vamos utilizando en nuestros edificios
evitamos que vuelvan al aire y recalienten más la Tierra. Ya no solo son
casitas, ahora se hacen edificios de varias plantas.
—Maravillosos árboles, adoro los bosques…
237
—¡Y yo! Y otro truco para disminuir la energía que se necesita para
construir los edificios es reutilizar cosas que provienen de antiguos edificios.
Algunas ni siquiera las notarías porque están en los materiales y no se pueden
distinguir. Otras pueden ser cosas más grandes, reparadas y recolocadas y le
dan personalidad al edificio.
—Bueno, eso es como las piezas de vuestros retornables que me
explicabas, ¿no?
—¡Justo eso, yaya! Lo ves, todo está relacionado, lo que hacemos
nosotros forma parte de un cambio de orden mundial. La factura energética y el
daño a la naturaleza de esas cosas reutilizadas también es mucho menor que
si se obtuviese de la naturaleza directamente, empezando desde cero.
—Y con todos esos trucos, ¿crees que se podrán colocar suficientes
placas para dejar la contabilidad de energía del edificio a Cero-con-
mayúsculas?
Mi abuela no perdía hilo, se notaba que era la reina del zurcido, ojalá
fuera ella la periodista que me tenía que entrevistar…
—La energía ahora es más fácil de producir y repartir entre varios
edificios conectados entre sí. La que a ti te sobra por la mañana en tu casa,
cuando todos están trabajando, se va a las oficinas del edificio vecino que en
aquel momento está funcionando a tope, o se almacena en las baterías de tu
coche o en los materiales de tu edificio para usarla más tarde como calor o
como frío. O se produce a nivel de todo el barrio. Habrá que hacer las cuentas.
—Todo suena muy bien hija. Me alegra verte tan convencida.
—Bueno, no todo está resuelto ¿sabes? Hay un problema grave.
—Vaya, ¿cuál?
—¿Sabes cuando haces una dieta y cuando la dejas engordas el doble
de lo que perdiste?
—Vaya si lo sé, el efecto yoyó. No creo en las dietas, lo que hay que
hacer es comer sano. ¿Tú comes sano?
—Sí yaya. Bueno, pues lo mismo, el efecto yoyó, o el efecto rebote,
llámalo como quieras. Lo que pasa es que si ahora todo es más barato porque
todo se hace de una forma más eficiente, todo el mundo querrá tener de todo y
acabará aumentando el consumo global. Mejor repartido, más justo, pero con
el mismo problema, o incluso peor para el planeta. Imagínate las ciudades,
238
abuela, crecerán y crecerán, aunque la población no lo haga al mismo ritmo,
porque todo el mundo querrá siempre más. Y serán necesarias nuevas
carreteras y se necesitarán más coches para ir de un lado a otro y más
materiales para hacer más edificios. Y la naturaleza que ha de compensar todo
eso estará cada vez más debilitada y dispersa.
—¿Y entonces? ¿No sirve de nada esta revolución?
—Sí sirve abuela, pero ha de estar bien planificada y conocer los riesgos
para evitarlos. No se puede dejar que sean solo los precios los que marquen
las reglas del juego. Hay que evitar que sigamos haciendo mal las cosas por
sistema y nos parezca lo normal. No puede ser que te compres un coche para
tenerlo el 90% del tiempo aparcado. O que se construyan nuevas oficinas,
cuando las que hay están vacías la mitad del tiempo, incluso durante las horas
de trabajo y ocupando lugares céntricos de las ciudades. O que tiremos una
tercera parte de la comida. Siempre. Es lo normal y sabido. Queda tanto aún…
A veces, me desespero.
—¿Y qué se puede hacer?
—Cambiar la relación de la gente con las cosas. No poseer las cosas,
solo usarlas. Usuarios, no propietarios. Y usarlas una y otra vez, lo que hace
que su valor se mantenga durante más tiempo que si solo se usan una vez y se
tiran. En nuestra empresa es lo que hacemos indirectamente, porque si
compras un retornable, en realidad lo que pagas es el servicio que te da
mientras lo tienes. Luego lo recuperas en parte. Pero hay más formas de hacer
eso mismo. También se puede comprar solo el servicio y la empresa es la que
se encarga de poner lo necesario para que todo funcione. Ya se está haciendo
con la iluminación de las oficinas, imagínate. Otra cosa que podemos hacer es
manejar mejor la información para saber dónde y cuándo hay un excedente de
oferta. Qué coches están aparcados y se podría compartir su uso, por ejemplo.
Mi empresa empieza a hacer esas cosas también. Como queremos
expandirnos, pero no tenemos oficinas grandes en todas partes, usamos
aplicaciones que nos permiten saber dónde hay espacios disponibles cuando
un trabajador necesita un despacho. Y lo mismo con los coches de empresa.
Flexibilidad e información.
—¡Madre mía! ¡Afectará a todo!
239
—A todo, abuela. También a los polígonos, ahí creamos alianzas.
Imagínate, en el polígono donde tenemos nuestra fábrica aquí, hay otra enorme
y el agua de su tejado cuando llueve la recoge el túnel de lavado de al lado. Y
esa fábrica utiliza los cartones de otra vecina para hacer fibras. En este
polígono estamos todos apuntados a una especie de club de ventajas mutuas.
Pero no lo hemos inventado nosotros, ¿eh? La naturaleza siempre encuentra la
forma de utilizar un recurso que sobra. Los pajaritos a lomos de rinocerontes
les quitan los bichos, ellos comen y los otros no se rascan. Es algo así, pero en
redes más grandes donde todos ganan.
—¡Qué listos! Eso suena muy interesante. Mira, ¡si fuera joven me
dedicaría a eso!
—Sí, ¡es apasionante! Pero hay muchas más trincheras abuelas, y todas
por cavar. Lo más importante es la educación y la comunicación. Educar y
educar para que entendamos que estamos todos en el mismo barco y que
fuera es de noche, hay olas gigantes y el agua está helada. Y planificar bien,
con gobiernos que sepan lo que hacen, o que se dejen asesorar por gente que
sabe. Ahora todo el mundo habla de esto, es el tema de moda, pero ha de
hacerse bien y no dejar que se gaste el concepto, de tanto repetirlo como
papagayos. No sería la primera vez que pasa.
—¿Así que es el tema de moda? Vaya, pues yo no lo había oído. ¿Por
eso te entrevistan?
—Me entrevistan porque pertenecemos al selecto grupo de los pioneros.
Y porque hemos convertido este sistema en nuestra imagen de marca. Somos
abanderados.
Nos hemos lanzado mientras la materia prima aún no escasea y la
energía aún es bastante fácil de obtener. Y antes de que se empiece a cargar
el coste ambiental al precio de todo. Así cuando suceda, que sabemos que
será muy pronto, estaremos preparados y extraeremos lo necesario de
nuestros retornables, que estarán pensados para eso. Y como aún tardaremos
un tiempo en que la gente empiece a devolver los primeros retornables ahora
es el momento perfecto de empezar.
Sus ojos se iluminaron de orgullo. Se quedó callada un rato dando
pequeños sorbitos al café. Ni rastro de la nube de enfado e incomprensión… La
idea había calado. Y una vez calaba no había vuelta atrás, porque tenía una
240
lógica aplastante. Era una idea tan sencilla que una vez que la veías no
entendías cómo habíamos podido vivir rodeados de basura y, sobre todo, que
eso nos pareciera lo normal.
—¿Y vas a contar todo esto en la entrevista?
—Sí, pero con otras palabras más técnicas. Ecodiseño, análisis de ciclo
de vida, flujo de materiales, impacto ambiental, externalidades, residuos
estructurales, simbiosis industrial, Cradle to Cradle, Biomimética, Tasa de
Retorno de la Energía, GEI, servicios ambientales de la naturaleza, capital
natural, mitigación del cambio climático, paradoja de Jevons, energía gris o
incorporada, energía distribuida, nZEB, con “n” mayúscula o minúscula... La
idea tendrá éxito, pero es urgente que llegue a todos cuanto antes. Se ha de
explicar bien…
—Entonces cuéntaselo a ellos como me lo has contado a mí. Las
verdades de la vida a veces son tan evidentes para el que las ve, que las da
por sabidas por todos y la comunicación se vuelve imposible. A mí me pasa
con tu abuelo, nunca entiende lo que le digo. Explícaselo al periodista como se
lo has explicado a tu abuela. Y no te preocupes, que si veo que te lías te haré
gestos desde detrás de él. —Se levantó y fue a la nevera—. Y ahora desayuna.
Tómate el café que está muy rico.
Se hizo el silencio mientras saboreábamos nuestro café de Colombia y
nuestras tostadas con mantequilla de Irlanda.
—Así que “Los Retornables”, ¿ah? —Una sonrisita torcida apareció en
su cara.
—Sí, Retornables.
—Eso ya lo había cuando yo era joven —dijo levantando una ceja—,
llevábamos el envase retornable y nos devolvían 5 pesetas. Todo el mundo los
devolvía, un duro daba para mucho.
—Exacto abuelita…, si es que TODO VUELVE.
En el salón, mi abuelo seguía roncando suavemente.
241
VIDAS CIRCULARES Kandinsky
Y así es como acaba, volviendo a empezar. Deseando que en el último
momento encuentre la mochila que necesito llevarme a falta de 5 horas para
que salga mi vuelo destino a no me acuerdo del nombre, en Indonesia. Nada.
Ni rastro. Mi memoria y yo somos incapaces de establecer relación alguna para
estos casos; yo pregunto, ella obvia la pregunta y me dirige a sitios donde
nunca encuentro lo que busco. Se acabó; dejo de buscar. No tengo tiempo.
Cuando finalmente me decido a ir a comprar una mochila, mi memoria me
llama: toc toc… Wallapop. Búsqueda rápida a menos de 1km de casa: esta es
cara, esta es muy grande, esta no se ve bien…, me decido a probar suerte
entre dos anuncios:
—Hola, estoy interesado en tu mochila. ¿Sigue en venta?
Tic Tac Tic Tac. No responden, me pongo nervioso.
—Hola, sí.
—Fenomenal, ¿te viene bien ahora para verla?
—Mmmm, estoy fuera, ¿dentro de un par de horas?
242
—Mmmm, ok. Te veo en dos horas en la dirección que aparece en tu
perfil.
—Ok, ¡hasta ahora!
Vale, tengo mochila en dos horas y ningún margen de maniobra si no me
gusta la oferta, me deja tirado en el último momento, etc. Está bien, plan B:
preparo todo, lo meto en un par de bolsas y de camino puedo pasar a la tienda
por si me dejan tirado y…
—Hola, sí, sigue en venta.
Vaya, el segundo anuncio contesta. Probemos...
—¿Podría verla ahora?
—Sí, sin problema, pero no estoy en la dirección que aparece en mi
perfil. Te indico:
Pensamiento rápido en mi cabeza: genial, puedo ir ahora, vaya, no es
donde indica en el perfil y no me da tiempo… pero, ¿cómo? Pero esta
dirección…. yo, yo… ¡yo vivo ahí!
No podía creerlo, ¡me estaba indicando mi dirección! Me encuentro entre
la euforia y la desconfianza ante lo que estoy leyendo.
—Ok, pues en 10 minutos si te parece bien estoy allí.
—Genial, ¡hasta ahora!
Decido no comentar que vivo en el mismo edificio. Total, yo tampoco
tengo puesta la dirección exacta en mi perfil, ni siquiera mi nombre real y la
urbanización en la que vivo es enorme. A los 5 minutos bajo las escaleras y ya
estaba en el sitio indicado, en frente del portal principal para evitar
encontrarnos.
Apareció pocos segundos después y temí que me hubiera visto salir del
edificio, pero deseché la idea de inmediato. Llevaba la mochila colgada del
brazo izquierdo y me inspiró una ternura que nunca he conseguido describir.
Su tupida barba blanca, su camisa de manga corta con cuadros y sus enormes
gafas de pasta color marrón que le tapaban media cara le conferían un aspecto
entrañable. Caminaba distraído mientras cerraba las cremalleras de la mochila
y sacudía el polvo de la parte superior de la misma. Me llamó la atención en
primer lugar su enorme apariencia de hombre despistado y quizá por eso me
despertó tanta ternura, me veía fielmente reflejado en él cuando fuera mayor. A
continuación, la curiosidad de saber por qué alguien tan mayor usaba
243
Wallapop. Sí, es un prejuicio, quizá infundado porque nunca me he encontrado
a gente de más de 60 años en esa aplicación.
—Hola, le digo mientras veo que se dispone a pasar por delante de mí y
seguir caminando.
—Hola.
—La mochila… yo soy.
—¡Ah! Sí, ehh, aquí tienes.
En verdad, no tenía ningún interés por la mochila más que el
estrictamente necesario. Toda mi atención se centraba ahora en ese hombre y
saber como conoce la aplicación, por qué la utiliza, sus intereses, etc.
Me limito a comprobar que van las cremalleras, veo que tiene menos
capacidad de lo que necesito, pero no está del todo mal y pese al polvo que
tiene aún en la cubierta, por dentro está impecable. Precio razonable, por lo
que no pienso regatear, saco el dinero y cuando me dispongo a dar lo
convenido en el anuncio, me dice:
—Pero, ¿y ese dinero?
—Es el que pone en el anuncio, ¿no es correcto?
—¿Qué anuncio?
Mi cara debió de ser lo suficientemente impactante para sacarle de su
despiste porque alzó las cejas tanto que de repente sus gafas parecieron
mucho más pequeñas de lo que en realidad eran.
—El anuncio de la mochila que estaba en venta…
—No sé de qué me hablas hijo. Mi nieta me ha pedido que baje esta
mochila para un amigo, ¿no es acaso tuya?
¡Ahora todo me cuadra! Pues vaya con la nieta pensé, ni siquiera le dice
que la mochila es para comprar.
—El caso es que he hablado con su nieta para comprarle la mochila.
—Pues no me ha dicho nada del dinero, solo me ha dicho que le diera la
mochila a su amigo Javi que estaba esperando abajo, enfrente del portal.
¿Cómo? ¿Sabe mi nombre? ¿Pero quién es esa chica? Quiero que me
cuente más, todo me está empezando a resultar extrañamente raro. Me
impaciento, me pongo nervioso y titubeando le pregunto por el nombre de su
nieta. El hombre me mira extrañado.
—¿Pero tú no eres Javi, el amigo de Paula?
244
Paula, Paula, Paula…. ¿quién es Paula?
—Sí, sí, perdone, es que con tanto lío con lo del dinero me he
despistado por un momento. ¿Puede darle el dinero a Paula de mi parte?
—Claro, pero no me ha dicho nada de…
—Ya, ya, pero bueno, dígale que por las molestias.
—Está bien, como quieras. Bueno, ¡que la disfrutes mucho! ¡Adiós!
—Adiós. Gracias.
Me quedo esperando a que vuelva al edificio, pero ninguno de los dos
nos movemos en los siguientes, incómodos e interminables 10 segundos. Él se
despide nuevamente y entra por la puerta principal. Me invade la curiosidad de
ir tras él para ver dónde vive y saber quién es Paula, pero el miedo a que me
descubra y el poco tiempo que tengo para preparar la mochila e irme al
aeropuerto me impide hacerlo. Ya lo averiguaré a la vuelta, pienso mientras
intento hacer memoria de quién es Paula.
Mochila preparada, billetes, pasaporte, algo de dinero cambiado, la
dirección donde me alojo, ok, todo listo.
—Hola, ya estoy disponible, ¿quedamos para ver la mochila en 10
minutos?
¡Vaya! Me había olvidado del otro anuncio.
—Perdona, pero al final no estoy interesado.
—¡Qué pena! ¿Es por el precio? Es negociable.
—No, simplemente me corría mucha prisa y he conseguido otra. La
necesitaba ya porque me voy de viaje hoy mismo.
—Bueno, pues… ¡Buen viaje!
—Gracias.
Afortunadamente llego a la puerta de embarque a tiempo y cojo el vuelo
sin problemas. Ya en mi asiento, decido repasar las paradas de mi viaje, las
notas que tengo tomadas y los contactos que me han facilitado. El proyecto me
parece muy ambicioso, pero creo que es viable en un país como Indonesia. El
turismo sostenible está teniendo cada vez más cabida y consideración en
aquellas zonas que soportan una alta carga de visitantes y este país, aparte de
ser uno de los más poblados del mundo, aumenta anualmente el número de
turistas. Divagando en mi viaje y lo que tengo que hacer, en mi mente Paula va
245
y viene todo el rato, poniendo a prueba mi memoria una vez más, ¿de qué me
conocerá?
En tan solo quince días tengo cuatro visitas, cinco vuelos internos y un
sinfín de horas de sueño acumuladas, pero los objetivos de mi visita se ven
cumplidos y estoy satisfecho con el trabajo realizado. La gente ha sido
encantadora y los promotores del proyecto en los diferentes puntos en los que
va a tener comienzo tienen las ideas claras, un plan de acción definido y los
recursos necesarios para llevarlo a cabo. Vuelta a casa.
Después de no recuerdo las horas durmiendo, me decido a empezar a
deshacer el equipaje. Libro de notas, ropa, bolsa de aseo, más notas, portátil,
chanclas, un sobre…. ¿un sobre? No recuerdo ese sobre. Lo abrí a toda prisa,
tenía la corazonada de que el sobre era de Paula.
“Piojosa”, es lo único que pude leer en una pequeña tarjeta que había
dentro del sobre amarillo. ¿Piojosa? ¿Qué es esto? Dudé, pero mi esperanza
de que el sobre fuera de Paula para mí se desvaneció al segundo. Puede que
fuera de ella, sí, pero desde luego no iba dirigido a mí.
Tras varias semanas deambulando por mi casa, sin tener muy claro qué
hacer con ella y tras encontrar mi vieja y querida mochila, me decidí por vender
la mochila de Paula. Estaba en buen estado, pero el tamaño no era el que yo
necesitaba y el dinero me vendría bien para otras cosas. Hubo varias personas
interesadas sin llegar a decidirse, hasta que un día otra pobre alma despistada
como yo pareció tener bastante urgencia en comprarla. En menos de dos horas
estaba frente a mi casa y al ver la mochila y comprobar que estaba en buen
estado y a buen precio noté como se iba iluminando su cara. Miró
minuciosamente que cerraban las cremalleras, ajustó las asas, revisó las
costuras y finalmente cerramos el trato. Estaba entrando ya en el edificio
cuando…
—¡Perdona!
—¿Sí?
—Esto estaba en uno de los bolsillos interiores.
—¡Oh! Muchas gracias.
Mi comprador se marcha casi corriendo y yo me sorprendo a mí mismo
con el pulso acelerado sosteniendo entre mis dejos una fotografía tamaño
carnet boca abajo. Le doy la vuelta muy despacio, como si se tratara del
246
material más frágil del mundo. Efectivamente era una foto de una chica,
morena, con pecas, los ojos muy oscuros y la piel muy blanca… no la había
visto en mi vida. Ahora más que antes me invaden unas ganas incalculables de
averiguar quién es y por qué me conoce, pero… ¿acaso es Paula la chica de la
foto?
Tras varios días dudando sobre si escribirle o no, me decido a volver a
contactar con ella por la aplicación. Busco la conversación. Su Nick no da
ninguna pista sobre su nombre y tras escribirle un escueto “Hola” y esperar
más de 30 minutos delante del móvil, comprendo que no me va a contestar en
ese mismo momento. Sigo con mi vida y los días pasan con normalidad sin
respuesta por parte de Paula.
Una tarde, mi amigo Óscar me pide ayuda en la tienda. La tienda de
Óscar es un pequeño establecimiento de alimentación de venta a granel.
Según comenta siempre, la gente está cada vez más concienciada de la
necesidad de eliminar el embalaje de los productos, me gusta oírle hablar del
tema, Óscar es de esas personas que contagia entusiasmo a todos los que se
acercan a él, y transmite una energía tan fuerte que es imposible no dejarse
llevar por su discurso. Estábamos colocando los sacos de legumbres que
habían llegado, mientras Martín, el socio de Óscar, atendía a los clientes que
iban llegando. No me di cuenta hasta que, al levantarme de colocar el último
saco, de repente veo que estaba saliendo por la puerta alguien con la mochila
que había comprado y vuelto a vender.
No sabía muy bien qué hacer, así que decidí salir de la tienda y
comenzar a seguir a la persona que llevaba la mochila. Puede ser que sea otra
mochila, comencé a pensar mientras caminaba tras la chica que la llevaba. No,
imposible, esa marca ya no la fabricaban y la posibilidad de que hubiera dos en
el mismo barrio era remota. Camino a, no sabía dónde; me asaltaron un millar
de dudas, ¿qué estoy haciendo? ¿Por qué sigo a esta persona? ¿Por qué me
importa tanto esa mochila? Después de un rato caminando me encontré en mi
barrio de nuevo. Esa mochila tenía predilección por la zona, estaba claro. Tras
un lapsus inicial, identifico la plaza en la que me encuentro. La chica entró a un
portal pequeño y justo antes de entrar se giró y… nada, no es la chica de la
foto. Por detrás parecía ella, pero no. Se acabó, decido terminar con esta
locura, me di media vuelta y caminé hacia mi casa.
247
Paula no contestaba, en su perfil apareció como desconectada hacía
más de un mes, por lo que entendí que no tendría la suerte de conocerla y
saber de qué me conocía.
Tras los meses iniciales de incertidumbre, el proyecto de Indonesia
estaba funcionando, la gente se había implicado y comenzábamos ya a ver
resultados fructíferos. Una nueva visita me esperaba, otros quince intensos
días, y allí estaba de nuevo, luchando junto a mi memoria por encontrar el lugar
donde había guardado la mochila, sin conocer su lugar de escondite, sin saber
si quiera si la había prestado a alguno de mis amigos. Bueno, esta vez he sido
previsor y el vuelo sale al final del día, tengo tiempo de sobra de encontrar la
mochila. Nuevamente me planteo comprar una, pero viendo mi trayectoria con
la última adquirida vuelvo a mi fiel método de compra-venta. Allá vamos:
mochila a menos de un kilómetro de distancia: esta es muy grande, esta muy
pequeña, esta es muy cara, esta es la mía… ¡esta es la mía! Pero… ¿Cómo es
posible? Allí estaba mi mochila. Mismo precio, misma descripción y…. ¡mismo
vendedor!
***
¡Toma! Piensa mientras mira su móvil y le da un trago al batido de fresa
que se acaba de preparar. Lleva 3 meses intentando vender esas dos mochilas
y nadie se ha interesado por ninguna de las dos, y de repente, hoy, va a
deshacerse de ambas.
Paula no cabe en sí de la emoción, se apresura a preparar ambas
mochilas y le indica a su abuelo que, por favor, baje a darle la mochila a su
amigo Javi que está en frente del edificio. Ella irá a vender la otra mochila, a un
chico que, por lo que ve, le urge bastante la compra. Paula es morena, tez
blanca y con pecas. Trabaja cerca de casa de su abuelo por lo que intenta ir a
visitarle regularmente, aunque en verdad va menos de lo que le gustaría.
Esa misma tarde ha quedado con sus amigos para preparar el viaje del
fin de semana, Javi necesitaba una mochila y ella decide prestársela y venderla
después. Mientras prepara la otra mochila para el comprador con el que ha
contactado, su abuelo vuelve y le entrega cuarenta euros.
—Pero, ¿y este dinero?
—Tu amigo ha insistido por las molestias.
—Ok, ¡gracias abuelo!
248
Habrá querido comprar la mochila, reflexiona Paula, mientras prepara
rápidamente la otra mochila para el comprador que acaba de contactar. Paula
baja corriendo las escaleras y con las prisas se le cae el móvil. Lo recoge
corriendo, cruza la urbanización y sale a la calle. Nadie. Ha llegado algo menos
de diez minutos tarde, puede que aún no haya llegado, piensa mientras saca el
móvil del bolsillo para escribirle. ¡Vaya! Piensa Paula al ver la pantalla apagada
y ver que su móvil no enciende. Tras más de media hora esperando, Paula
sube a su casa, su buena suerte parece haberse visto truncada.
Por la tarde se reúne con sus amigos y al llegar Javi, este se disculpa
apresuradamente:
—Perdona Paula, imposible pasarme esta mañana para la mochila. Un
jaleo. Te he llamado, pero me salía apagado.
—Pero… ¿No te ha dado mi abuelo esta mañana la mochila?
—Eh, no, no he podido ir.
Paula cuenta la historia a sus amigos y entre risas, llegan a la conclusión
de que se han cruzado ambas mochilas. Afortunadamente ambas son iguales y
tras planear el viaje, Paula le entrega la otra mochila a Javi. Pasan las
semanas y entre viajes, compromisos y trabajos, Javi olvida darle la mochila a
Paula. Tras varios intentos fallidos, Paula consigue de nuevo la mochila y
decide probar suerte de nuevo. En su nuevo móvil, las fotos se ven mucho
mejor, esta vez tendrá más suerte… ¡Anuncio publicado!
Y así es como acaba, volviendo a empezar.
249
VIDAS DANDO VUELTAS Circular Writer
Ruidos mecánicos ensordecedores, movimientos frenéticos sin parar, y
olor a metal recién fundido. Los techos de los pabellones eran
asombrosamente altos, y siempre había una temperatura más elevada de lo
normal; en cualquier estación del año, aunque en verano se volvía
insoportable. Muchas maquinarias de formas monstruosas estaban repartidas
por toda la fábrica, sus funciones no quedaban claras al observador inexperto.
La gente que trabajaba allí parecía de una raza extraterrestre. Siempre
llevaban trajes y máscaras de protección, para que no ocurrieran accidentes
cuando trabajaban con el calor o durante cualquiera de sus tareas en la planta.
El trasiego paraba solo unas horas al día, para poder refrescar los mecanismos
y cumplir con las normas de seguridad: vigilar, proceder con la manutención…
Pero el día siguiente se empezaba de nuevo, con ritmos que parecían aún más
apremiantes.
Podría no parecer el sitio más indicado para nacer, pero así les ocurrió a
dos gemelos, a los cuales nadie hubiera podido distinguir por su aspecto: la
única diferencia entre los dos eran sus nombres, diferentes únicamente por la
250
letra final. No llevaban mucho tiempo allí, pero esa planta es todo lo que habían
tenido ocasión de conocer durante su vida hasta aquel momento. Nunca se les
permitía salir de la fábrica, porque todavía no se les creía listos para
enfrentarse a los peligros del mundo fuera de esos portones. De todas formas,
tenían a Javier “El Padre de Familia” y a Rafa “Mano Precisa”, los encargados
de organizar las cajas de tornillos que se enviarían a los clientes de la
empresa. Ellos los cuidaban cada día, casi como si fueran sus padres de
verdad. Los empleados de la fábrica se desahogaban. Hablaban de sus vidas
privadas, de sus familias, de historias que les contaban amigos en la
cervecería, y anécdotas sobre su trabajo en la fábrica.
Los dos gemelos pasaban los días observando el trabajo en la planta,
saboreando cada momento en un lugar tan familiar; los movían de un almacén
a otro para que no estuvieran en medio, sin ocupar demasiado espacio y sin
molestar a los obreros. Les gustaba imaginar dónde acabarían sus vidas, y a
qué función estarían destinados. No tenían grandes ambiciones, pero les
hubiera gustado poder hacer bien su trabajo y contribuir al “bienestar de la
sociedad”. Muchas veces habían escuchado esas palabras pronunciadas por
Javier, que era el que más se implicaba en cosas políticas. Siempre añadía:
“da igual el papel que desempeñes, da igual si eres un obrero o un manager de
alto rango: todos somos piezas de una gran maquinaria, y con que lo estés
haciendo bien y al máximo de tus posibilidades, seguramente estarás
contribuyendo activamente al bienestar de la sociedad”. Y fue así como llegó el
día en el que empezó la aventura de los dos gemelos en el mundo fuera de la
fábrica. Junto con unas cuantas cajas de las confeccionadas por Javier y Rafa,
fueron llevados a otro lugar, sin ni siquiera la posibilidad de despedirse de sus
amigos de toda la vida. Pero algo pasó que ellos nunca se hubieran esperado.
Los hombres del camión que se los llevaron decidieron separarlos y destinarlos
a sitios diferentes.
• La historia de 0D1530 - A
Yo bajé después de unas cinco horas de recorrido en la obscuridad. Lo
que vi justo fuera del camión me dejó muy sorprendido, porque si bien se
trataba de una fábrica, y a pesar de que parecía tener algo en común con la
planta en la que estaba antes, en este caso la estructura presentaba algunas
diferencias. Para empezar no tenía chimeneas tan altas y no salía de ella un
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aire tan caliente. Los empleados no llevaban máscaras tan raras ni trajes tan
pesados. Todos parecían ir de prisa y algunos llevaban muchos papeles en los
que apuntaban informaciones que debían de ser de la máxima importancia.
Según entré en mi nueva casa, vi una serie de miles y miles de máquinas muy
extrañas, la mayoría de ellas blancas con ventanas circulares y obscuras justo
en el centro, con botones y ruedas en la que parecía ser la cabeza de cada uno
de esos monstruos de lata. No entendía muy bien lo que eran, pero la cantidad
de ejemplares en esta planta me dejó completamente desconcertado. ¿Dónde
hubiera acabado ese ejército de máquinas?, y, ¿de qué forma hubieran
contribuido al “bienestar de la sociedad”?
Aunque estaba triste por no haberme quedado con mi hermano, y a
pesar de algunos momentos de desorientación debida al entorno tan particular,
también me sentía muy emocionado por imaginar los nuevos amigos que
encontraría en mi nueva casa: mi nueva familia. Decidí quedarme observando
lo que pasaba en la fábrica para intentar entender cuál sería mi papel en ella.
Lo que destacaba de forma particular eran unas larguísimas cintas negras que
serpenteaban por todo el edificio.
Se ramificaban y volvían a juntarse en varios nudos, y los obreros en
medio cogían piezas y las unían en tiempos record, cada uno con gestos
repetidos varias veces, siempre iguales y rápidos. Mirando bien en los ojos a
los obreros, se les notaba fríos y aburridos, pero siempre rápidos, intentando
mantener el ritmo que les imponía la cinta. Mi permanencia en la planta no duró
mucho, y de hecho no llegué a conocer a nadie. No encontré a otro Javier
“Padre de familia” o a otro Rafa “Mano precisa”. Sin ni siquiera decir una
palabra, me hicieron entender que mi tarea estaba relacionada con esas
mismas máquinas que me inspiraban tanta inquietud.
Después de pocas semanas vinieron a la fábrica unos hombres con
trajes y gorras rojos, para llevarse a algunos de esos raros soldados
mecánicos. También decidieron cogerme a mí y cargarme en un camión como
el que nos sacó a mi hermano y a mí de nuestra casa. El viaje no fue
particularmente agradable, ya que conducían bastante rápido y tampoco me
gustaba la obscuridad absoluta del remolque. El camión se paró, abrieron las
puertas y bajaron una por una las máquinas blancas envueltas en plástico y
protecciones para que no se dañaran durante el transporte.
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Lo que vi al salir de allí no lo voy a olvidar nunca. A través de unas
grietas en la caja me di cuenta de que estábamos ante un edificio muy grande,
y casi completamente rojo. Tenía grandes cristales en la fachada principal y
una gran inscripción blanca, que no conseguía leer desde mi posición. Creo
que los hombres rojos y yo entramos por una puerta secundaria, accediendo a
lo que me parecía ser un almacén. Había muchas máquinas envueltas en cajas
de cartón o en plástico y algunas personas con sudaderas rojas contándolas y
tomando notas, probablemente haciendo el “inventario” —me acuerdo de que
Rafa y Javier hablaban de ello de vez en cuando.
“Dejadlas ahí”, soltó uno de ellos hablando con los dos repartidores
rojos. Un par de sudaderas rojas abrieron la caja y me acompañaron a otra
parte del edificio. Se trataba de una zona completamente diferente de la
anterior, no tanto por el tamaño, sino por su organización. Mirando hacia
cualquier lado se podía ver una cantidad ingente de máquinas dispuestas en
filas y cada una con unos carteles de identificación. Si en la fábrica había
pensado que estaba ante un ejército, en aquella situación me di cuenta de que
había enteras poblaciones de cualquier tipo de artilugio mecánico y eléctrico.
Lo que más me extrañó fue que algunos de ellos tenían nombres iguales: había
varios “€259,99”, muchísimos “€319,99”, y algunos “€529,99”… No pude evitar
preguntarme si ellos también fuesen parientes, lo que me recordó a mi
hermano. Lo echaba mucho de menos y esperaba que estuviese bien, y que
cuidaran de él.
Tras un par de horas, los empleados con sudaderas rojas abrieron unas
puertas automáticas de cristal, por las que entraron flujos interminables de
personas. Todos andaban por el edificio mirando, comentando, indicando una y
otra cosa. Algunos se las llevaban, otros simplemente seguían paseando y
echando vistazos a algunas secciones. Yo me quedé allí, con la lavadora a la
que se me había asignado. Nadie me hacía caso, pero muchos se paraban
ante un cartel que los empleados habían puesto justo delante de mí. “Oferta”
ponía el cartel, con una descripción de las capacidades de la lavadora. La
llamaban “€199,99” —a lo mejor era un apodo—. Muy a menudo los que leían
el cartel llamaban a una sudadera roja para preguntarle algo. A veces la
conversación acababa con ellos yéndose del edificio con una hoja que ponía:
“Entrega gratuita en 2 días”.
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Mi experiencia en el edificio rojo no duró mucho; de hecho, tras menos
de una semana llegó otro camión y los repartidores con traje rojo se me
llevaron otra vez. Casi me había acostumbrado a todos esos viajes en la
obscuridad, pero nunca llegaron a ser agradables. Cada vez abandonaba un
sitio con la esperanza de encontrar a una familia, o de poder “contribuir al
bienestar de la sociedad”, como siempre repetía Javier. Esta vez, al salir del
remolque, vi un edificio que nunca había visto antes. Se trataba de una
estructura mucho más pequeña, con un techo inclinado y paredes coloradas.
Alrededor de ella, noté algo que nunca había visto antes: unos mechones
verdes surgían del suelo, todos con la misma altura.
Los repartidores con el traje rojo golpearon a la puerta del edificio y les
abrió una mujer que me acordaba de haber visto en el edificio rojo: era una de
las personas que habían indicado la lavadora “€199,99”, a la que me habían
asignado en la fábrica. Nos invitó a entrar y los repartidores me dejaron en un
cuarto muy pequeño, donde lo primero que noté fue un fuego encendido justo
encima de una placa negra. Me recordaba las llamas que observaba con mi
hermano en la fábrica. Me dejaron en un rincón con la lavadora, enchufaron un
par de cables y le explicaron brevemente a la mujer las funciones de la
“€199,99”. “No pierda la garantía, y acuérdese de que vale un año a partir del
día en el que se ha realizado el pago”, dijo uno de ellos. Se fueron sin
despedirse de mí, y me quedé allí, cuidando la lavadora.
No voy a mentir: tenía la percepción de que me quedaría en ese edificio
durante un tiempo. Estaba un poco desorientado, pero también me sentía
emocionado porque a lo mejor había por fin encontrado mi nueva casa.
Pensaba que había llegado mi momento de “contribuir al bienestar de la
sociedad”.
Y ahora me doy cuenta de que estaba equivocado. No acabo de
entender qué hice mal, pero las cosas no fueron como me esperaba. Sí, por un
lado, es verdad que durante unos meses parecía que todo funcionaba
correctamente. La lavadora no tardaba mucho en limpiar la ropa que tragaba
en ese misterioso agujero obscuro. Pero tras 8 meses empezó a intensificarse
el ruido que antes casi no se escuchaba. La señora Carmen empezó a
quejarse y a “sentirse estafada”. No estaba seguro de lo que significaba, pero
no debía de ser algo positivo. Llamó un par de veces a unos “técnicos del
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mantenimiento, y de hecho la lavadora parecía volver a funcionar. No obstante,
después de una semana más o menos ya empezaba de nuevo el problema, e
incluso un día se inundó la habitación porque salía agua de la lavadora. Yo no
sabía que hacer, y ninguno de los dueños estaba en casa. Según abrieron la
puerta de ese cuarto se echaron las manos a la cabeza, y no parecían
contentos. “¡Estoy harta ya!”, dijo Carmen dirigiéndose hacia el teléfono, “ahora
llamo a estos ineptos para que la sustituyan. No funciona, es defectuosa, te lo
he dicho un millón de veces al menos.”
Los días siguientes nunca se borrarán de mi memoria. Los hombres con
el traje rojo vinieron a casa de Carmen y ella les echó una bronca de
proporciones inimaginables. Mientras uno intentaba calmarla, el otro me cogió
junto con la “€199,99” y nos sacó fuera de la que creía ser mi casa. Nadie me
hizo caso, me pregunté si era por mi culpa. Igual fue porque estaba lleno de
polvo, igual no había cumplido con la misión que me habían asignado, igual
estaban enfadados conmigo. El viaje en la obscuridad esta vez se volvió
insoportablemente largo. No sabía que sería mi último viaje. El camión
ralentizó, y a través de una grieta en las puertas del remolque entraba un olor
muy raro. Más avanzábamos, y más fuerte se volvía el olor. De repente se
abrieron las puertas del camión y me di cuenta de que no estábamos
solamente la lavadora y yo en el camión, sino que también había muchas otras
máquinas. El suelo empezó a inclinarse y el contenido del remolque empezó a
deslizar hacia las puertas del portón. No pude hacer nada para evitar caerme
fuera del camión con la lavadora. Aterrizamos en un sitio que no reconocía:
parecía una montaña de metal y plástico, de varios colores. Todo parecía
sucio, y en general no olía bien para nada. El camión cerró los portones, el
remolque volvió a su posición originaria, y las ruedas se pusieron en marcha.
Lo vi irse, dejarme allí en medio de la nada, sin una palabra, sin un saludo. El
tiempo pasaba: días, meses, años.
Ahora sigo viviendo aquí, he abandonado la idea de que alguien se
acuerde de mí. No sé como sigo sobreviviendo. De hecho, no sé si esta se
puede considerar una existencia digna. Pero lo que más me duele es el hecho
de que nunca voy a entender lo que quería decir Javier por “contribuir al
bienestar de la sociedad”. Nunca tendré la suerte de ver de nuevo a mi
hermano. Y mirad, ahora. Ya llega otro camión, ya se está inclinando el
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remolque, ya se caen encima de mí y de la “€199,99” otras máquinas, otro
metal, otro plástico. Y ahora ni siquiera un rayo de luz ilumina la obscuridad en
la que estoy condenado a seguir existiendo, desde hace años, solo.
• La historia de 0D1530 - B
Yo tuve que esperar más tiempo para ver la luz de nuevo, en un sitio
totalmente desconocido y muy diferente de lo que consideraba como mi casa.
Detrás de los hombres que abrieron las puertas del remolque apareció un
edificio con una fachada muy agradable, blanca con un toque moderno. Estaba
dividido en varias alas; una en particular llamaba la atención por su forma
peculiar: se trataba de una esfera que contenía oficinas. Una bola de cristal en
la que no solamente se podía ver desde fuera, sino que también desde el
interior cualquiera podía ver una amplia panorámica de los alrededores. Estaba
rodeada por varios tipos de vegetación, cuyos orígenes no parecían
autóctonos. Se podía ver a los empleados trabajar en grupos dibujando formas
raras inclinados sobre unos papeles. Un cartel justo delante de ese edificio
destacaba por la letra, sencilla pero muy grande. En el ponía: “Imitando la
naturaleza para soluciones sostenibles.”
Había llegado el momento de entrar. Dos hombres ayudados de unas
carretillas elevadoras transportaban las cajas de materiales desde el camión
hasta el almacén. Un hombre con un traje muy colorido puso su firma en los
papeles de entrega y me acompañó por unos pasillos luminosos. De
maquinarias monstruosas, hasta ahora, ninguna señal. Llegamos a la
habitación con forma esférica, y el señor que llevaba el traje colorido me dejó
con los empleados que seguían concentrados en esos papeles. “A ver si esta
vez corresponde a lo que me habíais pedido…”, soltó con ironía y una media
risa. “Venga, echadle un vistazo, acaba de llegar el nuevo”. Todos se dieron la
vuelta y se me acercaron. Se miraron unos a otros y empezaron a sonreír con
complicidad. “Es él”, declaró uno de ellos. Déjanos uno momento y a ver si
acabamos con el prototipo para enseñártelo”.
Pivoté de uno a otro y me analizaron desde más cerca, con un interés
sincero que antes nadie me había dedicado. Rellenaban hojas con mis datos,
apuntaban códigos y fórmulas, y una parte del equipo se separó de los demás
apartándose en un rincón. Justo después, sacaron unas cuantas piezas de una
caja que estaba en medio de la habitación. Empezaron a juntarlas con unos
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tornillos recién desenvueltos del pedido que acababa de llegar. Otros grupos
seguían trazando formas raras y hablando de los “bancos de Oncorhynchus
mykiss”, de su capacidad de “interactuar con otros vórtices y aprovecharse de
su energía para moverse”, y de cómo se podían reducir los “kilovatios por
hora”. Al final, yo también tuve que colaborar para que el proyecto saliera bien.
El resultado fue una máquina bastante grande, con cuatro ojos transparentes
en el centro y varios botones en la que me parecía ser su frente.
Volvió el hombre con el traje colorido tras unos cuantos días de trabajo
intenso por parte de todos los empleados. Por fin pudo empezar la
demostración. Mientras la maquinaria emanaba un ruido de fondo y empezaba
a moverse algo en su interior, unos miembros del equipo de “Eco-design” —o
eso estaba escrito en la identificación que llevaban colgada al cuello—
explicaban que “el ahorro energético sería considerable”, que “la durabilidad del
conjunto incrementaría en un 250%”, y para terminar, que “se trata de una
multi-lavadora muy fácil de desmontar, y que por ello arreglar o sustituir cada
pieza no hubiera representado ningún problema”. Ahora era el momento de
pasar a la acción. No entendía muy bien todos esos discursos, pero el
entusiasmo que transmitían los diseñadores me hacía sentir orgulloso. Estaba
siendo parte de un proyecto que posiblemente contribuiría al “bienestar de la
sociedad.”
Después de varios meses, una vez organizada la planta productiva,
adoptado el design, arreglados un par de bugs, y testada la idea varias veces
con el mismo ruido de fondo, se pudieron almacenar los primeros productos
completados. Me encomendaron que cuidara de la Lavadora Cuádruple “B-
827”, destinada a una comunidad en la zona de Argüelles, Madrid. El contrato
de alquiler era provisional, con una duración de dos meses, ya que, al ser un
producto nuevo, la presidenta de la comunidad quería probarlo antes de firmar
el alquiler anual. Pero el hombre con el traje colorido —que, por cierto, ese día
llevaba una camisa más elegante porque era el día de lanzamiento de la Lx4
(así la llamaban en breve en las oficinas) — dijo que “seguramente querrán
prolongar el contrato, una vez que vean la primera factura de la electricidad y
del agua”. Un camión cargó unas cuantas lavadoras y las repartió entre varias
comunidades, hasta que al final llegó a Argüelles, en una calle pequeña, que
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parecía pertenecer a un tal “Benito Gutiérrez” —o al menos eso ponía en la
placa.
Los repartidores movieron las dos Lx4 al sótano de la comunidad, bajo la
supervisión de una mujer muy elegante que declaró ser la presidenta de la
Comunidad. Iban acompañados por uno de los diseñadores de la fábrica, que
explicó a la mujer todas las funciones de la Lx4. Ella, por su parte, convocó una
reunión de toda la comunidad para que se organizaran, y decidieran las reglas
de forma conjunta para utilizar las nuevas lavadoras. La señora elegante
explicó como funcionaba cada botón y modalidad de la lavadora, y especificó
que había que seguir las indicaciones de la empresa. “Acordaos todos que no
es de propiedad de la comunidad, sino que la estamos alquilando, entonces, si
por un lado es cierto que tenemos que cuidarla con particular atención, también
es verdad que es nuestro derecho señalar cualquier fallo técnico que pueda
tener, así los señores de la empresa se encargarán de venir cuanto antes para
arreglar lo que se haya estropeado”, concluyó la presidenta cerrando la
reunión.
Los dos meses pasaron sin ninguna complicación, y los empleados de la
compañía de las Lx4 pasaban una vez cada dos semanas para verificar el
estado de las máquinas y registrar datos de funcionamiento. Yo estaba
particularmente contento esos días, porque me dedicaban atenciones
especiales, y me limpiaban y se preocupaban por mí. Al final del contrato, de
común acuerdo, la comunidad decidió renovarlo, y quedarse al menos otro año
con las Lx4. Los que tenían lavadoras antiguas acordaron con la empresa que
podía quedárselas, así como con los materiales de los que estaban
compuestas. A cambio recibieron vouchers que los eximían de pagar el alquiler
durante unos meses.
Las visitas de mantenimiento se redujeron a una vez cada dos meses,
salvo algunas veces, en las que se les llamaba para resolver unos problemas
pequeños (que en realidad muy a menudo se debían a malos entendidos de
algunos inquilinos de la comunidad). A veces sustituían piezas oxidadas, e
incluso un día tuvieron que llevarme a la fábrica con la B-827 para cambiar el
motor de rotación de la cesta número 3. Sólo tardaron 5 días en arreglarlo, y
me alegré mucho de ver de nuevo a algunas caras conocidas.
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Por un lado, echaba de menos a Javier “Padre de Familia”, a Rafa
“Mano precisa”, al hombre con el traje colorido, a los eco-diseñadores y
especialmente a mi hermano; por el otro, me sentía acogido en una nueva
familia, e iba conociendo cada vez más las vidas de las personas que usaban
la Lx4. Descubrí que la presidenta de la comunidad se llamaba Rosario, que
tenía dos hijos y que trabajaba como abogada cerca de Ópera. Varias veces
acababa discutiendo de algunos casos por teléfono mientras cargaba la
lavadora en la habitación del sótano. Uno de sus hijos debía ser pequeño,
porque muy a menudo traía baberos manchados de papilla. Su marido era
seguramente médico, porque de vez en cuando aparecía una bata en la
lavadora.
El señor Diego era un hombre mayor, ya jubilado. Era un ex-ingeniero
que en realidad no había dejado nunca de amar su trabajo. Esto lo sé porque,
siempre que pensaba que no le estaban mirando, intentaba desmontar las
lavadoras o meter la cabeza en los agujeros donde estaban las cestas para
entender como funcionaban las Lx4. Siempre se quedaba sorprendido de lo
fácil que era desmontar y remontar la lavadora, “¡no como esos demonios
inasequibles de cuando yo era joven!”.
Tampoco me podré olvidar nunca de Ana y Rocío, dos gemelas de 14
años muy divertidas y vivaces, que se sentaban en el sótano durante los meses
de verano, haciendo sus deberes o cotilleando sobre los chicos populares de
su instituto. Esperaban a que terminara el programa de la lavadora, a veces se
traían el ordenador con la música y cantaban juntas, imaginando convertirse en
cantantes famosas de mayores. Ellas me gustaban de forma particular porque
me recordaban a mi hermano y a mí; y me preguntaba dónde estaría en ese
momento, esperando que estuviese bien, con gente que lo cuidara como
hacían conmigo.
De todas maneras, durante mis años de permanencia en la comunidad
de la Calle Benito Gutiérrez conocí a estas y a muchas otras personas con las
que compartí muchos momentos. No obstante, mi historia no termina en esta
calle. Un día se decidió sustituir a las Lx4 por otras lavadoras más eficientes, y
los repartidores volvieron para llevarme de nuevo a la fábrica del hombre con el
traje colorido. Me asignaron a otras lavadoras, a otros barrios, a otras
comunidades. Conocí a muchas personas, y creo que he ido descubriendo lo
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que Javier entendía por “contribuir al bienestar de la sociedad”. Todos me
trataron con mucha amabilidad, y creo que el hecho de que mi vida haya
durado tantos años se debe a ello en particular.
Los de mantenimiento han venido muchas veces en este período, y se
han fijado en mí con atención particular. El viernes de la semana pasada
volvieron para sustituir “unas piezas defectuosas” a media tarde, y yo me fui
con ellos. “Como para todas las cosas de este mundo”, o al menos eso es lo
que seguía repitiendo Don Diego de mi primera comunidad en Benito Gutiérrez,
“un día llegará mi fin también, y no le tengo miedo, porque sé que desde el
mundo he venido y al mundo volveré. Lo importante es que haya dejado algo
más de lo que había antes de que yo existiera”. De esa última parte estoy
particularmente convencido. No sabría como explicarlo, pero creo que no he
sido solamente un trozo de metal. Creo que durante mi existencia he dado la
posibilidad a varias familias de lavar su ropa, a comunidades enteras de
ahorrar energía, y de contaminar menos el medio ambiente. Creo que he
demostrado que un tornillo cualquiera puede contribuir al bienestar de la
sociedad: es suficiente que me limpien un poco, que me aprieten si hace falta y
que no me abandonen a la primera dificultad. Ahora ha llegado mi momento
también. Lo sé porque he vuelto a casa, a la fábrica donde todo empezó. Es
muy diferente respecto a la última vez que la vi hace unos cuantos años: ahora
no emite tanto humo de las chimeneas, Javier y Rafa no se quejan de todo
como antes, e incluso me pareció entrever un premio por ser la “Fábrica de
Tornillos más Circular de España - 2025”.
Hubiera deseado ver a mi hermano también, pero no he tenido tanta
suerte. Espero que siga teniendo la posibilidad de cumplir con sus misiones y
de ayudar a mucha gente para que laven su ropa, preparen su comida, o se
muevan por las carreteras con los coches eléctricos que están de moda ahora.
Yo, por mi parte, estoy contento con la existencia que he tenido, y sé que no
acaba todo aquí. Sé que una parte de mí, la materia que me compone, al
menos podrá seguir sirviendo de algo. Probablemente voy a ser otro tornillo,
ojalá pudiera convertirme en uno de estos modelos chulos como el C1RC -
U74R o el 3C0 - FR13ND. Pero no me importa tanto: sé que, si tendré bastante
suerte como para acabar en las manos de unos humanos respetuosos con
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nuestro planeta, seguramente podré cumplir con cualquier misión se me
encomiende, durante mucho, muchísimo tiempo.
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AGRADECIMIENTOS
La Fundación para la Economía Circular quiere agradecer sinceramente
su participación a todas las personas que, aportando desinteresadamente su
trabajo y su arte, han hecho posible esta publicación.
A todos y cada uno de los autores de este I Certamen de Relatos, por
regalarnos unas maravillosas historias.
A los miembros del Jurado de los premios, Clara Navío Campos,
Lourdes Picó Martínez, María Pérez Fernández, Rafa Ruíz Peña, y Luis
Guijarro García.
A Francisco Fernández Ortega, por su entusiasmo y compromiso
durante todo el Certamen.
A María Pérez Fernández, por su ayuda en la revisión de los relatos más
votados por los miembros del Jurado y que aquí se recogen.
Y, por supuesto, también a toda la gente que nos brinda a diario su
apoyo, ya sea individualmente o a través de las entidades a las que
pertenecen, para continuar trabajando a favor de la economía circular.