Chapoñan Pingo Julia
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LA CENICIENTA
Había una vez en Sol de Mayo un señor
viudo que tenía una hija muy linda.
También era dueño de una gran
estancia, con muchos potreros llenos de
animales y sembrados de trigo, maíz,
girasol y soja que le hacían ganar mucho
dinero.
Él estaba muy triste por haber perdido a su esposa y triste veía
también a su hermosa criatura. Entonces resolvió volver a
casarse, para que su hogar fuera alegre nuevamente.
Buscó novia y encontró a una señora muy fina y elegante que
era viuda como él y tenía dos hijas. Pronto se casaron y para la
jovencita sin madre la vida cambió totalmente. La señora fina
y elegante se volvió una mandona llena de rezongos, sus dos
hijas eran dos inútiles insoportables
y feas, además.
La pobre chica debió ocuparse de
todas las tareas de la casa- su papá
tenía tanto trabajo con el campo que
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ni tiempo tenía de darse cuenta de nada- y la madrastra en
su presencia se hacía la dulce, pero en cuanto se daba vuelta
empezaba a los gritos: -¡Vamos, a cebarnos el mate a la cama!¡A
pasar la aspiradora!¡Hay que planchar!!¡Échame aire que me
muero de calor!¡Limpia la pileta que queremos nadar!¡Téjenos
un pulóver!¡Cósele el dobladillo a los jeans de las chicas!¡Dale de
comer a las gallinas!¡Atá los perros!¡ Regá el jardín!¡Anda al
almacén!¡Prendé la salamandra!¡Este mediodía quiero comer
carne a la parrilla!¡Y esta noche también!
La muchacha corría de aquí para allá todo el día, desde el
amanecer hasta la noche. Entre tanto humo de la parrilla y
cenizas de la salamandra, se cubrió toda de un polvillo gris, así
que las otras tres no tuvieron mejor idea que ponerle de
sobrenombre CENICIENTA.
De ahí en adelante no tuvo otro nombre
que ése ni otra ocupación que la de
trabajar en la casa sin descanso. Nunca
más pudo andar a caballo, tocar el piano,
juntar margaritas, mirar la tele.
Una tarde llegó a la estancia una
invitación para un baile. Según parece,
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la había mandado con el veterinario el Príncipe de La
Blanqueada, que andaba buscando novia y quería elegirla entre
las chicas de las estancias. Sus padres, los reyes, conocían a todos
los vecinos de la zona y mandaron tarjetas para cada una de
las muchachas casaderas. La madrastra no sólo escondió la que
venía a nombre de Cenicienta en la troja del maíz, sino que
inmediatamente le ordenó a ella que les cosiera los vestidos
para la fiesta.
Se hizo traer las mejores telas de Buenos Aires, además de
plumas, flecos, lentejuelas y tres abanicos grandes como la cola
de un pavo. También una dama Juana del perfume más caro,
una revista de peinados, dos de modas y tres sobre dietas para
adelgazar. (Tanto asado las había puesto como elefantas a ella y
a sus hijas).
A Cenicienta se le sumó más trabajo: hacer comida especial,
aprender peluquería y coser los modelitos complicados que
eligieron, con un montón de pretensiones, las tres mujeres.
Para colmo, la malvada madrastra se encargó de hacerle saber
que ella no estaba invitada ¿Quién podía ser el tonto que
quisiera que una sirvienta, toda llena de ceniza, fuera a
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semejante baile de lujo? Llegada la fecha del baile, las señoras de
la casa se prepararon con todo cuidado.
La madrastra de Cenicienta rogaba que el Príncipe de la
Blanqueada eligiera a una de sus hijas. Después se ocuparía de
conseguirle a la otra un buen candidato. ¡Ya se veía de visita en
el palacio, comiendo palmeritas con la reina y escuchando
tangos con el rey! Sus hijas, mientras tanto, se peleaban entre
ellas por posible novio, cacareando como gallinas. Cenicienta
corría para todos lados tratando de que quedaran prolijas.
(Lindas no lucirían jamás porque no solo eran malas y egoístas
sino bastante fuleras).
A la tardecita salieron para La Blanqueada, a la estancia del
príncipe. Iban las tres tan arregladas, que parecían tres
paquetes de regalos, llenas de brillos y moños. Cuando llegaron
a la tranquera no lo podían creer. Toda la entrada tenía
guirnaldas con luces de colores colgadas de los eucaliptos.
Había al fondo, junto a la casa, una carpa enorme. A un costado
los asadores repletos de carne y unas mocitas muy simpáticas
que convidaban con choripanes. Sobre un palco estaba la
orquesta, todos los músicos usaban pantalón negro con camisa
dorada y zapatos blancos, el colmo del refinamiento. Tocaban
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con entusiasmo valses vieneses y chamamés mientras un
montón de parejas le daban al baile, levantando polvareda con
las alpargatas.
La madrastra de Cenicienta y sus hijas se acomodaron en un
banco de madera, a esperar que el príncipe de La Blanqueada
apareciera y eligiera novia…
Allá en la calle ancha de Sol de Mayo se había quedado
Cenicienta, mirando con tristeza cómo se alejaban hacia la
fiesta las tres mujeres que tan mal la trataban ¡Estaba muy
cansada! Las primeras estrellas ya venían saliendo atrás de la
escuelita y ella tenía tantas ganas de llorar que se le hacían en
los ojos nubes de lágrimas.
Despacito, despacito se fue yendo hasta la casa, juntando una
cosa allá y otra por acá. Sabía que cuando regresaran del baile,
su madrastra e hijas le harían la vida imposible… En eso de
ordenar estaba cuando algo se le
apareció de golpe: la silueta de una
señora de pelo gris y anteojos
redondos, vestida con remera,
pantalones, con un poncho sobre
los hombros porque la noche venía
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fresca y…¡Una varita mágica con forma de espumadera en la
mano derecha!
Cenicienta abrió los ojos como platos y la boca de igual forma,
tan grande, que un bichito de luz casi se le acuesta a dormir
entre las muelas. Escuchó que la dama decía, sonriendo con
dulzura:
-¿Por qué esa carucha ?¿Tenéis ganas de ir al baile, verdad?
Ánimo, acá estoy yo para ayudarte.
-¿En serio? ¿Cómo? -respondió asombrada Cenicienta.
-¡Con mis súper poderes mágicos, bebé!¡Soy tu hada madrina! –
y al mismo tiempo que lo decía, el hada hacía
¡PATAPÚFETEPOM!
Y de la nada salía una moto espectacular conducida por un
motoquero simpático, todo vestido de cuero negro.( En realidad
la moto estaba hecha con una carretilla vieja y el motoquero
era un perro transformado).
-Súbete a mí a mi moto nena, súbete ya. No tengas miedo,
nena, todo es rock. Vamos volando, nena, esto es pasión.
(Cantaba el motoquero, haciendo globos con un chicle al mismo
tiempo)
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-¡Pero así vestida no puedo ir ni hasta la otra tranquera!-se
afligió Cenicienta.
Entonces el hada hizo con la varita nuevamente
¡PATAPÚFETEPOM! Cenicienta volvió a tener el pelo brillante
como en las publicidades de televisión y quedó vestida como una
verdadera princesa de los cuentos: un vaporoso vestido largo de
tul con los colores de la noche y sobre él bordadas miles de
estrellas. Una corona de perlas en la cabeza y sandalias doradas
con tacos altísimos de cristal en los pies.
Además, un pañuelito verde- nadie debe salir sin pañuelo,
aunque parezca una princesa- y una cartera para llevarlo
tejida con hilos de esponja para lavar los platos que relucía
como el sol y la luna juntos. Inmediatamente Cenicienta, con
cara de feliz cumpleaños, se subió a la moto, contenta de poder
ir ella también a la fiesta del príncipe de La Blanqueada.
El hada madrina alcanzó a avisarle:
-Nena, volvete a las doce en punto, porque en ese momento
todo el hechizo terminará y volverás a ser la de siempre. (El
hada no había pagado la última cuota del club de las hadas y su
espumadera-varita mágica tenía el crédito vencido).
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BRRRRRRRRRRRRRRRUUUUMMMMMMMMMM hacía la moto por la
calle ancha, ZUUIIIC, doblaba para La Blanqueada y en el
asiento de atrás, con el vestido volando al viento, iba Cenicienta
cantando: -Paso por el boliche, hoy salgo de noche, me gusta el
bochinche El baile no me he perdido, me meto en el ruido a
bailar sin parar!
Pronto llegaron a la fiesta. Justo que Cenicienta entraba a la
carpa, el príncipe se aprestaba a elegir compañera para el
baile. Las muchachas estaban alertas, en particular las
insufribles hermanastras. Gran sorpresa para la concurrencia
fue ver que la recién llegada, desconocida para todos, era la que
el príncipe tomaba en sus brazos para iniciar el baile al
compás del “Danubio azul”.
Bailaron ese vals y otro y
otro…cuarteto cordobés, rap,
carnavalito también. Mientras
bailaban se miraban a los ojos y se
enamoraban cada vez más. Hasta
que Cenicienta vio por un agujerito
de la carpa que una lechuza le
hacía señas, diciéndole: -
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¡Chist!¡Chist! Apurate Cenicienta, volvé a tu casa que ya van a
dar las doce.
Así que la chica largó el baile y sin despedirse salió corriendo
para subirse a la moto y llegar a tiempo. Sobre el pastito quedó
una sandalia dorada con taco alto de cristal. Era el único
recuerdo que al príncipe le quedaba de ella.
Ni bien pasó la tranquera de la estancia de su padre,
¡PATAPÚFETEPOM! Las cosas estuvieron como antes. La moto
volvió a ser carretilla, el motoquero a ser perro y Cenicienta a
estar tan descolorida como su ropa, sólo le quedaba en un
bolsillo la otra sandalia dorada con taco alto de cristal…
A la mañana siguiente debió retomar sus agotadoras tareas de
la casa, debiendo soportar además el malhumor de las otras tres
mujeres. El príncipe ni las había mirado siquiera. Sólo la bella
desconocida había contado para él.
Al concluir el desayuno, llegó una camioneta con un enviado
del rey. Andaba por los campos buscando a la hermosa chica de
la noche anterior.
El Príncipe le había dicho a sus padres que solamente con ella
se casaría y con ninguna otra. Así que de La Blanqueada a La
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Rápida y hasta casi el Salado, pasando
por Moll, Las Marianas y Almeyra, iba el
pobre hombre con la sandalia en un
almohadón probándosela a cuanta
mujer joven encontrase.
Al llegar a la casa de Cenicienta de Sol de
Mayo, la madrastra salió a recibirlo con
mis cumplidos, mientras sus hijas, al ver
el tamaño del calzado, querían cortarse
los dedos o rebanarse el talón. El tamaño
de sus pies estaba más para jugar al
básquet con Manu Ginóbili que para usar
sandalias doradas con taco alto de cristal.
Ni hablar siquiera de los callos y juanetes
que les adornaban semejantes… patas.
En eso estaban forcejeando entre malas
palabras cuando se arrimó Cenicienta y
le preguntó al señor:
-¿Usted anda
buscando la
compañera de
ésta?- y sacó la
sandalia que tenía
en el bolsillo.
Mientras las tres insufribles se mordían
los codos de la rabia, la linda chica se
ponía el par completo y se subía a la
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camioneta del rey para ir a buscar a su príncipe. Cuando éste
la vio llegar se puso loco de contento.
Sus padres anunciaron la boda e invitaron a todos los vecinos
¡Fue una fiesta magnífica e inolvidable! A partir de ese
momento Cenicienta y su esposo fueron felices para siempre…
¿Y la madrastra con sus hijas? Cenicienta las perdonó, pero el
monarca, para que aprendieran a ser buenas y a trabajar, las
mandó a un criadero de chanchitos que tenía por allá.
Además, les dejó unas vaquitas, para que las ordeñaran todos los
días y las instrucciones para que fabricaran queso, ricota y dulce
de leche.