NEUROPSICOLOGÍA
PERSONALISTA 2
LECCIÓN
2
2
² Texto tomado del libro de Oliver W. Sacks (2018): “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”.
Tabla de contenido
Conocimiento de lo concreto en la formación
del juicio racional. Oliver Sacks...... 3
Iden�dad e imagen corporal. Vilayanur. S.
Ramachandran...... 22
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Oliver W. Sacks (Londres, 1933- Nueva York, 2015),
neurólogo profesor de neurología en la Escuela de
Medicina de la Universidad de Nueva York y de la
Universidad de Columbia. Autor de varios libros, entre
ellos, Despertares (1973), posteriormente adaptado al
cine con el mismo nombre. En su obra “El hombre que
confundió a su mujer con un sombrero”, expone una
var iedad de casos c l ín icos de deficiencias del
funcionamiento del hemisferio derecho del cerebro.
Conviene recordar que hasta la década de los 60, algunos
trastornos psicológicos de la iden�dad, como los
provenientes de alteraciones visuales, eran desconocidos
en una época en que las funciones del hemisferio derecho
cerebral eran deses�madas por la mayoría de los
cien�ficos, y se las relacionaba con los aspectos emo�vos
y, por tanto, no racionales de la ac�vidad mental.
O. Sacks presentó la importancia de la integración de los
dos hemisferios para el conocimiento, tanto de la realidad
externa como de la realidad interna, y tanto de lo abstracto
como de lo concreto.
Demostró el papel del hemisferio izquierdo en la
percepción de lo abstracto y esquemá�co, y el papel del
hemisferio derecho en la percepción de lo concreto.Con
ello, sacó a la luz la importancia del conocimiento de lo
concreto en la formación del juicio racional y del
aspecto voluntario de la acción humana:
La neurología clásica (como la �sica clásica) siempre ha sido
mecanicista, desde las analogías mecánicas de Hughlings
Jackson hasta las analogías de hoy con los ordenadores (p.
39).
Luria visualizaba un nuevo �po de neurología, una ciencia
“personalista” o (como le gustaba decir a Luria)
“román�ca”, pues afloran aquí, para que los estudiemos,
los fundamentos �sicos de la persona, el yo. Luria creía que
el mejor modo de introducir una ciencia de este género era
a través de un relato, de un historial clínico detallado de un
individuo con un trastorno profundo del hemisferio
derecho (…) que nos muestra una neurología y una
psicología más abiertas y amplias, emocionalmente
dis�ntas a la neurología del pasado, más bien rígida y
mecánica (…) (p. 22).
El estudio cien�fico de la relación entre el cerebro y la
mente comenzó en 1861, cuando Broca descubrió, en
Francia, que las dificultades en el uso significa�vo del habla,
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en Francia, que las dificultades en el uso significa�vo del
habla, la afasia, seguían inevitablemente a una lesión en
una porción determinada del hemisferio izquierdo del
cerebro. Esto abrió el camino a la neurología cerebral, y eso
permi�ó, tras varias décadas, “cartografiar” el cerebro
humano, adscribir facultades específicas (lingüís�cas,
intelectuales, perceptuales, etcétera) a “centros”
igualmente específicos del cerebro. Hacia finales del siglo
se hizo evidente para observadores más agudos (sobre
todo Freud en su libro Afasia) que este �po de cartogra�a
era demasiado simple, que las funciones mentales tenían
todas una estructura interna intrincada y debían tener una
base fisiológica igualmente compleja. Freud se planteaba
esto en relación, sobre todo, con ciertos trastornos del
reconocimiento y la percepción para los que acuñó el
término “agnosia”. En su opinión, para entender
plenamente la afasia o la agnosia hacía falta una nueva
ciencia, mucho más compleja (p.19).
Esa nueva ciencia del cerebro/mente que vislumbraba
Freud afloró en la Segunda Guerra Mundial, en Rusia,
como creación conjunta de A.R. Luria (y su padre, R.A.
Luria), Leon�ev, Anokhin, Bernstein y otros, que la
llamaron .“neuropsicología”
A.R. Luria consagró su vida al desarrollo de esta ciencia
inmensamente fruc�fera, ciencia que tardó mucho en
llegar a Occidente, considerando su importancia
revolucionaria. La expuso, sistemá�camente, en una obra
monumental, Funciones Cor�cales Superiores en el
Hombre, y, de una forma completamente dis�nta, en una
biogra�a o “patogra�a”, en El Hombre con un Mundo
Destrozado. Aunque estos libros eran casi perfectos a su
manera, había todo un campo que Luria no había tocado
siquiera. Funciones cor�cales superiores en el hombre
abordaba solo las funciones correspondientes al hemisferio
izquierdo del cerebro; Zazetsky, sujeto de El hombre con un
mundo destrozado, tenía asimismo una lesión enorme en el
hemisferio izquierdo… el derecho estaba intacto. De hecho,
la historia toda de la neurología puede considerarse una
historia de la inves�gación del hemisferio izquierdo (p. 20).
Un mo�vo importante de este menosprecio del hemisferio
derecho, o “menor”, como siempre se le ha llamado, es que
si bien resulta fácil demostrar los efectos de lesiones de
localización diversa en el lado izquierdo, los síndromes del
hemisferio derecho son mucho menos claros. Se
consideraba, en general de modo despec�vo, que era más
“primi�vo” que el izquierdo, la flor exclusiva de la evolución
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humana. Y así es, en cierto modo: el hemisferio izquierdo
es más complejo y está más especializado, es una
excrecencia muy tardía del cerebro primate, y sobre todo
del homínido. Por otra parte, el hemisferio derecho es el
que controla las facultades cruciales del reconocimiento
de la realidad con la que ha de contar todo ser vivo para
sobrevivir. El hemisferio izquierdo es como una
computadora adosada al cerebro básico del ser humano,
está dotado de programas y esquemas; y la neurología
clásica se interesaba más por los esquemas que por la
realidad, por eso, cuando afloraron por fin algunos de los
síndromes del hemisferio derecho se consideraron
extraños (p. 21).
En The Working Brain, uno de sus úl�mos libros, Luria
dedicaba una sección, breve pero es�mulante, a los
síndromes del hemisferio derecho, y concluía:Estas deficiencias de las que no se ha hecho aún ningún
estudio, nos remiten a uno de los problemas más
fundamentales: el del papel del hemisferio derecho de la
conciencia directa (p. 21).
Para la realización de cualquier ac�vidad es indispensable
la integración de los dos hemisferios cerebrales, dado que
la relación de cada individuo con la realidad abstracta pasa
forzosamente por la relación con la realidad concreta. Es la
experiencia de la realidad concreta la que permite
formarse un juicio acertado de esa realidad.
Un ejemplo de esta necesidad es el caso del Prof. P., que
padecía de una falta de contacto entre los centros visuales
del cerebro y el ojo; confundía los objetos, las figuras y las
cosas animadas. Para compensarlo asignaba a las cosas una
realidad que no correspondía con lo que en realidad eran.
Esta dificultad no exis�a cuando se trataba de algún otro
sen�do, como el oído o el tacto. Así, se auxiliaba de los otros
sen�dos –especialmente del oído- para interpretar la
realidad concreta.
Esta terrible deficiencia le impedía formarse juicios
acertados sobre la realidad concreta externa pues, como no
podía formarse imágenes mentales directas, tenía que
recurrir a abstracciones que poseía en su memoria y que
aplicaba arbitrariamente o ayudándose de las señales que
le proporcionaban los otros sen�dos.
Si existe una deficiencia en la percepción de lo concreto, la
atribución de la idea a la realidad resulta errónea, es decir,
se hace un juicio equivocado. Así, cuando el hemisferio
derecho presenta una deficiencia en el envío de las señales
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derecho presenta una deficiencia en el envío de las señales
perceptuales al hemisferio izquierdo, éste asigna
arbitrariamente una interpretación errónea de la realidad
que se le presenta.
Oliver Sacks presenta entonces el papel que desarrollan los
sen�dos del ser humano para permi�rle tomar contacto,
tanto con su realidad interna como con la realidad externa,
y los clasifica en tres �pos: a) del hombre con el mundo
externo , b) con su propio ser y actuar –exterocepción
– i n t e r o c e p c i ó n y c ) c o n s u p r o p i o c u e r p o
–propiocepción. Estos tres �pos de relación con la
realidad son fundamentales en la vida personal porque
juntos componen la conciencia de la propia iden�dad.
Conviene aquí recordar que el cerebro se diferencia del
resto de los órganos internos porque no solo ges�ona su
supervivencia, sino la de todos los demás sistemas del
organismo; esto lo opera por medio de los mapas
(cartogra�a) que construye del cuerpo como su realidad
propia y de éste en su relación con el mundo externo. Sin
ello no seríamos capaces de relacionarnos con ninguna de
las dos realidades en las que se desenvuelve nuestra vida.
Presentamos a con�nuación los tres casos –uno de cada
�po- de estas deficiencias del hemisferio derecho del
cerebro, referidos por el Dr. Sacks, que eran desconocidas o
negadas hasta mediados del siglo pasado, al mismo �empo
que nos muestran que ese hemisferio cerebral es el
encargado de relacionarnos con lo concreto:
(…) Se suman aquí dificultades internas y externas. No es
que sea di�cil, sino que es imposible que pacientes con
ciertos síndromes del hemisferio derecho perciban sus
p r o p i o s p r o b l e m a s ( u n a p e c u l i a r y e s p e c í fi ca
“anosognosia”, u�lizando un término de Babinski). Y es
sumamente di�cil, hasta para el observador más sensible,
imaginarse el estado interior, la “situación” de tales
pacientes, pues ésta se halla casi inconcebiblemente
alejada de todo lo que uno haya podido conocer. Los
síndromes del hemisferio izquierdo son, por el contrario,
rela�vamente fáciles de imaginar. Aunque sean tan
frecuentes los síndromes de un hemisferio como los del otro
(¿por qué no habrían de serlo?) hallaremos un millar de
descripciones de los correspondientes al izquierdo en la
literatura neurológica y neuropsicológica por cada
descripción de un síndrome del derecho. Es como si esos
síndromes fuesen, en cierto modo, ajenos al carácter mismo
de la neurología. Y sin embargo son, como dice Luria, de
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fundamental importancia. Y en tal medida que quizás
exijan un nuevo �po de neurología, una ciencia
“personalista” o (como le gustaba decir a Luria)
“román�ca”, pues afloran aquí, para que los estudiemos,
los fundamentos �sicos de la persona, el yo.
(…) He de confesar que a mí me intrigan de un modo
especial estos trastornos, pues abren, o prometen, campos
apenas imaginados hasta el momento, que nos muestran
una neurología y una psicología más abiertas y amplias,
emocionantemente dis�ntas a la neurología del pasado,
más bien rígida y mecánica (p. 22).
Así pues, lo que ha atraído mi interés, más que los déficits
en un sen�do tradicional, han sido los trastornos
neurológicos que afectan al yo. Dichos trastornos pueden
ser de varios �pos (y no solo pueden deberse a menoscabos
de la función sino también a excesos) y parece razonable
considerar por separado las dos categorías. Pero hemos de
decir desde el principio que una enfermedad no es nunca
una mera pérdida o un mero exceso, que hay siempre una
reacción por parte del organismo o individuo afectado para
restaurar, reponer, compensar, y para preservar su
iden�dad, por muy extraños que puedan ser los medios; y
y para preservar su iden�dad, por muy extraños que
puedan ser los medios; y una parte esencial de nuestro
papel como médicos, tan esencial como estudiar el ataque
primario al sistema nervioso, es estudiar esos medios e
influir en ellos. Ivy McKenzie expuso esto con gran vigor:
Porque, ¿qué es lo que cons�tuye una 'en�dad de
enfermedad'? El médico no se ocupa, como el naturalista,
de una amplia gama de organismos diversos teóricamente
adaptados de un modo común, sino de un solo organismo,
de un solo sujeto humano, que lucha por preservar su
iden�dad en circunstancias adversas.
Esta dinámica, esta “lucha por preservar la iden�dad”, por
muy extraños que sean los medios o las consecuencias de
tal lucha, fue admi�da hace mucho en psiquiatría, y como
tantas otras cosas, se asocia sobre todo con la obra de
Freud. Así, éste consideraba los delirios de la paranoia no
como algo primario, sino como tenta�vas, aunque
descaminadas, de restablecer, de reconstruir un mundo
reducido al caos absoluto. Siguiendo exactamente esa
tónica, Ivy McKenzie escribió:
La patología fisiológica del síndrome de Parkinson es el
estudio de un caos organizado, un caos provocado en
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en primer término por la destrucción de integraciones
importantes; y reorganizado sobre una base inestable en el
proceso de rehabilitación (p. 23).
Poco después, el autor expone el caso de una forma
especial de agnosia visual, y que es el que da el �tulo a su
libro: “El hombre que confundió a su mujer con un
sombrero”:
(…) Casos como éste ponen en entredicho las bases mismas
de los axiomas o supuestos más enraizados de la
neurología clásica: en concreto, la idea de que la lesión
cerebral, cualquier lesión cerebral, reduce o elimina la
“ac�tud abstracta y categórica” (en expresión de Kurt
Goldstein), reduciendo al individuo a lo emo�vo y lo
concreto. (Hughlings Jackson expuso una tesis muy similar
en la década de 1860). Ahora, en el caso del doctor P.
veremos (…) un hombre que ha perdido del todo (aunque
solo en la esfera de lo concreto, lo personal, lo “real”… y ha
quedado reducido, digamos, a lo abstracto y categorial,
con consecuencias par�cularmente disparatadas (p. 24).
(…) El Profesor P., un músico dis�nguido, que había sido
famoso como cantante, y luego había pasado a ser
profesor de la Escuela de Música local. Fue en ella, en la
relación con sus alumnos, donde empezaron a producirse
ciertos extraños problemas. A veces, un estudiante se
presentaba al doctor P. y el doctor P. no lo reconocía; o
mejor, no iden�ficaba su cara. En cuanto el estudiante
hablaba, lo reconocía por la voz. Estos incidentes se
mul�plicaron, provocando situaciones embarazosas,
perplejidad, miedo… y, a veces, situaciones cómicas. Porque
el doctor P. no solo fracasaba cada vez más en la tarea de
iden�ficar caras, sino que veía caras donde no las había
[como cuando confundió a su mujer con un sombrero] (…) y
los errores eran tan ridículos (y tan ingeniosos) que
di�cilmente podían considerarse serios o presagio de algo
más. La idea de que hubiese “algo raro” no afloró hasta
unos tres años después, cuando se le diagnos�có diabetes.
Sabiendo muy bien que la diabetes podía afectar a la vista,
el doctor P. consultó a un o�almólogo, que le hizo un
cuidadoso historial clínico y un me�culoso examen de los
ojos. “No �ene usted nada en la vista”, le dijo. “Pero �ene
usted problemas en las zonas visuales del cerebro. Yo no
puedo ayudarle, ha de ver usted a un neurólogo” (p. 26).
Cuando el doctor Sacks recibe al profesor P. relata que:
Visualmente se hallaba perdido en un mundo de
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abstracciones sin vida. No tenía en realidad un verdadero
mundo visual, lo mismo que no tenía un verdadero yo
visual. Podía hablar de las cosas pero no las veía
directamente. (…) El profesor P. actuaba, en realidad,
exactamente igual que actúa una máquina. No se trataba
solo de que mostrase la misma indiferencia que un
ordenador hacia el mundo visual sino que (aún más
sorprendente) construía el mundo como lo construye un
ordenador, mediante rasgos dis�n�vos y relaciones
esquemá�cas. Podía iden�ficar el esquema (a la manera
de un “equipo de iden�ficación”) sin captar en absoluto la
realidad (p. 34).
¿Cómo hemos de interpretar esa extraña incapacidad del
doctor P. para interpretar, para iden�ficar un guante como
un guante? Es evidente que en este caso, a pesar de la
facilidad para formular hipótesis cogni�vas, no era capaz
de hacer un juicio cogni�vo. El juicio es intui�vo, personal,
global y concreto: “vemos” cómo están las cosas, en
relación unas con otras y consigo mismas. Era
precisamente este marco, esta relación, lo que le faltaba al
doctor P. (aunque su juicio fuese despierto y normal en
todos los demás aspectos). ¿Se debía a una falta de
información visual o a un proceso de información visual
o a un proceso de información visual defectuoso?, (ésta
habría sido la explicación de una neurología esquemá�ca,
clásica). O faltaba algo en la ac�tud del doctor. P., que le
impedía relacionar lo que veía consigo mismo? (p. 38).
Se trata de un caso de deficiencia de exterocepción:
(…) El doctor P. tenía una ac�tud abstracta… en realidad no
tenía nada más. Y era precisamente esto, ese carácter
absurdamente abstracto de su ac�tud (absurdo porque no
se mezclaba con ninguna otra cosa) lo que le impedía
percibir iden�dades o detalles individuales, lo que le
privaba del juicio.
Refiriéndose a otro caso (el de un paciente de Macrae y
Trolle, (1956) con una lesión grave, O. Sacks relata que
“Según indican los autores tenía dificultades especiales
con lo animado.” (p. 41).
Curiosamente, aunque la neurología y la psicología hablen
de todo lo demás, casi nunca hablan del “juicio” … y, sin
embargo, es en concreto el desmoronamiento del juicio (en
sectores específicos, como en el caso del doctor P. o, de un
modo más general, como en pacientes con el síndrome de
Korsakov o con afectación del lóbulo frontal) lo que
c o n s � t u y e l a e s e n c i a d e m u c h o s t r a s t o r n o s
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trastornos neuropsicológicos. El juicio y la iden�dad
pueden figurar en la lista de bajas… pero la neuropsicología
jamás habla de ellos (p. 39).
El síndrome de Korsakov es un �po de demencia que se
caracteriza por la pérdida de memoria y confabulación, así
como por problemas del corazón, vasculares y del sistema
nervioso. Se debe principalmente al uso crónico de
alcohol, que lleva a una deficiencia de vitamina b1
(�amina).
(...) Y, sin embargo, sea en un sen�do filosófico (el sen�do
de Kant) o en un sen�do empírico y evolucionista, el juicio
es la facultad más importante que tenemos. Un
animal, o un hombre, pueden arreglárselas muy bien sin
“ac�tud abstracta” pero perecerán sin remedio privados
de juicio. El debiera ser la primera facultad de la vida
superior o de la mente, y sin embargo la neurología clásica
(computacional) lo ignora o lo interpreta erróneamente. Y
si inves�gásemos como pudo llegarse a a una situación tan
absurda, veríamos que es algo que nace de los supuestos, o
de la evolución de la propia neurología. Porque la
neurología clásica (como la �sica clásica) siempre ha sido
mecanicista, desde las analogías mecánicas de Hughlings
Hughlings Jackson hasta las analogías de hoy con los
ordenadores. (p. 39).
Por supuesto que el cerebro es una máquina y un
ordenador: todo lo que dice la neurología clásica es válido.
Pero los procesos mentales, que cons�tuyen nuestro
ser y nuestra vida, no son solo abstractos y mecánicos
sino también personales… y, como tales, no consisten
solo en clasificar y establecer categorías, entrañan
también sen�mientos y juicios con�nuos. Si no los hay,
pasamos a ser como un ordenador, que era lo que le sucedía
al doctor P. Y por lo mismo, si eliminamos sen�miento y
juicio, lo personal de las ciencias cognosci�vas, las
reducimos a algo tan deficiente como el doctor P., y
reducimos nuestra capacidad de captar lo concreto y real.
Por una especie de analogía trágica y terrible, la psicología y
la neurología cognosci�va de hoy se parecen mucho al
pobre doctor P. Necesitamos lo real y concreto tanto como
lo necesitaba él; y no nos damos cuenta, lo mismo que él.
Nuestras ciencias cognosci�vas padecen también una
agnosia similar en el fondo a la del doctor P.
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El doctor P. puede pues servirnos de advertencia y
parábola de lo que le sucede a una ciencia que evita lo
relacionado con el juicio, lo par�cular, lo personal y se
hace exclusivamente abstracta y estadís�ca (p. 40)
A propósito de ese tema, Oliver Sacks relata la consulta que
le hizo en una ocasión a Luria, sobre el caso de Jim, un
paciente diagnos�cado con síndrome de Korsakov,
producido por una afectación del lóbulo frontal derecho,
uno de cuyos síntomas es la amnesia retroac�va. Como
relata Sacks:
“Jimmie G., que fue admi�do en nuestra residencia de
ancianos próxima a la ciudad de Nueva York a principios de
1975, con una críp�ca nota de traslado que decía:
“Desvalido, demente, confuso y desorientado.” Cuando el
Dr. Sacks lo examinó Jimmie fue capaz de relatar su vida
hasta los 19 años, pero en 1975, Jimmie creía que estaba en
el año de 1945 y que seguía teniendo 19 años. No
recordaba nada más después de esa fecha, a excepción de
algunos fragmentos de sucesos pasados pero inconexos.
¿Qué podíamos hacer? ¿Qué debíamos hacer? “En un caso
como éste,” me escribía Luria, “no hay recetas. Haga lo que
su ingenio y su corazón le sugieran. Hay pocas esperanzas,
su ingenio y su corazón le sugieran. Hay pocas esperanzas,
puede que ninguna, de que se produzca una recuperación
de la memoria. Pero un hombre no es solo memoria.
Tiene también sen�miento, voluntad, sensibilidad, yo
moral…” (…) (p. 56).
“Es ahí donde puede usted conmoverlo y producir un
cambio profundo.” La memoria, la ac�vidad mental, la
mente solo no podían fijarlo; pero la acción y la
atención moral podían fijarlo plenamente (p. 61).
¿A qué se refiere Luria en su respuesta? ¿A qué
elementos psicológicos podría dirigirse el Dr. Sacks en
el caso de Jim? ¿O era, tal vez, al sustrato de todos esos
elementos? Cuando Luria se refiere al sen�miento, la
voluntad, la sensibilidad, el sen�do esté�co y religioso,
el yo moral, se refiere a elementos que conforman el
sen�do personal de las experiencias vividas, que
cons�tuyen el juicio propio, individual, original de
cada individuo. Es con todos estos elementos como se
integra la personalidad.
En una palabra, cuando Luria propone la búsqueda de
esos elementos, apunta a encontrar el sustrato de
todos ellos, al fondo de esa persona, a su originalidad.
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En ella se encuentra como factor integrador la historia de
las experiencias vividas, es decir, su ser autobiográfico, la
historia de esa persona como individuo original.
Como en su momento afirmaría Albert Einstein (1934):
“…antes de que la humanidad estuviera madura para una
ciencia que abarca toda la realidad, se necesitaba una
segunda verdad fundamental… todo el conocimiento de la
realidad empieza a par�r de la experiencia y termina con
ella” (Damasio, 2016, p. 241).
El caso de Jim es el de una grave deficiencia de
interocepción que conduce a una profunda disolución de
la personalidad. Tan grave era el caso de Jimmie, que dice
O. Sacks:
Uno tendía a hablarle, ins�n�vamente, como si se tratase
de una baja espiritual… “un alma perdida”: ¿Era posible,
realmente, que la enfermedad lo hubiera “desalmado”?
“¿Ustedes creen que �ene alma?” les pregunté una vez a
las monjas [que lo atendían]. Se escandalizaron con
aquella pregunta, pero entendían muy bien por qué se la
hacía. “Vaya a ver a Jimmie en la capilla”, me dijeron, “y
juzgue por usted mismo.”
Lo hice y quedé conmovido, profundamente conmovido e
impresionado, porque vi entonces una intensidad y una
firmeza de atención y de concentración que no había visto
nunca en él y de la que no lo había creído capaz. Lo observé
un rato arrodillado, le vi comulgar y no pude dudar del
carácter pleno y total de aquella comunión, la
sincronización perfecta de su espíritu con el espíritu de la
misa. Plena, intensa, quedamente, en la quietud de la
atención y la concentración absoluta, entró y par�cipó en la
sagrada comunión. Estaba plenamente fijado, absorbido
por un sen�miento. No había olvido, no había síndrome de
Korsakov entonces, ni parecía posible o concebible que lo
hubiese; porque ya no estaba a merced de un mecanismo
defectuoso y falible (el de las secuencias sin sen�do y los
ves�gios de memoria), sino que estaba absorto en un acto,
un acto de todo su ser, que aportaba sen�miento y sen�do
en una unidad y una con�nuidad orgánicas, una
con�nuidad y una unidad tan inconsú�les que no podían
admi�r la menor quiebra.
Era evidente que Jimmie se encontraba a sí mismo,
encontraba con�nuidad y realidad en el carácter absoluto
del acto y de la atención espiritual. Las monjas tenían razón:
allí hallaba su alma. Y la tenía Luria, cuyas palabras recordé
entonces (p. 61). (…) Pero quizás “moral” sea un término
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demasiado limitado… porque en aquello se incluían
también lo esté�co y lo dramá�co. Ver a Jimmie en la
capilla me abrió los ojos a otros campos donde se convoca
el alma y se la fija y apacigua en atención y comunión. La
música y el arte provocaban la misma intensidad de
atención y de absorción: comprobé que Jim no tenía ningún
problema para “seguir” la música o piezas dramá�cas
sencillas, porque cada instante de música y arte con�ene
otros instantes, remite a ellos. Le gustaba la jardinería y se
había hecho cargo de algunas tareas de nuestro jardín (…)
yo creo que lo estructuraba basándose en otros jardines
amados y recordados de su juventud en Connec�cut.
Jimmie, tan perdido en el �empo “espacial” extensional,
estaba perfectamente organizado en el �empo
“intencional”; lo fugaz, insostenible como estructura
formal, era perfectamente estable, se sostenía
perfectamente, como arte o voluntad. Además había algo
que persis�a y que sobrevivía. Si bien lo “fijaba”
brevemente una tarea, o un rompecabezas, un juego o un
cálculo, por el es�mulo puramente mental , se
desmoronaba en cuanto terminaba esa tarea, en el abismo
de su nada, su amnesia. Pero si se trataba de una atención
emo�va o espiritual (la contemplación de la naturaleza o el
arte, oír música, asis�r a misa en la capilla), la atención, su
“talante”, su sosiego, persis�a un rato, así como una
introspección y una paz que raras veces mostró por lo
demás en su período de estancia en la Residencia, quizás
ninguna (p. 62).
H a c e y a d i e z a ñ o s q u e c o n o z c o a J i m m i e y
neurológicamente no ha cambiado en absoluto. Aún �ene
un síndrome de Korsakov gravísimo, devastador, es incapaz
de recordar cosas aisladas más de unos segundos y �ene
una profunda amnesia que se remonta hasta 1945. Pero
humana y espiritualmente es a veces un hombre
completamente dis�nto, no se siente ya agitado, inquieto,
aburrido, perdido, se muestra profundamente atento a la
belleza y al alma del mundo, sensible a todas las categorías
kirkegaardianas… y esté�cas, a lo moral, lo religioso, lo
dramá�co. La primera vez que lo vi me pregunté si no
estaría condenado a una especie una agitación carente de
sen�do sobre la superficie de la vida, y si habría algún
medio de trascender la incoherencia de su enfermedad. La
ciencia empírica me decía que no… pero la ciencia empírica,
el empirismo no �ene en cuenta el alma, no �ene en cuenta
lo que cons�tuye y determina el yo personal. Quizás haya
aquí una enseñanza filosófica además de una enseñanza
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filosófica además de una enseñanza clínica: que en el
síndrome de Korsakov o en la demencia o en otras
catástrofes similares, por muy grandes que sean la lesión
orgánica y la disolución, persiste la posibilidad sin merma
de reintegración por el arte, por la comunión, por la
posibilidad de es�mular el espíritu humano: Y éste puede
mantenerse en lo que parece, en principio, un estado de
devastación neurológica sin esperanza (p. 61-62).
[Esas] (…) son cosas de las que neuropsicología no puede
hablar. Y es ahí, más allá del campo de la psicología
impersonal, donde puede usted hallar medios de
conmoverlo y de cambiarlo. Y las circunstancias de su
trabajo le facilitan eso especialmente, pues trabaja usted
con una Residencia, que es como un pequeño mundo,
completamente dis�nto de las clínicas e ins�tuciones
donde trabajo yo. Es poco lo que puede usted hacer
neuropsicológicamente, nada quizás; pero en el campo del
Individuo quizá pueda usted hacer mucho” (p. 56).
Oliver Sacks presenta también un caso de deficiencia de
propiocepción, el caso de Chris�na, una mujer que ingresa
al hospital tres días antes de ser operada de la vesícula. El
día anterior a la cirugía, Chris�na presenta síntomas
agudos de una polineuri�s puramente (o casi puramente)
sensorial, que afectaba las raíces sensi�vas de los nervios
craneales y espinales a través del neuroeje. En un principio
el diagnós�co del psiquiatra fue “Histeria de angus�a”, pero
el día de la cirugía, Chris�na estaba mucho peor:
No podía mantenerse en pie… salvo que mirase hacia abajo,
hacia los pies. No podía sostener nada en las manos, y éstas
vagaban… salvo que mantuviese la vista fija en ellas.
Cuando extendía la mano para coger algo, o intentaba
llevarse los alimentos a la boca, las manos se equivocaban,
se quedaban cortas o se desviaban descabelladamente,
como si hubiese desaparecido cierta coordinación o control
esencial.
Apenas podía mantenerse incorporada… el cuerpo “cedía”.
La expresión era extrañamente vacua, inerte, la boca
abierta, hasta la postura vocal había desaparecido.
-Ha sucedido algo horrible –balbucía con una voz lisa y
espectral-. No siento el cuerpo. Me siento rara…
desencarnada (p. 72).
Chris�na estaba sufriendo la pérdida de lo que Sherrington
llamó una vez “nuestro sen�do secreto, nuestro sexto
sen�do”, ese flujo sensorial con�nuo pero inconsciente de
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las partes móviles del cuerpo (músculos, tendones,
ar�culaciones), por el que se controlan y ajustan
con�nuamente su posición, tono y movimiento, pero de un
modo que para nosotros queda oculto, por ser automá�co
e inconsciente.
El resto de nuestros sen�dos (los cinco sen�dos) están
abiertos, son evidentes pero esto (nuestro sen�do oculto)
hubo de, digamos, descubrirlo Sherrington en la década de
1890. Le llamó “propiocepción”, para dis�nguirlo de la
“exterocepción” [sensación y conciencia de lo externo] y de
la “interocepción”[que hace referencia a los es�mulos o
sensaciones que provienen de los órganos internos del
cuerpo humano, como las vísceras, y que nos dan
información acerca de las mismas], y además, [la
propiocepción] por ser imprescindible para que el individuo
tenga un sen�do de sí mismo; porque si sen�mos el cuerpo
como propio, como “propiedad” nuestra, es por cortesía de
la propiocepción (Sherrington 1906, 1940).
¿Hay algo que sea más importante para nosotros, a un
nivel básico, que el control, la propiedad, el manejo, de
nuestro yo �sico? Y sin embargo, es algo tan automá�co,
tan familiar, que no le dedicamos jamás un pensamiento.
Cuando Chris�na preguntó horrorizada si había
posibilidades de recuperación, los médicos se miraron y la
miraron: -No tenemos ni idea.
Oliver Sacks procedió a explicarle:
El sen�do del cuerpo, le expliqué, lo componen tres cosas: la
visión, los órganos del equilibrio (el sistema ves�bular) y la
propiocepción… que es lo que ella había perdido.
Normalmente operan los tres juntos. Si uno falla, los otros
pueden suplirlo… hasta cierto punto.
(…) Chris�na escuchó atenta, muy atenta, como con una
atención desesperada.
-Lo que yo tengo que hacer entonces –dijo muy despacio- es
u�lizar la vista, usar los ojos, en todas las ocasiones en que
antes u�lizaba, ¿cómo le llamó usted?, la propiocepción. Ya
me he dado cuenta –añadió pensa�va- de que puedo
perder los brazos. Pienso que están en un si�o y luego
resulta que están en otro. Esta “propiocepción” es como los
ojos del cuerpo, es la forma que �ene el cuerpo de verse a sí
mismo. Y si desaparece, como en mi caso, es como si el
cuerpo estuviese ciego. Mi cuerpo no puede “verse” si ha
perdido los ojos, ¿o no? Así que tengo que vigilarlo…, tengo
que ser sus ojos. ¿No?
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Sí –dije-, eso es. Podría usted ser fisióloga.
-Tendré que ser algo así como una fisióloga, sí –contestó-,
porque mi fisiología se ha descompuesto y puede que no se
recomponga nunca de modo natural… (p. 74).
C u a n d o C h r i s � n a d i c e d e s í m i s m a q u e e s tá
“desencarnada”, O. Sacks piensa:
“Tiene razón.”
Porque, en cierto sen�do, ella está “desmedulada”,
desencarnada, es una especie de espectro. Ha perdido,
con el sen�do de la propiocepción, el anclaje orgánico
fundamental de la iden�dad, al menos de esa iden�dad
corporal o “egocuerpo”, que para Freud es la base del yo:
“El ego es primero y ante todo un ego cuerpo.” Cuando hay
trastornos profundos de la percepción del cuerpo e imagen
del cuerpo se produce indefec�blemente una cierta
despersonalización o desvinculación (P.79).
Chris�na ha mejorado notablemente, sin embargo:
No sabe que aquí “hay una mano”, su pérdida de
propiocepción, su desaferentación, la ha privado de su
base existencial, epistémica, y nada que pueda hacer o
pensar alterará este hecho. No puede estar segura de su
cuerpo...
(…) Chris�na ha triunfado y ha fracasado a la vez de un
modo extraordinario. Ha conseguido alcanzar el obrar pero
no el ser. Ha triunfado en una cuan�a casi increíble en todas
las adaptaciones que permiten la voluntad, el valor, la
tenacidad, la independencia y la duc�lidad de los sen�dos y
del sistema nervioso. Ha afrontado, afronta, una situación
sin precedentes, ha luchado contra obstáculos y dificultades
inconcebibles y ha sobrevivido como un ser humano
indomable, impresionante. Es uno de esos héroes
anónimos, o heroínas, de la enfermedad neurológica (p.
80).
Presentamos a con�nuación otro caso de deficiencia de
exterocepción relatado por Oliver Sacks, el de:
Madeleine J., que ingresó en el Saint Benedict's Hospital,
cerca de Nueva York, en 1980. Tenía sesenta años, ceguera
congénita con parálisis cerebral y su familia la había
cuidado en casa durante toda su vida. Con estos
antecedentes y su paté�ca condición (espasmodismo y
atetosis, es decir, movimientos involuntarios de ambas
manos, a lo que se añadía un fallo en el desarrollo de la
vista) yo esperaba hallaba en un estado de retraso y
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y regresión.
Pero no fue así, más bien lo contrario. Hablaba con fluidez,
con elocuencia en realidad (el espasmodismo apenas si
afectaba, afortunadamente, al habla), y resultó ser una
mujer animosa de una cultura y una inteligencia
excepcionales.
-Ha leído usted muchísimo- le dije. Debe dominar muy bien
el método Braille.
-No, nada de eso- dijo ella-. Todas mis lecturas me las han
hecho otras personas…, eran libros hablados o me leía
alguien. En realidad no conozco el Braille, no sé ni una
palabra de él. No puedo hacer nada con las manos…, las
tengo completamente inú�les. -Alzó las manos
despec�vamente.
Son unas masas miserables e inú�les de pasta, ni siquiera
las siento como parte de mí. (p. 86).
Esto me pareció muy sorprendente. La parálisis cerebral no
suele afectar a las manos, o al menos, no las afecta
decisivamente: puede haber espasmos o debilidad o
alguna deformación, pero en general son de una u�lidad
considerable (a diferencia de las piernas, que pueden
quedar completamente paralizadas, en esa variedad de la
llamada enfermedad de Li�le o displejía cerebral).
(…) No había trastorno alguno en la sensación elemental, en
cuanto tal, pero había, en patente contraste, un
profundísimo trastorno de la percepción. No era capaz de
reconocer o de iden�ficar nada: le puse en las manos todo
�po de objetos, incluyendo una mano mía. No podía
iden�ficar y no exploraba; no había movimientos
“interroga�vos” ac�vos de las manos: eran, ciertamente,
tan inac�vas, tan inertes, tan inú�les, como “masas de
pasta.”
(…) ¿Es posible que sean superfluas (“inú�les”) porque no
las haya u�lizado nunca? ¿El hecho de que hubiera estado
“protegida”, “cuidada”, “mimada”, desde el nacimiento, le
habría impedido el uso exploratorio normal de las manos
que todos los niños aprenden en los primeros meses de
vida? ¿El que la hubiesen llevado siempre de un lado a otro
los demás, el que se lo hubiesen hecho todo, había impedido
el que desarrollara unas manos normales? Y si era así
(parecía insólito, pero era la única hipótesis que se me
ocurría), ¿podría ahora, a los sesenta años, adquirir lo que
debía haber adquirido en las primeras semanas y meses de
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de vida? (p. 87). ¿Había algún precedente? ¿Se había
descrito o intentado algo así alguna vez?
A par�r de su experiencia con los casos de soldados
heridos, que habían perdido el uso de las manos, Leon�ev y
Zaporozhets indicaban que los “sistemas gnós�cos” que
permi�an que se produzca la “gnosis” o uso percep�vo de
las manos, podían “disociarse” en tales casos a
consecuencia de las heridas, de la intervención quirúrgica y
de un período subsiguiente de semanas o meses sin
usarlas. En el caso de Madeleine, aunque el fenómeno era
idén�co (“inu�lidad”, “falta de vida”, “alienación”), había
durado toda la vida. Madeleine no solo necesitaba
recuperar las manos sino descubrirlas (adquirirlas,
conseguirlas) por primera vez; tenía no ya que recuperar un
sistema gnós�co disociado, sino que construir, en primer
lugar, un sistema gnós�co que nunca había tenido. ¿Era
esto posible?
Los soldados heridos de Leon�ev y Zaporozhets tenían
manos normales antes de las heridas (…) Madeleine, por el
contrario, no tenía ningún repertorio de recuerdos porque
no había usado las manos nunca (y tenía la sensación de no
tener manos y tampoco los brazos. (…) Este era pues el reto
que afrontábamos: una paciente con sensaciones
elementales perfectas en las manos, pero sin poder alguno,
al parecer, para integrar esas sensaciones relacionadas con
el mundo y con ella misma; que no podía decir “percibo,
reconozco, quiero, actúo”, en relación con sus manos
“inú�les”. Pero de una manera u otra (como descubrieron
Leon�ev y Zaporozhets con sus pacientes) había que
conseguir que actuase y que u�lizase las manos
ac�vamente y que al hacerlo así lograse, era nuestra
esperanza, la integración: “La integración está en la
acción”, como dijo Roy Campbell.
Madeleine estaba muy contenta con todo esto, fascinada
en realidad, pero desconcertada y desesperanzada a la vez.
-¿Cómo voy a poder hacer cosas con las manos –me
preguntaba- si solo son masas de pasta?
“En el principio es el acto”, escribe Goethe. Esto puede ser
cierto cuando lo que afrontamos son dilemas morales o
existenciales, pero no donde �enen su origen el movimiento
y la percepción. Sin embargo, también hay algo súbito: un
primer paso (o una primera palabra, como cuando Helen
Keller dijo “agua”), un primer movimiento, una primera
percepción, un primer impulso, total, “llovido del cielo”,
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donde antes no había nada o nada con sen�do. “En el
principio es el impulso”. No un acto, no un reflejo, sino un
“impulso”, que es al mismo �empo más obvio y más
misterioso… No podíamos decirle a Madeleine: “¡Hazlo!”,
pero podíamos esperar un impulso; podíamos esperarlo,
podíamos pedirlo, podíamos provocarlo incluso…
Pensé en el niño que ex�ende las manos buscando el pecho
de su madre. -Pónganle a Madeleine la comida, como por
casualidad, ligeramente fuera de su alcance de vez en
cuando –les dije a las enfermeras que la atendían-. No la
dejen pasar hambre, no la torturen, pero muestren menos
solicitud de la habitual al darle de comer. (p. 89).
Y un bien día pasó lo que no había pasado antes:
impaciente, acuciada por el hambre, en vez de esperar
pasiva y resignada, es�ró un brazo, tanteó, cogió una rosca
de pan, se la llevó a la boca. Fue su primer uso de las manos,
su primer acto manual, en sesenta años, y señaló su
nacimiento como “individuo motriz” (el término de
Sherrington para para el individuo que aflora a través de
los actos). Cons�tuía también su primera percepción
manual y, por lo tanto, su nacimiento como “individuo
perceptual” completo. Su primera percepción, su primer
reconocimiento, fue una rosca de pan, o “rosquedad”, lo
mismo que el primer reconocimiento de Helen Keller, su
primera manifestación, fue el agua (“agüedad”).
Tras este primer acto, esta primera percepción, el progreso
fue sumamente rápido. (…) El “reconocimiento” tenía que
lograrlo por medio de una especie de deducción o conjetura
curiosamente indirecta, pues al haber permanecido ciega y
“sin manos” desde el nacimiento, carecía de las imágenes
internas más simples (mientras que Helen Keller tenía al
menos imágenes tác�les). Si no hubiera tenido una cultura
y una inteligencia excepcionales, con una imaginación
aprovisionada y sostenida, digamos, con las imágenes de
otros, con imágenes transmi�das por el lenguaje, por la
palabra, podría haber seguido casi tan desvalida como un
niño de pecho (p. 90).
Después, el doctor Sacks, comenta:
Estos casos de agnosia del desarrollo pueden ser raros, pero
se ven frecuentemente casos de agnosia adquirida que
tes�monian ese mismo principio fundamental del uso.
(…) Lo normal es que esta sensación de desvinculación sea,
si se produce, absolutamente súbita, y que la vuelta a la
realidad, si se produce, sea súbita, igualmente. Hay,
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digamos, un umbral crí�co (funcional y ontológico). Es
crucial conseguir que estos pacientes usen las manos y los
pies…, incluso, si es necesario, “engañarlos” para que lo
hagan. Así es posible que se produzca una revinculación
súbita, un súbito salto atrás hacia la realidad subje�va y la
“vida”, siempre que haya potencial fisiológico suficiente
(no es posible esta revinculación si la neuropa�a es total, si
las partes distales de los nervios están completamente
muertas) (p.93).
(…) Nos vemos obligados, pues, a pasar de una
neurología de la función a una neurología de la
acción, de la vida.
(…) La neurología tradicional, con su mecanicismo, su
insistencia en los déficits, nos oculta la vida real que es
ins�nto en todas las funciones cerebrales, al menos las
funciones superiores como las de la imaginación, la
memoria y la percepción. Nos oculta la propia vida de la
mente (p. 123-124).
Más adelante en su libro, Sacks se refiere a la disociación, o
aún más, a la amputación de la corporeidad que hace la
psicología cogni�va de la realidad humana personal,
cuando recuerda:
Charcot y sus discípulos, entre los que figuran Freud y
Babinski además de Toure�e, fueron los úl�mos en su
profesión que tuvieron una visión conjunta de cuerpo y
alma, “ello” y “yo”, neurología y psiquiatría. En el cambio de
siglo se produjo una escisión entre una neurología sin alma
y una psicología sin cuerpo, y desapareció con ello cualquier
posibilidad de aclarar el síndrome de Toure�e. En realidad,
pareció desaparecer el propio síndrome, apenas si se habló
de él en la primera mitad de este siglo. En realidad, algunos
médicos lo consideraban como una cosa “mí�ca”, un
producto de la fér�l imaginación de Toure�e; pero la
mayoría no habían hablado de él siquiera. Estaba tan
olvidado como la gran epidemia de enfermedad del sueño
de la década de 1920 (P.128).
El síndrome de Toure�e es un trastorno neurológico que se
caracteriza por �cs motores y fónicos que perduran durante
más de un año (www.toure�e.org).
El propio Toure�e, y muchos clínicos más an�guos, solían
iden�ficar una forma maligna del síndrome, que podía
desintegrar la personalidad y conducir a una forma
extraña, fantasmagórica, pantomímica y con frecuencia
imita�va de “psicosis” o frenesí.
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Esta forma del síndrome de Toure�e (“supertoure�e”) es
muy rara, quizás cincuenta veces más que el síndrome
ordinario, y puede ser cualita�vamente dis�nta, además
de mucho más intensa que cualquiera de las formas
ordinarias del trastorno. Esta “psicosis de Toure�e”, este
frenesí-iden�dad singular es completamente dis�nto de la
psicosis ordinaria debido a su fenomenología y su
psicología subyacentes, y exclusivas (p. 162).
(…) En rápidas viñetas fui tes�go de lo que podía significar
padecer el síndrome de Toure�e de gravedad máxima, no
solo �cs y convulsiones del movimiento, sino �cs y
convulsiones de la percepción, la imaginación, las
pasiones… de toda la personalidad (p. 163).
Así pues, para Hume, la iden�dad personal es una ficción:
no exis�mos, no somos más que una sucesión de
sensaciones o percepciones.
Esto no se cumple, evidentemente, en el caso de un ser
humano normal, porque éste posee sus propias
percepciones. No son un mero flujo, sino que son
suyas, están unidas por una individualidad o yo
duradero. Pero lo que dice Hume puede aplicarse sin duda
a u n s e r t a n i n e s t a b l e c o m o l a v í c � m a d e l
supertoure�smo, cuya vida es, hasta cierto punto una
sucesión de movimientos y percepciones convulsivos e
imprevisibles, una agitación fantasmagórica sin centro ni
sen�do alguno (p. 168).
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El término “iden�dad” (id: igual al ser) �ene dos
acepciones: a) lo que es, y b) lo que se sabe que se es. La
iden�dad consiste en la percepción que se �ene de uno
mismo, que corresponde a lo que en realidad se es. Esta
percepción nos viene dada por la conciencia, que es la
instancia de juicio con la que contamos, tanto sobre la
realidad externa, como sobre nuestra propia realidad.
Vilayanur S. Ramachandran (1951- ), nacido en la India es
un destacado neurólogo y psicólogo, especializado desde
la década de los 90 en síndromes neurológicos como el de
los miembros fantasmas, el desorden de la iden�dad
integral corporal y el síndrome de Capgras. Ha hecho
importantes aportaciones al conocimiento y tratamiento
del espectro au�sta y de trastornos de la iden�dad, a
par�r de sus trabajos con las neuronas espejo.
Actualmente es Director del grupo de inves�gación del
Centro para el Cerebro y la Cognición en la Universidad de
California en San Diego. En su obra Lo que el Cerebro nos
Dice, V. S. Ramachandran hace un amplio estudio de las
“neuronas espejo” y de su profundo significado en la
evolución para la cons�tución de la especie humana. En
ella, explica cómo esas neuronas fueron evolucionando -en
especies menos avanzadas- para crear un modelo interno
de acciones e intenciones de otras personas, pero en los
seres humanos el modelo evolucionó aún más, para
representar la propia mente ante sí mismo. Gracias a ello,
podemos disponer de una autorrepresentación mental que
nos permite conocer la diferencia entre nuestro cuerpo y el
cuerpo de los demás. Con esto se halla ín�mamente
relacionada la capacidad de desarrollar el lenguaje y el
autorreflexión, que completan el paso hacia una nueva
especie: la especie humana.
Tal acontecimiento tuvo lugar, asegura, hace unos
doscientos mil años, y habría sido el amanecer de la
conciencia de uno mismo plenamente desarrollada. Es lo
que se conoce como conciencia del yo, que está basada en
la unión entre cuerpo-cerebro-mente y nos permite
percibirnos en la sensación de un todo, es decir, un yo
Identidad e imagen corporal. Vilayanur. S. Ramachandran.
22
³ Texto tomado de la obra de Ramachandran (2012): “Lo que el cerebro nos dice”.
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integrado, a par�r de la “reverberación” de acá para allá,
�po eco, entre el cerebro y el resto del cuerpo –y de hecho,
gracias a la empa�a entre el yo y los demás.
Ahora bien, hemos hablado de la posibilidad de disponer
de una representación mental de nuestro propio yo,
indispensable para la construcción de la , personalidad
que se logra por medio del equipamiento y el equilibrio
emocional, y la conciencia de uno mismo; pero,
desafortunadamente, esta posibilidad no se cumple en el
100% de las personas, como es el caso del au�smo
–trastorno preocupantemente extendido en la actualidad,
que ha atraído la atención de los especialistas- que provoca
una “pérdida perturbadora de este sen�do de
personificación”, que desdibuja la diferencia entre el “yo”
y el “tú”, pues “carecen de una autorrepresentación mental
lo bastante madura para entender la diferencia.” Y hace,
por tanto, di�cil para ellos “establecer dis�nciones
conceptuales entre palabras tales como autoes�ma,
c o m p a s i ó n , c l e m e n c i a , p e r d ó n y v e r g ü e n za ”
(Ramachandran, 2012, p. 210).
Más adelante, el autor refuerza lo expuesto cuando dice:
El au�smo nos recuerda que el exclusivamente humano
sen�do del yo no es una “nada etérea” sin “morada” ni
“nombre”. Pese a su vehemente tendencia a hacer valer su
privacidad y su independencia, en realidad el yo surge de
una reciprocidad de interacciones con los otros y con el
cuerpo en el que está incrustado.” El au�smo provoca una
“pérdida perturbadora de este sen�do de personificación
–de ser un yo dis�nto, autónomo, afianzado en un cuerpo e
incrustado en una sociedad (2012, p. 219).
Después escribe Ramachandran (2012):
S i a n a l i za m o s a p a c i e n te s c o n t r a s to r n o s d e
autorrepresentación y observamos el mal funcionamiento
de áreas específicas, podremos entender mejor cómo surge
un sen�do del yo en el cerebro humano normal. Cada
trastorno se convierte en una ventana abierta a un aspecto
concreto del yo (p. 342).
Primero vamos a definir estos aspectos del yo, o al menos
nuestras intuiciones sobre los mismos (p. 342):
1. Unidad. Pese a la ingente diversidad de experiencias
sensoriales que le llueven a un individuo en todo momento,
se siente una persona. Además, nuestros diversos (y a veces
contradictorios) obje�vos, recuerdos, emociones, acciones
y creencias, así como la conciencia presente, parecen
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aglu�narse para formar un individuo único (p. 342).
Éste es el sen�do de unidad del propio ser, que no
corresponde a la an�gua idea de que el yo está formado
por “partes”, ya sea “independientes” o “conectadas entre
sí”, sino que se trata de la experiencia de un yo integrado
que percibimos en la “reverberación entre cuerpo-
cerebro-mente”.
2. Con�nuidad. Pese al gran número de dis�ntos
episodios que jalonan nuestra vida, tenemos una
sensación de con�nuidad de la iden�dad a lo largo del
�empo- momento a momento, década tras década-. Y
como ha señalado Endel Tulving, podemos emprender un
“viaje en el �empo” mental, con inicio en la infancia
temprana y que nos proyecta al futuro, deslizándonos sin
esfuerzo de un lado al otro. Este virtuosismo prous�ano es
exclusivo de los seres humanos (p. 342).
Se trata del sen�do de una con�nuidad innata e
inconsciente del propio ser, que comienza con la vida y
permanece a lo largo de ella.
3. Encarnación. En el cuerpo nos sen�mos afianzados y en
casa. Nunca nos pasa por la cabeza que la mano que
acabamos de u�lizar para coger las llaves del coche no nos
pertenezca. Tampoco creemos correr el peligro de creer que
el brazo de un camarero o de una cajera sea en realidad
nuestro. No obstante, si rascamos la superficie resulta que
nuestro sen�do de la encarnación es sorprendentemente
falible y flexible. Lo creamos o no, nos pueden engañar
óp�camente para hacernos creer que abandonamos
temporalmente el cuerpo y nos encontramos en otra
ubicación. (…) nuestra imagen corporal es muy maleable; se
puede alterar la posición usando espejos (…) en algunas
enfermedades esta imagen puede resultar profundamente
trastornada (p. 342).
El sen�do de “encarnación” nos muestra que el yo no solo
existe siempre en el propio cuerpo, sino que, además, el
cuerpo conforma el yo.
4. Privacidad. Los qualia (“…cualidades experienciales de
la sensación, como la rojez del rojo o la acerbidad del curri
[…]” [p. 339]) y la vida mental son nuestros, no observables
por los demás. Podemos iden�ficarnos con el dolor del
vecino gracias a las neuronas espejo, pero no somos
capaces de experimentarlo de forma literal. (…) sin
embargo, hay circunstancias bajo las cuales nuestro
cerebro genera sensaciones de tacto que simulan con
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precisión las sensaciones experimentadas por otro
individuo. Por ejemplo, si anestesio el brazo de una persona
y hago que me mire mientras me toco el brazo, empieza a
notar mis sensaciones de tacto (p. 343).
El sen�do de privacidad abarca la conciencia de ser uno, es
decir, ser éste y no otro, y de pertenencia a éste que se es.
Es también el sen�do de independencia propio de cada
quién que, sin embargo, y gracias a las neuronas espejo,
nos permite tener una experiencia muy cercana a la de otra
persona e iden�ficarnos con ella. Y como se señala, hay
circunstancias en las que esa frontera puede quedar
desdibujada.
5. Incrustación social. El yo man�ene un arrogante
sen�do de la privacidad y la autonomía que no deja
traslucir hasta qué punto está conectado con otros
cerebros. ¿Es casual que casi todas nuestras emociones
tengan sen�do solo en relación con otras personas? La
soberbia, la arrogancia, la vanidad, la ambición, el amor, el
miedo, la piedad, los celos, la cólera, el orgullo desmedido,
la humildad, la compasión, incluso la autocompasión …
ninguna de ellas tendría significado alguno en un vacío
social. (…) Este persistente impulso pone de manifiesto
hasta qué punto el yo necesita sen�rse parte de un entorno
social con el que pueda interaccionar y que pueda entender
a su manera (p. 343).
Se trata del sen�do de incrustación social, en el que se
despliegan las capacidades emocionales que, como hemos
visto antes, están profundamente entretejidas con las
capacidades de cognición, de decisión y de conducta. En
suma, es el sen�do del actuar del yo, que se despliega en la
convivencia con otros; el sen�do de la capacidad de
socialización, tan desarrollada en la especie humana, que
ha permi�do su espectacular avance en la evolución.
6. Libre albedrío. Tenemos la sensación de ser capaces de
elegir conscientemente entre líneas de actuación con el
pleno convencimiento de que podríamos haber escogido
otra cosa. (…) Aún no sabemos cómo funciona el libre
albedrío, pero (…) están implicadas en él de manera crucial
al menos dos regiones cerebrales. La primera es la
circunvolución supramarginal –en el lado izquierdo del
cerebro-, que nos permite evocar y concebir dis�ntas líneas
potenciales de actuación. La segunda es la corteza
cingulada anterior, que nos hace desear (y nos ayuda a
elegir) una acción a par�r de una jerarquía de valores
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establecida por la corteza prefrontal (p. 344).
Este aspecto se encuadra, al igual que la empa�a, en los
efectos del funcionamiento de las neuronas espejo:
Ya he explicado el papel de las neuronas espejo en la
empa�a. Casi seguro que los monos �enen una especie de
empa�a, pero los seres humanos �enen, tanto empa�a
como “libre albedrío”, los dos ingredientes necesarios para
la elección moral. Este rasgo requiere una u�lización más
sofis�cada de las neuronas espejo –actuando
conjuntamente con la corteza cingulada anterior- de la que
haya alcanzado cualquier mono antes que nosotros (p.
344).
Efec�vamente, los seres humanos tenemos la capacidad
de elección y de decisión, de poder tomar un camino u
otro, de reflexionar, de dudar entre dos opciones, de
compararlas y de determinar nuestra conducta. Y, además,
tenemos la capacidad de ser conscientes de nuestra
conducta y de nuestro ser en ella; por eso somos capaces
de formular una autovaloración moral de nuestros
actos…Y todo, gracias al sofis�cado desarrollo de nuestro
cerebro, que nos lleva al siguiente aspecto del yo:
7. Conciencia de uno mismo. Este aspecto del yo es casi
axiomá�co; un yo no consciente de sí mismo es un
oxímoron. (…) la conciencia de uno mismo puede depender,
en parte, de que el cerebro u�lice las neuronas espejo de
forma recursiva, lo que nos permite vernos a nosotros
mismos desde el punto de vista de otra persona
(alocéntrico). De ahí el uso de expresiones como “consciente
de la propia iden�dad” (también “turbado” o “azorado”)
cuando en realidad queremos decir “consciente de que otro
es consciente de nosotros” (p. 344).
Este aspecto del yo pone de manifiesto una capacidad
exclusivamente humana, que consiste en poder tomar
distancia, internamente, de uno mismo, de poder
observarse y de considerar lo que se observa; es la
capacidad de diálogo interno, al que tenemos acceso por
medio de las neuronas espejo.
Estos siete aspectos, como las patas de una mesa,
funcionan conjuntamente para sostener lo que llamamos el
yo. Sin embargo, como ya vemos, son vulnerables a las
ilusiones, los engaños y los trastornos. La mesa del yo puede
seguir de pie sin una de las patas, pero si se pierden
demasiadas, entonces la estabilidad acaba corriendo grave
peligro” (p. 345).
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Ramachandran encuentra que en el au�smo:
Ciertas mezclas indiscriminadas de las conexiones entre
áreas sensoriales de alto nivel y la amígdala, y las
distorsiones resultantes del paisaje prominente de uno,
pueden, como parte del mismo proceso, causar una
pérdida perturbadora de este sen�do de personificación
–de ser un yo dis�nto, autónomo, afianzado en un cuerpo e
incrustado en una sociedad-.
Y que:
(…) pese a su vehemente tendencia a hacer valer su
privacidad y su independencia, en realidad el yo surge de
una reciprocidad de interacciones con los otros y con el
cuerpo en el que está incrustado. Cuando se aparta de la
sociedad y se re�ra del propio cuerpo, apenas existe; al
menos no en el sen�do de un yo maduro que define nuestra
existencia como seres humanos. De hecho, podríamos
considerar el au�smo básicamente como un trastorno de la
conciencia de la propia iden�dad, en cuyo caso los estudios
sobre este trastorno pueden ayudarnos a entender la
naturaleza de la conciencia propiamente dicha (pp. 218-
219).
De hecho, el avance actual de las neurociencias ha
cambiado nuestra perspec�va del yo: tradicionalmente se
consideraba –lo mismo que el cerebro- como una instancia
de “cableado rígido”, inmodificable, de alguna manera
“ajeno” al desarrollo de los acontecimientos, de las
experiencias y del actuar co�diano. En cambio, la visión
actual comprende al yo como un centro de
organización para la estructura personal de cada
individuo o, dicho de otro modo, como un centro de
funcionamiento u�lizado como instrumento por nuestra
naturaleza esencial (Jäger, 2002).
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