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No. 61
La hiedra y otros relatos
Por Adilenne M. H. P.
S. O. S.
Por Tzolkin Montiel
Ugalde
y Herder D453u
Por Eduardo Romero
En portada: Isobel Kardian
Dirección General:
Mario Eduardo Ángeles.
Textos: Adilenne M. H. P., Tzolkin Montiel Ugalde y Eduardo Romero.
Arte digital: Marcos Asaurod.
Consejo Editorial: Bardo Garma, David Morales, Miguel Escamilla, Cristian Martín Padilla, Salvador Huerta, Mo. Eduardo Ángeles, Jesús Reyes y Enrique Ibarra.
Agradecimientos especiales a Roxana Jaramillo, Diana Isabel Enríquez, Flor de Liz, Tzolkin Montiel y José Ma-nuel Bañuelos.
Contacto:
l ate st ad ur ali te r ar i a@g m ai l. com
México, Agosto 2014.
En portada: Isobel Kardian.
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res. Cuida el planeta, no desperdicies papel.
CONTENIDO
Hiedra
Compra
Combustión interna
Por Adilenne M. H. P.
S. O. S.
Por Tzolkin Montiel Ugalde
Herder D453u
Por Eduardo Romero
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La Testadura 5
Hiedra
por Adilenne M. H. P.
Escribo esto principalmente para mí,
para sacar todo aquello que no te puedo
decir. Todo eso que poco a poco se que-
ma en mi interior. A veces las palabras no
alcanzan para expresar lo que se queda
dentro y nos carcome lentamente, en
silencio.
No concibo mi vida sin ti. No me ima-
gino mis días sin el olor de tu pelo, sin el
color de tus ojos, sin el sonido de tu ri-
sa… Y no podría entender no tener largas
La Testadura 6
charlas contigo, no discutir, no pelear…
Porque para amar todo lo bueno, tienes
que amar todo lo malo también, todo lo
terrible y lo cruel. Para amar en serio, no
como dice la televisión ni los falsos profe-
tas de este mundo, hay que entregarse
entero y atreverse a dar el salto sin pen-
sar.
Soy torpe con las letras, soy irreme-
diable y tal vez intolerable. No te culpo
por soportarme, ni por querer alejarte de
vez en cuando. Asfixio, como hiedra. Y mi
problema más grande es que siempre
quiero más de ti, nunca tengo suficiente.
Me haces falta todo el tiempo, a todas
La Testadura 7
horas.
Y no soy más que pura hiedra, que
tozudamente corre a través de tus venas
intentando apretarte, retenerte y no vol-
verte a soltar.
Sé que no debo: sé que mi naturaleza
es detestable, horrible. Que debo apren-
der a dejarte ir, de a poco y sin dolor. Por-
que tu alma de pájaro siempre vuelve
hacia mí, sin importar lo duro que sea el
camino de regreso.
La Testadura 8
Compra
por Adilenne M. H. P.
El niño llegó a la tienda de animales
silbando una cancioncilla ridícula. El de-
pendiente miró sus ojos, grandes y casta-
ños, poblados de pestañas. Sus shortci-
tos rojos y camiseta a juego lo hacían
parecer como una caricatura viviente. El
dependiente pronto se preguntó si no
estaría soñando. Aquél niño no podía ser
real. Su curiosidad exagerada amenaza-
ba con quebrar cada urna de cristal y
sacar los ojos a los cachorritos. Aburrido
La Testadura 9
ante la poca atención por parte de los
animales, el chiquillo se acercó hasta el
mostrador y espetó con altivez:
-Me da cinco pesos de tortugas.
La Testadura 10
Combustión interna
por Adilenne M. H. P.
En el aparador de una veterinaria se
exhibían cerca de treinta pollitos. Todos
estaban apretujados en un reducido es-
pacio y peleaban para dormir, comer,
defecar y existir. Hasta que un día, el más
popular y el mejor de los pollitos se sintió
tan admirado, que su corazón se puso a
borbotear. Allí frente a todos los otros
inocentes pollitos, se empezó a quemar
desde muy adentro. No sintió dolor, sino
sólo un hermoso placer que se extendía
La Testadura 11
en olas y olas por todo su pequeño cuer-
po. Las exiguas llamas iluminaron las
cuatro paredes de cristal del aparador.
Cuando terminó el espectáculo, los otros
pollitos comenzaron una encarnizada
pelea por el puesto del pollito recién ani-
quilado.
La Testadura 13
S. O. S.
por Tzolkin Montiel Ugalde
El hombre es bueno por naturaleza
hasta que empieza la guerra.
Algunos la viven a partir de videojue-
gos, otros por las noticias, otros a través
de la diplomacia.
Algunos la sufren por nacer, crecer y
vivir en zonas de conflicto.
Hay otros que son las armas huma-
nas, la carne de cañón, los que siguen
órdenes, los que se enfrentan cara a cara
con la muerte y la violencia…todos los
La Testadura 14
días….toda su vida.
Para algunos son héroes de guerra,
para otros…el enemigo.
Pero son humanos, como tú, como yo,
como los que fueron y como los que ven-
drán.
Y están destrozados.
Su psique sólo responde al instinto de
supervivencia, no porque lo deseen así.
Así fueron entrenados.
Así tuvieron que vivir para ver el sol, la
arena, el mar, los edificios rotos una vez
más.
¿Y qué pasa cuando termina la gue-
rra? ¿Qué pasa cuando regresa la calma?
La Testadura 15
NO HAY CALMA
Algunos se vuelven alcohólicos, otros
ladrones, otros tienen la fortuna de rein-
sertarse a la sociedad siendo mediana-
mente funcionales.
Quieren amar y ser amados…pero ya
no saben cómo.
La sombra de la muerte, del tu madre
es mi puta, tu hermana es mi puta, tu hija
es mi puta, TÚ eres mi puta; los persigue
por siempre.
Y tienen miedo.
Regresan a un mundo que ya no es el
suyo. Siempre ven moros con tranchete.
Siempre a la defensiva.
La Testadura 16
Siempre la huida, siempre las pesadi-
llas, siempre por siempre.
La realidad de un mundo en paz o de
mediana tranquilidad está torcida.
Distorsionada
Y no hay nadie que los entienda.
Los recuerdos de cargar decenas de
féretros de queridos amigos caídos en
combate, la bandera ondeando, los caño-
nes sonando, la marcha fúnebre con gai-
tas.
Las bombas, los niños muertos, las
mujeres violadas, el hambre, la pobreza,
la ONU, las armas químicas, los roces de
bala, los cascos, las drogas, el diferente,
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el estrés postraumático, la pensión al
llegar a los 65 años.
Bosnia, Irak, Irán, Kuwait, Hawái, Cu-
ba…en el fondo es lo mismo.
Gente que muere, familias destroza-
das, el petróleo, la religión, el yo tengo la
razón.
El no hay esperanza.
La Testadura 19
Herder D453u
por Eduardo Romero
Tenía que terminar mi tesis; las nue-
vas relaciones entre el protestantismo y
los jóvenes en la ciudad de Querétaro, no
se escribe sola. Me metí a la biblioteca,
me gustaba estar ahí, era el lugar más
aislado del campus. Las bibliotecas te-
nían en mis compañeros la misma popu-
laridad que las iglesias. Odiaba mi época
y odiaba a mis contemporáneos; éramos
una cohorte nacida en el auge de las re-
des sociales donde se acumulaba sin
La Testadura 20
cesar la estupidez universal; tiempos,
máquinas y artefactos, innecesarios en
esencia, por los cuales los chinos consu-
mían sus almas amarillas en jornadas
laborales inhumanas. Puse manos a la
obra. Empecé a escribir sin ningún pro-
blema, con entusiasmo y con incipiente
placer. La facultad me pagaba una beca
aunque no terminaba de entender el por-
qué de tales beneficios. Tal vez era por
aquellos lemas y filosofías que predica-
ban ciegamente las universidades, en las
que se idealiza al estudiante como un
soldado del saber que sin dudarlo, res-
ponderá al desarrollo de su país. Éramos
La Testadura 21
a sus ojos un elemento clave de la socie-
dad a la que llenaríamos de incontables
beneficios. ¿Por qué tendrían fe en mí?
Yo no haría tal cosa, no le respondería a
un país que está podrido, gangrenado
hasta los cimientos más elementales de
la sociedad desde mucho antes de que yo
fuese expulsado de la entrepierna mater-
na. Si algo tenía seguro en esta vida era
que me largaría del país a la mínima
oportunidad, lejos de esta tierra a la que
sólo un poseso le tendría fe y esperanzas.
La puerta se abre con escándalo. Veo
pasar por ella a un delgado y bien afeita-
do estudiante, que toma en ejemplar de
La Testadura 22
la revista PROCESO y se lanza a leer a la
pequeña sala llena de periódicos, donde
lo acompaña una mujer que trae envuel-
tas las piernas en mugrosas medias ras-
gadas, con un par de aretes gigantes co-
mo perchas de ropa. ¿Por qué se esfuer-
zan en estar al tanto de lo que pasa en el
mundo? ¿Qué beneficio académico se
obtiene al saber minucias sobre las crisis
financieras que sufren Grecia y España o
de los levantamientos musulmanes que
construyen revoluciones en países que a
nadie le importan, a tiros de Kalashni-
kovs?
A un lado de mí, en otra mesa, se
La Testadura 23
sienta un tipo que trae pegada una barba
cuidadosamente estilizada, con el cabe-
llo largo amarrado en una impecable co-
leta colegial, que sobre el cuello sostiene
una cabeza maya de propiedades amor-
fas. El eco llega a mis oídos rápido y cau-
teloso. Mi ancestro originario porta en
sus oídos articulares por los que se esca-
paba los claros ritmos añejos de metal
estruendoso. El sonido me desconcentra,
me descompone la cara, se escucha con
claridad el sonido del bombo siendo gol-
peado y percibo con agudeza los solos de
guitarras sintácticas. Estamos en víspe-
ras del dos mil trece y estos simios creen
La Testadura 24
que Metálica e Iron Maiden siguen siendo
los estándares del rock. Si existes Dios,
mándale una embolia o santifícalo con
un derrame cerebral y prueba tu existen-
cia y tu infinito poder. Pero nada pasa ni
acontece. Es inútil, no me puedo concen-
trar. -¿Oye disculpa no te das cuenta de
que esto es una puta biblioteca?- es lo
que me gustaría decirle, pero soy un co-
barde. Lo miro de reojo: está concentrado
en alguna inclemente tarea que pone a
funcionar a marchas forzadas todo su
engranaje cefálico. Sostiene el lápiz en
su puño con rudeza. ¿Quién lleva lápices
a la universidad? Al parecer sólo él. Me
La Testadura 25
pregunto si entre sus discos de Cannibal
Corpse y de Slayer llevará también una
flamante caja de colores o alguna lonche-
ra rebosando cuidados maternos. Ahora
el cabronazo empieza a jugar con sus
pies y golpea el suelo siguiendo el ritmo
de su música a volúmenes exagerados,
que licuarían con facilidad el cerebro de
los seres humanos corrientes.
Es imposible continuar con mi tarea,
no hay opción, mi raza no sabe convivir.
Sabemos rastrear nuestro mapa genéti-
co, mandar costosos robots al espacio
para hurgar la corteza de planetas leja-
nos y estúpidos, y los avances médicos
La Testadura 26
nos permiten alargar nuestras vidas sin
enfermedades a costa de quedar expues-
tos más tiempo a la radiación imparable
de la locura. Pero no somos capaces de
mostrar amabilidad y respeto a otros de
nuestra misma especie.
Una idea aterriza sobre mi cabeza
como los picos de los buitres sobre la
carroña. Sólo necesito uno de buen peso
y buen tamaño. Camino por los estantes
pero no encuentro lo que necesito; los
escuetos ensayos me son inútiles. Lo
tengo, los diccionarios, esos ladrillos que
fingen aprisionar al fantasma del lengua-
je en las celdas de los conceptos , son
La Testadura 27
perfectos para el fugaz proyecto. Me diri-
jo a esa zona de la biblioteca. Me poso
frente a ellos. Es como visitar una arme-
ría, un hermoso arsenal multicolor. Todos
son bellos y piden mis manos a gritos
sordos. Pero veo uno especial, con la
pasta dura, blindada como un mosaico
aristocrático. “Diccionario De Las Religio-
nes”, editorial Herder D453u. Lo sujeto
con firmeza en un poderoso movimiento
de pinza que resalta huesos y venas de
mis manos blancas. Camino a la salida.
Al pasar al lado del tolteca rítmico, con
mis brazos tensados por la ira, golpeo el
costado del cráneo con mi poderoso
La Testadura 28
ariete bíblico, con la fuerza y la cólera de
todos los dioses conocidos y adorados
por el hombre. Mis aliados todos ellos,
que me apoyan y acompañan en este
juicio divino. Todo el poder de los inmor-
tales concentrado en un sólo impacto. El
sonido es estruendosamente seco. El
costado afilado le da justo en la oreja
rebosante de argollas, empujándole su
música hasta el fondo de los sesos y ti-
rándolo de su silla. Lo veo en posición
fetal, inerte, con sangre emanado con
timidez de su oído. La música continúa
pero él ya no escucha ni ve ni siente.
Vuelvo a mi mesa y reanudo mi trabajo
La Testadura 29
con la paz y armonía celestial reciente-
mente recuperada.
Jamás acabé mi tesis, perdí mi beca y
me expulsaron de la universidad. Ahora
estoy en un juicio esperando que el idiota
del abogado que pagó mi madre haga
algo por mí. Me pregunto donde estarán
los dioses que me acompañaron en la
gloria de aquel día ya muy lejano y perdi-
do en mi memoria. Muevo mis ojos al otro
lado del estrado y veo al metalero preco-
lombino sentado en una silla de ruedas
con la vista perdida, atendido por su ma-
dre, que limpia la baba que se derrama
con abundancia por su boca. Su cabello
La Testadura 30
largo, al igual que su capacidad de razón
y juicio, lo abandonaron para siempre.
Ahora una enorme cicatriz, como una
serpiente albina, le recorre un costado de
su pálida cabeza rapada. Las tres ciru-
gías no hicieron más que empeorarle el
daño. Su madre, una cincuentona cubier-
ta por un traje púrpura, le limpia la baba y
los mocos que le escurren con lentitud y
que caen sobre su camisa color pastel. El
antaño chico rudo me ve por unos segun-
dos y me lanza una simpática sonrisa, y
yo simpático, le respondo de igual mane-
ra.
Adilenne M. H. P. (Querétaro, 1989) Es egresada
de la Facultad de Lenguas y Letras de la Universi-
dad Autónoma de Querétaro. Ha publicado en
diferentes medios en la ciudad de Querétaro. Autora en Las
Testaduras no. 29 y 46.
Tzolkin Montiel Ugalde (Septiembre, 1977). Estu-
dios en sociología, danza contemporánea, danza
hindú, diplomado en creación literaria por la SO-
GEM. Autora de Las Testaduras 12, 32, 38 y 56.
Eduardo Romero, autor de Un pato en la pared.
De mano en mano,
de pantalla en pantalla
¡Que la voz corra!
La Testadura, una literatura de paso, hecha para olvidarse en salas
de espera y/o lugares públicos.
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