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La conquista de la felicidad
El camino hacia la felicidad según Bertrand Russell.
Sus recomendaciones para una vida satisfactoria y
feliz1
Maite Inglés y García de la Calera
Centro Internacional de Coaching, Psicología y Mediación
Economista y Psicólogo (colegiado M-20835)
https://maiteingles.com
Email: [email protected]
1 Resumen a cargo de Maite Inglés del libro “La conquista de la felicidad”, de Bertrand Russell (2014).
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Parte 1. El bisturí de Bertrand Russell:
Causas de infelicidad
La primera referencia que atrapó mi espíritu hacia la obra
filosófica de Bertrand Russell ocurrió al inicio de mis estudios de
Doctorado sobre Psicología Positiva. En uno de los artículos
científicos que consulté, Carol Ryff, una de mis investigadores
de cabecera, transcribía al gran filósofo. La frase,
perteneciente al libro “The Conquest of Happiness” (1930) me
transportó a un edén al que todavía vuelvo cuando la releo.
Me hice con un ejemplar de la obra, y su lectura me fue
acompañando a trechos durante dos años, lo que, lejos de
indicar desinterés, en este caso reflejaba la pasión que iba
despertando en mí todo lo que iba leyendo; en un rizo para
algunos paradójico y para mí congruente, me iba gustando
tanto que no la quería terminar, la dosificaba para que durase.
Sirva como contextualización del libro el recordar que
hay quienes tildan a Russell de “escéptico melancólico” y
califican su vida como un navegar entre angustia, hecho que
él mismo reconocía por ejemplo en el prólogo a su
autobiografía: “Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente
intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la
búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el
sufrimiento de la humanidad… Me han llevado de acá para
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allá… sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde
mismo de la desesperación” (sic).
A pesar de esta declaración vital, “The conquest of
happiness” (“La conquista de la felicidad”) resulta un libro
optimista y alegre, hasta jocoso en ocasiones, esperanzado y
lleno de buenas ideas para la mejora espiritual de la vida de
sus congéneres. Fuera por sus vivencias o fuera por otra cosa,
el matemático que era Russell devino pronto en filósofo,
poseedor, a mis ojos, de unas profundas capacidades de
observación, análisis y síntesis; aguda intuición para llegar con
su pensamiento donde su ojo no alcanzare; y una arraigada
capacidad simplificadora capaz de desbrozar cualquier
concepto farragoso y presentarlo al lector con un lenguaje y
una concepción pasmosamente sencillos y de inmediata
comprensión y aplicación.
Merecedora del apelativo de “clásico” (esto es, lo que no
pasa de moda), “La conquista de la felicidad” puede
enseñarnos tantos recovecos de felicidad a nosotros en el siglo
XXI, como guía fue para nuestros abuelos hace cien años. En
su desbrozar ideas, llama la atención las escasas veces que
utiliza Russell la primera persona del singular o del plural.
Pareciera que quiere alejar de sí los cálices que nos da a
beber utilizando abrumadoramente el “él” (que incluye a
“ella”, ha de entenderse como genérico), como distanciado o
pretendiendo distanciarse de las tribulaciones de sus
congéneres.
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En su disección de la conquista de la felicidad, Russell
dedica la primera parte de su volumen a lo que él llama
“causas de infelicidad”, reservando la segunda a las “causas
de felicidad”. Como el autor, y con el objetivo de dosificar
vuestra lectura y no cansaros, dividiré en dos mis
contribuciones y hoy os resumiré sobre sus ocho causas de
infelicidad: infelicidad byrónica, competición, excitación,
fatiga nerviosa, envidia, sentimiento de pecado, manía
persecutoria y miedo a la opinión pública.
Silenciaré mi voz ahora, para que no escuchéis más que
la suya y sus palabras.
Causas de infelicidad:
1. Infelicidad byrónica. Te aqueja ese mal cuando ser infeliz
te produce orgullo, por considerarlo la única actitud
racional posible ante la naturaleza del universo. La
denominación proviene de tomar a Lord Byron como
epítome de este concepto: “There is not a joy the world
can give like that it takes away” (“No hay alegría que el
mundo pueda dar como aquella que quita”), recitaba el
poeta.
También se ven aquejados de infelicidad byrónica
aquellos para quienes el valor del presente está sólo en el
futuro, para quienes no disfrutan del hoy, del camino que
transitan, y permanecen expectantes de eso “bueno”
que les espera al final del trayecto. A éstos, advierte
Russell: “There can be no value in the whole unless there is
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value in the parts” (“No puede haber valor en el todo si
no hay valor en las partes”).
2. Competición, el mal de los hombres de negocios. “The
struggle for life” (la lucha por la vida) de la que éstos
hablan no es tal lucha para Russell, pues en ella no es la
supervivencia la que está en juego sino el éxito. Así, “the
struggle for success”, que él apoda, no es el temor cada
mañana a no desayunar, sino a superar a sus vecinos. El
hombre aquejado de competición se concentra en su
actividad laboral mientras el resto de su vida se va
secando a su alrededor, sabe cada vez menos de su
pareja y va disfrutando de menos cosas en la vida.
La religión de estos ejecutivos es ganar dinero, y se
entregan contentos a este tormento en la creencia de
que quienes no lo hacen son pobres criaturas, y de que el
dinero ganado es la medida de la inteligencia. Sin negar
que el sentimiento de éxito facilita el disfrute de la vida,
Russell recomienda para ser feliz un cambio de religión
hacia una menos ansiosa.
3. Excitación. La búsqueda de excitación se arraiga
profundamente en la especie humana, sobre todo en el
género masculino. Aunque con el inicio de la agricultura
le llegó el tedio al cazador, hemos llegado a creer que el
aburrimiento no es inherente al ser humano y que puede
uno sacudírselo de encima buscando vigorosamente su
opuesto, la excitación. Olvidamos también que, en
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paralelo al tedio estulto derivado de la falta de
actividades vitales, encontramos el aburrimiento
fructífero, ese derivado de la ausencia de adormideras.
Pone a los grandes hombres del pasado como ejemplo
de este segundo, alegando que una vida tranquila es su
característica, y que sólo en ciertos momentos de su
existencia vivieron éstos gran excitación.
Afirma Russell, además, que ciertas cosas buenas
sólo son posibles donde existe un cierto nivel de
monotonía. Y esta se aprende en la infancia, etapa cuyos
placeres no deberían ser otros que aquellos que el niño
extrae de su entorno con algo de esfuerzo e inventiva.
Para argumentar que una dosis de aburrimiento es
esencial para una vida feliz, continúa sentenciando que
el exceso de excitación acaba produciendo consunción.
Y apela a que somos criaturas de la Tierra, nuestra vida es
parte de ella y de su ritmo lento, con el descanso tan
esencial como el movimiento.
4. Fatiga nerviosa. Cree Russell que escapar de ella es muy
difícil pues, sobre todo en zonas urbanas, son muchas sus
fuentes y muchas pasan inadvertidas. El ruido físico y la
constante presencia de desconocidos alrededor son las
más inmediatas. Ésta última agota porque desborda
nuestra natural inclinación, que compartimos con los
animales, a investigar a otros seres que nos rodean antes
de decidir si son amigables u hostiles. La imposibilidad de
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hacer eso con la pléyade de extraños con quienes nos
vemos forzados involuntariamente a compartir espacio
y/o a interaccionar, nos lleva a sentir una rabia soterrada,
a considerar a otros seres humanos como una molestia.
La tercera fuente de fatiga emocional es el miedo, sobre
todo en una de sus formas, la preocupación, que es para
Russell la causa más potente de infelicidad.
La peor forma de miedo es la que deriva de no
querer afrontar algún peligro que real o imaginariamente
nos acecha. Russell nos propone como curso de acción
apropiado para alejar nuestros pensamientos de ello
precisamente el opuesto, esto es, el pensar en nuestro
temor concreto con la mayor concentración, de manera
calmada y racional. Nuestro miedo acabará
resultándonos tan familiar que nos aburrirá y perderemos,
así, el interés.
El hombre sabio previene la fatiga nerviosa
adquiriendo el hábito de pensar en sus problemas sólo
cuando hacerlo tiene algún propósito, cultivando una
“mente ordenada”. Muchas preocupaciones, sobre todo
las que tienen que ver con el yo, pueden ahuyentarse
dándose cuenta de su falta de trascendencia y de la
pequeñez del yo en la inmensidad del mundo. Como
remedio, propone centrar sus pensamientos y esperanzas
en algo que trascienda de uno mismo. El hombre capaz
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de esto hallará cierta paz en el encuentro con los
problemas ordinarios de la vida.
5. Envidia. Es la segunda causa más potente de infelicidad.
Y el origen, por cierto, de que naciera la democracia. Las
ganas de despecho que la envidia produce son también
el origen de la práctica de castigar a quienes osan faltar
contra la moralidad, pues la envidia provoca que no se
disfrute de lo que se tiene y que, además, se sufra por lo
que otros consiguen, en este caso, los placeres de la
transgresión moral.
La envidia se adquiere en la infancia, en un hogar
donde un hermano era preferido o donde faltó el instinto
parental en algún progenitor. El sentimiento de falta de
amor que esas circunstancias pueden generar en un niño
tinta desde entonces su mundo con percepciones reales
o imaginadas de injusticias hacia uno mismo.
El hábito de pensar en términos de comparación
que deriva de esa visión del mundo es fatal para la
felicidad. El cómo librarse de ella arranca con el gran
paso de meramente darse cuenta de dónde viene esa
visión. Y continúa con la disciplina mental de no tener
pensamientos fútiles, de no compararse con otros, y de
no recurrir a la persecución del éxito como medicina
principal, pues siempre encontraremos a alguien más
exitoso que nosotros.
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El sfumato de clases sociales en nuestra época y la
expansión de la democracia han ampliado
considerablemente las oportunidades de envidia. El
antídoto: la felicidad marital o en el hogar, pues proveen
de la satisfacción suficiente. Si dejo de tener envidia seré
feliz y, con eso,…envidiable.
6. El sentimiento de pecado. Como muchas otras cosas, se
nos transmite durante la infancia, y resulta especialmente
prominente en momentos en que la conciencia se halla
debilitada por fatiga, enfermedad o alcohol.
Lo malo de la conciencia de pecado es que,
precisamente, no suele despertarse ante los más dañinos
pecados, que son esas tentaciones, las más habituales,
de respetables y respetados ciudadanos: “maliciosas
prácticas profesionales ocultas que la ley no castiga;
dureza y crueldad contra empleados, esposos o hijos;
malevolencia contra los competidores; o ferocidad en
conflictos políticos”. Prácticas con las que el hombre
esparce tristeza en su círculo inmediato y cumple su
cuota en la destrucción de la civilización. Por desgracia,
la moralidad subconsciente de la mente que se
considera pecadora se halla divorciada de estas
prácticas, porque en la infancia no se la asoció al
incumplimiento de los deberes individuales hacia la
comunidad, sino sólo a cuestiones religiosas y a retazos
de tabúes irracionales.
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La conciencia de pecado produce infelicidad y
sentimiento de inferioridad en quien la sufre,
empujándole de nuevo a erigirse en látigo del
comportamiento de otras personas, a no disfrutar de las
relaciones personales y a sentir resquemores contra los
percibidos como superiores, alejando de sí la admiración
por ellos y dando paso a la envidia. Convertido uno en
persona desagradable, se irá encontrando cada vez más
aislado. ¿Cómo ir hacia la felicidad en ese caso?
Preconiza Russell una actitud expansiva y generosa hacia
el mundo, porque eso le hará ser apreciado. ¿Y cómo se
consigue esta actitud? Mediante autoconocimiento e
integración armónica y no batalladora de nuestras capas
consciente, subconsciente e inconsciente.
7. Manía persecutoria, o las tribulaciones de quien se siente
víctima perpetua de ingratitud, maltrato y traición. Por
distribución de probabilidad, en una determinada
sociedad todas las personas se encuentran con similar
dosis de maltrato a lo largo de la vida. Por ello, si nos
topamos con alguien que parece conocer más villanos
que nadie, o palmariamente los imagina, o son sus
creencias victimistas quienes provocan que se comporte
de manera que irrita a los demás.
La cuestión de interés general es que ninguna
persona se libra de sufrir manía persecutoria en uno u otro
grado, pues ésta hunde sus raíces en una concepción
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exagerada de nuestros propios méritos. Así, frecuente
víctima de manía persecutoria es aquel filántropo que se
pasa la vida haciendo el bien a la gente… en contra de
la voluntad de ésta… y luego se sorprende de su
ingratitud. Estad atentos, pues el deseo de poder es
insidioso y se puede ocultar bajo la piel de cordero de la
filantropía. Baste como ejemplo el político que se afana
en concentrar en él todo el poder… para mejor llevar a
cabo sus nobles designios.
El antídoto para el mal de sentirse víctima se
compone de cuatro máximas: (1) Recuerda que tus
motivos no son siempre tan altruistas como puedan
parecerte a ti. Quienes desean tener una alta opinión
sobre su propia excelencia moral suelen caer en la
trampa de persuadirse a sí mismos de que han alcanzado
las cotas altruistas, superiores a las habitualmente
naturales, a que nos empuja la ética social. (2) No sobre-
estimes tus propios méritos. Darse cuenta de ello es
doloroso, pero dura sólo un momento y luego puedes ser
ya feliz. (3) No esperes que los demás se interesen por ti
tanto como tú mismo, y (4) No imagines que la mayoría
de la gente va a dedicarte pensamientos suficientes
como para desear perseguirte.
8. Miedo a la opinión pública, la cual abarca desde
nuestros mayores hasta los medios de comunicación.
Respecto de los mayores, mientras es deseable que
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traten con respeto los deseos de los jóvenes, no es
deseable lo contrario si en ambos es el futuro del joven el
que está en juego. Sin llegar a decantarse por la
excentricidad, pues ésta resulta tan carente de interés
como el ser convencional, como regla la persona debe
respetar la opinión pública sólo para evitar morir de
hambre y mantenerse fuera de la cárcel; más allá, es
someterse a innecesaria tiranía.
La timidez agrava el miedo a la opinión pública,
pues es bien sabido que ésta se muestra más tiránica con
aquellos que, al temerla, dan promesa de mejor caza,
mientras, por el contrario, duda de su poder ante los que
muestran indiferencia. Además, resulta difícil lograr
cualquier tipo de grandeza bajo la fuerte influencia de
ese temor.
---------- Fin de la parte 1 ---------
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Parte 2. Cómo Bertrand Russell conquistó la felicidad.
Causas de felicidad
Russell escribió “La conquista de la felicidad” con casi 60
años. Contempla, así, los misterios de la vida desde la
ecuanimidad de la tardía madurez. Asimismo, en su condición
de matemático, el equilibrio de fuerzas debía de estar en el
núcleo de su pensamiento filosófico, pues tras diseccionar con
limpieza ocho causas de infelicidad en la primera parte de su
libro (resumen publicado recientemente por Knowsquare),
Russell dedica la segunda parte a desvelarnos con entusiasmo
seis causas que nos llevan a la felicidad. Dos menos en
número, quién sabe si porque en conjunto las seis igualan o
superan en peso a las ocho primeras, bien por esa costumbre
suya de habitar en las landas neblinosas de la melancolía.
Desde su conocer esas neblinas es desde donde afirma
que a la felicidad no se llega por la gracia. Russell condensa
esta rotunda declaración de intenciones en la elección del
propio título del libro: la felicidad se conquista. Ergo exige
esfuerzo. Ergo, en principio, está al alcance de cualquiera.
¡Qué gran noticia!
Es de notar que Russell, al presentar los elementos que
conforman nuestra felicidad o infelicidad, no los califica de
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factores, variables, mediadores, disparadores o elementos.
Inequívocamente y a lo largo de todo el libro, habla de ellos
como causantes de felicidad o infelicidad, provocadores
directos de nuestros fortunios o infortunios emocionales.
Russell apela con frecuencia a la racionalidad, lo que,
más que chocar con la tendencia moderna de darle
importancia a las emociones como elemento motor de la
conducta y de los pensamientos, la complementa. Pues, para
él, la racionalidad, lejos de la concepción cartesiana, es, sobre
todo, equilibrio interno, aquella habilidad capaz de integrar y
hacer convivir en armonía y congruencia el consciente, el
subconsciente y el inconsciente. Y, para él, armonía y
congruencia son bases de la felicidad.
Como hice para la primera parte del libro, acallaré
mayormente mi voz para que podáis escuchar la suya,
amable y serena como era.
¿Es la felicidad todavía posible?, se pregunta en primer
lugar. Para responder a eso reflexiona que, en general, los
logros y el placer que éstos aportan demandan por el camino
tales dificultades que, de antemano, el éxito se antoja dudoso.
En esa tesitura, le parece a él que una estimación no excesiva
de nuestros propios poderes va a ser nuestra primera fuente de
felicidad pues, en el camino hacia el logro, el hombre que
tiende a infravalorarse se ve perpetuamente sorprendido por el
éxito, mientras que el hombre que se sobreestima se ve
constantemente sorprendido por el fracaso.
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Establece Russell, de alguna manera, un sentido
hedonista de la felicidad, de búsqueda del placer mientras se
aplacan –que no se eluden o evitan- el dolor y la angustia. Ese
hedonismo, empero, ha de perseguirse más allá de las
enseñanzas epicúreas de tranquilidad de ánimo, ha de
perseguirse en forma de eudaimonia o plenitud del ser, meta
en la que confluye todo su tratado de la felicidad.
En esta línea, en alguna parte central del libro2, Russell
hace una reflexión que bien valdría como colofón de su
disertación. En ella, desaconseja la evasión como método
para ser feliz, y nos invita a vivir con conciencia y en plenitud:
“It is the moments when the mind is most active and the fewest
things are forgotten that the most intense joys are experienced
(“En los momentos en que nuestra mente está más activa y
olvida menos cosas, es cuando se experimentan las mayores
alegrías) Y continúa: “La alegría que requiere embriaguez…
resulta espuria e insatisfactoria. La felicidad genuinamente
satisfactoria es la que se acompaña del pleno ejercicio de
nuestras facultades”.
Antes de que la Psicología moderna estudiara la
influencia en la felicidad de la profesión que cada uno haya
elegido, Russell ya afirmaba idéntica conclusión a la que las
investigaciones están llegando: que el hombre de ciencia es
más feliz que el artista o el literato. Y ello por cómo reacciona
la opinión pública ante sus obras: cuando el público no
2 Página 73 de la re-impresión inglesa de Routledge Classics, 2007
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entiende la obra de un artista, concluye que la pintura o el
poema son malos; mientras, cuando no entiende la teoría de
la relatividad, concluye (con razón -apostilla Russell-) que su
educación es insuficiente. En consecuencia, el público honra a
Einstein y éste es feliz, mientras los mejores pintores mueren de
hambre e infelicidad en las buhardillas. Pocos hombres,
sostiene nuestro filósofo, pueden ser genuinamente felices si
continuamente han de estar autoafirmándose contra las
mareas de escepticismo de su comunidad.
Tras estas disquisiciones, llega el profesor Russell a su
secreto de la felicidad: que tus intereses sean tan amplios
como sea posible, y que tus reacciones ante cosas y personas
sean lo más amable y lo menos hostil posibles. Matiza él que el
interés cordial en personas y cosas no ha de basarse en la idea
de auto-sacrificio a que nos pueda inspirar nuestro sentido del
deber, pues hacerlo así nos agosta mientras que, si el interés es
genuino, la inmersión que hacemos en ello nos reporta un
equilibrio y una calma que nos permiten, cuando retornamos a
las preocupaciones cotidianas, afrontarlas de modo mejor.
Y vayamos a presentar las seis causas que sustentan este
su secreto de la felicidad:
1. Zest / Gusto entusiasmado, interés genuino. Mantengo el
vocablo inglés, pues ninguna traducción, y menos de una
sola palabra, se acomoda al sentido adicional de
voluntariedad y sano apetito de que habla Russell. El
propio autor sale en nuestro socorro para ayudarnos a
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entender este concepto cuando nos aclara que “el sano
apetito honra a la comida como el gusto honra a la
vida”. El “zest”, para merecer la categoría de tal,
demanda de nosotros un mayor despliegue de energía
que la que sería suficiente para realizar el trabajo que
hay que hacer, y esa energía adicional sólo es posible
cuando nuestra psique funciona con suavidad, sin
fricciones.
Los acontecimientos sólo tornan en experiencias
cuando nos interesamos en ellos. Y el hombre que vive
con gusto, hasta de las experiencias desagradables saca
utilidad.
Por si no lo captáramos, Russell nos acota que
nuestros intereses han de ser compatibles con nuestra
salud, con los afectos de quienes nos aman, y con el
respeto de la sociedad en que vivimos.
2. Afecto. El sentimiento de sentirse amado es la mayor
fuente de gusto por la vida. Elucubra Russell con las
causas de no sentirse amado, y lo achaca a una falta de
autoconfianza generada, a su vez, por infortunios sufridos
en la infancia o por haber disfrutado en esa época de
menos amor del que tuvieron otros niños.
Russell entra a describir los tres caminos alternativos
que podrá tomar quien no se siente amado. Habrá quien
haga esfuerzos desesperados para ganar afecto,
probablemente con actos excepcionales de amabilidad.
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Pero ello no le traerá más amor, pues sus congéneres dan
afecto más prontamente a quien no parece necesitarlo
que a quien, como él, lo pide. Otras personas, dice,
buscarán vengarse del mundo. La mayoría, empero, se
sumirá en una tímida desesperación aliviada sólo por
destellos de envidia y malicia. Como norma, encuentra
Russell que los que no se sienten amados devienen
egocéntricos, y la ausencia de cariño les reviste de una
inseguridad de la que instintivamente tratan de escapar
permitiendo que sus vidas se rijan por férreos hábitos.
Lo triste, reflexiona, es que el sentido de seguridad lo
otorgan el amor y la admiración recibidos, no los dados.
De su reflexión, inferimos que, de alguna manera, Russell
piensa que quien no recibió suficiente amor, poco puede
hacer para aumentar su seguridad, extremo que no
validamos aunque reconocemos que tal empresa pueda
comportar cierta dificultad en algunos casos. El niño a
quien sus padres aman, dice, acepta su amor como una
ley de la naturaleza y no piensa mucho en ello por muy
vital que de facto resulta para su felicidad, simplemente
siente que ellos le protegerán ante el desastre. Por el
contrario, el niño que no disfrutó del cariño de sus padres
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Sólo para uso del destinatario de referencia 19 ©Todos los derechos y propiedad Intelectual: Maite Inglés-MocionA
por los motivos que fuesen, devendrá tímido y poco
propenso a la alegre exploración del mundo3.
Es por esta inseguridad por la que muchas personas,
cuando se enamoran, lo hacen buscando un pequeño
oasis donde refugiarse del mundo y de la verdad, donde
sentirse lo admirados y alabados que no se sienten fuera4.
De este capítulo sobre el afecto proviene la frase de
que os hablé en la introducción de la primera parte del
libro, esa que, cual flautista de Hamelin, guió mis pasos
hacia Bertrand Russell y su filosofía. En inglés es tan
bella…, no voy a conseguir que mi castellano la
equipare: “...the best type of affection is reciprocally life-
giving: each receives affection with joy and gives it
without effort, and each finds the whole world more
interesting in consequence of the existence of this
reciprocal happiness” (“el mejor tipo de afecto es el que
recíprocamente da vida, aquel en el que cada persona
recibe cariño con alegría y lo da sin esfuerzo, y donde
cada uno encuentra el ancho mundo más interesante
como consecuencia de esa felicidad recíproca”).
3 Nota de la redactora: Y eso se notará en la vida adulta en forma de altas expectativas,
autoexigencia, intolerancia o intransigencia, implicación disfuncional en las relaciones,
ansiedad o compulsiones obsesivas.
4 Nota de la redactora: Aunque objetivamente resulten admirables y alabables a los ojos de otros.
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3. Familia. Con la aceptación generalizada de la
democracia como sistema político de elección,
cambiaron las relaciones entre los roles humanos. Así, los
maestros, antes seguros de sus derechos, se volvieron
vacilantes y sin certezas. Los padres tampoco están ya
seguros de sus derechos respecto de sus hijos, y éstos no
sienten que deban respetar a sus padres. La paternidad,
antes triunfante ejercicio de poder, se ha tornado tímida,
ansiosa y llena de dudas. En esta tesitura, es fácil irse a los
extremos: o bien se le pide demasiado poco al niño, o
bien demasiado mucho; o bien se refrena uno de darles
cariño, o bien les desborda de él. Como hijos, por mucho
placer que nos dé que el mundo admire nuestros méritos,
sabemos que esa admiración es precaria, mientras que
sentimos que nuestros padres nos aman simplemente
porque somos sus hijos, y eso es un hecho para nosotros
inalterable, causa de nuestro equilibrio y, por ende, de
nuestra felicidad.
4. Trabajo. Siempre que la carga de trabajo no sea
excesiva, hasta el empleo más aburrido es, para la
mayoría de la gente, mejor que el desempleo. El grueso
de lo que tenemos que hacer suele no ser interesante; sin
embargo, presenta grandes ventajas. En primer lugar,
ocupa bastantes horas del día sin tener que estar
decidiendo qué hacer cada vez, lo que resulta ventajoso,
pues ser capaz de llenar el ocio de manera inteligente es
el producto más avanzado de la civilización y, de
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momento, está sólo al alcance de unos pocos. Es más,
elegir es en sí mismo cansado5, y para muchos es más
agradable que les digan lo que tienen que hacer siempre
que los dictados no sean muy desagradables.
El trabajo nos proporciona también otro de los
principales ingredientes de la felicidad, el de continuidad
de propósito, esto es, la oportunidad de ir creciendo y
obteniendo logros.
Dos elementos consiguen que lo laboral sea
interesante para nuestro bienestar: el ejercicio de la
habilidad y la construcción. Toda ocupación que
requiera unas competencias desarrolladas con práctica
repetida y tesón, puede ser placentero siempre que estas
habilidades requeridas vayan variando o estén sujetas a
mejora continua, pues cuando se llega a la capacidad
máxima y la actividad no presenta ulteriores retos, ésta
deja de interesar.
Más importante para la felicidad es el segundo
elemento, el de construir algo que quede como un
monumento, delicioso de contemplar, tras terminar el
cometido. Distingamos aquí construcción de destrucción.
En la construcción, se parte de un estado de cosas en
desorden y se trabaja para llegar a un estado final que
5 Nota de la redactora: Como han podido estudiar los investigadores en las últimas décadas: a mayor número de alternativas posibles de elección, más cansado, difícil y hasta desbordante es elegir.
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Sólo para uso del destinatario de referencia 22 ©Todos los derechos y propiedad Intelectual: Maite Inglés-MocionA
presenta un propósito. En la destrucción, por el contrario,
se arranca de un orden para llegar a un desorden que no
es paso intermedio para volver a construir. Epítome de la
destrucción son los apóstoles de la violencia cualquiera
que sea su forma (algunos revolucionarios o militaristas o
terroristas), cuyo motor principal es el odio y cuyo
propósito no es más que destruir aquello que odian.
¿Cómo podemos detectar si el propósito de alguien es
sólo destruir? Si, cuando le preguntamos, habla con
precisión y entusiasmo de la destrucción preliminar y con
vaguedad y desgana de la posterior hipotética
construcción. Hay esperanza, pues el hábito de odiar se
cura con la oportunidad de realizar una labor
constructiva y con propósito.
En este instructivo capítulo, Russell nos hace una
última advertencia para la felicidad: donde exista la
posibilidad de ejecutar un trabajo que satisfaga el tipo de
impulsos constructores de la persona sin que ésta muera
de hambre, elíjase aquel en lugar de otra ocupación
altamente remunerada pero que no encontramos valiosa
per se.
5. Intereses impersonales menores que llenan nuestro ocio y
nos permiten relajarnos, actividades no conectadas con
las áreas de responsabilidad de cada uno. Una de las
fuentes de infelicidad, fatiga y estrés es la inhabilidad de
interesarse por nada que no resulte práctico para la vida.
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El resultado de tanta actividad práctica es que, excepto
en el sueño, la mente consciente no descansa, privando
así a la mente inconsciente de la posibilidad de ir
madurando la sabiduría con que ayudarla luego. Esta
falta de descanso mental lleva a excitabilidad, falta de
sagacidad, irritabilidad y una pérdida del sentido de
proporción de los acontecimientos, todos ellos causa y
también efecto de la fatiga. En un círculo vicioso, según
crece la fatiga, se desvanece el interés del hombre por
actividades externas, lo que disminuye el alivio que ellas
le traen, lo que provoca mayor cansancio, y así
sucesivamente.
Lo que otorga a los intereses menores su capacidad
de ofrecer descanso es que no requieren del agotador
ejercicio de la toma de decisiones y de la voluntad.
Quien puede olvidar su trabajo cuando le pone fin y no lo
retoma hasta la mañana siguiente, es más probable que
lo desempeñe mejor que quien se preocupa por ello en
las horas de descanso. Y es mucho más fácil olvidar el
cometido cuanto mayor es el número de otros intereses
que tengamos, siempre y cuando éstos no requieran de
las mismas facultades físicas y mentales que hemos
agotado en nuestra jornada laboral; así, los intereses
sanos no deben requerir decisiones rápidas o de la
voluntad, ni incluir recursos financieros como los juegos de
apuesta, ni ser tan excitantes que añadan fatiga
emocional y preocupen al subconsciente. En este
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sentido, entretenimientos irreprochables son el teatro,
jugar un partido o al golf, o la lectura (sobre temas ajenos
al trabajo).
En este aspecto de practicar intereses impersonales,
en 1930 Russell encontraba diferencias de género que yo
no comparto en el siglo XXI; pensé en desechar su
reflexión, pero no me corresponde a mí el privaros de ella,
por lo que, en aras de la ecuanimidad para con el texto,
he optado finalmente por citarla sin decantarme por su
validez: “si no me equivoco –dice Russell, permitiéndose
dudar de su juicio con ese “si no me equivoco”, extremo
que le agradezco-, a la mujer le resulta mucho más difícil
interesarse por nada que no sea de índole práctica. Sus
propósitos gobiernan sus pensamientos y sus
actividades… Esto, a las mujeres, les parece de un nivel
de conciencia superior al de los hombres, pero no creo
que, en el largo plazo, mejore la calidad de su trabajo y,
además, ello tiende a producir cierta estrechez de miras
que puede derivar en alguna forma de fanatismo”.
Los intereses impersonales ayudan al hombre a
retener el sentido de proporción y a no quedar absorbido
en sus propias persecuciones, en su pequeña trozo del
mundo. El gran mundo es drama y comedia, y quien no
se interesa por el espectáculo que éste ofrece se está
perdiendo uno de los privilegios que la vida nos otorga.
Además, como ya se ha apuntado, quienes se ocupan
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en demasía de sus quehaceres están siempre en peligro
de caer en el fanatismo, el cual consiste en recordar sólo
una o dos cosas deseables mientras se olvidan todas las
demás.
Abundando en la defensa de los intereses
impersonales, Russell nos recuerda que pocos
profesionales han escapado de conocer periodos donde
el fracaso les miraba a la cara y que, en esos momentos,
la capacidad de interesarse por asuntos no directamente
relacionados con nosotros nos protege contra la
frustración. El fracaso es como la muerte de un ser
querido: el duelo es inevitable, pero todo lo que pueda
hacerse para minimizarlo, ha de hacerse.
6. Equilibrio entre esfuerzo y aceptación. La actitud para la
felicidad es hacer las cosas lo mejor que uno sabe,
mientras simultáneamente se deja la cuestión en manos
del destino, mientras aceptamos lo que las circunstancias
puedan traer.
“El hombre feliz” es el título del último capítulo del libro.
Y ahí, Russell aporta nuevas pinceladas: el hombre que
recibe afecto es el hombre que previamente lo ha dado; y
el hombre centrado en sí mismo es infeliz. Merece la pena,
por lo inspiradoras, traducir casi en su completitud las últimas
líneas del libro: “toda infelicidad tiene que ver con algún
tipo de falta de integración del ser consigo mismo y con
otros. Hay falta de integración del ser cuando hay falta de
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coordinación entre las mentes consciente e inconsciente. Y
hay falta de integración entre el ser y la sociedad cuando
ambos no están unidos por la fuerza de intereses y afectos
mutuos. El hombre feliz se siente ciudadano del universo,
disfruta libremente del espectáculo que éste ofrece y de las
alegrías que brinda, y permanece sereno ante el
pensamiento de la muerte, pues no se siente separado de
quienes vendrán después de él. Es en esta profunda e
instintiva unión con el río de la vida en donde se encuentra
la más grandiosa alegría”.
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