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Marco Antonio Aguilar CortésSecretario de Cultura

Paula Cristina Silva TorresSecretario Técnico

María Catalina Patricia Díaz VegaDelegado Administrativo

Raúl Olmos TorresDirector de Promoción y Fomento Cultural

Argelia Martínez GutiérrezDirector de Vinculación e Integración Cultural

Fernando López AlanísDirector de Formación y Educación

Jaime Bravo DéctorDirector de Producción Artística y Desarrollo Cultural

Héctor García MorenoDirector de Patrimonio, Protección y Conservación

de Monumentos y Sitios Históricos

Bismarck Izquierdo RodríguezSecretario Particular

Héctor Borges PalaciosJefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura

GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Fausto Vallejo FigueroaGobernador Constitucional de Michoacán

Fidel Calderón TorreblancaPresidente de la Mesa Directiva

del Congreso del Estado de Michoacán

Juan Antonio Magaña de la moraPresidente del Supremo Tribunal de

Justicia del Estado de Michoacán

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MELCHOR OCAMPO

1814 ◆ 2014

Gobierno del Estado de MichoacánSecretaría de Cultura

BICENTENARIO

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Melchor OcampoPrimera edición, 2014

dr © Secretaría de Cultura de Michoacán

Secretaría de Cultura de MichoacánIsidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,C.P. 58020, Morelia, MichoacánTels. (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42 www.cultura.michoacan.gob.mx

Coordinación Editorial:Marco Antonio Aguilar Cortés

Eréndrira Herrejón RenteríaPaula Cristina Silva Torres

Corrección de estilo:Miguel Ángel Toledo Pineda

Fotografía:Irena Medina Sapovalova

Diseño de portada y calibración de imágenes:David López Cabrera

Diseño editorial y formación:Jorge Arriola Padilla

ISBN Volumen: 978-607-8201-60-0

Impreso y hecho en México

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Índice

Prólogo Fausto Vallejo Figueroa 9

Sólo unas palabras Marco Antonio Aguilar Cortés 11

Melchor Ocampo ¿criollo o mulato?Álvaro Ochoa-Serrano 13

Los orígenes de don Melchor OcampoRamón Alonso Pérez Escutia 23

Melchor Ocampo y el Colegio de San NicolásAdrián Luna Flores, Eusebio Martínez Hernández 33

Pobrecitos federales, ¡ay! ¡qué lástima me dan…!Jorge Amós Martínez Ayala 43

“El único medio moral de fundar la familia”:Melchor Ocampo y la secularización del vínculo matrimonialCecilia Adriana Bautista García 57

Don Melchor Ocampo y la Sociedad Civil ante la invasión estadunidenseRaúl Jiménez Lescas 67

Ocampo y sus librosMoisés Guzmán Pérez 83

La construcción del Estado liberal:los valores políticos de OcampoOriel Gómez Mendoza 95

La formación del reformadorMartín Tavira Urióstegui 105

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Ocampo en el exilio (1853-1855)José Herrera Peña 115

La figura del héroe: Melchor Ocampo en los murales de Alfredo Zalce en MoreliaMiguel Ángel Gutiérrez López 125

Melchor Ocampo en los libros. Las primeras biografíasGerardo Sánchez Díaz 137

Testamento de Ocampo 145

Exhumación de los restos de Ocampo 149

Reapertura del Colegio de San NicolásRaúl Arreola Cortés 153

Referencias, sobre Melchor Ocampo,tomadas de la obra: “Juárez y su México”Ralph Roeder 191

OcampoManuel Payno 219

Referencias, sobre Melchor Ocampo,tomadas del libro: “Política mexicanadurante el régimen de Juárez”Walter V. Scholes 231

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Prólogo

El Gobierno del Estado de Michoacán de Ocampo se honra

en llevar el prestigiado apellido del ilósofo de la Reforma. Melchor Ocampo fue un hombre de extensos y profundos

conocimientos, y su estructura mental representa al renacimiento mexicano. Liberal de espíritu, sus inquietudes sociales estuvieron al servicio de México.

Su nacimiento, según la tradicional fecha repetida y docu-

mentada por no pocos historiadores, acaece el 6 de enero del año

1814, lo que equivale a que nos encontremos durante este 2014 en el Bicentenario de su natalicio; y ésto es una de las causas, pero no la mayor, para conmemorarle en un constante homenaje anual, sin dejar de recordar, para siempre, su enciclopédico pensamiento, su vida ejemplar, y sus acciones encaminadas a resolver con sensatez y sentido humano los graves problemas de su tiempo.

En ese contexto hemos dispuesto la edición de este libro: MELCHOR OCAMPO. Bicentenario (1814-2014) En la obra se

dispone de varios ensayos, sobre el prócer, escritos por historiadores contemporáneos, (a quienes mucho agradecemos su participación) y de diversos trabajos de autoría de intelectuales de los siglos XIX y XX sobre el Señor Ocampo, (a quienes apreciamos por su talento) Todo ello debidamente ilustrado.

Dejamos en tus manos, amable lector, este libro en reve-

rencia al Mártir de la Reforma, quien mucha vida nos ha dejado después de su muerte.

FAUSTO VALLEJO FIGUEROAGobernador Constitucional

de

Michoacán de Ocampo

Enero del 2014.

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Sólo unas palabras

La generación de la Reforma es, sin lugar a duda, una de las mejores que ha tenido México; y, dentro de ella, Melchor Ocampo resulta su talento más lúcido.El iniciador de las Leyes de Reforma en 1833, José Ma-

ría Luis Mora Lamadrid, fue aproximadamente 20 años mayor que Melchor Ocampo, y ambos se conocieron en París; el primero esta-

ba ahí como trasterrado y, el segundo, como un estudiante viajero.Uno de los resultados de ese encuentro fue que ninguno de

los dos se simpatizó. Estas dos inteligencias con similares ideo-

logías, pero de diversas generaciones, no motivaron en su cruce química uniicadora cual ninguna; sin embargo, uno es el lógico continuador del otro.

La esencia ilosóica de esas Leyes de Reforma corrió a car-go de ambos, en la circunstancia y en los tiempos respectivos de cada uno de ellos. Así es el destino, tanto el causal como el azaroso.

Empero, este libro está dedicado a Melchor Ocampo, a

quien describe Guillermo Prieto, “Fidel”, declarando: “Remeda-

ba yo a Ocampo con su largo cabello cayendo hacia atrás, su faz redonda, su nariz chata, su boca grande pero expresiva, su palabra dulcísima y sus manos elocuentes eran el complemento y la acen-

tuación de su palabra”.Así, en esta obra encontraremos muchas respuestas a nues-

tras preguntas habituales sobre Don Melchor, a quien, entre más se le conoce, más se le admira y más se le respeta.

Morelia, territorio de la cultura y el arte, invierno inicial del 2014.

Marco antonio aguilar cortés

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Melchor Ocampo ¿criollo o mulato?

Álvaro ochoa-Serrano

deEl Colegio de Michoacán

A saber por su imagen, mulato, afromexicano, sí. Nació en Pa-

teo, una hacienda cerca de Maravatío, al oriente del estado de Michoacán. Ese Melchor Ocampo, propietario rural y destacado político, impulsó en 1859 las Leyes de Reforma

que llevaron a consolidar las instituciones civiles del México moderno. Respecto a su pasado, corren varias consejas. El médico antro-

pólogo Nicolás León aseguró que Ocampo había nacido en enero de 1814, “por una verdadera casualidad”, en la Ciudad de México. Susten-

tó su dicho al encontrar una partida bautismal de un niño expósito, “es-

pañol” (o sea, criollo), en la parroquia del Señor San Miguel Arcángel que se reiere a José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santí-sima Trinidad.1 De ahí, que con el agregado de una misteriosa bastardía y la adopción por parte de la dueña de Pateo, siguieron el mito diversos autores por varios años. Que si resultado de licenciosos amores de un abogado, que si de un clérigo insurgente de paso, etc.

Poririo Parra salió a matizar esa primera parte. En el prefa-

cio encomendado por Ángel Pola a las Obras Completas de Melchor Ocampo, en el tomo 3 de Letras y Ciencias, el prologuista atenúa:

1 N. León. 1884: 61-62.

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Fue [Ocampo] hijo del amor; mas no fue su proge-nitora una cortesana sin entrañas, que abandonara en el pórtico de una iglesia, el tierno fruto de sus deslices, des-tinado a ser uno de los más preciosos miembros de la hu-manidad, sino una dama virtuosa, caritativa y opulenta, llena de afecto maternal y que infundió en su ilustre hijo el amor al prójimo, la ardiente caridad y el desinteresado afecto que hicieron tan benéica la vida de ambos.2

En cambio, distinta versión ofreció Fernando Iglesias Calderón, familiar afín de la propietaria de Pateo, quien sostuvo que Ocampo no fue hijo de la señora Tapia y Balbuena sino uno de los niños que ella recogió en su hacienda, un ahijado. Claramente le dijo a Pola:

El hecho de recoger a un huérfano era muy co-mún en aquellos tiempos y entre las familias acomoda-

das. En la de Tapia no era el primer caso.3

Al trazar los rasgos biográicos, Raúl Arreola Cortés, editor en 1985 de las Obras Completas de Don Melchor Ocampo, apuntó en la primera nota del tomo primero, con letra chiquita, a pie de página: El Lic. Ramón Alonso Pérez Escutia encontró en el archivo parroquial de Maravatío el acta de nacimiento (sic) de un niño, hijo de indio y mulata al que pusieron José Telésforo Melchor.4

Cabe puntualizar que el curato y partido de San Juan Bautista Maravatío se componía de cuatro pueblos y dos barrios. La cabecera, originalmente indígena, para la segunda mitad del siglo XVIII se hallaba poblada en su mayoría por “españoles y demás calidades”; criollos, po-bladores originarios tributarios, mulatos y demás castas. En las hacien-das comprendidas dentro del curato predominaban sirvientes indios y mulatos; nombradas eran las incas de Pateo el Chico, Pateo el Grande.5

En una de las haciendas mencionadas vio la luz José Telésforo Melchor. He aquí la partida bautismal:

2 A. Pola. 1900-1901, III: v.3 A. Pola. 1900-1901, I: 216, III: 674-6854 Obras Completas de Don Melchor Ocampo. 1985, I: 129. 5 O. Mazín. 1986, pp. 98-99, 293.

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En el año del Señor de 1810, a siete de enero yo el B. Dn. Fernando Ruiz, teniente de cura, bauticé solem-

nemente en esta parroquia, puse óleo, crisma y por nom-

bre José Telésforo Melchor de los Reyes, a un infante de tres días de nacido, hijo de José María Morquecho, indio, y de María Bernarda, mulata, vecinos en Pateo. Padrinos José Antonio de la Luz López y María Bartola Barajas, su mujer, a quienes advertí su obligación.6

Esta evidencia (mediando la interrogante del apellido) coincide con la descripción física de Ocampo que hiciera un prisionero de guerra norteamericano, Corydon Donnavan. Capturado en Camargo, al norte del país, Donnavan fue llevado a Morelia, capital del estado, a trabajar en la imprenta del gobierno; lugar en donde permaneció desde diciembre de 1846 a los primeros días de mayo de 1847. Escribió en su cuaderno de aventuras:

Durante los primeros dos meses de coninamien-

to, se nos ocupó en la composición de la “Reimpresión de Ordenanzas de la ciudad de Valladolid [Morelia]”, durante el cual tuvimos la fortuna de que nos visitara el gobernador de la provincia (Melchor Ocampo), quien supervisó la publicación. Él es de los mejores hombres de México, y fue candidato a la presidencia en las úl-timas elecciones. Ocampo tiene alrededor de treinta y ocho años, un poco bajo de la estatura promedio, aun-

que robusto. Su ina facción aceitunada pareciera más oscura de lo que en realidad es, debido a la negrura de su cabellera, de la cual caen rizos alrededor de su cara y de sus expresivos y chispeantes ojos negros.7

6 Archivo Parroquial de San Juan Bautista Maravatío, Bautismos, vol. 16, castas 1806-1810, f. 55 fte. Ramón Alonso Pérez Escutia. 1990. Historia de Maravatío, Michoacán. Comité Organizador de los Festejos del 450 Aniversario de la Fundación de Maravatío, Michoacán, 1540-1990, p. 173.7 C. Donnavan. 1847, p. 71. Subrayado nuestro AOS.

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Ocampo había atendido clases en el Seminario de Valladolid (Morelia, después) en 1824-1830, y estudió derecho en la Universidad de México en 1831. Sin embargo, abandonó la carrera en 1835 para ad-

ministrar la parte de Pateo que le heredó la Señora Francisca Xaviera de Tapia, hacienda a la cual nombró Pomoca (un anagrama de Ocampo). En su estudio de Maravatío (c. 1837) escribió desde su universo geográ-

ico que Pateo comprendía 787 moradores, una gotita de los 10 mil 155 de la municipalidad total, aun comparado con los 2977 de la cabecera.8

Alrededor de 1841 y 1844, en cuanto a referencias étnicas y a propósito de una acepción de “Mitote”, Melchor Ocampo en su Idio-ticón señaló: gresca, algaraza; y, agregaba citando a Antón de Alsedo: “era un baile de los indios; tal vez de allí viene el nombre”. Consignó en ese tono, además, “Macuache”, indio bozal o semibárbaro; asimismo, “Meco” (indio bárbaro./ Aplícase por desprecio aun a los que no lo son./ Adj. Lo pintarrajeado de dos colores, uno de los cuales sea negro…). Son varias las acepciones en dicha obra (sinónimo de vocabulario, dic-

cionario) a baile, danza, instrumentos musicales: balsar, balse, banda, bandolón, canturear, convite, eniestado, eolina, gamitadera, malinche, maturranga, zapateado, zapatear.

Vale la pena nombrar y subrayar cambujo en el Idioticón: “Apli-cado antes al hijo de negro y mulata o mulato y negra; era la casta más despreciada./ Cuando se aplica a las mulas o a las gallinas, signiica, de las primeras, color obscuro uniforme, y de éstas, pellejo negro”; destaca el hacendado de Pomoca, hombre versado del campo. Otra distinción la menciona en un relato de la época insurgente “Aventuras” (c. 1851) en el que un clérigo realista manifestaba “desprecio a los criollos” y discriminación a los indios.9 Ésta de indio, única gracia que sobrevivió al régimen colonial a lo largo de la vida independiente.

Amante de las ciencias y las artes, a Ocampo se le describía como persona de carácter alegre, expresivos y chispeantes ojos negros. Un ser agradable, todo un caballero; y, aunque la primera impresión que tuvo el referido Donnavan al conocerlo, -partiendo de su extrema

8 A. Pola. 1900-1901, III: 649.9 Obras Completas de Don Melchor Ocampo. 1985, I: 320-377, 436-442

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amabilidad y continuas sonrisas, sería la de un buen hombre y sencillo, uno pronto se da cuenta de sus agudas e inquisitivas miradas, las cuales se le escapan sin querer y dejan ver -debajo de esa casi infantil manera de ser- un exacto y agudo estudioso de la humanidad.

Otro detalle humano del biograiado saltó en la consonancia de una vieja canción de la época, interpretada durante una tertulia. Al tenor de la lírica:

Todo acaba, todo muere,Nada en el mundo es eterno,Sólo mi pena, mi inierno,Nunca acaba; nunca, no.

El joven Ocampo le replicó a quien la entonaba –muy bien lo hace vd. La melodía es muy grata, pero el verso muy desatinado. E hizo segunda mano “en la sentida muerte de mi amada”:

Sueño eterno es la muerte;Y la vida, fugaz sombra que corre veloz,Un meteoro que luce un instanteApagando su brillo precoz.Todo acaba en el mundo engañoso,Es efímero todo, mortal;Concluyó tu existencia preciosaY el adiós pronunciaste eternal…10

Como están ustedes para saberlo, el antiguo seminarista fue electo diputado por el distrito de Maravatío en 1842 y 1845. Gober-nó Michoacán durante la guerra México-Estados Unidos (1846-1848). Desempeñó otras responsabilidades en el senado, 1848-1850; secreta-

rio de Hacienda (1850-1852), y gobernador de nuevo en 1852. Deste-

rrado por el gobierno tirano y central, partió por el muelle al norte, en diciembre de 1853. De su puño y letra:

10 A. Pola. 1900-1901, III: 671-672.

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Ya me voy, pues me lleva el destinoComo la hoja que el viento arrebata,De una patria, aunque a varios ingrata,Bien querida de mi corazón.Ya me voy a una tierra distante,A un lugar donde nadie me espera,Donde no sentirán que me mueraNi tampoco por mi llorarán.11

El estudioso de las ciencias estuvo atento a las circunstancias mundiales y del país. En circunstancias adversas, sobrevivió a su exilio en Nueva Orleans, el cosmopolita afrosur de Norteamérica; puerto del Golfo de México y puerta al comercio y la industria de los Grandes La-

gos. Sin embargo, no permaneció indiferente a la esclavitud en la tierra de Tío Sam.

Desde el destierro, en enero de 1854 fue benefactor del Institut D’Afrique, Societé internationale fondée pour l’abolition de la traite et de l’esclavage. Instituto francés fundado en 1838 y cuyo objeto era con-

tribuir a la civilización y a la colonización de África para la agricultura, el comercio, la industria, las artes, las letras y la ciencia. Contribuyó con 300 francos.

Al igual que los nombres de los protectores y benefactores del Instituto de África se inscribió el de Melchor Ocampo en las paredes del ediicio de la Sociedad. Esas mismas inscripciones, destinadas a per-petuar la memoria de los contribuyentes, serían reproducidas en todas las regiones en las que se formó una sección correspondiente. Miem-

bros de dicho Instituto, los también mexicanos, J. Muñoz Campuzano, Fernando N. Maldonado, Miguel María de Azcárate y el Gral. Juan N. Almonte.12

Donnavan había registrado en su testimonio personal que Ocampo hablaba cinco idiomas con luidez; un observador agudo de

11 Ibid., p. 672.12 Archivo de la Diócesis de Zamora. Correspondencia del Obispo José Antonio de la Peña. París, 23 de enero de 1854. Gentileza de Don Jorge Moreno Méndez.

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la naturaleza humana; y su plática corría en extremo instructiva. Su talento político era de primera, así como su agilidad mental para re-

solver problemas. Tenía una extraordinaria conianza en sí mismo, valiente a prueba.

Al tanto de la revolución de Ayutla, el 30 de julio de 1855 es-

cribió desde Nueva Orleans a Ponciano Arriaga (quien se hallaba en Brownsville, Texas), preocupado por la incursión a México de aventu-

reros estadunidenses bien armados y montados que pretendían segregar suelo mexicano y crear en él la República de la Sierra Madre.13 Cono-

cido es que Ocampo regresó a México en septiembre, vía Veracruz, y apoyó el movimiento en contra del dictador Antonio López de Santa Anna en ese 1855. Asimismo, ya como diputado, brevemente presidió los debates preliminares de la Constitución en 1856.

Desempeñó la Secretaría de Relaciones Exteriores en el régi-men del presidente Benito Juárez; y, siendo jefe de gabinete en 1859 -como ya se dijo- redactó leyes que favorecieron a la sociedad mexica-

na. Los liberales terminaron con el dominio político conservador y del clero católico al quitar a éste el control de los cementerios y el registro civil de nacimientos, matrimonios y defunciones. Además, salvo la in-

dígena, eliminaron las distinciones étnicas y raciales. Retirado de la vida pública, Ocampo fue asesinado por resenti-

dos de la conserva en junio de 1861.

13 A. Pola. 1900-1901, III: 636.

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Bibliografía

-Donnavan, Corydon. 1847. Adventures in Mexico. Cincinnati: Robin-

son & Jones.-Mazín, Oscar. 1986. El gran Michoacán. Cuatro informes del obispa-

do de Michoacán 1759-1769. El Colegio de Michoacán. Gobierno del Estado de Michoacán.

-León, Nicolás. 1884. Hombres ilustres y escritores michoacanos. Ga-

lería fotográica y apuntes biográicos. Morelia: Imp. del Gobierno. -Arreola Cortés, Raúl. Obras Completas de Don Melchor Ocampo.

1985-1986. Selección de textos, prólogo y notas. Comité Editorial del Go-

bierno de Michoacán. 5 vol. -Pola, Ángel. 1900-1901. Melchor Ocampo. Obras Completas. Méxi-

co: F. Vázquez, 3 t.

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Los orígenes de don Melchor Ocampo

RAmón ALOnSO PéREz EScUTIA

de la

Facultad de Historia. UMSNH

La mayoría de quienes se han ocupado de la vida y obra de don Melchor Ocampo, coinciden en referir que éste vino al mundo el 6 de enero de 1814, en terrenos de la hacienda de Pateo. Por aquel entonces el valle de Maravatío iguraba como uno

de los escenarios de la provincia de Michoacán, en los que se libraba con mayor intensidad la Guerra de Independencia. Desde el verano de 1813 el virrey Félix María Calleja pactó con los mineros, latifundis-

tas y comerciantes de la comarca de Zitácuaro-Maravatío-Taximaroa, ubicar en la segunda de esas poblaciones una de las divisiones del denominado Ejército del Norte, al mando de oiciales como Ciriaco de Llano y Agustín de Iturbide. El propósito principal de esta fuerza sería contrarrestar en lo posible a las cuadrillas insurgentes al mando de los hermanos Ignacio y Ramón López Rayón, así como de Benedicto Ló-

pez Tejeda.Uno de los aspectos hasta ahora no esclarecidos sobre el origen

y la infancia del futuro “Mártir de la Reforma”, lo constituye su proce-

dencia biológica toda vez que se desconoce quiénes fueron sus padres y de qué manera se vinculó con doña Francisca Xaviera de Tapia, la que por aquel entonces iguraba como principal usufructuaria de la hacienda cerealera de Pateo, una de las más importantes del oriente michoacano. En sus remotos orígenes la inca formó parte de las mercedes de tierras

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de las que fue beneiciario el virrey-empresario Antonio de Mendoza, activo promotor de la colonización de la ruta de la plata que engloba los minerales de Guanajuato, Zacatecas y San Luis Potosí. Alrededor de 1780 la mayor parte del latifundio de Pateo llegó a manos del ma-

trimonio formado por el capitán José Simón de Tapia y doña Lorenza Balbuena. En 1807 sus bienes pasaron formalmente a manos de sus hijos Francisca Xaviera, Agustín, Joaquín y Josefa.

Sin el mayor sustento documental autores como el periodista Ángel Pola, Austasio Rulfo, Elí de Gortari y Poririo Parra, coinciden en señalar que la señora Francisca Xaviera de Tapia fue la madre bioló-

gica de don Melchor Ocampo. Al tiempo que atribuyen la paternidad al licenciado Ignacio Alas, el doctor Antonio María Uraga y/o, “alguno de los muchos insurgentes que frecuentaban Pateo”, como airma displi-centemente de Gortari. Mientras que el doctor Raúl Arreola Cortés, el más acucioso de sus biógrafos, comparte la opinión de Fernando Igle-

sias Calderón, sobrino nieto de doña Francisca Xaviera, en el sentido de que el señor Ocampo no nació de alguna relación de la dueña de la hacienda del Pateo con cualquiera de esas personas. Al respecto se argumentan las cualidades morales e intachable conducta, así como la profunda religiosidad de la principal heredera del capitán José Simón de Tapia.

En ese tenor, Arreola Cortés avala lo expresado por el doctor Nicolás León, quien descubrió en la parroquia de San Miguel Arcángel de la Ciudad de México, la partida de bautismo de un niño que supues-

tamente nació el 5 de enero de 1814, al que se dieron los nombres de José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santísima Trinidad, hijo de padres no conocidos y llevado a recibir ese sacramento por la señora María Josefa González de Tapia, radicada en la casa numero 10 de la calle de Alfaro. La tesis de Nicolás León y Arreola Cortés tiene su punto débil al momento de explicar de qué forma llegó este infante que vio la primera luz en la Ciudad de México a la relativamente lejana hacienda de Pateo, en la provincia de Michoacán, tomando en conside-

ración que presuntamente la “madrina” Josefa González de Tapia, no guardaba parentesco con los usufructuarios de esa inca.

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En los años recientes, al indagar sobre este controvertido asunto en el Archivo Parroquial de Maravatío, tuvimos la fortuna de toparnos con datos sumamente interesantes para contribuir en lo posible a escla-

recer este polémico detalle. En el ramo de bautismos, concretamente en el volumen 16 correspondiente a la castas, durante los años 1806-1810, en la foja 55 frente, consta la siguiente partida: “En el año del señor de 1810, a siete de enero, yo el B. Dn. Fernando Ruiz, teniente cura, bauticé solemnemente en esta parroquia, puse óleo, crisma y por nombre José Telésforo Melchor de los Reyes, a un infante de tres días de nacido, hijo de José María Morquecho indio y María Bernarda, mu-lata, vecinos en Pateo. Padrinos José Antonio de la Luz López y María Bartola Barajas su mujer, a quienes advertí su obligación. Fernando Ruíz. Rúbrica.”

¿Por qué no buscar primero en Maravatío, que es lo más lógi-co y congruente, y después en otros lugares el origen de don Melchor Ocampo? Ahora bien, procedemos a fundamentar nuestra tesis de que la partida arriba podría corresponder, efectivamente, al “Mártir de la Reforma”. Si el señor Ocampo hubiese nacido en enero de 1814, como lo señala Arreola Cortés y demás biógrafos, resultaría muy difícil de aceptar, sin poner en tela de juicio su vasta inteligencia, que apenas a los 10 años de edad ingresara al Seminario Tridentino de Vallado-

lid de Michoacán, para cursar el bachillerato de Derecho. Resulta más congruente pensar eso de un joven adolescente de 14 años, dando por supuesto su nacimiento en el año de 1810.

El apellido Ocampo ha sido un enigma que pocos se han atre-

vido a resolver en algún sentido. El historiador José C. Valadés expone sobre el particular que en 1810 vivía en la calle del Parque del Conde de la Ciudad de México un tal Bernabé Ocampo, marido de Ana Gómez, la que murió en 1811, por lo que éste se mudó después al numero 21 de la calle de Mesones, donde radicaba con su hermana María Josefa Ocampo. Arreola Cortés airma que ésta última recogió el 13 de sep-

tiembre de 1812, a un niño recién nacido abandonado por una mujer de la que no se supo mayor cosa. Después, Bernabé y María Josefa Ocam-

po llevaron a bautizarlo, sin preguntarse si ya lo estaba, a la parroquia

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de San Miguel con el nombre de José María Amado. Posteriormente, en el censo de 1814, Bernabé estaba casado en segundas nupcias y vivía en la referida casa de Mesones, en tanto que su hermana se encontraba radicando en la calle de Alfaro numero 13 con otros familiares; pero el niño José María Amado no se localizaba con Bernabé ni con María, ni existe partida alguna de que hubiera muerto. Valadés se interrogaba si el infante en cuestión fue el mismo que llegó al regazo maternal de la señora Tapia, en la distante hacienda de Pateo en el turbulento 1814. Si esto fuese verídico, se echaría por tierra este último año como el del nacimiento de Ocampo y se reforzaría la autenticidad de nuestra partida del archivo maravatiense.

Ahora bien, en un padrón que corresponde al pueblo de Marava-

tío fechado en el año de 1809, no se identiica la existencia del apellido Ocampo, pero sí radicaban allí varias familias con el apelativo Campos. Se remarca este último para poner énfasis sobre la gran similitud que existe entre éste y Ocampo. Por lo que no desestimo que para el caso especíico de don Melchor Ocampo, puede tratarse, en realidad, de su apellido, considerando una eventual mala lectura de Campos. Un ele-

mento de sustento alrededor de esta tesis lo constituye el hecho de que su hijo póstumo, el abogado Melchor Ocampo Manzo, nacido en 1862, fue producto de la relación que sostuvo con Clara Campos, a la que se identiica en el referido padrón de 1809 como una niña, siendo señala-

da como incestuosa por el presunto parentesco cercano de sus padres. Hay que recordar que fue en su madurez cuando el abogado Ocampo adoptó como su segundo apelativo el de Manzo, para honrar al doctor José María Manzo Cevallos quien veló por su formación profesional en su virtual situación de orfandad, sin que se invoque más el nombre y la presencia de su madre.

Otra elemento a considerar es el hecho de que el apellido Ocam-

po se encuentra arraigado en la comarca de Tuzantla desde inales del siglo XVII, además de que se tiene documentada la constante migra-

ción temporal de familias de ese punto al valle de Maravatío durante la época colonial, para desempeñarse en labores agrícolas. Por lo tanto cabe presumir como otra posibilidad que los padres de don Melchor

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Ocampo hayan acudido con ese propósito a terrenos de la hacienda de Pateo. No se desestima que la situación de guerra imperante desde el otoño de 1810, eventualmente haya propiciado su deceso con la conse-

cuente situación de orfandad para el futuro “Filósofo de la Reforma”, entrando así en la vida de doña Francisca Xaviera de Tapia.

¿Cómo transcurrió la infancia de don Melchor Ocampo? Pa-

radójicamente, quien fuera una personalidad amante de la paz y la li-bertad vivió, el medio siglo que el destino le reservó, inmerso en la violencia que acompañó al nacimiento de su país a la Independencia y su integración como tal. No es difícil imaginar los primeros años de la vida de aquel niño precoz. Venido al mundo quizás unos meses antes de que don Miguel Hidalgo emprendiera la lucha insurgente, Ocampo fue víctima de los azares de ella, perdiendo pronto a sus padres y quedando a la deriva del destino, el cual le fue generoso y le auguró un futuro promisorio cuando lo llevó a los humanitarios brazos de la señora Fran-

cisca Xaviera de Tapia. En Pateo la soledad de su orfandad la mitigó la compañía de Ana María Escobar, Josefa Rulfo, Estanislao Hernández, Clara Campos y otros pequeños como él, puestos a salvo de la crueldad de la guerra por aquella generosa y desinteresada protectora.

La señora de Tapia no tardó en dejar entrever su predilección por el pequeño “Melchorillo”, como se le denominaba afectuosamente. Periódicamente la acompañaba al pueblo de Maravatío, donde la hacen-

dada de Pateo convivía largamente con los clérigos de la parroquia de San Juan Bautista y sus parientes los Balbuena Picazo. En 1815, el niño Telésforo Melchor contaría con 5 años y su aguda inteligencia registra-

ba ya con sorprendente claridad la realidad que le rodeaba. Vivió tem-

poradas más o menos prolongadas en Maravatío al lado de los clérigos o en casa de los Balbuena. Compartió sus juegos infantiles con José An-

tonio, Patricio y Teresa, con los que mantendría estrecha relación toda su vida. Allí fue testigo presencial de la brutalidad de la guerra por la Independencia; conoció el proceder de los oiciales realistas presididos por los sanguinarios Ciriaco del Llano y Agustín de Iturbide. Vio mu-

chos de los fusilamientos de insurgentes llevados a cabo en Maravatío y tal vez se imaginó que el destino alguna vez le depararía esa suerte.

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El pequeño “Melchorillo” supo de las intrigas y pleitos en los que se enredaron los clérigos que servían en la parroquia de San Juan Bautista de Maravatío, en los sombríos tiempos de la guerra. Conoció desde entonces muy de cerca los avatares del medio eclesiástico, lleno de conspiraciones, envidias, golpes bajos y otros no tanto, en la disputa de los bienes del César descuidando los que eran de Dios. Estuvo desde niño al tanto del funcionamiento de un clero podrido e inmerso en una crisis irreversible que lo llevaría andando el tiempo a perder sus cente-

narios privilegios. En la madurez de su vida, “Melchorillo” contribuiría a asestar más de algunos de los demoledores golpes que separaron para siempre las cosas de Dios de las de los hombres. Se presume que fue con los clérigos de ese curato con los que Ocampo adquirió los prime-

ros rudimentos de la escritura y la lectura. Después de la señora de Tapia, admiró con especial fervor al

doctor Antonio María Uraga, en quien maliciosa y tendenciosamente muchos han tratado de encontrar su paternidad. Conoció al brillante clérigo, abierto partidario de la causa insurgente; estuvo al tanto del conlicto librado por Uraga con la caterva de sacerdotes ignorantes que tenía como auxiliares en el curato maravatiense. El padre Uraga había participado muy de cerca en la conspiración vallisoletana de 1809. Tras el estallido de la guerra abandonó temporalmente la administración de su parroquia a la que había llegado tres años atrás. Anduvo en varios lugares huyendo a la implacable persecución de la Inquisición y los realistas. Las circunstancias políticas no le permitieron regresar sino hasta los últimos días de 1814, precisamente cuando Ciriaco de Llano realizaba el genocidio de la población maravatiense, con la callada e inmoral complicidad de los clérigos que lo suplieron en su ausencia.

Con ciertos detalles, Uraga habló de los curas Portal e Imitola, quienes también fueron de los primeros mentores del pequeño Melchor Ocampo, a los que éste prodigó su cariño sin atender a los muchos defectos criticados por el ilustrado y progresista párroco. En opinión de éste, “el bachiller Antonio Hilario Portal, eclesiástico anciano, ave-

cindado muchos años atrás en este pueblo, es un buen hombre, pero achacoso e impedido por lo mismo de emplearse en nada del ministerio.

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No se cuenta por tanto con él, y es en razón del clérigo como si no lo hubiera. Casi lo mismo puede decirse del sacristán mayor D. Ignacio Imitola, cuyos extraños escrúpulos lo embarazan de celebrar, de dar la sagrada comunión, y aun de rezar el oicio divino, si no es empleado en él la mitad del día, aun su exactitud en mil ridículas menudencias, que podrían llamársele farisaica si no proviniese de un buen celo; inco-

moda a los dependientes de la iglesia y exaspera a los vicarios, siendo acaso ésta una de las causas de la diicultad de encontrarlos”. El propio Uraga habló del bachiller Manuel Mejía, quien mucho sabía sobre el origen de Ocampo, como capellán que fue de las haciendas de Pateo y de Paquisihuato, pues éste “hace veces de vicario por honorario que le pago en aquel distrito que es el más pesado de esta administración. Es un buen y laborioso eclesiástico”. El doctor Uraga informaba a Abad y Queipo que había acudido al curato de Celaya y la propia Valladolid en busca de auxiliares, pero que por las circunstancias imperantes no había sido posible conseguirlos a pesar de las ventajas que todavía ofrecía la parroquia a su cargo.

En el ocaso de la Guerra de Independencia se radicó en el pue-

blo de Maravatío el oicial realista de origen italiano Vicente Filisola, quien pronto se integró como prominente miembro de la sociedad local hasta el momento de su muerte en 1850. Este personaje en diferentes momentos tuvo largas ausencias por su participación en la política na-

cional de las primeras décadas del período independiente. Entre otros largos viajes Filisola tuvo el de 1822-1824, cuando su amigo Agustín de Iturbide, dueño de la hacienda de Apeo en el propio valle de Maravatío, lo comisionó para hacer el célebre plebiscito que decidió la suerte de la América Central. Otra ausencia más fue la que lo ocupó en la desastro-

sa campaña de Texas en 1835-1837, en la que fue segundo de Antonio López de Santa Anna. Sin embargo, el general Filisola fue uno de los personajes que más inluyeron en la temprana formación intelectual de don Melchor Ocampo, al que suscitó el interés por la geografía, la esta-

dística y la mineralogía, entre otras cosas.En el otoño de 1824 el joven Melchor Ocampo fue enviado a la

ciudad de Valladolid de Michoacán, para realizar estudios en el recién

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restaurado Seminario Tridentino. En este plantel formó durante los si-guientes cuatro años parte de una de las generaciones de oro que pasaron por sus aulas, en la que iguraron además de él personajes como los fu-

turos jerarcas e ideólogos de la Iglesia católica Clemente de Jesús Mun-

guía y Pelagio Antonio Labastida y Dávalos; el abogado pro clerical Ig-

nacio Aguilar y Maracho; así como sus congéneres liberales José María Manzo Cevallos, los hermanos Juan Bautista y Gregorio Cevallos, Juan Manuel Olmos, Agustín Aurelio Tena, José Consuelo Serrano, Ramón Talancón y Antonio Florentino Mercado. Los futuros políticos liberales recibieron en aquel entonces la inluencia del carismático y controver-tido José Trinidad Salgado, quien fue sucesivamente vicegobernador y titular del Ejecutivo local, igurando como el más prominente defensor del modelo organizacional federalista en Michoacán, además de líder de la logia masónica del rito de “York”.

Aunque no lo conoció personalmente, porque falleció por los días en los que el adolescente Melchor Ocampo realizaba el viaje a Va-

lladolid, para ingresar al Colegio Seminario, se ha presumido en irme que los estudios botánicos y naturalistas en general que llevó a cabo don Juan José Martínez de Lejarza, inluyeron de manera decisiva en la fa-

ceta que tuvo como cientíico aquél. Es probable que desde su estancia en la capital del estado, Ocampo haya mostrado interés y profundizado en el estudio de las obras tanto de Lejarza, como las de Pablo de la Lla-

ve y el prusiano Alejandro de Humboldt.Una vez concluidos los estudios de bachillerato en Valladolid-

Morelia, la expectativa del joven Ocampo fue la de efectuar la carrera de abogado en la Ciudad de México. Con ese propósito y orientado por el licenciado Ignacio Alas se inscribió en la Universidad. En la prima-

vera de 1831, la víspera de su muerte, la señora Francisca Xaviera de Tapia designó a su protegido Melchor Ocampo, como heredero uni-versal de sus bienes, entre los que iguraba como el más importante la hacienda de Pateo, en lo que se incluían las muchas deudas contraídas a lo largo de casi tres siglos, principalmente por concepto de capella-

nías y otras obras pías. Alrededor de 1833 nuestro personaje se desistió de continuar sus estudios en la capital del país, en la coyuntura del

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movimiento reformista liberal de Valentín Gómez Farías; y para 1835 lo encontramos inmerso ya en los muchos y apremiantes asuntos de su vasta inca de campo, al tiempo que cultivaba sus aiciones en torno de la botánica, la geografía, la geología y otras ciencias. Aquí iniciaba la segunda y muy importante etapa de su vida, la incursión en la investi-gación cientíica, y la política regional y nacional.

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Melchor Ocampo y el Colegio de San Nicolás

AdRIán LUnA FLORES

y

EUSEbIO mARTínEz HERnándEz

del

Centro de Estudios sobre la Cultura

Nicolaita. Archivo Histórico

A l iniciar el movimiento de Independencia, encabezada por el ilustre Miguel Hidalgo en 1810, el Colegio de San Nico-

lás Obispo fue clausurado, como muchas otras institucio-

nes educativas en el resto del país. Esta guerra había traído graves consecuencias al Colegio, no sólo había ocasionado su cierre e interrumpido sus actividades académicas sino que gran parte de su pa-

trimonio se había perdido, y su ediicio había quedado prácticamente en ruinas por la ocupación que hicieron de ella los grupos en pugna. El cabildo a través del superintendente canónigo Francisco de Borja Romero se había dado a la tarea de rescatar las pocas propiedades que habían quedado. La importancia que revestía la labor del plantel pronto fue admitida, ya que se hicieron intentos por reconstruir su edi-icio para poder realizar su reapertura, pero las diferencias en el seno mismo del cabildo catedralicio así como de las discrepancias con el gobierno del Estado sobre el derecho al patronato en la administración del Colegio complicaron su reapertura. Finalmente, en 1844 la Junta Subdirectora de Estudios del Departamento de Michoacán solicitó al Cabildo Eclesiástico renunciara al patronato del Colegio, mismo que después de un estudio minucioso accedió a la petición, cediendo para

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siempre a dicho patronato, a partir de mayo de 1845.1

La Junta de Instrucción Pública se había creado en 1831 con la inalidad de fomentar y vigilar la instrucción pública, cuyo organismo también tenía la función de recabar fondos para la enseñanza a partir del 10 % del impuesto que causarían las funciones de teatro, peleas de gallos, trucos y billares, y de un impuesto al sueldo de los empleados públicos. De esta manera, al realizarse el acta de cesión, el patrimonio propiedad del Colegio pasó al fondo de instrucción pública. Tras la ins-

talación de la Junta Subdirectora de Estudios del Departamento de Mi-choacán, el 19 de febrero de 1844, retomó como una de sus funciones sustanciales el de recaudar fondos para la reapertura y sostenimiento del Colegio de San Nicolás.2

Este sistema era una de las prácticas que había implementado el Cabildo Eclesiástico de otorgar préstamos hipotecarios a particulares para obtener fondos para el sostenimiento del Colegio. Celosos de su deber, los miembros de la Junta establecieron las bases y condiciones generales sobre las que debían realizarse los préstamos hipotecarios de los fondos destinados a instrucción pública. En dichas bases se pedía claridad en las condiciones en que se realizaría el contrato, especii-

cándose el tiempo y cantidad prestada. Se determinó que el empréstito que se otorgaría no excediera de la mitad del valor de la propiedad en garantía y si fuese posible sólo la cuarta parte. Por su parte, los bie-

nes hipotecados quedaban a favor de los fondos de instrucción pública mientras que los réditos obtenidos por dicho préstamo estaban destina-

dos al sostenimiento de San Nicolás.3

1 Arreola Cortés, Raúl, Historia del Colegio de San Nicolás, Morelia,

UMSNH, 1991, pp. 196-198.2 Archivo Histórico de la Universidad Michoacana (AHUM), Fondo: Gobierno del Estado, Sección: Instrucción Pública, Serie: Colegio de San Nicolás, Subserie: Minutario, Caja 4, Exp. 1.3 Bases generales a que deben arreglarse las escrituras de imposición de los fondos destinados a la instrucción pública. AHUM, Fondo: Gobierno del Estado, Sección: Instrucción Pública, Serie: Junta Subdirectora de Estudios, Subserie: Capital en Depósito, Caja 4, Exp. 4, F/n.

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El 17 de marzo de 1846, Don Melchor Ocampo, vecino del pue-

blo de Maravatío solicitó a la Junta Subdirectora de Estudios, un prés-

tamo por la cantidad de seis mil ochocientos cincuenta y cuatro pesos, siete reales, con la inalidad de fomentar su Hacienda de Pateo. Ante la imposibilidad de acudir personalmente a Morelia para realizar las gestiones necesarias y establecer las condiciones del préstamo, nombró como apoderado al licenciado Don Francisco García Anaya para que en su nombre acordara las condiciones generales del contrato con la Jun-

ta Subdirectora, obligándose a pagar réditos del seis por ciento anual garantizándolos con su Hacienda de Pateo, valuado en ciento veinte mil quinientos ocho pesos, un real, ocho granos. Después de un largo proceso de diligencias y comprobación de documentos, se autorizó y irmó el contrato del préstamo por el Presidente de la Junta, Juan Ma-

nuel González Urueña y el Secretario Don Santos Degollado, el 24 de octubre de ese año, previa entrega de las escrituras de dicha hacienda. El contrato se estipuló por nueve años, y cuyos réditos fueron pagados al Procurador Tesorero del Colegio Don Vicente Rionda.4

En el proceso de reapertura del Colegio de San Nicolás partici-paron diversos actores: políticos, intelectuales, profesores, estudiantes y benefactores. Entre los principales se encontraba Melchor Ocampo. Desde los primeros años de la década de los cuarenta, había comenzado a ocupar cargos públicos al ser electo diputado al Congreso General por el Departamento de Michoacán, junto a los ciudadanos D. José Con-

suelo Serrano y el licenciado Juan B. Ceballos, además de los suplentes D. Joaquín Ortiz de Ayala, D. Luis Gutiérrez Correa y D. Juan Manuel González Urueña. Ocampo se encontraba desempeñando sus labores legislativas al ser designado gobernador provisional del estado de Mi-

choacán tomando las riendas del gobierno el 5 de septiembre de 1846.Con su nuevo cargo, de inmediato se involucró en los prepara-

tivos para la reapertura del antiguo Colegio junto con la Junta Subdi-rectora de Estudios. El 14 de noviembre de 1846, fue descentralizada la Junta Subdirectora convirtiéndose en la Junta Directora de Estudios de Michoacán. Con este cambio la Junta adquirió mayores facultades para

4 Ídem.

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dictaminar temáticas educativas e incluso también al gobernador se le legó facultad para que dictara medidas que estaban fuera del alcance de la Junta. En ese sentido, Ocampo se encargó de hacer los nuevos nombramientos para la Junta Directora de Estudios, asimismo fue el encargado de expedir los primeros títulos como empleados y catedráti-cos del plantel civil que se encargarían de la educación de los jóvenes michoacanos y de otras entidades circunvecinas. Además aprobó el re-

glamento interno y los primeros libros de textos que serían la base para la enseñanza preparatoria y profesional.

Finalmente, Melchor Ocampo en su calidad de gobernador de Michoacán, encabezó la ceremonia de reapertura del Colegio Primitivo y Nacional de San Nicolás de Hidalgo, el 17 de enero de 1847. El 18 del mismo mes empleados y profesores acudieron al palacio de gobierno a tomar la protesta ante el gobernador. Ocampo como un liberal conno-

tado, después de haber viajado por Francia traía consigo la idea de que sólo a través de la educación se podía incar el desarrollo del país, y en ese sentido, proyectó al Colegio como una institución civil que debía formar a los futuros ciudadanos y en donde se cimentaría una nueva forma de gobierno idóneo en la construcción del Estado-nación.

La reapertura del Colegio tuvo gran relevancia en el ámbito nacional, ya que tras veintiséis años de haberse conseguido la Inde-

pendencia de México sólo existían cinco colegios o institutos oiciales: Puebla (1825), Jalisco (1826), Oaxaca, Estado de México y Guanajuato (1827). Michoacán fue el sexto estado que contó con una institución educativa de nivel superior y al igual que en los otros centros educati-vos tuvo como prioridad formar profesionistas con un alto grado de res-

ponsabilidad social como: abogados, médicos, farmacéuticos, y otras carreras que con el paso de los años se fueron abriendo.

Las contribuciones de Ocampo no se redujeron a sólo aprobar de-

cretos y acuerdos para el buen funcionamiento del Colegio de San Nico-

lás, sino que como un buen intelecto se dio tiempo para participar en las mesas sinodales de las cátedras de matemáticas e idioma francés en los actos públicos que se presenciaron en 1847. En este mismo año formó par-te de la terna para ocupar el cargo de la regencia, del cual resultó ganador,

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pero por diversas circunstancias no llegó a ejercerla.5 Sin embargo, quedó abierta la posibilidad para que en el futuro la pudiera ejercer, y por ello en 1850, se le volvió a invitar para ocupar el puesto de regente.

Por otra parte, al inalizar el año escolar de 1847, Ocampo reali-zó los preparativos para la incorporación del Instituto Médico-Quirúr-gico (que había sido fundado por el Dr. Juan Manuel González Urueña en 1829) a San Nicolás mediante el decreto del 9 de diciembre, para que la enseñanza de las ciencias médicas estuviera integrada en un sólo centro educativo.6 Uno de sus grandes anhelos era que en el Colegio se cultivaran las ciencias exactas para fomentar el conocimiento cientíi-

co, por ello, aun después de haber dejado el cargo de gobernador estu-

vo al pendiente del desarrollo académico del plantel nicolaita, tal como

se observa en las actas de sesiones de la Junta Directora de Estudios en donde sugirió la compra de equipo adecuado para la creación del primer gabinete de física y química. Aparte del apoyo económico donó un telescopio y un microscopio, para que aquellas cátedras estuvieran bien equipadas.

No obstante a los problemas políticos, económicos y sociales que aquejaban al país, Ocampo mantuvo irme la idea de abrir carreras profesionales en San Nicolás que respondieran a las necesidades del Estado. El 16 de julio de 1852, tras su segundo período de gobierno,7

aprobó un decreto para establecer la carrera de Agricultura e Ingenie-

ros Civiles, que era una de las ideas que le habían surgido producto de sus exploraciones cientíicas observadas en varias entidades y en su propia hacienda de Pateo. Sus ideales habían sido ampliados a tra-

vés de sus experiencias vividas en el extranjero, pero sobre todo tras haber cursado algunos estudios de agricultura cientíica y formación

5 AHUM, Fondo: Colección de Libros, Exámenes, Sesiones y Títulos, Libro de Registro de Actas de la Junta Directora de Estudios, sesión del 26 de agosto de 1847.6 Bonavit, Julián, Historia del Colegio Primitivo y Nacional de San Nicolás de Hidalgo, 4ª ed., (prólogo y 2ª parte de Raúl Arreola Cortés), Morelia, UMSNH, 1958, p. 192.7 Aguilar Ferreira, Melesio y Bustos Aguilar, Alejandro, Los gobernadores de Michoacán, 3ª ed., Morelia, Paldom, 2002, p. 45.

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de mapas y por haber formado parte de la Sociedad Asiática durante su estancia en Europa. Asimismo había observado que la agricultura, la industria y el comercio del país se encontraban paralizados por los efectos de las guerras internas y las intervenciones externas que reque-

rían soluciones inmediatas.8

En la carrera de Agricultura planteaba el estudio por un año de las cátedras de matemáticas, física y química, y por dos, la de agricultu-

ra y las prácticas en una hacienda de campo. Por su parte, los Ingenieros estarían obligados a cursar por dos años matemáticas y arquitectura, y en uno la de física. Para ambas profesiones se les exigiría el aprendizaje del idioma francés, mientras que para los cursantes de arquitectura de-

bían poseer la habilidad del dibujo lineal.9 Con este plan de estudios se intentaba modernizar las labores agrícolas, en donde los egresados de-

bían aprender a cultivar la tierra en base a los conocimientos cientíicos.Sin embargo, la creación de las carreras de agricultura e ingenie-

ría sólo quedaron en proyectos por falta de fondos, salvo la academia de dibujo y pintura, siendo su catedrático Octaviano Herrera cuyo sueldo fue pagado de los bolsillos de Melchor Ocampo. Pese a los excelentes resultados la academia fue cerrada y su reapertura se realizó hasta 1855. A partir de entonces tuvo una intensa actividad y se formaron muchas generaciones de artistas.

En este mismo decreto Ocampo estableció como obligatorio el curso de la Academia de Derecho Teórico-Práctico como requisito para la titulación de los futuros abogados. También dispuso la asistencia de tres horas diarias en cualquiera de las siguientes instancias: un bufete particular, en un juzgado de primera instancia, secretario o iscal del Su-

premo Tribunal de Justicia. En caso de inasistencias se acordó suplir las

8 Arreola Cortés, Raúl, Ocampo, Morelia, Gobierno del Estado de

Michoacán/UMSNH, 1992, p. 43 y 53. Además había sido nombrado socio correspondiente de la Compañía Lancasteriana en Michoacán desde donde había mostrado su preocupación por el estado que guardaba la educación en la entidad. 9 Coromina, Amador, Recopilación de leyes, decretos y circulares expedidos en el Estado de Michoacán, Tomo XIII, Morelia, Imprenta de los hijos de I. Arango, 1886, p. 26.

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faltas con seis meses más de práctica.10 Otros de los ramos que Ocam-

po consideraba importante para la formación de los estudiantes fue el aprendizaje de los idiomas inglés y griego abiertos en 1852.

Por otra parte, mientras Ocampo estuvo en la Ciudad de Méxi-co, fungió como enlace para la compra de materiales para los gabinetes y laboratorios de física-química en el extranjero. A inales de la década de 1850, las actividades del plantel transcurrieron de manera irregular por las fuertes tensiones que se gestaron entre la Iglesia y el Estado por la promulgación de la Constitución Política de 1857, que estableció la separación de dichas instituciones. El conlicto bélico trajo como consecuencia no sólo el triunfo de los liberales sino la pérdida de uno de sus más grandes actores, el asesinato de Ocampo, acaecida el 3 de junio de 1861.

Tras su muerte se acordó en la Junta de Colegio honrar la me-

moria del que había sido más que un restaurador de San Nicolás. El 8 de junio de 1861, el catedrático Cirilo González propuso una comisión compuesta por el regente Bruno Patiño, catedráticos Luis González Gu-

tiérrez y Juan Rubio, para que se encargaran de elaborar el programa para honrar a Ocampo. El programa fue dado a conocer al día siguiente bajo los siguientes puntos:

1ª. El Colegio guardará luto en la forma acostum-

brada por espacio de nueve días contados desde hoy, suspendiéndose los tres últimos las distribuciones y de-

biendo los superiores del establecimiento usar riguroso traje negro en los mismos nueve días.

2ª. En el último día de los nueve referidos se cele-

brarán en el salón de actos honras fúnebres de la mane-

ra siguiente. A la madrugada del mismo se enarbolará en el ediicio el pabellón a media asta, permaneciendo así todo el día. Los balcones del frontispicio se enluta-

rán con cortinas blancas y lores de listón negras. De la misma manera se adornarán el primer patio y el salón de actos, colocándose en el interior de este una pira que

10 Ídem.

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en los costados tenga escritos sonetos alusivos, a cuyo efecto se escitará (sic) al Sr. Moreno y a otras personas del establecimiento o extrañas a él.

3ª Se escitará (sic) al catedrático de dibujo D. Job Carrillo para que el óleo saque una copia del retrato del Sr. Ocampo. Si estuviere concluida esta para el día en que deban veriicarse las honras, se colocará duran-

te él, en el balcón principal del Colegio, trasladándose después al salón de actos para que quede allí perfecta-

mente como un recuerdo que le consagra a la memoria del mismo Sr. Ocampo.

4ª. A las siete de la noche, reunidos todos los su-

periores del establecimiento en el local destinado para

este objeto, se dará principio con las dobles de estilo con las campanas del Colegio, tocándose luego una poesía fúnebre: en seguida el orador nombrado por la Junta de Catedráticos pronunciará un discurso propio de las circunstancias, concluido éste se tocará otra pie-

za de música; después el catedrático D. Vicente More-

no recitará una composición poética alusivo al objeto de la solemnidad, y terminada ésta se dará in al acto con otra pieza de música y nuevos dobles.

5ª. Para este acto se convidará con papeletos de luto, que serán entregadas por una comisión de señores catedráticos al Excelentísimo Señor Gobernador, au-

toridades y personas de representación, y a las demás, por una de alumnos.

6ª. Los convidados serán introducidos por una comisión de alumnos, salvo el caso de que asistiere el E. S. Gobernador, pues entonces será formada aquella de catedráticos.

7ª. Una comisión nombrada por el Sr. Regente se encargará del ornato del interior y esterior (sic) del lo-

cal, contrate música e impresión de papeletas. 8ª. Los gastos que se eroguen en esta festividad

serán cubiertas por el señor Inspector de Instrucción Pública, actuales catedráticos del establecimiento y de-

más personas que con tal carácter hayan pertenecido al

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mismo, mediante las cuotas con que contribuya cada una de ellas, y que recogerá el individuo que nombre el señor Regente.11

La propuesta fue aprobada y fue nombrado orador el profe-

sor Luis González Gutiérrez para el acto que se realizó el 17 de junio. El profesor González matizó como principales puntos de gratitud: la reapertura y secularización, y el haber convertido a San Nicolás en una trinchera de las ideas liberales. Era grande el cariño de Ocampo hacia el plantel civil y sabía de las carencias que enfrentaban los catedráticos y estudiantes en su proceso de enseñanza-aprendizaje, por no contar con una biblioteca selecta, antes de morir dejó estipulado en su testamento que su acervo bibliográico pasara al Colegio.12

Si bien algunos de los principios e ideales de Ocampo no pu-

dieron concretarse de inmediato, tampoco tuvo la oportunidad de ver el lorecimiento del Colegio de San Nicolás que alcanzó a ines del siglo XIX, al convertirse en uno de los centros más importantes a nivel regional tras ampliar su oferta educativa y que parafraseando al gran reformador fue “una verdadera universidad” y sólo faltó que otorgara títulos profesionales.

11 AHUM, Fondo: Colección de Libros de Títulos, Exámenes y Sesiones, Libro de registro de actas de sesiones de la Junta del Colegio de San Nicolás, 1851-1863, Caja 1, Libro 3. Sesión de 9 de junio de 1861. 12 La biblioteca de Colegio fue conformada por donaciones hechas por particulares entre los que destacan: Teóilo García Carrasquedo, Anselmo Argueta, Luis González Gutiérrez, entre otros. Del mismo modo se nutrió de bienes secularizados a los templos y conventos.

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Pobrecitos federales, ¡ay! ¡qué lástima me dan…!

El conlicto entre liberales y conservadores en la

lírica tradicional de la Tierra Caliente

JORGE AmóS mARTínEz AyALA

de la

Facultad de Historia. UMSNH

¡Pobrecitos federales!¡Ay, qué lástima me dan!¡Se los llevan para arriba!¡Sabe Dios si volverán!

(Los federales, son terracalenteño)

Estaba sonando El Gusto Federal, una pieza representativa de la Tierra Caliente del Balsas, al terminar el redoble de la tam-

borita y tocar los aros, el grupo de don Natividad Leandro “El Palillo”, de Ajuchitlán, Guerrero, empezó a cantar:… ¡Pobre-

citos federales! ¡Ay! ¡Qué lástima me dan!... quedé sorprendido: prime-

ro porque la copla, o el “verso”, como le llaman los músicos tradicio-

nales, ya lo había escuchado antes, en un son que don Leandro Corona, quien vivió hasta los 103 años, residente en Zicuirán, municipio de La Huacana, Michoacán, llamaba: Los Federales; de manera coincidente la frase melódica principal de ese son corresponde con el gusto Dime morenita mía, que si bien habla de los deseos amorosos hacia una mu-

jer, utiliza como metáforas algunos términos militares para referirse al encuentro amoroso como escaramuza bélica.

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¡Quiero una guerra contigo! Quiero una guerra de abrazos,

quiero un tiroteo de besosy avanzarme entre tus brazos.

(Dime morenita mía, gusto terracalenteño)

Las preguntas saltan a la vista, algunas que se resuelven de ma-

nera sencilla ¿Cómo es que una misma música deine dos piezas mu-

sicales distintas en áreas vecinas de la Tierra Caliente? ¿Cómo es que una copla se comparte en otro par de sones? Que se pueden responder a partir de la relativa proximidad de las localidades y su pertenencia a una misma región cultural. Otros cuestionamientos son más complejos ¿Podemos “fechar” la temporalidad probable en que se compusieron o adaptaron las coplas? ¿Por qué el período de mediados del siglo XIX hasta el in de la centuria fue prolijo en la creación de coplas que se incorporaron a la tradición en la Tierra Caliente? ¿Por qué un evento que sucedió hace más de un siglo sigue vigente en la cultura regional? Intentaremos dar una respuesta tentativa y temporal a lo largo del texto; sin embargo, es necesario evidenciar que las coplas utilizadas fueron compuestas al mediar el siglo XIX, la época en que más activo política-

mente estuvo don Melchor Ocampo y que éstas transmiten información histórica, política e ideológica de tal período, y es de nuestro interés entender los mecanismos que la conforman y articulan.

Cuando se piensa en un género músico-literario vinculado a la historia popular siempre llega a nuestra mente el corrido; sin embargo, nuestra preocupación a lo largo del texto es mostrar el contenido histó-

rico de las coplas de la región y el posible uso político que se les dio en el pasado.

En el repertorio de la Tierra Caliente podemos encontrar varias coplas que hacen referencia a la manera en que fueron percibidos los procesos políticos del siglo XIX, sobre todo el conlicto entre la Iglesia y el Estado visible como la disputa entre “liberales” y “conservadores”. Aunque el proceso de separación terminó en los años 30’s del siglo XX, las primeras disputas por la promulgación de las Leyes de Reforma y la

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Guerra de los Tres años fueron trascendentes y tuvieron relevancia en la región. Muchas comunidades indígenas de la Tierra Caliente tuvie-

ron que afrontar la desamortización de los bienes de “manos muertas”, sobre todo de las tierras de sus cofradías y la transformación del régi-men de propiedad comunal en individual, lo que generó levantamientos armados en la región y oposición a las medidas implementadas por el Estado; sin embargo, la llegada de un príncipe austriaco para gobernar al país no fue un aliciente para unirse al partido conservador.

La toma de decisiones del Estado mexicano repercute constan-

temente en la vida cotidiana de las diversas regiones geográicas que conforman la Nación; sin embargo, la inluencia se ve acotada por las materias de interés para el gobierno y por los espacios donde se imple-

mentan. Una decisión jurídica con intensión social puede repercutir en el orden económico, o afectar a una región y a otra no; por ello, no todos los procesos históricos inluyen con magnitudes o formas idénticas en el territorio nacional. La creación de monocultivos para la exportación, la promulgación de la ciudadanía a las castas descendientes de africanos, los procesos de transformación de la propiedad comunal en individual, la separación de la Iglesia del Estado y las luchas que le siguieron, a pe-

sar de ser procesos que económica, social o legalmente, se produjeron en todo el país trascendieron, en mayor o menor medida y de manera distinta, en cada región. Las transformaciones impulsadas por el Esta-

do tienen inluencias no previstas, sobre todo en esferas distintas a las materias en que se toman las decisiones; por ello, sólo algunos hechos notables dejaron su impronta en las coplas de la lírica popular que se canta, toca y baila en la Tierra Caliente. La participación activa de los pobladores de la región como soldados en las guerras civiles que invo-

lucraron a dos grandes bandos: liberales y conservadores, motivaron el que las gestas populares aparecieran como temáticas en las artes tradi-cionales de la región; pero no en otros espacios vecinos, por ejemplo en la lírica de la pirekua indígena.

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La copla como arma… ideológica

La copla es un discurso sintético, muestra un posicionamiento políti-co mínimo y sin argumentos. El contexto cultural y la tradición lírica marcan las formas poéticas; el contexto político y militar de la época impregnan los contenidos; muchas veces se usan coplas sabidas, pero modiicadas, o bien se crean exprofeso.

En la Tierra Caliente hay dos géneros líricos musicalmente, am-

pliamente difundidos y diferenciados: el gusto y el son; las coplas que se cantan en los gustos generalmente son sextillas, o cuartetas octo-

sílabas que repiten dos de sus versos, las coplas usadas en los sones generalmente son cuartetas octosílabas. No nos ocuparemos aquí de la décima ni de la valona (glosa en décimas), que debido a su tamaño en extensión permitían crear discursos políticos bien argumentados, aun-

que en verso.Las coplas son independientes unas de otras; pero generalmen-

te, en la lírica de Tierra Caliente, algunas guardan una relación te-

mática (de sentido) con otras que se usan en una pieza (son o gusto) determinado, o un grupo de piezas caracterizadas por compartir temá-

ticas; por ejemplo: sones de animales domésticos, de ganado, como La vaquilla, El toro viejo, El toro antejuelo, El torito jalisqueño, El becerrero, La caballada, pueden compartir algunas coplas o usar las de un son en otro.

La copla se divide en dos grandes grupos a partir de su forma de transmisión: la copla leída, escrita y publicada en un periódico, ge-

neralmente creada por “literatos”, dirigida a un público culto y con un carácter pretendidamente “popular”; por el otro está la copla cantada: producida por autores anónimos al calor del fandango y “repentinamen-

te”, transmitida de manera oral y recordada en la memoria colectiva, siempre de carácter popular, aunque muchas de ellas fueron tomadas de la copla culta de carácter popularizante.

La copla leída no tiene una repercusión inmediata, pues es poco probable que el autor la viera “viva” y en acción. Aquella que era gustada se memorizaba para “decirla” (enunciarla) en el momento

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preciso, ya como “verso” o cantada en fandango, aunque no necesa-

riamente idéntica a lo escrito.La copla cantada tiene una repercusión inmediata, provoca: ri-

sas, sorpresa, empatía, enojo y enfrentamiento que puede pasar de lo verbal a lo físico, ya sea dentro de los códigos del fandango, mediante enfrentamiento lírico entre poetas o “versadores” en los géneros esta-

blecidos para ello: La India, La Rema y La Malagueña; aunque a veces el duelo poético podía desencadenar el duelo con armas, las heridas corporales o la muerte.

Los géneros lírico-musicales en los que la copla es cantada sir-ven como refuerzo rítmico mnemotécnico a la misma. La copla se adap-

ta al tiempo y ritmo de los géneros musicales; por tanto, no es enuncia-

da igual al cambiar de región.En la Tierra Caliente del Balsas el género musical llamado son

usualmente no tiene letra y su tiempo rápido no permite la “memori-zación”; por eso las coplas con la temática aquí referida aparecen en géneros como El gusto, La India, La Rema y La Malagueña, estos tres

últimos con música, o frase melódicas invariantes; pero fueron, y son, campos fértiles para la improvisación lírica. Todas tienen tiempos de ¾, son más pausadas y permiten el canto.

En la Tierra Caliente de la antigua parroquia de Sinahua, donde conluyen los ríos Balsas y Tepalcatepec, los sones si se cantan. Aunque en tiempo de 6/8, se ejecutan pausados, permitiendo el baile y la creación lírica repentina por los cantadores de “versos” (coplas) para la ocasión.

En ambas subregiones de la Tierra Caliente la música es rítmi-ca, acompañada con instrumentos de percusión, como la tamborita o el cacheteo en el arpa y el zapateado sobre un idiófono percutido con los pies, llamado “tabla” (o tarima), ritmos que ayudan a la memorización de los textos cantados.

La copla, como síntesis ideológica y arma política, podía es-

cribirse al “volapié” en sitios públicos, pegarse como libelo y no dejar rastro de su autor a las policías y cuerpos de inteligencia de los gobier-nos de la “usurpación” o mandados por déspotas. Cantada en teatros, en medio de los números sueltos de canto y baile, la copla era coreada por

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el público, de manera tal que, la pura “tonadilla”, sin letra, tenía ya in-

tensión política. La copla pintada en las paredes o pegada con engrudo a las puertas de las instituciones o las casas de los actores políticos tenía (y tiene) un carácter subversivo y una eicacia de “guerrilla lírica”. Su nexo con lo “popular”, aunque fuera escrita por licenciados y bachille-

res, le daba fuerza y posibilitaba la empatía.Al mediar el siglo XIX, el fracaso de los ejércitos formales

mexicanos frente al avance de las tropas invasoras belgas y austriacas motivó el surgimiento de numerosas guerrillas que interactuaron con las tropas regulares. En la región del Balsas, desde Tacámbaro hasta Zirándaro y de Zitácuaro a Churumuco, el general Vicente Riva Palacio coordinó los esfuerzos del ejército de oriente, de guerrilleros de la talla de Nicolás Romero; como el general era escritor se le atribuyen dos piezas emblemáticas: El gusto federal y Adiós mamá Carlota:

¡Viva Dios! Que es lo primero,dijo la oicialidad:

¡Muera el príncipe extranjero!¡Que viva la libertad!(El gusto federal, gusto)

El general Riva Palacio publicó un periódico para difundir las ideas de los liberales, alentar la resistencia frente a la invasión y para dar noticias del desarrollo de la contienda, lo llamó El pito real (como

se llama al pájaro carpintero en Tierra Caliente), aprovechó que ya exis-

tía un son llamado así y muy probablemente alentó para que se compu-

sieran coplas para el son, así la lírica tradicional sirvió como medio de comunicación de mensajes ideológicos entre la mayoría de la población de la región, que era analfabeta:

¡Yo no soy de aquísoy de El Carrizal!Soy puro chinacono soy imperial.

(El pito real, son terracalenteño)

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Una parte de la población sentía empatía por los ideales de la república y adaptó letras presentes en la lírica tradicional para expresar su identidad política:

Soy indita, soy indita americana.Soy indita soy india republicana.

Dime si te vas conmigo

lucero de la mañana.(La indita, son terracalenteño de los Balcones)

Muchas personas fueron reclutadas a la fuerza, mediante leva, y llevadas a pelear en la Guerra de los Tres Años; en Los Federales, un son que se toca en la conluencia del Tepalcatepec con el Balsas, expre-

saban así su temor y desesperanza:

¡Dicen que los federales!¡Tienen la vida comprada!¡La tengan o no la tenga

¡a mi no me importa nada!(Los federales, son terracalenteño)

La copla también fue usada por los conservadores para criticar a los liberales y, como lo hicieron los liberales, no fue compuesta “re-

pentinamente” en los fandangos, fueron creadas por intelectuales y pu-

blicadas en los periódicos para que los lectores tuvieran “armas” líricas para su defensa.

Aunque restringida, en el ámbito local y regional, la copla can-

tada corría con mayor rapidez en el siglo XIX de boca en boca que de lector en lector. No es de extrañar que de entre las numerosas coplas transcritas del siglo XIX, sólo haya una en referencia al son de Los fede-rales, en tanto que en la memoria popular se resguardan dos, mostrán-

donos que la eicacia en la preservación no siempre la tiene la escritura. Ahora bajemos a las pruebas empíricas. El 15 de agosto de 1870,

iesta de la Asunción de la Virgen, patrona de Tlapehuala, se encontra-

ba Justo Regino tomando con Maximiano Ángel Manchi, soldado de

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la compañía del Batallón del Señor Coronel Don Leonardo Valdés, y estando hablando en el baile, llegó Cirilo Vázquez, vecino de Punga-

rabato preguntándole “¿Cuál era el partido que seguía y amaba?” Justo contestó:

…que a la Federación era la que seguía y amaba y por sólo esta razón… se incomodó y le tiró dos gol-pes fuertes con un machete… conque venía armado a causa de ser este invasor, un soldado religioso que se halló en las trincheras de Cutzamala al mando del Ge-

neral Frontan… que mira con enojo a los federales… y trataba de quitarle la vida por ser federal.

Sería interesante saber qué coplas cantaban los músicos en el baile donde concurrían estos terracalenteños federales y religiosos,

bien podría ser algunas como esta:

Soy soldado de Huetamoque también tomo el jerez,

con mi fusil en la manole he de gritar al francés:

¡Que muera Marsimiliano!¡Viva el coronel Valdés!

(Copla suelta compilada por Mariano de Jesús Torres)

La copla era y es un medio ideológico, ya sea escrita y culta, o cantada y popular; construye identidades sociales y representaciones en los imaginarios mediante referentes positivos y negativos. Autores cultos como Vicente Riva Palacio y Mariano de Jesús Torres escriben coplas para que “el pueblo” las cante y tome partido por liberales o conservadores; las escriben para que los partidarios de ambos bandos las usen para zaherir el orgullo y menoscaben las identidades sociales de los contrarios.

La copla es un recurso más, como la caricatura o el panleto, para “sintetizar” el complejo panorama ideológico y político ante una población analfabeta; pero en ese resumen se pierden argumentos y

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quedan desnudos los odios y las simpatías, esquematizados en postu-

ras liberales o conservadoras. No obstante hay resquicios para que los sectores populares “hablen” en la copla, para que traduzcan sus propias perspectivas y sinteticen su propia mirada y propuesta política:

¿Dónde estará el cura Hidalgo?¿Dónde estás Benito Juárez?

Fueron patriotas cabales,no andaban peleando cargos.

Unos dicen ¡Viva! ¡Viva!¡Yo no sé quién vivirá!

Unos que viva el Gobiernootros que la Libertad.

(El gusto federal, son terracalenteño)

En general la voz del autor de la copla es masculina, incluso se devela detrás de aquellos versos que tienen, en apariencia, una mirada femenina. A la mujer no se le ve como política o militar, sino como ab-

negada madre/esposa/hermana que manda a sus “hombres” a la guerra, a morir, mientras ella padece hambre y violencia (muchas veces sexual).

La copla permitió que el grueso de la población fuera familiari-zándose con palabras como: Federación, Unión, Libertad, Poder Repu-

blicano; tal vez no sucedió lo mismo con sus conceptos. Era más fácil identiicar a los “bandos”, centralistas/federalistas, monárquicos/repu-

blicanos, conservadores/liberales, Iglesia/Estado y adherise a ellos por simpatía, pertenencia a una familia extensa con una militancia política, por ser “paniaguados” de un rico o un político, sin tener claros cuáles eran los principios políticos que los identiicaban:

¡Ándale chiquita rema!Rémale para La Unión.

Soy soldado de guerrerenseque le sirvo a la Nación,por eso cantando digo:

¡Viva la federación!(La rema, rema)

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Incluso no todos los actores políticos tenían una ideología só-

lida y cambiaban de bando; el ejemplo más claro es Antonio López de Santa Anna, quien terminaba salvándose de los problemas en que lo metía su “chaqueta” nueva mediante el autoexilio, nombre menos ver-gonzante que el de huída:

Santana dijo en el Puerto,Cuando ya se iba a embarcar:-Han dicho lo que no es cierto¡Ahí les dejo el gallo muerto,

acábenlo de pelar!(El gusto federal, gusto)

La copla cantada tiene como apoyo mnemotécnico la música y su ritmo. Mientras la copla escrita en un periódico depende de que el lector decida o no enunciarla, y que se resguarde como documento en un archivo hemerográico o particular; la copla cantada se preserva por su “repetición” en los contextos festivos y memorizada entre los asis-

tentes. Tiene pues una doble destilación: entre el gusto contemporáneo y el de las generaciones posteriores; su preservación en la tradición oral muestra que el suceso enunciado fue trascendente para la población que la creó, la canta y preserva en la memoria colectiva.

Algunos de los más destacados militares y defensores del orden republicano y federal, se “formaron” al fragor de las batallas y proce-

dían de los estratos medios y bajos de la población; sin embargo, la coyuntura política, sus habilidades, conocimiento del terreno y valor los llevaron a dirigir militarmente a otros compatriotas, sus “iguales” en lo social; por ello, no es de extrañar que Nicolás Romero, tocara la “jaranita” y cantara cuando podía los sones de la tierra.

Muchos de los actos de don Melchor Ocampo tuvieron reper-cusiones insospechadas para él; sin embargo, importantes para la vida social y cultural de los pobladores de la Tierra Caliente. La época que le tocó vivir continúa recreándose en los fandangos, cuando los músicos tradicionales tocan piezas como El gusto federal, Los Federales, La plata lucida, o Dime morenita mía.

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En la actualidad se inician apenas algunas acciones para salva-

guardar las artes tradicionales de la Tierra Caliente. Ya hay talleres que involucran a la música y el baile; pero casi en ninguno se pone atención a la lírica. Por inclinación individual e inluencia de la revitalización del sistema del “son jarocho”, que incluye a la décima, algunos folcloristas escriben ahora décimas y las “cantan” o enuncian en los “fandangos”, o festejos esceniicados; pero no tiene temáticas políticas. No obstante, no estamos lejos del momento en que reaparezca la lírica con temática política en la música bailable del Occidente de México:

Y en tanto los chinacos,

que ya cantan victoria,guardando tu memoria

sin miedo ni rencor.

Dicen, mientras el viento

tu embarcación azota:¡Adiós mamá Carlota!¡Adiós mi tierno amor!

(Adiós mamá carlota, canción)

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“El único medio moral de fundar la familia”: Melchor Ocampo y

la secularización del vínculo matrimonial

cEcILIA AdRIAnA bAUTISTA GARcíA

Doctora en Historia por El Colegio de México, A.C.

El 9 de diciembre de 1859, el joven capitán de caballería, José María Vences, oriundo de Morelia, y su novia, Francisca Mu-

ñoz Ledo, originaria de Valle de Santiago, Guanajuato, air-maron su libre voluntad de contraer matrimonio. Con familia-

res como testigos y, teniendo Francisca el consentimiento de sus padres, por tener 16 años de edad, se llevó a cabo este enlace que resultó ser la primera unión ante el Registro Civil en la ciudad de Morelia.

La creación del Registro Civil representó un parteaguas en la consolidación de los derechos individuales en nuestro país, como bien lo entendió en su momento Melchor Ocampo, uno de los personajes centrales de este cambio jurídico que formó parte del grupo de liberales redactores de las Leyes de Reforma que, con la creación del Registro Civil, instituyeron los fundamentos jurídicos seculares del matrimonio. Se entenderá por secularización, la racionalización progresiva del poder político, de la administración de la justicia y de la organización social que lleva a concebir la separación de las esferas de acción de la Iglesia y el Estado. Dicha racionalización exigió la ampliación de las facultades del Estado, en busca un dominio exclusivo de las distintas esferas de la vida pública.

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Quizá el enfrentamiento Estado-Iglesia, que acompañó el surgi-miento del Registro Civil, haya ideologizado y opacado sus objetivos y alcances. Sin embargo, su origen debe insertarse en la reforma liberal del Estado mexicano en el siglo XIX, como un lento y complejo proce-

so que impulsó múltiples cambios sociales, políticos y económicos; uno de los más importantes fue la secularización del registro de los hechos y actos vitales de las personas, tales como el nacimiento, el matrimonio,

el divorcio, la nulidad matrimonial, la defunción, entre otros. ¿Cuál fue la participación de Ocampo en la secularización del

vínculo matrimonial? Melchor Ocampo sostuvo importantes polémi-cas con las autoridades eclesiásticas, a partir de su crítica al papel que desempeñaba la Iglesia católica en la sociedad. Su crítica no resulta-

ba una mera posición anticlerical recalcitrante, sino formaba parte de una racionalidad liberal que privilegiaba los derechos individuales y las competencias del Estado, por encima de la prerrogativas eclesiásticas. Podemos notar cuatro momentos en la discusión: la polémica en torno a las obvenciones parroquiales en 1851; la discusión el matrimonio civil y las obvenciones parroquiales en el Congreso Constituyente de 1856-1857, las leyes del 11 de abril de 1857, y Ley Orgánica del Registro Civil, de julio 1859. A través de estos momentos, puede evaluarse mejor la participación de Ocampo en ese proceso.

I. La polémica de Ocampo en torno a las obvenciones parroquiales

El 8 de marzo de 1851, Ocampo dirigió a la cámara de diputados una Representación sobre reforma de arancel de obvenciones parroquiales. En el documento, Ocampo propuso un cambio en las disposiciones vi-gentes que establecían las obvenciones parroquiales, es decir, el pago que los católicos debían hacer a los párrocos por sus servicios ministe-

riales: bautizos, bodas, entierros, misas, etc. El tema no era nuevo, pues remitía a las continuas fricciones entre los párrocos y su feligresía por el pago de estos servicios.

La falta de un arreglo, entre la República mexicana y la Santa

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Sede, en torno Real Patronato Indiano -acuerdo entre el Estado y la Iglesia vigente durante todo el periodo novohispano, que establecía las prerrogativas y facultades eclesiásticas en los territorios pertenecientes la corona española en América-, había permitido que el tema de las obvenciones parroquiales, y otros aspectos referentes a la administra-

ción y jurisdicción eclesiástica sobre la sociedad, quedaran sin una deinición clara en la primera mitad del siglo XIX. La Constitución de Cádiz de 1812 y la legislación mexicana posterior al inicio de la independencia, suprimieron una parte de los antiguos privilegios de las corporaciones, con el ánimo de establecer un principio de igualitario entre la población, de tal suerte que los tributos, el trabajo forzoso, los servicios personales, etc., quedaron abolidos. Las disposiciones tra-

jeron mayor confusión en torno a los términos en los que se entendió el pago de las obvenciones, pues en el periodo novohispano, por lo menos hasta antes del reformismo borbónico en la segunda mitad del siglo XVIII, el pago de los servicios parroquiales se diferenciaba, tanto en forma de pago, como en cantidad, con base en la riqueza y el ori-gen étnico de quien lo pagaba, siendo los pobres y las comunidades de indios. Juan Cayetano Gómez de Portugal, obispo de Michoacán en aquel entonces (1831-1850), realizó una revisión de los aranceles en 1832, sin establecer modiicaciones importantes. A partir de la legisla-

ción de la primera mitad del siglo XIX, varios eclesiásticos intentaron cobrar por sus servicios a discreción, ya sea con el aumento de las cuotas según su parecer, o estableciendo asignaciones igualitarias, sin distinguir la pobreza del feligrés. Lo anterior había dado lugar a múl-tiples conlictos, a partir de la resistencia de una parte de la población a pagar. Los sectores más empobrecidos, entre los que se encontraban algunas comunidades de indios y los trabajadores del campo, resintie-

ron particularmente esta situación. No es casual que Ocampo, en su papel de hacendado y por su

cercanía con el medio rural, se haya percatado de esta conlictividad que, según él mismo comenta, se daba en las cercanías de su propia hacienda. La codicia de los eclesiásticos y su falta de compromiso con su labor pastoral, fue el foco de una parte de sus comentarios. Varios

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periódicos de la época publicaban las quejas de los pueblos a los ex-

cesos de algunos párrocos, que llegaban a pedir en pago por la rea-

lización de las bodas, además de sus alimentos diarios, “hasta siete pesos y dos reales, un guajolote, una gallina, aguardiente de caña…”. Los señalamientos que hizo en su Representación, dan cuenta de falta de compromiso de los párrocos con la población a la que servían, sin negar el derecho que éstos tenían a ser retribuidos por sus servicios. La sensibilidad del entonces senador, se dejó ver en los amplios comenta-

rios sobre las condiciones sociales de los pobres del campo, enfatizan-

do los abusos del clero.Sin embargo, la cuestión se torna compleja, toda vez que asis-

ten diversas razones a explicar las motivaciones de Ocampo en torno a los pagos eclesiásticos. En sus comentarios subyace no sólo la crítica a la actuación del clero, sino su propia visión de los términos en los que debía reordenarse la relación Estado-Iglesia en la República liberal. No propuso una separación de ambos poderes, a manera de una indepen-

dencia, como lo llegará a plantear, casi 10 años después, junto a otros liberales con las Leyes de Reforma. La Representación proyectó una vinculación entre ambas potestades, a partir de una reforma a la organi-zación eclesiástica adaptada al programa liberal.

Su propuesta para remediar la situación no fue la supresión del clero o de los servicios religiosos que prestaba, sino la sujeción admi-nistrativa de la Iglesia al poder civil, particularmente en la parte ma-

terial. Sugirió las bondades de un clero al servicio del Estado, especie de funcionario público, cuya retribución tocaría al gobierno civil. Una Iglesia dedicada a su labor pastoral, lejos de las excesivas facultades que ostentaba y de la contaminación que suponía la administración de recursos económicos, más allá de los necesarios para la mantener el decoro del culto, fue el ideal que Ocampo compartió con otros liberales en esos años.

Sus comentarios tuvieron un fuerte eco y dieron lugar a la polé-

mica, a través de tres Impugnaciones dedicadas a refutar la Representa-ción. No existe un consenso acerca de la autoría de las impugnaciones, pues aparecieron irmadas bajo el seudónimo “Un cura de Michoacán”,

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pero es factible la idea de que hayan sido hechura de varias manos; entre los involucrados se cuenta a quien fuera eclesiástico de Mara-

vatío, Agustín Ramos Dueñas, conocido de Ocampo, y al obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía. Las respuestas anatemizaron los argumentos de Ocampo y expusieron el recuento de la legislación de los aranceles, a la cual se defendió como materia exclusiva de las au-

toridades eclesiásticas y no del Estado. A las impugnaciones, siguieron las Respuestas de Ocampo, cinco en distintos momentos, a las Impug-naciones. En estos documentos, el senador pudo extenderse en amplios temas, entre los que se destacan los límites de las facultades de los obispos, los alcances de las prerrogativas del Estado para legislar en

materias eclesiásticas, y la necesidad de establecer aranceles eclesiás-

ticos justos que tomaran en cuenta la pobreza de los trabajadores. La discusión terminó con la última respuesta de Ocampo el 15 de noviem-

bre de 1851. Al año siguiente sería elegido gobernador del estado de Michoacán.

Los gobiernos civiles pudieron proyectar el tema de las obven-

ciones parroquiales como una cuestión administrativa, que se encar-gó legislar al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos. El 11 de abril de 1857, el Ministerio publicó la ley sobre derechos y obvencio-

nes parroquiales, por la que suprimió el cobro por los servicios de ca-

samientos, entierros y bautismos realizados a la población pobre. De igual manera quedaron suprimidos los pagos de obvenciones mediante la prestación de servicios personales, tasaciones, concordias, alcancías y hermandades.

Esto representó un paso sustancial hacia la secularización de los vínculos sociales, que impactó la relación Estado-Sociedad-Iglesia por dos razones: permitió transferir la tutela de los individuos de la Iglesia al Estado y constribuyó a la consolidación de los derechos individuales.

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II. La secularización del matrimonio y la Epístola de Ocampo

La secularización de los hechos y actos vitales de las personas pudo airmarse con varias leyes que lograron condensar las aspiraciones libe-

rales: la Ley Orgánica del Registro Civil, de 27 de enero de 1857, Ley para el Establecimiento y Uso los Cementerios, del 30 de enero de ese mismo año, y la Ley Orgánica del Registro Civil, 28 de julio de 1859.

El registro de los actos vitales de las personas y la administra-

ción estatal de los conlictos judiciales derivados de ellos, sentaron las bases de la secularización jurídica de la sociedad. Esta secularización fue impulsada por la creación del Registro Civil y de la legislación es-

pecíica desarrollada en decretos particulares y en la codiicación.El cambio es sustancial, si consideramos que las nuevas dispo-

siciones establecieron que los actos y hechos vitales, registrados ante las autoridades civiles, surtían todos sus efectos legales sin la interven-

ción de los párrocos, jueces y tribunales eclesiásticos. La jurisdicción civil de la Iglesia a través de los párrocos y sus registros quedaba su-

primida, para dar lugar a la jurisdicción de una nueva igura: el registro civil, cuyas facultades se hicieron más complejas conforme avanzó la especiicidad de las causas civiles en la codiicación.

No obstante, la legislación de 1857 no estableció una ruptura entre el matrimonio como contrato y como sacramento. Si bien el ma-

trimonio civil legalizó la unión conyugal y los actos que derivaban de ella, como la legitimidad de los hijos, la patria potestad, el derecho hereditario, la dote y demás acciones referentes a la administración de la sociedad conyugal, la Ley Orgánica estipuló que el registro ante los funcionarios del gobierno debía darse después de celebrado el matri-monio eclesiástico, al que se le daba primacía. Así, se obligó a los con-

trayentes a mostrar la partida parroquial ante el juez del registro para poder celebrar el contrato matrimonial.

En este primer momento, el gobierno buscó ampliar su autoridad y crear una jurisdicción, aunque débil, propia, para el control guber-namental del matrimonio, mediante una distinción entre el matrimonio

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como contrato civil y como sacramento religioso. Ambos se comple-

mentaban, en su carácter civil y espiritual, a partir de una confusa inte-

racción entre autoridades. Entre el primer y segundo momento, medió una guerra civil que

contextualizó la promulgación de las Leyes de Reforma, la separación Estado-Iglesia y la secularización de los actos vitales de los individuos. La Ley Orgánica del Registro Civil de 28 de julio de 1859, constó de 43 artículos y un párrafo transitorio, agrupados en cuatro capítulos: dispo-

siciones generales, actas de nacimiento, actas de matrimonio y actas de fallecimiento, bajo el principio de que la sociedad, “para todo”, debía “bastarse a sí misma”. A partir de ello, los poderes legalmente consti-tuidos debían, en nombre de la sociedad, establecer los lineamientos que, en armonía con los principios morales de la sociedad, legitima-

sen al matrimonio como un acto civil. La solemnidad y legitimidad del contrato enfatizó el compromiso moral adquirido por los contrayentes, “para que viviendo en la honorabilidad y en la justicia procuren de con-

suno el bien de ellos mismos y de sus hijos.” El artículo 15 enfatizó la parte moral secular del matrimonio,

con la contribución de Melchor Ocampo en la famosa Epístola. Des-

pués de que los contrayentes airmaban su libre voluntad de aceptarse como marido y mujer, el juez debía dar paso a la “manifestación” redac-

tada por Ocampo, redactada a manera de pequeño sermón que estipu-

laba el carácter del matrimonio civil, sus ines y el papel que cada uno de los contrayentes debía desempeñar. Éste se reconoció como el único medio moral para formar una familia, para “conservar la especie y ...su-

plir las imperfecciones del individuo que no puede bastarse a sí mismo para llegar a la perfección del género humano.” La Epístola airmó los roles sociales -expectativas- asignados a los hombres y a las mujeres, en el matrimonio, propios del horizonte cultural de la época, del cual no escaparon los liberales. Ello ayuda a explicar que los objetivos del contrato civil y del sacramento estén alejados. El contrato respetó la indisolubilidad del matrimonio que establecía el sacramento, ijando al divorcio civil en los mismos términos que el divorcio eclesiástico, considerado solamente como la separación de cuerpos que no autoriza

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a los divorciados a contraer nupcias nuevamente mientras viviera el esposo(a) de quien se separaban.

El registro garantizó un derecho civil, si bien de las minorías, pero que complementa el principio de libertad de conciencia permitien-

do a aquéllos sectores no católicos legalizar sus uniones conyugales. Para Ocampo, la creación de instituciones como el Registro Civil era la posibilidad de asegurar un pensamiento independiente, lejos de las presiones de la Iglesia, sobre las cuestiones de la patria, la libertad y el orden, y de airmar la dignidad personal, los derechos y las garantías individuales.

A pesar de la ruptura legal Estado-Iglesia, el gobierno liberal no negó, como algunos autores sostienen, el carácter sacramental del ma-

trimonio, pues sólo desconoció los efectos legales de éste. Si el orden liberal garantizaba el respeto a las conciencias de los individuos, debía asegurar que éstos pudieran estar en posibilidad de decidir efectuar, o no, el sacramento religioso, no sólo católico, sino del culto que profesa-

ran los contrayentes, sin que ese hecho afectara los efectos legales del matrimonio. Este representa el legado de Ocampo a la secularización de las instituciones sociales en nuestro país.

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Don Melchor Ocampo y la Sociedad

Civil ante la invasión estadunidense

RAúL JIménEz LEScAS

de la

División de Estudios de Posgrado.

Facultad de Historia.UMSNH.

1846. La invasión estadunidense a México seguía avanzando, cuando Don Melchor Ocampo fue nombrado gobernador interino de Michoacán, tomando posesión de su cargo el 5 de septiembre de 1846 y, electo gobernador constitucional, el 27 de noviembre

de ese mismo año, todo en medio de fuertes problemas ocasionados por causas externas (el avance del ejército invasor) e internas, como la luchas entre federalistas y centralistas y, el restablecimiento del federa-

lismo, bajo el Plan de la Ciudadela. El 17 de enero de 1847, reabrió el Colegio de San Nicolás, convencido de la importancia de la educación.

Muchas fueron las facetas de Ocampo durante la invasión, como el impulso de las resistencias de la gente común y corriente, lo que aho-

ra llamamos Sociedad Civil. Según James Scott las “resistencias” de los subordinados es general, lo mismo en la Antigüedad que en la Actuali-dad. Sí Michel Foucault estudió la Ingeniería del poder, James Scott… la ingeniería de los subordinados.

Con los testimonios que reposan en diversos archivos, podemos relexionar sobre la Resistencia Social de los michoacanos en aquellos años difíciles de la Guerra de Conquista estadunidense y, podemos con-

cluir, que las resistencias fueron a varios niveles: con acciones civiles, individuales, donativos de curas (Huetamo y Chilchota); guerrillas y Batallones que integraron la Guardia Nacional. Vamos a destacar la par-ticipación femenina y civil en las llamadas…

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Juntas Patrióticas

Ocampo alentó las Juntas que consistían en grupos de voluntarias y voluntarios, cuya tarea fue la acopiar recursos económicos, armas, mu-

niciones, ropa y alimentos para las tropas en el frente de batalla. La moreliana, Dolores Alzúa de Gómez fue una activa y entusiasta promo-

tora. Según comunicado (4 de diciembre de 1846) se dio cuenta de los recursos enviados a los soldados:

“Con el jefe que hoy conduce a San Luís Potosí otra partida de reclutas, se remite ya al Exmo. Sr. Ge-

neral en jefe del Ejército de operaciones, los seis bultos o fardos que contienen los efectos que por donativos reunió la junta patriótica de señoras, que V. dignamen-

te con tal objeto. Doy a Ud. y a las demás señoras que compusieron la expresada junta, las más expresivas gracias a nombre del Estado, por la prontitud y eica-

cia con que procuraron desempeñar su comisión; y sin dejar de darlas también a todas las que contribuyeron. Dígnase V. admitir las seguridades de mi consideración y particular aprecio.”.1

Otras doñas de Puruándiro y, vecinos de Pátzcuaro hicieron lo propio, que fue anunciado en misiva por el gobernador Ocampo al ge-

neral Santa Anna reiere a estas actividades de las señoras:

“… el Teniente Coronel D. Tiburcio González que conduce a esa capital otra partida de 291 reemplazos y desertores del Ejército, remito a disposición de V. E. seis bultos o fardos que contienen las prendas de vestuario y otros efectos… que han proporcionado como donativo

1 OCAMPO, Melchor, Obras Completas, tomo III, Documentos políticos y familiares 1842-1851, Morelia, Comité Editorial del Gobierno de Michoacán, 1986, p.176 (selección, prólogo y notas de Raúl Arreola Cortés). Se respeta la redacción original. Las negritas son nuestras.

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señoras de esta capital. También envío un baúl con hilos y vendas hechas por otras de Puruándiro, y otro bulto con ochenta y siete tres cuartas varas brin que proporcionaron dos vecinos de Pátzcuaro.. (promete) 133 reemplazos y espero que muy pronto se dará el completo, pues he reite-

rado mis órdenes a las Prefecturas. Admita V. E. con este motivo las seguridades de mi atención y respeto….”.2

La lista fue grande: De Morelia: 2 bultos con 369 camisas y algunos pantalones. Dos bultos con 300 pares de calzado. Un bulto con 162 vendas con cabezales e hilos. Otro bulto con solo hilos. De Puruán-

diro: un baúl con hilos y vendas y de Pátzcuaro, otro bulto… En total: 7 bultos y un baúl, acopiados por las organizaciones de la sociedad civil michoacana.3 En 1847, era un enorme esfuerzo de la gente común y corriente como le llamaría Eric Hobsbwan.

De los testimonios se desprende que, lo que ahora se le llama Sociedad Civil, estuvo activa y colaborando. Al respecto de la partici-pación de las mujeres mexicanas en la resistencia, contamos con una carta del general Santa Anna contestando a las señoras de la capital que apoyaron con donativos:

“Por el oicio de V. E. fecha 27 del próximo pasa-

do y lista que acompaña, me he enterado de las canti-dades y efectos con que han contribuido varias aprecia-

bles Señoras de esa Capital, para ausiliar á este Ejercito

2 Archivo Histórico “Genaro Estrada” del Acervo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México (en adelante AHGE-SRE). 1845-1847. Listas de las señoras que hicieron donativos a favor de los heridos en Monterrey. Ofrecimientos de diversas corporaciones, colegios, etc. Para contribuir a la defensa del país (22). Sucesos entre México y los Estados Unidos de América relacionados con Texas y otros estados limítrofes. Guerra contra los Estados Unidos de América. Gobierno del Estado de Michoacán. Sección 1ª. N. 274. Misiva del gobernador Melchor Ocampo, 4 de diciembre de 1846. LE-1086-22. 2fs (88-89).3 AHGE-SRE. Gobierno del Estado de Michoacán. Sección 1ª. Lista que…, 3 de diciembre de 1846. Isidro García de Carrasquedo. Copia que certiica. LE-1086-22. 1 fs (90). Al inal se darán las fuentes primarias, para facilitar la lectura.

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en la guerra contra los invasores, y en contestación su-

plico a V. E. dicte sus disposiciones a in de que cuan-

to antes se trasladen á esta Ciudad los mencionados donativos.

Y, en otro documento, el general notiicó que ha recibido la lista de las señoras que donaron efectos para la guerra contra el invasor:

“… recibí una lista con los nombres de las Sras. de esa Capital que han querido presentar su ofrenda de dinero y otros efectos, consagrandolo todo á los heridos en la Guerra que actualmente sostiene la República…”.

Con fecha del 10 de diciembre notiicó que recibió los dona-

tivos de las “bellas mexicanas” del estado de Puebla. Y no fueron las únicas. Una carta de un soldado invasor enviada al Luoisville Courier,

dio cuenta del testimonio de una mujer del norte del país. Ahí dice:

“… el día 21 (septiembre de 1846), vi una mexi-cana muy activa llevando pan y agua a los heridos de ambos ejércitos. La vi levantar la cabeza de un hombre herido, darle agua y envolver su horrible herida con el pañuelo que ella llevaba en su cabeza. Cuando agotaba sus provisiones salía a buscar más, para atender a otros. Cuando ella regresaba escuché la explosión de un arma de fuego, y la pobre criatura calló muerta. Me dolió el corazón e involuntariamente miré al cielo… Al día si-guiente, su cuerpo yacía en el mismo lugar y a un lado el cesto roto… cavamos una tumba, en medio de una lluvia de balas de cañón.”.

Otras tantas quedaron en los Apuntes de Guillermo Prieto, como María de Jesús Dosamantes, quien vestida como militar se presentó, el 19 de septiembre de 1846, ante el general Pedro de Ampudia, para ofrecer sus servicios en la resistencia al invasor; enviada al Fortín de la Ciudadela.

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Prieto escribió sobre esta mujer:“… con gran valor y coraje esta enigmática jo-

ven colaboró con los soldados que abrían fuego desde las troneras contra el ejército invasor. Poco se sabe de ella, pero las referencias de soldados y generales han resguardado su presencia en este fortín. La Ciudadela nunca se rindió y los soldados fueron obligados a arriar la bandera después de la irma de la capitulación.”.

Otra dama que destacó en la Resistencia fue Josefa Zozaya, de una de las más distinguidas familias de Monterrey, que mereció un poema de Don Guillermo Prieto, en su Triste y dolorido romance de Monterrey:

¡Oh, Josefa Zozaya! ¿Por qué, ingrata,No te alza Monterrey un monumento?

Durante el sitio sufrido por la ciudad de Huamantla, en octubre de 1847, destacaron mujeres al lado de las fuerzas armadas comandadas por Eulalio Villaseñor. Otro tlaxcalteca, el coronel Felipe Santiago Xi-coténcatl, comandó al Batallón de San Blas, que junto al Batallón Mata-

moros de Morelia, participó en la defensa del Castillo de Chapultepec.

El Batallón Matamoros de Morelia, idea Ocampista

Sin duda, la participación más conocida de los michoacanos fue la del Batallón Matamoros de Morelia, formado por voluntarios de la Socie-dad Civil (“laboriosos artesanos, honrados padres de familia y jóvenes de familias distinguidas”),4 a diferencia del Batallón Activo de More-

lia, integrado por militares. El 1º de abril de 1847, Michoacán amane-

ció con la noticia de que los yanquis habían ocupado Veracruz, por lo que los morelianos más impacientes acudieron al gobernador Ocampo “… ofreciéndole sus personas para organizar fuerzas y contribuir a

4 G. Ruiz, Luís, Carta de Luís G. Ruiz a Melchor Ocampo, México, 7 de agosto de 1847, en: OCAMPO, Melchor, “Obras Completas”, Op. Cit., p. 198-199.

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la defensa de la integridad del territorio nacional.”, narró el Teniente Alemán en sus Apuntes. El 4 de abril, en el ediicio del Colegio de la Compañía de Jesús (hoy Centro Cultural Clavijero) se concentraron cientos de personas para constituir el Batallón.

Don Melchor Ocampo, una personalidad muy destacada de los liberales y como gobernador tomó la iniciativa:

“… ¿cómo hacer la guerra? ¿Tenemos masas organizadas? ¿Podemos, reuniéndolas, improvisar su disciplina? ¿Tenemos armas con que hacer útil esa fuerza?”.

Y respondió:

“Por triste que ello sea, es necesario decirlo: nada tenemos, y el enemigo lo sabe, por la íntima persuasión de que la guerra es nuestro único recurso, la voluntad de hacerla y la certeza de que una paz que hoy se irma-

ra no produciría ni las bajas y mezquinas ventajas que sus partidarios pretenden sacar de ella.”.

El 4 de abril se efectuó la reunión que daría origen al Batallón, presidida por Ocampo y Santos Degollado. El Gobernador se dirigió a los ciudadanos con una breve elocución y procedió “… a organizar el cuerpo de infantería, otro de caballería y una batería de artillería.”. En los corredores del alto y colonial ediicio, se escuchó el grito de: ¡un paso al frente los dispuestos a defender la Patria!, el entonces nicolaita Isidro Alemán, recordó que más de mil morelianos dieron el paso al frente dispuestos a dar su vida en esa guerra. Pero sólo 800 ciudadanos fueron “… escogidos para formar un batallón de infantería al que se le dio por el ciudadano gobernador el nombre de Batallón Matamoros de Morelia.”. Hubo deserciones y, al parecer, llegaron unos 600 volunta-

rios a la capital del país.Se conformaron 8 compañías: una de granaderos, otra de cazado-

res y seis de fusileros, con sus respectivos jefes y oiciales (Reglamento

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de la Guardia Nacional decretada de 1846). El Batallón fue acuartelado en el Cuartel del Piquete; se les entregaron fusiles ingleses de chispa; por la mañana realizaban sus ejercicios de armas en la plazuela de San José y, al caer la tarde, practicaban los denominados ejercicios de táctica, ahí en el Llano de la Cantera. En las noches, los oiciales recibían “Aca-

demia” militar para instruirlos.En mayo, el gobierno decidió mandar a confeccionar la bandera

del Batallón, para lo cual le encomendó la tarea a Manuel M. Montaño (ex oicial del Ejército Trigarante) y a su esposa, Doña Francisca Rami-ro de Montaño, que confeccionó esa histórica Bandera (hoy en día ya restaurada y a resguardo en la Sala “Melchor Ocampo” del Colegio de San Nicolás de Hidalgo).

El 26 de mayo, los soldados recibieron sus uniformes (levita y pantalón de paño azul corriente, con cuellos, puños y franjas de paño carmesí, y gorra de cuartel con visos y borla del mismo color carmesí). El 27, el Batallón se concentró en la Plaza de Armas de Morelia, partió en medio de aplausos y fanfarrias a defender la capital de la República. Se llevaron a cabo los honores reglamentarios. El cura franciscano, fray N. Héjar oició una misa, bendijo la bandera y, según Isidro Alemán, “predicó un sermón patriótico”. Tras la descarga de fusilería y la arenga de Ocampo, a las 9:30 de la mañana, la columna del Batallón marchó a su misión.

Las palabras pronunciadas por el Gobernador, aún las podemos escuchar, “Mis amigos”, les dijo:

“Acabaís de jurar que sereís ieles a vuestra ban-

dera, es decir, que lo sereís a vuestra patria como solda-

dos; sin jurar, vuestro interés está en serle ieles como ciudadanos. La pobre México, en medio de su angus-

tia, se reposa en el valor de sus buenos hijos, ¿querrías hacerle perder toda la esperanza? No; Michoacán, la cuna de los héroes, la tierra clásica de la libertad en la república, no puede tener hijos que la traicionen, que la engañen con un juramento sacrílego. ¿Sería el Batallón Matamoros el primero que deslustrase el buen nombre

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de Michoacán? ¿Sereís vosotros los que hagaís malde-

cir a vuestro Estado y que caiga de su antiguo renom-

bre? No, mil veces no; vais a representar en el ejército nuestras antiguas glorias: aumentadlas.”.

Y los amigos de Ocampo marcharon a la capital. Su recorrido fue del 27 de mayo al 8 de junio, cuando pasaron por la Garita de Belén por disposición del ministerio de Guerra se agregaron al Batallón de la 3ª Brigada de Infantería, al mando del general Joaquín Rangel. Por esos días, se les unió la Compañía Revolucionaria de Angangueo “Fieles de Cóporo” de 34 hombres.

El general de brigada Joaquín Rangel dejó un gran testimonio, escrito el 7 de abril de 1848, sobre la participación del Batallón en la batalla del 13 de septiembre de 1847 en Chapultepec.5

Don Melchor Ocampo: “Independencia o muerte”

La lectura de los documentos redactados por Ocampo nos permitieron un mejor análisis de las decisiones políticas, discursos y proclamas que el Ejecutivo emitió en ese quiebre histórico que signiicó la guerra. El 16 de febrero de 1847, el Vice-gobernador del Estado hizo saber a los habitantes que el Congreso Constitucional había decretado:

“Se faculta al Gobierno del estado para que organi-ce y reglamente la Guardia Nacional, en un grado de fuer-za correspondiente á las exigencias de la guerra exterior; reservando la necesaria para la seguridad interior de Mi-choacán, y conservación de las instituciones federales.”.

El Congreso facultó al Gobierno a “disponer de todas las ren-

tas”, para los ines militares. El artículo 3º señalaba la necesidad de

5 Archivo General de la Nación (AGN, en adelante), RANGEL, Joaquín, Declaración del General Joaquín Rangel, 7 de abril de 1848, México, AGN, Archivo de Guerra, vol. 273, fs. 59-60 v. Trascripción corregida, agregando corchetes, para una mejor lectura.

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centralizar y disciplinar las milicias ya existentes por Michoacán.Ocampo, dirigiéndose a los ciudadanos, señaló el 3 de abril del

terrible año de 1847: “¡Juventud michoacana, levántate!... ¡preparaos al combate!”. Para cerrar su proclama, Ocampo dijo:

“Michoacanos: sin soldados no se puede hacer la guerra; sin armas no puede haber soldados; sin dinero no pueden tener aquéllas ni mantener éstos. Armaos los unos y contribuid los otros al sostén de los que se ar-men. Si la letal e inexplicable apatía que hasta hoy se ha mantenido sobre el centro de la república no hubiera escaseado los recursos a nuestros hermanos de oriente y occidente, México no se vería hoy en la angustia que sobre todos pesa.”.

Estos documentos muestran el ánimo que vivía la élite política y los apuros que pasaban para encarar la defensa de la Nación, el 24 de abril, se ijó claramente la posición del Congreso:

“Se faculta al Gobierno del Estado, para que dicte todas las providencias que juzgue necesarias á in de ausiliar al Gobierno de la Unión y á su vez á los demas Estados para que se lleve adelante la guerra contra los Estados-Unidos del Norte, defender la nacionalidad de la República y salvar las instituciones federales bajo que está constituida la Nación.”.

Con los testimonios presentados, podemos concluir que los mi-choacanos estuvieron activos en defensa de la Nación; que muchos vo-

luntarios colaboraron con las enormes tareas de la resistencia; que el gobierno ocampista estuvo a la altura de las circunstancias y que Ra-

món Alcaráz participó de la redacción de una de las obras más impor-tantes de aquella época sobre la Historia de la invasión: Apuntes para la Guerra entre México y los Estados Unidos de 1848 (un ejemplar se conserva en el Fondo Antiguo de la Biblioteca Pública de la UMSNH).

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Fuentes/Archivos

Archivo General de la Nación (AGN)RANGEL, Joaquín, Declaración del General Joaquín Rangel, 7 de

abril de 1848, México, AGN, Archivo de Guerra, vol. 273, fs. 59-60 v.Archivo Histórico “Genaro Estrada” de la Secretaría de Relaciones Ex-

teriores (AHGE-SER).1845-1847. Listas de las señoras que hicieron donativos a favor de los

heridos en Monterrey. Ofrecimientos de diversas corporaciones, colegios, etc. Para contribuir a la defensa del país (22). Sucesos entre México y los Estados Unidos de América relacionados con Texas y otros estados limítro-

fes. Guerra contra los Estados Unidos de América. Gobierno del Estado de Michoacán. Sección 1ª. N. 274. Misiva del gobernador Melchor Ocampo, 4 de diciembre de 1846. LE-1086-22. 2fs (88-89).

___, Gobierno del Estado de Michoacán. Sección 1ª. Lista que…, 3 de diciembre de 1846. Isidro García de Carrasquedo. Copia que certiica. LE-1086-22. 1 fs (90).

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___, LÓPEZ de, Santa Anna, Antonio, Ejercito Libertador Republica-no. Gral. En Gefe. Srio. de Campaña. Exmo. Sr…, Cuartel Gral. de San Luis Potosí. Octubre 10 de 1846. LE-1086-22. 2 fs (97-98).

___, LÓPEZ de, Santa Anna, Antonio, Ejercito Libertador Republica-no. Gral. En Gefe. Srio. de Campaña. Exmo. Sr…, Cuartel Gral. de San Luis Potosí. Diciembre 10 de 1846. LE-1086-22. 2 fs (99-100).

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de 1895; 26 de marzo de 1895, núm. 13; 2 de abril de 1895, núm. 14; año 7, tomo 7: 15 de julio de 1893, núm. 27; año 13, tomo 13: 19 de mayo de 1905, núm. 39, Morelia, Michoacán.

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Ocampo y sus libros

mOISéS GUzmán PéREz

del

Instituto de Investigaciones Históricas.

Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

En la historia del libro y de la letra impresa, el estudio de las librerías particulares adquiere una importancia capital porque es a través de estas producciones librescas como los histo-

riadores podemos adentrarnos en el universo mental de una época y en los intereses intelectuales de los hombres de ese momento. Tal es el caso de la que llegó a conformar Melchor Ocampo y cuyos ejemplares se conservan en el Colegio Primitivo y Nacional de San Nicolás de Hidalgo.

No es esta la primera vez que alguien escribe sobre los libros del ilustre reformador. Anteriormente se habían ocupado del tema escritores como Ángel Pola,1 biblióilos como Joaquín Fernández de Córdoba,2 o his-

toriadores como Raúl Arreola Cortés,3 José Herrera Peña4 y últimamente

1 Ángel Pola, Melchor Ocampo. Obras completas. Tomo III Letras y ciencias, prefacio de Poririo Parra, notas de Ángel Pola y Aurelio W. Venegas, México, Ediciones El Caballito, 1978, pp.2 Joaquín Fernández de Córdoba, “Sumaria relación de las bibliotecas de Michoacán”, Historia Mexicana. Revista trimestral publicada por el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, vol. III, núm. 1, México, El Colegio de México, julio-agoto de 1953, pp. 142-147.3 Raúl Arreola Cortés, Obras completas de D. Melchor Ocampo, selección de textos, prólogo y notas de…, Morelia, Comité Editorial del Gobierno de Michoacán, 1985, t. I, pp. 103-114, 482-496.4 José Herrera Peña, La biblioteca de un reformador, Morelia, Universidad

Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2005, 285 pp.

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Ramón Alonso Pérez Escutia.5 Todos ellos aportaron noticias, relexiones y hallazgos documentales valiosos, ya sea publicando su inventario de libros, reconstruyendo no pocos de sus títulos, o profundizando en la vida de los autores y obras que contribuyeron a forjar la personalidad y el intelecto del dueño de la inca “Pomoca”.

Por nuestra parte, nos abocaremos a tres aspectos poco aten-

didos por la historiografía de tema ocampista: primeramente, el pro-

ceso de conformación de su librería señalando algunas de sus fuentes de inanciamiento; enseguida, las características de sus libros tanto por su número como por sus temas, autores y formatos, con la inalidad de que el lector pueda darse una idea de su diversidad e importancia; y inalmente, las vetas de exploración no investigadas suicientemente hasta ahora y que dadas las limitaciones de espacio sólo señalaremos de forma somera.

La conformación de su librería

Una cuestión que generalmente nos asalta a los investigadores interesa-

dos en la historia de la obra impresa es con respecto a la manera en que los particulares llegaron a conformar sus propias librerías. El caso de Ocampo resulta bastante atractivo, ya que presenta problemas sugeren-

tes que pueden ser aplicables a otros personajes de su época. En el proceso de conformación de su librería podemos distinguir

tres momentos: en primer lugar tendríamos que considerar los libros que ya poseía gracias a sus estudios, primero en el Seminario de Morelia y después en la Universidad de México, así como al interés que desde joven mostró por la Historia Natural. Arreola Cortés señala que entre los años de 1831 y 1837 Ocampo había logrado reunir una estimable colección de libros de temas botánicos, comprados la mayoría de ellos

5 Ramón Alonso Pérez Escutia, “Identidad local, opinión pública e imaginarios sociales en Michoacán, 1820-1854”, tesis de doctorado en historia, Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2011, pp. 378-380.

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en la Ciudad de México;6 los tenía en su inca de Pateo en el valle de Maravatío y según confesó a su tutor Ignacio Alas en una carta, le habían costado casi cuatro mil pesos,7 cifra bastante considerable para la época. Entre sus libros “hay muchos muy buenos” -decía- y “algunos son raros y no será fácil volverlos a ver”. Destacaba entre ellos el Diccionario de Agricultura de Rozier y un Arte de lengua mexicana que Ocampo valo-

raba en demasía y que pidió a su tutor no ponerlos en venta.Enseguida, los libros que compró en el Viejo Continente du-

rante sus viajes a Francia, Italia y Suiza, tal como ocurrió en la ciudad de París donde llegó a adquirir varios ejemplares en el malecón de los Agustinos y en la calle del Príncipe a donde se había mudado uno de sus libreros;8 o en la Librería Americana ubicada en la calle del Tem-

ple, una vértebra importante que comenzaba frente a l’Hôtel de Ville -calle Rívoli de por medio- y desembocaba en la Place de la Républi-que.9 También es posible que haya conseguido algunos títulos con los libreros de apellido Salvá, Rosa y Lasserre, con quienes llegó a trabajar cortas temporadas.10

Después, tenemos los libros que adquirió en diversas partes de la república luego de su regreso a Michoacán, ya sea por compra direc-

ta o por correspondencia, pues los libros le llegaban desde los Estados Unidos, Europa y la propia Ciudad de México. Fernández de Córdoba señala que poco después de volver a su patria, llegó de Europa a Pateo una remesa de libros -muchos de ellos cosechados en los puestos del Sena-, con los que enriqueció considerablemente su acervo.11 Otros

testimonios de su puño y letra nos presentan a un Ocampo cuidadoso en la selección de sus obras, sobre todo cuando se encontraba con los “libro-vejeros” en algunas ciudades de tradición conservadora -como Puebla por ejemplo- y éstos les ofrecían libros de carácter piadoso,

6 Arreola, Obras completas…, op. cit., t. I, pp. 12, 110.7 Pola, Melchor Ocampo…, op. cit., t. III, p. 67.8 Ibíd., p. 57.9 Herrera, La biblioteca…, op. cit., p. 4610 Pola, Melchor Ocampo…, op. cit., t. III, p. 66.11 Fernández, “Relación sucinta…”, op. cit., p. 143.

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mismos que aquél consideraba ineptos y llenos de “imaginaciones di-versamente extraviadas”.12

Por último, debemos considerar los libros que le fueron regala-

dos por amigos y conocidos. No olvidemos que Sabás Iturbide, persona con la que don Melchor logró establecer una sincera amistad al grado de “beneiciarlo” en su testamento, llegó a obsequiarle un tomo sobre La decadencia de Inglaterra y Luis Varela hizo lo propio con el Dicciona-rio Clásico de las Ciencias Naturales, uno de los temas preferidos del señor Ocampo 13

Otro aspecto que queremos resaltar es la importancia que ad-

quirió el formato de los libros en esta época. El contenido de una obra es mucho muy importante puesto que en él está representado el saber de los autores; pero no lo es menos la forma y características físicas del libro. Como lo ha señalado Chartier, el tamaño de los libros fue fundamental desde inales del siglo XVIII no sólo para la comodidad de transportación y el goce de su lectura, sino porque con ello se fueron transformando las prácticas culturales de acceso al escrito a través de la letra impresa. Con el pequeño formato el libro se convierte en un objeto mejor manejable; ya no es necesario ponerlo sobre una mesa para que sea leído ni el lector debe estar sentado para poder leerlo, además, el libro es más fácilmente adquirido y consultable.14

Los libros que ocuparon las estanterías de la inca de Ocampo fueron editados en folio, en cuarto, en octavo y en dieciseisavo. Es allí donde podemos observar mejor los nuevos hábitos de lectura que se están adquiriendo, sobre todo por las personas amantes de los viajes, como él lo fue. Este es un aspecto que no podemos soslayar. Ocampo fue un apasio-

nado de los libros de viajeros y por eso no dudó en adquirir todas aque-

llas obras que le permitieran adentrarse en el conocimiento de las nuevas tierras por las que habría de transitar. Hay, desde luego, evidencias de

12 Pola, Melchor Ocampo…, op. cit., t. III, p. 355.13 Fernández, “Relación sucinta…”, op. cit., p. 144; Herrera, La biblioteca…, op. cit., pp. 195, nota 340 y p. 168.14 Roger Chartier, “Livres, lecteurs lectures”, en Le Monde des Lumières, sous la direction de Vincenzo Ferrone et Daniel Roche, Paris, Fayard, 1999, pp. 288-290.

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esta preferencia por los formatos pequeños en vez de los de gran tama-

ño; recordemos que Ocampo adquirió en varias ocasiones “ediciones de bolsillo” para poder llevarlos consigo en sus paseos por la ciudad y que tomó mucho en cuenta los formatos en octavo y en cuarto para escribir su Bibliografía mexicana de lenguas aborígenes en 1844.15

Los apoyos económicos fueron fundamentales para que el jo-

ven viajero lograra hacerse de algunos títulos. Para esto contó con el respaldo de los señores Mosen, Alberguen y Ovin, personajes de cierta posición a quienes conoció a bordo del barco “Salamandra” cuando viajaba de México a Francia, así como de su tutor que residía en la Ciudad de México y que a menudo le enviaba dinero por conducto de los banqueros de apellido Lizardi.16 Si bien hay referencias sobre lo que Ocampo y sus amigos hicieron en Burdeos, poco se conoce del ambien-

te intelectual con el que se encontró a su llegada a París. Contamos con evidencias que demuestran que recibía información de sus amigos, que frecuentaba a “un amigo suyo de nacionalidad alemana” y que se vincu-

laba cotidianamente “con gente de todas clases”; pero nada en concreto sobre quiénes son estas personas ni en qué condiciones o circunstancias establecieron relación.17

Sin duda, la renovada actividad comercial y cultural de los pa-

risinos en esos años, se vio relejada en la instalación de los famosos gabinetes de lectura, “lugar donde se puede leer, mediante una corta retribución, periódicos y libros” y que entre 1815 y 1830 contabiliza-

ban alrededor de 463 establecimientos.18 Fue en esos espacios donde posiblemente el joven viajero estableció sus relaciones intelectuales y de amistad; por la módica suma de 5 céntimos de franco podía leer al interior del salón un semanario, mientras que por 20 céntimos tenía derecho a toda una sesión para leer cualquier cantidad de periódicos.

15 Herrera, La biblioteca…, op. cit., pp. 43, nota 8, 248-249.16 Areola, Obras completas…, op. cit., I, p. 277.17 Herrera, La biblioteca…, op. cit., pp. 55, 57, 59.18 Françoise Parent-Lardeur, Lire à Paris au temps de Balzac. Les cabinets de lecture à Paris 1815-1839, Paris, Éditions de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales, 1999, p. 31.

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O bien, si su posibilidad económica se lo permitía, podía abonarse du-

rante un mes y, dependiendo de su interés, leer por 4 francos todos los periódicos y libros que quisiera. Menos se sabe todavía de las personas que le acompañaban en sus aventuras de viaje. El propio Ocampo en sus relatos habla de “nuestro cuarto” cuando viaja al Sur de Francia y también de “nuestras camas”, lo que indica que iba acompañado y que no viajaba solo.19

La cantidad, el orden y las características de los libros

Si comparamos el número de libros pertenecientes a Melchor Ocampo con otros conjuntos anteriores o contemporáneos a él, podríamos decir que era de mediano tamaño. Una librería como la de don Melchor con 490 títulos era muy superior a las que llegaron a tener Miguel Hidalgo (60), José María Morelos (57) o Isidro Huarte (40); algo parecida a la del padre ilipense Juan Benito Díaz de Gamarra (623) o la del licencia-

do José Antonio de Soto Saldaña (457), pero inferior a la de Francisco Rubín de Celis, alférez de Toluca (1225), Juan Francisco de Castañiza, obispo de Durango (1615) o José Pérez Calama, deán de la catedral de Valladolid de Michoacán, que poseía una “medio vaticana”, según tes-

timonio de personas que la conocieron.20

Respecto a otras librerías ubicadas en Michoacán durante las pri-meras dos o tres décadas de vida independiente, podemos decir que la de Ocampo triplicaba en títulos las que poseían el abogado Mariano Mi-ñón (155), los ex militares Mariano Quevedo (166), Isidro Reyes Olivo (179) y Antonio Primitivo Martínez (148), así como la del comerciante

19 Herrera, La biblioteca…, op. cit., pp. 61-62.20 Moisés Guzmán Pérez, ”L’Occident du Mexique et l’Indépendance. Sociabilité, révolution et nation 1780-1821”, Tesis de Doctorado, París, Université de Paris I, 2004, t. II, Anexos. Cuadro 2. Además: Cristina Gómez Álvarez y Francisco Téllez Guerrero, Un hombre de Estado y sus libros. El obispo Campillo 1740-1813, México, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 1997, pp. 13-14.

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José Ignacio Couto (122); sólo era superada por la del funcionario civil y eclesiástico Isidro García de Carrasquedo, quien llegó a contabilizar 1150 títulos repartidos en 1995 volúmenes.21

Empero, no es allí donde debemos apreciar su importancia, sino en la calidad de sus contenidos. Ocampo es un hombre que nació en un país donde los imaginarios y valores de la tradición se encuentran sumamente arraigados, pero es indudable que se fue formando con los ideales y los conocimientos introducidos por la modernidad; moderni-dad entendida como un modo de civilización característico que se opo-

ne al modo de la tradición, es decir a todas las otras culturas anteriores o tradicionales que se fundamentan en la continuidad y en la trascen-

dencia real.22

Los cientos de libros de don Melchor podríamos agruparlos al menos en cuatro grandes campos del conocimiento: los libros sobre Viajes e Idiomas, los textos relativos a la Botánica, las obras relacio-

nadas con la Naturaleza y, inalmente, aquellos que hacían alusión a la Sociedad, subdivididos todos ellos en otros tantos temas especíicos. Llaman la atención los títulos relacionados con la botánica, historia na-

tural, geología, química, física y astronomía; libros de literatura de los clásicos griegos y latinos así como algunos exponentes del romanticis-

mo; igual iguran libros de artes y técnicas, sobre pedagogía y educa-

ción y algunos más de política y economía, sin olvidar desde luego los indispensables idiomas.23

La lista de libros reconstruida en parte por Fernández de Córdo-

ba nos permite observar no sólo la circulación y lectura de autores mo-

dernos, sino también algunos otros que aparecieron durante el Antiguo régimen y que permanecieron vigentes incluso hasta mediados del siglo XIX. Ahí encontramos estudios gramaticales como el de Ambrosio Ca-

lepino, la Suma Teológica de Santo Tomás, el Curso de Teología de Car-los René Billuart, el Tercer Concilio Provincial Mexicano, el Tesaurus

21 Pérez, “Identidad local,…”, op. cit., pp. 343-344.22 Enciclopaedia Universalis, Paris, Enciclopaedia Universalis France Éditeur, 1980, Vol. 11, p. 139.23 Pérez, “Identidad local,…”, op. cit., pp. 378-380.

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indicus de Diego de Avendaño y el Gil Blas de Santillana escrita por

Alain René Lesage en 1715. Mención especial merecen los libros escri-tos por los novohispanos Rafael Landívar o Juan José Moreno, este últi-mo muy leído en su tiempo y sumamente útil para Ocampo al momento de ordenar la reapertura del colegio de San Nicolás en 1847. También poseía varias colecciones de periódicos y novelas como el Diario de México, los Juguetillos y La Abispa de Chilpancingo de Bustamante, además de El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizar-di.24 Estas últimas, contribuyeron a forjar en él un sentimiento de perte-

nencia e identidad, de apego a nuestro pasado, consciente de las luchas de un pueblo que regó su sangre por convertirse en nación soberana e independiente; se acercó al conocimiento de la historia de México, pero también aprendió a percibir por medio de las lecturas del Pensador a una sociedad anclada en la tradición y a un México al que en cierto modo, él pertenecía y quería transformar.

En contraparte, localizamos títulos de autores que podríamos considerar modernos, como la Enciclopedia Metódica editada en París en 1811, los Vínculos entre lo físico y moral del hombre, de Pierre Jean Georges Cabanis, la Historia Natural de Charles Le Clerc conde de Buffón, el Ensayo histórico de François-René de Chateaubriand y la Historia de Francia de Leonardo Gallois, entre otras.

En unas cuantas décadas el latín fue desbordado por el idioma francés. Si bien desde inales del siglo XVIII éste último era empleado por ministros y embajadores de los distintos países de Europa para ijar sus tratados y acuerdos diplomáticos, en realidad será hasta mediados del siglo XIX cuando los libros impresos en el idioma de Molière ten-

drán un auge mayor que el experimentado en el Siglo de las Luces. Al-gunos estudios como el de Herrera Peña han podido precisar la inluen-

cia pragmática que ejercieron ciertos autores en la obra de Ocampo, como por ejemplo Cárceles y presidios del publicista inglés Jeremías Bentham, bajo cuyos principios propondría la creación de un nuevo sistema carcelario para Michoacán en el año de 1845.25

El mismo autor se dio a la tarea de cotejar y corregir un gran

24 Fernández, “Sumaria relación…”, op. cit., pp. 144-147.25 Herrera, La biblioteca…, op. cit., p. 224.

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número de ichas bibliográicas registradas en el inventario de libros de Ocampo. Ya otros investigadores anteriores a él, como Fernández de Córdoba y Arreola Cortés habían hecho un primer intento, pero fue aquel quien logró identiicar casi la totalidad de los títulos cotejando las listas ya conocidas con los ejemplares existentes en la sala del colegio antes mencionado.

Las posibilidades de estudio

Sobre las nuevas perspectivas de investigación que ofrece la librería de Ocampo podemos señalar el tema de la dedicatoria. Roger Chartier ha demostrado que durante los siglos XVI al XVIII en Europa el dedicar un libro al monarca constituía uno de los mejores caminos para que el autor se ganara la benevolencia real; incluso en la Nueva España de ines del virreinato observamos cómo varias de las obras publicadas de entonces, fueron dedicadas al rey, al virrey o a un alto personaje del gobierno civil o eclesiástico. Faltaría estudiar la manera en que se operó la transformación de esta práctica cultural en nuestro país en el siglo XIX, pues si bien la costumbre de dedicar un libro a una persona no desapareció, ahora los sujetos a los que están dirigidos podían ser desde personas unidas por lazos de amistad con vínculos políticos e in-

telectuales, hasta gobernadores, funcionarios de gobierno y los propios presidentes de la república.

Como ejemplos podemos citar al propio Melchor Ocampo quien en octubre de 1840 tenía terminada su obra: Viaje de un mexicano a Pa-rís en 1840 misma que había dedicado a su protector, Ignacio Alas. Asi-mismo, debemos mencionar dos obras michoacanas de ines del XIX: la Historia de la guerra de intervención en Michoacán del licenciado

Eduardo Ruiz publicada en 1896 y dedicada al presidente de la repú-

blica, Poririo Díaz “con el profundo respeto y la sincera gratitud que le profesa el autor”,26 y los Apuntes para la Historia de Michoacán escritos

26 Eduardo Ruiz, Historia de la guerra de intervención en Michoacán, Morelia,

Balsal Editores, Gobierno del Estado de Michoacán, 1986, p. tercera inicial.

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por el teniente coronel Manuel Barbosa, sacados a la luz pública bajo los auspicios del gobernador Aristeo Mercado en 1905, “con cuya bondado-

sa ayuda se publican estos apuntes”.27

Un segundo campo de estudio podría ser el análisis de las notas escritas por el lector, mismas que aparecen insertas en los márgenes del texto. Es lo que algunos autores contemporáneos como Chartier han dado en llamar “marginalia”, para referirse al estudio de toda una serie de anotaciones hechas fuera de texto que pueden ayudarnos a conocer y comprender mucho de las habilidades heurísticas y hermenéuticas de los lectores y del contexto político, social e intelectual en que ellos se desenvuelven. Esta práctica podemos hallarla durante los siglos XVII y XVIII en las librerías de algunos conventos, como el de la villa de Charo, en Michoacán, perteneciente al marquesado del Valle de Oaxa-

ca; Matías de Escobar escribió en su crónica que “raro libro no se ha-

llará margenado del padre Lector fray Diego Rodríguez, muchos del Maestro fray Nicolás de Posadas, no pocos del Maestro fray Nicolás de Guerrero, y de otros casi ininitos,…”.28

Algo signiicativo de la librería de Ocampo es que precisamen-

te, varios ejemplares llevan notas manuscritas y a veces hasta la rúbrica de sus diferentes propietarios, por lo que valdría la pena hacer un segui-miento más puntual de esta práctica que nos puede ayudar a entender los diversos mecanismos de acceso al libro, como podrían ser: su adqui-sición en librerías, por herencia, por pública subasta o simple obsequio.

Finalmente, queremos llamar la atención acerca de otras posibi-lidades de análisis sobre la librería del reformador. Unas de ellas pue-

den ser las transformaciones que sufrieron las técnicas de impresión de las ilustraciones insertas en los libros, como por ejemplo el grabado en madera que fue sustituido por el aguafuerte. Dicha técnica consistía en dibujar con un buril sobre una plancha de cobre barnizada y atacar las

27 Manuel Barbosa, Apuntes para la historia de Michoacán escritos por

el teniente coronel..., y publicados bajo los auspicios del señor gobernador don Aristeo Mercado, Morelia, Talleres de la Escuela Industrial Militar Poririo Díaz, 1905, p. segunda inicial.28 Apud, Fernández, “Relación sucinta…”, op. cit., p. 136.

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incisiones con ácido nítrico. Luego de ser entintada podían obtenerse reproducciones sobre papel de mayor calidad que los del grabado en madera, como podemos observar en muchas de las obras de Alberto Durero. Así mismo, puede ser objeto de interés para el investigador, el tratar de identiicar la mezcla de estilos plásticos -renacimiento, barro-

co, rococó y neoclásico- producidos por los inventores de los esbozos, que otros artistas se encargaban de delinear y que uno más trasladaba a la plancha de cobre. La invitación está abierta.

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La construcción del Estado liberal: los valores políticos de Ocampo

ORIEL GómEz mEndOzA

de la

Facultad de Historia

Y o soy yo y mi circunstancia… con esa sentencia, Ortega y Gasset establecía que nada es deinible por sí mismo y al mis-

mo tiempo le coniere a la circunstancia, bajo esa premisa, el valor de todo aquello que limita o posibilita la existencia de

la cosa que se quiere comprender o explicar. Sin eso que llamaría aquí el contexto de sentido, cualquier explicación carecería, paradójica-

mente, de sentido.Para lo que trataré aquí la relexión viene al caso; Melchor Ocam-

po ha sido por casi doscientos años enunciado, citado y homenajeado de múltiples maneras: sus escritos, objetos y orígenes han sido tema de oraciones laudatorias, de corte laico por supuesto, en cada aniversario del natalicio y conmemoración de su muerte. El ilustre michoacano se encuentra por muchas razones en el panteón de los héroes nacionales, de los forjadores del Estado-nación moderno, ese mismo que tantas y tantas vidas costó forjar; es sin duda un justo reconocimiento a sus múl-tiples esfuerzos el que hoy sea recordado en estas líneas.

Tanto se ha hablado ya de él que parecería ocioso reconstituir una vez más los temas que tanta tinta han gastado; quedaría sin em-

bargo pendiente algo que tiene una importancia mayúscula: la propia circunstancia de Ocampo, el contexto histórico en el que se desarrolló la conciencia del personaje, los valores políticos, los conceptos sobre la vida, el individuo y la sociedad que fraguaron un comportamiento

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particular, hasta el entrenamiento, la formación que deinió al sujeto cognoscente de ese personaje llamado Melchor Ocampo: horizonte cultural le denominan hoy los historiadores a ese conglomerado de experiencia y expectativa social.

El desarrollo histórico de Ocampo atravesó y experimentó, de una manera muy activa, un singular número de controversias de ca-

rácter ideológico y político de la recién creada nación mexicana; vale la pena hacer un recuento de los conceptos por los cuales discurrió el personaje y de los cuales sin duda abrevó de manera vigorosa.

Con el advenimiento de la revolución francesa y de su idea so-

cializante, se desencadenaron eventos que arrojaron una novedad dia-

metralmente opuesta a la realidad hasta entonces campeante: la idea de destruir el orden corporativo de antiguo régimen y ascender por vez pri-mera como sujeto de derecho al individuo. Sería entonces el individuo la célula básica de la sociedad, con la posibilidad de acogerse a dere-

chos de igualdad y libertad, que contravenían a la coniguración de una sociedad que se comprendía desigual por “designio divino”. Sobre ello volveré más tarde. En esa perspectiva, el paladín de ese mundo nuevo, imaginado y ferozmente defendido sería sin duda la razón, como forma y sentido de un ordenamiento moderno, en contraposición con la fe y su construcción eclesiástica del mundo.

A partir de ello, aparecieron conceptos diádicos que daban cuenta nítidamente de la experiencia y la expectativa social: reaccio-

nario-progresista, liberal-conservador, centralista-federalista, monar-quista-republicano, laico-clerical, individuo-corporación. A decir de historiadores como Jacques LeGoff, el siglo XIX y esa efervescencia conceptual, así como social, fueron fundamentales para que se entre-

mezclaran de manera recurrente, a veces confusa, todos esos conceptos y crearan dos posiciones marcadas: una como deseable, la liberal y otra indeseable, la conservadora, cada una con sus respectivas redes semán-

ticas y visiones del mundo, amén de proyectos para la construcción de esa nueva realidad llamada Estado nacional.

Curiosamente, la vida de Melchor Ocampo atravesó de lado a lado muchos de esos conceptos, siempre en el bando liberal; le tocó

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experimentar un conlicto profundo y violento, del cual acabó por ser víctima. Para ampliar esa constelación de valores, vale la pena aclarar que siempre será pertinente deinir qué o por qué causa se entiende algo o alguien como conservador y con respecto a qué, toda vez que sin esa explicación, el “antiguo régimen” puede ser prácticamente cualquier cosa; la idea es reconstruir la circunstancia de Melchor Ocampo alrede-

dor de los conceptos en tensión a que hemos hecho alusión antes.Siendo aún niño y sin mayor conciencia de lo que ocurría al-

rededor, el conglomerado novohispano en el que nació Ocampo se enfrentaba a la disyuntiva de independizarse o seguir bajo el dominio español y ello se resolvió todavía varios años después; esa condición marcó profundamente la existencia de Ocampo, toda vez que bajo ese régimen, su nacimiento y orígenes se mantienen poco claros. Sin em-

bargo, pese a que aún no era racionalmente apto para dilucidar lo acon-

tecido alrededor suyo, es obvio que el rumbo de la nación en ciernes y los preceptos de a dónde dirigir la joven construcción político-territorial incidirían más tarde en su formación.

Por lo pronto, la primera diada se hacía presente: ¿monarquía o república? Apenas consagrada la independencia, las primeras discu-

siones tenían en México el color y sabor de elegir una nueva forma de gobierno, que se alejara de ese tan aludido “antiguo régimen” en el que la monarquía ejercía el poder por “derecho divino”. Pese a toda la carga política -y emotiva- Agustín de Iturbide intentó consolidar un Imperio en México, con poca fortuna, es cierto. Más pronto que tarde se volvió a la práctica republicana, que garantizaba, ella sí, un poder emanado de la suma de individuos y no de la potestad de un monarca, es decir, con todas las letras a la construcción de una “cosa pública” (res-pública). Se volvía a los preceptos liberales. Vale la pena apuntar que justamente Ocampo en todo momento profesó la noción de que la única forma po-

sible para el establecimiento de una nación moderna sería bajo la idea liberal-republicana, posición que a veces asumió desde la perspectiva de los “liberales” y no siempre desde los “puros”.

Ello nos lleva a la segunda diáda: liberal-conservador. En un inicio, si bien había acuerdos más o menos generales sobre el proceso

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de independencia y la formación de una nueva nación, donde ya no hubo acuerdo fue en la naturaleza y forma del ejercicio de poder, como se vio en el párrafo anterior. Una buena parte sostenía que había ne-

cesidad de conservar estructuras, tradiciones y leyes procedentes del conglomerado hispánico, para ir encontrando características propias de manera paulatina. El ala liberal sostenía, sin embargo, que había necesidad de expulsar de una buena vez a todos “los emisarios del pasado” para encontrar una idiosincrasia acorde a los nuevos tiempos, donde el progreso el buen gobierno y los derechos del individuo pre-

valecieran sobre tradiciones ya caducas.Desde una perspectiva clásica el liberalismo planteaba laissez-

faire, un Estado que no regulara todas y cada una de las expresiones sociales, políticas y económicas; sin embargo, los llamados conserva-

dores, e incluso los liberales moderados, no tenían un desacuerdo tan profundo sobre esos temas con respecto a los llamados liberales puros o jacobinos. Paulatinamente, la posición de conservar estructuras se convirtió en conservadurismo y ello adquirió una carga de indeseable, mientras que ser liberal se transformó en la idea teleológica de apegar-se al cambio como algo no sólo deseable, sino como lo único bueno.

A partir de la tercera década del siglo XIX, las dos posiciones eran prácticamente irreconciliables en términos políticos, aun cuando la historiografía ha insistido que muchos así autollamados liberales en la teoría, eran muy conservadores en la práctica y viceversa. Para el perso-

naje que ocupa estas líneas, Melchor Ocampo, la discusión teórica del génesis sobre esa diferencia ya era tema viejo…asumió por convicción y sin dudar la posición militante del liberalismo como la única posi-bilidad de cambiar un estado de cosas que le resultaban en conciencia onerosos. Orgulloso, ediicaba su actuar sobre bases que los supuestos teóricos racionalistas le daban para entender y encaminar el orden so-

cial, construido, evidentemente, sobre bases cientíicas.Desde una perspectiva doctrinaria quedó claro que el camino

ensayado por unos y otros, liberales y conservadores, acarreaba expec-

tativas diferentes también; el problema comenzó cuando se volvieron posiciones irreductibles no sólo en la doctrina sino en cierto tipo de

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prácticas: me reiero al gobierno por ejemplo, al establecimiento de instituciones del mismo o simplemente a los cambios hacia futuro: de ahí la diada reaccionario-progresista. Como mencioné antes, la carga de valores progresistas se imbricó fuertemente con los del liberalismo, de la ciencia, la razón, la democracia y más tarde, ya a ines del XIX, con el positivismo incluso: en contraparte, al conservadurismo se le asignó el rol de emisario del pasado, retardatario, oscurantista, can-

grejo o monarquista. Las posibilidades de diálogo rotas comenzaron a generar formas no políticas de resolución y bien pronto se convirtió en un conlicto de carácter bélico.

Reacción y progreso, sin embargo, no eran vocablos que tuvie-

sen relación semántica con la ciencia política; más bien, a partir de la revolución francesa se adaptaron los dos conceptos que tenían su base en el nuevo lenguaje para deinir y explicar al mundo: el cientíico. Newton y Descartes fueron piedras de toque para explicar la mecánica del universo a través de un procedimiento metódico que diera cuenta de los alcances y posibilidades del entendimiento humano. La física se encargó entonces de estudiar todo lo que existía en el entorno y los cuerpos materiales que se dividieron en dos: estáticos y dinámicos. Se-

gún ésta, al aplicar fuerza a un cuerpo se rompía la inercia y se le daba movimiento, sin embargo, descubrieron que a toda acción se corres-

pondía una reacción, es decir, el cambio generaba una resistencia. De esa forma, ser reaccionario era oponerse inexplicablemente al cambio

cientíico o racional en aras de un posicionamiento conservador. Melchor Ocampo, con su entrenamiento cientíico y su aición

por la botánica, comprendía a la perfección ese diferendo, sólo que ha-

bía decidido establecer su posición en el progresismo bajo el entendido siguiente: era necesario cambiar el estado de cosas imperante en la nue-

va nación y desde su punto de vista los valores liberales eran el relejo de ese cambio deseable. El término progreso era tomado de la observa-

ción de los astros en su trayectoria y se entendía como el natural reco-

rrido que un cuerpo -en este caso el cuerpo social- describía en órbita. En un sentido geométrico, progresión es la suma de puntos que trazan una línea de manera ascendente y pronto el progreso como cambio se

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convirtió o adjetivó en el posicionamiento progresista que todo hombre con sed liberal debería asumir. De esa forma, progresar era seguir una ruta crítica, generar un movimiento de cambio racional con el in de lle-

gar a una meta que más tarde Augusto Comte deiniría como el orden,

quien relejaban en lo social lo que en la ciencia contemplaba la física: estática y dinámica eran en realidad orden y progreso.

Asumir esa posición racional de cambio llevó también a enfren-

tar la sociedad decimonónica mexicana en un dilema que es otra de las diadas para analizar: laico-clerical. Una de las instituciones más inlu-

yentes en la historia de México sin duda ha sido la iglesia católica, a ve-

ces para bien, otras no tanto. Desde el cisma de la iglesia católica, ésta se vio en la necesidad de reconigurar su naturaleza y prácticas, sobre todo frente al poder político del Estado. El Estado por su parte, trató de emanciparse de la sujeción y participación eclesiástica en los distintos ordenes sociales. Se le llamó proceso de secularización.

En medio de este proceso, en México un sector importante de la iglesia católica apostó por el bando conservador en el conlicto ideoló-

gico y más tarde en el armado; Ocampo, si bien venía de una educación inicial que pasó por las aulas y la instrucción católica, con el andar de los años asumió una postura marcada y profundamente anticlerical, que aderezaba con términos como parásitos que buscan las colmenas bien abastecidas. Estaba convencido de que el poder civil debería tener supremacía con respecto al eclesiástico, por ejemplo, en el registro de nacimientos, muertes y matrimonios, lo que más tarde denominaron precisamente registro civil, como la única instancia que podía validar la existencia de personas y vínculos sociales. Ello estaba pensado en detrimento de los registros eclesiásticos que atendían precisamente a la misma inquietud.

La pertenencia de Ocampo a la masonería le llevó también a com-

prender que si bien existía en el ser humano la fe y la idea de Dios como un arquitecto del universo, ello no estaba indisolublemente ligado a la existencia de una institución como la eclesiástica, por lo que los dogmas católicos le resultaban lacerantes a la razón que profesaba. En ese ejerci-cio racional, entendía que por ejemplo la educación era fundamental para

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la nación, pero una educación lejana a los valores católicos, una educa-

ción que fuera en efecto laica. Creo necesario aventurar una hipótesis al respecto: la reapertura del colegio de San Nicolás bajo el inlujo del propio Ocampo, rescató el valor y tradición del nicolaísmo, sin embargo,

para realzar la valía de la educación laica así como de ese espíritu crítico y jacobino incluso, en algún momento cercano a la mitad del XIX se le agregó la partícula laicismo, con lo que se rescataban dos valores: el alu-

dido nicolaísmo y el carácter laico, con lo que se generó el nicolaicismo,

como postura ideológica, ética y hasta política. Todo ello tenía sin duda un marco más amplio: la última diada

tiene que ver con la desarticulación de una sociedad altamente corpora-

tiva y la emergencia del individuo como sujeto de derecho. El principio de orden de eso llamado antiguo régimen no estaba constituido por una aspiración igualitaria, sino una estructura en la cual había presente de manera inherente la desigualdad, que no era, por cierto, una construc-

ción humana sino divina; de hecho la sociedad se articulaba y descan-

saba en cuerpos armonizados en torno a la diversidad, una diversidad que cuidaba y ponderaba respetar es estatus jurídico de cada quien. Evi-dentemente había en ello la preeminencia de la visión religiosa, pero también de múltiples formas de entender a la sociedad diferenciada y ordenada con los valores de ese paradigma.

A partir de la revolución francesa, la idea de desarticular ese orden divino para instituir una base política racional, tuvo como con-

secuencia que el individuo se elevara al rango de base social y que la igualdad fuese la insignia del resquebrajamiento de la sociedad tradicio-

nal, con lo que el espacio liberal y su inlujo determinarían la crisis del derecho corporativo y el lorecimiento de lo individual bajo la ideología contractualista o del contrato social. Consciente de ese valor, Melchor Ocampo fue uno de los artíices en México a mediados del siglo XIX del proceso llamado Reforma, en el cual se expidieron leyes que des-

conocieron la igura jurídica de la institución eclesiástica para poseer bienes, al menos bajo el cobijo del derecho corporativo, ya en desuso.

En realidad la necesidad por desestructurar las corporaciones te-

nía como in articular un Estado moderno potente, que se impusiera a la

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iglesia. De esa forma, una de las medidas para lograr ello fue expropiar tierras en manos muertas para entregarlas a ciudadanos que las hicieran productivas y no sólo sirvieran con ines especulativos. La reforma fue más allá sin embargo: también la corporación comunal indígena sufrió un golpe, toda vez que se desconoció la organización, usos y costumbres de la propiedad en común, para ceder, teóricamente, el paso al principio de propiedad individual como motor de desarrollo y progreso nacional.

Si bien todos esos procesos a que hice alusión han sido vistos como paradigmáticos del deseable cambio social y en ellos estuvo fuer-temente involucrado Melchor Ocampo, hubo también notables resisten-

cias. Los conservadores y la iglesia católica presentaron una feroz opo-

sición a estos cambios, lo que hizo muy convulsa la vida social del siglo XIX. A la postre ello cobraría la vida del propio Ocampo. Comprender que ello le signiicó la muerte, no obstante, también sirve para calibrar de una mejor manera el espacio y los valores culturales en los que el personaje en cuestión se desenvolvió. Espero con ello dar, en efecto, sentido al contexto que sirvió para formar ideológicamente a Ocampo y así salvar su circunstancia.

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La formación delreformador

mARTín TAVIRA URIóSTEGUI

Las grandes épocas producen grandes hombres. Melchor Ocam-

po casi nacía junto con el México liberado de las cadenas del colonialismo español. El hombre era siete años de más edad que su país independiente. Dieron sus primeros pasos juntos.

Los dos buscaban anhelosamente la ruta por donde transitar.Melchor Ocampo nació el 6 de enero de 1814. Hay una gran

discusión sobre el lugar en que vio la luz primera. Algunos historiado-

res airman que fue en la Ciudad de México. Otros asientan que vino al mundo en la hacienda de Pateo, Valle de Maravatío, Michoacán. El propio Ocampo aclaró cuando fue electo diputado al Congreso Cons-

tituyente de 1856-1857, por varios Estados, que aceptaba representar a Michoacán en razón de su nacimiento. El historiador Ramón Alonso Pérez Escutia fundamenta su tesis de que Ocampo nació en Pateo, pero en 1810, en los siguientes términos: “Indagando sobre el asunto en el Archivo Parroquial de Maravatío para la realización de esta obra, tu-

vimos la fortuna de toparnos con datos sumamente interesantes para contribuir a aclarar de una vez por todas este polémico detalle. En el ramo de bautismos, concretamente en el volumen 16 correspondiente a las castas durante los años 1806-1810, en la foja 55 frente, consta la siguiente partida: En el año del señor de 1810, a siete de enero, yo el B. Dn Fernando Ruíz, teniente cura, bauticé solemnemente en esta pa-

rroquia, puse oleo, crisma, y por nombre José Telésforo Melchor de los Reyes, a un infante de tres días de nacido, hijo de José María Morque-

cho indio y de María Bernarda, mulata, vecinos en Pateo. Padrinos José Antonio de la Luz López y María Bartola Barajas su mujer, a quienes

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advertí su obligación. Fernando Ruíz. Rúbrica”. Quizá nunca se devele el misterio respecto de quiénes fueron

sus padres. Se habla de que fue como el ilósofo D’Alembert, hijo del amor. Doña Francisca Xaviera Tapia y Balbuena, propietaria de la ha-

cienda de Pateo, lo crió, lo formó y lo declaró heredero universal de sus bienes. ¿Fue realmente su hijo? Nadie ha podido desentrañar el miste-

rio. Se atribuye la paternidad del Reformador al licenciado Ignacio Alas o al sacerdote Antonio María Uraga, ambos militantes dentro de la Re-

volución Insurgente; pero no se ha podido saber la verdad al respecto. Sobre su apellido Ocampo, se han hecho especulaciones, pero nada en irme se ha descubierto.

Dos grandes gestas concurrieron a forjar la conciencia política de Melchor Ocampo, la Revolución de Independencia y la de Refor-ma, las dos dentro de un mismo proceso social. De la Revolución de Independencia ha de haber recibido información de su protectora, doña Francisca Xaviera, quien ayudó de muchas formas a los insurgentes; así como de Ignacio Alas, quien sería su tutor a la muerte de aquélla. El Valle de Maravatío era nudo de las rutas de los luchadores por la liber-tad. Y si hemos de aceptar que la lucha por la Reforma comenzó prác-

ticamente desde que México comenzó su vida independiente, entonces el joven Ocampo vivió las primeras batallas transformadoras del país. Apenas cumplía los 19 años cuando Valentín Gómez Farías emprendió la Primera Reforma Liberal, la de 1833.

Melchor Ocampo niño vivió en la red de contradicciones que provocaron el incendio de la Guerra de Independencia:

1.- Contradicción entre el régimen feudal en de-

cadencia y el sistema capitalista que emergía poderoso en el escenario internacional.

2.- Contradicción entre las ideas feudales y las ideas modernas.

3.- Contradicción entre la nación mexicana que nacía y el dominio extranjero.

4.- Contradicción entre el crecimiento de la pobla-

ción y el desarrollo no igual de la producción económica.

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5.- Contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones feudal-esclavistas de producción que obstaculizaban el desarrollo de aquéllas.

6.- Contradicción entre la población criolla mar-ginada de múltiples formas y los peninsulares que de-

tentaban el poder civil, eclesiástico y militar.7.- Contradicción entre la población mestiza que

llegaría a ser el pueblo mexicano y la población euro-

pea que la discriminaba.8.- Contradicción entre los diversos sectores de

la clase sometida a la servidumbre y la esclavitud y la clase feudal esclavista.

9.- Contradicción entre la naciente burguesía y el régimen feudal-esclavista que obstaculizaba el desa-

rrollo económico del país.10.- Contradicción entre el alto y el bajo clero.11.- Contradicción entre el pueblo mexicano y la

metrópoli española que saqueaba nuestras riquezas.

Las ráfagas del Movimiento Insurgente iluminaron los primeros pasos de Ocampo. Con los combates por la Reforma pudo tener la pers-

pectiva de su país. El drama de México y la encarnizada lucha política fue la escuela que lo educó con mayor vigor.

Se airma que los primeros estudios los realizó en Maravatío, con el sacristán mayor de la parroquia, José Ignacio Imitola, o con el vica-

rio de la parroquia de Tlalpujahua, José María Alas, hermano de Ignacio también insurgente. Es probable que las primeras letras le fueran enseña-

das por algún preceptor particular contratado por doña Francisca Javiera.En 1824 ingresó al Seminario Tridentino de Valladolid, hoy Mo-

relia, para cursar los estudios secundarios y preparatorios. Ahí fueron compañeros de Ocampo personas que más tarde estarían en la palestra política, como Juan Bautista Ceballos e Ignacio Aguilar y Marocho; al-gunos de ellos serían altos dignatarios católicos, enemigos de la Refor-ma y de las ideas de don Melchor, como Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos y Clemente de Jesús Munguía.

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Es bien sabido el atraso que sufría la educación en la etapa co-

lonial. Sin embargo, México no podía ser ajeno a la penetración de las ideas nuevas de la Ilustración Europea. En la segunda mitad del siglo XVIII comenzó nuestro país a recibir la ilosofía y las ciencias modernas. El benefactor del Seminario Tridentino de Valladolid, Angel Mariano Morales, fue al propio tiempo un reformador, que introdujo los estudios de derecho e invitó a profesar en el Plantel, a distinguidos intelectuales. Pensadores modernos eran estudiados en el Plantel, como Condillac y Jacquier, quienes despertarían en Ocampo, el amor por las matemáticas, ciencia que engendraría en el Reformador un rigor en el razonamiento y en la metodología de las ciencias. Melchor Ocampo fue un estudiante destacado en el Seminario Tridentino, tanto así que su maestro Miguel Méndez había de certiicar que sobresalió por la subli-midad de su talento.

Después de la muerte de doña Francisca Xaviera, ocurrida en marzo de 1831, Ocampo, bajo la tutoría del licenciado Ignacio Alas, pasó a la Ciudad de México, en ese mismo año, a estudiar la carrera de abogado, en la Universidad. El Vicepresidente de la República, Valentín Gómez Parías, como encargado del Poder Ejecutivo en ausencia del Pre-

sidente Santa Anna, emprendió la Primera Reforma Liberal de 1833, con la asesoría del Doctor José María Luis Mora, quien había elaborado todo un Plan para la transformación radical de México, que se conoce como el Programa de los Ocho Puntos. Esta Reforma afectó básicamente la en-

señanza superior, ya que fue suprimida la Real y Pontiicia Universidad, caliicada por Mora como irreformable, inútil y perniciosa. En su lugar se fundaron establecimientos laicos, de carácter oicial, entre los cuales estaba la Escuela de Jurisprudencia. Ahí prosiguió Ocampo los estudios de derecho. Seguramente las experiencias como litigante en el despacho del licenciado José Ignacio Espinosa, hombre conectado con el partido conservador, ya que había sido ministro de Anastacio Bustamante , le enseñaron que el ejercicio de esa profesión no cuadraba con el carácter ni con las ideas progresistas que ya bullían en su joven cerebro.

Por otra parte, Santa Anna, vuelto al poder y arrullado por los conservadores echó abajo la Primera Reforma, derogando los Decretos

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de Gómez Farías. Las instituciones nuevas creadas por éste, como la escuela de Jurisprudencia, fueron suprimidas. Así, Ocampo, sin escuela y sin vocación para la abogacía, decidió irse a su hacienda de Pateo, por el año de 1835.

El joven Ocampo vio a su joven país en permanente guerra civil y en diaria inestabilidad política. Dos corrientes se disputaban iera-

mente la conducción del país: los conservadores y los liberales. Los conservadores pretendían lo imposible: impedir que rigiera una ley ob-

jetiva y necesaria del proceso social, el cambio riguroso de un país que había liquidado la dependencia. Ningún pueblo que sale del colonialis-

mo se resigna a mantener el viejo sistema impuesto por sus dominado-

res. México tenía que entrar al torrente de la historia universal, captar la ilosofía política moderna y forjar un Estado nuevo que encamara la autoridad suprema de la nación, un Estado liberado no tan sólo de las ataduras foráneas, sino de las cadenas medievales que pervivían. El país no podía respirar ni oxigenar su ser con las nuevas ideas, si no ponía in a los privilegios del coloniaje, si no liquidaba el carcomido Estado-Iglesia. Todo ello implicaba un conjunto de reformas económicas, so-

ciales, políticas y culturales. Los que abanderaban estas transformacio-

nes se llamaban genéricamente liberales.

El enciclopedista, amante de la ciencia

Melchor Ocampo llegaría a ser uno de esos políticos que todo quieren abarcarlo para tener una clara concepción del universo y la vida social. Los grandes pensadores y conductores sociales han visto que la ciencia y la cultura son armas de gran calibre para captar la realidad y trans-

formarla. Los ilustrados europeos del siglo XVIII fueron polifacéticos. Los creadores del socialismo cientíico amacizaron sus conocimientos en las matemáticas y en las ciencias naturales. Engels hace gala de su sabiduría cientíica en La Dialéctica de la Naturaleza. Vladimir Ilich Lenin penetró en el estudio de la física y pudo refutar a Mach y a Ave-

narius en Materialismo y Empiriocriticismo.

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Ocampo es una prolongación feliz de la Ilustración Mexicana. Se dedicó con amor sin límites al estudio de la naturaleza, principal-mente la botánica.

Era un infatigable excursionista dedicado a la recolección de plantas para formar su propio jardín botánico y poder así efectuar in-

contables experimentos, particularmente con plantas medicinales.Por 1844 un suceso trágico sacudió la conciencia de los habitan-

tes del Valle de Maravatío. Un coyote rabioso mordió a ocho personas. Acudieron a Ocampo por su sabiduría y humanitarismo. El los aten-

dió personalmente poniendo en riesgo su propia vida. Administró a los enfermos sobrevivientes, por vía de experimento, remedios vegetales, como la trompetilla, el amole, el añil silvestre y el órgano. Por lo me-

nos, con estos medicamentos pudo retrasarse la muerte de las víctimas.Especialmente tenía predilección por los cactus; e inclusive re-

dactó unos apuntes sobre esta especie. Por 1843 presentaría ante la lla-

mada Sociedad Filoiátrica una Disertación sobre el Cactus.En su región maravatense impulsó, con la asesoría del agricul-

tor francés Luis Guiard, la industria vitivinícola.Teniendo a su región como un amplio laboratorio natural, quiso

estudiar los ríos y las aguas termales. En 1837 remontó el río Lerma para rectiicar los datos sobre su cauce y descubrir su origen; pero segu-

ramente también con el in de aprovechar sus aguas para la irrigación.En mayo de 1845 la región de Maravatío se vio sacudida por

un temblor. Los habitantes presumían que pudiera brotar un volcán, debido a los muchos hervideros que hay en las cercanías. Por tanto, las autoridades pidieron un estudio y dictamen sobre este fenómeno natural, al hombre tenido por sabio. Ocampo visitó al volcán de San Andrés, hizo observaciones en las aguas azufrosas de Araró y Taimeo y midió la temperatura de las diversas aguas termales del área. Llegó a la conclusión, para tranquilidad de los vecinos, de que no era probable una erupción volcánica.

Por 1839 realizó un viaje a los estados de Puebla y Veracruz, siempre con propósitos de estudio. Sus lecturas de los viajes del barón de Humboldt lo impulsaron a recorrer el país. Inició la ascensión al

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Cofre de Perote, pero no llegó a la cima por enfermedad de uno de sus compañeros. De todo lo que vio hizo apuntes y recogió -como siem-

pre- plantas. Proyectó una colonia agrícola en Papantla, Veracruz, para lo

cual se dedicó al estudio del cultivo del tabaco.Por sus amplios conocimientos en el cultivo de la tierra, Lucas

Alamán lo nombró Director de una Escuela Nacional de Agricultura que no llegó a cuajar en aquel momento de 1845, de permanente crisis política.

También abordó el estudio de la geografía con el in de elaborar y corregir mapas. Sus conocimientos en esta materia los había de am-

pliar durante su permanencia en París.Por sus amplios conocimientos de estadística, en 1843 el gene-

ral José María Tornel, ministro de Guerra, nombra a Ocampo miembro de la Comisión de Estadística Militar, con el carácter de corresponsal.

Observaba el cielo, pero no en busca de seres sobrenaturales, para lo cual era un escéptico, sino para estudiar los astros, como los cometas de 1843 y 1845.

Melchor Ocampo fue un enciclopedista. Incursionó por multi-tud de campos y parcelas de la ciencia y de la cultura: Las ciencias na-

turales, la geografía, las matemáticas, el derecho, la economía política, la lingüística y como coronamiento la ilosofía.

Pero no cultivó las ciencias como ocio elegante, según la con-

cepción de los griegos, sino como instrumentos para solucionar proble-

mas nacionales y desarrollar las fuerzas productivas del país. Siendo un ilustrado moderno que arrumbaba las sutilezas escolásticas a la pieza de los trebejos inútiles, se propuso a extraer la verdad a través del método experimental y del razonamiento. Sin duda alguna, puede considerar-se a Ocampo corno uno de los primeros investigadores cientíicos que tuvo México.

Don Melchor había escrito gran cantidad de apuntes y sembrado muchas plantas y árboles. Le faltaba engendrar un hijo. A mediados de 1836 engendró una hija, Josefa, producto de sus amoríos con Ana María Escobar, a quien él llamaba nana, pero había sido compañera en el abri-go de doña Francisca Xaviera. La hija -las hijas más bien dicho- y sus

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amores con Ana María habían de permanecer ocultas por varios años. Otras tres hijas había de tener en esas relaciones clandestinas: Petra, Julia y Lucila. La sociedad timorata y prejuiciosa de la época obligaban a esconder lo que era natural. Clara Campos le daría el hijo póstumo: Melchor Ocampo Manzo, quien adoptó el segundo apellido de su pro-

tector, don José María Manzo, contemporáneo y amigo del reformador y hombre de militancia política, gobernador también de Michoacán por breve tiempo.

Sus primeros pasos en la política

En 1835, con apenas 21 años a cuestas, Melchor Ocampo emprende sus primeras incursiones en la política. Desde luego se ailia a la corriente li-beral, en cuyo programa estaba la defensa del federalismo. Protagonista de esta línea en Morelia fueron el ilustre doctor Juan Manuel González Urueña, creador genuino de la Escuela de Medicina, hoy perteneciente a la Universidad Michoacana; fundador del semanario El Filógrafo, en el que había de colaborar Ocampo; así como los señores José María Manzo y José Consuelo Serreño. Estos primeros liberales michoacanos hicieron sus armas políticas combatiendo contra los privilegios del cle-

ro y del ejército.

Viejo mundo, nuevas ideas

El 6 de marzo de 1840 Ocampo aborda el paquebote Salamandra, en Veracruz, para dirigirse a Francia, el país de la cultura y de las ideas revolucionarias. Quiere ensanchar sus conocimientos cientíicos, ilo-

sóicos y políticos. Rechaza el turismo como moderno modo de perder viajes viajando, según la feliz expresión de Rómulo Gallegos. Es, pues, un viaje de estudio.

Durante su estancia en Europa realizó estudios de agricultura cientíica, industrias agrícolas y cartografía. Perteneció a la Sociedad Asiática, para cuyo ingreso presentó un trabajo sobre antiguos mo-

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numentos michoacanos. Fue un asiduo asistente a las sesiones de la Academia de Ciencias. De allá trajo instrumentos para sus trabajos de laboratorio.

No dejó descansar la pluma, escribió dos ensayos: Suplemento al Diccionario de la Lengua Castellana por las voces que se usan en la repú-

blica de México y Viaje de un Mexicano a París en 1840. Su amor por la cultura nacional, de profundas raíces indígenas, aloró en lejanas tierras.

Es de singular importancia señalar que examinó la estructura de la propiedad agraria en Francia. El fraccionamiento de la propiedad feudal, desde el gobierno Jacobino al triunfo de la Revolución de 1789, le demostró que la agricultura próspera no radica en la concentración de la tierra en pocas manos. Se dice que a partir de esta experiencia, Ocampo tuvo la obsesión de reducir su heredad.

Viaja a Italia para conocer Roma. Visitó los monumentos de la Antigüedad y las obras del Renacimiento. Admiró el genio de Miguel Angel en la Capilla Sixtina. Anotó la miseria y el fanatismo religioso del pueblo italiano. Recorrió parte de la península a pie y pasó por Suiza de regreso a París.

Un hecho notable de su estancia en París fue la visita al Doctor José María Luis Mora, llamado Padre del Liberalismo Mexicano, co-

laborador de Gómez Farías y autor del Programa de los Ocho Puntos para la Primera Reforma. Mora había salido de México en 1834, con motivo de la reacción santannista contra los Decretos de 1833. Había desempeñado algunas misiones diplomáticas en Inglaterra y en Francia. Era un hombre legendario. Quizá los años de estar lejos de su patria lo habían hecho huraño y un tanto amargado. El joven Ocampo admiró su sabiduría y su liberalismo, pero lo encontró sentencioso como un Táci-to, parcial como un reformista y presumido como un escolástico.

El 20 de septiembre de 1841 llegó al Puerto de Veracruz. Había permanecido en Europa alrededor de un año y medio. Le esperaba en México una intensa actividad política.

*TOmAdO dEL LIbRO: Melchor ocaMpo... Teórico y esTraTega de la reforMa

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Ocampo en el exilio(1853-1855)

JOSé HERRERA PEñA

Licenciado en Derecho y Ciencias Sociales por la UMSNH;

Doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana.

A l llegar al poder por última vez en abril de 1853, el general Antonio López de Santa Anna detuvo, coninó y deportó a sus principales adversarios políticos, entre ellos, Melchor Ocam-

po, Benito Juárez, José María Mata y Ponciano Arriaga. El día 5 de octubre de 1853, Benito Juárez fue embarcado en

Veracruz, enfermo y con lujo de fuerza, y Melchor Ocampo, en no-

viembre, su hija con él, acompañado de Ponciano Arriaga y Juan B. Ceballos. De La Habana, todos viajaron a Nueva Orleáns.

Ocampo propuso a sus compañeros dividirse en dos grupos; uno en esta ciudad para vigilar el curso de los acontecimientos políticos en el centro y sur de México, y el otro en Brownsville, Texas, para promo-

ver en el norte el descontento contra la dictadura. Juárez y los demás decidieron permanecer en Nueva Orleáns, y Arriaga y Ocampo marcha-

ron a la frontera con México. Estos mexicanos -y otros que compartieron sus esfuerzos- se

enfrentaron en el destierro a problemas tales como la venta de La Mesi-lla; los intentos de anexión de Baja California; el proyecto de creación de la república de la Sierra Madre, y la independencia del estado de Guerrero; pero encontraron fórmulas para preservar la integridad terri-torial de la nación -salvo en el asunto de La Mesilla- y procedimientos para encender y propagar con su organización así como con sus ideas, sus actividades y sus bienes, la oposición armada contra la dictadura

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santanista, hasta lograr su caída, dos años después de su reclusión y destierro.

El 1 de marzo de 1854 estalló en Guerrero el pronunciamiento militar de corte liberal bajo los lineamientos del Plan de Ayutla y la jefatura del general Juan Álvarez. Los deportados lo apoyaron. El go-

bierno preparó la respuesta. En diciembre siguiente, un plebiscito que se llevó a cabo en México prorrogó indeinidamente la dictadura de fac-to y facultó a Santa Anna para designar sucesor, así que éste se volvió presidente vitalicio por voluntad popular.1

En enero de 1855 aún no prendía la guerra de guerrillas en Ta-

maulipas, Nuevo León y Coahuila, que se había esforzado Ocampo en desatar durante los pasados meses. Chispas no faltaban, pero éstas no incendiaban las praderas. En cambio, los fuegos que ardían aislados en los territorios de Guerrero, Michoacán, Jalisco, Guanajuato, Querétaro y Oaxaca empezaron a propagarse y a vincularse entre sí. La Ciudad de México estaba conmocionada.

El 28 de febrero siguiente, los desterrados de Nueva Orleáns consideraron llegado el momento de regresar a México. Benito Juá-

rez, José Ma. Mata, José Ma. Gómez, José Dolores Cetina, Miguel Ma. Arrioja, Manuel Cepeda Peraza y Guadalupe Montenegro dirigieron un comunicado a Ocampo y Arriaga, en el que les hacen saber que se tras-

ladarían a Acapulco y les pidieron que unieran su suerte a la de ellos. Ocampo no podía desairarlos, pero consideraba que su presencia en el destierro sería más productiva que su regreso.

El 14 de marzo siguiente, Miguel Ma. Arrioja escribió a Ocam-

po para informarle que se había reunido en Nueva Orleáns con Enrique Dillon a in de persuadirlo de que “nos prestara la cantidad que se ne-

cesita para un nuevo pronunciamiento en la frontera” e inluyera en los principales comerciantes de Brownsville “para que, haciendo lo mismo,

1 Francisco Zarco, Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente 1865-1857, México, 1957, p. 122. Según el Diario Oicial, se convocaron juntas populares que votaron en presencia y bajo la vigilancia de las autoridades, y por 435,530 contra 4,075 votos, Santa Anna fue electo presidente vitalicio. Dice Zarco que los empleados que no votaron por la prórroga de la dictadura fueron destituidos.

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se reúna la suma de 25 ó 30 mil pesos, que se ha calculado suiciente para la empresa, bajo el concepto de que el contrato ha de ser autoriza-

do por mí, como representante del general Juan Álvarez, en lo cual, por supuesto, estoy conforme”.

Arrioja pidió a Ocampo y a Arriaga que celebraran el contrato con dichos comerciantes y se comprometieran a pagar lo doble de lo que recibieran, “seguros de que yo he de ratiicar con el poder que ten-

go lo que ustedes hagan, con más gusto y conianza que si lo hiciera yo mismo, con cuyo objeto me tendrán allí en el próximo viaje de vapor”. 2

Este comunicado le sirvió a Ocampo para suponer “que algunos de ustedes piensan, como nosotros, que lo que aquí se haga contra el usurpador será de más importantes resultados que nuestra sola presen-

cia en Guerrero”.3

Al mismo tiempo, sufrió un derrame cerebral.4 No tenía a na-

die para atenderlo, salvo a su hija Joseina, pero el clima y el susto la afectaron tanto, que también cayó enferma. Uno de sus partidarios, José María Carvajal, se preocupó. El 27 de abril de 1855 le confesó a Ocam-

po que estaba muy intranquilo “por la incertidumbre y el temor de que se haya agravado su enfermedad”, y le informó que había recorrido “de ochenta a cien leguas por estos desiertos”, que no le faltaban adhesiones “aunque muchos desmayan al no ver dinero”.5

Inesperadamente, en lugar de ir a Brownsville a gestionar los créditos ofrecidos, Miguel Ma. Arrioja arrojó un balde de agua a las dé-

biles llamas que intentaban incendiar las desérticas praderas del Norte.

2 Miguel María Arrioja a Melchor Ocampo y Ponciano Arriaga. Nueva Orleáns, marzo 14 de 1855, op. cit., doc. 99, pp. 147-148.3 Ponciano Arriaga y Melchor Ocampo a G. Montenegro, José María Gómez, José P. Cetina, Miguel Ma. Arrioja, Manuel Cepeda y Peraza, José Ma. Mata y Benito Juárez. Brownsville, marzo 21 de 1855, op. cit., doc. 101, pp. 149-150.4 B. Villanueva a Melchor Ocampo, Pomoca, mayo 30 de 1855, op. cit., doc. 115, pp. 164-165.5 José Ma. Carvajal a Melchor Ocampo, La Joya, abril 27 de 1855, op.cit., doc. 103, p. 151.

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Había recibido cartas de Acapulco que transmitió a Ocampo de inmediato, transcribiéndole algunos “párrafos de dos cartas de Nacho Comonfort, a in de que se imponga a fondo del estado verdadero que guarda la revolución en aquel rumbo, de las esperanzas que aún existen sobre mejorar la situación y de lo que en último caso se piensa hacer”.6

Le informó el 2 de mayo, desde Nueva Orleáns, que la revolución sure-

ña había ido en declive.7 La escasez de recursos pecuniarios era absolu-

ta. El buque Bustamante nunca había llegado con las municiones y de-

más útiles que Comonfort había gestionado en Nueva York, a pesar de “haber transcurrido ya 150 días, que hacen un tiempo doble del ijado en el compromiso con el conductor”. La revolución se había debilitado, según él, por “la indolencia de nuestros paisanos”, aunque también por la indisciplina -casi deslealtad- de algunos de ellos, y dejó entender que Ocampo, en cierta forma, era responsable indirecto de esta lamentable situación, porque Santos Degollado, uno de sus principales partidarios, había debilitado el movimiento al pronunciarse por las Bases Orgáni-cas de 1843 -Constitución centralista ilegítima-, a la vez que “el gene-

ral Santa Anna piensa ya en restablecer ese sistema. En caso de que el estado de Guerrero quedare abandonado por el resto de la nación, aún le queda el justo y único recurso de hacerse independiente, sostener allí la bandera de la libertad y abrigar en su seno a todos los mexicanos que quieran ser libres”.8

La noticia secesionista de Comonfort dejó anonadados a todos los exiliados y produjo la debacle. Mata, que estaba sano, enfermó; Juá-

rez, que estaba decidido a regresar, recapacitó, y Ocampo, que estaba enfermo, sanó.

Mata quedó postrado. Su plan había sido ir a Brownsville por Ocampo y Joseina, regresar a Nueva Orleáns y navegar los tres a

6 Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 2 de 1855, op. cit., doc. 104, pp. 151-152.7 El Diario Oicial de 15 de mayo de 1855 publicó un texto que reseña: “Su Alteza Serenísima se retira de la campaña porque no hay contra quién hacerla”.8 Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 2 de 1855, op. cit., doc. 104, pp. 151-152.

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Acapulco; “pero las tristes noticias me impresionaron tan fuertemente que he estado por espacio de siete días con una iebre nerviosa que me ha obligado a guardar cama”. El mundo se había vuelto tan vacilante para él, que no podía entender lo que pasaba. “¿Se habrá puesto De-

gollado de acuerdo con Santa Anna?”9

Juárez se alegró al saber que Ocampo estaba restableciéndo-

se de sus males y le hizo saber que había reconsiderado su decisión. Ya no tenía caso irse. El 16 de mayo le escribió: “Mi marcha no ha tenido efecto por falta de recursos, que esperaba de mi casa. Hacien-

do esfuerzos pudiera vencer esta diicultad, pero hay otra más grave que me obliga, si no a desistir completamente, a lo menos esperar”. Había previsto alcanzar Oaxaca con apoyo de los guerrerenses; pero al anunciar Comonfort que “el sur se limitaría a sostener su indepen-

dencia, claro que yo tendría que hacer nuevos sacriicios pecuniarios para regresar a esta ciudad (Nuevo Orleáns) o algún otro punto fuera del territorio mexicano”.10

Ocampo decidió que no tenía tiempo ni derecho de enfermarse. Necesitaba hacer despegar a breve plazo la revolución del norte para hacer triunfar la del sur. El 22 de mayo, casi restablecido de los efectos del derrame cerebral que lo había inmovilizado, el michoacano citó a su casa a Juan José de la Garza, Ponciano Arriaga, Manuel Gómez y José Ma. Mata, recién llegado de Nueva Orleáns, y les informó que cinco días antes Santiago Vidaurri había comunicado a de la Garza que había decidido sumar sus fuerzas a la revolución y que emprendería la marcha hacia Monterrey.

Por in, las semillas sembradas durante un año por Ocampo en los desiertos, montañas, ciudades y villas fronterizas de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, empezaban a producir sus frutos; no bajo su control directo, pero sí gracias a su inluencia. Los alcaldes, gobernadores y ge-

nerales de milicias, entre ellos, Ignacio Zaragoza y Mariano Escobedo,

9 José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 2 de 1855, op. cit., doc. 105, pp. 153-154.10 Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 16 de 1855, op. cit., doc. 107, p. 155.

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habían decido actuar. Vidaurri se había visto obligado a ceder a la presión.En todo caso, Ocampo manifestó al grupo que también había

reunido y organizado algunos elementos en Nuevo León bajo la direc-

ción de José María Carvajal y otros en Tamaulipas bajo la de Juan José de la Garza, y los instó a movilizarse a la mayor brevedad. Ponciano Arriaga propuso que los cinco “se constituyesen en Junta Revolucio-

naria”; se eligió presidente a Ocampo, y a Mata, secretario, a quien se encargó que procurara un préstamo de mil pesos para Carbajal, y se nombró a Arriaga para elaborar un proyecto de plan.11

Al día siguiente, 23 de mayo, se efectuó la segunda sesión. En cuanto al crédito, Mata informó que había obtenido los mil pesos; se envió el dinero a Carvajal y se le ordenó que avanzara urgentemente a Monterrey. Por otra parte, Arriaga presentó un proyecto de plan por el que se desconoce el gobierno de Santa Anna, y se aprobó.12

Constituida la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville y a punto de desatarse los movimientos armados de Vidaurri, Carvajal y de la Garza en el Norte de la República, Melchor Ocampo consideró llegado el momento de expresar tajantemente su oposición a los proyec-

tos secesionistas guerrerenses, mediante carta datada el 20 de mayo de 1855 a Miguel Ma. Arrioja, fundándola en “sólidas razones”.

Arrioja envió inmediatamente el original a Acapulco, se guar-dó una copia, y al contestarla, minimizó el asunto y aclaró que “la independencia del Estado de Guerrero” sólo había sido una idea “para un caso extremo y desesperado”. Por consiguiente, “hoy nadie se acordará de ella ni se acalorará con esa pesadilla”. Por otra parte, re-

conoció que después de catorce meses de expedido el plan de Ayutla, “la República está ya en plena conlagración general” y el triunfo se veía muy cerca, sobre todo si la dictadura “tiene o ha tenido ya un descalabro en Michoacán”.13

11 Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 22 de mayo de 1855, op. cit., doc. 108, pp. 155-156.12 Sesión del día 23 de mayo de 1855, op. cit., doc. 109, pp. 157-158.13 No se conoce este documento, pero Arrioja, al acusar recibo a Melchor Ocampo, hace referencia a su contenido. Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo,

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Así que la supuesta responsabilidad de Ocampo para transar con Santa Anna a través de su amigo Santos Degollado no había sido más que una calumniosa insinuación. Después de todo, Arrioja reconocía expresamente que el destino inal de la revolución del sur no dependería de las fuerzas de Comonfort en Guerrero, sino de las de Degollado en Michoacán y de los esfuerzos de Ocampo por desatar las fuerzas revo-

lucionarias del norte.La vida de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville

fue breve. Duró escasamente un mes, del 22 de mayo al 21 de junio de 1855, durante el cual se llevaron a cabo trece sesiones; pero la actividad que le imprimió Ocampo en ese tiempo fue vertiginosa y decisiva.

Todo lo que se había mantenido en estado latente durante un año tomó fuerza y se desbordó de un solo golpe. Las villas y pueblos regiomontanos empezaron a reconocer expresa y formalmente la jefa-

tura del general Juan Álvarez, al paso de Carvajal; Ponciano Arriaga redactó un Maniiesto al pueblo mexicano que se distribuyó de inme-

diato; Melchor Ocampo publicó un boletín de noticias titulado Noticie-ro del Bravo; Manuel Gómez partió a Monterrey como representante político de la Junta ante Santiago Vidaurri; se acordaron lineamientos de política general sobre dos asuntos: prisioneros de guerra y trato a corporaciones eclesiásticas; se atendió a oiciales europeos experi-mentados que ofrecieron sus servicios a la revolución y se les envió a los frentes de guerra; Juan José de la Garza se puso a la cabeza de los infantes y dragones que había organizado en Tamaulipas, y avanzó a marchas forzadas a Monterrey; se reconoció la jefatura política y mili-tar de Vidaurri en el norte de la República, y se cruzaron informaciones y propuestas entre la Junta de Brownsville y Vidaurri, por un lado, y entre ésta y Juan Álvarez, por otro.

José Ma. Mata, por su parte, gestionó y obtuvo créditos conforme fueron aumentando las cargas pecuniarias de la Junta, en todos los cua-

les quedaron comprometidos los bienes personales de los conjurados, si no eran pagados por la Nación. De este modo, sin necesidad de gravar a

la República con 50 ó 60 mil pesos, de los que se recibiría únicamente la

Nueva Orleáns, mayo 30 de 1855, op. cit., doc. 114, pp. 163-164.

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mitad, como lo había recomendado Arrioja, la Junta se hizo de recursos suicientes en el momento oportuno -ni antes ni después- para inanciar sus actividades revolucionarias, a un interés razonable. Los gastos de la Junta no llegarían a 12 mil pesos y los intereses no pasarían de 3 mil, para hacer un total inferior a 15 mil. La organización y preparación de la revolución del norte ha sido probablemente una de las más baratas del mundo y de la historia.

A Benito Juárez le dio mucho gusto en Nueva Orleáns, “lo mis-

mo que a los demás proscritos”, que hubiera estallado el pronuncia-

miento revolucionario en Nuevo León. El 30 de mayo de 1854 escribió a su “muy querido amigo y señor” Ocampo: “Ese movimiento creo que va a precipitar la caída de Santa Anna, porque se ha efectuado en el momento más oportuno, en que la revolución ha vuelto a aparecer con más vigor”.14

En su octava sesión del 3 de junio, el presidente Ocampo expre-

só que sería muy satisfactorio que la Junta tuviese en su seno al ciuda-

dano Benito Juárez, pero que creía que su presencia en Acapulco sería de más utilidad a la causa pública, porque hallándose ya la revolución en una parte de Oaxaca, podría con su inluencia extenderla a todo ese Estado de la República. En tal virtud, propuso que se le remitieran 250 pesos para sus gastos de traslado, pero que se le dejara en libertad para que viajara a Acapulco, se incorporara a las actividades de los conjura-

dos de Brownsville o procediera en el sentido que le dictaran su juicio y patriotismo. La propuesta fue aprobada.

El 21 de junio, al reunirse la Junta por última vez, Mata informó que Benito Juárez había acusado recibo de los 250 pesos que la Junta le remitió, y al dar las gracias por el apoyo recibido, manifestó que mar-charía a Acapulco si los medios de comunicación estaban expeditos, y si no, al lugar donde creyera que su presencia fuera de alguna utilidad. Se dispuso que se archivara dicho documento.15

14 Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 30 de 1855, op. cit., doc. 116, pp. 165-166.15 Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 21 de junio de 1855, op. cit., doc. 125, pp. 176-178.

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Tres meses después, Ocampo y Juárez se reencontrarían en Cuernavaca como representantes de Oaxaca y Michoacán, respectiva-

mente, al Consejo de Estado establecido por Juan Álvarez, en cumpli-miento a lo dispuesto por el Plan de Ayutla, para elegir Presidente in-

terino de la República. Al ser designado el propio Álvarez en tal cargo, nombró a Ocampo ministro encargado de formar su gabinete y éste, a su vez, propuso a Juárez como ministro de Justicia, Instrucción Pública y Negocios Eclesiásticos.

A partir de entonces se iniciaría una nueva etapa en la historia de la Nación.

Morelia, Mich., 28 de noviembre de 2013.

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La igura del héroe: Melchor Ocampo en los murales

de Alfredo Zalce en Morelia

mIGUEL ánGEL GUTIéRREz LóPEz

Doctor en Historia por El Colegio de Michoacán, A.C

El trabajo de Alfredo Zalce ha sido celebrado tanto por la crí-tica especializada como por sus colegas. Su fama se la debe principalmente al grabado y a la litografía. No obstante, en su producción ocupan un lugar importante los murales que rea-

lizó en diversos lugares de la República mexicana, a través de más de cinco décadas de labor en el ramo. Dentro de este tipo de obras destacan las realizadas en la ciudad de Morelia, en el Palacio de Gobierno y en el Museo Regional Michoacano. Tres de estas producciones: Los defen-sores de la integridad nacional, La importancia de Hidalgo en la In-dependencia (también conocido como, Los libertadores) e Historia de Morelia, ofrecen a los espectadores un recorrido visual por la historia de México. En los murales mencionados, la igura de Melchor Ocampo no es central, pero sí es determinante para mostrar visualmente uno de los principales períodos de la historia nacional: la Reforma. En esta re-

presentación, Ocampo aparece junto a Juárez, como uno de los artíices de la construcción y defensa de la nación mexicana en el siglo XIX.

Los defensores de la integridad nacional, ubicado en el cubo de la escalera principal del Museo Regional Michoacano, fue realizado en 1951 con el auspicio del Museo y el Instituto Nacional de Bellas Artes. La obra fue ejecutada al fresco con la utilización de cemento coloreado.

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En el muro derecho se encuentran Benito Juárez y Melchor Ocampo, como parte del grupo de los hombres de la Reforma; detrás de ellos un campesino. Junto a Juárez, un soldado con uniforme azul y huaraches pisotea una corona imperial y un gorro de clérigo. Esta escena repre-

senta la derrota del Imperio y de los conservadores, así como el enfren-

tamiento de los liberales con la Iglesia católica. Esta escena es similar a la que aparece en La importancia de Hidalgo en la Independencia,1

un mural pintado entre 1955 y 1957 en el cubo de la escalera principal del Palacio de Gobierno. Ahí, Ocampo aparece a la derecha de Benito Juárez, como parte del grupo de artíices y protagonistas de las Leyes de Reforma y del Plan de Ayutla. En estas obras podemos encontrarlos junto a otros insignes liberales como Ignacio Ramírez, el “Nigroman-

te”, Ignacio Comonfort y Juan Álvarez.En estos murales Melchor Ocampo es representado como uno

de los personajes más importantes de la generación de la Reforma; sólo sobrepasado en importancia por Benito Juárez. La defensa de la sobe-

ranía nacional y de los postulados liberales, la lucha contra el poder de la Iglesia católica y la resistencia ante la dictadura de Antonio López de Santa Anna son algunos de los aspectos de su participación política que se buscan resaltar en los murales de Zalce. En la escalera del Palacio de Gobierno, Benito Juárez sostiene en su mano izquierda un documen-

to que lleva la leyenda “Leyes de Reforma” y Juan Álvarez presenta el “Plan de Ayutla”. En la administración presidencial de este último Ocampo sería Ministro de Relaciones Exteriores.

El mural en el que se concede mayor protagonismo a Ocampo es el de Historia de Morelia, realizado en el pasillo sur de la planta alta del primer patio del Palacio de Gobierno, en 1961 por solicitud del gobernador del estado David Franco Rodríguez. Esta obra fue inaugu-

rada en julio de 1962 por el presidente de la República Adolfo López

1 Teresa del Conde llama a este mural, Los libertadores. Véase: Conde, Teresa del, “Zalce, corrientes profundas”, en Alfredo Zalce. Artista michoacano,

México, Gobierno del Estado de Michoacán, Secretaría de Educación Pública, Instituto Politécnico Nacional, Instituto Michoacano de Cultura, 1997, pp. 23-24.

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Mateos.2 Aquí, Ocampo se encuentra enmarcado por los colores de la bandera mexicana y sobre su igura se muestra el águila real, en alusión al escudo nacional. Integrada a la bandera se muestra una representa-

ción del pueblo de Michoacán, conformada por iguras humanas que marchan juntas rodeando la igura de Ocampo. Quien observa esta obra puede fácilmente identiicar la importancia que le fue asignada dentro del discurso visual con el que se exponen las historias de Morelia y del estado. En este mural, Ocampo aparece de pie, con los brazos extendi-dos, en una posición que denota liderazgo. A su alrededor un conjunto de hombres marchan en actitud fraternal hacia la dirección que parece indicarles con su mano izquierda. Junto a esta imagen está representado el triunfo del Partido Liberal.

El águila, la bandera nacional y la representación del pueblo hacen alusión a la defensa de la integridad del país ante la invasión norteamericana de 1847. En esta sección, el discurso del mural corres-

ponde al Batallón Matamoros y sobre este episodio de la historia se puede leer la siguiente inscripción: “En 1847 el pueblo de Morelia, a iniciativa del gobernador Ocampo, formó el ‘Batallón Matamoros’ que concurrió a la defensa de México contra la invasión norteamericana en los combates de La Angostura y Churubusco”. Con estas palabras y la representación del héroe michoacano, Zalce recupera una serie de acontecimientos que le permite imbuir de sentido patriótico y antiimpe-

rialista a su discurso sobre la historia nacional.En los murales de Alfredo Zalce puede apreciarse claramente

la oposición de dos bandos. Como elementos centrales se encuentran los personajes identiicados con la conformación y defensa de la na-

ción mexicana. En contraposición y en un segundo plano se encuentran los agresores y traidores de esa nacionalidad. En septiembre de 1950, algunos meses antes de iniciar los trabajos del mu ral Los defensores de la integridad nacional, Zalce escribió en su diario, “...después de cuatro siglos aún están frente a frente y alinean a sus bandos, por un

2 Velarde Cruz, Sofía Irene, Entre historias y murales. Las obras ejecutadas en Morelia, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán de Ocampo, Instituto Michoacano de Cultura, 2001, pp. 83, 87.

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lado al pueblo de México y sus héroes, por el otro a sus verdugos de ayer y de hoy”.3

La obra mural de Alfredo Zalce muestra, por un lado, la confor-mación de la unidad nacional en medio del enfrentamiento con fuerzas internas, pero sobre todo externas, que atentan contra ella. En este con-

texto cualquier oposición entre los “héroes nacionales” queda superada por la consecución de un objetivo común: la defensa de la integridad y la soberanía nacionales. En esta lucha se establece una línea continua que parte de la conquista española y se resuelve en la Revolución mexicana y en las transformaciones que experimentó el país en los años inmedia-

tamente posteriores. Además, en sus murales Zalce mostró sus convic-

ciones ideológicas expresadas en el papel protagónico que concedió a algunos de los héroes nacionales, como, entre otros, Cuauhtémoc, Mi-guel Hidalgo, José María Morelos, Emiliano Zapata, Lázaro Cárdenas y, por supuesto, Melchor Ocampo. En conjunto, todos estos personajes representan las luchas del pueblo mexicano por su libertad frente a entes considerados nocivos como la España de la conquista y la colonización, la Iglesia católica, los invasores extranjeros y las dictaduras.

El muralismo, como arte público impulsado y patrocinado des-

de las instituciones estatales, releja en gran medida una visión oicia-

lista de la historia. Así, aparecen toda una serie de personajes, muchos de ellos antagónicos entre sí, a pesar de lo cual la ideología nacionalista sostiene que a través de esas diferencias personales y de facciones se consiguió la unidad nacional. La ideología oicial hace tabla rasa de esas discrepancias y concibe a los “héroes” patrios coadyuvando para lograr la unidad, aunque esos no fueran sus propósitos expresos.4 En el

caso de Zalce y otros de los grandes muralistas, como Diego Rivera,

3 Alfredo Zalce. Un arte propio, (presentación de Berta Taracena), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Dirección General de Difusión General, 1984, pp. 10-11. Tibol, Raquel, Gráicas y neográicas en México,

México, Universidad Nacional Autónoma de México, Secretaría de Educación Pública, 1987, p. 183.4 Véase: Villegas, Abelardo, “El sustento ideológico del nacionalismo mexicano”, en El nacionalismo y el arte mexicano, México, Universidad Nacional Autónoma de México, p. 397.

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esta ideología también está orientada hacia la “izquierda”, con un dis-

curso que coloca a la España de la conquista, a los Estados Unidos de Norteamérica y a la Iglesia católica como símbolos de explotación, ini-quidad y violencia. En este discurso iguras como la de Ocampo adquie-

ren una dimensión trascendental desde el punto de vista de la defensa de la integridad nacional.

A Alfredo Zalce parecía atraerle esa visión simpliicada, por no decir simplista, de la historia nacional que gusta de explicar la confor-mación del Estado y la nación mexicanos como el resultado del enfren-

tamiento de bandos antagónicos e irreconciliables. Pero cabría pregun-

tarse si no le interesó esta manera de ver la historia patria precisamente porque le permitió resolver de manera más simple el tema que se propu-

so tratar. Porque, después de todo, el muralismo en sus pretensiones de arte público lleva implícita la intención de transmitir de manera clara y directa un mensaje al espectador. En los murales hay un lenguaje lleno de simbolismos sólo accesibles para quienes conocen a fondo la historia nacional. Pero a la par de la complejidad de este discurso también pode-

mos encontrar una forma expositiva que pretende trasmitir a un público lo más amplio posible una idea particular de esa historia.

En el movimiento muralista los héroes nacionales han tenido una importancia relevante, ya que han sido tema frecuente a la vez que han servido como elementos de transmisión de un mensaje, de una ideología. Uno de esos héroes, en la obra de Alfredo Zalce, es Melchor Ocampo que, en conjunto con los hombres de la Reforma, va aparejado con sus contrapartes, la Iglesia católica, la invasión nor-teamericana de 1847 y la dictadura de Antonio López de Santa Anna, para mostrar un discurso en el que es fácil identiicar a los bandos enfrentados y crear juicios de valor sobre su importancia para la cons-

trucción de la nación mexicana.A la par de los personajes y los individuos idealizados, los héroes,

también el pueblo, como masa anónima, fue enaltecido como el funda-

mento de la nueva sociedad que el Estado posrevolucionario planteó construir. En los murales de Zalce aparecen Ocampo y los demás héroes nacionales en relación directa con esa representación del pueblo; como

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en el caso particular de la Historia de Morelia. La forma en que Zalce y otros grandes muralistas resolvieron esta relación les permitió colocar a los héroes patrios en un contexto y en una dimensión que trascendieron la retórica oicial. La historia que se cuenta otorga protagonismo a una imagen idealizada del pueblo, el cual debería ser el receptor principal de lo que se pretende transmitir con los murales. El carácter didáctico de estas obras es reforzado cuando se busca que aquellos a quienes se dirige el mensaje se vean relejados en el mismo.

Los artistas crearon obras con un marcado sentido localista y nacionalista que, sin embargo, tuvo aspiraciones de universalidad. Los pintores mexicanos fueron conscientes del tipo de productos que crearon y deseaban plasmar y resaltar los elementos nacionales para mostrarlos al mundo. El muralismo mexicano tuvo una gran carga de búsqueda interior, de auto conocimiento, pero también tuvo el afán de mostrar y compartir el resultado de esa indagación.

Un hecho que debe considerarse es que la posibilidad de exis-

tencia de la pintura mural tuvo su origen en el apoyo oicial. El muralis-

mo, como arte monumental dirigido a públicos amplios y diversos, fue posible gracias al patrocinio del Estado mexicano y de los gobiernos posrevolucionarios. Esta circunstancia, con sus excepciones, inluyó notablemente en el carácter de las pinturas que relejaron en gran me-

dida sus afanes ideológicos. Así, los murales de Zalce convierten a los espacios públicos en los que se encuentran en una gran aula en la que se puede participar de un proceso de aprendizaje sobre la historia nacio-

nal, dirigido desde el ámbito oicial. Sin embargo, es necesario tomar en cuenta que este discurso no tiene sólo este sentido y que gran parte de su valor es generado por la visión crítica con la que los artistas, como el caso de Zalce, asumieron la tarea que se les encomendó. Además, el contenido de estas obras adquiere relevancia por el elevado valor artís-

tico derivado de la forma en que los pintores resolvieron el problema de la relación entre el contenido y la forma. Los murales no son panletos que cumplen únicamente una función ideológica, en su conjunto cons-

tituyen un movimiento artístico que es considerado como uno de los grandes aportes de México a la cultura universal.

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La pintura mural se ocupó tanto de inventar una historia en co-

mún que legitimara desde el pasado al nuevo régimen, como de orientar las transformaciones que en los órdenes económico, político y social se

planteaban emprender. El muralismo, en su conjunto, buscó dar sentido a una nueva idea de lo mexicano como nación y como país.5 Para lo-

grar esto se periló un lenguaje plástico particular en el que a partir de elementos considerados representativos se construyó un discurso cohe-

rente que de manera simpliicada y directa podía mostrar visualmente, desde sus orígenes, la historia de México.

5 Véase: Azuela de la Cueva, Alicia, Arte y poder. La revolución pictórica de la Revolución Mexicana y su inluencia en la construcción de una imagen, Tesis

para optar por el Título de Doctora en Ciencias Sociales, Zamora, Michoacán, El Colegio de Michoacán, A. C., Doctorado en Ciencias Sociales, 2001, p. 328.

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Bibliografía

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sión General, 1984.Azuela de la Cueva, Alicia, Arte y poder. La revolución pictórica de

la Revolución Mexicana y su inluencia en la construcción de una imagen, Tesis para optar por el Título de Doctora en Ciencias Sociales, Zamora, Mi-choacán, El Colegio de Michoacán, A. C., Doctorado en Ciencias Sociales, 2001.

Conde, Teresa del, “Zalce, corrientes profundas”, en Alfredo Zalce. Ar-tista michoacano, México, Gobierno del Estado de Michoacán, Secretaría de Educación Pública, Instituto Politécnico Nacional, Instituto Michoacano de Cultura, 1997, pp. 23-99.

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Instituto Michoacano de Cultura, 2001.Villegas, Abelardo, “El sustento ideológico del nacionalismo mexica-

no”, en El nacionalismo y el arte mexicano, México, Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 387-408.

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Melchor Ocampo en los libros. Las primeras biografías

GERARdO SáncHEz díAz

Instituto de Investigaciones Históricas

de la

Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

I

A partir del último tercio del siglo XIX, la personalidad, obra y circunstancia de Melchor Ocampo han sido de interés re-

currente para distintos escritores nacionales y extranjeros. En artículos periodísticos, folletos, discursos cívicos, libros,

capítulos en obras colectivas y tesis de grado se han abordado diversos aspectos de la vida y quehaceres del llamado por algunos “el ilósofo” de la Reforma liberal, movimiento político y social que buscó transfor-mar el país a mediados del siglo XIX. En ese contexto, se han escrito y publicado breves y amplias biografías o se han desglosado sus ideas en torno a la política, las ciencias naturales y creatividad literaria.

En las siguientes páginas nos acercaremos a la diversidad de textos en los que de diversos ángulos se ha abordado tanto el perso-

naje como el tiempo que le tocó vivir, una época en la que las luchas entre monarquistas y republicanos, centralistas y federalistas, conserva-

dores y liberales fueron los ejes sobre los cuales se ensayó la construc-

ción de México como nación independientes.

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II

Los primeros estudios publicados en torno a Melchor Ocampo empe-

zaron a circular casi una década y media después de su muerte. Hasta donde sabemos, la Biografía del ciudadano Melchor Ocampo,1 escrita

por el licenciado Eduardo Ruiz fue el primer intento de recurrir las cir-cunstancias que rodearon la vida y acciones del personaje. La biografía fue escrita a partir de las propias vivencias del autor y a los testimo-

nios que recogió entre quienes había conocido y tratado el personaje. Otra fuente de información que dio sustento a esta primera biografía fueron las notas periodísticas que dieron cuenta de la aprehensión y fusilamiento de Ocampo y el impacto que el hecho tuvo entre la clase políticas mexicana, especialmente entre quienes militaban en las ilas del Partido Liberal.

La Biografía del ciudadano Melchor Ocampo, se publicó por primera vez en 1875. En la introducción el Lic. Eduardo Ruiz explicó las motivaciones que tuvo para escribir esa biografía. Señaló, en primer

1 Eduardo Ruíz, Biografía del ciudadano Melchor Ocampo, Morelia,

Imprenta del Gobierno en Palacio a cargo de José R. Bravo, 1875. Esta primera versión de la biografía de Ocampo, escrita por el licenciado Eduardo Ruíz está fechada en Morelia el 3 de junio de 1875. Ese año aparecieron dos ediciones, con tiraje de más de mil ejemplares cada una. El texto impreso en octavo de pliego se compone por 134 páginas de las que las primeras 111 corresponden propiamente a la biografía y el resto a anexos. Éstos últimos se componen por una selección de pensamientos del personaje biograiado, el decreto expedido el 15 de septiembre de 1863 por el gobernador y comandante militar de Michoacán Luis Couto, mediante el que elevó al rango de testamento solemne la memoria privada que Ocampo escribió de su puño y letra poco antes de ser fusilado. Le sigue la Elegía en la muerte del señor Don Melchor Ocampo, escrita por el poeta michoacano

Gabino Ortiz, el 17 de junio de 1861, el célebre poema Melchor Ocampo, leído por el poeta nicolaita Vicente Moreno en las honras fúnebres que tuvieron lugar en el Colegio de San Nicolás la noche del 17 de junio de 1861, según lo había dispuesto el gobierno del Estado. Se trata de un poema que es a la vez un grito de rebeldía y de reclamo de justicia ante el asesinato del político michoacano. Culmina el texto con otro poema de Moreno, leído en el homenaje que se rindió a Ocampo en el Colegio de San Nicolás el 3 de junio de 1969.

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lugar, que fue “el deseo de contribuir con una ofrenda de gratitud a la memoria del Sr. Ocampo, en el aniversario de su muerte, que el tres de junio de este año se celebró en el Colegio Civil; me hizo escribir a toda prisa un bosquejo biográico del ilósofo michoacano. Mucho tiempo hacía que deseaba consagrarme a este trabajo a in de que fuera conoci-da de todos, una vida fecunda para la historia del país, como tan tierna y bienhechora para la juventud”.

El objetivo central de escribir y publicar esa biografía, además de rescatar las contribuciones de Ocampo a la construcción del siste-

ma y las instituciones políticas era, sin duda, ponerlo de ejemplo como modelo de buen ciudadano a las nuevas generaciones de mexicanos. Ese es, sin duda, el mensaje que encierra la dedicatoria de la biografía a los estudiantes de El Colegio de San Nicolás, institución de profun-

das raíces humanistas que había fundado Vasco de Quiroga en el siglo XVI y que Ocampo reabrió y transformó en 1847. Al respecto, el Lic. Eduardo Ruíz escribió: “He dedicado mi trabajo a los jóvenes alumnos del Colegio Civil, porque ellos son el porvenir de Michoacán; porque Ocampo, viviendo, los llamó sus hijos y porque para ellos fue el último pensamiento del mártir, al pasar de esta vida al cielo de la inmortalidad,

¡Ojalá y sepan corresponder con sus afanes y con su patriotismo a esa expresión de un noble y santo afecto!”.

La Biografía del ciudadano Melchor Ocampo tuvo una gran acogida entre los lectores. En los siguientes 18 años se publicaron siete ediciones que, al paso del tiempo, recogieron nuevos testimonios en tor-no al personaje y su circunstancia. En 1893 apareció en México la sép-

tima edición, corregida y aumentada bajo el patrocinio del periódico La Patria.2 Para entonces, ya habían circulado más de veinte mil ejemplares

2 Eduardo Ruíz, Biografía del ciudadano Melchor Ocampo, (Edición de La Patria), México, Tipografía, Litografía y Encuadernaciones de Irineo Paz, 1893. La séptima edición, como todas, conservó el formato de las anteriores. El texto original de 1875 se mantuvo igual pero se incluyeron diversos testimonios sobre las circunstancias en que el reformador michoacano, retirado de la política fue hecho prisionero y fusilado por militares conservadores el 3 de junio de 1861. Entre los testimonios más signiicativos destacan el decreto del presidente Benito Juárez, expedido en Palacio Nacional el 3 de junio de 1861 que declaró fuera

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de las ediciones anteriores. En una adición a la presentación, el autor escribió: “Han pasado diez y ocho años después de la primera edición. Más de veinte mil ejemplares han circulado en la República y no pocos en el extranjero. Este pequeño libro ha sido solicitado con interés y pues-

to que carece de mérito literario, su demanda es la demostración patente del amor que inspira la memoria del señor Ocampo.

Hoy publico la séptima edición, advirtiendo que jamás se ha especulado vendiendo los ejemplares, los cuales se han repartido sólo entre quienes los han pedido. Yo no haré ya probablemente ninguna otra edición; pero si esta fuere deseada por algunos, están en libertad de reproducirla cuantas veces gusten, pues no he querido reservarme la propiedad de la obra”.

Aunque en su Biografía del ciudadano Melchor Ocampo, el

Lic. Eduardo Ruíz se ocupó poco del origen y primeros años de vida del personaje biograiado, fue el primero que estableció el lugar y fe-

cha de nacimiento: “El señor Ocampo nació en México el 6 de enero de 1814. Fue su madrina de bautismo, o al menos con ese carácter la reconocía el niño Melchor, la señorita Tapia que por aquel entonces se había trasladado a la capital el Virreinato. Aquella mujer, tan amante como generosa dedicó toda su vida a la educción del joven Ocampo.

de la ley a los asesinos de Ocampo, el decreto expedido por el gobernador de Michoacán, general Epitacio Huerta que ordenó se hicieran las honras fúnebres a Melchor Ocampo en el Atrio del templo de San Diego a las que deberían asistir todos los funcionarios de gobierno y se encomendó pronunciar la Oración fúnebre al Lic. Rafael Carrillo. También forman parte de esta edición la crónica y discursos pronunciados en el homenaje que se rindió a Ocampo en el Congreso de la Unión el 4 de junio de 1861, la entrevista que el general Félix Zuloaga dio al periodista Ángel Pola en la que habló de su versión acerca de la muerte de Ocampo, los desmentidos que hizo después el general Leonardo Márques en torno a los hechos, la aprehensión y fusilamiento de Lindoro Cajiga, diversas aclaraciones y ampliaciones sobre ese tema que en diversos momentos dieron a conocer algunos periodistas, la crónica de la entrega de los objetos personales de Ocampo al Colegio de San Nicolás, la crónica de la inauguración del Monumento en la Plaza de la Paz en Morelia el 16 de septiembre de 1888 y se insertan nuevos poemas dedicados a Ocampo por los poetas Jesús Echáiz, Agapito Silva, Carlos López y Manuel Acuña.

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Niño le llevó a su lado; y allí, en las márgenes del fecundo Lerma, en aquellas poéticas colinas, en donde una Céres exuberante premia cada año los trabajos del labrador, Ocampo imprimió en su alma el sello de un amor sin límites por la ciencia agrícola que fue durante su vida su única pasión favorita, el elemento más poderoso que tuvo para hacer a sus semejantes todo el bien posible”.

Después, en forma breve, Eduardo Ruíz se ocupó de los estu-

dios, el viaje a Europa y las incursiones de Ocampo en la política es-

tatal, su periodo como gobernador, la reapertura del Colegio de San Nicolás y sus ideas y acciones en torno a la guerra con Estados Unidos. El mayor peso de la biografía se centra en la última década de vida de Ocampo, la polémica relativa a la reforma de los aranceles parroquiales y su militancia y contribuciones al proceso de la reforma liberal.

III

La segunda biografía de Melchor Ocampo se debe al periodista Ángel Pola. Una primera versión titulada “Melchor Ocampo, 1814-1861”, apa-

reció en 1890 en un libro colectivo coordinado por Daniel Cabrera, que tuvo como objetivo el rescate de la memoria histórica de los liberales mexicanos que participaron en la reforma y en la intervención france-

sa.3 Una segunda versión, corregida y ampliada, con diversos documen-

tos intercalados, se incluyó en el segundo tomo de las Obras completas. Escritos políticos.4 La biografía ampliada, señala que Ocampo nació el 6 de enero de 1814 en la Ciudad de México, sin hacer referencia a los padres, que fue recogido meses después por su madrina Francisca Javiera Tapia, que lo trasladó a la hacienda de Pateo, en donde a su cui-dado y protección el niño pasó sus primeros años. En su afán de recrear

3 Daniel Cabrera, editor, Liberales ilustres mexicanos. De la Reforma y la Intervención, México, Imprenta del Hijo del Ahuizote, 1890.4 Melchor Ocampo, Obras completas. Escritos políticos y biografía, por

Ángel Pola, (Biblioteca Reformista III), México, F. Vázquez editor, 1901, pp. VII-CXXI.

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hechos no conocidos en la vida de Ocampo, Pola desarrolló imagina-

rios, que luego fueron retomados por otros biógrafos y permanecieron muchos puntos faltos de claridad historiográica hasta que empezaron a ser corregidos a partir de nuevos hallazgos documentales que fueron analizados con mayor rigor metodológico. Sin embargo, un asunto que ha quedado pendiente de documentar, hasta el presente, es la verdade-

ra identidad de sus padres, ya que en las biografías posteriores siguió permaneciendo por un lado, la explicación de que provenía de padres desconocidos que lo abandonaron recién nacido y otras basadas en la especulación, de que era hijo de Francisca Javiera Tapia, quien había ocultado su maternidad en el madrinazgo del niño.

Un poco más adelante, Ángel Pola en colaboración con Aurelia-

no J. Venegas, amplió la parte inal de la biografía dedicada a los últi-mos días de la vida de Ocampo, en un texto titulado, “En peregrinación, de Pomoca a Tepeji del Río”, que se incluyó como estudio introductorio al volumen II de las Obras completas de Melchor Ocampo, referente a letras y ciencias.5 De esa manera, la vida y circunstancias del prócer mi-choacano poco a poco empezaron a tejerse en las páginas de los libros.

5 Obras completas de Melchor Ocampo. Letras y ciencias. Prólogo de Poririo Parra, (Biblioteca Reformista, Vol. IV), México, F. Vázquez, editor, 1901, pp. XIII-XCVI.

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Testamento de Ocampo

Próximo a ser fusilado, según se me acaba de notiicar, declaro que reconozco por mis hijas naturales a Josefa, Petra, Julia y Lucila y que, en consecuencia, las nombro mis herederas de mis pocos bienes.

Adopto como mi hija a Clara Campos, para que herede el quinto de mis bienes, a in de recompensar de algún modo la singular idelidad y distinguidos servicios de su padre.

Nombro por mis albaceas a cada uno in solidum et in rectum,

a don José María Manzo, de Tajimaroa, a don Estanislao Martínez y al Lic. Don Francisco Benítez, para que juntos arreglen mi testamento y cumplan esta mi voluntad.

Me despido de todos mis buenos amigos y de todos los que me han favorecido en poco o en mucho y muero creyendo que he hecho por el servicio de mi país cuanto he creído en consecuencia que era bueno.

Tepeji del Río, junio 3 de 1861Melchor Ocampo

Firman éste, a mi ruego, cuatro testigos y los deposito en el Sr. General Taboada, a quien ruego lo haga llegar a mis albaceas o a don Antonio Balbuena, de Maravatío.

En el lugar mismo de la ejecución, hacienda de Caltengo, como a las dos de la tarde, agrego que el testamento de doña Ana María Esco-

bar está en un cuaderno en inglés entre la lámpara de la sala y la ventana de mi recamara.

Lego mis libros al Colegio de San Nicolás, de Morelia, después de que mis señores albaceas y Sabás Iturbide tomen de ellos los que gusten.

Melchor Ocampo.- Miguel Negrete.- J-I. García.- Juan Calderón.- Alejandro Reyes.

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Exhumación de los restos de Ocampo*

El día 2 del actualHe aquí el texto del acta levantada en San Fernando:

“En la Ciudad de México a las diez de la mañana del día dos de junio de mil ochocientos noventa y siete, y para dar cumplimiento al acuerdo de la Secretaría de Gober-nación en el que el ciudadano Presidente de la República

dispone que el Gobierno del Distrito ordene la exhumación de los restos del esclarecido patriota Melchor Ocampo, a in de que sean trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres, se constituyó en el panteón de San Fernando el Sr. Gobernador del Distrito, Lic. Rafael Rebollar, aso-

ciado del suscrito secretario y estando allí presente la comisión enviada por el estado de Michoacán, compuesta de los ciudadanos licenciado Melchor Ocampo Manzo, diputado a la legislatura de aquel estado; Luis B. Valdés, secretario general del Gobierno del mismo; y Francisco Pérez Gil, presidente del Tribunal Superior de Justicia del estado; las señoras Josefa Mata y Ocampo de Carrera, Lucila Ocampo de Rubio, Petra Ocampo V. de Rubio; la señorita Rosario Alanís, miembros de la familia Ocampo; los CC. licenciados Manuel A., Mercado, oicial ma-

yor de la Secretaría de Gobernación, Francisco de P. Gochicoa, Fran-

cisco Mejía, diputados al Congreso de la Unión; doctores Joaquín Huici y Juan José Ramírez de Arellano, citados como los tres anteriores para

* Tomado de Periódico Oicial del Estado de Michoacán, tomo V, núm. 46, Morelia, 10 de junio de 1897, pp. 4-5.

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este acto, los ciudadanos Aurelio Macías, jefe de la sección del estado civil; Sebastián González encargado del panteón, Federico Gayosso, Leopoldo Batres y los ciudadanos Gerardo carrera y coronel Genaro Rubio, que se acaban de presentar y pertenecen también a la familia Ocampo, se procedió a identiicar la gaveta en que fueron depositados los restos del C. Melchor Ocampo, y fue designada por el encargado del panteón marcada con el número doce del tránsito del osario la cual se halla cubierta con una lapida de mármol blanco, que tiene de relieve la siguiente inscripción ´Melchor Ocampo, sacriicado por la tiranía el día 3 de junio de 1861´.

Los ciudadanos Mercado, Gochicoa y Mejía, declararon ante el ciudadano Gobernador, que fueron testigos presenciales de la inhu-

mación del cadáver del señor Ocampo y ésta se hizo en el nicho que se acaba de designar, todo lo cual esta conforme con el asiento que obra a fojas treinta y cuatro del registro de inhumaciones llevado en la oicina del Registro del Estado Civil que dice: ¨Tránsito al osario.- fecha de inhumación 1861 junio 3- Melchor Ocampo.- Nicho número 12- perpetuidad y con el que obra a fojas 456 del libro de registro general de inhumaciones del panteón que dice: Núm. 12. 1861- Junio 3 Melchor Ocampo´.

En vista de estar identiicado el lugar de la inhumación dispuso el ciudadano Gobernador se proceda a la exhumación; al efecto se des-

prendió la lápida y se extrajo una caja de madera en completo estado de destrucción dejando ver otra de zinc depositada dentro de aquella que fue abierta bajo la inspección inmediata de los facultativos menciona-

dos al principio de esta acta, encontrándose bajo una capa de carbón y cal, los huesos pertenecientes al esqueleto de un hombre; fueron extraí-dos con suma escrupulosidad y habiendo expresado los mencionados facultativos que tan sólo faltan algunos pequeños huesos de una de las manos, que sin duda se han pulverizado, el ciudadano Gobernador dis-

puso sean depositados los restos en la urna al efecto preparada, la cual se cerró con llave que recogió el mismo ciudadano Gobernador, ase-

gurándose además con un alambre que lacró y selló el propio ciudada-

no Gobernador depositándose la urna en la capilla al efecto preparada,

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quedó custodiada por fuerza de gendarmería a las órdenes del oicial Ildefonso Velázquez.

Con lo que concluyó el acto, levantándose por triplicado la pre-

sente acta que irmaron en unión del ciudadano Gobernador los que estuvieron presentes y son los mencionados al principio, así como los ciudadanos José Mucio Guerrero, Joaquín Rincón y José Gómez Lla-

ta; disponiendo el ciudadano Gobernador se haga constar que el Sr. Mejía maniiesta en este acto que aunque no estuvo presente al de la inhumación tiene muchos datos para estimar identiicado el lugar de ella; que uno de los ejemplares de esta acta depositada en un bote de cristal se coloque en el interior de la urna el día de mañana al hacer la entrega de los restos al ciudadano Presidente de la República y que se agregue al expediente que de este asunto se ha formado en el Gobierno del Distrito, la carta del Sr. D. Juan García Brito, que no pudo concurrir al acto, pero que proporciona datos para la identiicación del nicho en que se inhumaron los restos del Sr. Ocampo. Doy fe.- Rafael Rebollar.- M. Ocampo Manzo.- Luis B. Valdés.- Francisco Pérez Gil.- Joseina Mata y Ocampo de Carrera. F. Mejía.- Francisco de P. Gochicoa.- Lu-

cila Ocampo de Rubio.- Petra Ocampo.- J.J. R. de Arellano.- Rosario Alanís.- Leopoldo Batres.- J. Huici.- G. Rubio.- Gerardo Carrera.- F. Gayosso.- A. Marín.- J. M. Guerrero.- Joaquín Rincón.- José Gómez Llata.- Sebastián González.- Ildefonso Velázquez.- Ángel Zimbrón.

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Reapertura del Colegio de San Nicolás

RAúL ARREOLA cORTéS

Doctor en Historia

Una de las instituciones que más honra y provecho han dado al pueblo michoacano, de las que fueron creadas o fomen-

tadas por el Sr. Ocampo, es el Colegio de Sn. Nicolás en donde hoy se hacen los estudios secundarios y preparato-

rios, pero que en otras épocas, antes de que se crearan los planteles es-

peciales para cada carrera, fue al mismo tiempo Preparatoria, Normal, Medicina, Leyes, Bellas Artes y farmacia.

Este plantel es muy querido por todos los intelectuales michoa-

canos, pues además de ser el lugar en donde su espíritu y su mente se han preparado para las luchas de la vida, el Colegio de Sn. Nicolás es el guión, el estandarte de las ideas modernas, y en todas las épocas su alumnado se ha caracterizado por su amor al estudio, su valor civil y su participación en los más notorios hechos en favor del progreso cientíi-

co y social de Michoacán.Al Colegio de Sn. Nicolás están unidos tres nombres que el

nicolaita pronuncia con respeto: Dn. Vasco de Quiroga, fundador del plantel en el año de 1540; don Miguel Hidalgo, Padre de la Independen-

cia, Rector del Colegio a ines del siglo XVIII y don Melchor Ocampo, su restaurador en 1847.

Don Vasco le dio vida al Colegio, e infundió a sus alumnos el amor al proletario y al indio; Hidalgo inspira el amor a la libertad; Ocampo muestra a la juventud las ideas revolucionarias, reformadoras y ejempliica la dedicación al estudio, a las ciencias, sin las cuales el

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progreso social es vano sueño.El Sr. Ocampo, al llegar al gobierno del Estado, se encontró

con algunos trabajos encaminados a la apertura del plantel; trabajos que desde hacía algunos años venían veriicándose, pero que por causas diversas no habían cumplido su objeto.

La Junta Directiva de Estudios, en cuyas manos estaba activar el asunto, había conseguido ya que el Cabildo Eclesiástico, que ejercía el Patronato del Colegio, cediera sus derechos, con ediicio, rentas y capi-tales, al gobierno, mediante escritura; pero el Colegio no se abría, pues su casa estaba en ruinas y faltaban muebles y elementos para el estudio.

Todo lo resolvió la buena voluntad del Sr. Ocampo, de tal suer-te, que en el breve término de cuatro meses pudo contar Sn. Nicolás con los elementos indispensables para abrir sus puertas a la juventud e iniciar sus clases el 17 de Enero de 1847.

Colaboraron con el Sr. Ocampo en aquella ardua tarea, el Sr. Lic. don Onofre Calvo Pintado, que fue desde luego su primer Regente; él facilitó los caudales necesarios, de su propio peculio, para los gastos que el Colegio necesitó erogar. Don Santos Degollado, que fue Secre-

tario de la Junta Directiva de Estudios, movió su inluencia para que el Cabildo cediera sus derechos al gobierno; el Sr. Degollado fue también el primer Secretario de Sn. Nicolás; el Dr. don Juan Manuel González Urueña, el Lic. Don Juan B. Ceballos, el Lic. Don Rafael Carrillo, el Lic. Don Gabino Ortíz, el Lic. Don Jesús M. Herrera y don Juan Gonzá-

lez Movellán, que fueron los primeros catedráticos en su restauración.El Sr. Ocampo donó al Colegio su primer Gabinete de Física y

al morir le heredó su biblioteca y su corazón, el cual conservan hasta la fecha los alumnos como un recuerdo de quien trabajó por la educación del pueblo durante su vida, y, al morir, su última voluntad fue para la juventud nicolaita.

El Lic. Ruíz, ilustre nicolaita, dice a este respecto lo que sigue: “Las ideas de patriotismo que tan puras y regeneradores cundieron in-

mediatamente después de la independencia, principalmente en los co-

legios, encontraban ya su mayor enemigo en las aulas seminaristas; y cuenta que en aquella época el clero tenía monopolizadas las cátedras.

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La gran cuestión de la enseñanza laica, era totalmente desconocida entre nosotros; no sólo, si alguien se hubiera atrevido a proponerla, fundándola en su importancia social y política, hubiera encontrado una resistencia tal que habría hecho inútiles todos sus esfuerzos. Ocampo, que lo comprendía bien, pero que no vacilaba en llevar a cabo esta re-

volución bienhechora, sin revelar el objeto de sus mitas, y antes bien, co mo halagando las ideas del clero, restableció el antiguo colegio de San Nicolás Obispo, a cuya historia están unidos los nombres de Fray Juan de San Miguel, don Vasco de Quiroga, de Hidalgo y de Morelos: el 17 de enero de 1847 se abrieron a la juventud las puertas del instituto civil honra y gloria de Michoacán.»

A iniciativa del Sr. Ocampo, se dio, al restablecerlo, el nombre de “Colegio Primitivo y Nacional de San Nicolás de Hidalgo”.

En el año de 1847, funesto por haber sido ocupada la capital de la República por las fuerzas norteamericanas, después de las sangrien-

tas y heroicas jornadas de Padierna, Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec, el Sr. Ocampo, como antes dijimos, envió fuertes contin-

gentes de tropa, organizada bajo su dirección, para que contribuyeran a la defensa del territorio nacional, siendo el núcleo principal el que formaba el Batallón Matamoros. «El bizarro Cuerpo de Matamoros», dice un testigo presencial y actor en aquella campaña, el Coronel Ma-

nuel Barbosa, procedente de Michoacán, con su valor bien conocido y pericia militar, prestó a la nación importantes servicio en las batallas de la Angostura y Valle de México, combatiendo con heroísmo en todos los hechos de armas que ahí tuvieron lugar contra el invasor del norte. Dicho cuerpo lo mandó entonces el Coronel Juan Ruiz, por haber enfer-mado en México su Coronel efectivo, don Manuel Elguero.

El Gral. Don Manuel García Pueblita prestó igualmente sus servicios en la clase de capitán de una de las compañías de aquel cuer-po, así como muchos oiciales michoacanos y otros de aquella época, pues que, de los subalternos de ese tiempo, pertenencientes a “Mata-

moros” vive «aun el que fue su portabandera, Isidro Alemán (1) cuyo oicial supo defender el valioso depósito que se le conió, pasando por mil peligros y conservarlo después a su cuidado algunos años, como

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un recuerdo de que aquella bandera perteneció al valiente cuerpo de “Matamoros», que, por salvarla del enemigo, arriesgó tantas veces su vida; y con motivo del fatal descalabro sufrido por el Ejército Mexi-cano: en Chapultepec el 13 de Septiembre de 1847, quedó en poder de Alemán tan preciosa reliquia que regaló después al gobierno de Mi-choacán, en 1a administración del Sr. Lic. Pudenciano Dorantes, para que se conserve y conozca en la Sala de Armas y trofeos de aquella capital, como recuerdo de una época luctuosa y del heroico cuerpo que perteneció (1).

El Gral. Angel Guzmán también concurrió a la jornada de la Angostura, que tuvo lugar el 22 de febrero de 1847, dando en aquel sitio una buena lección a los orgullosos yankes, con una carga a la lanza, que se le mandó diera con el Regimiento Activo de Morelia, el cual manda-

ba en jefe ese General quedando sorprendidos los soldados enemigos el ver los efectos de aquella maniobra inesperada, tanto por el estupor que produjo el movimiento, como por la matanza sin piedad que de él resultó, al arrojarse los belicosos dragones sobre la artillería enemiga de la que fue despojada la tropa invasora más de una vez; pero que al in una columna respetable del enemigo batió a los dragones y les obligó a abandonar las baterías que habían recogido al carísimo precio de tanta sangre mexicana.

La mencionada carga, según los inteligentes que la presencia-

ron, fue estimada por ellos como la única que se víó en aquellos tiem-

pos, falleciendo en ella algunos jefes y oiciales, encontrándose entre sus cadáveres el del malogrado Mayor José Ignacio Santoyo, natural de Zacapu, persona muy estimada por su valor y pericia militar, siendo muy sentida su muerte por sus compañeros y amigos, perdiendo el regi-miento un excelente jefe, su familia un deudo muy querido y la nación un buen patriota. La primera compañía de Lanceros de dicho regimien-

to, mandado por su capitán don Nazario González, se distinguió por su arrojo en el hecho de armas de que antes se hace mención y en aquella compañía se encontraba detenido entonces el que esto escribe, como prisionero de Guerra en su calidad de sargento primero de las bandas federales y con ese motivo se encontró en las batallas de la Angostura y

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Valle de México prestando sus servicios a la Patria.El Gral. don Nicolás de Régules prestó sus servicios como su

subalterno de la Guardia Nacional, en cuya fecha parece que dan prin-

cipio lo que después siguió prestando al país.»Al saberse en Michoacán la caída de la Ciudad de México en

poder de los invasores norteamericanos, el Congreso Local expidió el Decreto número 44 de fecha 24 de septiembre, por el cual el Estado reasumía el pleno ejercicio de su soberanía sobre todos los ramos de la Administración Pública. Esta medida, injustamente juzgada con dureza por algunos escritores, es fácilmente explicable si se atiende a que, la caída de la Capital suponía la disgregación de los elementos que com-

ponían el gobierno, la posibilidad de formarse dos o más grupos políti-cos que en distintos lugares del país pretendieron ser reconocidos como gobierno legítimo, dadas las diferencias tan hondas que existían en los hombres que gobernaban, y inalmente, a que, como todo lo hacía su-

poner, continuando una guerra de guerrillas para hostilizar al invasor lo natural era que Michoacán quedara expedito para obrar militarmente como mejor conviniera a sus circunstancias, en defensa del territorio patrio. También por un decreto se dispuso que, en caso ofrecido, los poderes se trasladarían a Uruapan.

Afortunadamente, el giro que tomaron los acontecimientos hi-cieron innecesarias tales medidas y al saberse que el Gobierno legítimo se trasladaba o Querétaro, el decreto quedó sin efecto y reconocido por los Poderes de Michoacán el que presidieron los Sres. Lic. Peña y Peña y Gral. Anaya, sucesivamente.

El Sr. Ocampo, con autorización del Congreso del Estado, salió rumbo a Querétaro, capital provisional de la República, para asistir a la Junta de Gobernadores de los Estados que debía ser oída para determinar la paz o la guerra en lo sucesivo. El Gobernador de Michoacán estuvo en dicha reunión, como siempre, a la altura de su patriotismo y prudencia.

Con fecha 27 de marzo de 1848 el Sr. Ocampo presentó su renuncia como Gobernador del Estado; renuncia que le fue acepta-

da nombrando la Cámara en su lugar al Sr. don Santos Degollado,

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amigo íntimo del dimitente y animado de sus mismas ideas y senti-mientos generosos.

Ocampo Senador y Ministro de Hacienda

Obedeciendo a inalidades de alta política del Gobierno general, se dis-

puso la renovación de Poderes en todo el país. Para la presidencia de la República resultó electo el Sr. Gral don José Joaquín de Herrera, quien recibió el mando del Sr. Lic. Peña y Peña en la propia ciudad de Queré-

taro el 3 de Junio de 1848, trasladándose pocos días después a México como asiento deinitivo del Gobierno, evacuada que fue la plaza por los americanos después de irmarse los tratados de paz. El Sr. Herrera debería concluir su período en Enero de 1851.

Michoacán renovó también sus Poderes, resultando electo Go-

bernador el Sr. Lic. don Juan B. Caballos. En esta vez el voto público designó al Sr. don Melchor Ocampo Senador por nuestro Estado, así como al Sr. Dn. Mateo Echaiz. Al Congreso de la Unión concurrieron también hombres de gran patriotismo; recordamos entre otros, al Lic. don Agustín Aurelio Tena, don Sabás lturbide, don Francisco de P. Cen-

dejas y al Lic. Aurelio Ortega.La gestión del Sr. Ocampo en el Senado se caracterizó especial-

mente por el empeño que puso en que los fondos de la nación, especial-mente los quince millones adquiridos como indemnización de la guerra con los Estados Unidos, se invirtieran en obras de utilidad pública; que se adoptara un sistema de economía y moralidad administrativa y que se redujera el Ejército. Esto se comprueba con las iniciativas que pre-

sentó a la Cámara y el empeño con que las sostuvo, según se desprende de la lectura del archivo de aquel alto Cuerpo.

De tal manera fue trascendente la labor del Sr. Ocampo, sig-

niicativa y eicaz; de tal manera su palabra se impuso por la solidez de su razonamiento y la sinceridad y buena fe que la animaba, que el Ejecutivo tuvo a bien coniarle, con fecha lº de Marzo de 1850, según se le expresaba «por su patriotismo, su ilustración y sus honrosos

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antecedentes», la Secretaría de Hacienda, en sustitución de don Fran-

cisco Elorriaga. A moción del señor Lic. Mariano Otero, el Senado le concedió el permiso para ocupar el puesto de referencia.

Solamente dos meses duró el señor Ocampo al frente de la Secretaría de Hacienda, habiéndose hecho cargo de ese puesto el 19 de Marzo de 1850. Su gestión, por lo mismo, no puede señalarse sino como el impulso de un funcionario probo para cambiar un sistema viciado por la rutina; Ocampo era, ante todo, un reformador; su pre-

sencia, en donde quiera que se dejaba sentir, no tenía desde luego otro objetivo que el de cambiar y remover cuanto de malo, de imperfecto, de deiciente, encontrara. Ocampo vivía con intensidad el futuro y por eso, con los ojos ijos en el más allá, buscaba cimentar la grandeza de su Patria en un porvenir bonancible que estaban muy lejos de com-

prender muchos de los que le rodeaban.Por esa razón tenía que chocar desde luego con los rutinarios,

con los retrógrados o con los términos medios, que tanto abundan, pre-

cisamente entre los funcionarios que temen promover o iniciar cual-quiera reforma, para no disgustar a los demás o perder la posición satis-

factoria que han adquirido.Tenemos una muestra de lo que era el carácter de Ocampo en

una Comunicación que, siendo Ministro, giró a las Cámaras y en la cual decía: «Para los que creemos que no hay nacionalidad posible donde no hay rentas ni crédito, ni por lo mismo poder, en la suerte futura del tesoro de México vemos cuánto tiene de grande y de querida la palabra Patria: en este terreno neutral a todos los partidos, abierto a todas las no-

bles ambiciones, se puede más que en otro alguno ser útil a este desgra-

ciado país. He aspirado toda la vida a servirle en algo que merezca con justicia la caliicación de útil; en este momento creo que la expedición de las leyes, que pido, bastan, por ahora, para enderezar la administra-

ción pública; a ejecutarlas con escrupulosa idelidad me dedicaré cons-

tante y pacientemente; pero si tal es mi desgracia que la Providencia se niegue a servirse de tan indigno instrumento para hacer algún bien a México, me retiraré inmediatamente a la obscuridad de la vida privada, que tanto ansío, sin que turbe la tranquilidad de mi conciencia, no digo

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ya la comisión de un delito, pero ni la omisión de haber manifestado francamente mis convicciones y esperanzas.”

El Sr. Ocampo pedía a las cámaras una baja de los derechos del Arancel, el arreglo de las ministraciones que los Estados debían dar al centro común, la abolición en toda República del sistema de alcabalas, la mayor uniformidad posible en el sistema de los impuestos, la ca-

pitalización de los empleos y la base combinada de la moralidad y la inteligencia especial para darlos, relegando toda otra especie de mérito

a distinta recompensa.Viendo el Sr. Ocampo que sus iniciativas ante las Cámaras no

eran tomadas con la atención y empeño que la situación económica del país lo reclamaba, sino que, por el contrario, se daba preferencia a otros asuntos de escasa o ninguna signiicación, optó por renunciar antes que someterse a la rutina burocrática, en la cual hubiera podido cómoda-

mente permanecer.Comprendiendo que más podía hacer por su Patria allá en la so-

ledad de su hacienda de Pomoca, rodeado de sus sencillos campesinos, resolvió regresar a Michoacán, como lo hizo en efecto.

La Polémica con un Cura de Michoacán

Bien conocida es en Michoacán la anécdota que dió origen a la ruidosa polémica que sostuvo el Sr. Ocampo en el año de 1851 desde su hacien-

da de Pomoca, con un eclesiástico que encubría su verdadero nombre con el pseudónimo de “Un Cura de Michoacán”; el eclesiástico, según la opinión del Sr. Pola, era el Pbro. Agustín R. Dueñas, Cura de Ma-

ravatío; según el Lic. Ruíz lo fue el Cura de Uruapan, don José María Gutiérrez; sabíalo el Sr. Ruíz por haberlo referido su padre don Toribio, amigo de dicho eclesiástico; y, inalmente, no falta quien airme que era el Canónigo y Lic. don Clemente de Jesús Munguía, después Obispo quien se ocultaba con el expresado pseudónimo.

La anécdota es la siguiente: se cuenta que un peón de la hacien-

da de Pomoca se presentó un día ante el Cura de Maravatío a pedirle

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el entierro gratis de una de sus hijos, alegando escasez de recursos. El Cura le contestó muy disgutado que no podía hacer caridades, porque vivía de los productos de su ministerio, así como el sacristán, campane-

ro, monaguillos, etc. El pobre hombre le preguntaba alijido qué debería hacer con el cadáver y el cura dijo que lo salara y se lo comiera.

Supo el Sr. Ocampo la insolencia de aquel llamado represen-

tante de la Divinidad y mandó pagar los ocho pesos que importaba un entierro de segunda clase.

Pero desde ese momento el ilósofo de Pomoca comprendió la necesidad de atacar el problema desde su base, yendo a la seculariza-

ción de los panteones y a la creación del Registro Civil, emprendiendo una transformación deinitiva como la que, años más tarde, llevó a efec-

to desde, Veracruz por medio de las Leyes de Reforma.No era posible hacer en 1851 lo que más tarde, debido a

circunstancias especiales, se hizo, modiicar totalmente la estructura ju-

rídica; lo que era factible, consistía únicamente en reformar la ley sobre el cobro de derechos parroquiales, llamados aranceles, en una forma tal, que dejaran de ser una carga gravosa al pobre; carga que daba origen a los entierros clandestinos o al triste espectáculo de exhibir el cadáver a la puerta de la casa, con un plato en la barriga, para que los transeúntes, condolidos, le arrojaran una moneda, hasta completar los derechos del cura; el cadáver, verde y descompuesto, solía estar así dos o tres días. Para los bautismos se buscaba padrino que pagara los derechos; de ahí la costumbre de buscarlo rico; los pobres al intentar casarse, si no tenían el costo de los derechos, se huían, para después vivir amancebados, sin formalidad alguna.

El arancel vigente en Michoacán databa del año de 1731, y ade-

más de ser verdaderamente leonino, estaba formado para las diversas castas en que se dividía la sociedad colonial.

Al desaparecer las castas en la República, el clero cobró parejo, pero aplicó a todos la categoría de españoles, es decir la tarifa máxima.

El Sr. Ocampo era Senador; pero no tenía derecho de iniciar leyes ante la Cámara michoacana, por ello se valió del Ayuntamiento de Maravatío, para proponer las reformas de que venimos tratando en

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materia de derechos parroquiales.La Cámara local, integrada en su mayoría por individuos no so-

lamente católicos, sino timoratos de hacer algo que disgustara al Clero, no tomaron en cuenta la moción de1 Ayuntamiento de Maravatío, que bien sabían era del Sr. Ocampo, máxime cuando vieron las protestas miradas de un clero avaro de conservar sus ingresos.

Se cree, con justicia, que, dada la ideología que el Sr. Ocampo mostró en el curso de la polémica, desde entonces fue anatematizado como hereje, enemigo de la iglesia y de sus miembros y que desde ese momento trató el clero de hacerlo desaparecer, seguros de que la inte-

ligencia y valor de aquel hombre iba a hacer mucho en contra de los intereses conservadores.

Lo notable en esa polémica, que ocupa un volúmen de cuatro-

cientas páginas en sus Obras Completas, está no sólo en la solidez de los razonamientos, en los conocimientos casi enciclopédicos que Ocampo ostenta, sino en lo versado y fuerte que se muestra en Jurisprudencia Civil y Canónica y en general en todas las ciencias eclesiásticas; un teó-

logo no hubiera argumentado con mayor irmeza al debatir ese punto.El Sr. Pola dice: «Dada a la luz pública: aquella representación,

en la que están ya proclamadas las ideas madres de la Constitución de 57 y de la Reforma, produjo sensación en el clero y no se hizo esperar una serie de contestaciones furibundas llenas de injurias, de calumnias, de amenazas de muerte.

D. Melchor Ocampo sostenía, fuera de la necesidad de reformar radicalmente los aranceles y las obtenciones parroquiales, la separación de la Iglesia y el Estado, la libertad de cultos, la desamortización de los bienes del clero, la enseñanza laica y obligatoria.

Juzgábase la representación absurda, anticatólica, anticonstitu-

cional, antipolítica y digno del anatema de la Iglesia a cuyo autor y a to-

dos los que la apoyasen se les castigaría con la pena de perder todo bien espiritual y de ser excluídos del seno de la sociedad católica; pues que en ella sosteníanse doctrinas heréticas y depresivas al poder episcopal.

Ocampo declaraba: «Es preciso acreditar que no deiendo mis intereses, porque ninguno tengo personal en que los abusos se corrijan

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y las clases pobres no sean sacriicadas, sino los intereses importantes de la sociedad, el decoro del gobierno civil, sujeto mientras lo necesitó a una tutela: benéica, pero capaz ya de declararse en mayoría de edad.» Y discutía cual hombre de bien y amigo sincero de la verdad diciendo: «Por público y notorio tengo ciertos repartos indebidos que se hicieron ciertos cabildos eclesiásticos; ciertas bibliotecas y incas rústicas y ur-banas de monasterios que se han vendido sin necesidad y sin licencia; ciertas leyes que por esta misma notoriedad y publicidad se han dado para impedir que este abuso continúe; ciertos empleados del arzobis-

pado, lanzados de su juzgado de testamentos por ciertas obras que no eran pías; ciertas alhajas que faltan en ciertas iglesias, tomadas por ciertos curas....»

Los Ayuntamientos, prefectos y subprefectos de Michoacán hi-cieron suya la representación.

Un cura de Michoacán, hecho un energúmeno, llamó mentiroso, calumniador, incendiario, socialista, ateo, a Ocampo.

«Ruego a Ud. -le indicaba Ocampo en 21 de Mayo de 51- que pruebe mis falsedades pues de lo contrario, en defensa de mi reputa-

ción, me presentaré contra Ud. en juicio, demandándolo por injurias.»En la primera réplica, el Clero decía por boca del anónimo: «Se

quiere fomentar un incendio que nos absorba y un cambio horrible que nos sepulte en el abismo; pues adelante: bien saben los reformadores que el medio favorito para atacar a la Iglesia es empobrecer al clero...» Esto da idea del grado de preocupación en que el Clero se encontraba, por la iniciativa que tuvo sobre sí toda la atención pública.

Un cura de Michoacán pregonaba que, de su situación angus-

tiada da enfermo, se aprovechaba Ocampo para obtener el triunfo en la polémica; que tenía nombradía literaria, conocía la naturaleza de las plantas y de los animales, había estudiado algunas lenguas y debía ha-

blarlas, y que poseía esqueletos.Y D. Melchor se le ofrecía así: «...dígnese usted ocuparme en

algo que lo alivie y verá que no soy, en ningún sentido, de los que se aprovechan de las angustiosas situaciones de sus hermanos. Las per-sonas que me conocen bien, pudieran dar testimonio de ello y no temo

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desaiar a quien lo contrario sepa, para que denunciándome me confun-

da ante el público.»En una de las contestaciones de Un cura de Michoacán hay

cierta predicción, que llegó a cumplirse al pie de la letra; más adelante veremos de qué manera.

Muchos creen que Ocampo desde esa fecha irmó su sentencia de muerte, la cual fue meditada por el Clero, que temía la pluma del célebre político.»

Nuevamente Gobernador del Estado

El revuelo que había levantado entre la gente fanática la polémica so-

bre tales echos parroquiales, en la cual sus impugnadores procuraron presentar al Sr. Ocampo con la nota de impío, no fue obstáculo para que fuera nuevamente electo Gobernador de Michoacán, haciendo la Cámara tal declaratoria en el mes de febrero y tomando posesión de su cargo en junio del propio año de 1852.

Si la anterior administración gubernativa del Sr. Ocampo ha-

bía estado agitada por la guerra con los Estados Unidos, impidiéndole llevar a efecto todo el vasto plan de reformas político-sociales que se proponía, en esta nueva ocasión, y apenas un mes después de haberse hecho cargo del gobierno, un pronunciamiento, que empezó teniendo un carácter puramente local y que se extendió con bandera de la reac-

ción por todo el país, vino a echar por tierra los elevados propósitos que el Sr. Ocampo abrigaba, aleccionado ya el partido conservador, con la práctica y la experiencia.

El pronunciamiento de Jalisco, efectuado por el Coronel José Ma. Plancarte en contra del Gobernador López Portillo, que asumió después, con el Plan del Hospicio, los caracteres de una revuelta nacio-

nal y que pedía el regreso del funesto Santa Anna al país, cundió bien pronto diversos lugares de la nación, y en Michoacán encontró campo propicio para atacar al gobierno liberal presidido por el Sr. Ocampo.

Secundando el Plan del Hospicio, se levantó en La Piedad el

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Coronel Francisco Cosío Bahamonde, uniéndosele algunos vecinos y marchando a Zamora, en donde fueron reforzados con elementos que el clero y los ricos fanáticos pusieron a su disposición; en ese lugar se le unió don Francisco Velarde, dueño de la hacienda de Buenavista, a quien le llamaba “Burro de Oro”; de Zamora y se dispuso se imprimie-

ran la Constitución y las Leyes vigente en el Estado.Honró la memoria del civilizador de los tarascos, don Vasco de

Quiroga, dando su nombre al antiguo pueblo de Cocupao, (hoy Quiro-

ga); los vecinos pedían que se llamara Ocampo y él declinó el honor señalando el nombre expresado.

La instrucción pública fue el objeto principal de sus atenciones, ordenando la apertura de escuelas en todas las cabeceras de municipa-

lidad, y obligando a todos los profesores a concurrir a recibir un curso, por lo menos de un mes, para que aprendieran la organización conforme al Sistema de Bell y Lancaster.

Frecuentemente ocurría al Colegio de San Nicolás, en visita que él decía de familia, para enterarse de las necesidades del plantel, pa-

sando revista a la juventud, a la que llamaba su ejército y a los jóvenes de menor edad les decía los cazadores. Ocampo estaba seguro de que aquella juventud tendría que librar las más fuertes luchas intelectuales en el campo de la transformación social. Y no se equivocó; hace cien años que el Filósofo de la Reforma hizo la reapertura del Colegio y en ese lapso de tiempo los nicolaitas han ido siempre a la vanguardia: ayer de las ideas liberales radicales, que eran la norma del tiempo; hoy, de la doctrina socialista que es el grito de reivindicación proletaria.

Principia la Dictadura Clerical

Cuando la revolución de Jalisco empezó a tomar fuerza por la ayuda ilimitada que le prestó el clero católico, haciendo que ricos fanáticos e ignorantes como «Burro de Oro» se agregaran a ella, que defeccionaran militares ambiciosos como Uraga, y abriendo a todos las arcos da sus cuantiosos tesoros, ofrecía, con los bienes de la tierra, la felicidad en la

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otra vida a los secuaces del traidor Santa Anna, entonces el Sr. Ocam-

po lanzó un maniiesto al Estado, lleno de justa ira, en el que hacía ver quiénes eran los corifeos de la nueva asonada y cuáles las pretensiones que abrigaban; el maniiesto decía así: MELCHOR OCAMPO, Gober-nador de Michoacán, a los Pueblos del Estado.- MICHOACANOS: La inconcebible conducta de un jefe que he sujetado a un consejo de gue-

rra ha hecho dudar a algunos de mi irmeza de principios y dado lugar a muchos para que juzguen que, de acuerdo con los pronunciados, al menos en intenciones, sólo espero que la República consagre el levan-

tamiento de Guadalajara para aderirme a él. 1

Es pues un deber mío deciros mi resolución, a in de que, si algunos dudaban, sepan a qué atenerse con respecto a mí y si otros continúan hablándoos de mí en cierto sentido, sepais, que se os engaña, atribuyéndome ideas y deseos que nunca he tenido.

La República está casi agobiada por sus diversos males: es el enfermo que no encuentra postura en que estar; pero no es la revo-

lución su remedio. Apenas comienza ésta y ya podeis decir vosotros todos a cuya conciencia apelo, si el estado actual de ansiedad en que se encuentran vuestros ánimos es preferible al contristado, pero tranquilo, en que se hallaba hace unos meses; si la interrupción de vuestras indus-

trias y giros es preferible al progreso en que iban entrando a la plácida sombra de la paz; si la inseguridad de vuestras propiedades y vidas es preferible a la regularidad que iba adquiriendo el libre ejercicio de las garantías; si la perspectiva de estabilidad, trabajosa y lenta, pero segu-

ra, es preferible al porvenir de discordias y disolución que presenta el iniciado cambio.

¡MICHOACANOS! Echad la vista sobre los hombres que acau-

dillan la revolución, ya que no podeis extenderla sobre los viles y co-

bardes que en las tinieblas la protegen y que serían, si ella: triunfara,

1 Se reiere al Coronel Luis G. Kuiz, que capituló en Tlazazalca con el Coronel Francisco Bahamonde, jefe de la Revolución Clerical en Michoacán, cuyo programa político era el plan del Hospicio, proclamado en Guadalajara a mediados de 1852. (Nota de A. P.)

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los que recogerían los frutos.2 ¿No es cierto que en raras excepciones de hombres bastante necios o bastante crédulos para alucinarse, los que alzan el estandarte de la rebelión o siguen sus ilas son el peor de cada casa? ¿No es verdad que ninguno de ellos se distingue por antecedentes honrosos, tomados ya de la moralidad de su conducta, ya de la laborio-

sidad de su industria, ya de su distinción en el saber, ya de su mérito en servicios útiles? ¿Y creeis que tales hombres renegarían el país?

Soldados infamados nuestra guerra nacional, aspirantes que de-

sean ser algo astutas raposas que buscan lobo que les cace la presa, gente perdida que no tiene ocupación honesta o personas irrelexivas que sin sano criterio son el manequí de bastardos intereses: he aquí a los Reformadores de México 3 Desgraciado país en el que tales tutores sin más misión que el trastorno, sin más título que la falta de pudor, sin más aspiración que la de medrar, encuentran defensores! Preguntadles cuáles son los males de México, y os responderán por antipatías a las personas cuyos puestos envidian; sondeadlos sobre nuestras cuestiones sociales y políticas y os responderán con reclamaciones; pedidles el remedio de nuestros males, y os dirán que este es el secreto que quieren hacerse pa-

gar con que pongais en sus manos vuestros destinos: Los charlatanes de las plazas públicas siquiera os dirán el nombre y supuestas virtudes de la droga que os ofrecen en venta! Dicen que nuestro Primer Magistrado es inmoral e inepto; pedidles las muestras de su inteligente moralidad:

2 La protegían secretamente en Michoacán con dinero y sus inluencias el Obispo Don Clemente de Jesús Munguía y el Arzobispo Don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos. (Nota de A. P.)3 El plan del Hospicio fue proclamado por el Coronel José María Plancarte, que se disgustó con el Gobernador de Jalisco, Lic. Jesús López Portillo, por haber disuelto el cuerpo de guardia nacional, de la que aquel era jefe; porque le negó tres mil pesos que solicitaba y porque en estado de embriagez quiso que continuase un baile de barrio, cuya hora de licencia había transcurrido, por lo que agredió e hirió a un agente de la autoridad de nombre San León, y éste ordenó su aprehensión para procesarle. Le acompañaron en la proclamación del plan el oicial León Lozano, revoltoso de profesión y Juan Villalvazo que había estado en la cárcel y se le había separado de su puesto militar, por indigno de pertenecer al ejército. Pura gente lépera hacía cola a estos tres cabecillas. (Nota de A. P.)

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que os muestren sus obras, por ellas los conocereis; que os prueben su dicho; a la hora de la prueba reconocereis la vaciedad de su reclama-

ción. Inepto e inmoral quien ha paciicado a la República, comenzado a dar prestigio a la autoridad negándose a las sórdidas combinaciones del agio, reprimido con mano vigorosa la insolencia de la antigua estrato-

cracia, condenando a la merecida inacción a las sanguijuelas del erario, vivido sin rentas y sin gravámenes nuevos ni a las corporaciones; ni a los ciudadanos!4 Ha errado en más de una vez .... ¿Sabeis quién no yerra nunca? El que nada hace.

¡MICHOACANOS! La revolución dice que quiere las actuales instituciones no os desgarreis por lo que poseeis ya. La revolución dice que quiere que nos dirija el héroe de sainete que por su impericia, cuan-

do no sea su traición, nos entregó en detalle a los Norte-Americanos5: no trabajeis por el origen del mayor de nuestros males, por el doble de-

sertor de la presidencia y del mando que nos abandonó vilmente luego que destruyó nuestras fuerzas y nuestras esperanzas! La revolución pide reformas: esperadlas más bien de la discusión que del combate! La re-

volución que no presenta ni idea nueva, ni medios razonables, ni perso-

na digna de respeto, va a consumiros en provecho de los extraños, si por un vértigo inconcebible os dejais arrastrar al abismo a que os precipita.

¡MICHOACANOS! Es un hombre de bien quien os habla. Obs-

curo, es cierto, pero inmaculado; sin ciencia, pero sensible y sincero; sin

4 Toda esta labor fue del General Don Mariano Arista. (Nota de A. P.)5 El artículo 11 del Plan del Hospicio decía que era digno de la gratitud nacional el General Don Antonio López da Santa Anna por los eminentes. En la sesión del Congreso Constituyente, del 26 de marzo de 1856 se leyó un comunicado de los Diputados Don Melchor Ocampo y Don José María Mata ofreciendo los interesantísimos documentos, autógrafos que lograron adquirir durante su destierro en los Estados Unidos, y que prueban que Santa Anna en 1836 estuvo en connivencia con los aventureros Texanos y celebró el convenio secreto de hacer que fuera reconocida la independencia de Texas. Los documentos eran una carta de Santa Anna a Houston y una comunicación del General Juan N. Almonte, Secretario de su Alteza Serenísima en que explicaba todas las intenciones de éste e indicaba la cooperación que del proyecto podía prestar el Congreso de Texas.

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conocimientos, pero con instintos puros; sin prestigio, pero con amor ardiente por la patria. ¡Creedme! Sean cuales fueren los males que en el orden legal resentimos, peores sin comparación son los que vendrán de la guerra civil. Con aquel podemos aún convalecer de ellos: con ésta nos perdemos sin remedio! ¡Si mi sangre fuera preciosa la ofrecería en expiación al cielo, pero humilde como es, yo la derramaré gustoso por sostener nuestras instituciones y nuestro estado actual como menos malo que cualquiera otro que fuese establecido por las armas!

El 24 de enero de 1853, como antes dijimos, renunció el Sr. Ocampo al Gobierno, y la Legislatura aceptó la dimisión dándole un voto de gracias.

Asumió el Poder Ejecutivo uno de los Consejeros del Gobierno, don Francisco Silva; pero al pronunciarse en favor del Plan de Jalisco la brigada del Gral. Angel Pérez Palacios que guarnecía la ciudad, fue designado Gobernador el Coronel don José de Ugarte, uno de los ele-

mentos más connotados del Partido Conservador. El día 18 de febrero entró Bahamonde a Morelia, quedando, desde ese momento, en poder de la reacción clerical.

El Sr. Ocampo se retiró a su hacienda de Pomoca y en el mes de Marzo remitió una carta al Sr. D. A. García. Esta carta, bellísima bajo todos los conceptos, es digna de leerse porque revela, más que cuanto pudiera decirse, el espíritu de Ocampo. Veámosla: Pomoca, Marzo 8 de 1853. Sr. D. A. García.- Muy estimado amigo y señor mío: Agradezco6

a Ud. mucho la solicitud que por mí maniiesta en su muy atenta y grata de 23 del próximo pasado que recibí ayer tarde, inclusa en una del Sr. D. Angel Bravo, y que paso a contestar.

En efecto, cuando ví que en Morelia ya nada útil podía hacer, me retiré a la hacienda de un amigo que por su afecto me obligó a ello, y poco después a esta su casa, donde vi pasar las tropas vencedoras, y estoy y permaneceré a las órdenes de usted.

Respondiendo a los puntos que, Ud. toca, en el mismo orden

6 A la Vista de Los Diputados Constituyentes estuvieron Los susodichos documentos y todo palparon su autencidad. Santa Anna no los dismintió (Nota de A. P.)

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en que me lo escribe, lo felicito como a su Estado, porque aún se con-

servan los establecimientos de instrucción pública sobre el mismo pie en que Uds. los habían puesto; pero no creo que dure, siquiera en esto entienden los triunfadores sus intereses. En Michoacán, el jefe actual de su clero, sí lo ha comprendido bien, y aun antes de llegar a la silla episcopal, ya trabajaba con tanto afán como buen éxito en fanatizar la juventud.

Celebro, cuanto no sé explicar, la unión de las fracciones libe-

rales; son unos mismos los principios, unas las tendencias; ¿por qué no deberían ser unos mismos los esfuerzos? Para mí la diferencia principal entre nosotros consiste en que los unos creamos que a toda reforma debe preceder la opinión para que sea estable, pero que deben prepa-

rarse todas; mientras otros piensan que con tal de establecer algunas, debe atropellarse la oportunidad. Para muy pocos de nosotros nunca es oportuno, porque son nimiamente tímidos; pero ésto es la excepción. Repito, que celebro mucho la sensatez con que Uds. han sabido unirse; Si por desgracia debe haber entre nosotros diferencias del más al me-

nos, del antes al después, tengamos siquiera la prudencia de ventilarlas cuando triunfemos, porque acibararlas mientras nos dominan, aumenta nuestra debilidad. Esta nunca llegará a ser impotencia: el mañana es nuestro indefectiblemente, y no hay poder capaz de conservar a la espe-

cie humana en un perpétuo ayer. Tengo plena fe en el ininito proceso ¡yo, que la tengo tan escasa

sobre tantos, tantos puntos!Por desgracia el partido liberal es esencialmente anárquico; ni

dejará de serlo sino después de muchos miles de años. Nuestro criterio de verdad está en la mutua glosa de los sentidos, o en las induccio-

nes rigurosamente lógicas que estén de acuerdo con 1a experiencia: el criterio de nuestros enemigos es la autoridad. Así, cuando ellos sa-ben que lo manda el rey o el Papa, como por otra parte saben también que nada mandan sin consultar su interés, obedecen uniforme y ciega mente; mientras que, cuando a nosotros se nos manda, si no se nos ex-

plica el cómo y el por qué, murmuramos y somos remisos, si es que no obedezcamos o nos insurrecionemos. Porque cada liberal lo es hasta el

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grado en que sabe, o en que desea manumitírse; y nuestros contrarios son todos igualmente serviles y casi igualmente pupilos. Ser liberal en todo cuesta trabajo, porque se necesita el ánimo de ser hombre en todo.

Dudo mucho que teman, como dice Ud., la opinión pública na-

cional, los que no la respetan, porque supongo que han de creer como yo, que la nación no forma una, o más bien, que la cambia con frecuen-

cia, como le sucede a todo ignorante que piensa siempre conforme con el último que ha procurado persuadirlo. Conviene siempre y por esta misma movilidad, que se vayan acopiando materiales para la reacción. Escribiré por lo mismo a mis amigos de Michoacán y a otros Estados, que se precuren las representaciones de los pueblos de que Ud. me ha-bla, a in de que e1 tirano o la asamblea que sigan, tengan presentes los votos que los pueblos hayan emitido cuando ninguna fuerza física los ha obligado a levantar actas de pronunciamientos. Se protesta sostener el plan de esta ciudad, por el que se pronunciaron los pueblos que tal hicieron, y no reconocen sino por la fuerza y mientras no sea posible sujetarla, el juego de cubiletes por el que unos cuantos soldados se po-

sesionaron de la revolución, diciendo a sus cofrades y a la República lo que cuentan del cura que barajaba y corría el albur bajo la mesa: «per-dieron, hijitos.»

Y desde luego y como medida la más importante, estoy con-

forme en que escriba en esa ciudad, como debiera escribirse en todos los Estados, un periódico bisemanal, corto y muy barato, en el que se siguieran paso a paso todas las disposiciones de los nuevos gobiernos, se recordaran las aberraciones de este mismo partido hoy triunfante y se hiciera ver con la simple comparación de sus actos y sus promesas, con las de sus tendencias y las necesidades actuales de la humanidad, que tal administración es impotente para hacer el bien; primero y prin-

cipalmente porque no lo comprende, y luego, porque está compuesta de personas interesadas en la conservación del privilegio, es decir, del abu-

so de aquellos que creen que la raza humana es un rebaño y ellos pre-

destinados para domesticarla y esquilmarla. Convendrá principalmente, según entiendo, hacer ver que la administración pasada, con todo y sus congresistas, como ellos dicen, era en el conjunto menos dispendiosa

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que los soldados que ahora se establecerán, e insistir sobre que en ellos se tenía el plantel en que podían formarse los hombres de Estado, y en éstos se tiene un semillero de déspotas inmorales. Sólo por la instruc-

ción nos salvaremos.Estoy sumamente reconocido a Uds. por el inmerecido honor

que me hacen juzgándome capaz de ser un centro. Rehuso positivamen-

te tal distinción; pero no el ayudar en cuanto me sea posible a la mejora del país, que no creo pueda veriicarse fuera de nuestros principios.

Termino tan larga y por lo mismo tan fastidiosa carta para no volverla más, y suplicando a Ud. me ponga las órdenes de esos seño-

res, asi como a la de Ud. está su muy adicto amigo y seguro servidor Q.B.S.M. Melchor Ocampo.

Una Opinión Valiosa de Alamán

El historiador don Lucas Alamán, uno de los elementos más destacados del partido conservador mexicano, su corifeo y defensor, le escribió una carta a Santa Anna, que, como bien sabemos, se encontraba en Turbaco, para que asumiera la Presidencia de la República. En esa carta, que tiene fecha 23 de mayo de 1853, le hace la historia de la revuelta en virtud de la cual se le obsequiaba nuevamente con el poder supremo de la Nación, y le explica, a su modo, las causas que originaron el progreso de aquella asonada clerical-militarista. La carta es interesantísima, porque demues-

tra cual es la opinión que los conservadores tenían del Sr. Ocampo, y prueba, una vez más, la participación del clero y de la clase capitalista en las asonadas que han derramdo tanta sangre en nuestra país. Este docu-

mento fue publicado en el folleto «El Partido Conservador en México», conforme al borrador que obraba en los papeles de Alamán y tiene co-

rrecciones entre paréntesis, que aparecen aquí con letra bastardilla; dice la carta: La revolución, quien la impulsó (Quien impulsó la revolución) en verdad, fue el gobernador de Michoacán, D. Melchor Ocampo; con los principios impíos que derramó en materias de fe, con las reformas que intentó en los aranceles parro quiales y con las medidas alarmantes

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que anunció contra los dueños de terrenos, con lo que sublevó al clero y propietarios de aquel Estado, y una vez comenzado el movimiento por Bahamonde, siguió el de Jalisco preparado por Suárez Navarro, pero que no habría progresado si no se hubiesen declarado en su favor el clero y los propietarios; desde entonces las cosas se han ido encadenando como sucede en todas las revoluciones. (Bahamonde estalló por un inciden-

te casual; lo de Guadalajara, preparado de antemano por el mismo Sr. Haro; pero aunque Suárez Navarro fue a aprovechar oportunamente la ocasión, no habría progresado aquello si no se hubieran declarado por el plan el clero y los propietarios, movidos por el Sr. D. José Palomar, quien tomó parte muy activa, franqueando dinero por sus relaciones) cuando hay acopiado mucho disgusto, hasta terminar en el llamamiento y elección de Ud. para la presidencia, nacida de la esperanza de que Ud. venga a poner término a este malestar general que siente toda la nación. Esta y no otra es la historia de la revolución por la que vuelve Ud. a ver el suelo de su patria.»

Según se desprende de las ideas expresadas por el Sr. Alamán en la carta que hemos transcrito, la revuelta de Jalisco, que dió al traste con el régimen liberal-moderado de Arista, entronizando la Dictadura de Santa Anna, y que por lógica consecuencia destruyó también los gobiernos de Juárez en Oaxaca, López Portillo en Jalisco, Ocampo en Michoacán y los de otros Estados, en los que se dejaban sentir las ideas progresistas o puras, como entonces se les llamaba, fue fomentada por el clero y los ricos, quienes pusieron sus caudales a disposición de mi-litares ambiciosos, los cuales no vacilaron un momento en sacriicar un régimen legal y favorable a los intereses nacionales, en bien de los bastardos intereses de conservadores y fanáticos.

Textualmente dice Alamán: «quien impulsó la revuelta fue Ocampo: con los principios impios que derramó en materia de fe, con las reformas que intentó en los aranceles parroquiales y con las medidas alarmantes que anunció contra los dueños de terrenos.» Luego Ocam-

po, siendo un gran reformador ideológica y prácticamente, provocó las iras de los retrógrados impulsándolos a la lucha, lucha en la que ellos se apuntaron la primera victoria; pero que continuando después con la

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guerra originada por el Plan de Ayutla, más tarde con la de Reforma y inalmente, con la de la Intervención y el Imperio, vino a culminar des-

pués de quince años, en 1867, y en la colina de las Campanas, con el triunfo deinitivo del Partido Liberal.

Sufren un error quienes pudieran creer que el reformista Ocam-

po se concretó a serlo únicamente desde un punto de vista puramente teórico y que sus tiros fueron dirigidos nada más al clero católico, como un come-curas de tribuna populachera. El Sr. Ocampo era un economis-

ta su plan de reformas tenía que sustentar como base la transformación económica del pueblo mexicano; sus ataques al clero eran, precisamen-

te, porque esta corporación detentaba, con reinada avaricia, los bienes que le correspondían al pueblo, y no contento con ello lo esquilmaba todavía más con los famosos aranceles o derechos parroquiales.

Prueba también nuestro aserto el hecho de haber anunciado me-

didas alarmantes, como las llama Alamán, en contra de los terratenientes.En la «Reseña de algunos males de Michoacán», publicada en

la pág. 62 del II tomo de sus Obras, y que no es sino un Informe rendi-do ante la Legislatura de Michoacán, dice: «creo que pudiera también gastarme algo en facilitar reparto de tierras, que por desgracia no se ha veriicado, sino en los pueblos que constan en el adjunto cuadro, que suplico a Vuestra Honorabilidad tenga muy presente cuando vuelva a ocuparse de este negocio, como por cuenta separada se lo pedirá este Gobierno, que cree malo el estado que guarda tal reparto».

A Ocampo, integralmente reformador, no debe desconocérsele la honra de haber sido, en su tiempo, uno de los principales propugna-

dores del reparto de tierras a los pueblos.

Su destierro en Tulancingo

Dejó el Sr. Ocampo el gobierno de Michoacán. “Tranquilo y sin afec-

tación ninguna; preparó su viaje a la vista de todos, y aceptando la hospitalidad del honrado cuanto leal amigo suyo, don Cayetano Gó-

mez, marchó a la hacienda de Sn. Bartolo, propiedad de aquel señor;

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desde ahí escuchó el estrépito lejano de las armas, siguió la caída desastrosa del Partido liberal mientras se entronizaba en la nación e1 gobierno militar de Santa Anna.

De nuevo los solitarios bosques de Pomoca le vieron llevar sus lentos pasos, de la biblioteca al jardín, del jardín a las sementeras, de allí a la cabaña, donde alguno de sus peones se hallaba enfermo, para prodi-garle sus consuelos recetándolo él mismo y proporcionando a su familia los medios de subsistencia que aquél no podía entonces ministrarle.

Todo un libro se necesitaría para referir los actos de caridad oportuna que ejercía con tanta frecuencia, así como su generosa protec-

ción a los jóvenes que emprendían alguna carrera literaria, a propósito de lo que podríamos referir interesantes episodios, que callaremos por no lastimar a algunas personas que viven hoy colocadas en la sociedad, si no de una manera brillante, si disfrutando de consideraciones que deben su origen a la magniicencia y desinterés del ilósofo.» (Eduardo Ruíz. En 1870.)

Con los informes que el Sr. Alamán dió al Gral. Santa Anna res-

pecto al Sr. Ocampo, no era posible que el Dictador viera con buenos ojos la permanencia del ilósofo de Pomoca en territorio michoacano, y tanto a él, como a otros distinguidos políticos del partido liberal, les intimó orden de destierro en el año de 1853.

De Morelia salieren desterrados el Dr. don Juan Manuel Gon-

zález Ureña, que anciano y muy enfermo fue a morir en el ostracismo, lejos de los suyos; el Sr. don Santos Degollado, el Sr. Francisco García Anaya y el poeta don Gabino Ortiz.

De Pomoca, con lujo de fuerza fue sacado el Sr. Ocampo y con-

inado en Tulancingo. El Lic. don Jesús Barranco, contemporáneo del ilustre patricio michoacano y residente en aquella ciudad hidalguense, dió más tarde una noticia acerca de cómo pasaba sus días de destierro, diciendo: «Siendo Presidente de la República el Generad don Antonio López de Santa Anna, (desde abril de 1853 a agosto de 1855), estuvo coninado en esta ciudad de Tulancingo por sus ideas liberales y por orden del mismo Santa Anna el Sr. Dn. Melchor Ocampo».

No se recuerda en qué fecha llegó, qué tiempo permaneció aquí;

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pero parece que fue poco (como uno o dos meses a lo sumo). Estuvo viviendo en la casa en que vive la Srta. Francisca García, y cultivaba la amistad del Sr. D. Manuel Fernando Soto, a quien probablemente vino recomendado por liberales amigos de ambos.

«Era prefecto de este Distrito D. Manuel Régules, y como dicho Sr. Ocampo estaba vigilado escrupulosamente por la policía, no tenía más relaciones de amistad que la del referido Sr. Soto y las de algún otro de los poquísimos liberales que entonces había.

«Alguna vez concurrió a una tertulia en la casa del Sr. Lic. D. Manuel Sánchez Hidalgo, que era el Juez de 1ª Instancia, y fue censurado este señor como desafecto al Gobierno, y por motivos semejantes el Sr. Ocampo no tenía libertad para relacionarse con las familias, a pesar de que la mayor parte eran conservadores.

«Sin embargo, cuando en compañía del Sr. Soto pasaba por algún taller, entraba, conversaba con el maestro u oicial, si eran car-pinteros; sobre la clase de las maderas, el precio de los artefactos y sobre otros particulares relativos al arte, haciéndoles observaciones luminosas e instructivas; y lo mismo pasaba con los herreros, alfare-

ros, pintores, etc.»«En el archivo de la Jefatura Política de este Distrito deben exis-

tir las órdenes por las que fue coninado en esta ciudad y retirado de ella; así como otras sobre que se le vigilara minuciosamente. Y la señora su hija, y esposa que fue del Sr. D. José María Mata, si vive, podrá infor-mar de la fecha en que vino a esta ciudad y del tiempo que duró en ella; pues si no vivió con él todo ese tiempo, alguna vez estuvo a visitarlo».

«Las conversaciones que tenían los Sres. Ocampo y Soto ver-saban sobre la implantación de las Leyes de Reforma que rigen en la República».

«Algunos vecinos aseguraban que al Sr. Ocampo se le debe la industria de alfarería que ahora existe en la población».

El Sr. Ocampo fue aprehendido en su hacienda en el mes de junio do 1853 y permaneció en Tulancingo hasta septiembre. En esa ciudad frecuentó la amistad del Sr. don Juan Calle, quien en compañía de su hermano Luis, se dedicaba al comercio, girando un negocio por

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valor de más de ochenta mil pesos.Don Juan era artista pintor, muy instruído y laborioso. Entre sus

muchas e ingeniosas curiosidades, construyó un aparato de óptica muy útil a los estudiantes de perspectiva. El Sr. Ocampo estudió el aparato y lo describió en un artículo publicado en «La Ilustración Mexicana», juntamente con un dibujo explicativo.

El mismo Sr. Ocampo dice: «Entre los agradables ratos de ocio que he pasado en este pueblo, cuento los que me ha procurado el trato del Sr. don Juan Calle, recomendable e ingenioso artista, quien formán-

dose por sí mismo, ha conseguido no sólo una fortuna independiente, debida tan sólo a su probidad e incansable industria, sino a una muy variada instrucción en muchos procedimientos de las artes y oicios, y aun en varias una hábil práctica. Estudioso, observador y de natural in-

genio, a inventado un instrumento que generosamente me ha permitido hacer conocido de todos; y en favor de los aicionados a los estudios de perspectiva, paso a dar de él la idea más clara que pueda, remitiéndome a la adjunta igura.»

Así empieza el Sr. Ocampo la descripción del aparato que bau-

tizó con el nombre de «Gonioscopio de Calle». Tal descripción puede verse en la pág. 353 del III tomo de sus obras publicadas por el Sr. Pola.

Entre las muchas cartas que recibió el Sr. Ocampo durante su coninamiento en la ciudad de Tulancingo, se cuentan las de su íntimo y leal amigo el Sr. Dr. don José María Manzo Ceballos. Fue el Sr. Manzo Ceballos un liberal distinguido, muy culto y de grandes conocimien-

tos en la ciencia médica. Ocupó el puesto de gobernador del Estado al triunfo de la Revolución de Ayutla. Como datos biográicos de este eminente ciudadano daremos los siguientes: nació en Taximaroa (Hoy Ciudad Hidalgo) el 14 de julio de 1815. Hizo sus estudios en e1 Se-

minario de Morelia. Su título de Médico pasó a obtenerlo a la capital de la República, en donde concluyó sus estudios en el año de 1842. Fue miembro de la Sociedad de Geografía y Estadística, Diputado al Congreso de la Unión y Gobernador Provisional de Michoacán. Prestó eminentes servicios a la Escuela de Medicina de Morelia, de la que fue Director. Murió en Túxpan, Mich., en el año de 1874.

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Las cartas del Sr. Manzo Ceballos, dirigidas al Sr. Ocampo, tie-

nen mucho interés por revelar el estado político de la época y muchos de los pormenores íntimos de ambos personajes. Pertenecen dichas car-tas al archivo del Museo Nacional y se publican ahora por primera vez:

MORELIA JULIO 8 de 1853.

Hace diez días que llegué a ésta sin novedad, y había estado vacilan-

do en escribir a U., lo que muchas veces he dejado de hacerlo por la consideración de que lean mis cartas; pues aunque nada contengan de interesante, me incomoda mucho la idea; pero en in, como estas cir-cunstancias no variarán, sabe Dios hasta cuando, es preciso resignarse a todo menos a carecer de noticias de U.

Estuve en Pomoca y vi a Pepita y a Da. Anita, buenas; con gus-

to por saber que ya no había los temores que se concibieron por U. y deseando que cuanto antes se vuelva U. a su casa. Dn. Blacito también bueno, sólo Dolores con sus males; pero no quiso venirse, a pesar de que le insté mucho. Ojalá que U. la mandara para acá.

Las aguas habían sido también muy abundantes en Pomoca y en consecuencia se habían perdido muchas dalias, y algunas muy buenas. Como que las tiene U. de primera; es desgracia no gozarlas.

Morelia cada día más mala; mucho espionaje y muchas amena-

zas que pronto quizá tendrán su veriicativo. Dn. José7 tiene todas sus cartas que le cogieron a U. en Pomoca y anda haciendo un gran alarde de poseer cosas tan interesantes. Este sí que se divierte leyendo las car-tas de los demás. Si para él hubiera un “Omnibus” a lo menos en esta vez diría la verdad.

En mis ratos ociosos, que son los del Manchego, me ocupo, y ¡só-

plese esa! en escribir algo de moral sobre un tema de U. No pongo gran cuidado en ello; éste sólo es mi objeto: picar a U. para ver si por último se resuelve a escribir la obrita que hace tanto tiempo tiene pensada.

¿Sabe U. que su principio de sociabilidad es enteramente comunista?

7 Se reiere al Coronel don José de Ugarte, Gobernador del Estado (J R F.)

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Para U., tan amante a la propiedad, lo va a poner en apuros; pero en cambio, está fundado en la naturaleza humana, y bien desarro-

llado puede formular bien la religión socialista. ¿Qué le parece a U.? Tan luego como haya un conducto le remitiré a U. mis apuntes, y ojalá produzcan el efecto que me propongo. -

Todos los amigos saludan a U., lo mismo hacen Camilita y Do-

lores; yo le suplico le dé expresiones a los SS. Soto y Sancha y disponga de su amigo que lo ama I. b. s. m. José Ma. Manzo.

MORELIA, JULIO 11 de 1853.

Cuando recibí la de U. fecha 2, el 8 ya había escrito a U. mi carta an-

terior, en la que verá U. que los motivos de no haberle escrito son la contínua vigilancia, mejor dicho, espionaje en que estamos; pero en in, es forzoso prescindir de esto, pues de lo contrario sería preciso hacerlo de nuestras relaciones.

Van los cuadernos que U. pide a Degollado,8 quien, como todos los amigos, saluda a U. y lo mismo que yo nos alegramos que U. la pase lo mejor posible. La sabrá U. que Prieto, Arriaga y no sé quienes otros gozan el mismo beneicio; a nuestro turno debemos ir todos, según los pasos que esto lleva.

Escritos ya echo pliegos de mi mamarracho, (entre paréntesis esto prueba que para U. no tengo lojera) los he leído, y he visto ocho mil necedades. De consiguiente que voy a reformar casi todo, pues la idea principal me parece buena; ya se ve que soy el padre de algo, no del todo. En fín, yo le prometo a U. un buen rato de fastidio, que ahora necesita U. mucho para variar.- JOSE MANZO.

TEQUISQUIAPAN, AGOSTO 18 de 1853.

8 Se reiere a Don Santos Degollado. (Después de remitida esta carta, el Sr. Manzo fue desterrado de Morelia a Querétaro y de ahí a Tequisquiapan, de donde escribe ya la siguiente. Nota de J. R. F.)

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Por una nueva orden hemos salido, los que escribimos de Querétaro an-

tes de ayer, coninados a este mar, como dice uno de ellos, de órganos y peñascales y a fuerza del diablo quiere ser pueblo sólo porque tiene en lugar de iglesia un muégano de piedras, insulto soez a la divinidad. Este cambio nos ha sido sumamente sensible, pues todo lo bueno que tenía-

mos en Querétaro se nos ha cambiado en malo, ecepto la hospitalidad, que aquí nos sigue con la generosidad que había desplegado en nuestro favor en aquella ciudad, pues el vecino más rico de la población que es un señor Trejo, así como los dueños de la Hacienda de Tequisquiapan, que está a un cuarto de legua, han tenido verdaderas incomodidades por que no hemos querido irnos a su casa ni recibir alguna de sus francas y generosas ofertas. Esto es todo y lo único bueno de la población, lo de-

más es detestable: calles de órganos y empedradas al natural, con roca primitiva, con horribles picos y hondos precipicios, animados sólo por los gruñidos de los puercos y ladridos de los perros; indias que son el sarcasmo del bello sexo; indios, vivos representantes de la miseria, son hasta ahora los únicos semblantes que hemos visto alegrar la plazuela, un mesón, en donde nosotros dirijimos los trabajos de cocina y recáma-

ra, es nuestra habitación, y nuestras esperanzas las de que nos salga un órgano en la lengua o en otra parte.

¿Y enfermos? no faltan, porque en todas partes la humanidad es doliente; ¿y pesetas? están en la mente de Dios, que es el repartidor de todos los bienes, ¿y ocupación? ¡Ha! ésta es interesante; yo dirijo los trabajos de la servidumbre y Prieto 9 compone un romance. ¿Quie-

re U. más? Esto, si no es la gloria, sí puede ser pariente del enfermo. Pero en cambio vivimos juntos en continuas peripecias, con sus ratos de horrible lato, con sus ratos de tristeza, con sus ratos de risa; en fín, es nuestra vida la representación más genuina de la vida ¿De quién, pues, nos podemos quejar?

Mucho deseo tengo, tenemos, debí decir, de recibir sus letras; pues tenemos el disgusto de no saber si a U. también lo han removido. ¿Por qué no pide U. su pasaporte y se va a Europa? Váyase, U. y líbrese así de las acechanzas de enemigos que realmente desean su ruina; por

9 Guillermo Prieto, (también coninado al propio lugar.)

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sensible que sea su separación, nos daría U. un verdadero gusto ver lo fuera de peligro.

Adiós, nuestro excelente amigo, quiera el cielo esté U. disfrutan-

do la visita de Pepilla, a quien nos saluda U. y reciba nuestro corazón. Guillermo Prieto.- José Manzo.

TEQUISQUIAPAN, AGOSTO 21 de 1853

Dice U. bien; nosotros no tenemos cosa que se parezca a nuestros per-seguidores, pero ésto mismo es lo que hace nuestra culpa; ¿Le parece a U. poco haber sido bueno y honrado ante gentes que no son ni lo uno ni lo otro? son peores los enemigos a quienes se ha hecho bien, no lo dude usted.

Nos escriben de Méjico que es probable que el 11 del que entra nos hagan la gracia de nuestra libertad, en conmemoración de la azaña de nuestro héroe... Esta noticia nos contrista; pues, en primer lugar nos parece un nuevo insulto que nos otorguen una gracia que ni solicitamos ni hemos de solicitar y sobre todo porque no la merecemos, por lo mis-

mo que no hemos merecido el castigo; en segundo lugar, que hecho ya el mal, no nos acarrea ninguna ventaja, pues creo que muy pocos vol-veremos a nuestras antiguas residencias a sufrir el espionaje e insultos de nuestros enemigos. En in, sea lo que fuere yo no contestaré sino de enterado, pero no agradecido. ¿Que le parece a U.? J. M. Manzo.

TEQUISQUIAPAN, SEPTIEMBRE 4 de 1853.

En efecto, Ugarte no ha tenido conmigo y con U. sino motivos de grati-tud: si la gratitud pudiera albergarse en esos corazones de cieno y lodo; pero ya vemos que no es así, y que se ha convertido en vil instrumento de otros enemigos que no nos perdonan nuestras creencias. Esto es todo, pero para que vea U. lo que es aquel villano de mocho, le voy a contar a U. cómo se fue expeditando para darme el golpe. Todo el mundo, y él en

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primer lugar, estaba satisfecho que yo, en extremo obligado de las cosas públicas, y sobre todo con las pilladas y tonterías que en la última revolu-

ción hicieron los liberales y los no liberas, no pensaba en otra cosa que en ejercer mi profesión y mantenerme. No había pues motivo ninguno, ni el más leve, para poder razonar mi persecución; pero ella estaba decre-

tada, y con muchos meses de anticipación comenzó Dn. Pepe a decir a mis amigos que sentía mucho que yo me anduviera comprometiendo en complots y en escribir en el periódico de oposición, que entonces había en Morelia, pero que tal vez se vería precisado a perseguirme, cosa que repugnaba mucho. Esta hipócrita cantinela la repetía a cuantos por mía se interesaban, y aun algunos les hizo creer que yo en efecto tramaba algo. Tenía un obstáculo bastante fuerte para herirme, y era el de sus hermanas, que como U. sabe, me querían bien y estaban resueltas a defenderme de cualquiera agresión. Comenzó por hacer que las curara Cuevas, porque tenía fe en que las sumaría muy pronto, y las obligó de tal modo, que al dejarme me hicieron, hasta con lágrimas, las más sin-

ceras protestas de que sólo un compromiso la precipitaba a dejarme. En seguida se llevó a Da. Pepa a su casa, con qué sé yo qué pretexto, lo cual me impedía visitarla; pero esta Señora lo hacía a mí con frecuencia, y siempre me decía que me fuera de Morelia. Y había agotado, según pude comprender, todos sus recursos para libertarme. Yo le había dicho con anticipación y contestándole algunas insinuaciones que me hizo, que ya sabía que Dn. José me perseguiría a pesar de que ella me defen-

dería, pero que estaba resuelto a sufrir y a no evitarle este nuevo rasgo de infamia, puesto que él no quería obrar sino como un infame; que por lo mismo no me iba de Morelia, sino que aguardaba la explosión de su tonta y cobarde intriga.

Da. Pepa me regañaba por mis habladurías, pero yo concluía siempre rogando le dijera a Dn. Pepe que yo ni lo temía ni esperaba de él cosa buena; que obrara ya según mis deseos porque yo lo desprecia-

ba. Esto mismo dije a Morán varias veces y creo y tengo el gusto de que él lo habrá sabido. Algo le dije a él también, en una sola vez que me habló en tono de regaño amistoso; le dije que yo no me dejaba regañar y que era viejo para consejos, que obrara como mejor le pareciera. Con

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todos estos antecedentes ya esperaba y no me sorprendió mi destierro. Pero tengo el gusto de que ni por mí, ni por ninguno de mis compañeros, recibió la más ligera insinuación de el más pequeño favor. Los padres, pues, han quedado satisfechos y los mismo nuestros nobles enemigos.

Las cartas de ese pueblo no llegan aquí sino con siete o más días de retardo; ésto hace que no se puedan contestar con oportunidad, y, además, mi estada en Querétaro, así como mi repentina mudanza a éste, han hecho que se trastorne mi correspondencia; pero aunque con atraso, he recibido sus cartas y creo que ya habrá U. recibido mis con-

testaciones.En efecto, ya no necesitaba la recomendación para Trejo por

que tanto este Sor. como todos los vecinos notables de la población nos han abrumado con sus buenos tratamientos y con positivos favores, a pesar de que constantemente estamos rehusando algunos de los muchos que nos hacen. Hablando con verdad, en todas partes hemos recibido mil manifestaciones de aprecio y buena hospitalidad, de modo que sólo tenemos de molesto en nuestro destierro la separación de nuestras fa-

milias y de nuestros amigos. Nuestra casa hoy es el punto de reunión donde todo el día se ven los vecinos del pueblo, al grado que no nos dejan sino los ratos que les robamos para escribir. Esto me ha impedido seguir mis disparatadas disertaciones sobre moral socialista, que de otro modo le mandaría gustoso hoy; pero quizá será más tarde.

Guillermo pasa su vida haciendo versos que yo reuno copia-

dos en un libro; a propósito, ha hecho lindísimas composiciones, que U. verá én la primera oportunidad. Yo la paso curando enfermos con muy buena fortuna, pues casi todos han sanado y otros están en vía de curación. Esta circunstancia me ha grangeado alguna consideración y aprecio en la población. Hay aquí, a un cuarto de legua, una hacienda del mismo nombre del pueblo y cuyos dueños proporcionan cuantas distraccíones pueden. Entre ellos hay un joven, Román Michano, de un corazón virgen, de sentimientos sumamente generosos y expansivos; nos quiere mucho y no omite cosa por agradarnos; nosotros, por su-

puesto, lo queremos mucho y ojalá pudieramos formar ese corazón en que tan bien caerían las buenas doctrinas.

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Ha venido orden para que Guillermo se vaya a Cadereyta, pue-

blo distante de éste seis a siete leguas, pero en el que, según nos han dicho, se carece de todo, a pesar de que es más grande; pero ahora elu-

dimos la disposición con motivo de haberse enfermado de una fuerte indigestión; pero si insisten tendrá que irse y yo que acompañarlo, pues nos hemos propuesto estar juntos mientras podamos. Si así sucediera yo avisaré a usted.

Tengo una polémica con Arriaga;10 en una que le escribe a Prie-

to le recomienda me haga creyente, y me recomienda la caridad. Yo le he propuesto demostrar que sin las creencias religiosas se puede, y con mejor éxito, ser virtuoso y ejercer la caridad. Es lástima que la dilación que sufre la correspondencia no nos permita hacer algo pasable; ¡Qué bueno es Ponciano! quién había de creer que bajo aquella cara tan dura y tan seria se habrían de abrigar sentimientos tan tiernos e impresiones tan vivas? pero ello es así y sus cartas no parecen sino de un discípulo de Lamartine, incapaz de tirarse de balazos como éste.

Guillermo lo saluda a U. y yo me repito su muy amable amigo que le desea ver y S.M.B.-José Manzo.

TEQUISQUIAPAN, SEPTIEMBRE 27 de 1853.

¿Creerá U. que hasta ayer haya recibido su apreciable fecha 6 de éste y hoy la del 26 del pasado? preciso es creer que nuestras cartas sufren previa revisión o que el correo anda como lo demás.

En efecto, es un adelanto notable el tormento y la violación oi-

cial de la fé pública, así como el restablecimiento de los Jesuitas en nues-

tro país. No dilatará la inquisición y lo sentiré muchísimo por los gestos que el Santo Tribunal me haga ejecutar, con la gracia que me es genial; pero como ha de ser, cada quien, dicen, trae su sino al nacer, puede que el mío y el de U., tatita, sea el de que nos magullen y nos quemen; a lo menos será un bisté muy del gusto de nuestro padre Ignacillo.

10 Dn. Ponciano Arriaga.

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Hablando de serio ¿durarán estas cosas? El género humano que a fuerza de talento y de sangre ha ido conquistando tantos privilegios y tantas preeminencias contra los tiranos, se dejará de un golpe quitar cada una de estas cosas cuando ya tocaba el término de sus conquistas políticas, es decir, el mando del pueblo, es decir, la autoridad en éste? Cree U. posible, con nuestra civilización, con nuestras costumbres, con nuestro poder, el establecimiento de cosas que marcaron la civilización, las costumbres y el poder de hace tres siglos? Si tal fuera, sería preciso creer que la humanidad es una quimera, que los hombres no tienen entre sí más relaciones que las que les impone un déspota, que sociedad es un accidente para los hombres; en in, que las verdades morales que se deducen del estado de sociedad son mentira y que lo único que hay de cierto en las sociedades es un látigo y un fusil.

Yo que no creo esto último, y que veo que la sociedad es el es-

tado natural del hombre, y que el poder, como propio de los asociados, es una consecuencia rigurosamente deducida de este principio, tengo fe de que estos ataques no son sino los últimos colazos del monstruo mo-

ribundo. Imposible me parece que los hombres no despierten el día en que tomen en sus manos la Historia y con un lápiz en la mano resuman por orden numérico los bienes que disfrutan cuando no gobiernen los tiranos, en contraposición con los males que sufren con éstos.

Ya entre nosotros podemos decir que perdimos la libertad en todas líneas, el poder y prosperidad de los Estados y ganamos el des-

potismo ignorante y brutal: las alcabalas, las levas y los jesuitas. Esta comparación, tan supericial como es, me parece sin embargo bastante para producir la convicción en el más testarudo; vaya un caso bonito y que promete algunas conversiones. El hijo de Berruecos barre las calles ligado a un grillete porque habló mal de Santa Anna. ¡Ah conservado-

res! ¿pedíais la tiranía? pues no es malo que algo os toque: bien merece el aparejo el que se creyó jumento.

Gracias a Dios no hubo perdón; ni lo quiero, ni lo espero. Las persecuciones siguen ¡Riva Palacio ya pasó por Querétaro para So-

nora, según dicen! Se habla de Muños Ledo y de Ceballos, de éste último lo sentiría porque este ha prostituído de un modo indecente el

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padecimiento que Selis ha reservado a los hombres de bien. Es verdad que lo miso podría decirse de Robles y otros pocos, pero todavía éstos tienen cierta corteza de decencia que no pudo cubrir el otro.

En Morelia es una gloria lo que pasa, se han hecho multitud de prisioneros, se han cometido vejaciones sin número y siguen con mano irme dándole a los débiles y a los inocentes; sin embargo, hasta hoy es un misterio lo del espectro, causa de todas las energías del mochito.

Adelante, adelante, ya sabrá U. que al ilustre García Torres lo despojaron de su establecimiento y le han impedido circular los avisos de su imprenta trasladada a otro punto, que por ellos lo multaron en 100 pesos etc. ete., ahora sí dirá el pobre de Torres: adelante, adelante.11

Salúdeme U. a los SS. Sancha y Soto, a Pepilla de mi parte y de la de Camilita, y Prieto y U. reciba el siempre sincero afecto de su amigo q.b.s.m.

TEQUISQUIAPAN, OCTUBRE 3 de 1853.

Ayer me entregó el señor Trejo su apreciable última. Este señor viene haciendo mil elogios de U. y yo participo de la satisfacción consiguiente.

Nada aclara el horizonte en nuestro favor. Hoy hemos recibido cartas de Méjico en que nos dicen que probablemente con García Torres han sido desterrados otros diez y siete: se habla de Lacunza, Olaguíbel, Lafragua etc. Creo que estará aquí incluso Sabás. (Nota de J.R.F.: reie-

re a D. Sabás Iturbide) Parece pues que mi esperanza de que variará la política con la muerte de Tornel sale fallida, como ha de ser, ojalá que nos joroben, que harto lo hemos merecido por güajes

Ya Prieto piensa en escribir la historia de los últimos seis años, para lo cual está reuniendo ahora los datos correspondientes. Se ha pe-

netrado de lo interesante que será esa obra y se ha decidido a escribirla. Contamos con que U. hará también, por su parte, una magníica cosa. Yo, pobre de mí no se más que curar, y ésto mal, y no hago más que ésto.

TEQUISQUAPAN, OCTUBRE 23 de 1853

11 Se reiere al periodista e impresor D. Vicente García Torres.

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Juntas recibí hoy sus muy apreciables fechas 11 y 18 de ésto y a la verdad ya tenía necesidad de ellas, pues hacía cosa de 20 días que no tenía ninguna noticia de U. Mucho me alegro que U. esté bueno y lo mismo Pepita, así como sentiré, por el lado del egoismo, que U. se nos vaya; aunque ya sabe U. que siempre he tenido la idea de que sólo así está U. seguro de un atentado... Yo nada sé respecto a que quieran mandar a U. fuera de la República; pienso casi tengo seguridad de ello, visto lo que estos señores se proponen con todos nosotros, y es extraño que no lo hayan hecho. ¡Cómo ha de ser!

También a mí me escribe Gallaga y vaya una carta. ¡sobre que me transforman en Zenón! a mí, pobre diablo, que gusto y saboreo las papas fritas y el buen chorizón, lo mismo que los postres y hasta la plebeya panocha!. Me mandó una caricatura consistente en un puñal con este lema en la hoja: perme reges regnant. Mucho me gustó, ojalá cultive el género porque parece que le da bien. Mucho le agradezco no nos olvide en nuestra mala época.

Dichoso U. que está proporcinándose calor. Si fuera artículo re-

misible le mandaría un poco del que aquí nos sobra. Estamos en este mes lo mismo que en Agosto; por nuestro país, insoportables calores en el día y aguaceros fuertísimos en la tarde. Son las siete de la noche y ha llovido casi todo el día, y sin embargo estoy escribiendo sin chaqueta porque no tolero el calor de la pieza. El frío aquí no lo ha encontrado Prieto sino en las chicas, pues las encuentra tan heladas que ni las más ardientes producciones de la poesía les despierta el deseo de encararse con el vate y me encarga perfeccione U. su máquina de calentadores aplicada al bello sexo y le mande U. un ejemplar.

Mucho me va a servir su carta del 11 para escribir a Ponciano, que Se haya arrebatado de un tal desaliento que me da coraje. ¡Qué diablos de naturalezas ardientes, tan fáciles para desaiar cualesquier peligro y tan incapaces de constancia; ya se ve, el pobre de Arriaga ha sufrido mucho, mucha pobreza, hasta no tener qué comer; enfermeda-

des y lo mismo su familia que está en Méjico. Ya vendrá en él la reac-

ción y se compondrá; tengo ésto por seguro.

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Mucho me alegro de que no sea cierto que U. se va de Maravatío; aunque sea en nuestros últimos años, tengo esperanzas de que los pace-

mos juntos por esa tierra que nos vió nacer, y en donde ha nacido también nuestra amistad. Pocos amigos tendremos a esa época, pero serán buenos; pues han pasado por las pruebas de la desgracia y de la ausencia.

Salúdeme U. a Pepilla de mi parte, y Camilita, y Prieto los salu-

dan a ustedes y yo me repito su amigo q.b.s.m.

JOSé mAnzO.

Han desterrado de Zitácuaro a Arroyito.

Estoy leyendo a Lemaitre otra vez; por in lo conquisté de Car-doso, en cuya casa dormía el sueño de la muerte; porque en dos años que lo tuvo no le mereció, según creo, una leidita. A mí me gusta mu-

cho, y ha venido a rectiicar y a esclarecer, esta nueva lectura, mis ideas de un modo que aun me ha hecho concebir un plan de organización social como unas pascuas; lástima que no sepa escribir, pudiera ser que contuviera algo bueno. Este plan debe comenzar por ijar la idea de Dios en el Universo; después de éste en sus relaciones con Dios; luego la del hombre en sus relaciones con uno y otro, y deducir de aquí el destino del hombre y como medios para llegar a él la sociedad y como consecuencia de ésta la moral. La clave de U. es la única verdadera y da solución, a lo menos en mi caletre, a todas las cuestiones sociales pero va a dar al comunismo: último término de la perfección humana. Ojalá que pueda hacer algo, se lo prometo a U. y para que se fastidie, y para que vea que la cuestión la estudio.

dEL LIbRO: dOn mELcHOR OcAmPO

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Referencias, sobre Melchor Ocampo, tomadas de la obra:

“Juárez y su México”

RALPH ROEdER

Universidad de Harvard

Los amigos de Mora no dejaron de profundizar el fondo mórbi-do de estas manifestaciones. “Sobre nuestras cuestiones inte-

riores, fundadas sobre la base de la nacionalidad -le avisaron- existen dos partidos que se fortiican en silencio y que tienden,

el uno a la monarquía extranjera, y el otro a la agregación a los Estados Unidos; y lo que parece increíble, estos dos partidos se apoyan sobre una misma idea: la de nuestra incapacidad para gobernarnos.”

Ante el dilema, los amigos de Mora invocaron una vez más sus luces. La posición que ocupaba en Londres era una atalaya que domina-

ba el horizonte político y un centro de información que recibía y coor-dinaba la interpretación cotidiana de los movimientos mundiales. Desde aquella eminencia resultaba fácil para un observador experto descifrar la ainidad entre una conmoción de un lado del océano y la contraparte, aparentemente inconexa, del otro. Pero los amigos pusieron al maestro en un predicamento cruel. Para contrarrestar la reacción en México todos los medios indicados eran contraproducentes. Mora no simpatizaba con el socialismo; si una reacción provocada por la doctrina disolvente ame-

nazaba con precipitar el retroceso en Europa, ¡cuánto más lejos llevaría el simulacro exótico a un país tan atrasado como México! En cuanto a la agregación a los Estados Unidos, ni hablar de ello: no se había llegado aún al suicidio nacional. ¿Cuál era, pues, la solución sensata? Propugnar

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su programa original, en las circunstancias críticas de la posguerra, con el peligro de provocar complicaciones incalculables para el progreso de la patria, signiicaba una responsabilidad pesada para el reformador, ya propenso a dudar de los remedios drásticos, a experimentar el temor de engañarse y a perder la conianza con que antes aventuraba todo so-

bre las frágiles seguridades de la razón humana. El oráculo enmudeció. Para la resolución de un problema tan delicado y difícil, sólo él tenía la autoridad suiciente para opinar; su cordura, su valor, su inteligencia y su contacto íntimo con las condiciones internacionales en aquel trance le daban el derecho de dirigir a sus discípulos ; pero la invocación llegó tarde : superado ya por la historia, Mora había llegado al in de su misión revolucionaria. Moralmente paralizado, estaba físicamente agotado. La tisis, iel compañera de su vida de miseria, engordándose con los años magros del destierro, le obligó, al in, a renunciar a todas sus activida-

des y a dejar trunca para siempre su obra; y regresando a París, se inter-nó en una clínica. En los últimos meses de su existencia, casi se sentía en su casa en Francia, bajo aquella Segunda República que parecía, con sus turbias intrigas y sus múltiples combinaciones infructuosas, que es-

taba mexicanizando a su segunda patria. A través de la distancia que les separaba, y con el corto tiempo que les quedaba, sus amigos consultaban todavía al moribundo, pendientes de su última palabra. El triunfo de la burguesía liberal en Francia, la adopción de una Constitución forjada bajo la fórmula de Propiedad, Religión, Familia y Orden, que borraba a la original de Libertad, Fraternidad e Igualdad, tranquilizaba sus temores por lo pronto. Pero dudaban de la estabilidad del régimen republicano, se sentían preocupados por la elección de Luis Napoleón a la Presiden-

cia de la República, anticipaban una vuelta monárquica con los rumores que corrían de que el Príncipe Presidente estaba preparando un golpe de Estado en la sombra. En tal caso, ¿llegaría la reacción hasta México? ¿Y cómo?, ¿y cuándo?, ¿y en qué forma? Pero los sondeos quedaron sin respuesta, porque todas estas cuestiones palpitantes, todos esos enigmas apremiantes, tenían un interés muy remoto para el doctor Mora. El 14 de julio de 1850, con la resonancia lejana de quién sabe qué celebración nacional pulsando en su cerebro, sobrevino la muerte.

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La última palabra, la que no llegó a pronunciar, era su legado a la generación venidera. A la juventud liberal Mora dejó un ejemplo de recia independencia y un ideario luminoso, oscurecido al in por los obstáculos que la dilación suscitó a la realización de su iniciativa. Pero ¿dónde, en 1850, estaba la nueva generación? ¿Dónde se encontraba la juventud bastante madura para abrazar sus consejos cautos y contrácti-les, y bastante verde para campear en su defensa? Aquella generación, siempre en marcha y tanto tiempo esperada, había tardado mucho en llegar y hasta la fecha contaba con pocas personalidades de relieve en sus ilas. Aquí y allí se adivinaba alguno que otro valor, pero todavía en formación, y siempre que se le acercaba un adepto, Mora le recibía con agrado; pero pocos fueron lo suicientemente acomodados para viajar, y ninguno era lo bastante formidable para merecer el destierro. Tal fue el caso de Melchor Ocampo. En 1840 vino a París y por curiosidad o por respeto al ilustre expatriado, le hizo una visita de cumplido; pero la impresión que le dejó Mora le quitó el deseo de tratarlo. «Es senten-

cioso como un Tácito -declaró Ocampo-, parcial como un reformista y presumido como un escolástico.» La apreciación revelaba a ambos por igual. Tanto se había extremado Mora en su misión, tanto se había mor-tiicado en una vocación que no perdonaba a sus adeptos, que quedó, por ende, víctima de sus rigores; y en 1840 Ocampo no pensaba en re-

formas sociales. Diez años más tarde, al desempeñar el cargo de Minis-

tro de Hacienda en México, Ocampo modiicó su opinión del recluso y le dirigió una carta cordial, reiriéndole sus propios problemas. Pero en 1850 Mora estaba moribundo y Ocampo era apenas un pasante político. La capa apostólica quedó vacante.

Y hacía falta estatura para asumirla. Mora dio la medida en una breve nota autobiográica. Formulados a la escala de su propia talla, los requisitos del reformador eran rigurosos, y como todas sus exigencias, difíciles de alcanzar: «Frío en sus pasiones e invariable en sus desig-

nios», empezó por asentar; preparado por una amplia cultura, máxime en las disciplinas morales, políticas y económicas -siguió diciendo-, y dotado de un carácter elevado, a la altura de su misión: independiente, desinteresado, valiente, mo desto, un aristócrata moral, en suma. De

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todos estos atributos Mora se preciaba de ser el modelo. Pero ¿dónde se hallaba el émulo capaz de pretender a tales prendas, sin sucumbir a su peso en México? Con su autorretrato, Mora dictó su propio óbito. Y si el aspirante tenía la vocación, no podía atribuirse más que la mitad de la sucesión; con el valor, la ilustración, el carácter, ¿quién era capaz de reunir la experiencia madura del maestro y la comprensión cosmo-

polita indispensable para promover la reforma en las arduas contin-

gencias de la posguerra? La misión era más exigente que el hombre, y con Mora la raza privilegiada parecía haber muerto. La cruzada había llegado a una encrucijada sin salida; el dilema cerró el paso a los más intrépidos; la mortiicación nacional se manifestaba en la postración de la vida pública; el cansancio de la lucha era tan general que nadie se postulaba por la sucesión revolucionaria; la juventud miraba al por-venir con los brazos cruzados. Los viejos políticos, por consiguiente, siguieron en el mando, a pesar de su ineptitud catastróica, y los viejos pensadores volvieron al escenario.

Pero los viejos pensadores volvieron en una actitud radical. Ala-

mán era tímido por temperamento, y su ilosofía política se basaba sobre el temor; pero al volver a la palestra, el temor mismo le obligó a tomar la ofensiva y a asumir una actitud atrevida. Abandonando la Historia inaca-

bada, se echó a cuestas la defensa errática de una reacción radical y se convirtió en mentor de un partido monárquico en todo menos el nombre. El nombre era anatematizado: el primer propagandista que se atrevió a abogar por la monarquía en México -se llamaba Gutiérrez Estrada- se vio obligado a emigrar a Europa en 1840; y aunque la idea había ga-

nado terreno desde entonces, era todavía una piedra de escándalo que provocaba alborotos en las asambleas políticas. En vísperas de la guerra Alamán se había asociado con una camarilla monarquizante, encabezada por el arzobispo de México y por un general que abandonó la defensa de la frontera para apoderarse del gobierno; y cuando el autor de la Historia se reincorporó a la vida política, no se le perdonaban sus antecedentes. En los comicios se le tachaba de borbonista, absolutista, antipatriota y enemigo de la independencia, y a pesar de sus protestas, se siguió detur-pándolo con tales epítetos : el historiador no logró librarse de su libro, y

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el autor que compuso la Historia de México en son de apología a Cortés y de endecho por la Independencia, y que la cerró con un homenaje a Iturbide, había puesto el índice sobre el corazón con demasiada franque-

za para disimular la vena umbilical que la hacía latir. Sin embargo, y sin renegar de su obra, Alamán negó rotundamente que era monárquico, y el mentís no era mentira; después de la revolución en Francia, la idea de pedir un pretendiente en París era poco recomen dable en México. El año de 1848 fue funesto para la monarquía en todas partes, y acomo-

dándose a las inclemencias del tiempo, el político se conformó con el dicho de Mora de que «el medio más sabio y más seguro de prevenir las revoluciones de los hombres es el de apreciar las revoluciones del tiem-

po y de acordar lo que ellas exigen». Andando el tiempo y adaptándose a sus rigores, Alamán llegó al Congreso; pero su partido perdió terreno en las elecciones y tuvo que contemporizar. Conservador, Alamán co-

rrió la misma suerte que como monárquico vergonzante: por más te-

rreno que cedía, siempre había más que ceder. Vino el año de 1850: el primer periódico socialista vio la luz en México, y la primera huelga; abundaban los sin trabajo; el malestar económico fomentó un brote de guerra de castas; los disturbios tomaron por consigna la repartición de las haciendas y la coniscación de los bienes del clero ; y en 1851 Mel-chor Ocampo llamó fuertemente la atención nacional con su polémica con el cura de Maravatío -señales todas que indicaban la tendencia le-

vantisca de los tiempos corrientes y que alarmaron a quienes andaban sobre aviso, poseídos de previsión y de pavor. Y mientras andaban sin defensa y obedeciendo al tiempo en México, en Francia el golpe de Estado de Luis Napoleón borraba la pobre icción de la Segunda Repú-

blica. «Nosotros nos llamamos conservadores -decían en su profesión de fe porque queremos conservar la débil vida que le queda a esta pobre sociedad.» Pero ¿cómo conservarla siguiendo siempre a la defensiva?, ¿cómo contemporizar con los contratiempos incontrastables?, ¿cuánta vida les quedaba sin recurrir a la cura cáustica de las lágrimas? Corría el tiempo y con cada año más urgente se volvió la alternativa de la re-

volución o la contrarrevolución, más difícil, el término medio, y más peligroso, marcar el paso.

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Mora y sus amigos habían vaticinado que la reacción tardaría mucho en manifestarse en Europa; que provocaría una resistencia acé-

rrima allá; y que llegaría hasta México. Acertaron en la cola de sus de-

ducciones. En México la tregua social duró lo que duraron los millones norteamericanos que estabilizaron al gobierno; cuando se agotaron, vino la reacción. Pero vino tarde y no en consecuencia de un levantamiento revolucionario, sino en forma de un movimiento contrarrevolucionario para prevenir tal eventualidad. Promovido por el temor, y ocasionado por un estado de ánimo que no correspondía de manera alguna al estado de la nación, el proiláctico surtió el efecto contraproducente, provocan-

do la verdadera revolución contra la cual se preparó la inmunización. La última palabra que Mora no llegó a pronunciar la formuló Alamán, y era la palabra fatídica: ¡ Absit omen!

En 1853 el gobierno fue derribado por un motín y Alamán y sus correligionarios llegaron al poder sin oposición. El motín hubiera sido sin signiicación a no ser por las fuerzas que se coligaron para darle impulso. Brotando como el acostumbrado cuartelazo, ya estaba a punto de fracasar cuando el clero y los terratenientes se solidarizaron con los pronunciados para resguardarse contra la premonición que todos com-

partían de una inminente oleada de reformas. Sublevándose a ciegas, los propietarios partieron de estampida, asustados por un presentimien-

to tan fuerte que bastaba la más mínima alarma para ponerlos en movi-miento; y muy insigniicante, en efecto, fue la amenaza que precipitó la estampida. Muchos eran los patrocinadores, pero para quienes tenían la responsabilidad de la reacción importaba menos que el porqué del movimiento, un estado de ánimo propenso a todos los extremos, y un pánico tan agudo que los arrieros clamaban por providencias fuertes, y hombres fuertes, para frenarlo. Alamán redactó un plan; mas Alamán era un ideólogo, y tanto escaseaban los hombres fuertes en aquel mo-

mento, que ni la percepción del sabio, ni el husmeo del hato, lograron localizar ninguno. Pero les quedaba siempre Santa Anna. Éste, por lo tanto, fue llamado del destierro y encargado de la ejecución del plan.

Las condiciones impuestas al caudillo, así como el origen, la causa y los ines del movimiento, le fueron comunicados por Alamán en

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una carta que solicitaba su colaboración y que puso al desnudo la triste anatomía de la sociedad y la débil vida que conservaba en 1853. Tres eran los responsables de la reacción. El autor intelectual era Alamán; el apoderado de ponerla en práctica, Santa Anna; y el crédito lo recibió Ocampo, a cuya querella con el cura de Maravatío, Alamán atribuyó el origen del mal. “La revolución, quien la impulsó, en verdad, fue el gobernador de Michoacán, con los principios impíos que derramó en materias de fe, con las reformas que intentó en los aranceles parroquia-

les, y con las medidas alarmantes que anunció contra los dueños de terrenos, con que sublevó al clero y propietarios de aquel estado, y una vez comenzado el movimiento, siguió lo de Jalisco, pero que no habría progresado si no se hubiesen declarado en su favor el clero y los propie-

tarios; desde entonces las cosas han ido encadenándose, como sucede en todas las revoluciones cuando hay acopiado mucho disgusto, hasta terminar en el llamamiento y elección de usted para la presidencia, na-

cido de la esperanza de que venga a poner término a un malestar general que siente toda la nación. Ésta y no otra es la historia de la revolución por la que vuelve usted a ver el suelo de su patria.”

A cada cual su parte; y Alamán se reservó la suya al exponer, punto por punto, el plan maestro que le valía el derecho de propiedad in-

telectual. «Es el primero, conservar la religión católica, porque creemos en ella, y porque aun cuando no la tuviéremos por divina, la considera-

mos como el único lazo común que liga a todos los mexicanos, cuando todos los otros han sido rotos, y como lo único capaz de sostener la raza hispanoamericana y que puede librarle de los grandes peligros a que se está expuesta. Entendemos también que es menester sostener el culto con esplendor, y los bienes eclesiásticos, y arreglar todo lo relativo a la administración con el Papa, pero no es cierto, como han dicho ciertos pe-

riódicos para desacreditarnos, que queremos inquisición, ni persecucio-

nes, aunque sí nos parece que se debe impedir por la autoridad pública la circulación de obras impías e inmorales.» Plan razonable y conforme a la época: nada de Inquisición, nada de persecuciones anacrónicas, pero nada tampoco de sinrazón republicana. «Estamos decididos contra la Fe-

deración; contra el sistema representativo por el orden de elecciones que

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se ha seguido hasta ahora; contra los ayuntamientos electivos, y contra todo lo que se llama elección popular, mientras no descansa sobre otras bases. . . Estamos persuadidos de que nada de esto lo puede hacer un Congreso, y quisiéramos que usted lo hiciese, ayudado por consejeros poco numerosos que preparasen los trabajos. Éstos son los puntos esen-

ciales de nuestra fe, que hemos debido exponer francamente y lealmen-

te, como que estamos muy lejos de pretender hacer misterio de nuestras opiniones, y para realizar estas ideas se puede contar con la opinión ge-

neral que está decidida en favor de ellas, y que dirigimos por medio de los principales periódicos de la capital y de los estados, que todos son nuestros. Contamos con la fuerza moral que da uniformidad del clero, de los propietarios, y de toda la gente sensata que está en el mismo sentido. . . Creemos que estará usted por las mismas ideas, mas si así no fuera, tememos que será gran mal para la nación y aun para usted.» En tal caso, recomendó al desterrado que quemase la carta y se olvidase del asunto.

¿A Santa Anna qué le quedó? La repatriación, la dicta dura y las luces de Alamán para suplir a las suyas; y sobre estas bases se cerró el contrato. Santa Anna regresó a México y no sólo se conformó con el plan, sino que lo puso en vigor con una energía gratuita que nada era ca-

paz de justiicar sino el temor a una revolución genuina. No hubo opo-

sición; la seudorrevolución iba dirigida contra enemigos imaginarios, y los verdaderos fueron formados por un grupo de hombres que padecían de manía persecutoria y adolecían de hipertroia de tino y precaución. Se adoptaron medidas de seguridad pública para conservar el orden, la familia, la religión y la propiedad; y a las garantías acostumbradas Santa Anna añadió las suyas, ya históricas. Su primera providencia era la de limpiar el país de personas indeseables; se redactó una lista de proscritos, pero corta e incompleta; ya que en las ilas liberales falta-

ban, tanto como en las suyas, hombres fuertes. Sólo dos le parecieron lo suicientemente peligrosos para merecer la capa de Mora. Uno era Ocampo, que fue expulsado del país sin explicaciones y sin tardar. El otro era Juárez.

Al terminar su gobierno de Oaxaca en 1852, Juárez había vuelto al Instituto, como rector del plantel, y a las ocupaciones de su bufete.

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Los pobres constituían siempre su clientela, y los pleitos le llamaban muy a menudo a la sierra; acababa de despachar un litigio en el Distrito de Ixtlán, y estaba a punto de iniciar otro en un pueblo del valle, cuando fue detenido, el 27 de marzo de 1853, y se le condujo fuera del estado escoltado por un piquete de caballería, sin más explicación que un pa-

saporte, señalando como su destino inmediato la villa de Jalapa, capital del estado de Veracruz y sede de la hacienda ancestral de Santa Anna. En Jalapa fue coninado por casi tres meses, vigilado por la policía, pero siempre sin acusación formal, vejado por órdenes contradictorias de seguir adelante y burlado por vacilaciones oiciales y dilatorias des-

póticas. A pesar de sus protestas, las autoridades permanecieron im-

penetrables, hasta que el hijo de Santa Anna lo puso en un coche y lo acompañó a Veracruz. Aquí fue encarcelado en la fortaleza marítima de San Juan de Ulúa, pasando once días incomunicado en las mazmorras bajo el nivel de las aguas, con el rumor de las olas y el silencio de las piedras por única indicación de su suerte. Al duodécimo, recibió la in-

timación de hacer su maleta, y con un pasaporte para Europa, fue con-

ducido, enfermo, a bordo del paquebote británico. Fuera del pasaporte, las autoridades no habían hecho ningún arreglo para su transporte y los pasajeros tuvieron que hacer una colecta para pagar su pasaje hasta el primer puerto de escala. Desembarcado en La Habana, y provisto de fondos por su familia, prosiguió su viaje hasta Nueva Orleáns, donde, con un puñado de desterrados políticos, resueltos todos a reorganizar su patria, conoció, por in, su destino.

Tanto o más misteriosos que los designios de la Providencia eran los designios de Santa Anna; pero en los designios de la Providencia es-

taba reservado para Santa Anna, siempre carente de previsión y dirigido por una camarilla sobredotada de tal mérito, la suerte de determinar, en un triunfo supremo de improvidencia, el destino de Juárez. La proscrip-

ción de Ocampo era la consecuencia lógica de su actividad como agita-

dor. Ocampo representaba un peligro posible; pero el nombre de Juárez no sonaba a siniestro en 1853. Liberal moderado e inofensivo -como todos los liberales desarmados y morigerados por la guerra con los Es-

tados Unidos- se le conocía sólo por su gobierno modelo de Oaxaca.

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En su propia comunidad era un hombre de talla; pero no fue hasta salir proscrito de su provincia cuando comenzó a igurar en el mundo. Tenía 47 años y poco había hecho hasta entonces en abono de la conianza con que Miguel Méndez lo había señalado, tanto tiempo atrás, como el futuro misionero de la causa liberal: la promesa tanto tiempo dilatada se había vuelto siempre más eventual, y si bien su fe permanecía irme, mucho de su fuerza se había disipado en la contemporización, los aco-

modamientos, la circunspección con que la practicaba. Había alcanzado la edad de discreción en que, por lo común, el carácter queda formado y las costumbres se han ijado, y con cada año los obstáculos se acu-

mulaban y se hacían más pesados: la rutina de la vida normal, los lazos familiares, las obligaciones y las comodidades del conformismo, la sa-

tisfacción de un modesto triunfo, el plácido maridaje de las supericies y las profundidades, todo conspiraba insensiblemente para sosegar los ardores entibiados de la juventud. Entonces vino el golpe: agarrado de relance y arrancado de su complacencia, desarraigado de su tierra, arro-

jado a lo desconocido y separado de sus seguridades, Juárez recobró sus rumbos, gracias a la memoria implacable de Santa Anna.

Porque, si los designios de Santa Anna eran misteriosos, no eran indescifrables. No fue un capricho casual, ni siquiera una maquinación política, sino la manifestación lógica de la mentalidad de un hombre para quien lo político y lo personal eran inseparables, lo que llevó a Santa Anna a vengarse del presumido que le había cerrado las puertas de su estado seis años antes. Pero tan lejos estaba Juárez de adivinar el motivo personal, y tan poca importancia concedía al incidente de 1847, que no se le ocurrió relacionarlo con su desgracia en 1853. Al relatarlo en sus Memorias, atribuyó su desgracia a los vuelcos normales de la política, imputándola a las intrigas de oportunistas anónimos pronto a congraciarse con el nuevo régimen -»hombres ambiciosos y vulgares -decía- que se hacían lugar entre los vencedores, sacriicando al hombre que durante su gobierno sólo cuidó de cumplir con su deber sin causar-les mal ninguno. No tenían principios ijos, ni la conciencia de su propia dignidad, y por eso procuraban siempre arrimarse al vencedor, aunque por ello tuvieran que hacer el papel de verdugos». Y con el sentimiento

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de la inocencia ultrajada se enfrentó a un contratiempo que sinceramen-

te creía no haber hecho nada para merecerlo. «Yo me resigné a mi suer-te, sin exhalar una queja, sin cometer una acción humillante», terminó diciendo. No era éste el sentimiento de un rebelde ni de un resentido; cada palabra delataba su candidez política. La adversidad sólo tenía el valor que él mismo le concedía por su propia conducta; y no alzó los ojos hasta Santa Anna para no mirar tan bajo.

Pero, además de Santa Anna, había el partido. Tampoco a esta consideración le concedió la importancia que merecía. Lejos de sos-

pechar que su suerte tuviera alguna signiicación política, la minimizó como una simple desgracia personal. Conocido como un liberal discreto y un gobernante ejemplar, no se le ocurrió que la combinación pudiera resultar tan peligrosa como la iconoclastia de Ocampo.

¿Cómo iba a suponer que su buen gobierno en Oaxaca, sin sectarismos y casi conservador en su constante manifestación de moderación y orden, había de inquietar a la reacción tanto o más que una provocación declarada? Juárez se preciaba de ser un hombre sensato; y hacía falta una credulidad extrema, o una intuición excepcional, para creer que un ejemplo tan seguro amenazara a un partido obsesionado por su propia inseguridad, o que un triunfo tan conservador tuviera proyec-

ciones subversivas sólo por ser obra de un liberal. Tanpoco adivinaba la psicología de la reacción que se creyó víctima de un accidente político, en vez de una regla política. Nunca le había pasado un accidente com-

parable a Alamán y tenía aún mucho que aprender: primero y por regla general, que de nada le habían servido los años de conformismo; que en los tiempos cargados de tensión social nadie era insospechable y nadie podía ser neutral, ni inocente, ni inocuo; y que pedir razón a la reacción era pedir cuentas al culpable. La lección penetró tarde pero profunda-

mente y para siempre, en el destierro, donde trató a reducido grupo de refugiados, víctimas de la misma experiencia y resueltos todos a apro-

vecharla, acabando la obra iniciada por la sociedad anónima cuya razón social se llamaba Santa Anna. De los proscritos congregados en Nueva Orleáns ninguno era notable, sin su relevante desgracia, con la excep-

ción de Ocampo, a quien conoció por primera vez en la emigración y

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con quien trabó una amistad fecunda.Ocampo no era un rebelde nato. Criado en el mundo cerrado

de la aristocracia criolla, había asimilado la mentalidad de su clase y adquirido el sesgo moral de una vida recogida, mucho antes de romper el molde. De un lucifer no tenía otra marca que su origen oscuro. Hijo adoptivo o natural de una dama renombrada en Michoacán por el gran lujo, el gran tren, y la gran caridad que desplegaba una vez al año, al pasar la Semana Santa en la capital, y que regresó a su hacienda un día, llevando una criatura entre las reliquias que lucía en su pecho, el niño salió más a la madre adoptiva que al padre presunto. Éste era, o se reputaba, un insurgente perseguido, que disfrutó de la caridad de la dama durante la guerra de Independencia. De todos modos, cualquiera que fuese su origen, el niño tenía buena sangre por ambos lados y no tardó en demostrarlo. Menor de edad cuando su madre falleció, deján-

dole en herencia sus bienes y su tradición de caridad pródiga, el joven se encontró a pocos años tan cargado de deudas que un día de 1840 desapareció de la comarca, engañando a su tutor con una patraña extra-

vagante de haber sido confundido con un enemigo de Santa Anna, asal-tado, plagiado y embarcado para Europa. Pero siendo su tutor no sólo el apoderado de sus bienes, sino su padre presunto, al llegar a París, le reveló la verdad. «Sin recursos con qué cubrir mis deudas -le escribió-, iba bien pronto a aparecer en mi verdadero carácter, es decir, como un mentecato que, en parte por una tonta vanidad, en parte por una mal entendida beneicencia, había preferido en los últimos tres años cum-

plir con las obligaciones que sus pródigas promesas le habían contraí-do, más bien que atender a las sagradas de su verdadero deber. Había insensiblemente granjeádome una tal reputación de generoso, que no había semana, y en algunas ni un día, en que no se me presentara una nueva demanda ... y débil e incapaz de decir un no, no podía cortar el mal en su origen, no veía en lo futuro sino humillaciones amargas, arrepentimiento tardío y merecido oprobio. Era, pues, indispensable evitar con tiempo todo esto, y el único medio que mi acalorada razón encontró fue venirme.» Pero como no hay mal que por bien no venga, contaba con la venia del tutor y juró reformarse en París, ganar el hábito

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del trabajo, «que nunca he tenido arraigado y que la falsa prosperidad de los últimos años me ha hecho perder», y al mejorar de carácter re-

gresar a su tierra y servir a su patria con lo que había aprendido con la práctica de la autodisciplina. «No hay, señor, peor tormento -insistió- que el desprecio fundado de sí mismo.»

En París, el pródigo se dedicó a la pobreza penitencial, priván-

dose rigorosamente del socorro de su tutor por temor de que sus cen-

sores en Michoacán «tomaran mi pobreza por una reinada hipocresía y todas mis acciones por otras tantas falsedades». Al cernir el cilicio, vigilaba también sus motivos. “Aunque mi necesidad era grande, pues hasta mi camisa la publicaba -siguió explicando en medio de sus mor-tiicaciones-, yo creo que el sentimiento de vanidad, por el cual creía probar que no eran ciertas estas versiones, pudo más en mí en aquel momento que el hambre, la desnudez y sobre todo la repugnancia que sentía de causar a usted este nuevo embarazo.» ¡Vanidad! La palabra corría siempre bajo su pluma y la cosa bajo su talón, y aunque la vi-gilaba de cerca, el laco tomaba las formas más proteicas; y cuando lo adivinó en acecho tanto en sus privaciones como en sus prodiga-

lidades, quebrantó el ayuno. No fue sólo sus deudas, sino el afán de correr el mundo y de mejorar de educación, lo que motivó su fuga; no eran irreconciliables las dos razones, y al recibir un anticipo de sus rentas, facilitado por su tutor, se resolvió a viajar. La penitencia no era incompatible con la curiosidad; París no era el único purgatorio, ni la mortiicación, la única forma de reformar el carácter; y hubiera sido el colmo de la improvidencia desaprovechar las oportunidades, tan abun-

dantes en Europa, de adquirir también una disciplina cientíica. Venci-dos, pues, los escrúpulos, hizo un viaje a pie a través de Francia, Suiza e Italia, informando escrupulosamente al tutor de los conocimientos recogidos en la ruta. «Es verdad que a veces mi estómago ha pagado el gasto, por no decir casi siempre, pues ha sido preciso ayunar para ver todo esto, pero le aseguro que, por lo que he visto, vale bien la pena de comer por algunos días sólo pan y manzana, y convendrá V. en que, una vez en Italia y con mis ideas, más fácil era consentir en suicidio que en resistir la tentación de ver.» En Italia le tocó ver y reconocer otra vez

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los subterfugios de la vanidad, aunque en forma ajena a la suya. Roma era toda una revelación, con la vida sórdida de la plebe, con los barrios pobres del Transtévere, con los palacios parecidos a otras tantas ruinas antiguas, y sobre todo con la vanagloria del gran mundo ultramontano: en aquel centro de ilustración lo que más le impresionó era lo que me-

nos llamaba la atención de los devotos: la ostentación de la caridad, la pordiosería universal, solazándose en la opulencia y el ocio de la capi-tal papal, y el hedor de la miseria saturando el olor de la santidad. ‹›La muchedumbre de mendigos es asombrosa; piden limosna al Papa, los cardenales, los obispos, los clérigos, los frailes, los magistrados, los empleados, los ciudadanos, los rancheros», apuntó a vuelo de pluma; y no sólo la mendicidad, sino la anarquía de los estados pontiicios le recordaba a México. Los caminos estaban tan infestados de bandidos, que optó por regresar a Francia por mar. Las impresiones recogidas en el recorrido no eran las livianas con que los jóvenes de su clase solían regresar de la grande tournée, sino las observaciones de un espectador curioso, y el mayor provecho que sacó del viaje era haber vuelto a Pa-

rís bastante ilustrado para resentirse de otros defectos que no los suyos propios: ya había superado el problema personal, vanitas vanitatorum.

En vísperas de emprender el viaje, conoció a Mora. Llevado por la curiosidad, le hizo una visita de cortesía, y la impresión que le dejó el reformador era tan signiicativa como desfavorable. Le cayó mal; le juzgó autoritario, arrogante, presumido; le disgustó su dogmatismo, le fastidió su fervor, le repugnaba su suiciencia, y sólo le concedió una gran cultura y mucha soltura y elegancia en la expresión de sus ideas: reacción que era el índice más iel de su propia evolución a la sazón. La antipatía que le inspiraba Mora puso de maniiesto cuán lejos se hallaba de ser, o de pensar en ser, reformador en 1840. Sumamente preocupa-

do con su propia salvación para interesarse en otras aspiraciones, su odio por aquella vocación le dictaba su juicio acerca del hombre, al que respetaba y sobre el cual cavilaba, pero tan alejado se sentía del autor de México y sus revoluciones, y de los problemas de su patria, que contemplaba a su famoso compatriota como si fuera otra de las curiosi-dades que convenía conocer en París. Y cumplida la visita de rigor, se

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retiró a su propio rincón, resuelto a no tratarlo más. Nunca se veriicó una retirada más defensiva. La proximidad era peligrosa, porque efec-

tivamente tenían mucho en común, disciplina, independencia, superio-

ridad moral, una conciencia exigente, pero sólo servían sus ainidades para acusar sus diferencias, porque estas prendas, que Mora consagraba al progreso de un pueblo, Ocampo las dedicaba a su propia redención. Conciencia, voluntad, abnegación, todo lo tenía, pero le faltaba todavía una ambición digna de sus dotes. Aunque la distancia entre los dos era grande, no era una disparidad intrínseca, sino de evolución. La reac-

ción del joven era negativa, precisamente porque el maestro era tan absorbente. El Padre Mora lo llamó, un poco despectivamente, «parcial como un reformista, un apóstol demasiado ardiente para creerlo desin-

teresado en sus doctrinas». Ocampo dudaba de su sinceridad, temía su ardor, resistía su dominación, negaba su autoridad, y agotados todos los pretextos para desestimarlo, acabó para salvar su propia independencia con la fuga.

Pero se fue a Italia, y Roma contribuyó a la fecundación de su conciencia. Más que el Padre Mora, el Padre Santo le salvó de la incuria social. La miseria del pueblo, la mendicidad de la Curia, la explotación de la fe, le llamaron fuertemente la atención, pero también sin surtir efecto por lo pronto. De regreso a París, siguió dedicado a la disciplina de su carácter, practicando la pobreza en todas sus formas, ni santas ni saludables, y negándose inlexiblemente a regresar a México a cuidar sus intereses -»consentiría mejor en perderlo todo y mantenerme de chifonero que volver», contestó a su tutor- hasta terminar la prueba que se había impuesto.

Al cabo de casi dos años, Ocampo regresó a Michoacán bastan-

te castigado, maduro y dueño de sí mismo para cumplir con sus obli-gaciones y redondear su hacienda, aunque sin alcanzar la solvencia i-

nanciera, pero economizando para conservar la independencia que le aseguraba la propiedad. Regresaba, sin embargo, a su tierra, a su vida acostumbrada, a su clase; y el hijo pródigo recayó en sus costumbres. Por más que se esforzaba en frenar sus laquezas, no pudo y no quiso corregir su caridad. Aunque había aprendido, a duras penas, que «la

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beneicencia no consiste en dar, sino en saber dar», y sabía decir un no a cierta clase de personas : «los pedigüeños cesarán de considerar como irrecusable, para ser servidos por mí, el solo acto de decirme que lo necesitaban». No pudo negarse a los demás, y los demás le rodeaban por todas partes, y sus necesidades eran siempre más apremiantes que las suyas.

¿Cómo apartar los pobres de los pedigüeños o distinguir entre los necesitados y los sanguijuelos? Más aún, ¿cómo negar que él nece-

sitaba de los pobres tanto o más que ellos necesitaban de su socorro? Administrando sus bienes según la tradición feudal de responsabilidad por sus dependientes, se interesaba personalmente en el bienestar de sus peones y de sus vecinos con una devoción que daba que hablar en la co-

marca. Muchos fueron los servicios del señor celebrados por los humil-des, y los servicios prestados al necesitado vinieron a ser obligaciones indeclinables que minaban insensiblemente su independencia. A no ser por su disposición servicial, no cabe duda de que se hubiera entregado a la vida fácil y risueña de clase, ocupado con sus comidillas, cultivando sus plantas, hojeando sus libros, mimando a sus tres hijas, y cediendo a lo que llamaba su pereza española; pues en esta rutina apacible conoció la felicidad y no pedía más del mundo que una modesta competencia para satisfacer sus pocas necesidades.

Pero los demás pedían mucho más de don Melchor Ocampo. Pro-

pietario, se esperaba que participara en la política, obligación ineludible de su clase, y sus vecinos ricos no alcanzaban a comprender su modestia, ni sus vecinos pobres tampoco, siendo ambos sólo tan modestos como sus rentas. Todo el mundo ambicionaba una carrera para don Melchor, y resultaba difícil conciliar su pereza con su deber para con el prójimo. El ambiente se impuso y la ambición de los demás despertó la suya. Con-

vencido por las conveniencias sociales, así como por la conciencia de sus responsabilidades, de que los hombres superiores no pueden ser lo que desean, sino lo que deben ser, según los demás, cedió a la demanda y demostró su civismo desempeñando una serie de cargos públicos, como diputado, senador y gobernador del estado, y cumpliendo con la palabra empeñada de regresar a la patria para servirla con lo que había aprendido

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en el extranjero. Apenas repatriado, salió electo al Congreso General de la República en 1842, bajo la dictadura de Santa Anna; en 1848 se en-

cargó del gobierno de Michoacán durante la guerra norteamericana; en 1847 fue postulado para la Presidencia de la República; en 1850, siendo senador en representación de Michoacán, desempeñó también el cargo de ministro de Hacienda; en 1852 volvió al gobierno de Michoacán, y re-

nunció al poder en 1853. Partidario de ideas avanzadas en materia social, Ocampo era intransigente en su biblioteca, pero las reformas iniciadas durante su administración del estado no pasaban de ser modestas mejoras materiales -reformas inancieras, reformas carcelarias, reformas escola-

res-, y al aportar un poco de ilantropía a la vida pública, se granjeó la conianza de todos los sectores sociales.

Mientras se limitaba a obras públicas que mejoraban poco a poco el promedio de la vida del estado, su gestión satisfacía las ne-

cesidades de su propia clase, preocupado por la difícil digestión de la guerra con los Estados Unidos : la regeneración interna y anodina ali-viaba el dilema de los propietarios en la posguerra, apretados entre una economía menguada, por una parte, y el temor de la reforma social, por la otra. Pero la condición del país preocupó a Ocampo al enterarse de la cosa pública, y la condición de su clase al tratar con el clero, y la suya propia, al tropezar con el cura de Maravatío en 1851. Una invo-

cación casual a su caridad precipitó su ruina. Al coger lo que le parecía sólo una sanguijuela de los pobres, le picó una ortiga con virulencia suiciente para inlamar a su clase en contra suya, y aunque Ocampo negó, indignado la nota de reformador peligroso, se volvió, por estig-

ma y a su pesar, lo que se esperaba que fuera. Lo que no pudo el padre Mora, lo logró un cura de pueblo: el cura le hizo sangre. Al volver al gobierno de Michoacán, en 1852, Ocampo tenía ya formulado el idea-

rio que tanta alarma infundió a Alamán; pero fue sólo al veriicarse la patraña de su juventud cuando, confundido con un enemigo o dos de Santa Anna, tachado de subversivo y expulsado del país, se volvió un rebelde, en realidad.

El hombre que Juárez conoció en Nueva Orleáns fecundó su con-

ciencia e inluyó en su evolución en la única forma en que una inluencia

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puede surtir efecto: estimulando sus propias aptitudes. Más adelantado en el camino revolucionario, Ocampo le prestó el mismo servicio que Mora le había rendido despertando capacidades latentes e insospechadas y en-

caminándolo hacia un destino ignorado. De consuno, el pequeño grupo de refugiados recibió a Ocampo como su jefe nato, y al día siguiente de desembarcar en Nueva Orleáns, Juárez asistió a una reunión convocada para debatir los medios y arbitrios propios para derribar a Santa Anna. La empresa era muy ambiciosa, ya que ninguno tenía inluencia o partida-

rios en México; pero estando malparados, y teniendo mucho que ganar y nada que perder con el intento, no les arredraron tales consideraciones. Contaban con un brote de rebelión en el estado de Guerrero, acaudillado por Juan Álvarez, y incaron su fe en sus armas. Veterano de la guerra de Independencia, Álvarez tenía nombre como viejo insurgente, y un pie de fuerza guerrillera como cacique en su comarca, pero lo mismo que Guerrero y casi todos los héroes de su generación carecía de experiencia política. Los expatriados se encargaron de la dirección ideológica de la revuelta, formulando un plan político y remitiéndolo a Acapulco, donde Álvarez tenía establecido su cuartel general, por un correo cuyos gas-

tos se cotizaron para cubrir. La distancia era grande y la comunicación muy lenta para sostener un contacto activo, pero tenían un apoderado en la persona de Ignacio Comonfort, voluntario liberal que militaba con Álvarez y le servía de asesor político, y Comonfort fue comisionado para que proclamara el plan.

El primer fruto del destierro era, pues, la conianza en sí mis-

mos, manifestada por esta iniciativa. Nada la fundaba en aquellas cir-cunstancias, pero la sostuvieron por espacio de varios meses con las actividades esperanzadas a las cuales, por necesidad, los refugiados políticos son adictos, aprovechando todas las circunstancias favora-

bles en México. El Tratado de Gadsden estaba pendiente en el Sena-

do, y como el convenio entrañaba otra cesión territorial a los Estados Unidos, la posición del partido conservador, que basaba su derecho al poder sobre la conservación de la integridad territorial, era sumamente favorable. Ocampo redactó una protesta «en el nombre de la mayoría de los desterrados de Nueva Orleáns», exhortando al Senado a que

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suspendiera la tramitación del tratado, y ijando las condiciones en que el partido liberal convendría en tomar el poder. Al tardar la respuesta, se comunicó con el cónsul mexicano en Nueva Orleáns, llamando su atención sobre el asunto, y al pasar inadvertida también esta comuni-cación, encabezó una delegación encargada de recordar al funcionario sus obligaciones. Acalorado por la conferencia, se retiró a un hotel para registrar el resultado y puntualizar por escrito lo que había dicho y quiénes hicieron uso de la palabra. El acto formal dejó constancia de su actividad patriótica, pero de nada más: patentizaba su impoten-

cia, más palpable aún por los ademanes de protesta con que la negaba. El Tratado fue aprobado y los millones norteamericanos aseguraron a Santa Anna otro plazo en el poder.

Pero no faltaban las compensaciones. Advertidas sus activida-

des, tuvieron la satisfacción de verse denunciador en la prensa oicial de México por más de lo que, en realidad, habían hecho: por fraguar conjuras sediciosas; por dirigir la sublevación en el Sur; por protestar contra el Tratado de Gadsden ante el gobierno de los Estados Unidos; por enganchar voluntarios para invadir el territorio nacional. Al mis-

mo tiempo su postulación al poder fue reconocida en otros ámbitos; Álvarez acogió su colaboración con agrado y Comonfort publicó un plan -el Plan de Ayutla- que tenía cierto parecido con el suyo. Animado por ambas reacciones, Ocampo se trasladó a la frontera, radicándose en Brownsville, donde se dedicó a aguijonear a los gobernadores de los estados contiguos y provocar en el Norte una reacción simpática al movimiento en el Sur.

Juárez pasó a ocupar el puesto de Ocampo en Nueva Orleáns; pero la ausencia del animador dejó un vacío sensible en la casa de hués-

pedes que servía de cuartel general a los desterrados, y la correspon-

dencia enlazada con Brownsville era la relación monótona de días sin novedad y sin sabor. No más irrupciones en el consulado mexicano; no más protestas ni profesiones de fe; no más sesiones acaloradas ni discusiones exaltadas; no más proyectos de reformas, a las que prestaba una actividad y una importancia ilusorias; faltaba Ocampo, faltaba el porvenir. La revuelta en México no avanzaba, y hojeando los periódicos

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en balde buscaba apoyo por aquel rumbo.A medida que pasaban los meses invariables y tediosos y no

sucedía nada en México ni en Brownsville, la prolongada prueba de paciencia cernía el grupo reduciéndolo poco a poco a los miembros originales. Cansados de alimentarse de esperanzas, los comparsas se fueron al llegar el verano, so pretexto de los rigores del clima y de una epidemia de iebre amarilla que ahuyentó a los endebles, y la fuerza numérica quedó reducida a la fuerza de convicciones. Los aptos sobre-

vivieron y los aptos eran cuatro. Al congregarse por primera vez, difícil hubiera sido adivinar quiénes estaban destinados a igurar en lo futuro, y quiénes a caer en la marcha. Pero seis meses más tarde la acción del tiempo y la selección natural descubrieron a los idóneos, y cuatro vete-

ranos sabían que siempre podrían contar los unos con los otros: Juárez, Ocampo, Ponciano Arriaga y José María Mata. Pero sobre ellos también obraba el proceso cercenador. Juárez cayó enfermo de iebre amarilla y se salvó por pura casualidad, «pues no teníamos fondos para que se le atendiera debidamente», según uno de sus compañeros. Se salvó, sin embargo, sin gastos médicos; y su recuperación demostró, para llegar al futuro, una vitalidad física no menos esencial que su resistencia moral; y de aquella otra dote indispensable dio constancia repetidas veces en las pruebas a las cuales fueron sometidos los sobrevivientes.

Éstas fueron muy severas. Nostalgia, abatimiento, dudas; contra tales iebres estaban inmunes, resueltos todos a regresar a su tierra invic-

tos o nunca. Y no faltaban las trampas, porque Santa Anna ofreció a los renegados una amnistía, pero no hubo más que un tránsfuga, y al saberlo Juárez fustigó al culpable con una vehemencia rara en sus labios. «Yo no he podido leer estos periódicos -escribió a Ocampo- pero los que los han visto me dicen que Sandoval, como si no le bastara su humillación para volver a la gracia del tirano, acrimina vilmente a sus camaradas del destierro. ¡Pobre diablo, que ha tenido el talento de cambiar su ser de hombre por el de un despreciable reptil, a quien todos debemos escu-

pir!» Poco les costaba la constancia: denunciados por Santa Anna, ya se sabían bastante fuertes para saborear el tónico en la purga. Pero andando el tiempo conocieron otras pruebas: el problema de conseguir medios y

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arbitrios para derribar a Santa Anna cedió al problema de conseguir me-

dios y arbitrios para vivir. Contra la pobreza estaban armados; aunque muy a menudo apretados por la inedia, la miseria material era lo de me-

nos en sus penalidades. Ocampo estaba curtido por las privaciones du-

rante su disciplina en Europa y aguantaba sin pena la coniscación que de sus bienes había hecho Santa Anna. Juárez nació pobre y no había perdido las virtudes del necesitado. Recibía remesas de Oaxaca, donde su esposa había improvisado un pequeño comercio para sostener a su familia; pero las remesas eran pocas e irregulares. Al padre de familia le daba pena aprovecharlas, y a veces tuvo que estirar sus recursos, lo mismo que sus compañeros con los empleos al alcance de mexicanos menesterosos encallados en Nueva Orleáns. En los días aciagos todos se proletarizaban: Juárez trabajando en un taller de imprenta o en una fábrica de tabacos; Mata sirviendo de mesero en una fonda; Ocampo, de ollero en la calle. Manteniéndose al borde de la penuria y al margen de los límites sociales, todos llevaban una vida precaria con hombría; pero, como hombres, reaccionaron distintamente a la prueba común. Para los más sensibles, la experiencia resultó, por supuesto, más penosa, y en una ocasión Ocampo llegó casi al lamento. Poco le costaba despreciar las mortiicaciones materiales, porque las aguantaba con orgullo, pero las morales, mezquinas y ruines, le herían en lo vivo. En Brownsville se relacionó con un compatriota que le sirvió de banquero, y gracias a cuya asistencia hubiera podido dedicarse libremente a sus labores polí-ticas, a no ser por las mujeres. Pero el banquero tenía una mujer y una hija tan recogidas y caseras como las mexicanas del otro lado del río, Ocampo vino acompañado de una hija que adoraba. Encontrándola un día deshecha en lágrimas, supo con pena, igual a la suya, que se le ha-

bía ofendido en la casa del bienhechor, y todo con motivo de una gorra que escandalizó a las señoras hasta el grado de decir que las mexicanas que usaban tales modas eran unas sinvergüenzas. Hinc illae lacrimae... y la carta que Ocampo puso al banquero, cortando sus relaciones. . . «Vea usted qué fútil motivo para venir a parar en resultados que para mí son tan dolorosos como perjudiciales -le decía-, pero la pulla no podía ser más fuerte, la ofensa no podía ser más directa ni las palabras más

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ultrajantes», y la quemazón le hizo recordar que no estaba casado. Las palabras mayores le traían a las mientes otras mortiicaciones que había sufrido en silencio: cómo se le había reprendido públicamente so pretex-

to de alguna nimiedad, cómo se le había recomendado para cuidar de su hija a una mujer amancebada; cómo... bien, futilezas, futilezas sí, pero futilezas intolerables en los días aciagos de exilio, cuando la misma ilo-

sofía era una futileza y bastaba un arañazo para que perdiera la cabeza, y su susceptibilidad a tales miserias era la más mezquina, la más vil, la más vulnerable de sus humillaciones. La ruptura se remendó, pero no así el golpe a su orgullo, que quedó cargado a la cuenta de Santa Anna. De la tiranía de las menudencias, más lesiva que el despotismo del dictador, Ocampo miraba hacia Acapulco no sólo para asegurar la liberación de México sino para recuperar su propia independencia moral.

La desmoralización del destierro y las penalidades pedestres que la provocaban -la persecución ruin de la pobreza, la vulnerabilidad a indignidad vulgares, la privación de toda actividad compensable- consti-tuían la prueba más corrosiva del carácter bien templado; y con el trans-

curso del tiempo y el progreso nulo de la revuelta, resultaba siempre más difícil conservar la conianza que los proscritos sacaban de su co-

laboración nominal con los combatientes en México. Reducidos a sus propios recursos, no eran más que refugiados políticos, sin otra cosa en común que su desdicha indisputable; y con la desintegración del grupo volvieron a ser lo que fueron antes de formar liga, individuos aislados que carecían de importancia sino para sí mismos, y el agobio del fracaso acabó por quitarles también aquel consuelo. El triunfo de Santa Anna era completo. Manteniendo un simulacro de actividad política, pero sólo un simulacro, se hundieron lenta e inevitablemente en las ocupaciones que les permitían disimular su impotencia Ponciano Arriaga, impaciente con el disimulo, pasó la frontera para fomentar la agitación en los estados colindantes; Ocampo, incapaz de intrigar, se quedó cultivando su jardín en Brownsville; y Mata, discípulo ardiente, se dedicó a cortejar la niña consentida de Ocampo y a servir de oicial de enlace con los desocupa-

dos en Nueva Orleáns. Juárez se quedó en Nueva Orleáns, descansando de las diligencias de sus amigos. Dedicado a sus propias ocupaciones,

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pasaba los días sin novedad entre el trabajo político -compulsando los periódicos y repasando el correo- y el estudio del Derecho Constitu-

cional. Un día, sin embargo,invitado por un tribunal norteamericano a opinar sobre un pleito relativo a la adjudicación de terrenos en Califor-nia, tomó asiento con los magistrados y prestó sus luces a la Corte: día fausto para sus amigos, ya que -según uno de ellos- la Corte acogió su opinión con aprobación unánime y el consultante fue «fervorosamente elogiado y favorecido con mil atenciones, como lo merecía en lo per-sonal». Todo honor tributado a uno redundaba en beneicio de todos, y la satisfacción de aquel día memorable fue compartido con gratitud por sus compañeros congloriados. Pero raras veces se realizaban tales tributos, y en la falta de atención que todos padecían por igual, los amigos eran los últimos en hacer justicia a Juárez y en reconocer sus aptitudes. Una mediocridad común y una triste monotonía de mutuo descuido entorpecía a todos. A medida que el nivel de la vida bajaba lo bastante, empero, para revelar sus dotes sumergidas, hasta los amigos comenzaron a percibirlas al escorar la marea y tocar los escollos. Durante los largos meses de desidia y fracaso, sus allegados descubrieron vaga-

mente la autosuiciencia que lo sostenía siempre y que tanta falta hacía a los demás. A uno de ellos le llamaron la atención «sus costumbres irre-

prochables y su devoción al estudio que interrumpía sólo para visitar las instituciones de beneicencia o de enseñanza pública, o una que otra de las personas que trataba». De las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche se encerraba con sus libros; pero no había nada de notable ni en su ruti-na ni en sus investigaciones: el Derecho Constitucional -un abogado sin ejercicio repasando sus conocimientos, a menos que pusiera su interés en los sistemas de colonización norteamericana-, el recreo intelectual de un expatriado. A nadie se le ocurrió que el Derecho Constitucional fuera el ramo de la Jurisprudencia más indicado para un político que se prepara-

ba para el porvenir, o que los sistemas de colonización interesaran a una patriota previsor cinco años después de la guerra norteamericana. No ha-

bía nada notable tampoco en la independencia intelectual que conservaba con una rutina impermeable a la desgracia; ni en la singularidad de que nunca le fastidiaban los amigos ni su propia compañía; ni en el rigor con

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que defendía su independencia material y su solvencia moral. Siempre rechazaba las repetidas ofertas de ayuda pecuniaria hechas por Ocampo o por uno que otro compatriota de paso por el puerto. Aunque su inlexibili-dad le costaba algunas privaciones, nadie las conoció sino un compañero que las compartía con él y que nunca olvidó que por algún tiempo comie-

ron en la cantina del Hotel San Carlos por diez centavos al día, hasta dar con una negrita que les proporcionaba el rancho por ocho dólares al mes y un cuarto por ocho más. Entonces les tocó la suerte de recibir una re-

mesa por seiscientos pesos de Oaxaca y ambos andaban acomodados. En los días magros todos eran iguales, todos, Juárez, con la salvedad de una diferencia que les separaba. Irreprochable, Juárez era inaccesible. La po-

breza no sólo robustecía su orgullo; lo exasperaba. Ocampo pasó un mal rato un día al rehusar un puro que Juárez le obsequió, y citar en broma un dicho que resultó un disparate solemne: «No, señor, gracias, por aquello de que indio que chupa puro, ladrón seguro.» Breve y brusca, vino la res-

puesta: «En cuanto al indio, no puedo negar, pero en el segundo, no estoy conforme.» Y Ocampo se deshizo en disculpas. Si Juárez no se hubiera mostrado hipersensible, y si Ocampo no hubiera sido mortiicado por uno de esos desatinos que a veces cometen los más sensibles, no hubiera sido memorable la anécdota -y nunca se hubiesen hecho amigos. Pero ambos se lastimaban fácilmente, y en su susceptibilidad a supuestos desaires, Juárez era más que el igual de Ocampo.

Las pequeñas particularidades que recapacitaron los desterrados de aquellos tiempos en que las menudencias parecían enormes a todos hubiesen pasado al olvido en, vez de a la historia, a no ser por la reve-

lación de cualidades en Juárez, entrevistas de paso, que sólo necesita-

ban días más espaciosos para manifestarse plenamente e impresionar a sus compañeros. Siempre se podía contar con él, fuese lo que fuese el servicio que se le pedía, sea expedir plantas a Ocampo en Brownsville; sea dar una vuelta con Mata, nervioso y ocioso, a lo largo de los levées del Mississipi; sea apreciar los informes expedidos del otro lado de la frontera por Ponciano Arriaga; sea interpretar las noticias del día con ponderación y cordura; y de todos sus buenos oicios éste era el más menester, porque cotejaba las noticias y analizaba la situación con una

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penetración que pasaba inadvertida hasta que los sucesos, corroborando su parecer, obligaron a los compañeros a respetar su perspicacia. Día crítico fue aquel en que la prensa difundió la noticia de la muerte de Álvarez; pero don Benito no se inmutó, caliicando el informe de un infundido colado con el propósito de desanimar a los rebeldes. Como siempre, los hechos le dieron la razón. Entre todas las luctuaciones de sus fortunas, don Benito conservaba siempre, con prudencia y ecuani-midad, una conianza igualmente a prueba del desaliento indebido y del optimismo prematuro, cualidades que superaban a la forma en que se manifestaban, y que los observadores más atentos no llegaron a son-

dear. Hacía falta una perspicacia poco común para descubrir su presen-

cia, y una penetración microscópica para magniicar su importancia, en los quehaceres cotidianos y los modestos servicios que las limitaban; y entre sus amigos ninguno tenía el don de dramatizar lo trivial. Se dieron cuenta, vagamente, de una gran suiciencia, pero no de su alcance, por-que la ocultaba una abnegación igualmente sin límites.

Para todos el exilio era un entrenamiento para su tarea, y la dis-

ciplina del destierro, la prueba de su aptitud para sobrevivir. La ex-

periencia colectiva determinaba la aptitud individual para acometer la empresa eventual, y de todas las penalidades que entrañaba, la más dura era la prueba amoladora del tedio interminable que ailaba o embotaba el ánimo; pero era la preparación indispensable para llegar a ser algo. La serenidad de Juárez era un elemento estabilizador, y su longanimi-dad infundía ánimo a sus amigos en los días de abatimiento moral y ejercicios pedestres; pero vino el día en que no bastaban la resistencia ni la constancia ilosóica, para compensar la inactividad política. Por aquello de que quien espera desespera, estaban siempre a la providencia de Santa Anna.

En México la rebelión comenzó a ganar terreno. A ines de 1853, Alamán falleció, no sin inocular antes a Santa Anna con el morbo mo-

nárquico que su mentor denegaba únicamente por ser impopular y pre-

maturo, pero que fue el último aliento de su espíritu moribundo; y Santa Anna estaba bien preparado para propagar el germen y aclimatar la idea en México. Tanto como Alamán, sabía que carecía de autoridad para

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regir un país ingobernable por los métodos gastados y que su vuelta al poder era un suceso provisional, aceptado, al igual que las estaciones del año, como un fenómeno perenne y transitorio; mas esta vez su vuelta acostumbrada vino acompañada de una novedad anormal. Al aianzarse en el poder, el dictador adulterado -semi Santa Anna, semi-Alamán- se atribuyó el trato de Príncipe-Presidente y el título de Alteza Serenísi-ma, improvisó órdenes nobiliares, creó una corte de fasto exótico, y dio cima a la ambición de su mentor con una imitación doméstica de Luis Napoleón. El globo de prueba demostró su ligereza. Las pretensiones de Santa Anna provocaron el acre ridículo hasta que la parodia vino ser intolerable; el aparato real realzaba las crudas realidades de la dictadura, y el precedente napoleónico agravaba el error. En anticipación de otro derrumbe, tan normal como sus vueltas al poder, Santa Anna, previsor por in, preparó su sustitución por un príncipe extranjero. Las negocia-

ciones se iniciaron con sigilo y discreción; pero siendo el agente Gutié-

rrez Estrada, no tardaron en divulgarse. Aunque el primer hombre que se atrevió a abogar por la monarquía en México había sido expulsado de la República por coger hombres-inteligencias -escribió a Ocampo-, «y yo creo que su presencia en el seno de la revolución valdría más que todos los otros.» Ocampo optó por quedarse en Brownsville. Las chispas lameaban, un general estaba a punto de pronunciarse, un gobernador se insubordinaba, y se resolvió a dedicar sus energías a solevantar la insu-

rrección en el Norte.Al mismo tiempo llegó una carta de Comonfort solicitando ayu-

da y pidiendo que Juárez se marchara a Oaxaca a provocar un levanta-

miento en su estado; pero el próximo correo llevó noticias de reveses en Acapulco, y Juárez, pensando que la misión no provocaría más que gastos, se resolvió a quedarse en Nueva Orleáns y siguió siendo tan mo-

desto como sus rentas. Sin embargo, sus días de retiro estaban contados. Dos meses más tarde, cuando Comonfort, en apuros de dinero, municio-

nes y hombres-inteligencias, volvió a repetir la llamada, pidiendo que se le mandase, por lo menos, a Juárez, éste no vaciló más. Suyas eran, evidentemente, las cualidades de la hora menguada. Mata quiso acom-

pañarlo, pero «las tristes noticias que vinieron de Acapulco -explicó a

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Ocampo- me impresionaron tan fuertemente que he estado por espacio de diez días con una iebre nerviosa que me ha obligado a guardar cama y ha dado al traste con mi determinación. Estoy tan débil que hoy que me determiné a salir a la calle para un asunto preciso, el movimiento del ómnibus me desvaneció y por poco me caigo en la calle al apearme». A Juárez le pasó algo peor: para cumplir su misión, tuvo que aceptar la asistencia pública. Ocampo, Mata, Ponciano Arriaga y dos compañeros más se constituyeron en Junta Revolucionaria con atribuciones guber-namentales, giraron libranzas contra las aduanas de los estados desafec-

tos a Santa Anna, y con esa garantía consiguieron un empréstito para sufragar su viaje a Acapulco. Si algo de presunción había en asumir la dirección del movimiento a última hora, nadie era capaz de cumplir con el encargo con más modestia que Juárez, y él también se daba cuenta de que su posición en Nueva Orleáns, inmovilizado en una casa de huéspe-

des, a sotavento de la vida, era insostenible. Después de pasar dieciocho meses en el destierro, su ilosofía había dejado de ser pasiva o siquiera meditabunda: listo para una nueva partida y deportado a su patria por el acuerdo común de sus compañeros, estaba preparado para la empre-

sa, consciente de su destino y aureolado por los anillos de Saturno. El último en justipreciar sus capacidades y el primero en manifestarlas se embarcó a ines de mayo de 1855, autorizado por sus comitentes para tratar a discreción cualquier problema que se presentara en México.

*TExTO TOmAdO dEL LIbRO: “JUáREz y SU méxIcO”.

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Ocampo

mAnUEL PAynO

Una noche, cerca de las once, Don Melchor Ocampo salía de la casa de una persona con quien tenía íntima y respetuosa amistad, y que entonces vivía enla calle de * * *

Cuando cerró tras sí la pesada puerta del zaguan, un hom-

bre, embozado hasta los ojos con un capotón negro, pasó rápidamente, y después otro. Ocampo no hizo caso, y siguió lenta y tranquilamente hasta la esquina. Atravesó la bocacalle, y entonces advirtió que los dos embozados se habían reunido y marchaban delante a pocos pasos, á la vez que otros dos venían detrás, á algunas varas de distancia. Comprendió, aunque tarde, que había caído en una emboscada. Si retrocedía á la casa de donde salió, ó se-

guía á la suya, se hallaba siempre en el centro. Registró maquinalmente sus bolsas, y encontró que no tenía armas; pero sí un reloj de oro, unas cuantas monedas y un lapicero. Siguió su camino derecho, pero muy despacio y sin dar muestras ningunas de que había observado á los que le seguían, y deci-dido á entregarles el reloj y el poco dinero que traía.

¡La rara casualidad! En todo el largo tránsito que la vista po-

día abarcar, no había ningun sereno, ni una alma se encontraba en la calle. En este orden, Ocampo y los embozados caminaron dos ó tres calles, y Ocampo se creyó a salvo cuando divisó ya á pocos pasos la luz de su habitacion. Llegó por in á la puerta, tocó, y con la prontitud que acostumbraba el portero, le abrió; pero notó, con la ‘poca luz que pudo entrar de la calle, que el portero estaba tambien embozado. Esto podía ser una casualidad. Ocampo vivía solo, y aunque preocupado y curioso, subió á su habitacion sin miedo alguno. Al entrar en el peque-

ño salón encendió una luz y se encontró sentados en el sofá á otros dos embozados. Ocampo sonrió entre resignado y colérico.

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-Señores; si es para broma, basta ya, les dijo. Yo no he gastado bro-

mas con nadie; pero bien se puede permitir á los amigos que se diviertan alguna vez; y si es alguna otra cosa, acabemos tambien. La casa y todo está á disposicion de los que no tienen valor para descubrirse la cara.

Al decir esto, echó á los piés de los embozados un manojo dellaves pequeñas, arrimó un sillon y se sentó.Uno de los embozados se inclinó, tomó las llaves, encendió otra

vela y se dirigió á la alcoba y á las demás piezas de la casa. A este tiem-

po los embozados de la calle se presentaron en la puerta del salón.-Lo había adivinado, dijo Ocampo con voz irme. Este es un

golpe de mano, de acuerdo con el portero. Lo siento, porque le tenia yo por hombre honrado. Advertiré á vdes., continuó dirigiéndose á los em-

bozados, que sin duda han recibido malos informes de mi portero, y se han pegado un buen chasco. Yo no soy hombre rico, y aunque lo fuera, aquí no tengo gran cosa. Encontrarán vdes. cincuenta ó sesenta pesos, alguna ropa que no vale mucho, y libros que no han de servir á vdes. de nada, porque si tuviesen amor á la lectura, seguramente no tendrían ai-

ción al robo. Acaben, pues no vale la pena de que pierdan así su tiempo ni me desvelen. Tengo sueño.

Los embozados contestaron con una respetuosa cortesía, y se sentaron; sólo uno de ellos se dirigió á las otras piezas. Al cabo de al-gunos minutos, los dos hombres que habían entrado á registrar salieron con un baulito de viaje y un legajo de papeles.

Ocampo volvió. á sonreír.-Otra equivocación tal vez, les dijo. Creerán que yo tengo pa-

peles reservados. ¡Qué error! Todo lo que vdes. traen no contiene más que apuntes sobre diversas plantas de Michoacán, y sentiré mucho que se extravíen.

Los embozados, al oir esto, descansaron el baul en el suelo, le abrieron y metieron cuidadosamente los papeles.

-Esto sí es singular, pensó Ocampo; y luego, dirigiéndose á ellos, les dijo: Como habrán vdes. observado, no soy hombre que tengo miedo, ni menos trato de armar escándalos ni de procurar que la policía intervenga. Esto sería lo mas molesto para mí. Deseo únicamente que

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vdes. me digan lo que tengo yo que hacer, y que vdes. hagan breve lo que les convenga, y me dejen en paz. Les aseguro que en el acto que se marchen, me acuesto en mi cama y no vuelvo á ocuparme más de lo que ha pasado.

Uno de los embozados se descubrió. Era un hombre de una i-

sonomía dura, y se podía reconocer al momento que lo que dijese lo llevaría á cabo irremediablemente. Ocampo le examinó de piés á cabeza con mucha sangre fría, y no pudo reconocer quién era, si bien recordaba haber visto quizá esa misma igura alguna otra ocasion.

-Supongo que no me he equivocado, y que vd. es el Sr. D. Mel-chor Ocampo, le dijo el hombre misterioso.

-Jamás he negado ni negaré mi nombre en ninguna circunstan-

cia de mi vida; pero ahora me permitiré saber por qué razón me veo asaltado por gentes que se cubren el rostro. ¿Se trata de algun atentado?

-Tiempo hemos tenido para cometerlo, le respondió el descono-

cido con alguna dureza.-¿Pues entonces?-Aquí están las llaves de los roperos. Hemos encontrado un baúl

á propósito, y hemos únicamente acomodado en él la ropa necesaria. El dinero que estaba en una tabla del ropero, y todo lo demás, queda en el mismo estado, y tendríamos mucho gusto si el Sr. Ocampo pasa á cer-ciorarse de que lo que digo es la verdad.

-Me doy por satisfecho.-Entonces, dijo el hombre misterioso, el Sr. Ocampo tendrá la

bondad de seguirme.-Y si no es mi voluntad, ¿qué sucederá? preguntó Ocampo con

calma.-No quisiera yo que llegáramos á ningún extremo, y sentiría de

veras hacer cualquiera cosa que pudiera ofender á vd.Ocampo se puso un dedo en la boca, bajó la cabeza y se quedó

pensando un rato, y luego dijo:-Creo comprender perfectamente, y como un caballero protesto

que sin oponer resistencia alguna estoy decidido á seguir con toda calma esta aventura. Vamos ...... supongo que se me permitirá tomar un abrigo?

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-Había ya pensado en ello, pues que la noche está un poco fría, respondió el hombre presentándole una capa que tenía en el brazo.

Ocampo se embozó en ella, entró á sacar á su ropero el dinero que tenía, y tomando la delantera bajó el primero. En el patio estaban los otros hombres embozados, y el cuarto del portero oscuro y silencioso.

Echaron á anclar por las calles solas y lúgubres, desperdigándo-

se y colocándose á ciertas distancias los embozados, mientras el hombre con quien Ocampo había tenido el diálogo que acabamos de bosquejar, le tomó del brazo y marchaba unido con él, como si fuera su íntimo amigo. Así llegaron hasta el barrio ascampado y triste de San Lázaro, sin haber atravesado una sola palabra en todo el camino. Cerca de la garita estaba un coche con un tiro de mulas. La portezuela se abrió, y Ocampo, el hombre misterioso, y dos más, subieron al carruaje. Contra las prevenciones usuales de la policía y de la aduana, las puertas de la garita se abrieron y el coche pasó, tomando el camino de Veracruz. En el tránsito Ocampo recibió todo género de atenciones de sus com-

pañeros, que se descubrieron naturalmente, pero á los cuales no pudo reconocer. Los alimentos eran buenos, dormían en las mejores posadas; pero evitaron la entrada á Puebla y á Jalapa. Llegaron á las afueras de Veracruz una tarde á la hora del crepúsculo. Se dirigieron á pie al mue-

lle, e inmediatamente se trasladaron á una barca que estaba ya con las velas henchidas y el piloto á bordo. Antes de anochecer sopló un viento favorable, y á la media noche apenas distinguían ya el faro de San Juan de Ulúa. A los sesenta y cinco días llegaron á Burdeos.

-Antes de que nos separemos, dijo el hombre misterioso á Ocam-

po, quiero pediros perdón. He tenido que cumplir un en cargo difícil, y lo he hecho de la mejor manera posible. Ninguno de nosotros ha traspa-

sado los límites de la buena educacion, y me atrevo á creer que nuestra compañía no ha sido tan molesta como era de esperarse, atendida la situacion rara en que nos hemos encontrado.

-Los viajes y los matrimonios deben hacerse repentinamente, dijo Ocampo, con cierto acento irónico; pero en verdad, yo no estoy enfadado con ninguno de vdes. Me resta preguntar qué es lo que me falta que hacer, y si la compañía de vdes. debe aún continuar algún tiempo más.

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-Aquí nos debemos separar, y sólo espero que en cambio de nuestros cuidados nos prometa vd. no pasar á tierra sino hasta que haya salido aquel barco que cabalmente comienza á levantar sus anclas. Aquí está una cartera que suplico á vd. reciba y no abra ni examine hasta que se halle instalado en la posada que elija en Burdeos.

-Prometí seguir lo que los mahometanos llaman el destino, y á nada me opongo, contestó.

Los hombres estrecharon cordialmente la mano de Ocampo, y con sus ligeros equipajes se trasladaron al barco que habían indicado, el cual antes de dos horas había ya salido del puerto y perdídose entre las ondas y el horizonte de la mar. Ocampo entonces desembarcó y se dirigió al hotel que le pareció mas modesto y apartado del centro. Allí abrió la cartera y se encontró con una órden de una casa de comercio de México á otra de París, para que pudiese disponer de una mesada equi-valente á 250 pesos. La cartera, además tenía otro papel de una letra que quizá no fue desconocida para Ocampo, en que se le aconsejaba que viajase, que observase el mundo y que no volviese á México sino cuan-

do personas que se interesaban sinceramente por él, se lo indicasen.Esta aventura la reirió á mi padre una persona respetable y for-

mal, y yo no he hecho más que evocar recuerdos que, aunque de época lejana, se conservan frescos y vivos en mi memoria. No salgo garante de la verdad, y de la cual tuve el mayor empeño en cerciorarme.

Muchos años después, y platicando yo familiarmente con Ocam-

po, hice rodar la conversacion sobre los viajes, y me atreví á preguntarle si era cierto lo que había oido referir respecto á su primer viaje á Euro-

pa. Ocampo sonrió de la manera triste y sarcástica que le era peculiar, y desvió la conversacion preguntándome si conocía yo una lor que, aun-

que se la daban por nueva, era originaria de México y muy conocida de todo el mundo. Comprendí que no debía instarle mas; pero sí me llamó la atencion el que no me dijese que era una fábula lo que se contaba: así, ni negó ni conirmó la narracion.

El hecho fue que Ocampo permaneció muchos meses en Fran-

cia, que probablemente no hizo uso de la carta de crédito, pues vivió no sólo con economía, sino hasta con miseria, y se dedicó á estudiar

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las ciencias naturales, y con especialidad la botánica, en lo que fue muy notable.

Otra anécdota ha llegado á mi noticia; y quien pudo conocer el carácter de Ocampo, no dudará de ella. Entró una noche en Burdeos á un café donde acostumbraba tomar un frugal alimento. Sabía ya y en-

tendía perfectamente el frances, y habiendo oído decir algo do México, ijó la atencion en un grupo que se hallaba á poca distancia. Entre otras cosas graves e injurias relativamente á México, uno de los tertulianos ijó esta proposicion general: Los mexicanos todos son ladrones.

Ocampo se levantó de su asiento, y dirigiéndose al grupo, dijo en muy buen frances:

<<Señores, alguno de vdes. ha dicho que todos los mexicanos son ladrones. Yo soy mexicano, y con mi conciencia les aseguro que no soy laclron; en consecuencia, el que ha sentado tal proposicion, ¡miente!>>

Ocampo se retiró lenta y tranquilamente á su asiento y siguió tomando su café.

Entre los del grupo hubo un momento de silencio y de estupor; pero á poco comenzaron á discutir y á vociferar. Ocarnpo les volvió la espalda en señal del mas soberano desprecio. Ya no pudieron sufrir, y uno se levantó, y dirigiéndose á Ocampo, le dijo:

-Espero que mañana, antes de las seis, os presentareis aquí con vuestros testigos.

-Ahora mismo, es mucho mejor, y dos de los señores serán mis testigos.

Dos de los concurrentes se levantaron, estrecharon la mano á Ocampo y se pusieron á su disposicion.

-¿Cuáles son vuestras instrucciones?-Todo lo que querais convenir lo acepto sin observación ninguna.Al dia siguiente, en un lugar aislado y apartado de Burdeos,

tuvo lugar el duelo. Ocampo, que era menos diestro en la esgrima, sa-

lió herido y tuvo que estar en cama cerca de un mes. Su adversario le visitó y le satisizo ámplia y públicamente. Otros reieren que hubo un segundo encuentro, en que el adversario recibió una herida grave; pero de una manera ó de otra, Ocampo dejó bien puesto su honor y el de la

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patria. No vaya á creerse que era espadachín, pero sí hombre muy pun-

donoroso y delicado, y cuando creía tener razón y obrar conforme á su conciencia y á su deber, no conocía el miedo.

II

Algo más hay que contar de la vida privada de Ocampo. Tocóle en he-

rencia una grande y productiva hacienda de campo en el Estado de Mi-choacán, que se llamaba Pateo. Era aún muy joven, y de pronto no se le juzgó á propósito para la direccion de sus propios negocios. A los pocos días de haber recibido sus bienes, dio pruebas evidentes de su aptitud, y mas que todo de su rara probidad.

La inca era extensa y valiosa; pero reportaba muchos graváme-

nes, y había, además, una cantidad de deudas pequeñas que satisfacer. La primera providencia de Ocampo fue llamar á todos sus acreedores.

-Esta hacienda, les dijo, es mas bien de ustedes que no mía. Examínenla á su gusto, y convengamos en la parte de ella que cada uno quiera tomar para pagarse su deuda.

La mayoría de sus acreedores consentían en renovar las escritu-

ras. Ocampo rehusó y quiso pagar. Los acreedores eligieron convencio-

nalmente las fracciones que les pareció, y quedó á Ocampo un potrero sin casa ni oicinas. Sus acreedores se mostraron satisfechos y fueron pa-

gados, y él comenzó materialmente la vida ruda y laboriosa del colono.Fijó su residencia debajo de un grande y frondoso árbol, que

todavía existe, y ayudado personalmente de los sirvientes que le eran adictos, comenzó á levantar una casa pequeña, á cavar las zanjas, á for-mar las cercas, á establecer las tierras de labor, á formar, en una palabra, de una tierra salvaje una hermosa propiedad, que literalmente regó con el sudor de su frente. En el discurso de pocos años había ya una casa modesta, pero cómoda; un jardín cubierto de las lores más exquisitas, y unas tierras de labor benditas por Dios, y abonadas con el sudor y el trabajo de un hombre honrado, y no solamente admirador de la natura-

leza, sino muy inteligente en la agricultura. A esta nueva propiedad le puso por nombre Pomoca, anagrama de su apellido.

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III

Vulgarmente se decía: <<Ocampo es un hombre raro.>> En efec to, no era común, y en este sentido había razon para caliicarle así. Tenía un sistema de ilosofía peculiar que no pertenecía realmente á ninguna de las escuelas antiguas ni modernas. Era el conjunto de todas ellas, mo-

delado en su propio cerebro, con independencia de toda preocupación. Ocampo pensaba en la misión del hombre sobre la tierra, y para él, esta misión era la de hacer el bien y propagar la libertad en toda su mayor y mas aceptable latitud; así, la política tenía necesariamente que formar parte de sus creencias íntimas. ¡Pueden hacer tanto bien los gobiernos!

¡Pueden proporcionar una suma de libertades tan apetecibles y preciosas! El constituir una parte de esa entidad que podía dispensar los más grandes beneicios á la sociedad, era para un ciudadano un grande honor y un motivo de legítima aspiracion. He aquí el aspecto bajo el cual Ocampo miró siempre las cosas públicas; y no hacemos más sino recordar hoy muchas de las conversaciones que tuvimos con él.

Con unos precedentes tan sinceros y generosos, jamás pudo en-

trar, ni aun remotamente, en sus ideas, ni la consideracion de un sueldo, ni el deseo del mando, ni la necia vanidad de igurar. Desde el momento que se persuadía que no podía hacer el bien en un puesto público, lo de-

jaba positivamente, y omitía esas fórmulas y esas ceremonias propias de los que no obran con la irmeza de una conciencia ajena de todo interés.

Ocampo escribió para el público menos que Otero, que Rosa, que Morales y que otros muchos hombres distinguidos del partido li-beral, y sin embargo, ejerció en su época mayor inlujo que ellos en la marcha de las cosas políticas. Cuando se establecía en México el go-

bierno conservador y dictatorial, Ocampo, ó era perseguido y desterra-

do, ó desaparecía de la escena pública y se encerraba en su hacienda á leer ó estudiar, y á cuidar sus pocos intereses, que tenía en un perfecto estado de orden. Cuando triunfaba el partido liberal, inmediatamente era llamado á ocupar algun puesto distinguido. Se prestaba. á servir los cargos populares ó políticos; jamás quiso recibir ningun empleo, aun cuando le instaron para que aceptara muchos y muy buenos, entre ellos el de director del Montepío.

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Así, fue gobernador de Michoacán, cuyo Estado ha añadido el nombre de Ocampo á su antigua denominacion Tarasca. Gobernó bien, estableció prácticamente sus doctrinas de libertad; fue, como en todos los actos de su vida, nimiamente honrado y delicado, y se puede asegurar que jamas tomó un solo peso que no fuese adquirido con su personal trabajo.

Fue llamado al ministerio de Hacienda en Marzo de 18GO, du-

rante la administracion del general Herrera.En Octubre de 1855 entró á desempeñar el ministerio de Rela-

ciones, siendo presidente el general D. Juan Álvarez.En 1858 volvió á desempeñar el mismo ministerio, siendo presi-

dente el Sr. Juárez, y en 1859 y 186O estuvo encargado al mismo tiempo de los ministerios de Guerra y Hacienda. Fue en esta última época cuando desplegó Ocampo toda la energía de que era capaz, y participando de los inconvenientes y peligros de toda la época tormentosa de la guerra de la Reforma, irmó en Veracruz el célebre maniiesto del gobierno consti-tucional, y las leyes se expidieron una tras otra hasta completar la serie de providencias y circulares necesarias para consumar la obra que había costado tanta sangre y tantos trastornos en los últimos años.

IV

Triunfante el gobierno del Sr. Juárez, volvió con él á México el Sr. Ocampo; pero á pocos días fue organizado otro Gabinete, y el infatiga-

ble Ministro de la Reforma, sin ninguna aspiracion, sin llevar un solo peso, sin pretender, y antes bien rehusando todas las posiciones que se le brindaron, se retiró á su hacienda de Pomoca, donde se ocupaba de poner en orden sus negocios, y en cultivar sus hermosas lores, que fue-

ron el encanto de su vida.Llevó á su hogar sus manos limpias. Ni el dinero ni la sangre les

habian impreso algunas de aquellas manchas que, como dice Shakes-

peare, no pueden borrar todas las aguas del Océano.Los restos del ejército reaccionario, pasados los primeros mo-

mentos, volvieron á aparecer con las armas en la mano; y en la República,

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que por un momento pareció tranquila, volvió á aparecer la guerra civil.En la hacienda de Arroyozarco habia un español llamado Lin-

doro Cajiga. Por motivos mas ó menos fundados, que no es del caso caliicar, se separó del servicio de los Sres. Rosas, y reuniéndose con una colección de hombres desalmados, formó una de esas temibles gue-

rrillas que han sido el espanto de las poblaciones pequeñas y de las haciendas de campo.

Un día, el menos pensado, se presentó Cajiga en Pomoca y en-

contró á Ocampo desprevenido, inerme, coniado y tranquilo, en medio de sus hijas y de sus sirvientes. Bruscamente le intimó que se diera por preso; y á pie, y según se dijo con generalidad, tratándole de una manera indigna, le condujo hasta donde habia una fuerza mandada inmediata-

mente por D. Leonardo Márquez, y que también estaba á las órdenes de D. Félix Zuloaga, que se decía Presidente de la República. Lindoro Caji-ga obró de su propia cuenta, ó fue enviado expresamente por Márquez ó Zuloaga? El caso fue que, apenas este hombre respetable cayó en manos de estos jefes militares, cuando determinaron que fue se fusilado.

Ocampo no suplicó, no pidió gracia, ni aun algunas horas para disponer sus negocios; recibió con una completa calma la noticia de su próximo suplicio.

Pidió únicamente una pluma y una hoja de papel, y escribió, en pocas líneas el testamento que ponemos á continuación, con una mano tan irme y un carácter de letra tan regular y tan correcta como si en medio de su vida tranquila del campo hubiese estado describiendo las maravillas de la naturaleza.

Fue fusilado y colgado en un árbol el dia 3 de Julio de 1861 frente á la hacienda de Jaltenge.

*Como los datos que personas que trataron íntimamente al Sr. Ocampo no podríamos tenerlos antes de un mes, hemos tenido que reducir este articulo á meros apuntes, por no detener más la publica-ción del LIBRO ROJO.

*Nota de los Editores: este ensayo de Manuel Payno está tomado del LIBRO ROJO.

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Referencias, sobre Melchor Ocampo, tomadas del libro: “Política mexicana durante

el régimen de Juárez”

WALTER V. ScHOLES

Universidad de Missouri

Balbuceos de la revolución

El 1° de marzo de 1854 se inició oicialmente una revuelta en contra del dictador de México, Antonio López de Santa Anna. Para él una sublevación no era nada nuevo. Tantas veces se había apoderado y tantas otras había sido expulsado de la pre-

sidencia, que tal situación era ya casi crónica. Mas ésta última iba a ser diferente, aunque es de dudarse que aun los participantes en ella se dieran cuenta de las consecuencias que su revuelta alcanzaría, pues cuando terminó en 1855 y Santa Anna quedó eliminado para siempre, las fuerzas que se hallaban detrás del nuevo movimiento desataron du-

rante década y media de cambios y disturbios. Las disputas internas se trocaron en guerra civil; los extranjeros establecidos en las distintas partes del país pudieron dictar en ellas sus propias reglas; mejoraron las relaciones con los Estados Unidos; el nacionalismo, con el presidente Juárez como símbolo, se hizo más pronunciado; las ideas del capitalis-

mo se aianzaron y se desarrolló el culto a la ciencia.Durante los treinta años precedentes se habían hecho numerosos

intentos para realizar cambios fundamentales, pero por diversas razones

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tales esfuerzos resultaron infructuosos. Aun cuando muchas de sus ideas no eran nuevas en México, los mexicanos de la segunda y tercera gene-

raciones se iban a ver enfrentados en la realidad con una difícil prueba. Ya en el pasado los escritores, al referirse al período de 1855-1872, han hecho hincapié especial en la pugna Iglesia-Estado y en la Intervención Francesa; pero, al hacerlo, han pasado inadvertidos muchos de los fac-

tores internos fundamentales. Ahora bien, la Intervención amenazaba la existencia nacional de México y el éxito de este país para repeler tal invasión, hizo muchísimo para reforzar las ideas democráticas en este hemisferio. Las Leyes de Reforma despojaron a la Iglesia de sus propie-

dades, sus privilegios especiales y establecieron la tolerancia religiosa, y no prestar al hecho la debida importancia signiica no percatarse del aspecto realmente dinámico de este período: la lucha para establecer el capitalismo democrático. Muchas de las actividades de los caudillos li-berales en el período que aquí se estudia, indudablemente se dedicaron a conseguir este ideal.

Aun cuando se harán constantes referencias a los distintos as-

pectos especíicos de su plan, sería bueno dar aquí una breve explicación de lo que los liberales mexicanos entendían por capitalismo democráti-co. Los tres conceptos básicos eran: igualdad ante la Ley, instituciones republicanas y laissez-faire. Entre sus metas especíicas se hallaban: la libertad de imprenta y de palabra, expansión de las actividades educati-vas y redistribución de la propiedad raíz y uno de sus objetivos princi-pales era inculcar en los mexicanos una irme creencia en el trabajo y en el ahorro. En suma: sería ésta la revolución de la clase media mexicana.

El movimiento contra Santa Anna se hallaba respaldado por la mayoría de los mexicanos. Obviamente el Presidente bien poco había hecho para lograr las mejoras que tanto los liberales como los conser-vadores pensaban que necesitaba el país. Todos convenían en que había que hacer algo para mejorar el transporte y la producción minera y agrí-cola, para cuyo objeto se requeriría capital extranjero.1 Ambos grupos

1 “Mejoras Materiales” llegó a ser uno de los lemas principales, tanto que incluso un periódico de Campeche en 1859, adoptó el nombre de Las Mejoras Materiales. Tanto se abusó de la expresión que, cuando en 1869-1870 las

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sentían igualmente la necesidad de reducir los gastos gubernamentales y determinaron poner coto a las transacciones del gobierno con los agio-

tistas como un paso en tal dirección. Amén de ello, la eliminación de partidos políticos personales y el fomento de un esprit d’corps entre los

burócratas, formarían administraciones más estables y menos corrup-

tas, según convenían tanto liberales como conservadores. Asimismo, pugnaban por una acción más efectiva para poner in a las invasiones de los indios en los estados fronterizos y una mayor seguridad para la pro-

piedad. Todos estaban de acuerdo, además, en una pronta liquidación de la deuda pública.

No obstante, el pensamiento liberal iba más allá de la posición adoptada por los conservadores. Los liberales no creían que el capita-

lismo pudiera funcionar adecuadamente sin medidas adicionales, mu-

chas de las cuales, directa o indirectamente, afectaban a la Iglesia. Esta institución tenía que despojarse de sus tierras, mismas que se dividirían en pequeñas parcelas individuales. Además, el clero tendría que dejar de gozar de sus antiguas franquicias y se tendrían que abolir las obven-

ciones parroquiales. En este sentido muchas de las primeras reformas resultarían negativas. La mira era hacer desaparecer lo que conside-

raban abusos al principio. Las instituciones republicanas, fundadas en los derechos naturales, la soberanía del pueblo y el sufragio universal, gobernarían al país. Un gobierno establecido de este modo, garantizaría la libertad de expresión y de imprenta, así como la tolerancia religiosa y una de las principales tareas del gobierno sería fomentar la inmigración procedente de países no católicos.

Este movimiento en México no era único, puesto que los libe-

rales de toda la América Latina presentaban demandas idénticas, con la esperanza de hacer cambiar a sus países. Tampoco se hallaba el pensa-

miento liberal mexicano en desacuerdo con el que prevalecía en Europa y, de hecho, con varios años de diferencia, muchos de los países del viejo hemisferio pasaron por fases similares. Por lo que atañía a la Igle-

sia, fácilmente podría uno aplicar la declaración de Binkey en relación

condiciones económicas se hallaban en extrema depresión, la frase fue empleada como escarnio por la oposición.

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con el clero europeo, respecto al de México: la Iglesia Católica Romana entraba a la década de 1850 manteniendo una estrecha colaboración con los elementos dominantes de la sociedad y en 1871 quedaba sola y abandonada por ellos. Esta transición se hallaba asociada con cada una de las principales corrientes de cambio: intelectual, económico y político.2 El Estado, y ya no la Iglesia, se convertía así en el verdadero gobierno.

Sin embargo, entre los mismos liberales se suscitaron profundas discrepancias de opinión. El período de la Reforma fue testigo de la continua división entre los radicales (puros) y los moderados.* Los ra-

dicales se inclinaban por adoptar medidas rápidas y enérgicas para solu-

cionar los problemas de México, mientras que los moderados insistían en una mayor cautela. Como podría esperarse, resulta a menudo difícil en extremo diferenciar entre los dos, puesto que en muchos aspectos fundamentales ambos convenían en cuanto a ines y simplemente dife-

rían en cuanto a medios. Al mismo tiempo, los partidos políticos perso-

nales interferían entre las clasiicaciones antes enunciadas. Así tenemos que “lerdista”, “porirista”, “juarista”,* etc., no eran necesariamente si-nónimos de cualquiera de las dos divisiones principales.

La revolución contra Santa Anna en muchos aspectos resume la complejidad de la escena política. Los elementos que se oponían al dictador carecían de coordinación entre sí y los varios caudillos repre-

sentaban todos los distintos matices de opinión. El movimiento técnica-

mente se inició en el Estado de Guerrero, el cual se hallaba dominado desde hacía tiempo por Juan Álvarez, en cierto modo un radical. Álva-

rez no toleraba interferencia extraña alguna dentro de sus dominios y cuando Santa Anna dio indicios de querer intervenir, el anciano caudillo se aprestó a la lucha. A él se unió Ignacio Comonfort, cuya correspon-

dencia indica que era básicamente un moderado a la vez que un astuto oportunista (muchos aplicarían un término más fuerte). Santiago Vidau-

rri encabezaba la lucha al norte de México. En Puebla, contribuyó un

2 R. C. Binkey, Realism and Nationalism, 1852-1871 (Nueva York,1935), 57. * En español, en el original.

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conservador descontento, Haro y Tamariz y en Guanajuato, un modera-

do, Manuel Doblado, para completar el grupo de rebeldes contra Santa Anna. A este conjunto residente en el país, deben agregarse hombres que habían estado en el exilio durante la última administración de San-

ta Anna: Benito Juárez, Melchor Ocampo, José María Mata, Ponciano Arriaga y otros, que ahora retornaban a México para unirse al nuevo movimiento.

Después de la huída de Santa Anna del país, en agosto de 1855, los restos de su ejército que se encontraban en la Ciudad de México o sus alrededores, quedaron al mando de Manuel Carrera, prominente Conservador. Carrera no se había rebelado contra el dictador, pero aho-

ra, al verse al mando de la capital

y de algunas tropas, ambicionó la presidencia para sí.3 Sea cual fuere el juicio que se haga sobre las acciones ulteriores de Comonfort, no cabe duda que él fue factor principalísimo para lograr el acercamien-

to de los diversos elementos. Con excepción de Vidaurri, con quien nada pudo hacer por el momento, Comonfort logró subordinar a todos los caudillos y poner así in a la revuelta.4

Con el triunfo de la rebelión, sus dirigentes se vieron ante un reto de mayor envergadura: el de desarrollar un programa positivo que viniera a materializar sus teorías. El jefe nominal del movimiento, Ál-varez, fue nombrado Presidente Ejecutivo después de una asamblea en Cuernavaca, a principios de octubre de 1855. En muchos aspectos, sin

3 Para un sumario véase The Mexican Revolution of Ayutla, por RichardA. Johnson, 1854-1855 (Rock Island, III, 1939), 45-62; 100-112.4 Antonio Gibaya y Patrón dice que la verdadera fuerza que se hallaba atrás del nuevo movimiento, era la orden masónica. Comentario crítico, histórico, auténtico a las revoluciones sociales de México (5 vols., México, 1926-1934), IV y V. Indudablemente, muchos de los hombres adheridos a este movimiento eran masones; pero la evidencia no demuestra que las ideas de la francmasonería desempeñaran un papel vital como guía de las acciones políticas. Arriaga, Anastasia Zerecero, León Guzmán, Ocampo, Juárez, Santos Degollado, Francisco Zarco, Miguel Lerdo de Tejada e Ignacio Altamirano, fueron todos masones. José María Mateos, Historia de la masonería en México desde 1806 hasta 1884 (México, 1884), 108-226.

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embargo, esta elección resultó desafortunada, pues aun cuando Álvarez había venido luchando por ciertas ideas democráticas ya desde el prin-

cipio del período de la Independencia, ahora era un anciano y por lo mismo prácticamente incapacitado. En el pasado, al igual que muchos de los partidarios del federalismo, se había opuesto al centralismo con objeto de mantener una mano de hierro en su propio estado. Amén de ello, existen indicios de que no se encontraba inmune a aceptar ayuda económica en pago de sus favores. Sus partidarios (los pintos) * cons-

tituían una turba hasta cierto punto nociva, que ocasionaba frecuentes disturbios en la Ciudad de México. Pero Álvarez había vivido tanto, que por lo pronto se convirtió en el símbolo que la uniicación requería.

Éste debe haber sido el razonamiento de aquellos que se congre-

garon en Cuernavaca y votaron por él para ocupar la presidencia pro-

visional, pues muchos de los disidentes consideraban que la elección recaería en Comonfort.5

Es verdaderamente difícil deinir un gabinete de gobierno mexi-cano durante esta época. El número de los que lo forman varía. Gene-

ralmente el Ministro de Relaciones se considera el puesto clave, pero en ocasiones es más importante el Ministro de la Guerra. El gabinete de Álvarez, compuesto por Ocampo, en Relaciones; Guillermo Prieto, en Hacienda; Juárez, en Justicia; y Comonfort, en Guerra, es un ejemplo de la división existente entre los liberales. Poeta y maravilloso cuentis-

ta, que ya había desempeñado muchos puestos gubernamentales, Prieto probablemente podría clasiicarse como radical en este período. Por la misma época, como en los inicios de su vida política, Juárez oscilaba

5 Ceballos a Doblado, México, octubre 3 de 1855. La Revoluci6n de Ayutla, según el archivo del General Doblado en Documentos inéditos o muy raros para lo Historia de México, por Genaro García, XXVI, 225-227. (En adelante haremos referencia a esta obra simplemente como: García, Raros.) La evidencia que se tiene demuestra que ninguna preparación se había hecho de antemano para lograr la elección de Álvarez. Gadsden a Marcy, 17 de noviembre de 1855. Diplomatic correspondence of the United States: Inter-American Affairs: 1831-1860, por William R. Manning (12 vols., Washington, 1932-1939), IX, 796. En lo sucesivo lo citaremos sencillamente como: Manning, México.)*En español, en el original.

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entre los moderados y los radicales. Ocampo pugnaba porque inme-

diatamente se implantaran reformas de largo alcance.6 Por otro lado, Comonfort se oponía acremente a cualquier cambio inmediato, pues temía que éste pudiera colocar a los conservadores y a muchos mode-

rados en contra del nuevo régimen. En virtud de que Ocampo no tuvo éxito en lograr que prevalecieran sus propios puntos de vista, optó por abandonar el gabinete, después de servir sólo una quincena, y muy poco tiempo después, Prieto lo emuló. La renuncia de estos dos hombres hizo evidente que los moderados ganaban terreno en el nuevo gobierno.

Aunque Álvarez duró en el poder desde octubre hasta principios de diciembre de 1855, casi la única legislación positiva durante estos meses fue la ley que reorganizaba el sistema judicial, que limitaba los privilegios judiciales de la milicia y el clero y abolía los tribunales mer-cantiles especiales. Publicada el 23 de noviembre, esta Ley fue conoci-da generalmente como Ley Juárez. En relación con ella es importante recordar que uno de los objetivos liberales era la igualdad ante la ley y, por lo tanto, se consideró la Ley Juárez como un paso en esa dirección. En realidad, guarda una estrecha relación con los intentos posteriores para proporcionar igualdad de oportunidad, como consecuencia de la abolición de los monopolios. Más tarde, por ejemplo en 1856, los Es-

tados nombraban y pagaban abogados para defender a los indios en sus demandas por pérdidas de tierras.7 Clara es la idea aquí de que, dada la igualdad jurídica, se tendría a la vez igualdad de oportunidad.

Pero esta ley ha sido mal interpretada y por lo general se le con-

sidera como dirigida especíicamente contra el clero.8 Pocos indicios

6 Respecto a la posición de Ocampo, véase su obra: “Mis quince días de ministro”, Obras Completas de don Melchor Ocampo, por Ángel Pola ( 3 vols., México, 1900-1901), II, 73-112.7 Véase El Siglo XIX, en sus números de 3 de agosto y 3 de septiembre de 1856.8 Esta ley se encuentra en la obra de Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República ( 34 vols., México,1876-1904), VII, 565-626. En adelante la citaremos abreviadamente: D yL, Legislación.

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mostraban los liberales en 1855 de ser anticlericales. Por ejemplo, el periódico El Siglo XIX, que usualmente se consideraba como verda-

dero relejo de la posición liberal, no revelaba tendencia alguna en tal dirección. Su editor, Francisco Zarco, había dejado claramente sentado que no se inclinaba por medidas anti clericales, aunque se aferraba sin-

ceramente a su fe en las ideas de capitalismo e igualdad política y jurí-dica. Es cierto que una pequeña porción de la prensa revelaba un sesgo anticlerical; pero periódicos como La Revolución9 nunca perduraron y jamás alcanzaron la estatura de El Siglo XIX.

No obstante, la Ley Juárez creó enorme furor y esto, aunado al hecho de que el gobierno de Álvarez se había visto inmovilizado por la división en el gabinete, hizo pensar a mucha gente que Álvarez debería entregar la presidencia a Comonfort. Tras innumerables maniobras, Ál-varez renunció y Comonfort tomó posesión, a principios de diciembre de 1855. En el gabinete del nuevo mandatario se encontraban Luis de la Rosa, Ezequiel Montes, José M. Yáñez, Manuel Siliceo, José María La-

fragua y Manuel Payno. Así pues, los moderados habían triunfado y su victoria se hizo más patente conforme aumentaba la inluencia de Sili-ceo. Pero más importante que ver qué facción alcanzaría la supremacía en el régimen, se hallaba el hecho de que ahora ya existía un gobierno y éste contaba con un programa deinido.10

El gobierno ambicionaba una legislación que estableciera un es-

tatuto orgánico provisional, las garantías individuales, una ley sobre la prensa y mayor libertad en los municipios. Sin embargo, en términos generales, tendría que dejarse la acción especíica sobre asuntos políti-

9 Por ejemplo, su número de 8 de octubre de 1855, sugería que se usaran los bienes del clero para inanciar la construcción de caminos y canales; que los noviciados se secularizaran y que se legalizaran la tolerancia religiosa y el matrimonio civil. Citado por Gerardo Decorme en Historia de la Compañía de Jesús en la República Mexicana durante el siglo XIX (2 vols., Guadalajara, 1914-1921), Il, 73. Prieto escribía a Doblado el 1° de septiembre de 1855, que sus puntos de vista y los de Arriaga y Ocampo podrían encontrarse en La Revolución. García, Raros, XXVI, 136-138.10 El programa se publicó en El Pensamiento Nacional de 25 de diciembrede 1855.

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cos al Congreso Constituyente o al Estatuto provisional del gobierno. El programa dejaba entrever una vaga alusión a la cuestión eclesiástica pero las partes más importantes se referían a asuntos netamente eco-

nómicos. Bajo una nueva ley arancelaria, el comercio se hallaría tan libre de reglamentos gubernamentales como lo permitiera la protección a la industria nacional. El gobierno proporcionaría fondos para mejoras internas y planeaba efectuar un censo general de propiedades raíces. El programa observaba que bajo el sistema que entonces prevalecía de bienes hereditarios, la división de grandes haciendas era casi imposible y prometía reformas que hicieran más fácil tal acción. Según otra ley, los extranjeros tendrían más facilidad para adquirir bienes raíces.

El gobierno de Comonfort tenía que caminar con mucho tiento sobre la línea que se trazara, a in de poder sostenerse, puesto que la confusión y los conlictos se hallaban a la orden del día. La administra-

ción tenía que consultar tanto a los radicales como a los conservadores y, al mismo tiempo, mostrar iniciativa e intrepidez, especialmente en lo relativo a asuntos económicos. Por un tiempo pareció que Comonfort tendría éxito en sus gestiones, porque cuando asumió el poder las parti-das sublevadas eran en realidad de poca monta.

Desgraciadamente, algo de mayor envergadura se gestaba en Puebla y lo que había sido mero descontento en diciembre se convirtió en una revuelta de gran magnitud en enero de 1856. Aunque eran los conservadores, entre ellos Haro y Tamariz y ciertos clérigos, los que encabezaban el movimiento, debe hacerse hincapié en que no todos los miembros de la diócesis de Puebla apoyaban a los rebeldes y, de hecho, el Obispo de Puebla aconsejaba a la clerecía que se encontraba entre los revolucionarios, que hicieran la paz con el gobierno.11 El Arzobispo de México reprochó a aquellos sacerdotes que abusaban del púlpito para fomentar la desobediencia y alentar la revolución.12 Al ver que todos los

11 José M. Vigil, La Reforma, en México a través de los siglos, (México, ed. 1940), V, i, 101.12 El Siglo, 22 de enero de 1856. Comonfort personalmente sostenía que el clero no debería participar en ninguna actividad política, pero al mismo tiempo creía que debía existir uniformidad en cuanto a creencia religiosa en México.

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esfuerzos para contener la revuelta habían resultado infructuosos, Co-

monfort decidió ponerse él mismo al frente de las tropas para combatir a los rebeldes y, ayudado por Doblado y otros, puso sitio a la ciudad a principios de marzo de 1856 y la forzó a rendirse el día 22 del mismo mes. Debido a la participación del clero poblano en la rebelión, el go-

bierno exigió a éste una indemnización para lo cual se garantizó con los bienes de la Iglesia en Puebla.13

Cuando se conoció en dicha ciudad la noticia de la imposición de la pena, aparentemente se hicieron intentos de comprar al gobierno,

pues el Obispo de Puebla escribía a Mariano Riva Palacio, el 24 de abril de 1856, comisionándolo a convenir un préstamo al gobierno de 200,000 pesos, pagadero en partidas mensuales; y en tanto que estos pagos no quedaran liquidados, la diócesis de Puebla se hallaría exenta de cualesquiera otras contribuciones impuestas por el gobierno. Si por cualquier razón el gobierno llegara a disponer de bienes de la diócesis o impidiera la administración regular de la iglesia, tales pagos se deten-

drían.14 En vista del fracaso de esta propuesta para impedir el pago de la indemnización, el clero de Puebla continuó atacando tenazmente al gobierno desde el púlpito.

El mismo Arzobispo cambió su postura inicial y, además de usar el púlpito para proclamar sus miras políticas, se rehusó a cumplir con el decreto que concedía poder a las autoridades nacionales para efectuar el cobro de la indemnización. Bajo tales circunstancias, el gobierno creyó necesario decretar su destierro, como lo hizo el 12 de mayo.15 Tal acción

13 El intercambio de notas sobre este asunto, entre el Ministerio de Justicia y el Obispo de Puebla, puede verse en el libro de Francisco Zarco: Historia del Congreso Extraordinario Constituyente de 1856-1857 (2 vols., México, 1857) I, 183-205. (Hay edición de El Colegio de México, 2 vols., 1956.) Por lo que respecta a las diicultades de su recaudación, véase Historia de la ciudad de Puebla de los Ángeles (2 vols., México, 1897), II, 435-438, por A. Carrión.14 Correspondencia de Mariano Riva Palacio, Manuscrito, Universidad de Texas.15 Vigil, Reforma, 136-138. Posteriormente, en 1858, tuvo lugar otra sublevación en Puebla. Plumb, en carta fechada en la Ciudad de México el 31 de octubre de 1856, a su amigo Allen, le informaba que había estado en Puebla

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demostraba que, aun cuando Comonfort era un moderado, abrigaba la intención de mantenerse irme contra los conservadores y no tolerar interferencia alguna con lo que consideraba el legítimo progreso de su gobierno. A esta posición se aferró durante año y medio y luego inal-mente sucumbió.

Pero durante este período, al igual que durante 1861-1862 y 1867-1872, uno de los principales factores que inluyó sobre la política mexicana, fue la relación existente entre el Ejecutivo y los radicales. Ésta no era cordial en modo alguno y un estudio del Congreso Cons-

tituyente, que celebró su primera sesión el 18 de febrero de 1856, de-

muestra claramente las diferencias básicas en sus formas de pensar.16

Los debates pronto dejaron claro que el Congreso no estaba dispuesto a subordinarse al ejecutivo y particularmente el sector radical criticaba durante la política gubernamental. Los poderes extraordinarios asumi-dos por Comonfort, ocasionaban gran inquietud y el 21 de febrero los diputados debatieron con apasionado fervor el decreto que lo nombraba presidente provisional.

La profunda división que existía entre el Congreso y el Ejecu-

tivo quedó demostrada en diversas ocasiones. Una de las más serias querellas resultó como consecuencia de la actitud asumida por San-

tiago Vidaurri, quien virtualmente se había convertido en gobernante independiente del norte de la República. Enteramente de su propia ini-ciativa, decretó que Coahuila quedaba incorporada a Nuevo León y el

el día 22 de octubre y encontró que el clero compró un número suiciente de la pequeña guarnición, para llevar a cabo un pronunciamiento(*). A in de aumentar el contingente, había alquilado a léperos ( *) callejeros a razón de un peso diario. Documentos de Plumb, Manuscrito, Stanford.16 La Convención sirvió asimismo como cuerpo legislativo regular. Tomando como base el material de que se dispone, resulta en extremo difícil determinar cómo se manejaron las elecciones para este Congreso. Aparentemente el gobierno nacional no dispuso de tiempo para organizarlas y fueron los gobernadores de los estados los que se encargaron de ello. Emilio Rabasa, La organización política de México. La constitución y la dictadura (Madrid,1917.), 44-45. No había conservadores en el Congreso.* En español, en el original.

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15 de abril el gobierno federal declaró que tal unión era ilegal y turnó el caso al Congreso para su decisión inal. El informe rendido por una comisión especial de diputados, inluida seguramente por Ignacio Ra-

mírez, aprobó las acciones de Vidaurri, basando sus conclusiones en la peregrina idea de que, en virtud del triunfo de la revolución de Ayutla, los pueblos en México habían vuelto al estado natural; por lo tanto, puesto que no había venido funcionando ningún gobierno, los pueblos de Coahuila y Nuevo León se hallaban en libertad de proceder según fuera su voluntad. Ramírez, en su discurso ante el Congreso en defensa de la interpretación dada por la Comisión, empleó parte de su tiempo en menguar la administración de Comonfort. Sin embargo, el Congreso rechazó la resolución y la devolvió nuevamente a la Comisión.17

Las sospechas radicales respecto al Ejecutivo volvieron a salir a relucir sobre dos asuntos de organización gubernamental. El gobierno expidió un decreto reinstalando el Consejo de Gobierno, en el cual de-

seaba Comonfort colocar a sus propios hombres.18 La mayoría de aque-

llos a quien él nombrara eran moderados. En el mes de junio el Congreso inalmente estudió el asunto y demostró su insatisfacción, declarándose “no apto para la cuestión”.19 La pugna se agudizó cuando, el 15 de mayo, el gobierno presentó su Estatuto Orgánico, que establecía un gobierno temporal altamente centralizado. Los miembros del Congreso atacaron acremente la ley y las autoridades locales en algunos estados, como en Oaxaca, donde Juárez era gobernador, se rehusaron a publicarla.

17 Zarco, Congreso, I, 56-61; 271-277; 336-359.18 El Consejo fue nombrado por Álvarez en uso de los poderes que se le otorgaran en Ayutla. Dicho organismo había protestado contra la legalidad del decreto nombrando a Comonfort Presidente Provisional y no se reunió desde entonces.19 Ibid., 362-369. Existen abundantes elementos para demostrar la disensión. Siliceo escribía a Doblado, el 24 de mayo de 1856, informándole de las diferencias entre el Ejecutivo y la Legislatura. García, Raros, XXXI, 191-193.John S. Cripps escribió a Marcy el 5 de junio de 1856: “Durante los últimos diez días, el Gabinete y el Congreso se han venido acercando a casi un abierto rompimiento ...” Manning, México, IX, 836. La. prensa de la Ciudad de México, en mayo y junio de 1856, relejaba la tensión existente entre los dos poderes.

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A estos incidentes podrían agregarse muchos otros, pero inal-mente las “cabezas más serenas” proverbiales lograron imponerse y el Congreso nombró a una comisión especial para arreglar las diferen-

cias con el Ejecutivo. Esencialmente, los radicales del Congreso temían que Comonfort pretendiera establecer una nueva dictadura y éste a su vez, no coniaba en el Congreso debido a las declaraciones extremistas hechas por muchos radicales. No obstante, ambas partes reconocieron inalmente que cada una necesitaba de la otra para sobrevivir y se con-

certó una tregua temporal. Basándose en la historia de los últimos años, el Congreso tenía motivos para desconiar de cualquier gobernante pero por decreto ejecutivo, cuando menos en papel, Comonfort había logrado resultados verdaderamente impresionantes. Había obtenido fondos para ferrocarriles, establecido una limitada libertad de imprenta, abolido el monopolio del tabaco, decretado un nuevo arancel que otorgaba mayo-

res libertades al comercio, entablado discusiones sobre la comunicación interoceánica a través del Istmo de Tehuantepec,20 hecho provisión para escuelas, adoptado el sistema métrico francés, creado un banco en la Ciudad de México y forzado al clero a vender sus tierras.21

Por su parte el Congreso durante este tiempo, amén de sus deba-

tes sobre asuntos que le remitía el Ejecutivo, avanzaba también en su otra función: la creación de una nueva constitución. Los debates en la prensa y en el Congreso respecto a los diversos artículos propuestos, revelaban la ilosofía en la que se basaba la política de las varias facciones y sus medidas prácticas para poner en vigor tal política de acción. Tres proble-

mas interrelacionados constituían las grandes interrogantes del momento: teoría del gobierno, teoría de la economía y posición legal del clero.

En su teoría del gobierno, los liberales, adoptando como suyo el lema y creencias de la ilustración, denunciaban la doctrina del pecado

20 Sobre este último punto, véase J. Prestan Moore “Correspondence of Pierre Soulé: The Louísiana Tehuantepec Company”, Hispanic American Historical Review, febrero de 1952, 59-72. (El título de esta revista será abreviado en adelante HAHR.) Aparentemente Soulé había encontrado necesario sobornar a oiciales gubernamentales, particularmente a Siliceo, para lograr una concesión.21 Decretos en D y L, Legislación, VII, 633-691; VIII, 5-647.

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original y propugnaban la perfectibilidad del hombre. Firmemente creían que la forma federal de gobierno, basada en la libertad del individuo, so-

bre derechos naturales y en la soberanía popular, ofrecía las condiciones óptimas para alcanzar esta perfección.22 ¿Cómo, preguntaban los libera-

les, podría prevalecer la libertad bajo un estado centralizado? Algunos moderados argüían que los liberales ya habían tenido su oportunidad con la Constitución Federal de 1824 y habían fracasado. José Ma. Iglesias replicó que tal constitución no había en justicia recibido una verdadera prueba; que los intereses bastardos la habían derrumbado en 1830 y desde entonces todo se resumía en una palabra: calamidad.23 Para los liberales, el progreso y el federalismo estaban estrechamente ligados.

Los liberales triunfaron al lograr incluir ciertos aspectos de su federalismo y derechos naturales en la nueva constitución. Establecie-

ron un sistema federal, con las tres ramas de gobierno. Sin embargo, se puso interés en sólo un cuerpo legislativo. Los derechos del hombre fueron los primeros temas que se trataron. El artículo I declaraba: El pueblo mexicano reconoce que los derechos del hombre son la base y el objeto de las instituciones sociales; consecuentemente, todas las leyes y todas las autoridades del país deben respetar y sostener las ga-

rantías que otorga la presente Constitución. Los liberales procedieron a elaborar un total de veintinueve artículos para deinir los derechos del hombre. Según la Constitución, ningún hombre podría ser esclavizado ni encarcelado por deudas; la educación debía ser libre; todo hombre

22 Las constituciones provisionales de los estados y territorios, establecidas inmediatamente después de la caída de Santa Anna, relejaban estos mismos conceptos. Véanse, por ejemplo, las de Oaxaca, Zacatecas, Querétaro, Michoacán, Tlaxcala, San Luis Potosí, Guerrero, Tehuantepec, Baja California, Sinaloa y Nuevo León, en El Siglo, de octubre 1°; 7, 10 y 23; 27 de diciembre de 1855; y febrero 3, 4 y 28 de 1856. Todas ellas hablaban de los derechos naturales del individuo, tales como la libertad, igualdad ante la Ley, propiedad y libertad de imprenta y expresión, con algunas limitaciones en cuanto a los ataques a la religión y asuntos privados. La mayoría de estas constituciones nada decían en lo tocante a tolerancia religiosa; sin embargo, la de Querétaro especiicaba que la religión católica romana debería ser la única permitida.23 Ibid., 28 de marzo de 1856.

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podía abrazar la profesión, industria o trabajo que deseara; el servicio personal debería recibir un pago justo; dentro de ciertos límites, preva-

lecería la libertad de imprenta, de expresión y de asociación; cualquier hombre que lo deseara, podría portar armas; se prohibían los títulos de nobleza; todo mundo tenía derecho de entrar y salir de México confor-me lo deseara, no podrían erigirse tribunales especiales ni expedirse leyes retroactivas; se abolía la pena de muerte para crímenes políticos; con algunas excepciones, los monopolios quedaban prohibidos; se ga-

rantizaba el derecho de petición y de reunión; se abolían las costas judi-ciales; la propiedad sólo podría ocuparse por causa de utilidad pública y previa indemnización. La cláusula inal estipulaba que en tiempos de crisis graves, podían suspenderse dichas garantías.

La mayoría de estas proposiciones suscitaron poca controversia. Sin embargo, dos puntos rechazados ocasionaron un gran debate: los juicios mediante jurado y la libertad religiosa. Aquellos que se opo-

nían al establecimiento del sistema de jurados, airmaban que esto era incompatible con la tradición del derecho romano y sostenían con tena-

cidad que el pueblo mexicano aún no estaba apto para tal innovación. Al someterse a votación, el juicio por jurado fue rechazado por una votación de 42-40. 24

Ningún debate resultó más enconado que los que tuvieron lugar con respecto a la tolerancia religiosa, pues en este punto los liberales se hallaban divididos. La administración encabezada por Comonfort, se rehusaba a apoyar tal medida y los miembros del gobierno se pro-

nunciaron contra ella. Pero la motivación económica y política que res-

paldaba el ataque liberal en contra de la Iglesia quedó perfectamente demostrada en tales debates.25

Muchos liberales, tanto moderados como radicales, insistían en que se incluyera tal artículo en la Constitución y en su discurso al Con-

greso del 29 de julio, José Antonio Gamboa esgrimió los principales ar-gumentos de aquellos que se hallaban en favor de la inclusión. Comenzó

24 Zarco, Congreso, Il, 159-183; 993-997.25 Véase el sumario que presenta el autor en “Church and State at the Mexican Constitutional Convention, 1856-1857”, Américas, IV, No. 2.

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por airmar su fe católica y declarar que hablaba como católico. Luego presentó la tolerancia religiosa como ofreciendo dos aspectos: ¿tiene el hombre el derecho de escoger cómo adorar a Dios? y ¿estaría mejor el país si existiera la libertad religiosa? Tal era la ideología política, social y humanitaria que se hallaba en juego. Gamboa consideraba como ya contestada la primera pregunta: la era de Torquemada ya había pasado y la sociedad vivía ahora en el siglo de la libertad y de la hermandad del hombre.

A la segunda pregunta replicaba que en México la tolerancia era asunto de vida o muerte, puesto que de ello dependía la inmigración y, sin ésta, el país jamás podría explotar adecuadamente sus enormes ri-quezas naturales; y ciertamente Gamboa dudaba que la nación pudiera conservar su unidad por mucho tiempo bajo las condiciones existentes. Una población pequeña se hallaba esparcida sobre un vasto territorio y debido a su aislamiento los mexicanos carecían del sentimiento de uni-dad nacional. Además de ello, no existía unidad interna por la carencia de caminos; no había agricultura por la falta de braceros; ni industria, por la falta de capital.

Los conservadores -acusaba- estaban satisfechos con este esta-

do de cosas y a in de impedir cambios querían detener toda clase de reformas y mantener ignorante al pueblo; pero el partido liberal lo con-

duciría hacia la libertad y el progreso. Para ayudar en tal tarea debería acudirse a los europeos, que traerían consigo fuerza e ingenio; México, en compensación, les proporcionaría riquezas y un futuro. Mas ¿cómo podrían invitarlos sin libertad de religión? ¿Qué mexicano querría ir a un país sin Iglesia Católica? El atribuir la ausencia de inmigración sólo a la carencia de seguridades, era incorrecto, puesto que a los Estados Unidos inmigraron multitud de alemanes en los primeros días de su historia. Además de esto, cuando gentes como los alemanes viajaban, lo hacían siempre en gran número y bajo la guía de un sacerdote, que era su jefe. Cierto es que en México ya vivían algunos protestantes, pero podía decirse que siempre con un pie en el estribo y no podían sentirse satisfechos ni echar raíces verdaderas, puesto que la ley mexi-cana ni siquiera reconocía sus matrimonios. Por su parte, los europeos

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residentes en México no se asentaban permanentemente y las riquezas que producían tendían a fugarse a Europa, empobreciendo así al país. El aumento de la población por medio de la inmigración era absoluta-

mente necesario no sólo para la vida económica de México, sino para su propia existencia nacional, pues sólo incrementando la población po-

dría México contener los avances territoriales de los Estados Unidos. El argumento básico en que los liberales apoyaban su tesis era este: la tole-

rancia religiosa daría por resultado el arribo de inmigrantes protestantes provenientes de Europa, avezados al arduo trabajo que fomentarían y estimularían el desarrollo económico y que seguramente comunicarían a los mexicanos aquel vehemente deseo de superación individual, del que se carecía por ese entonces.

Por su parte, el discurso pronunciado por Marcelino Castañeda expresaba la mayor parte de los argumentos empleados por aquellos que se inclinaban en contra de la tolerancia religiosa. Castañeda creía que el pueblo mexicano no deseaba tal tolerancia y puesto que el Con-

greso representaba a este pueblo, los delegados deberían sujetarse a sus deseos y proclamar la católica como la religión oicial de la nación. Emitir una legislación que el pueblo desaprobaba sería absurdo, puesto que tal ley nunca sería cumplimentada. Si a pesar de todo lo hacía el Congreso, ello vendría a agregar un nuevo elemento de discordia. Otros oradores han proclamado -decía Castañeda- que sin libertad de religión México no tendría inmigración, sin inmigración no habría población y sin población no habría caminos y sin todo ésto no existiría agricultura ni industria. La tolerancia religiosa no solucionaría dichos problemas. Primero debe alcanzarse la paz, justicia, buen gobierno y garantías de orden y seguridad. Posteriormente vendría la prosperidad y México contaría tanto con capital como con industria.

Así pues, aquellos que se oponían al artículo empleaban el ar-gumento de que la tolerancia religiosa, al animar a los protestantes a establecerse en México, introduciría un nuevo elemento de discordia en el ya tan dividido país. Lo que México necesitaba por sobre todas las cosas, era paz y solamente con paz y estabilidad podría entonces esperarse la llegada de inmigrantes y capital extranjero. Sin embargo, el

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argumento presentado por los opositores de que “aún no es el momen-

to”, era probablemente el más fuerte de todos en contra de la tolerancia religiosa.

Tras muchos días de debate el Congreso inalmente decidió, por una votación de 65-44, que no se encontraba aún listo para resolver sobre la cuestión. Cuando se dieron a conocer los resultados se suscitó una enorme conmoción. En las galerías hubo gritos de “viva la Reli-gión”, “muerte a los herejes”, “muerte a los cobardes”. Tuvieron que despejarse las galerías antes de que pudiera restablecerse el orden y el artículo fue devuelto a la Comisión.

El 24 de enero de 1857, al clausurar la sesión del día y cuando muchos diputados se preparaban ya para salir, la comisión solicitó per-miso para retirar completamente el artículo. La propuesta ocasionó otra larga discusión sobre si procedía o no hacer tal proposición y después de algún desorden se decidió ponerla a votación; pero como no había quorum, tuvo que posponerse la resolución. Dos días más tarde, por un voto de 57-22, la comisión recibió licencia para retirar el artículo.

Ponciano Arriaga presentó entonces una ponencia que otorgaba al gobierno federal facultad para intervenir en asuntos de observancia religiosa y disciplina externa, como lo prevenía la Ley. Urgió la adop-

ción de tal medida sobre la base de que el gobierno federal podía so-

lamente ejercer los poderes que le otorgara la Constitución y nada en ese documento le confería control alguno sobre asuntos eclesiásticos. Se necesitaba una declaración positiva que asegurara la supremacía del gobierno civil sobre la autoridad eclesiástica y su omisión dejaría a la administración sin facultad alguna para encararse a las intromisiones y violaciones eclesiásticas. La ausencia de tal conferimiento de faculta-

des al gobierno alentaría a los reaccionarios, puesto que éstos deduci-rían del silencio del Congreso que no se daba cuenta de lo que el pueblo realmente quería. Tras una brevísima discusión, se adoptó la ponencia de Arriaga por una votación de 82-4 y se convirtió en el artículo 123 de la Constitución.26

En general, todos los liberales compartían la creencia de que

26 Zarco, Congreso, I, 771-776, 788-798; II, 93-96, 813-824.

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el país estaba muy atrás de su potencial progreso económico y social, debido principalmente a la sofocante inluencia del clero, la milicia y los conservadores. Así pues, en cuanto a los puntos generales concer-nientes a la Iglesia y su papel en la vida mexicana bajo la nueva Consti-tución, la mayoría de los liberales estaban totalmente de acuerdo. Todos ellos opinaban que su poder político y económico debía ser frenado, sus privilegios especiales abolidos y el clero reformado. La Ley Juárez ya había arrebatado al clero algunos de sus privilegios especiales y la opinión liberal era de que, además, debería declararse al clero inelegi-ble para votar o desempeñar puestos públicos. Los liberales irmemente creían que el clero se hallaba demasiado absorbido por sus riquezas y prebendas, para poder concentrarse en forma adecuada en sus deberes religiosos y, por tanto, se inclinaban en favor de medidas que limitaran los intereses clericales ajenos al ejercicio de su profesión. Tampoco era grande el desacuerdo entre los liberales respecto a quitar al clero sus tierras. La Ley Lerdo, promulgada por el gobierno de Comonfort el 25 de junio de 1856, llevaba la inalidad de desamortizar las tierras de manos muertas que la Iglesia poseía o administraba. Esta Ley no con-

iscaba la propiedad eclesiástica ni despojaba a la Iglesia de su riqueza, sino que establecía que tal propiedad debía venderse y los fondos que se obtuvieran en pago serían entregados a la Iglesia, con la condición de que el comprador pagara una alcabala al gobierno de cinco por ciento. En realidad la Ley Lerdo permitía a las mismas corporaciones efectuar ventas convencionales de los bienes; sin embargo, las autoridades ecle-

siásticas opinaban que no tenían autoridad para reconocer el derecho del gobierno civil para poner en vigor tales leyes, ni para discutir o dar su consentimiento a cualquier convenio, sin antes obtener la aproba-

ción papal. Que el período de tres meses que les concedía la Ley para vender sus propiedades no era tiempo suiciente para comunicarse con Roma y, por lo tanto, nada harían con respecto a las ventas, las cuales se efectuaron según las estipulaciones legales, sin el consentimiento de la Iglesia.27

Pero aquí se presentó una aparente paradoja, puesto que en la

27 F. Hall, The Laws of Mexico (San Francisco, 1885), 223.

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sociedad los liberales pugnaban por establecer el principio de que la propiedad era sagrada. Sobre este punto no puede existir duda: irme-

mente creían en la propiedad privada y condenaban a los socialistas y a los comunistas por el concepto que éstos tenían de la propiedad.28

¿Cómo, pues, podrían justiicar el forzar a la Iglesia para que dispusiera de sus tierras? La respuesta era fácil: aplicando el principio de utilidad primordial (El bien mayor para el mayor número). “El derecho de pro-

piedad es el más sagrado de todos. . . pero el Estado puede modiicar el derecho de un individuo o individuos cuando es en interés general de la comunidad. Todo lo que el individuo puede reclamar es una indemni-zación.29 Obviamente los liberales opinaban que la venta de las tierras eclesiásticas era del interés general de la comunidad y que el país en su totalidad se beneiciaría enormemente:

El pueblo, el clero, todas las clases de la sociedad, ricos y po-

bres, la nación entera, deben dar gracias al gobierno, al señor D. Miguel Lerdo de Tejada, por haber dictado una providencia tan eminentemente progresista y benéica: desde ahora cesa el estanco de bienes territoria-

les improductivos; la propiedad se divide ininitamente; cesa, o bien pronto cesará el estado de bancarrota que guarda la hacienda, se reani-mará la conianza y desaparecerá el descrédito que se oponía a las más sencillas operaciones inancieras de la administración, a los empréstitos más insigniicantes: el trabajo, de donde emana todo lo que es necesario o grato al hombre, podrá ser fecundado por el capital, esa palanca pode-

rosa de la producción: la ley servirá de punto de partida para la reforma del sistema tributario; conducirá a la próxima abolición de las gabelas con que está agobiado el pueblo; movilizando la propiedad raíz, pondrá en circulación grandes cantidades de numerario que se ha enmohecido en la inamovilidad; aumentará el número de propietarios; desarrollará directamente la agricultura, que está tan abandonada hoy y desatendida entre nosotros; hará fructiicar mil ramos industriales que actualmente se encuentran en completa parálisis; permitirá que el gobierno se dedi-

28 Véanse por ejemplo los artículos de Iglesias sobre la propiedad, publicados en El Siglo, de 18 de agosto y 7 de septiembre de 1856.29 El Constituyente, Oaxaca, 13 de julio de 1856.

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que eicazmente a introducir mejoras materiales, entre ellas la apertura de vías de comunicación, tal vez de vías férreas que tanto reclama nues-

tra situación y la época actual; los pensionistas del erario tendrán una vejez exenta de privaciones; nuestras fronteras se verán libres de las de-

vastadoras invasiones de los bárbaros; los nuevos propietarios brinda-

rán tierras vírgenes a los mil y mil brazos fraternales de la inmigración, y inalmente se desarrollará forzosamente el espíritu de empresa hasta entre los miembros de las corporaciones; ese espíritu de empresa casi desconocido entre nosotros, y que es uno de los ejes y una de las causas de la prodigiosa prosperidad de la vecina República del Norte.30

En el ensueño liberal sobre un rosado futuro, los pequeños te-

rratenientes harían prosperar al país mediante el cultivo de tierras hasta ahora improductivas y los impuestos provenientes de la venta de cada propiedad individual, llenarían las arcas nacionales. Estas esperanzas, como resultado de la Ley Lerdo, se basaban en un profundo respeto hacia la propiedad y fe en las consecuencias benéicas de la pequeña propiedad privada. Dése a cada individuo oportunidad de poseer una parcela y ésta producirá mucho más que bajo el sistema de propiedad municipal o eclesiástica. La prensa también hacía hincapié en la ne-

cesidad del arduo trabajo y del ahorro. Claro está que la Ley Lerdo no produjo los resultados apetecidos, sino que simplemente transirió las propiedades de grandes terratenientes de la Iglesia a particulares y condujo a una enorme especulación en tierras. Las clases inferiores y los indios simplemente se hallaban vedados de convertirse en propie-

tarios y la lista de las ventas31 mostraba sólo unas cuantas pequeñas transacciones.32 Aunque algunos liberales, como Ignacio Ramírez, se

30 El Republicano, 2 de julio de 1856, citado en El Siglo de 3 de julio de 1856.31 Las listas aparecen en el Cuadro sinóptico de la República Mexicana en 1856, formado en vista de los últimos datos oiciales, Miguel Lerdo de Tejada (México, 1856).32 G. M. McBride, en The Lands Systems of Mexico (Nueva York, 1923), así como H. Phipps, en Some Aspects of the Agrarian Question in Mexico (Austin, 1925), han examinado cuidadosamente el problema de la pequeña parcela, pero aún queda mucho por hacerse. Por ejemplo, ¿qué puede descubrirse si se estudia el considerable número de señoras (*) que adquirió tierras? ¿Cuántos estados en

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opusieron a la Ley porque ella no coniscaba la propiedad eclesiástica, la verdad es que suscitó muy poco debate en el Congreso Constituyente y quedó incorporada a la Constitución como su artículo 27.

Si bien no todos los liberales estaban convencidos de que la tolerancia religiosa atraería extranjeros a México, la mayoría conside-

raba que la inmigración se vería alentada por la adopción de medidas económicas adecuadas y, como primer paso en tal dirección, la Consti-tución abolió la mayor parte de los monopolios y dejó el campo libre a la iniciativa individual.

Otro objetivo que consideraban esencial, era el mejoramiento de los transportes, no sólo construyendo al efecto caminos y vías de ferrocarriles, sino eliminando toda clase de interferencias, especialmen-

te las alcabalas sobre artículos que transitaban de un estado a otro.33

Existía cierto movimiento tendiente a imponer un comercio libre; pero gran número de los liberales no aprobaban la idea, sosteniendo que los aranceles eran necesarios; aunque sí convenían en que se permitiera la entrada al país de artículos hasta ahora vedados.

En suma: los liberales querían establecer un sistema federal de gobierno; restringir el poder del clero; alentar el sistema capitalista; que la educación fuera laica; establecer la igualdad política y jurídica;

1856-1857 pusieron en vigor la Ley? Aparentemente Nuevo León no lo hizo. Véase El Siglo de 25 de marzo de 1857 y El Diario de Avisos de 21 de mayo de 1857. ¿En cuántos lugares, como en Zacatecas, el nuevo sistema sólo vino a sobre valorizar la propiedad y con objeto de determinar su valor se tuvo que capitalizar sobre la base de la renta que estaba pagando, a razón de seis por ciento? En Zacatecas el peor alojamiento producía como renta alrededor de trece pesos al año que, empleando la regla del seis por ciento, colocaba el valor de la propiedad en poco más de 200 pesos, cuando en realidad el costo de tal casa era de setenta a ochenta pesos como máximo. El Siglo, 17 de julio de 1856. La propiedad no rentada tenía que rematarse en subasta pública al más alto postor.* En español, en el original

33 La prensa de 1856-1857 daba a conocer que algunos estados que habían derogado tales imposiciones durante 1855-1856, pronto las habían reimplantado. No debe olvidarse que la alcabala constituía una fuente viral de ingresos para los estados y privarlos de ella equivalía a dependizarlos enteramente al gobierno nacional.

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y fomentar la iniciativa individual. Probablemente podría decirse que ellos creían que la clave del progreso social la constituía el propio inte-

rés bien orientado.34 Además, reconocían que los derechos económicos deberían quedar garantizados por los derechos políticos. La libertad de poseer propiedades y de seguir cualquier profesión u ocupación tendría escaso valor sin la correspondiente libertad de imprenta y de palabra.

Pero ¿cuál era la postura de los conservadores? Éstos respalda-

ban su posición aduciendo los eternos puntos teológicos, a Aristóteles y a escritores más recientes, como José de Maistre. En cuanto a la forma de gobierno, la respuesta era sencilla: creían en el centralismo como el modo más efectivo de llevar a cabo un buen gobierno.35 A la pregunta: ¿es posible que un hombre se gobierne a sí mismo? J. J. Pesado, uno de los pensadores más notables del grupo conservador, contestaba:

Los gobiernos civiles, lo repetiremos incesantemente, no se bastan a sí propios, y por esto necesitan de una ayuda extraña que los ilustre en sus dudas, que les marque su camino, que les dé el vigor que les falta, y que les concilie el amor y el respeto de los que obedecen. Auxilio tan poderoso sólo puede darlo la religión, porque ella cuenta con recursos inagotables, y con resortes secretos, pero poderosos, que obran en el corazón de los hombres.36

Además:Sin embargo, el hombre, degradado de lo que fue en sus prime-

ros días, y caído de su nativa dignidad, experimenta dentro de sí mismo dos fuerzas que se combaten, dos leyes que se oponen y son la carne y el espíritu, la gracia y el pecado. La religión, con la luz revelada, viene a ilustrarlo sobre su verdadera situación, enseñándole lo que fue, lo que es y lo que será: su origen, su caída y su reparación. . . Las leyes políti-

34 Debido a la total ausencia de estudios preparados por hombres de negocios de aquella época en México, no puede hacerse una positiva aseveraci6n respecto a la verdadera posición en que éstos se encontraban.35 Puede encontrarse esta ideología en cualquiera de las publicaciones conservadoras de entonces, como La Cruz, La Sociedad y El Diario de Avisos.36 La Cruz, 9 de julio de 1857. La Cruz era indudablemente la publicación conservadora más inteligente de la época, y Pesado, que se encargó de un gran número de artículos en ella, adoptó posiciones inteligentísimas en extremo.

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cas serán siempre insuicientes a su objeto, porque obran todas sobre el hombre exterior, sin llegar a su alma y a sus entrañas, donde moran los gérmenes de rebelión, y de donde nacen intereses individuales opuestos al bien común.37

Pesado creía ciertamente que los gobiernos civiles eran profa-

nos y que lo más que podía esperarse de ellos, era que respaldaran a la Iglesia Católica. Una administración centralizada podría cuando menos hacer más fácil dirigir y gobernar las distintas partes componentes.

El concepto conservador de la soberanía difería profundamente del liberal. La soberanía sobre la tierra debería delegarse en unos pocos, capacitados para ello; la idea de permitir que cada estado, (o individuo) se encargara de sus propios asuntos, signiicaba anarquía pura. Pesado se expresaba muy irmemente a este respecto:

La voluntad humana es ilimitada, y si de ella naciese la sobera-

nía, resultaría también ilimitada. ¿Quién no ve en ésto el principio del despotismo? ... El hombre lo quiere y lo desea todo, hasta la injusticia: su voluntad no puede ser por esto la regla de sus acciones. Hay una potencia a que debe sujetarse, que no es ella, y que está fuera de ella. . . Al atribuir a todos los hombres el derecho y el ejercicio de la soberanía, se les ha dicho que eran enteramente libres, lo que también es falso. La soberanía colectiva y la libertad razonable son incompatibles: aquélla sólo se combina con la anarquía. Toda sociedad que ejerce la soberanía sobre sí misma se convierte en una tropa de esclavos: sí, esclavos de la voluntad común, que cambia a todas horas; esclavos del azar y de la movilidad de los votos; esclavos, en in, de los más audaces y de los más atrevidos, que son los que tienen el arte de atraer la multitud a sus deseos, engañándola y corrompiéndola. Dar al pueblo en masa la sobe-

ranía, es constituirlo por el hecho mismo déspota y tirano: su legisla-

ción carece no sólo de principios ijos, sino de asiento y duración. Si el pueblo tiene el derecho de formar su Constitución, tendrá igualmente el de alterarla a su antojo, con razón o sin ella: si tiene el derecho de hacer una, hará ciento, porque es condición del pueblo el de ser inquieto y ve-

leidoso; y si tiene el derecho de quitar una autoridad, las quitará todas,

37 Ibid., 20 de agosto de 1857.

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porque estando él, que es la única, todas las demás vienen a estar de sobra. ¿Quién garantiza a una sociedad su duración, y a los individuos su bienestar?... No hay sociedad en que no sea mayor el número de los ignorantes que el de los sabios, el de los inconsiderados que el de los prudentes, el de los perezosos que el de los diligentes; en suma, el de los malos que el de los buenos. Poniendo la soberanía en el pueblo, se sigue que ella reside esencialmente en los ignorantes, en los inconsiderados, en los perezosos y en los malos, y que sus resoluciones son las que tendrán fuerza de ley, imponiendo gravámenes insoportables a los que piensen de diversa manera que ellos, o tengan diversas costumbres... El ejercicio de la soberanía no puede estar sino en pocas manos. En las na-

ciones bien constituidas se encontrará en personas sabias y justas, que hagan buen uso de él; y estará rodeado de suicientes correctivos para impedir su abuso, a lo menos hasta donde sea posible. . . El dogma de la soberanía del pueblo, es hijo legítimo del protestantismo.38

Los conservadores no podían aceptar la forma de gobierno de-

fendida por los liberales, ni podían aceptar los puntos de vista de éstos en cuanto a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. También a este respec-

to Pesado dejó sentado con claridad el punto de vista conservador. En el pasado -declaraba-los oponentes de la religión la asaltaron abiertamente; destrozaron los altares del verdadero Dios, proclamaron el culto de la razón y adoraron públicamente a una prostituta; mas ahora los atacantes usan un procedimiento distinto: pretenden venerar a Jesucristo pero no lo reconocen como Dios. Ensalzan partes de su doctrina y objetan otras. Alaban las palabras de Dios y al mismo tiempo persiguen su iglesia, sus creencias, ceremonias, disciplina, ley y sacerdotes. Pesado proclamaba que el revocamiento de los privilegios especiales del clero resultaba esen-

cialmente destructivo para la Iglesia, pues la Ley Juárez implicaba un desconocimiento del Papa como jefe de la Iglesia y una negación de la completa jurisdicción de sus ministros en asuntos eclesiásticos.

38 Ibid., 3 de septiembre de 1857. Obviamente implícita aquí está la necesidad de la evolución histórica, la cual puede hallarse con mayor claridad en otros artículos. Los liberales en general censuraban la historia, denunciando al efecto los antecedentes españoles.

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Algunas de las más acaloradas discusiones tuvieron lugar en relación con los bienes de la Iglesia. Los liberales citaban: “mi reino no es de este mundo” en respaldo de sus ideas de que el clero no debería tener posesiones temporales. Pesado replicaba que los liberales conti-nuamente usaban el hecho de la riqueza eclesiástica como justiicación para la expropiación, como si el derecho de un individuo perjudicara los derechos de otros. Los bienes adquiridos por la Iglesia se empleaban para el bienestar público, puesto que servían para sostener el catoli-cismo, socorrer al pobre y aliviar calamidades públicas. Puesto que la Iglesia desaprobaba la usura, las rentas y réditos que obtenían de sus bienes eran siempre pequeños.

Cada individuo tenía el derecho de adquirir propiedades y de conservar lo que había adquirido, pues sin el derecho de propiedad no podría existir la familia, la sociedad ni el gobierno. Las compañías o asociaciones poseían los mismos derechos que los individuos. Por lo tanto, el Estado no podía despojar a la Iglesia de sus propiedades, que había obtenido legalmente y que empleaba para el bien general.39

Algunos liberales habían defendido la idea de la tolerancia reli-giosa con respecto a la cuestión de fomentar la inmigración; pero desde el punto de vista conservador, la tolerancia no era un prerrequisito para lograr tal incremento. Naturalmente, se oponían a la política de tole-

rancia y los argumentos liberales en favor de ella, especialmente desde que los liberales hacían sinónimo el protestantismo con el progreso y la prosperidad. Pesado en La Cruz y Morales en El Siglo, polemizaron largamente sobre el supuesto de que los países católicos se hallaban muy por atrás de los protestantes.

Por supuesto que los conservadores querían inmigrantes, pero los querían católicos, sobre la base de que la paz y el orden eran nece-

sarios para que la industria y el comercio pudieran lorecer. Diferentes sectas religiosas introducirían elementos de discordia y por tanto re-

tardarían la estabilidad social por muchos años. A este respecto, como ya lo hemos hecho notar, los liberales moderados concordaban con la opinión conservadora. Los conservadores proclamaban asimismo que

39 Ibid., 8 de mayo de 1856; 29 de enero de 1857; 9 y 16 de octubre de 1856.

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los continuos cambios en gobiernos y aranceles no debían atribuirse a la falta de tolerancia, sino al poco desarrollo económico; ni tampoco era necesaria la tolerancia para alentar a los extranjeros a invertir capital. Muy al principio de la historia de la República, las minas se habían de-

sarrollado con dinero prestado por europeos.A pesar de una multitud de interrupciones, incluyendo las repre-

sentaciones que tuvieron lugar durante el mes de enero de La Cabaña del Tío Tom, que todo mundo que se consideraba importante por uno u otro motivo fue a ver, el Congreso Constituyente completó su labor a principio de febrero de 1857. Aun cuando habían triunfado los prin-

cipios liberales, muchos de los que respaldaban al gobierno veían la Constitución con verdadero recelo.40

El Presidente se enfrentó entonces a una tarea poco envidiable: poner en vigor una constitución que pocos respaldaban con vehemencia y a la que muchísimos se oponían a gritos. Tampoco resumía esto todas sus diicultades, pues además de ello, tenía que abocarse a la delicada operación de mantener en orden a la Iglesia sin ceder en cuanto a los principios de la Reforma y, al mismo tiempo, refrenar a los liberales que podrían destruir este equilibrio.41 La posición económica del gobierno, como de costumbre, era vacilante y tenían que procurarse ingresos al erario de algún modo. Las relaciones con otros países, especialmente con España, se hallaban tensas y demandaban atención inmediata. Había que llevar a cabo preparativos para las próximas elecciones presiden-

ciales y, además, siempre había revueltas que combatir.42 Sin embargo,

40 Véase, por ejemplo, carta del 28 de febrero de 1857, de Doblado a Terán. Escritos de Terán, Universidad de Texas. El mismo Comonfort declaró más tarde que no había tenido gran fe en la Constitución. Vigil, Reforma, 221-222.41 Ya con anterioridad, durante el mes de julio, Comonfort opinaba que uno de los elementos de disturbio entre los liberales era la exageración de algunos de los diputados que componían el Congreso Constituyente. Comonfort a Joaquín Moreno, 24 de julio de 1856. Documentos de Comonfort, Manuscritos, Universidad de Texas. No obstante, un mes antes, el 14 de junio, al escribir al mismo Moreno, admitía que tenía que contar con el pleno respaldo de los radicales con objeto de llevar o cabo reformas. Ibid.42 Comonfort, al escribir a Terán el 15 de diciembre de 1856, expresaba su

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a pesar de estos agotadores problemas, el gobierno parecía poderoso en febrero de 1857. Recién, había acabado con sublevamientos en Puebla y San Luis Potosí; había logrado la completa sumisión de Vidaurri a su au-

toridad; arreglado las diferencias fundamentales con Inglaterra y estaba negociando un empréstito con los Estados Unidos.43 Además, Comon-

fort había logrado sobreponerse a una seria crisis en el gabinete durante diciembre anterior, a raíz de la renuncia de Lerdo.

Pero la Constitución era ahora el principal problema. Muchos liberales abrigaban la esperanza de que los conservadores aceptarían su derrota y procederían legalmente, formando un partido político para las próximas elecciones. Para alentar tal participación, el gobierno, muy a principios de febrero, concedió amnistía a los reos políticos. El 11 de marzo se promulgó la Constitución y seis días más tarde se decretó que todos los empleados gubernamentales, militares y civiles, deberían prestar juramento a ella o perderían sus puestos.

Aun cuando la oposición conservadora inmediatamente se hizo patente, la Iglesia no adoptó una postura formal sino hasta el 13 de noviembre, cuando el arzobispo de México expidió una pastoral orde-

nando al clero no prestar juramento de cumplir con la Constitución.44

El arzobispo también impartió instrucciones a los sacerdotes acerca de cómo debían proceder con los católicos que hubieran jurado obedecer

frustración. No bien había aplastado una rebelión cuando ya brotaba otra. Escritos de Terán.43 Los Estados Unidos prestarían a México 15.000,000 de dólares, de los cuales 3.000,000 se emplearían para liquidar las reclamaciones de ciudadanos de dicho país contra México y 4.000,000 se destinarían al pago del Convenio Británico. Forsyth a Marcy, 10 de febrero de 1857. Manning, Mexico, IX, 891-893.44 Unos cuantos clérigos se rehusaron a dar cumplimiento a la orden del arzobispo y fueron suspendidos. Entre este grupo se encontraban: Plácido Anaya, Rodrigo Victoria, Francisco de Paula Campa, José María Sastra (El Diario de Avisos, 28 de abril de 1857), Moreno y Jove, Verdugo y Sagasita (La Nación, 12 de octubre de 1857) y Ramón Valenzuela (ibid., 16 de marzo de 1857). Cuando menos uno de ellos, Paula y Campa, se arrepintió y pidió perdón (El Eco Nacional, 17 de noviembre de 1857). Si bien el número de sacerdotes insurgentes no era grande, sí fue lo suicientemente importante para hacer que la prensa conservadora hablara sobre un posible cisma.

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la nueva Carta Magna. Tales personas no tendrían derecho a un entierro eclesiástico y los sacerdotes no celebrarían misas por el alma de ningu-

no que muriera sin antes hacer una retractación, particularmente si ha-

bían sido enterrados en sagrado por órdenes de las autoridades civiles. Tampoco oirían en confesión a las personas que prestaran juramento a ella, a menos que antes la repudiaran; y sólo aquellos que demostraran con toda claridad su arrepentimiento, recibirían absolución. Estas mis-

mas restricciones se aplicarían a cualquiera que estuviera haciendo uso de propiedad eclesiástica según las estipulaciones de la Ley Lerdo.45

Así pues, quienquiera que hubiera prestado juramento tendría que hacer retractación pública y la Iglesia dejó perfectamente claro: si un hombre tenía un puesto gubernamental, se hallaba bajo la obligación moral de renunciar y si persistía en someterse a la autoridad civil, que-

daba condenado al inierno.La mayoría de los conservadores sostenía que Comonfort nunca

gobernaría sobre un país pacíico, sin importar cuántas tropas tuviera a su disposición, en tanto no se modiicara la Constitución.46 El clero es-

pecialmente se convenció más y más de esto, después de que el gobierno promulgó leyes aboliendo las obvenciones parroquiales y secularizando los cementerios. Naturalmente, la Iglesia repudió ambas leyes; pero, no obstante, los burócratas, tanto estatales como nacionales, procedie-

ron a prestar juramento, lo cual dio ocasión a numerosos disturbios.47

Algunos empleados preirieron renunciar a prestar juramento y, por su-

puesto, la prensa conservadora hizo gran escándalo a propósito de tales incidentes; pero todo parece indicar que su número no era grande.48

A pesar de todas estas diicultades y de pequeñas rebeliones en diversas poblaciones, Comonfort no pospuso las elecciones. Algunos

45 W. H. Callcott, Liberalism in Mexico 1857-1929 ( Stanford, 1931 ) , 9-10.46 Como ejemplo, véase El Eco Nacional, de 6 de diciembre de 1857.47 Los jefes locales en el Estado de México describían en sus informes al gobernador, de marzo a junio de 1857, algunas de las diicultades suscitadas por la abierta hostilidad clerical hacia la Constitución. Documentos de M. Riva Palacio.48 El Diario de Avisos, en marzo y abril de 1857, indicaba que en realidad los disturbios respecto al juramento eran más comunes de lo que otros periódicos, como El Siglo, declaraban.

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de los radicales trataron de persuadir a Miguel Lerdo para que presenta-

ra su candidatura a la Presidencia, pero no tuvieron éxito y Comonfort no encontró real oposición.49

Con Comonfort como Presidente y un nuevo Congreso,50 que se habría de reunir el 16 de septiembre de 1857, el gobierno quedaba listo para funcionar. Pero no fue sino hasta el 8 de octubre cuando se presentó suiciente número de diputados para constituir quorum. Para entonces existía una considerable aprensión respecto a las condiciones generales del país, cada vez con mayores disturbios.

Poco después de que dieron principio las sesiones y aun antes de haber nombrado su nuevo gabinete, Comonfort solicitó del Congreso que le otorgara facultades extraordinarias. Los diputados estaban re-

nuentes a tomar una decisión hasta que el Presidente hubiera nombrado a su gabinete, pues querían antes ver si colocaba conservadores en el poder. El 20 de octubre el Presidente anunció quiénes formaban su ga-

binete: Fuentes, Manuel Ruiz, García Conde, Payno y Juárez. Ya tran-

quilizados por estos nombramientos y especialmente por la inclusión

49 Los periódicos El Clamor Progresista y La Página, comenzaron a apoyar la candidatura de Lerdo. Al ser publicado el primer número de El Clamor, su editor, Ignacio Ramírez, fue arrestado, expulsado de su puesto como juez civil y multado con 300 pesos. El Siglo, 14 de mayo y 5 de junio de 1857. Zarco, en El Siglo,

censuró a Lerdo por no condenar tal periódico, puesto que él consideraba que El Clamor era sólo una hoja nauseabunda. El silencio de Lerdo indicaba su respaldo a las ideas del periódico y aun cuando inalmente acabó por denunciarlo, Zarco opinaba que su acción había llegado muy tarde. El Siglo, 20 de junio de 1857.50 Francisco Bulnes, en Juárez y las revoluciones de Ayutla y de la Reforma

(México, 1905), 247-249, opina que en realidad el país no aprobó la Constitución, puesto que sólo veintiuno de aquellos que habían servido en el Congreso Constituyente fueron reelectos al Congreso Federal. Ninguna evidencia positiva sostiene tal tesis ni existe tampoco evidencia positiva que respalde la idea de que en virtud de que muchos de los delegados radicaban en la Ciudad de México, quedaban inelegibles para el puesto, ya que la nueva Constitución preveía que un Diputado tenía que ser residente del distrito que representaba. Dando por supuesto que esta elección se ajustó al patrón de la mayoría de las elecciones en México durante El Siglo XIX, la explicación lógica para el cambio sufrido en la instalación del Congreso, es que Comonfort y sus gobernadores estatales dominaron la elección.

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del último, el Congreso comenzó a estudiar la solicitud del Presidente durante una sesión secreta que tuvo lugar a ines de octubre. El 3 de noviembre aprobó la ley y Comonfort la promulgó el mismo día.

A pesar del mayor poder del gobierno federal, en todo el país continuaron las pequeñas revueltas y a ines de noviembre circulaban li-bremente rumores de un inminente golpe de estado. El 17 de diciembre de 1857 estos rumores se convirtieron en realidad.51

Los conservadores, bajo la bandera del General Félix Zuloaga, proclamaron el Plan de Tacubaya,52 el cual revocaba la Constitución de 1857 y estipulaba la elección de una nueva asamblea constituyente, aunque reconocía a Comonfort como Presidente y le confería pode-

res extraordinarios. Dos días más tarde Comonfort anunció su decisión de apoyar este Plan, pues creía que al asumir temporalmente poderes dictatoriales, podría mantener control sobre los extremistas de ambos bandos y lograr un feliz término medio, como siempre fue su objetivo.

Pronto se aclaró que tal suposición no era más que un ensueño optimista. Comonfort coniaba en que todos los elementos correrían en su ayuda y aunque los primeros informes procedentes de los estados resultaron favorables, pronto se percató de que no podría contar con los liberales de la capital. Luego llegaron noticias de que ni Doblado en Guanajuato ni Parrodi en Jalisco ni Arteaga en Querétaro, secundarían el Plan. Cuando posteriormente la ciudad de Veracruz, el 31 de diciembre, revocó su aprobación e igual hicieron otras entidades, quedó claro que las esperanzas de Comonfort se hallaban condenadas al fracaso. Desde el 17 de diciembre los hombres y los sucesos lo venían empujando en tantas direcciones distintas, que ahora se encontraba incapacitado para decidirse sobre un curso de acción deinido. Su vacilación despertó las sospechas de los conservadores y el 11 de enero se produjo otro pronun-

ciamiento* de Zuloaga contra Comonfort. Con ello Comonfort tornó la vista a los liberales y, al hacerlo, proporcionó a éstos cuando menos una

51 Véase Memoria sobre la revolución de diciembre de 1857 y enero de 1858, por Manuel Payno (México, 1860), para un relato detallado de la conspiración. 52 Véase el texto del Plan en Vigil, Reforma, 267.*En español en el original.

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oportunidad. El Presidente dio la libertad a Juárez de la prisión en que lo encerrara Zuloaga; pero nada más podía hacer en ayuda de la causa liberal. Se desató la batalla en la capital entre las tropas gubernamen-

tales y las de Zuloaga, mas los esfuerzos de Comonfort para dominar la ciudad resultaron infructuosos y el 21 de enero tuvo que abandonar la capital camino al exilio en los Estados Unidos. Los conservadores nombraron entonces a Zuloaga nuevo Presidente.

Parece extraño que Comonfort pudiera haberse alucinado con la esperanza de que los liberales estuvieran con él en su respaldo al Plan de Tacubaya. El mismo día de la sublevación de diciembre, los liberales que formaban parte del Congreso aprobaron una moción protestando por el acto y aconsejando a los estados que defendieran al gobierno legal.53 La renuncia de Comonfort hizo desaparecer el último impedi-mento técnico para la organización de un nuevo gobierno liberal, pues signiicaba que Juárez, como ministro de Justicia, podría ahora suceder legalmente a Comonfort como Presidente Provisional. Así comenzó la lucha entre el centro de México (conservadores) y las provincias (libe-

rales), lucha que habría de repetirse después a la llegada de los france-

ses y de Maximiliano.

53 La declaraci6n y sus irmantes, aparece en Ibid., 282-283

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EL PROGAMA DEL GOBIERNO Y LAS LEYES DE REFORMA

El 7 de julio de 1859, el gobierno de Juárez en Veracruz expidió un ma-

niiesto dando a conocer en términos generales su programa de designios y objetivos.54 Este maniiesto resumía el pensamiento gubernamental no sólo en cuanto a los aspectos militares relacionados con la guerra, sino también a los cambios administrativos que habrían de efectuarse cuan-

do se restableciera la paz. En vista de la revolución, originalmente se pensó posponer la publicación del programa; pero la guerra había dura-

do más de lo que se creía en un principio y la lucha se había enconado en extremo. Bajo tales circunstancias, el gobierno inalmente llegó a la conclusión de que equivaldría a esquivar un deber que la situación im-

periosamente demandaba, el reprimir por más tiempo sus planes para corregir los defectos básicos de la sociedad mexicana. Los asuntos de la nación habían alcanzado una crisis, declaraba el maniiesto, pues del resultado de la sangrienta lucha que los conservadores habían emprendi-do contra los principios de libertad y progreso social, dependía el futuro de la nación. Por lo tanto, el gobierno se sentía impelido a hacer del co-

nocimiento del pueblo sus derechos e intereses, no sólo para uniicar la opinión pública, sino también para que el pueblo pudiera entender mejor las razones de sus grandes sacriicios y que todo el mundo civilizado conociera el verdadero objetivo de la lucha en México.

Puesto que el gobierno emanaba de la Constitución de 1857, se suscribía naturalmente a las doctrinas de dicha Carta Magna:

Iguales derechos y garantías para todos los ciudadanos; admi-nistración dentro de los límites claramente deinidos en la ley; y el prin-

cipio de autonomía estatal, en tanto los estados no interirieran con los derechos e intereses generales de la República. Aun cuando estas ideas básicas habían formado parte de casi todos los códigos liberales escritos

54 Archivo Mexicano, Colección de leyes, decretos, circulares y otros documentos (6 vols., México, 1856-1862), IV, 54-81. En lo futuro se citará únicamente como: Archivo Mexicano.

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desde la Independencia, no habían podido aún arraigarse en la nación, ni podrían hacerlo en tanto dentro de sus instituciones sociales y adminis-

trativas subsistieran elementos de despotismo, hipocresía, inmoralidad y desorden, todos los cuales operaban juntos para impedir el estable-

cimiento de buenos principios de gobierno. La administración juarista se comprometía a eliminar estos elementos viciosos, pues creía que en tanto ellos persistieran, serían imposibles el orden y la libertad.

Para lograr su doble objetivo de estabilidad y libertad, el gobier-no intentaba uniicar la opinión general sobre la cuestión de la reforma social mediante una serie de medidas que producirían un triunfo com-

pleto y duradero de los principios apetecidos. Especíicamente, el pro-

grama enumeraba las siguientes: separación de la Iglesia y del Estado; supresión de monasterios y secularización del clero que vivía en tales instituciones; abolición de cofradías y otras organizaciones de natura-

leza similar; abolición de noviciados en conventos; nacionalización de toda la riqueza administrada por el clero secular y regular; y eliminación de la autoridad civil en el asunto de pagos de derechos eclesiásticos.

El gobierno irmemente creía que sólo promulgando estas medi-das podría lograrse la sumisión del clero a la autoridad civil en asuntos temporales y a la vez quedar libre para llevar a cabo su sagrado ministerio. Además de ello, el gobierno consideraba asimismo indispensable prote-

ger la libertad religiosa en toda la nación, pues el derecho de elección a este respecto era esencial para el crecimiento y prosperidad del país.

La publicación del programa general del gobierno incluía, pues, un esbozo de las Leyes de Reforma que pronto se expedirían; pero éste era sólo el comienzo de lo que los gobernantes mexicanos liberales am-

bicionaban para el progreso de México. También pensaban corregir la administración de justicia y entre sus planes iguraba la formulación de nuevos códigos civiles y criminales, la introducción del sistema de ju-

rados y la eliminación de gastos de tribunales. El país contaría con más escuelas primarias y se prepararía un nuevo plan de estudios para escue-

las secundarias y colegios. Se prestaría atención particular a la forma de ayudar a los estados y fortalecer así los lazos que deberían existir entre ellos y el gobierno federal. El gobierno opinaba que uno de los modos

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más efectivos para alcanzar esta unidad, era establecer una mayor segu-

ridad interna, no sólo porque los salteadores de caminos constituían una verdadera plaga para los habitantes, sino también porque se daba cuenta que la inseguridad era un obstáculo para la aluencia de capital al país, así como de mucha gente industriosa que de otro modo seguramente vendría. Como parte del programa de gobierno, se implantarían dispo-

siciones gubernamentales que eliminaran la necesidad de pasaportes, a in de allanar los obstáculos para el movimiento libre dentro del país. Además, se establecería la prensa libre y el registro civil.

La segunda mitad del programa se concretaba primordialmente a asuntos iscales y económicos. En el campo de las inanzas públicas, el gobierno creía que eran necesarios cambios radicales y, encabezan-

do la lista, se hallaba la reforma de la hacienda nacional. El gobierno planeaba abolir todos los impuestos nacionales que se cobraban sobre movimiento de dinero y personas.55 De manera similar y aunque sus efectos no fueran tan nocivos a la salud económica de la nación, en la lista de derogaciones aparecía el impuesto sobre la trasmisión de pro-

piedad rural y urbana. En la misma categoría se encontraba la remoción de impuestos restrictivos e injustos sobre la minería. El gobierno pro-

metía hacer su máximo esfuerzo para estimular el comercio internacio-

nal, mediante la simpliicación de reglamentos mercantiles establecidos bajo las leyes existentes y reduciendo los aranceles.

En opinión del gobierno, las varías leyes promulgadas para re-

glamentar la división de ingresos iscales nacionales y estatales, falla-

ban al tratar de establecer una clara distinción en las fuentes de ingreso. Para aclarar la situación el gobierno proponía que los ingresos prove-

nientes de impuestos directos sobre personas, propiedades, estableci-mientos comerciales e industriales y profesiones, fueran retenidos por los estados; los provenientes de imposiciones indirectas se destinarían al erario nacional.56

Una de las más pesadas cargas del gobierno -problema heredado

55 Estos impuestos eran las alcabalas y peaje (ambas palabras en español, en el original).56 Obsérvese que esto pone a las aduanas en manos del gobierno nacional.

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de España- era la multitud de pensionistas, clasiicada variadamente como oiciales retirados y empleados gubernamentales, pensionistas ancianos, viudas y otros. La situación requería pronta atención y el gobierno opi-naba que la única solución era capitalizar estas demandas de una vez por todas. El que hubieran sido adquiridas justa o injustamente, el gobierno no creía que con toda equidad pudieran desconocerse, si es que se habían concedido de conformidad con las leyes y por autoridades competentes. Los fondos para ajustar estas reclamaciones se recabarían mediante una serie especial de los llamados bonos de capitalización, mismos que se expedirían sobre bases y bajo circunstancias ijadas por ley.

El plan para arreglar los pagos de pensiones ofrecería una ven-

taja adicional. Según funcionaba el sistema hasta ahora, el gobierno hacía deducciones en los salarios de los burócratas y miembros del ejér-cito con la inalidad de proporcionarles una pensión a su retiro; pero la prometida seguridad casi siempre había resultado ilusoria. En el futuro, no se efectuaría deducción alguna y el individuo podría invertir su di-nero extra para formar una provisión para su vejez. Podría colocarlo en bancos de ahorro o en sociedades de ayuda mutua, cuyo establecimien-

to favorecería el gobierno y que se suponía brotarían en todas partes del país. Estas sociedades mutualistas, amén de resultar medios muy efec-

tivos para asegurar los ahorros de los empleados gubernamentales así como los de todas las demás personas con escasos recursos, producirían a la vez enormes ventajas para la sociedad en otros aspectos, puesto que la acumulación regular de capitales serviría para llevar a cabo muchas empresas, tanto útiles como lucrativas para todo el país.57

El gobierno también intentaba reducir la deuda pública. Un método para alcanzar este objetivo, sería incluido en la ley, que pronto se emitiría, que nacionalizaba los bienes eclesiásticos. La ley estipula-

ría que los nuevos dueños pagaran parte del precio de adquisición en efectivo y el resto en bonos del gobierno. Un arreglo similar respecto a la venta de tierras públicas, vendría también a reducir tal deuda. El

57 Aparte de la creación de sociedades de ayuda mutua, los liberales deben haber tenido en mente un substituto para las abolidas cofradías, que anteriormente sirvieran como prototipo de una sociedad mutualista.

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gobierno expresaba su conianza de que si se empleaban estos dos métodos de amortización para liquidar el adeudo gubernamental pen-

diente, podrían retirarse gran parte tanto de los bonos de capitaliza-

ción como de la deuda exterior.Si estos ingresos del erario no resultaran suicientes para liqui-

dar los compromisos extranjeros, el gobierno se obligaba a continuar respetando los convenios que tenía hechos respecto a esos pagos.

El gobierno estaba ansioso por fomentar la inmigración, mas an-

tes de poder esperar ningún éxito en sus gestiones, eran esenciales dos cosas: primero, que hubiera colocaciones suicientes cuando llegaran los inmigrantes y para ayudar a satisfacer esta necesidad, el gobierno tenía en mente una serie de proyectos para la construcción de caminos y canales. Además de ello, los recién llegados deberían sentirse seguros tanto en su persona como en sus propiedades. Este último objetivo sería sólo una de las varias ventajas que se anticipaba que podrían lograrse con el mejoramiento del ejército y la creación de una milicia nacional, ya propuesta en otra parte del programa. Para dar impulso a la inmigra-

ción se urgiría a los grandes terratenientes del interior para que, en su propio interés y en el del país, hicieran arreglos para vender o rentar tie-

rras bajo condiciones razonables a los recién llegados. La venta de las tierras públicas se hallaría también ligada a los planes de colonización.

Al estudiar el problema del mejoramiento de facilidades de transporte, el programa declaraba que el gobierno debía desechar la costumbre de construir caminos por sí mismo, sino que en lugar de ello, deberían celebrarse contratos con empresas privadas para que lo hi-cieran bajo supervisión gubernamental, a in de asegurarse que la obra estaba bien hecha. Se emitiría una nueva ley que reglamentara la cons-

trucción de ferrocarriles, la cual contendría amplias y generosas condi-ciones a in de estimular el capital, tanto nacional como extranjero, para que entrara en este campo de inversiones.

Pero a pesar de lo importante que fue el programa para seña-

lar la posición del gobierno en varios asuntos, quedaba completamente opacado por las leyes especíicas que afectaban la posición de la Iglesia. El efecto de este conjunto de decretos, conocido generalmente como

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LEYES DE REFORMA, sería sentido por muchos años. Es obvio que las Leyes de Reforma constituían sólo una parte del programa general; pero resulta natural que la atención, tanto de aquella época como hasta ahora, se concentrara en ellas.58

Aun cuando algunos decretos subsecuentes tuvieron gran signi-icación en su efecto sobre la Iglesia, la Ley promulgada el 12 de julio de 1859 fue la verdadera bomba. El artículo primero estipulaba la con-

iscación de toda la riqueza administrada por el clero regular y secular. Para prevenir una repetición de bienes en manos muertas, la ley estipu-

laba que aun cuando en el futuro el clero estaría en libertad de aceptar compensación por los servicios religiosos que llevara a cabo, bajo nin-

guna circunstancia podrían tales regalos tomar la forma de propiedades raíces. La ley decretaba, asimismo, la separación de la Iglesia y el Esta-

do y prometía protección gubernamental para el culto público de todas las religiones, tanto la católica como de cualquier otra denominación.

Los artículos que se referían al clero regular, abolían todas las cofradías y órdenes regulares y prohibían el establecimiento de nuevos monasterios. Los regulares debían unirse al clero secular y como ellos, se hallarían en lo sucesivo sujetos a la autoridad eclesiástica adecuada. Todo regular que aceptara el decreto gubernamental, recibiría un regalo de 1,500 pesos, pero se expulsaría del país a los monjes que intentaran congregarse de nuevo en un esfuerzo por continuar su forma anterior de vida comunal. A petición del arzobispo y obispo de la diócesis, las autoridades civiles designarían qué templos de las órdenes suprimidas seguirían sirviendo como casas de adoración y los objetos sagrados de todos los demás serían entregados al obispo. Los libros, antigüedades y obras de arte, serían transferidos a las bibliotecas y museos públicos.

Los conventos que estuvieran funcionando cuando se publicó el decreto, continuaría sin interferencia alguna; pero en el futuro no se admitirían novicios. Además de ello, se persuadiría a las monjas a aban-

donar sus conventos mediante la promesa de ayuda inanciera.Otro decreto, expedido al día siguiente, establecía el procedimien-

58 Las Leyes de Reforma pueden encontrarse en D y L, Legislación, VIII, 680-683; 688-695; 696-705; 762-766.

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to a seguir para hacer un inventario de la propiedad nacionalizada por las autoridades civiles y señalaba el método mediante el cual podían hacer los particulares adquisiciones.59 Los grupos de ediicios anteriormente ocupa-

dos por las órdenes regulares serían subdivididos y el precio sobre cada una de las propiedades en particular sería ijado por un evaluador oicial. Estos bienes se ofrecerían luego en subasta pública, pero sólo podían venderse si la oferta equivalía a cuando menos las dos terceras partes del valor tasado. De esta cantidad, un tercio sería en efectivo y otro tercio sería pagadero en bonos de la deuda pública. Si se recibiera más de una oferta, la propiedad se adjudicaría al individuo que ofreciera la mayor cantidad de bonos del gobierno.

Todas las hipotecas en poder del clero, provenientes bien de

ventas de propiedad consumadas antes de la Ley de 25 de junio de 1856 o efectuadas de acuerdo con esa ley, serían liquidadas por los deudores bajo los siguientes términos: tres quintas partes del monto del adeudo se pagarían en bonos del gobierno y dos quintas partes en dinero, pa-

gadero en cuarenta partidas mensuales. Cualquier deudor hipotecario que deseara aprovechar esta oportunidad, debía presentarse dentro de los siguientes treinta días en el despacho de la autoridad competente para dar a conocer su intención y, al mismo tiempo, pagar la cantidad debida en bonos del gobierno y presentar sus pagarés para los abonos en efectivo. La falta de acción dentro del período de treinta días signiicaba que el deudor renunciaba a su derecho a redimir la hipoteca y, por lo tanto, este derecho de redención sería transferido a la primera persona que lo solicitara dentro de los siguientes diez días. Cualquier indivi-duo que adquiriera la reclamación del deudor hipotecario, tendría que liquidar la hipoteca en los mismos términos que el deudor original. En cada distrito las autoridades publicarían una lista de todas las hipotecas que se hallaban sujetas a redención y cada semana se daría a conocer cuáles de ellas habían sido redimidas. Una vez expirados los diez días, la propiedad sería ofrecida en subasta pública en los mismos términos de dos quintos en efectivo y tres quintos en bonos, haciéndose la puja solamente sobre el monto que tuviera que pagarse en bonos.

59 Ibid., 683-688.

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Todos los bienes raíces bajo la administración del clero, que no se hubieran aún desamortizado de acuerdo con la Ley del 25 de julio de 1856, serían vendidos en subasta pública. Las mismas reglas y regla-

mentos con respecto a la redención de hipotecas, se aplicarían respecto al traspaso de bienes raíces, excepto que en las subastas de éstos el valor estimativo se calcularía sobre la cantidad de impuestos que la propiedad había pagado.

Toda persona que llamara la atención de las autoridades hacen-

darías sobre propiedad eclesiástica cuya existencia desconociera ese departamento, tendría el derecho de adquirir títulos sobre ella. En tales casos, el comprador tendría que pagar el setenta y cinco por ciento del valor de la propiedad en bonos del gobierno y el resto en cuarenta men-

sualidades en efectivo. Si tal persona no deseaba hacer uso de la opción de comprar dentro de veinte días, el gobierno remataría la propiedad en subasta pública.

Un veinte por ciento de los fondos, tanto en efectivo como en pagos a plazo, recabados como resultado de esta ley, permanecería a disposición de los estados, quienes los destinarían al mejoramiento de caminos y otros medios de comunicación, así como a proyectos que redundaran en el bienestar general.

En 1859 y 1860 siguieron otros decretos que secularizaban los cementerios, constituían el matrimonio en un contrato civil y recono-

cían la separación legal, aunque se prohibía el divorcio absoluto. Otras leyes adicionales reducían el número de días festivos religiosos y expli-caban los reglamentos sobre tolerancia religiosa.

La Ley de nacionalización de la propiedad eclesiástica no impli-caba una idea completamente nueva en el pensamiento mexicano, pues hacia 1830 y particularmente durante la época en que Gómez Farías ocupaba el poder, se habían hecho peticiones para que tal decreto se emitiera. La misma situación se repitió en 1846-1847, durante la guerra con los Estados Unidos, así como en 1856-1857, época del Congreso Constituyente. En realidad, antes de que el gobierno nacional expidiera el decreto de Reforma del 12 de julio, algunos de los estados ya habían tomado por iniciativa propia tan radical acción contra la Iglesia. En el

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norte, Vidaurri había coniscado la propiedad eclesiástica, al igual que González Ortega en Zacatecas. En Michoacán se habían llevado a cabo medidas iniciales para la supresión eventual de todos los monasterios y, por tanto, en cierto sentido, el gobierno nacional no estaba sino legali-

zando las acciones que varios estados ya habían tomado.No puede existir gran duda de que el concepto de nacionaliza-

ción de tierras eclesiásticas había recibido considerable apoyo por parte de los liberales; pero ¿qué hombre era responsable, por sobre todos, de materializar la teoría en ley? Prieto, dice Roeder; Miguel Lerdo, opinan Knapp y muchos otros; Degollado, dice Justo Sierra. Aunque cierta-

mente un gran número de hombres contribuyó a hacer que el gobierno emitiera los decretos, basándonos en los datos proporcionados por Ma-

nuel Ruíz;60 uno de los miembros del gabinete, Sierra, parece tener la razón cuando asigna a Degollado el papel de agente de la Reforma.

De acuerdo con Ruiz, cuando el gobierno liberal se encontra-

ba en Guadalajara en 1858, el gabinete, del cual Lerdo no era todavía miembro, estudió por primera vez la coniscación de los bienes del cle-

ro. El gabinete se había reunido para ver qué pasos podrían darse a in de recabar fondos y uno de los ministros propuso que el gobierno se apoderara sin mayor demora del dinero de todas las casas de acuñación, usando como autoridad la Ley de 15 de noviembre de 1857. Los due-

ños del dinero recibirían el pago de su capital más el interés legal, con riquezas del clero. El gabinete rechazó el plan porque no simpatizaba con la idea de tomar el dinero de las casas de acuñación y en lugar de ello se decidió imponer un préstamo forzoso; pero los ministros convi-nieron en dar inicio a la Reforma con la coniscación de propiedades en manos muertas.

Habiendo determinado aprovechar la primera oportunidad de

60 Publicados en México, el 18 de febrero de 1861, y citados por Jorge F. lturribarría, en su Historia de Oaxaca, 1821-1854 (3 vols., Oaxaca, 1935-1939), II, 188-194. A principios de 1861 estaba en su apogeo una polémica en la Ciudad de México con respecto a Lerdo, de la que se desprende que Ruíz no apoyaba a aquél. Aunque este hecho debe tenerse presente al usar la versión de Ruíz, no invalida la evidencia

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expropiar tales tenencias, estuvieron de acuerdo, además, en enviar a José María Mata a los Estados Unidos, en calidad de ministro pleni-potenciario, con instrucciones especiales de negociar un empréstito garantizado por los ingresos que se obtuvieran de la venta de tierras coniscadas. Ruíz hace hincapié en el hecho de que si Lerdo no formaba parte del gabinete que dio a Mata tales órdenes, difícilmente podía atri-buírsele la introducción por vez primera de la idea entre sus miembros. Agregaba que su versión podía ser conirmada por Degollado, Ocampo, León Guzmán y Prieto. El aserto hecho por Ruíz de que el trabajo sobre las Leyes de Reforma había comenzado mucho tiempo antes de su pu-

blicación, fue ratiicado por Ocampo, quien escribió que una vez que se hubo decidido la formación y promulgación de las Leyes de Reforma, se reunió el gabinete y dio lectura a la mayor parte del material que él, Juárez y Ruíz habían preparado sobre el asunto desde junio de 1858.61

Por lo que respecta a las Leyes de Reforma, Ruíz personalmente reclamaba para sí la paternidad de la emitida el 12 de julio, nacionali-zando los bienes del clero y ordenando la exclaustración de los regu-

lares. Lerdo, Ministro de Hacienda, preparó los reglamentos del 13 de julio respecto a la adquisición de propiedades que habían sido nacio-

nalizadas. La Ley de 23 de julio sobre el matrimonio civil fue también obra de Ruíz; y Ocampo redactó la Ley del 28 de julio sobre el registro civil, la del 31 de julio sobre los cementerios y la del 11 de agosto sobre la supresión de los días festivos.

Ruíz también negaba que Lerdo fuera el responsable del progra-

ma publicado por el gobierno el 7 de julio. Según se decía, Lerdo había esbozado tal programa mientras se encontraba en Zacatecas y luego vino a Veracruz para presentarlo a Juárez y al gabinete. Cuando se le ofreció el Ministerio de Hacienda, Lerdo aceptó ingresar al gabinete con la condición de que se aprobara su programa; y su demanda fue satisfecha. Asumió el ministerio y se publicó su maniiesto.

Pero, por otro lado, Ruíz declaró que, a su llegada a Veracruz, Lerdo había ido a ver al Presidente para ofrecerle sus servicios. Juárez recibió la oferta con beneplácito y nombró a Lerdo con el doble carácter

61 Ocampo, Obras, II, 168.

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de Secretario de Hacienda y de Fomento. Después de su nombramiento, Lerdo informó al Presidente que tenía algunas ideas sobre varios asun-

tos de interés, que le gustaría presentar al gabinete. Juárez reunió a los ministros y Lerdo expuso sus puntos de vista, después de lo cual cada uno discutió francamente los distintos puntos presentados. En general, el gabinete estuvo de acuerdo con las ideas de Lerdo, pero las obje-

ciones presentadas sobre dos de sus propuestas ocasionaron una larga discusión. Lerdo proponía el apoyo inanciero de la Iglesia y del clero al Estado y la intervención de la autoridad civil en asuntos eclesiásticos.62

El Presidente y los otros miembros ya habían sostenido largas conferen-

cias sobre estos puntos y habían llegado a conclusiones opuestas. Ellos no deseaban otra cosa que la completa separación de la Iglesia y del Es-

tado, 63 y un clero económicamente independiente de la administración civil. Después de que los ministros explicaron a Lerdo las razones para adoptar tal posición, la conferencia continuó con la discusión de otros asuntos.

Durante la asamblea del gabinete, Lerdo había estado toman-

do notas y, basándose en ellas, preparó una circular, que remitió a la imprenta sin consultar al Presidente ni a los demás ministros. Cuando se enteró Juárez de que la prensa se hallaba ocupada imprimiendo este documento, envió por Lerdo y conversó con él en privado. Ruíz no supo qué se dijo durante esta junta, pero, como resultado, no se publicó la circular.

Degollado, que se percató de que los ministros simpatizaban con los proyectos de Reforma, escribió desde el interior de la Repúbli-ca que él opinaba que el gabinete debía tomar alguna acción positiva. Luego se apareció en Veracruz para respaldar en persona sus ideas y

62 La posición de Lerdo era similar a la de muchos liberales mexicanos de las décadas de 1820 y 1830. Gradualmente se inclinaron en favor de la completa separación de la Iglesia y el Estado.63 Juárez dio a conocer claramente sus puntos de vista en una carta a Vidaurri, el 14 de julio de 1859, en la cual asentaba que estaba convencido que la parte más importante de la Ley que nacionalizaba la propiedad eclesiástica, era la estipulaci6n respecto a la separaci6n de la Iglesia y del Estado. Roel, Vidaurri, 20-21.

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después de una larga consulta con el Presidente, lo convenció de que el gobierno debía actuar. Entonces Juárez citó al gabinete para que estu-

diara la expedición de las leyes.Después de discutir el asunto, el gabinete convino en expedir un

maniiesto a la nación y promulgar inmediatamente después, en forma de leyes, las varias medidas que afectaban a la Iglesia. En ese momento sacó Lerdo las notas que había tomado durante la discusión anterior y que incluían las ideas de Juárez sobre la absoluta independencia de la Iglesia y del Estado y la no intervención de la autoridad civil en asuntos eclesiásticos. El gabinete revisó las notas y, con algunas modiicacio-

nes, sirvieron como base para el maniiesto del 7 de julio, que se enco-

mendó redactar a Lerdo.Al día siguiente Ruíz, en su calidad de Ministro de Justicia,

presentó al gabinete su proyecto de decreto, que se expediría poste-

riormente, el 12 de julio. Ruíz proponía entregar al clero regular que aceptara la Ley, la suma global de 3,000 pesos. Sobre este punto se suscitó una larga discusión, pues Lerdo opinaba que no deberían recibir absolutamente nada, mientras que Ruíz argüía en favor. Después de debatir las dos opiniones durante un día, el gabinete decidió inalmente conceder a cada miembro del clero regular la mitad de lo sugerido por Ruíz; y aprobó el resto de los artículos con ligeras modiicaciones. Al día siguiente, Lerdo presentó un borrador de las reglas y reglamentos para poner en vigor la Ley. El gobierno entonces ordenó la publicación de la Ley como de sus reglamentos conexos, el 12 y 13 de julio.

Lerdo creía irmemente que el gobierno debía tratar de conse-

guir fondos en los Estados Unidos y se hallaba convencido que podría obtener un préstamo sobre la base de la ley que coniscaba la propiedad eclesiástica. Estaba tan ansioso de encargarse de esta comisión, que una vez que el Presidente hubo aprobado su viaje partió inmediatamente, sin aguardar a que se promulgaran las demás Leyes de Reforma.

A juzgar por el relato de Ruíz, lo cierto parece ser que, con respecto al papel de la Iglesia en un Estado secular, los liberales en general compartían puntos de vista similares, pero que se necesitó de la impetuosidad de Degollado para dar cuerpo a estas opiniones en la

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Ley.64 Cuando el gabinete decidió actuar, resultó relativamente sencillo incorporar como leyes las ideas en las que prácticamente todos estaban de acuerdo. En cierto sentido, la situación puede parangonarse con la de Jefferson al redactar la Declaración de Independencia de los Estados Unidos; éste no tuvo que consultar libros, pues las ideas eran bien co-

nocidas y aceptadas.Pero aun cuando las leyes no eran sino expresión de las teorías

generales que el gabinete sostenía en común, las discusiones revelaron multitud de discrepancias sobre ciertos puntos particulares, entre los diferentes miembros individuales. Especialmente Ocampo y Lerdo tu-

vieron diicultad en ponerse de acuerdo, proviniendo su desavenencia, en gran parte, por las diferencias de opinión y en parte por sus propias personalidades. El hecho de que Lerdo hiciera pocos esfuerzos para ocultar su sentimiento de superioridad, en nada ayudaba a aliviar la difícil situación.65 Debido a estos desacuerdos, el 27 de junio y nueva-

mente el 5 de julio, Lerdo solicitó licencia para renunciar. Después de la segunda petición, Juárez escribió a su ministro:

Su carta de hoy (julio 5) en que insiste en renunciar debido a que no convenimos en los principios de Reforma que hemos venido dis-

cutiendo recientemente, vino a constituir una verdadera sorpresa para mí. Si ello [el desacuerdo] fuera cierto, su deseo de renunciar no pare-

cería extraño; pero cuando ya hemos terminado el programa, cuando ya hemos ijado las once del día de hoy como la hora para continuar

64 La creencia de que Degollado inluyó sobre el gobierno en su decisión de publicar las Leyes de Reforma, se ve apoyada por su carta a Doblado de 4 de julio de 1859, desde Tampico, en la cual decía: “Ya usted sabe cuáles fueron las razones que me hicieron salir de Colima con objeto de conferenciar con el Presidente y su gabinete sobre lo que era necesario hacer, en mi opinión, a in de dar pronto término a la terrible lucha que está destrozando al país. Ahora tengo la satisfacción de decir a usted que mi viaje tuvo buenos resultados y que todos esperamos un pronto in a la guerra civil y el triunfo de los buenos principios. El gobierno ha prometido enviarme (copias de) todos los decretos relativos a la nacionalización de las riquezas del clero, abolición de monasterios. . . y otros puntos mayores ...” Castañeda, Guerra, 71.65 Ocampo, Obras, 11, 170.

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discutiendo las leyes que hemos acordado expedir, cuando concurri-mos en los puntos principales de la Reforma y cuando con objeto de expeditar nuestro trabajo hemos convenido en aumentar la duración de nuestras sesiones, no entiendo cómo usted puede anticipar nuestro des-

acuerdo como razón para su renuncia. La única pregunta es si debe o no publicarse el programa simultáneamente con el decreto; y ciertamente el determinar este punto no debe ser motivo para abandonar nuestras labores...66

Lerdo retiró su renuncia y como partió para los Estados Unidos casi inmediatamente después de que se promulgara la primera ley, la disensión no degeneró en abierta pugna.

En opinión de Sierra,67 Ocampo quería que la nacionalización de las tierras eclesiásticas resultara, como en Francia, en la creación de una clase media propietaria, leal a la Reforma. Por tal razón, deseaba diferir la promulgación de las Leyes de Reforma hasta después de que el gobierno pudiera restablecerse en la Ciudad de México, a in de que pudiera dársele cumplimiento en forma ordenada, para el beneicio de muchos. Ocampo estaba convencido de que si las tierras eclesiásticas se distribuían mientras el gobierno aún se encontraba en Veracruz, los beneicios recaerían sólo sobre un número relativamente pequeño. Por su parte, Lerdo consideraba las ideas de su colega visionarias en ex-

ceso, y se inclinaba en favor de la publicación inmediata de las leyes, por una cosa: creía que colocar el control de la nacionalización en ma-

nos del gobierno central exclusivamente, equivaldría a dar una tregua a aquellos jefes revolucionarios que estaban expropiando las riquezas del clero por iniciativa propia.

Pero la principal razón de Lerdo para forzar la nacionalización inmediata, era que el gobierno contaría entonces con las tierras eclesiás-

ticas para ofrecer como garantía del empréstito que pensaba negociar con los Estados Unidos. En realidad Lerdo no podía, ni lo intentó siquie-

ra, usar las tierras mismas como garantía. De acuerdo con su plan, las seguridades que respaldarían el préstamo serían los pagarés expedidos al

66 Juárez a Lerdo, 5 de julio de 1859. Ocaranza, Juárez, I, 183-184.67 Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, 1948, 159-150.

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gobierno por aquellos que adquirieran los bienes anteriormente en poder del clero. Ocampo tenía poca fe en este proyecto, pues opinaba que toda la operación se estaba calculando sobre una estimación excesivamente abultada del valor de la propiedad en manos muertas; pero el hecho de que Juárez publicó las leyes inmediatamente y Lerdo partió para los Es-

tados Unidos, parece indicar que el Presidente compartía la opinión de este último y no la de Ocampo, sobre el particular.

¿Obtuvo el gobierno central un ingreso tan grande como lo es-

peraba, como resultado de la Ley que nacionalizaba los bienes ecle-

siásticos? La respuesta debe ser, con toda verdad, “No”. En primer lu-

gar, Ocampo probablemente tenía razón cuando opinaba que el valor de las propiedades de la Iglesia estaba sobreestimado. Además de ello, los gobernadores de los estados y los jefes militares recibieron poderes extraordinarios que les permitieron vender la propiedad y disponer de los productos. Los gobernadores quedaron también autorizados a per-mitir que los nuevos dueños pagaran su adeudo con un elevado tipo de descuento, a condición de que liquidaran el saldo en efectivo. El gobierno central, asimismo, permitió a los gobernadores utilizar estos fondos para gastos de guerra en los estados; y no fue sino hasta que terminó la contienda en 1861, que el gobierno modiicó su política de permitir a los estados gran discreción en la disposición de la propiedad nacionalizada.

Como fuente de ingresos, como palanca para obtener un em-

préstito de los Estados Unidos, y como instrumento para la creación de muchos propietarios pequeños, la nacionalización de los bienes ecle-

siásticos resultó una medida descorazonadora. No obstante, el progra-

ma indudablemente tuvo efectos positivos en cuanto al esfuerzo por reducir la deuda pública, establecer un sistema capitalista y privar al clero de su enorme inluencia económica.

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1861-1863

Para quienes habían pasado los años luchando o dirigiendo el movi-miento liberal, el retorno a la Ciudad de México constituyó un gran consuelo. Pero la victoria no signiicaba paz y mucho menos prospe-

ridad y pronto los liberales descubrieron la gran verdad contenida en el recordatorio hecho por Doblado a González Ortega. El triunfo mili-tar sobre los conservadores era sólo el principio. En los siguientes seis años los liberales requerirían toda su inventiva, ingenio y poderes de recuperación, para mantener unido a México contra la lucha intestina y la invasión extranjera. Los problemas internos eran agobiadores; el gobierno tenía que luchar contra la destrucción ocasionada por la gue-

rra, la división en las clases sociales y la carencia de dinero. Otra tarea diicilísima era el restablecimiento de la autoridad del gobierno central sobre los varios jefes locales, políticos y militares. Durante la revo-

lución, el gobierno se había visto en la necesidad de delegar en estos hombres amplios poderes sobre asuntos civiles, judiciales y militares; en otras ocasiones los cabecillas locales simplemente se adjudicaban la autoridad por propia iniciativa. Después de ejercer independientemente tan amplias facultades, tales jefes no se encontraban ahora de ningún modo ansiosos por ajustarse de nuevo a los dictados de un gobierno en la Ciudad de México.

Un problema que se suscitó inmediatamente y que causó gran disensión dentro del mismo partido liberal, era qué hacer con aquellos que habían apoyado el régimen reaccionario. Los radicales estaban de-

terminados a inligir severas penas, mientras que el elemento moderado del partido se inclinaba por una política conciliatoria, como el medio mejor para curar las heridas causadas por la guerra.

Melchor Ocampo, que precediera a Juárez en su llegada a la capital, expidió dos decretos el 3 de enero de 1861, encaminados a castigar a los que habían apoyado la pasada rebelión.68 El primero

de ellos estipulaba que todos los empleados gubernamentales que

68 D y L, Legislación, IX, 3-4.

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hubieran servido a la rebelión de Tacubaya, perderían sus puestos. El otro declaraba que, puesto que el clero había sido el principal insti-gador y apoyo de la revuelta y de la desastrosa guerra subsecuente, se le hacía, en consecuencia, responsable de los daños resultantes del conlicto. Un tercer decreto estipulaba que, de conformidad con las Leyes de Reforma, el viático podría sólo ser paseado por las calles sin ostentación alguna y sin que marca especial distinguiera al sacer-docio que lo conducía. El gobierno nombró a un grupo de arquitectos para que dividieran los nacionalizados conventos en lotes, los valua-

ran y trazaran las calles que debieran abrirse.69 No obstante, aun estas medidas dejaron de satisfacer plenamente a parte de la prensa liberal y El Monitor Republicano exigió el 6 de enero que se tomara acción más radical en contra de los conservadores.70

El día 10 de enero y desde la Villa de Guadalupe, donde pasara la noche antes de su entrada a la capital, Juárez expidió una proclama al pueblo. En ella no asumió una posición deinida sobre el problema, sino que meramente asentaba que se concedería una amnistía tan com-

pleta como lo permitiera la buena política.71 Después de su entrada a la Ciudad de México, al día siguiente, el Presidente no perdió tiempo en decretar la expulsión de los representantes extranjeros de España, el Vaticano, Guatemala y Ecuador, justiicando su acción sobre la base de que éstos se habían mostrado hostiles al gobierno liberal por la ayuda que habían impartido a los reaccionarios. Posteriormente el gobierno revocó la orden respecto al representante ecuatoriano, una vez que se convenció que éste no se había visto implicado con los conservadores.

69 Vigil, Reforma, 446.70 Ya el 2 de enero de 1861 escribía Prieto a Doblado, desde la Ciudad de México, que varios liberales hacían la guerra a Ocampo, pero que éste último permanecía irme llevando a cabo su programa. Prieto también informaba que Lerdo se hallaba en eclipse parcial y permanecía en su hogar. Sin embargo, sus partidarios trabajaban arduamente en pro de su candidatura presidencial. Castañeda, Guerra, 269.71 Archivo Mexicano, V, 25. No fue sino hasta el 20 de enero que Juárez solicitó a Doblado su opinión en relación con el castigo de los reaccionarios. Documentos de Doblado, Universidad de Texas.

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Casi al mismo tiempo salió el decreto expulsando de México al arzo-

bispo Lázaro de la Garza y Ballesteros y a los obispos Joaquín Madrid, Clemente de Jesús Munguía, Pedro Espinosa y Pedro Barajas.

Los sectores más radicales de la prensa y algunos de los políti-cos censuraron la orden presidencial con respecto a los obispos, calii-

cándola de más allá de sus poderes. Todos ellos querían que los clérigos fueran juzgados por los tribunales quienes, suponían, los castigarían con mayor severidad. Del gabinete mismo llegó la desaprobación so-

bre la acción del Presidente, pues cuando los ministros discutieron por primera vez el asunto en una asamblea de ministros, Juan Antonio de la Fuente se declaró en contra del exilio de los obispos y la suspensión de algunos miembros de la Suprema Corte.72 Su desacuerdo condujo a su renuncia a mediados de enero y en su carta al Presidente señalaba que el gobierno no tenía derecho a privar a los tribunales de sus poderes legales y creía que el Poder Ejecutivo había excedido su autoridad.73

La cuestión de los clérigos y la Corte creó un clamor popular, pero el furor real resultó a consecuencia del caso de Isidro Díaz. Poco después de que el Presidente llegara a la Ciudad de México, el gabinete tuvo noticia de que el antiguo ministro de Miramón había sido captura-

do por fuerzas liberales. El gobierno expidió órdenes para su ejecución, pero aparentemente gracias a la intercesión de la señora Miramón y de Benito Gómez Farías, conmutó posteriormente la sentencia por la de cinco años de exilio.74 Cuando los liberales se enteraron de ello, hubo muchas demostraciones de descontento; y el temor de que el Presidente fuera a conceder una amnistía general contribuía considerablemente a la agitación.75

El ataque principal en contra de la actitud gubernamental en el

72 Juárez, Archivos privados, 276.73 Archivo Mexicano, V, 60-62.74 La señora Miramón se presentó a abogar ante Juárez acompañada de Gómez Farías, quien dijo al Presidente que cuando él y Degollado fueron capturados en Toluca, Díaz impidió la ejecución. (Juárez, Archivos privados, 277.)75 Baigén a Doblado, 15 de enero de 1861; Prieto a Doblado, 15 de enero. En una posdata en carta de Prieto a Ignacio Ramírez, aquél acusaba al gobierno de Juárez de ser una parodia del régimen anterior de Comonfort. Documentos de Doblado.

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caso Díaz, partió de los clubs.76 Al estudiar estos clubes es importante recordar que entre sus miembros se encontraban algunos de los hombres más cultos e inteligentes del país, lo que constituía a estas organizacio-

nes en factores importantísimos de la política. Estos clubes llenaban varias funciones: eran sociedades de debate, grupos de ataque y centros de apoyo para candidatos políticos. Los clubes que habían demostrado ser los más fuertes eran los de los radicales. Sus miembros aspiraban asumir el mando del gobierno y adoptar medidas radicales contra quie-

nes ellos consideraban enemigos de la Reforma, particularmente el cle-

ro. Si hubieran logrado conseguir el poder, el resultado probablemente hubiera sido una forma suave de los horrores de la revolución francesa. La verdad es que a Benito Juárez y sus partidarios les debemos conce-

der mucho crédito por haber evadido las demandas de los radicales y conservar el poder en sus propias manos.

En la noche del 17 de enero, algunos clubes auspiciaron una asamblea abierta en la Universidad y, según varios informes, se cal-culaba que a la sesión asistieron unos 5,000 ciudadanos. Durante la asamblea los clubes nombraron una comisión que visitara al Presiden-

te y abogara ante él por una Ley estricta de amnistía y pidiéndole al mismo tiempo que no perdonara a Díaz. Después de hablar con Juárez la comisión informó que el Presidente había dicho que cumpliría con su programa y castigaría a aquellos culpables de crímenes comunes, de conformidad con la Ley. En vista de esta respuesta, que los clubes consideraron evasiva y convencidos de que el perdón de Díaz era ya una certidumbre, ordenaron a la comisión que redactara una denuncia contra el Presidente y su gabinete por haber evadido la Constitución. Tal acusación sería presentada a la nación por medio de la prensa y pos-

teriormente al Congreso, cuando éste se reuniera. Asimismo, aprobaron un acuerdo solicitando al Presidente que cambiara su gabinete.77

Cuando los clubes volvieron a reunirse la siguiente noche, Gar-cía Munive, presidente del Club de la Reforma, explicó que no se había

76 Esta palabra aparece en inglés en la prensa mexicana.77 El Boletín de Noticias, 18 de enero de 1861. En su número de la misma fecha, El Siglo anunciaba la renuncia del gabinete

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formulado la acusación. La comisión decidió no actuar por haber recibido carta del general Valle, en la que, en substancia, decía que el Presidente había rescindido la orden de enviar a Díaz al exilio y le había ordenado someterse a jurado. Por lo tanto, Valle recomen-

daba que se retirara la acusación y García Munive propuso un acuerdo con dicho in. Pero los miembros se rehusaron a aceptar la decisión de la comisión e insistieron en que se presentara la acusación. Valle, que se encontraba presente en la asamblea, se levantó entonces para anunciar que estaba autorizado para hablar en nombre del Presidente, a quien él y Romero Rubio habían entrevistado en la mañana. Después de haberle descrito el estado de la opinión pública, dijeron que el Presidente les informó que el gabinete en pleno había presentado su renuncia78 y que Ignacio Ramírez sustituiría a De la Fuente como Ministro de Justicia en el nuevo ministerio. El Presidente agregó que había impartido órdenes para que Díaz fuera regresado a México para ser juzgado. Tras una larga discusión, los miembros inalmente accedieron a retirar la acusación.79

Aun antes de que Juárez llegara a la Ciudad de México, los clu-

bes habían tratado de presionarlo para que cambiara su gabinete. Mien-

tras se hallaba en la Villa de Guadalupe, le llegaron informes de que algunos círculos liberales de la capital querían ver caras nuevas en el ministerio, pero se rehusó a tomar en cuenta las renuncias ofrecidas por su gabinete.80 Ahora, sin embargo, los clubes lograron su objetivo de forzar al Presidente a elegir nuevos ministros. En lo privado Juárez con-

cedió que el perdón de Díaz había sido un error y a ello debía atribuirse la crisis ministerial, pero creía haber subsanado tal equivocación con el cambio de órdenes respecto al prisionero y la formación de un nuevo ministerio.81 En el gabinete anunciado el 21 de enero, se encontraban Zarco, Ramírez, Prieto, González Ortega, Miguel Auza (de Zacatecas)

78 El 17 de enero Ocampo, De la Llave, Ortega y Emparan renunciaron al gabinete. De la Fuente había renunciado el día anterior. Archivo Mexicano, V, 60-62; 74-75.79 El Boletín de Noticias, 19 de enero de 1861.80 Juárez, Archivos privados, 176.81 Juárez a Doblado, 20 de enero de 1861. Documentos de Doblado.

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y Pedro Ogazón (de Jalisco). Auza y Ogazón82 eran gobernadores de sus respectivos estados y hasta que arribaran a la capital sus puestos fueron ocupados provisional mente por otros miembros del gabinete.

De todos los gabinetes que tuvo Juárez éste fue, sin duda algu-

na, el más radical. La presencia de Ignacio Ramírez fue el factor deci-sivo para determinar el color del gabinete, pues Ramírez era uno de los hombres más radicales de la época. Sus convicciones materialistas lo colocaban entre los muy pocos ateos confesos de su siglo. “Puesto que la naturaleza se sostiene a sí misma... no hay Dios”, había declarado en sus días juveniles durante una asamblea cientíica. Como consecuencia de estas palabras “ocurrió una tumultuosa escena”, pero el auditorio i-

nalmente le permitió la lectura de su conferencia.83 Su convicción sobre la bondad del hombre lo predisponía a conceder al ciudadano indivi-dual una mayor responsabilidad. Por ejemplo, se hallaba en favor del sufragio popular, medida que había recibido poco apoyo por parte de la mayoría de los liberales. Tan irme era su fe en la igualdad ante la ley, que en una ocasión salió de la Ciudad de México con destino a Puebla sólo para defender a un clérigo, pues creía que la justicia debía ser para todos. Sin embargo, Ramírez se percató del hecho, que eludió la mayo-

ría de sus contemporáneos, de que la igualdad jurídica no mejoraría las condiciones de vida de las masas populares. Aunque no era un verdade-

ro erudito, poseía una enorme cantidad de conocimientos dispersos, que lo hacía sumamente efectivo en la prensa y en el Congreso. Sus rasgos de ingenio y sarcasmo eran pinchantes contra cualquier tendencia que él considerara que tenía sabor a su béte noire: la dictadura. En cualquier momento estaba dispuesto a ponerse de pie y defender una idea, aun cuando ello signiicara perder un empleo o ser arrojado a la cárcel.

De los otros miembros prominentes del gabinete, Zarco, editor de El Siglo XIX, tendía más a la posición moderada, mientras Prieto se

82 Estos dos fueron nombrados probablemente a insistencia de González Ortega, quien creía que los estados debían tener alguna voz en la confección de la política administrativa. Ortega a Doblado, 17 de enero. Ibid.83 G. Prieto, Memorias de mis tiempos (2 volúmenes, México, 1948), I,136-137.

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inclinaba a la izquierda. González Ortega era el más difícil de clasiicar, pues era indeciso y oportunista. Todas estas tendencias lo inclinaban a seguir la pauta de los clubes políticos, por lo regular organizaciones radicales, en lugar de estudiar cuidadosamente la labor de la que era responsable como miembro del gabinete. No obstante, por diversas ra-

zones, era absolutamente esencial a los liberales. Era gobernador de Zacatecas, había tenido un brillante historial militar y su habilidad para convivir con la gente le daban un gran partidarismo.

Una vez formado el nuevo gabinete, el gobierno publicó su programa el 20 de enero. Nuevamente se hizo hincapié en la igualdad jurídica y el capitalismo y se dejó en segundo término la cuestión Igle-

sia-Estado. En su programa, la administración enumeraba los siguientes objetivos:

Restaurar el orden constitucional.Poner en vigor las Leyes de Reforma de Veracruz. Reducir la

deuda pública y equilibrar el presupuesto.Atender y tratar con justicia las reclamaciones de extranjeros.Tratar equitativamente a aquellos que habían combatido contra

el gobierno.Reformar el sistema jurídico y abolir los costos judiciales. Hacer efectiva la libertad de enseñanza y coniar ésta a la fami-

lia, municipios, estados y asociaciones religiosas, haciendo el gobierno todo lo posible para extender la educación primaria y proporcionar edu-

cación a la mujer.Permitir la prensa libre.Incrementar el número de propietarios de tierras, emancipando

así a los indios de su cuasi esclavitud.Abolir los impuestos sobre ventas tan pronto como fuera

posible.Fomentar la colonización.Proporcionar al comercio, industria, agricultura y minería la

mejor protección posible, que es la libertad de crecer, desarrollarse y reunirse para ayuda mutua… El gobierno intenta proteger toda empre-

sa útil, para estimular el espíritu de asociación y efectuar mejoras, aun

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cuando sea lentamente. Considera como un obstáculo para la industria y para la apertura de vías de comunicación, la profusión de privilegios otorgados por administraciones anteriores con gran falta de visión y que han tenido sólo un valor ilusorio.84

A pesar del nuevo gabinete y de su programa, el gobierno no en-

contró siquiera una calma temporal. Como de costumbre, la carencia de dinero era el problema más agudo. Esta diicultad crónica se había visto agravada por el hecho de que durante la guerra se había desquiciado com-

pletamente el cobro centralizado de ingresos. El gobierno se había visto en la necesidad de conferir amplios poderes administrativos a los estados y, además de ello, muchos gobernadores se atribuyeron simplemente ta-

les facultades. Poco después de que Prieto tomara posesión del Ministerio de Hacienda, trató de corregir tal situación apelando al patriotismo de los gobernadores y en una circular que describía los serios compromisos inancieros de la administración, los exhortaba a una mayor colabora-

ción con el ejecutivo.85 Conminaba a los gobernadores estatales a que renunciaran a los poderes extras que habían asumido durante la guerra, especialmente en relación con asuntos iscales, y hacerlo voluntariamente con el convencimiento que de continuar procediendo como hasta enton-

ces, conduciría a la anarquía. Aunque Prieto estaba de acuerdo en que el gobierno nacional no debería disponer de muchos poderes, quería que tuviera libertad para ejercer enérgicamente los que se le habían conferido. Asimismo, advertía a los gobernadores que el crédito público se halla-

ba en un estado caótico y que era urgente restablecerlo sobre una base sólida: “No debemos olvidar que nuestras obligaciones internacionales pueden convertir en una farsa nuestra independencia nacional”. Pero el crédito público importaba mucho más que las relaciones internacionales: a menos que el crédito del país fuera saneado, se hallaría incapacitado para desarrollar sus ricos recursos y lograr el progreso material que todo mundo esperaba. Se requería la cooperación de todos, si es que se desea-

ba que el país gozara de los beneicios de la Revolución.

84 Archivo Mexicano, V, 77-79.85 Ibid., 208-220. La circular carece de fecha, pero debe haber sido escrita a ines de enero o principios de febrero.

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Pero las buenas intenciones y serias imploraciones del minis-

tro no mejoraron las cosas. El tesoro continuaba ardiendo y inalmente los ataques en la prensa y en los clubes llegaron a ser tan violentos, que Prieto nuevamente escribió a los gobernadores de los estados para darles a conocer el panorama real de la situación hacendaria.86 Prime-

ro señalaba que los intereses, que tan acremente combatieran entre sí durante la pasada guerra, habían ahora apuntado sus miras contra el Te-

soro. Ésta era una de las oicinas gubernamentales más atareadas, pero cuando tomó posesión de ella la administración de Hacienda estaba to-

talmente desorganizada. La circular de Ocampo de 3 de enero despedía a los empleados de Hacienda y con su partida el ministerio perdió hasta las más simples tradiciones de rutina.87

Prieto analizó las fuentes de ingresos tradicionales y demostró en cada caso por qué ya no producían entradas al Erario. La aduana de Veracruz tenía comprometido un ochenta y cinco por ciento de sus in-

gresos para el pago de deudas extranjeras.88 El gabinete carecía de poder para reducir esta cantidad y no obstante, ningún orden era posible sin algún tipo de ajuste. Del quince por ciento restante, el gobierno nacional prácticamente nada recibía. Las aduanas de Tampico y Matamoros con-

taban con ingresos inferiores y proporcionalmente adeudos mayores. Las aduanas del Pacíico, por su parte, cumplían con obligaciones que requerían todas sus entradas. De este modo se veía eliminada la fuente principal de ingresos federales. Las entradas provenientes de otros im-

puestos se las habían apropiado los estados y no podía considerarse que en nada contribuyeran para el gobierno nacional. En suma, el gobierno

86 Ibid., 601-609. Como Prieto hacía notar en su circular, el gobierno, debido a la carencia de fondos, no contaba en el momento con un periódico oicial por medio del cual defender su política.87 Prieto asume muy poca responsabilidad por la desorganización de su departamento; pero Roeder asegura que no era un administrador eiciente. El mismo Roeder dice que cuando Prieto presentó sus cuentas poco antes de su renuncia, éstas mostraron desorden y descuido. Se redimieron adeudos ya antiquísimos cuando no existía suiciente dinero para sostener el gobierno. Roeder, Juárez y su México, 291.88 Prieto escribía a Doblado el 20 de enero que “todo está comprometido; no tenemos ni un peso”. Documentos de Doblado.

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no podía contar con ninguna de sus fuentes de ingreso regulares, excep-

to los impuestos del Distrito Federal. El déicit mensual, excluyendo los compromisos internacionales, era de alrededor de 400,000 pesos.89

Prieto consideraba fútil tratar de reducir el déicit aumentando los ingresos provenientes de los impuestos existentes o creando nuevas imposiciones, puesto que en cualquier caso el gobierno sólo tenía domi-nio sobre ingresos en el Distrito Federal. El intentar un empréstito, bien fuera extranjero o nacional, lo consideraba igualmente inútil. El único plan que podría ofrecer para poner a la nación en situación inanciera bonancible, era mediante la consumación de la Reforma, el restableci-miento de la paz, y la reducción del presupuesto militar hasta no más de tres millones de pesos.

En ambas de sus circulares Prieto discutió los desilusionantes resultados, sociales y inancieros, de las leyes nacionalizando las tie-

rras eclesiásticas. El gobierno había esperado, como resultado de las leyes sobre las tierras agrícolas, de 1856 y 1859, colocar la tenencia de propiedades sobre una base amplia, haciéndola accesible aun a aque-

llos de escasos recursos y, de ese modo, emancipar a los trabajadores y arrendatarios rurales. Había coniado asimismo en rescatar a los menes-

terosos, gloriicar el trabajo y eliminar las alicciones sociales. Pero la legislación fue mal preparada, con el resultado que la tierra iba a parar a manos de especuladores y negociantes que lo único que deseaban era que el pobre cambiara de amos.

Prieto opinaba que no era aún demasiado tarde para lograr que las Leyes de Reforma alcanzaran sus metas inales. En su opinión, dos cambios en la administración coadyuvarían a lograr el efecto deseado: que Hacienda compilara los expedientes completos de todas las transac-

ciones efectuadas con respecto a tierras y que los gobernadores dejaran

89 Corwin, Ministro Norteamericano, escribía desde México a Seward el 28 de agosto de 1861, que el gobierno mexicano se había visto a menudo compelido a solicitar préstamos de individuos, de sumas que variaban entre 20,000 y 100,000 dólares, a enormes tipos de interés. Archivos Nacionales de los Estados Unidos. Despachos Mexicanos, vol. XXVIII. La situación descrita por Corwin había sido crónica casi desde el retorno del gobierno

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de usar los poderes que anteriormente se les otorgaran para la dispo-

sición de tierras bajo las Leyes de Reforma. Además de ello, hasta en tanto el Ministerio de Hacienda resolviera la ambigüedad y conlictos en las varias leyes, las circulares expedidas por Ocampo y los proce-

dimientos en los estados, el gobierno no podría esperar ingreso alguno proveniente de las tierras. En su esfuerzo para poner cuando menos cierto orden al caos que prevalecía, Prieto prometía proteger a aquellos que poseyeran títulos genuinos sobre tierras y castigar en cambio a los especuladores ilegales.

El principal esfuerzo de Prieto para aclarar títulos a la propiedad de tierras, apareció en un decreto expedido el 5 de febrero de 1861 y su circular conexa de febrero 12.90 Parte de las diicultades existentes en relación con los títulos, tenía su origen en el hecho de que la Ley de desamortización de 25 de julio de 1856 había reconocido al clero como propietario de la tierra en su poder. Con la Ley de 12 de julio de 1859, el gobierno dio marcha atrás en su punto de vista y consideraba al clero como mero administrador de tal propiedad. De acuerdo con esta posición, la Ley de 12 de julio asentaba que cualquier venta efectuada por el clero o por un funcionario gubernamental no autorizado, de pro-

piedades abarcadas dentro de las provisiones de la ley, quedaba nula y sin valor. Asimismo imponía penas al comprador y al funcionario que autorizara el contrato. Prieto mantenía con todo vigor que la Ley del 12 de julio era retroactiva; es decir, la nación poseía estas riquezas antes de que entrara en vigor la Ley.

Puesto que el clero, de acuerdo con Prieto, era sólo administra-

dor de la riqueza nacional y, por lo tanto, carecía de poder para vender las propiedades a su cargo, todas las ventas hechas por él resultaban ilegales. Algunos compradores, entre ellos cómplices del clero, habían buscado la forma de arreglar las cosas de tal modo que sus títulos que-

daran seguros, sin importar quién ganara la guerra. Esto implicaba una doble compra: una fechada bien fuera antes del 17 de diciembre de 1857 o bien autorizada posteriormente por una autoridad constitucional y un segundo título sobre la misma propiedad obtenido por compra del

90 D y L, Legislación, IX, 54-62; 71-74.

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clero. Para castigar tal doble transacción, la Ley de febrero declaraba toda venta, bien fuera de tierras u otros efectos, hecha por el clero, sin autorización expresa del gobierno, nula y sin valor. Las personas que habían obtenido títulos dobles de una propiedad, perderían sus derechos para la legítima adquisición y no podrían reclamar indemnización por dinero pagado al clero o a cualquier funcionario público no autorizado. Sin embargo, cualquier persona que perdiera el título de su propiedad por la acción misma de la Ley, podría recobrar su derecho de volver a comprarla mediante el pago de lo que equivalía a una multa. Para aquellos que decidieran aprovechar esta provisión legal se concedería un plazo de treinta días después de la publicación del decreto para dar a conocer su intención. Los propietarios que habían adquirido su tierra directamente del clero, en ninguna forma retenían sus derechos y sus terrenos irían a dar a las personas que habían solicitado la compra de las autoridades.

Una ola de protestas surgió con la publicación del decreto, pero más importante que los clamores fue la ola de especulaciones en tierras. Aparentemente algunas de las familias más ricas de México de los últi-mos períodos amasaron cuando menos una buena parte de sus fortunas especulando durante dicha época. La invalidación de títulos acumuló una gran cantidad de tierra en venta simultáneamente, reduciendo el pre-

cio a casi una tercera parte de su valor. Además, la ley estipulaba que el setenta por ciento del precio de venta de la tierra debía pagarse en bonos del gobierno, que el vendedor tenía que aceptar por su valor nominal. Desde el momento que estos bonos casi no tenían valor de mercado, podía ocurrir una doble especulación de bonos y tierras, como en efecto sucedió. Pronto se hizo notorio que unas cuantas personas se estaban en-

riqueciendo excesivamente.91 Los bonos rara vez circulaban fuera de la Ciudad de México y como muchos extranjeros eran tenedores de ellos,

91 Véanse, por ejemplo, las protestas de Suárez Navarro en la sesión del Congreso de 30 de mayo de 1861. Felipe Buenrostro, Historia del Segundo Congreso Constitucional de la Repúblic a Mexicana, que funcionó en los años de 1861, 1862 y 1863 (México, 1874), 80-81. (En adelante se citará como Buenrostro, Congreso, 1861-63.)

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también ellos se vieron implicados en la especulación.En realidad, ya con anterioridad a 1861 había tenido lugar una

especulación con tierras eclesiásticas. Por ejemplo, un número de pro-

piedades en el Distrito Federal fue denunciado en Veracruz durante los años de 1859-1860. Muchas de ellas encerraban sumas apreciables y eran compañías las que hacían la denuncia: Limantour y Cía., F. F. Ro-

dríguez y Cía., Balbontin y Cía., José Lelong y Cía.92 Los artículos en la prensa93 y las declaraciones en el Congreso94 indicaban que muchos mexicanos se hallaban verdaderamente preocupados por este nuevo monopolio de tierras así como por el hecho de que los extranjeros es-

tuvieran adquiriendo extensas propiedades. En un esfuerzo por impedir este giro de cosas, Aguascalientes trató, sin éxito, de limitar a siete mil veintitrés hectáreas la cantidad de tierra que podía poseer un individuo.

Prieto demostró terminantemente que los ingresos gubernamen-

tales por la venta de tierras eran desalentadores; pero la única constan-

cia real de transacciones sobre tierras con que se cuenta es la redactada para los primeros once meses de 1861, que muestra ventas por un total aproximado de 16.584,477 dólares. Sin embargo, más de 14.000,000 de dólares de dicha cantidad habían sido pagados por tierras en el Distrito Federal, por lo que el informe arroja muy poca luz sobre lo que ocurría en los estados.95

Aun cuando el gobierno no sacó gran beneicio en cuanto a di-nero en efectivo como resultado de la nacionalización, sí se beneició económicamente por cuanto se vio en aptitud de reducir en algo el mon-

to del adeudo del gobierno.Aparte del hecho de que poca gente de la clase baja sacó pro-

vecho de un modo positivo de la nacionalización, algunos de ellos en realidad sufrieron por el cambio de propietario. Muchos de los nuevos dueños no eran tan considerados con sus arrendatarios como lo había

92 El Boletín de Noticias, febrero de 1861.93 Véase El Siglo, 21 de enero de 1861 y El Amigo del Pueblo, 26 de abril de 1861, como ejemplos.94 Buenrostro, Congreso 1861-1863, 31-32.95 Phipps, Agrarian, 82; 88.

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sido la Iglesia y algunos idearon inclusive la manera de hacer que aqué-

llos les pagaran rentas por el período de 1858-1860, pues aun cuando dichos dueños no se habían hallado en posesión de su tierra durante la reacción, por ley era suya durante tal período. Por supuesto que no ha-

bían recibido ingresos de ella y ahora demandaban que los arrendatarios les liquidaran las rentas atrasadas.96 Asimismo, los nuevos propietarios estaban aumentando las rentas. Una comisión del Congreso que había estudiado el proyecto de ley para moderar los arrendamientos, admitía en su informe que los propietarios estaban cobrando cantidades exorbi-tantes. No obstante, la comisión se rehusaba a aprobar una legislación restrictiva, declarando que cualquier acción para limitar las rentas sería interferir con la propiedad privada y los contratos. Tal posición no era en forma alguna extraña, en vista de la amplia aceptación de la doctrina de laissez-faire y Vicente Riva Palacio, liberal y dueño de haciendas, apoyó la actitud de la comisión.97 Se hicieron algunas gestiones ten-

dientes a aliviar las condiciones de la población agrícola, pero sin resul-tado alguno. En Colima, por ejemplo, existía un proyecto para que se cancelaran todas las deudas de los trabajadores y hacer que se pagaran en dinero sus salarios.98

El gobierno había coniado en que la nacionalización de las tie-

rras redundaría en un considerable estímulo para la vida económica de México; que traería consigo un mayor movimiento de capitales, más incentivo y una mayor producción que, a su vez se traduciría en un incremento de actividades en otras zonas. Frustrado en sus esperanzas, el gobierno seguía tratando, en otras formas, de revivir e incrementar la economía nacional.99 Para estimular el comercio, la Administración

96 El Boletín de Noticias, 1º de enero de 1861.97 Felipe Buenrostro, Historia del primero y segundo congresos constitucionales de la República Mexicana (México, 1874-1882), III, 78-79; 146. En realidad ésta es una obra de siete volúmenes, pero está listada como volúmenes III-IX. Es una continuación de su obra sobre los congresos de 1856-1857 y 1861-1863, pero tiene un título diferente. Esta obra, consistente de los volúmenes III-IX, se citará en adelante como Buenrostro, Congresos.98 El Siglo, marzo 23 de 1861.99 Las Leyes pueden verse en D y L, Legislación, IX, 113-207.

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hizo desaparecer dos asixiantes restricciones: el antiquísimo impues-

to sobre ventas y las alcabalas; y derogó la Ley contra la usura. En un esfuerzo para facilitar el transporte de mercancías, se ijó un nue-

vo impuesto sobre la propiedad, que se destinaría al mejoramiento de caminos.100 El 5 de abril de 1861, Antonio Escandón recibió una con-

cesión que implicaba un considerable subsidio gubernamental, para la construcción de un ferrocarril de Veracruz al Pacíico. Con objeto de mejorar la seguridad del viajero, se crearon cuatro cuerpos de milicia rural, y para mejorar el sistema telegráico, se destinaron los ingresos provenientes de un nuevo impuesto sobre la venta de tabacos.

Aún aferrado a la creencia de que el país necesitaba coloni-zadores, el gobierno dio pasos para alentar la inmigración extranjera. Aquellos extranjeros, tanto individuos como miembros de colonias, que adquirieran y trabajaran tierras, quedarían exentos del pago de contri-buciones durante cinco años y recibirían además una exención de diez años sobre todos los demás impuestos. Amén de ello, todos los artícu-

los importados para consumo directo de los inmigrantes se hallaban li-bres de derechos y aranceles por dos años. El gobierno se daba perfecta cuenta de que concesiones como éstas habían resultado ineicaces en el pasado, debido primordialmente a dos factores: el estado de revolución casi constante y la carencia de registros que mostrara precisamente qué tierras había disponibles para distribución entre los colonos. Para eli-minar uno de estos obstáculos el gobierno ordenó un censo general de tierras, tanto del dominio público como privado.

Aunque Juárez, como Ejecutivo, trataba de poner algún orden a la administración de los asuntos del país, Juárez el político estaba ocu-

padísimo en contener los ataques contra su poder provenientes del seno de las ilas liberales. El 6 de noviembre de 1860 y desde Veracruz, el gobierno había emitido un decreto convocando a elecciones especiales en enero de 1861, para elegir un nuevo Congreso y Presidente. Aunque de hecho no se celebrarían las elecciones sino hasta varios meses más

100 Este gravamen era una substitución de las alcabalas, pero resultaba injusto pues recaía muy duramente sobre los que poseían las tierras más cercanas a los caminos, El Siglo, 7 de mayo de 1861.

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tarde, al regreso del gobierno a la Ciudad de México, la contienda entre los principales candidatos presidenciales -Miguel Lerdo, González Or-tega y Juárez- se tornó en acre lucha. En el curso de la campaña Lerdo se vio envuelto en un debate de prensa con Ocampo, que apoyaba a Juárez. Ocampo acusaba a Lerdo de que carecía de la visión interna y serena requerida por un Ejecutivo capaz. Para demostrar su punto de vista, citaba la opinión que Lerdo expresara durante la reciente guerra, en el sentido de que los liberales no podrían triunfar sino con la ayuda de norteamericanos armados y que la guerra no terminaría más por la fuerza de las armas. Ocampo de nuevo repetía su creencia de que las leyes que portaban el nombre de Lerdo eran injustas y que ni sus leyes ni sus ideas contribuían al progreso del país. En respuesta, Lerdo desa-

ió a Ocampo a probar sus cargos,101 a lo que este último se obligó con lo que consideraba amplia evidencia: publicó una exposición basada en su memorándum a Juárez del 22 de octubre de 1859, quejándose de que Lerdo no comprendía la cuestión de las tierras.

Prieto se sumó al ataque contra Lerdo y trató de hacer que el candidato se comprometiera a cumplir con las Leyes de Reforma. En una carta fechada el 22 de enero, pedía la opinión de Lerdo con respecto al método más sencillo de poner en práctica las leyes;102 pero Lerdo no cayó en la trampa de un intercambio público de esta naturaleza y, en vez de ello, sus partidarios mantuvieron una corriente constante de crítica contra la política gubernamental de permitir el regreso de conservado-

res a sus antiguos puestos en Hacienda. La respuesta de Prieto fue que éstos eran los únicos burócratas competentes de que se disponía.

Para el mes de marzo la prensa de nuevo se quejaba estridente-

mente de la inercia del gobierno y demandaba un nuevo gabinete. Mu-

chos de los clubes se aunaron al clamor, entre ellos el poderoso Club de la Reforma. El 14 de marzo, un miembro eminente del gabinete de Juá-

rez, González Ortega, aceptó el nombramiento de presidente honorario de este club, cuando con toda certidumbre debía haber sabido que este club era uno de los críticos más enconados del gobierno. Para agregarse

101 Ocampo, Obras, 11, 144-146.102 El Boletín de Noticias, 26 de enero de 1861.

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a una situación ya anómala de por sí, el 29 de marzo el club dirigió un mensaje al Presidente exigiendo la renuncia de todo el gabinete.103

Además de ello, la muerte de Lerdo, acaecida el 22 de marzo, había reforzado las ambiciones presidenciales de González Ortega, pues signiicaba que podía, naturalmente, contar con el apoyo de muchos de los partidarios de Lerdo, especialmente si demostraba que podía criticar lo bastante al gobierno.

El 6 de abril González Ortega renunció a su puesto como Minis-

tro de Guerra, precipitando una verdadera crisis. En su carta de renuncia declaraba que, aunque el Presidente no había encontrado conveniente aceptar su proposición de que todo el gabinete renunciara, creía que cuando menos él personalmente debería hacerlo. Ninguna otra acción era posible, declaraba, puesto que la actitud de la prensa y el tono de las circulares políticas hacían claro que la opinión pública era hostil al gabinete. La renuncia concluía con protestas de respeto a la legalidad y con la declaración que continuaría ocupando el mando de la División de Zacatecas para sostener las instituciones democráticas.104 El Presidente inmediatamente aceptó la renuncia. Contestando por el gobierno, Zarco dijo a Ortega que había confundido la opinión pública con el bullicio de un club que no poseía signiicación política y que seguramente se había visto impelido a actuar por una minoría que carecía de principios polí-ticos genuinos. En conclusión, Zarco informaba a González Ortega que debería aguardar a una decisión por parte del gobierno nacional sobre la cuestión de la comandancia de la División de Zacatecas.105

Como presidente honorario del Club Reforma, difícilmente po-

día González Ortega ignorar los cargos hechos por Zarco de que se trataba de una organización políticamente insigniicante, compuesta de

103 El Siglo, 8 de abril de 1861. 104 González Ortega, 6 de abril de 1861, al Secretario de Relaciones. Documentos de Ortega. González Ortega se oponía especialmente a Zarco y Ramírez, El Siglo,

7 de abril de 1861. Toda la cuestión es resumida por I. E. Cadenhead. González Ortega y la política nacional mexicana, tesis de doctorado inédita, Universidad de Missouri, 70-73.105 Zarco a González Ortega, 6 de abril de 1861. Documentos de Ortega.

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irresponsables. Al día siguiente escribió a Zarco atacando a la admi-nistración. La opinión pública -no solamente un club sino el pueblo-, según mantenía, se oponía al gabinete por un buen número de razones. El gobierno había expedido un cúmulo de Leyes y Decretos sin un cui-dadoso estudio previo; había demostrado favoritismo y había fallado en sus intentos por restaurar la paz. Finalmente, el gabinete era impopular porque se había rehusado a escuchar la opinión pública. Por lo que ha-

cia a su derecho para retener la comandancia militar, González Ortega replicaba que la División de Zacatecas estaba constituida enteramente por tropas de la guardia nacional del Estado y que se encontraba bajo su exclusivo mando.106

La renuncia causó gran conmoción en la capital y por algún tiempo pareció que el gobierno de Juárez se encontraba en verdaderos aprietos. Gran multitud de gente se dirigió a palacio para pedir al Presi-dente que despidiera al resto del gabinete y repusiera a González Orte-

ga. Sin embargo, no se encontró a Juárez. Al día siguiente, 7 de abril, la multitud se congregó de nuevo para repetir sus demandas, pero tampo-

co esta vez se presentó el Presidente.107 Durante los siguientes dos días los ánimos se caldearon al máximo sobre lo que, en cierto modo, era la pugna de un presidente civil contra un héroe militar popular. Asimismo, implicaba el problema de si una oposición bien organizada podía llegar a forzar al presidente a someterse a sus demandas. La policía tuvo gran-

des diicultades para mantener el orden y el periódico El Constitucional en nada ayudó a aliviar la situación cuando el 8 de abril proclamó que la única solución era invadir palacio y arrojar por la fuerza a los ministros.

Pero aun cuando algunos de sus partidarios proponían enérgicas medidas, afortunadamente González Ortega mismo no tenía intencio-

nes de derrocar al gobierno. El primero de mayo expidió un maniies-

to al pueblo urgiéndolo a mantener la fe en sus funcionarios públicos.

106 González Ortega a Zarco, 7 de abril. Ibid.107 González Ortega a Doblado, 8 de abril. Documentos de Doblado. Ortega informaba en su carta que el pueblo lo había asediado durante todo el día con peticiones de que regresara al gabinete; pero que se hallaba determinado a no aceptar puesto alguno, sino hasta que Zarco y Ramírez renunciaran.

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Declaró que el rumor que le atribuía estar preparando una revuelta, era obra de gente que quería dividir al partido liberal. Aseguraba a la nación que nunca encabezaría una revolución ni prestaría su nombre para tal causa, pues el tiempo de la espada había pasado. México debía ahora empezar a resolver sus problemas por medios pacíicos y legales.108

Aun antes de que apareciera la declaración de González Orte-

ga negándose a apelar en cualquier forma a las armas, los cambios en el gabinete ya habían enfriado el furor. Prieto renunció el 6 de abril, aterrado ante la situación inanciera del país; y el 21 de abril Mata es-

tuvo de acuerdo en hacerse cargo del Ministerio de Hacienda. Como había resultado electo al Congreso, consintió en ocupar el puesto sólo hasta que se celebrara sesión, cuando presentaría su renuncia.109 Igna-

cio Zaragoza substituyó a González Ortega como Ministro de la Gue-

rra. Pero la calma fue sólo pasajera y aun antes de que el Congreso celebrara su primera sesión regular el diez de mayo, algunos periódi-cos radicales, entre ellos El Heraldo y El Movimiento, insinuaban un golpe de Estado.110

Esta nueva sesión fue la primera asamblea que celebraba el Congreso desde los días de Comonfort en 1857. El 9 de mayo de 1861, Juárez se dirigió al Congreso e hizo entrega de sus poderes extraor-dinarios. El suceso que tantos mexicanos habían esperado con ansia era ahora una realidad: el régimen constitucional estaba restablecido. Todos los ministros renunciaron el 11 de mayo, con la teoría de que debería permitirse a Juárez elegir su nuevo gabinete en vista de las re-

cientes elecciones, aun cuando se ignoraba el resultado de la votación presidencial. El nuevo congreso le permitiría, si lo deseaba, escoger su gabinete entre la mayoría parlamentaria. Juárez, sin embargo, pensaba que de acuerdo con la Constitución se encontraba en completa libertad de elegir a quien quisiera para formar el gabinete y nombró a León Guz-

mán para el importante puesto de Relaciones, a Joaquín Ruíz en Justicia y Zaragoza continuaba en Guerra. El puesto de Hacienda no fue llenado

108 Documentos de Ortega.109 Archivo Mexicano, V, 629-636; 798-799.110 El Siglo, 3 de mayo de 1861.

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sino hasta el 20 de mayo, cuando un desconocido, José María Castaños, asumió la cartera. Los cambios en el gabinete poco hicieron para cal-mar la oposición; los clubes y periódicos contrarios a la Administración continuaron sus ataques y a ines de mayo muchos de los clubes habían comenzado a armarse y un periódico, El Movimiento, pedía al Congre-

so que se convirtiera en Convención.111

Poco después del primero de junio, la acre disputa política se interrumpió momentáneamente cuando llegaron noticias a la capital de que Melchor Ocampo había sido fusilado por los conservadores. Ocam-

po había partido hacia su hacienda en Michoacán y aunque se le ad-

virtiera que varias bandas de guerrillas conservadoras merodeaban en la zona, se rehusó a abandonar sus tierras. El 4 de mayo había escrito a Juárez que vendría a ocupar su asiento en el Congreso, ahora que ya habían terminado las cosechas;112 pero por alguna razón tuvo que demo-

rar su partida. El primero de junio fue capturado por los conservadores y ejecutado dos días más tarde. Cuando la noticia llegó a la capital, la reacción pública fue violentísima. De todas partes brotaron demandas para que el gobierno actuara rápida y severamente para castigar a los culpables. La indignación pública era tan grande, que el ejecutivo tuvo que adoptar precauciones para evitar que el populacho se amotinara contra los conservadores. No obstante, aunque tuvieron lugar algunos actos de violencia y una chusma destruyó las prensas del periódico con-

servador El Pájaro Verde, Juárez logró mantener las cosas en relativo orden. La muerte de Ocampo tuvo una trágica repercusión en una muy dramática sesión del Congreso. Degollado, previamente despedido del ejército y totalmente desacreditado, incapacitado aun para ser sometido a juicio, solicitó permiso para salir y destruir a los conservadores que asesinaran a Ocampo. La Cámara accedió a su petición y el 15 de junio partió para lo que sería su última derrota: los conservadores prepararon una emboscada a las tropas gubernamentales y mataron a Degollado. Leandro Valle, uno de los más prometedores jóvenes liberales, se avocó

111 Ibid., 25 de mayo de 1861.112 Archivo de Juárez, Manuscrito. Biblioteca Nacional de la Ciudad de México.

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entonces la tarea de vengar a Ocampo; pero también él, 23 de junio, cayó en manos de los conservadores y fue ejecutado. Tras todos estos reveses, González Ortega se hizo cargo personalmente de acabar con las guerrillas.

Mientras la situación militar y la muerte de tres notables mexi-canos ocupaban la atención popular, los acontecimientos también se sucedían con toda rapidez en la política. El cómputo de la votación electoral presidencial mostraba 5,289, por Juárez; 1,989, por Lerdo, y 1,846, por González Ortega; y en su informe el comité electoral decla-

raba a Juárez como Presidente. La minoría protestó que Juárez no había obtenido votos suicientes para ser electo y proponía que se eligiera entre él y González Ortega. Puesto a votación, el informe de la mayoría recibió la aprobación del Congreso, pero sólo por un pequeñísimo mar-gen de seis votos: 61 a 55.

*TExTO TOmAdO dEL LIbRO: “POLíTIcA mExIcAnA dURAnTE EL RéGImEn dE JUáREz”.

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ÍNDICE DE IMÁGENES

Páginas 2 y 3

Paisaje representativo del medio geográico en donde se desarrolló el señor Melchor Ocampo.

Página 12

Estatua situada en la plaza Melchor Ocampo de la ciudad de Morelia.

Página 21 y 22

Imagen de la casa donde vivió Melchor Ocampo en Maravatío, Michoacán, hoy Presidencia Municipal. Fotografía propiedad de Julio César Morales Torres.

Página 32

Telescopio que perteneció a Melchor Ocampo, resguardado actualmente en la Sala Melchor Ocampo, del Colegio de San Nicolás.

Página 42 y 55

Casimiro Castro, Trajes mexicanos, litografía, Papel: 29x42.9, siglo XIX

Página 56

Primer acta de matrimonio ubicada en el Archivo del Registro Civil No. 1 de la ciudad de Morelia.

Página 66

Bandera del Batallón Matamoros, bajo resguardo de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, ubicada actualmente en la Sala Melchor Ocampo del Colegio de San Nicolás.

Página 81

Detalle de la tumba donde se encuentran los restos de Melchor Ocampo; ubicada en la Rotonda de las Personas Ilustres, sita en el cementerio de Dolores de la Ciudad de México.

Páginas 82 y 103

Libros de Melchor Ocampo, a resguardo del Colegio de San Nicolás.

Página 94

Decreto del 17 de junio de 1861, donde se impone a nuestra entidad federativa el nombre de “Michoacán de Ocampo”.

Página 104

Retrato de Melchor Ocampo ubicado en la sala que lleva su nombre. Colegio de San Nicolás de Hidalgo.

Página 114

Fotografía de la casa donde estuvo preso Melchor Ocampo en Maravatío, Michoacán. (Colección de Julio César Morales Torres)

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Páginas 124 y 135

Mural. Historia de Morelia.1961. Alfredo Zalce. En el Palacio de Gobierno de Michoacán.

Página 126

Mural. La importancia de Hidalgo en la Independencia. Pintado entre 1955 y 1957 por Alfredo Zalce en el Palacio de Gobierno.

Página 126

Mural. Los Pueblos del mundo contra la guerra atómica, 1951. Alfredo Zalce. En el Museo Regional de Michoacán.

Páginas 136 y 143

Imágenes facilitadas por el Dr. Gerardo Sánchez Díaz.

Páginas 144, 146 y 147

Testamento de Melchor Ocampo, resguardado en la Secretaría de Relaciones Exteriores en la Ciudad de México, a quien se agradece el acceso que nos dio al documento.

Página 148

Periódico Oicial de Michoacán, 1897.

Página 152

Primitivo y Nacional Colegio de San Nicolás de Hidalgo, después de ser restaurado.

Página 189

Escritorio que perteneció a Melchor Ocampo, resguardado actualmente en la Sala Melchor Ocampo del Colegio de San Nicolás.

Página 190

Hacienda de Pateo, fotografía propiedad de Ramón Alonso Pérez Escutia.

Páginas 218 y 229

Libro Rojo, Vicente Riva-Palacio y Manuel Payno.

Página 230

Busto de Melchor Ocampo ubicado en el municipio de Contepec, Michoacán.

Página 298

Tumba donde se encuentran los restos de Melchor Ocampo, ubicada en la Rotonda de los Hombres Ilustres, sita en el cementerio de Dolores de la Ciudad de México.

Páginas 300 y 301

Ruinas de lo que fuera el bebedero para el ganado de la Hacienda del Pateo, perteneciente a Don Melchor Ocampo.

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MELCHOR OCAMPOBICENTENARIO

1814 ◆ 2014

Se terminó de imprimir en diciembre de 2013en Morevalladolid, ubicado en Tlalpujahua #208

Col. Felicitas del Río, Morelia, Michoacán.

La edición consta de 1000 ejemplares, y fue coordinada por Marco Antonio Aguilar Cortés, Eréndira Herrejón Rentería y Paula Cristina Silva Torres.

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