LITERATURA Y SOCIEDAD EN HISPANOAMÉRICA*
P O R
RAFAEL GUTIERREZ GIRARDOT
Sobre la novela El hermano asno, del chileno Eduardo Barrios, escribió su compatriota Gabriela Mistral que «...es el libro de prosa más nítida y suave que se haya escrito en Chile. Una prosa como la hoja larga del helécho, flexible, exquisita y suave... En la frase, breve siempre, se recoge el paisaje o un estado de alma íntegra y ardientemente. El arte se esfuma. La transparencia de la palabra es tal, que hace olvidar la palabra. Así, el cristal límpido da la ilusión de su inexistencia y se cree mirar directamente, cuando se mira a través de él. Desaparece el estilo por perfección del estilo, y desaparece el artista» (i). Barrios mismo no entiende su creación literaria de manera diferente: «Escribir es un rito... Yo creo en la inspiración de los autores. Hay en ella la misma nobleza, los mismos accidentes fisiológicos que en los éxtasis de las religiones. De repente, una luz ciega la mirada y paraliza el gesto... Lo cotidiano, lo usual de la existencia se pierde; un velo de sombra cubre a nuestros semejantes^El contorno de las cosas se esfuma; las conversaciones ajenas pierden todo valor. Se habla a nuestro lado, se ríe, se sufre, y ya no lo sentimos» (2).
(*) Texto de una conferencia pronunciada en alemán en la Universidad de Bonn, Seminario de Lenguas Románicas , el 8 de febrero de 1968. En la versión española se h a n introducido algunas modificaciones y se han suprimido algunos párrafos, de acuerdo al público a que están dest inadas estas páginas. Las novelas tienen, en, orden de su mención, las siguientes referencias bibliográficas : EDUARDO BARRIOS, ed. Nascimiento, 7.a ed. chilena, Santiago, 1955. AGUSTÍN YA-ÑEZ, ed. Casa de las Amdricas, col. Li tera tura Lat inoamericana, Habana , 1967 (segunda edición). LEOPOLDO MARÉCHAL, ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1948. JOSÉ LEZAMA LIMA, ed. Unión, U N E A C , La Habana , 1966. EDUARDO M A L L E A :
Obras completas, hasta ahora dos tomos, ed. Emecé, Buenos Aires, 1961-1965, y entre las últ imas, El resentimiento y IM barca de hielo, ed. Sudamericana, 1966 y 1967. En los volúmenes de obras completas bibliográficas al día. J O S É MARÍA ARGUERAS, Populibros peruanos, Lima, 1961. MARIO VARGAS LLOSA, ed. Seix y Barrai, Barcelona, 1963 (varias ediciones más). M I G U E L A N G E L ASTURIAS, véase las Obras selectas de ed. Aguilar , Madr id , y en ed. Losada, de Buenos Aires. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ,, ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1967. A L E J O CARPEN-
TIER, la úl t ima edición de sus obras agotadas en la edición mexicana original, la hizo la ed. Arca, Montevideo, 1966.
(1) GABRIELA MISTRAL, prólogo a Y la vida sigue, de Eduardo Barrios (Buenos Aires, 1925), p . 12. Ι Λ cita está tomada de FERNANDO ALEGRÍA: Breve historia de la novela hispanoamericana (México, 3 . a edición, 1966), p . 194.
(2) JORGE ONKRAY B A R R O S : «Perfil de Eduardo Barrios» (entrevista), Zig-Zag, Santiago de Chile, 30 de mayo de 1946. Reproducida parcialmente en RAÚL SILVA CASTRO: Panorama literario de Chile (Santiago, 1961), p. 256.
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Lo que en esta concepción del estilo y de la creación literarias llama la atención es menos el hecho de que ella postula para la novela una actitud fundamental lírica y de sustancia romanticoide, sino sobre todo la decisión con la que Barrios excluye de su poética toda actividad de la razón: éxtasis, inspiración, embriaguez en vez de producción consciente de una ficción o fantasía; enajenación mística en vez de libertad; contemplación, es decir, quietud, en vez de movimiento de la imaginación. Si se traducen estos conceptos a fenómenos concretos de la moderna historia literaria hispanoamericana podrá entonces comprobarse que Barrios habla representativamente para una generación que se caracteriza por el rudo rechazo de la estética modernista de Rubén Darío. Su consigna la expresó Enrique González Martínez en el famoso verso de 1910: «Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje», treinta años antes de la formulación teórica dada por Barrios. El cisne fue para Rubén Darío el símbolo del Eros, de la aristocracia espiritual, de la torre de marfil, del arte refinado; para sus tácitos enemigos, en cambio, se convirtió en el concepto sumo de la deshumanización, de la artificialidad vacía de su mundo, poblado de seres de la fábula y de míticas figuras.
Esta contraposición histórico-literaria y poético-teórica, brevemente insinuada, significa sin embargo más de lo que permite supoher de acuerdo con sus interpretaciones habituales. Pues en la reacción contra el modernismo no se trataba solamente de una disputa de escuelas literarias que, según el conocido modelo de las generaciones, intentan afirmarse en permanente discusión. Más bien se trató de la aceptación o del rechazo, en Hispanoamérica, de la naciente y entonces tímida modernidad. Pese a que la «torre de marfil» fue aparentemente ciega para la historia, «el modernismo es —en opinión de Federico de Onís—la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu, que inicia hacia 1885 la disolución del siglo xix y que se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los caracteres, por tanto, de un hondo cambio histórico, cuyo proceso continúa hoy» (3). No se requiere una detallada interpretación de la sim-bología modernista para tomar conciencia de que en ella subyace un fenómeno social. La torre de marfil como «espléndido aislamiento» del poeta es la imagen del individuo que, con conciencia de sí mismo, se separa de la sociedad. El cisne como Eros significa la satisfacción terrenal de este individuo, la felicidad como sustancia y finalidad de las relaciones sociales. El culto a la forma literaria, el manejo soberano
(3) FEDERICO DE ONÍS: España en América (s.d., Universidad de Puerto Rico, 1955), p. 176.
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y artístico del lenguaje, la actualización simultánea de mundos pasados o mitológicos y de futuros inventados permiten leer entre las líneas de estos postulados y de su praxis poética el principio de que el arte es, como actividad espiritual y según su esencia, trabajo y juego, producción estética de la fantasía y de la razón. Individualismo, principio del trabajo y hedonismo son notas características generales de una forma de sociedad que, históricamente, suele designarse como «sociedad burguesa». Su formación es el resultado de un largo proceso de transformación que se inicia con la independencia, se hace patente internamente de manera política en las guerras civiles decimonónicas, y tras la máscara de una primera, engañosa estabilidad se acelera subterráneamente por la dependencia económica de Inglaterra y Estados Unidos, bajo la cual cae Hispanoamérica a finales del siglo pasado. Entonces comienza a desarmarse el fijo armazón de clases de la época colonial; el abandono de los campos y la progresiva urbanización desplazan la composición de las altas y medias clases sociales; los siervos se convierten en proletarios, y parece que en tempo urgente y de acoso. Hispanoamérica tiende a pasar al mismo tiempo por todas las épocas que siguió, desde la Reforma, la historia en Europa. De la concentración veloz de estos y otros acontecimientos y sucesos concomitantes surge, en un «salto cualitativo» —para usar una expresión hegeliana— la «sociedad burguesa» hispanoamericana. Ella y la peculiaridad de su tardío proceso de nacimiento causan una modificación en la experiencia del mundo inmediato en los hispanoamericanos, que podría designarse como choque. El «épater le bourgeois», que constituye una provocante manifestación de la torre de marfil, y la simbología modernista son en la expresión poética y literaria la correspondencia de este «choque» de la experiencia social (4).
(4) Comp. WALTER BENJAMIN: Schriften I, editado por Theodor W. y Gretel Adorno con la colaboración de Friedrich Podzus (Frankfurt/M., 1955), de quien proceden los conceptos de «transformación de la experiencia» (en BENJAMÍN : Veränderung der Wahrnehmung, ρ. 37α) y del choque (pp. 416 y 447). El punto de partida literario-sociológico de Benjamin, ante todo en sus obras : Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit, Über einige Motive bei Baudelaire (en la edición citada), y en su artículo recientemente publicado «Der Flaneur», Neue Rundschau (78Jg.4.Heft,t967), no ha sido tenido en cuenta ni por la sociología de la literatura ni por la crítica de la literatura, o apenas se lo ha considerado superficialmente, aunque sus interpretaciones y su método «prismático» (H. H. Holz), o al menos su noción central de la «Veränderung der Wahrnehmung», parecen ser lo único capaz de salvar a la sociología empírica de la literatura (por ejemplo, Robert Escarpit), a la exposición simple de contenidos sociales y de influencia del medio, o su interpretación (por ejemplo, Robert Minder), o al esquema vulgar marxista de infra—y supra—estructura, de su actual ciega esterilidad. Luden Goldmann (Pour une sociologie du roman, París, 1964) cree continuar y completar la «filosofía de la historia de las formas» de Georg Lukács (en su Theorie des Romans, 1920, 2.a ed., Neuwied & Berlín, 1963) mediante la relación forma novelesca-estructura social (aprovechando, como él mismo lo dice, sugerencias de René Girard, en Mensonge romantique et vérité
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Si, además, se observa ligeramente el desarrollo de los géneros y de las formas de la literatura hispanoamericana desde el modernismo, se podrá observar también un desplazamiento de los acentos tanto dentro del sistema de los géneros como dentro de los géneros individuales. Después de su breve, pero hermoso florecimiento entona la lírica su canto de cisne. La renovación revolucionaria de la métrica por Rubén Darío rompe su marco en Pablo Neruda y César Vallejo, en sus obras tardías se acerca ya a la prosa, y en fin, después de este medio siglo se convierte en el argentino Alberto Girri o en Enrique Molina, en la comunicación sobria de imágenes o de abstracciones imaginativas. La lírica sigue por el camino de su autoabsorción. Este camino confirma en general la idea de Hegel sobre el fin del arte, al que «sobrepasan el pensamiento y la reflexión» y que convertido por eso «en algo pasado para nosotros» ha entrado en «el estado mundial de la prosa». Los «actuales estados prosaicos», la «realidad ordenada ya en prosa» son, según Hegel, los presupuestos de la génesis de la novela (5). La modificación de la experiencia inmediata social, el estado mundial de la prosa, que implican una ampliación y nueva ver-tebración de la experiencia del mundo, hacen posible que los escasos y precarios ensayos de novela en el siglo xix hispanoamericano (Ma-
romanesque, París, 1961). Sin embargo, Goldmann no pasa de una más fina reelaboración del esquema super e infraestructura, y en última instancia repite este esquema que Lukács ha dejado atrás, ante todo en su Eigenart des Aesthe-tischen, Neuwied & Berlin, dos tomos, 1963. Recientemente, el discípulo de Louis Althusser, PIERRE MACHEREY: Pour une théorie de la production littéraire, París, 1966, ha hecho el ensayo de profundizar el punto de partida de Benjamin expuesto en el escrito sobre Das Kunstwerk..., arriba citado (ed. francesa, 1936 Y T959)> s ' n citarlo, considerando la obra de arte literaria como una obra que se encuentra dentro de las relaciones de producción. Este ensayo, hecho bajo la inspiración de un estructuralismo-marxismo, fue expuesto en todas sus consecuencias por Benjamin (sin estructuralismo-marxismo, evidentemente) en su trabajo «Der Autor als Produzent» (París, 1934), recogido ahora en Versuche über Brecht, Frankfurt/M., 1966. La ceguera para el arte y la historia propia del estructuralismo le impide a Macherey el adecuado acceso a la problemática de la sociología de la literatura, del arte como obra y del artista o escritor como «ouvrier» de sus «textos». Su ensayo concluye en el desplazamiento de la estilística tradicional despotenciada hacia el mundo del trabajo.
(5) HEGEL: Vorlesungen über Aesthetik, ed. Bassenge (Berlin, 1955), en especial, pp. 58 y 9S3. Esta idea del «fin del arte» nada tiene que ver con su superficial interpretación por Ernst Fischer, en sus artículos sobre estética (Kunst und Koexistenz, Die Notwendigkeit der Kunst), quien lo confunde con el «fin del período artístico». El concepto del «fin del arte» es objeto de permanente discusión, por ejemplo, WALTER BRÖCKER: Auseinandersetzungen mit Hegel (Frankfurt/M., 1965), quien le niega el sentido dado por Löwith y habitual en la teoría e historia estética. Sin entrar a una elucidación sobre las opiniones de uno y otro, cabe decir que, cualquiera que sea la interpretación del sentido estético o teológico de la cuestión, la historia de la poesía y de la literatura europeas confirma realmente esta noción hegeliana. Véase, además, Lukács, Theorie des romans (ed. cit.), p. 34 y ss. Y sobre la nueva realidad «los estados actuales» en relación con la novela, la fundamental exposición de HUGO FRIEDRICH en Drei Klassiker des französischen Romans (Frankfurt/M., 2.a ed., 1950), I cap., especialmente pp. 14 y 166 y ss.
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ría, de Jorge Isaacs; Cumandá, de Juan León Mera, por sólo citar ejemplos representativos), suscitados y determinados formalmente por Marmontel, Chateaubriand y Saint-Pierre, sean asumidos y superados, y que el género adquiera una forma novelesca más autónoma y más claramente definida. En la medida en que la lírica va perdiendo su fuerza como expresión de la «poesía del corazón» (Hegel) y del estado de beatitud, va surgiendo la prosa en la forma de la novela, de la «moderna epopeya burguesa», y del ensayo, del «pensamiento y de la reflexión». No es necesario poner de relieve el que los géneros no tienen entre sí límites agudos e insuperables. Más bien son ellos procedimientos poéticos, de los cuales el desarrollo posterior ha construido mediante nuevos encuadres y combinaciones una «logique et mé-chanique des effets» (Valéry), que se encuentra por su naturaleza en permanente movimiento, y que sirve de presupuesto teórico a la estructura de una novela como Rajuela (1963), de Julio Cortázar, o de los textos poéticos de Historia antigua (1964), del cubano Roberto Fernández Retamar.
El recurso a una concepción sobre la poesía que históricamente se encuentra antes de la poética modernista, el retroceso, pues, a una poética anterior, podría despertar la impresión de que dicho recurso significa como reacción el ensayo de detener y de reprimir el ya cumplido nacimiento de la modernidad en Hispanoamérica. La historia política y social de la época podría dar suficiente material probatorio del hecho de que al rechazo poético-teórico del modernismo corresponde una corriente restaurativa, que pudo imponerse sin limitación alguna en Hispanoamérica hacia mediados de este siglo contra los efectos de la revolución mexicana de 1910, de la agitación política de grupos progresistas, de la Reforma Universitaria de Córdoba de 1917, de una mediocre, pero eficaz estabilidad y florecimiento económicos y de la decidida crítica social de los intelectuales. En cierto sentido, la impresión es justificada. Pero el rasgo restaurativo que caracteriza la política y la sociedad de esta época, engaña. No significa, en realidad, ningún retroceso, por lo tanto ninguna restauración. Es, más justamente, el desenvolvimiento de un núcleo y de una semilla, sembrados dialécticamente en la nueva sociedad burguesa y en su correspondencia literaria, a saber: el modernismo. Este rasgo de apariencia restaurativa no delata nostalgia de algo pasado, sino menester desesperado de quietud. Sin embargo, a esto parece contradecir el hecho de que la novela y la lírica del primer cuarto de siglo tienen por objeto temas, figuras y paisajes que son todo lo contrario de la expresión de un menester tal. La novela de la revolución mexicana, las obras de Rómulo Gallegos y de José Eustasio Rivera, la lírica de César Vallejo
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y de León de Greiff, la literatura de vanguardia, la social-critica, la de los comprometidos con una política radical—de nostálgico recuerda— que siguen a la primera generación antimodernista, son en su totalidad una voz clamante e indignada de provocación y protesta. Sólo que esta variada escala, estética y literariamente contradictoria, de la protesta y del desafío muestra en su inconciliable contradicción cómo experimenta ahora la sociedad hispanoamericana su mundo en disolución y en derrumbamiento.
Como «asimultaneidad» de las épocas amontonadas en esa sociedad o, también, como la simultaneidad de un pasado casi intacto, de un presente incierto y de un futuro indeciso, es decir, como la convivencia explosiva de épocas que no corresponden simultánea, sino sucesivamente, y en la cual todos los conceptos pierden su perfil y no parece quedar otro apoyo que el de lo alógico de la vanguardia, la visión intuitiva de una huida en algún más allá, o la excitada queja. Parecerá paradójico comprobar que una gran parte de la novela de protesta social, que exige la emancipación de los indios, y la justicia social, que pinta con tan exactas pinceladas la corrupción de los poderosos, la desesperanza de los oprimidos y el paisaje espiritual del creciente nihilismo, no ha tomado conciencia de que sus postulados y sus acusaciones desembocan en una única exigencia: la extensión de la sociedad burguesa, para que no sólo algunos, sino todos los estratos de la población puedan gozar de sus dudosas ventajas.
Más claramente quizá que en los complejos fenómenos de la «asimultaneidad« puede leerse en esta paradoja de la novela de protesta el rasgo predominante de la época: el de la estabilización de la burguesía, que por su parte tiene su correspondencia en la constitución de la novela como el género preciso de su autoexposición y comprensión. El paralelismo de estos procesos y su multívoco sentido pueden ilustrarse en el ejemplo de estas novelas: Gran Señor y Rajadíablos (1948), de Eduardo Barrios, y Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez.
José Pedro Valverde, el héroe de la amplia novela de Barrios, muere a los ochenta años a consecuencia de unas heridas sufridas en un combate con la policía. Valverde no había podido superar el disgusto causado por la exigencia del gobierno de recaudar el impuesto de alcoholes con ayuda de la policía si fuese necesario. El día en que el funcionario fiscal se presenta en la hacienda, Valverde lo recibe con fuego graneado para convencer por ese medio al gobierno de que en éste su «pedazo de Chile» reina solamente su derecho. Esta convicción es el resultado de la educación que José Pedro Valverde gozó bajo el cuidado de su tío, el presbítero José María Valverde. La educación
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fue patriarcal y rigurosa, y lo obligaba tácitamente a cumplir las tarcas de la ruda vida campesina de manera mejor que cualquier campesino de la hacienda. Ni su padre, ni el tío presbítero habían pensado en hacer de José Pedro Valverde un servidor de Dios, y cuando de niño lo enviaron al seminario de la capital, sólo querían ellos que el muchacho completara allí con latín, sólida fe y sociabilidad la educación inicial que le habían dado en el campo los caballos, las montañas y los modelos familiares de sus antepasados. Tras breve temporada en la piadosa institución vuelve José Pedro a la hacienda. El hermoso mocetón, vestido con lujoso traje regional, cercano ya a la edad viril, «irradiando de sus ojos un extraño y dulce magnetismo», toma posesión, como un príncipe heredero, de la gente y de la tierra de su ctpedazo de Chile». Codiciado por las mujeres, admirado por los hombres, respetado por los campesinos, sabe este carismático nuevo señor que el mundo le pertenece. ¿Qué ha de impedirle ahora el satisfacer sus deseos sin consideración alguna? A la muerte de su tío, reina José Pedro solo en la hacienda. De aquí en adelante su vida puede contarse en rápidos rasgos. Valverde ingresa al partido conservador, es cofundador de la Asociación Nacional de Agricultores, participa en la guerra de Chile contra Perú, pero no en el combate, sino como proveedor de caballos para el ejército. Después del episodio de la guerra, José Pedro contrae matrimonio con la hermana de su primera, tempranamente difunta esposa. De ella tiene dos hijas. Alguna vez lee en su libro de colegio algo de Virgilio o de Horacio o discute acaloradamente con algún librepensador de la «canalla democrática» que no cree en la autoridad, ni en el orden, ni en la providencia. Puesto que las hijas, acompañadas de la madre, deben ir al habitual colegio de monjas en la capital, vuelve José Pedro a su soledad. Alterna las visitas a su familia en la capital con las visitas a los burdeles en el pueblo cercano a la hacienda, riñe allí, se da de golpes con algún picaro, seduce a la esposa de μη vecino y a una matrona ya entrada en el otoño, y cuando lo sobrecogen el aburrimiento y el remordimiento, vuelve a leer su Virgilio, su Horacio, o medita. Las hijas se casan con diplomáticos, que viajan, naturalmente, a Europa; José Pedro se alegra por sus nietos, y su mujer lo acompaña fiel hasta su último instante, tierna, celosa, amargamente. Porque el gozo de ella era la amargura del remordimiento, los celos y la angustia.
No muy distinto de este modelo fue la biografía de aquellos hombres que, como lo creen ellos mismos, construyeron los países hispanoamericanos después de las guerras de la independencia. Como José Pedro Valverde todos ellos sabían cómo se los llamaba: «Tirano de horca y cuchillo.» Pero como él, encontraron siempre la misma jus-
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tificación: «¿Cómo habría creado en estas peonadas, con tendencias al pillaje todas, hábitos de trabajo y honradez?»
Notable en esta novela de Barrios no es, como lo ha observado la crítica casi unánimemente (6), que en ella se dibuja el retrato de un representante típico de las oligarquías latinoamericanas, sino ante todo que en la novela de Barrios encuentra su expresión una experiencia colectiva de la sociedad hispanoamericana de los años cuarenta. La novela muestra dos claros estratos de lenguaje. El primero, en el que se mueven el narrador y los señores, se caracteriza por la corrección gramatical, por el léxico selecto, casi exquisito, por el ritmo de la prosa que a veces llega a ser métrico, por la pureza académica del casticismo. En cambio, el otro, que abarca el lenguaje de los campesinos, de los bandidos, de los siervos, y de la clase media ascendente, sin diferenciación alguna, se caracteriza, ya en la reproducción fonética, por la incorrección gramatical, los americanismos, vulgarismos, jerga profesional y un ritmo de la prosa abrupto. La confluencia de estos dos estratos de lenguaje y sociales podría admitir la conclusión de que por lo menos en un aspecto lingüístico la novela cabe íntegramente dentro del realismo. Sin embargo, el lenguaje de los señores no es un lenguaje que coincide con la realidad. Es un lenguaje que más bien pertenece a una época muy anterior a la de aquello que se narra, y aun los títulos de los capítulos recuerdan la novela picaresca española del siglo xvii—si Valverde fuera de hecho un picaro, y no el gran señor gamberro.
Al desplazamiento de los estratos históricos del lenguaje corresponde un desplazamiento de los perfiles en la figura del héroe. Sus gestos de supuesto gran señorío son en realidad expresiones disfrazadas de los deseos e ideales propios de la pequeña burguesía en ascenso. Esta equipara individuo y personalidad, nivela la personalidad a la altura de una virilidad agresiva y una especie de erotismo, que no se entiende como libertad en la satisfacción amorosa, sino como satisfacción sexual avergonzada. Quien golpea y viola es un hombre carismático. El entrecruzamiento de los rasgos del héroe en su retrato resume en la deformada imagen que de allí resulta, la experiencia colectiva de la «asimultaneidad», de la coexistencia contradictoria de épocas que no pertenecen a un determinado momento, del amontonamiento de tempos de naturaleza sucesiva en un nudo sin solución. De la excitación sórdida que provoca esta experiencia nace la nostalgia de la pequeña burguesía latinoamericana por el hombre fuer-
(6) Por ejemplo, ENRIQUE ANDERSON IMBERT: Historia de la literatura hispanoamericana Π (México, 4.a edición, 1964), p . 112. ARTURO TORRES RIOSECO: Ensayo sobre literatura latinoamericana, segunda serie (México, 1958), p. 194.
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te, de quien se espera que concilie el destrozo social y espiritual mediante la contradictoria figura de una democracia de pequeños tiranos. La estabilización de la sociedad burguesa en Hispanoamérica concluye en el pedido de un estado totalitario. El proceso social e histó-rico-literario que conduce a este resultado, se cumplió ya en Europa durante los siglos xix y xx, pero en Hispanoamérica ha pasado por un lapso más denso y menor de uno a dos decenios. Esta desmesurada y acosada brevedad condiciona y determina el desarrollo de la novela en Hispanoamérica: al mismo tiempo en que ella se constituye como novela burguesa en Barrios y en sus compañeros de generación, muestra ya las quebraduras de su pronto derrumbamiento. Las nuevas formas, que surgen de este desplome, lanzan una penetrante luz sobre las experiencias que, en tempo aún más denso y breve, y en mayor amplitud y profundidad, hace ahora la sociedad de Hispanoamérica.
La novela Al filo del agua, de Agustín Yáñez, apareció en 1947, un año antes que la de Barrios. Yáñez (1904), veinte años más joven que Barrios (1884-1963), narra en ella la historia de un pueblo mexicano en la víspera de la revolución de 1910. Menos que los acontecimientos externos, a Yáñez le importa sobre todo la descripción de la atmósfera apestada, de la historia invisible de un pueblo que habitan almas atormentadas y acosadas por conflictos religiosos y que vive como si se mantuviese bajo una campana de aire. Pero Yáñez no pinta, como Barrios, sino que procede de forma impresionista. El lenguaje, como golpeando en frases nominales, parece ir a caza de la imagen. Figuras retóricas de repetición y enumeración caótica enmarcan los monólogos interiores, los soliloquios, los diálogos imaginados de estas almas asediadas. Imágenes sin aparente conexión cambian de capítulo en capítulo, no forman una fluida continuidad, sino un estatismo destrozado, la red fatigante del ahogo. El tránsito súbito de espacios y tiempos a otros espacios y tiempos en la imaginación rompe el marco de la forma tradicional de la novela, y Yáñez mismo ha declarado que la intensidad de estos conflictos sólo encuentra su expresión adecuada en el lenguaje de la secuencia de Joyce. Los destinos monádicos tienen únicamente un punto de referencia que los sostiene y los mantiene en aparente unión: el confesonario. La vida en el pueblo en un Viernes Santo interminable, que no promete resurrección. Específico de cada existencia singular en el pueblo es sólo el motivo de su arrepentimiento, de su angustia, de sus dudas, pero su substancia es la misma, y los nombres de los desesperados son los símbolos de una incesante frustración. Cada pensamiento, cada gesto encierran el peligro de traspasar los límites del pecado mortal. Merceditas, como todas las don-
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celias del lugar, consagrada a la Virgen María, dice de la inocente de
claración amorosa de su enamorado que es locura y conjuración del
demonio, y arrepentida y acusándose a sí misma pregunta por qué un
hombre se atreve a escribirla y a mirarla, si ella no ha dado motivo
para tal acto. El párroco no ha entrado nunca en una casa, solo, que
albergue mujeres. Luis Gonzaga, el seminarista, organiza su tiempo
de vacaciones de tal manera que no le queda tiempo de mirar siquiera
a una mujer. Durante una semana, los hombres del pueblo se reco
gen a hacer los ejercicios espirituales. Desde la mañana hasta la noche
escuchan los sermones y las pláticas sobre el pecado, el juicio final, el
infierno, pero por la noche se ven en sus sueños, encadenados y en una
procesión de ataúdes. Pero esta imagen tenebrosa es ya el signo del
desastre. Victoria, joven viuda de una capital provinciana, se domici
lia en el pueblo. La llaman la extranjera. Victoria intranquiliza y
confunde las conciencias- de todos. Como ama la música, convence al
adolescente campanero para que estudie en el conservatorio de la ca
pital. El párroco aprieta las tenazas del ascetismo con mayor dureza.
Luis, el seminarista, se vuelve loco; hay un parricidio; Damián apu
ñala a su novia; todos evitan la presión del cuidado sacerdotal. Las
tropas de la revolución pasan por el pueblo. María las sigue en un
acto de liberadora rebeldía. Los que quedan conjeturan: «Ya toda la
tropa habrá pasado por ella.» Y los niños, inocentes, transmiten el ru
mor: «Que la sobrina del señor cura se fue con muchos hombres.» El
párroco sucumbe ante los acontecimientos. En su última misa, el ruido
de su feligresía en la iglesia le llega «como si lo esperasen mil ávidas
fauces que prolongarían el martirio, como el rumor de la multitud
pagana en el circo.» El pueblo se desmorona.
En la novela de Barrios la ciudad aparece sobre un fondo lejano y
casi irreal. Lo nuevo opera inquietantemente sobre los hombres que la
visitan, pero la vida diaria en el campo recubre las impresiones y
pronto se convierte el recuerdo del visitante en simple episodio. La
visita a la ciudad deja sentimientos de curiosidad, algo de melancolía
y una deprimente inseguridad. En la novela de Yáñcz la irrealidad de
la ciudad adquiere ya formas amenazantes. Esta ya no se encuentra
en una lejanía indeterminada, sino, más bien, ella invade el pueblo.
Victoria no es—como lo sugiere Yáñez—el símbolo de la revolución
mexicana. Ella encarna las exigencias y hábitos de una sociabilidad
urbana. Cuando Victoria intenta convertir al campanero en músico
profesional, no lo hace por propósito caritativo, por compasión altiva
con un hombre de más bajo nivel social, sino su propósito surge de
una mentalidad urbana. Justamente en su ingenuidad, delata esta
viuda de capital provinciana un principio urbano, a saber, el principio
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de que hay ascenso social y que éste requiere formación y profesión.
A Victoria se la llama la forastera, la extranjera, porque en su figura
misma ella contrapone a la sociedad estamental del pueblo la sociedad
urbana de competencias, al estatismo del caserío el movimiento y di
námica de la ciudad, a la irracionalidad la racionalidad.
En la realidad social hispanoamericana de los años cuarenta, estas
contraposiciones se presentan ya como el aburguesamiento de la «asi-
multaneidad». La creciente urbanización, que muestra en la casual
distribución del espacio urbano su inseguridad y en el aumento gigan
tesco la desmesurada vanidad de la burguesía establecida, no ha logra
do aún integrar el pueblo en el crecimiento de los países. Ella lleva a
término la destrucción de la substancia del pueblo, que en sí había
llegado ya al límite de la descomposición. Sin apoyo, los campesinos
y provincianos se convierten en semiciudadanos del campo, proletarios
sin fábrica. El siervo se hunde en épocas prehistóricas. Pero todos tres
se asemejan a los hombres de la ciudad en el hecho de que oscilan
sobre la nada. Dictaduras de opereta y bandidismo son el anverso y
el reverso de la misma moneda, con la que la sociedad burguesa paga
su necesidad de seguridad y estabilidad. Empero, la «astucia de la
razón» (Hegel) siembra en este abismo la semilla de su superación.
Si la racionalidad, presentada como división del trabajo y urbaniza
ción, había destruido la substancia de viejas formas de vida y había
llevado a la sociedad a un caos, este mismo proceso a su vez provoca
en el individuo, ahora solitario, la conciencia de que él no es criatura,
sino un ser que se produce a sí mismo en el trabajo. Esta concepción,
lograda dolorosamente, la formuló Samuel Ramos en un trabajo de
título programático: Hacia un nuevo humanismo (1940), si bien no es
el contenido, sino el título, el que indica más claramente la nostalgia
de esa época. Cabe observar al margen que tan sólo en esta época la
filosofía o el filosofar entran en lo que Francisco Romero llamó «la
normalidad filosófica», que ya no se considera dicha actividad como
ornamento o actividad de teólogos, sino aun como actividad oficial y
burocrática universitaria, y que la filosofía hispanoamericana de esos
años se concentró fundamentalmente a dos cuestiones: la pregunta
por el hombre y sus productos culturales y la pregunta por el sentido
de lo que la historiografía hispanoamericana y europea habían lla
mado, empírica e irreflexivamente, el Nuevo Mundo. Las obras de
Francisco Romero y de Edmundo O'Gorman son representativas cum
bres de estas dos orientaciones.
El proceso de la racionalización y de la emancipación de la con
ciencia de la presión de lazos íntimos y sentimentales es en Hispano
américa a la vez un proceso de aislamiento solitario del individuo. La
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heterogeneidad de las masas emigrantes a la ciudad, la progresiva
ampliación del espacio urbano, la especialización necesaria de las ta
reas, rompen el estrecho círculo de parentesco, familia, vecindad y
amistad cercana y dan a las relaciones sociales un carácter impersonal,
indiferente y superficial que, como se sabe, acuña la mentalidad del
ciudadano: anónimo, simulador, racional (7). Lima la horrible, El
laberinto de la soledad (México), La cabeza de Goliath (Buenos
Aires) (8): estos son títulos de la literatura crítica sobre la vida en las
grandes ciudades de Hispanoamérica, que sumariamente aluden al
malestar ocasionado por las consecuencias de la urbanización. Pero el
aislamiento solitario no opera sólo negativamente sobre el individuo.
Tal aislamiento reduce el mundo del individuo al yo, que ahora se
descubre a sí mismo como una interioridad. Característico de la lite
ratura hispanoamericana es el hecho de que este tardío descubrimiento
de la interioridad repite en dos o tres decenios la larga evolución
europea desde el Tristram Shandy, de Laurence Sterne, en el mismo
período, pues en el que las huellas del realismo y aún las de Joyce co
mienzan ya a desaparecer. Como en los cuentos de Borges, en la cul
tura de esta interioridad los tiempos, los espacios y las literaturas son
cambiables a voluntad. Novelas como Adán Buenosayres (1948), de
Leopoldo Maréchal, Paradiso (1954-1966), de José Lezama Lima, y toda
la obra de Eduardo Mallea, quien como ningún otro ha realizado pro
funda y dialécticamente la interiorización de la narrativa, son las en
ciclopedias de estas almas sonámbulas, que del tormento de su íntimo
examen de conciencia, de la desesperación ante el mundo enajenado,
de la busca en todos los rincones de todas las épocas del mundo, to
man los elementos para dibujar el mapa de una expedición hacia un
mundo mejor.
Es poco seguro que estas novelas quepan en un amplio concepto de novela. Adán Buenosayres es el viaje colombino del yo enajenado hacia el yo propio, pero la expedición está llena de desviaciones, las estaciones se encuentran en caminos entrecruzados con entradas y salidas laberínticas. La minuciosa descripción de personas, de cosas y de paisajes callejeros, la discusión retardante de teorías filosóficas, teológicas y literarias infunden a lo narrado un halo de verosimilitud. Estos hombres con apellido extranjero, este estilo semiaristocrático de
(7) Comp. Louis W I R T H : On Cities and Social Life, ed. Albert J. Reiss, Jr. (Chicago & Londres, 1964), p. 70 y ss. Además, JEAN TRICART: «Quelques caractéristiques générales des villes latino-américaines», y MARIANO ZAMORANO: «Problèmes géographiques de Buenos Aires», en Le problème des Capitales en Amérique Latine, ed. F. Mauro (París, 1965).
(8) EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA: La cabeza de Goliath (Buenos Aires, 1950). OCTAVIO P A Z : El laberinto de la soledad (México, 1952). SEBASTIÁN SALAZAR BON-DY: Lima la horrible (Lima, a.a edición, 1965).
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las viviendas y de sus familias, estos criollos en las calles, esta cultura cosmopolita son posibles solamente en Buenos Aires. Sin embargo, la apariencia de realidad engaña. Las descripciones y consideraciones se mantienen frente a su objeto hasta el punto de que se convierten en narraciones dentro de la narración, en ensayos dentro del contexto expresamente metafísico, y adquieren en su independencia el carácter de símbolos de las errancias de este Odiseo argentino. El viaje recibe su premio: en la última estación encuentra Adán Buenosayres el «intelecto transcendente» encarnado en una mujer, la Solveig Celeste, el arquetipo platónico de la Solveig Terrestre, de la que se ha enamorado el héroe. Maréchal mismo ha declarado que la Solveig Celeste es el símbolo de la Madonna Intelligenza, que los Fedeli d'Amore de Dante veneraban como la Janua Coeli, la Madre de Dios, la mediadora entre su Hijo y los hombres (9). Además de la Divina Commedia y de la Vita Nuova, de Dante, Maréchal interpola en la narración partes de la Uvada y la Odisea, de Homero, y de la Eneida, de Virgilio. La biografía de un interlocutor de Adán Buenosayres parodia a Diogenes Laercio. En la descripción de un paseo de amigos, entreteje Maréchal la historia de la Pampa desde sus orígenes geológicos hasta su futuro sospechado. El camino de regreso a su casa desde una casa de placer, sirve a Maréchal para entremezclar en la descripción una historia del drama judío, de su «drama teológico» y la visión de la futura ciudad Philadelphia, la ciudad del amor. Maréchal hace citas, pues; el hilo de la Ariadna que rescata a Adán Buenosayres del laberinto es un hilo erudito, consta de citas (10). La novela hispanoamericana de la interioridad la escribe el poeta doctus. Adán Buenosayres no lee, como José Pedro Valverde, en su escolar libro de latín su Virgilio, su Horacio, sino que vive y ve el mundo como un Homero de Buenos Aires.
No muy diferente de este viaje es el que a través de la literatura universal emprende José Cerní, el protagonista de la novela Paradiso, de José Lezama Lima, en busca de su propia identidad como artista. Pero de manera diferente a Adán Buenosayres, José Cerní es la cita erudita personificada. Sus soliloquios o sus diálogos con el amigo Fró-nesis, por ejemplo, son por su tema y su estilo verdaderos breves tratados sobre obras raras y autores difíciles. Pero estas citas no son una forma de conservar la tradición literaria, ni de apoyar con autoridades sus argumentos, sino metáforas herméticas, multívocas de contextos espi-
(9) LEOPOLDO MARÉCHAL: Cuaderno de navegación (Buenos Aires, 1966), pá gina 125 y ss.
(10) Sobre la estética y la significación del arte de hacer citas, de tan considerable importancia para la moderna literatura, la teoría de la novela, del ensayo y la lírica, sólo hay fundamental HUGO FRIEDRICH: Montaigne (Berna, segunda edición, 1967), Apéndice, nota 14, y HERMAN MAYER: Das Zitat in der y.rzählkunst (Stuttgart, 2.a edición, 1967).
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rituales, históricos y sociales extremadamente complejos. Las citas de la Canción a las ruinas de Itálica del famoso licenciado don Rodrigo Caro, las del Simposio platónico, las menciones de Góngora y Garci-laso son el lenguaje de José Cerní, son símbolos de su sintaxis peculiar, del tejido pues de su persona. Paradiso recuerda en el título el Lost Paradise, de Milton—y quizá es José Cerní un comentador más extraño, más laberíntico y refinado que William Blake, con quien Le-zama Lima tiene sin duda si no un parentesco por influencia, sí al menos una «afinidad», en el sentido hondo que da Goethe a esta palabra. Pero la obra tiene además un sentido social: trabajada a lo largo de más de diez años, al parecer, constituye la historia de la cultura de La Habana, y por los temas y autores que trata en cada capítulo o que cita allí, podría reconstruirse la vida literaria de los círculos intelectuales habaneros, de los grupos de una burguesía culta, típica de ciudad hispanoamericana, de sensibilidad compleja y problemática, de contradictoria interioridad.
Este casi fanático examen de la interioridad se transforma en auto-disolución. Ágata Cruz, la figura principal de Todo verdor perecerá, de Eduardo Mallea, no intenta un viaje erudito desde el yo enajenado hasta el propio yo. Su soledad egoísta la lleva por el camino de la locura y al límite del suicidio, que es ya muerte. El perfil borroso de algunas de las figuras de Mallea no proviene, como suele afirmarse, del hecho de que las enmarca en reflexiones filosóficas y de que por ello les da el carácter de símbolos y signos de sentimintos abstractos, sino más bien es esta difuminación el síntoma real de la paulatina disolución del yo solitario, que cava infinitamente en sus propias, vacías y oscuras galerías. Todas las figuras importantes de Mallea son agónicas, casi todas las reflexiones con las que Mallea intensifica el decurso de la narración giran en torno a esta agonía y a la concepción superadora de una estrecha solidaridad del hombre con el hombre, d« su salvación. La obra total de Mallea, de múltiples estratos con múltiples perspectivas, en la que el amplio torrente de la narración arrastra en armónica reciprocidad la lírica, la épica y la narración, describe la doble experiencia del yo, que se descubre a sí mismo como interioridad y de esta interioridad que se disuelve a sí misma. El concepto de agonía es la fórmula concisa de esta dialéctica. Y ésta corresponde a la dialéctica de la ciudad.
En la medida en que lá racionalización, realizada por la economía, la industria, la universalización de la política, avanza en Hispanoamérica, y en la medida también en que la gran ciudad se convierte en la informe megalopolis, el espacio urbano transforma y revertebra su estructura. Del amplio espacio de complicadas fauces y que suele
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compararse con el desierto, surgen centros independientes, pequeñas
ciudades dentro de la ciudad. La gran ciudad vuelve a su origen, pier
de su pretensión de ser totalidad unitaria y centro del poder, y co
mienza también a autodisolverse. Borges dice que la Pampa atraviesa
el asfalto de Buenos Aires, y Sebastián Salazar Bondy afirma que «el
arenal rompe en Lima la vestimenta citadina y asoma por entre la
arrogancia de la construcción labil y quebradiza». Más que crítica,
estas observaciones delatan que la ciudad ya no aparece como el gi
gante, desarraigado de su contorno bárbaro y por lo tanto moderno, tal
como se lo había encomiado, sino como construcción frágil, como la
hipócrita máscara de la barbarie social. La ciudad hispanoamericana
apenas ha comenzado a florecer, cuando muestra ya, en un tempo más
breve aún que el de los otros fenómenos de racionalización, los signos
de su derrumbamiento (u) . Característico de la revertebración de la
ciudad en Hispanoamérica es el hecho de que la sociedad urbana
anónima, superficial y racional deja el campo libre al nuevo grupo.
El grupo, no considerado como primera forma de más amplia socia
lización, sino como producto de esta revertebración, es jerárquico, im
perativo y brutalmente agresivo.
Ld experiencia de la formación de estos grupos y de su naturaleza
es el tema capital de las novelas El sexto (1961), de José María Argue-
das, y de la novela La ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas
Llosa. «El sexto» es el nombre de una prisión en Lima, los perros son
los cadete^ del Colegio Leoncio Prado, de la misma ciudad. En los dos,
el resultado de la lucha por el poder en el grupo es una muerte. En
los dos, se calla el nombre del asesino. Los hombres no llevan su nom
bre, sino sus apodoo el Jaguar, el Boa, el Esclavo... símbolos de la
barbarie y de la humillación. En los dos dominan crueldad, sadismo,
perversiones; su leitmotiv es la violencia. Tal es el estado a que ha
llegado la sociedad burguesa y que ha impuesto, fundada en su prin
cipio de que homo homini lupus, sin consideración humana. El pro
ducto de la racionalidad burguesa es la irracionalidad, la antirrazón.
Con la distancia del historiador, habrá de afirmarse más tarde se
guramente que esta nueva barbarie es el signo de un período de
difícil transición en Hispanoamérica. El historiador de la literatura,
empero, no podrá omitir la comprobación de que fue la literatura la
que indicó nuevos caminos hacia un mundo mejor. La rica, profunda
obra de Miguel Angel Asturias, cuyos múltiples aspectos reclaman un
(11) LEWIS MUMFORD: The City in History (Pelican Books, Londres, segunda edición, 1966), p. 598 y ss. El tema de la sociología de las ciudades y de las ciudades y las ideas es tratado sistemáticamente por JOSÉ LUIS ROMERO: La revolución burguesa en el mundo feudal (Buenos Aires, 1967), obra fundamental histórica y metodológicamente. Ver, por ejemplo, p. 396 y ss., y passim.
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trabajo especial de análisis, quede aquí como la exigencia y el símbolo de esa realidad literaria. Pero cabe mencionar entre las últimas novelas hispanoamericanas que muestran la necesidad de un futuro mejor, la del colombiano Gabriel García Márquez Cien años de soledad (1967) y Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier. Cien años de soledad, tal es el tiempo en que el pueblo Macondo espera de generación en generación al animal mitológico que habrá de aniquilar esa raza. Pero cien años de soledad son cien años de soledad, son cien años de historia. García Márquez —en cuya fantástica narración se reconocen, aun por el estilo, muchos temas de la obra narrativa de Borges—Jos actualiza, los persigue hasta su origen, y entre líneas se ve que él lo hace, como un conquistador español, con la mirada puesta en mejores mundos y tiempos.
La descomposición de la sociedad burguesa latinoamericana deja surgir de las ruinas una esperanza: la de quebrar el continuum de la historia para comenzarla de nuevo. Y la novela hispanoamericana vuelve también a rememorar las épocas de la novela de caballerías, para ser testigo de esta nueva conquista.
Esta doble repetición de la historia determina forma y contenido de la novela de Carpentier. El protagonista, músico de cultura europea, cuenta en forma de crónica la fantástica historia de su expedición científica al Orinoco. Su camino se transforma en un viaje retrospectivo a través de los tiempos que lo lleva hasta el paisaje inmaculado de «nuestra América». Esta América es la tierra prometida, aquí brota la fuente de la felicidad.
La repetición de la historia no significa huida en un pasado imaginario y rousseauniano. El héroe de la novela, un Colón y un Don Quijote, a la vez, pinta el mapa de nuestra Utopía real. Este mapa es mágico, porque está rodeado por el áurea de lo Nuevo futuro, y es real porque desencubre una América latente, una América de los americanos hispánicos, llena de la esperanza de que en ella habrán de erigir, por fin, el «reino de este mundo» (Carpentier), es decir, el reino de la libertad concreta.
El modelo sucesivo trazado en esta interpretación ha de tener en cuenta que los fenómenos social-históricos que se expresan en las novelas no son sucesivos, sino simultáneos en el vasto continente. Pero es justamente esta simultaneidad veloz la que permitirá, en el choque de las épocas, que de allí salga la imagen de la Utopía americana, de su anhelada realización, del motor de su historia, que rescate a América del actual nihilismo e indiferencia en que se encuentra.
RAFAEL GUTIÉRREZ GIRABDOT Malzstrasse, 14 46 DORTMUND (Alemania Federal)
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