Tenorio
María Tenorio
Profesor Fernando Unzueta
Español 856
12 de marzo del 2001
De (representaciones de) mujeres en Juan de la Rosa
“Siendo la potencia afectiva fuente y motora de otras,
resalta la consecuencia de que la mujer –que privilegiadamente la posee-
en vez de hallarse incapacitada de ejercer otro influjo que el exclusivo del amor,
debe a ella y tiene en ella una fuerza asombrosa,
cuya esfera de acción sería muy aventurado determinar.”
Gertrudis Gómez de Avellaneda “La mujer” II.
He decidido, en este ensayo, tocar un tema que me parece harto delicado e incluso
peligroso: el tema de las (representaciones de) mujeres en la narrativa. Delicado y
peligroso, digo, porque la celebración de la diferencia –de lo diverso, de lo otro- puede
conllevar, incluso inconscientemente o sin buscarlo, a una re-afirmación de eso otro
como tal: al situar lo otro sobre un pedestal diferenciador se corre el riesgo de
naturalizarlo o esencializarlo como lo sencillamente irreductible, lo sustancialmente otro.
Muy clara veo esta esencialización o naturalización de que hablo en el caso de la
construcción discursiva del indio -en Fray Bartolomé de las Casas, por ejemplo- como
víctima (del español malo) que, atrapada en las redes de su propia incapacidad para regir
su vida, solamente puede convertirse en protegido (del español bueno). Su posición de
sub-alternidad (el otro no intercambiable nunca con el yo) se afirma como insuperable, de
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ahí que el indio quede reducido a la construcción pasiva de ser maltratado o ser
protegido, más nunca llegar a ser plenamente sujeto agente.
Algo semejante puede ocurrir al hablar de ‘la mujer’, ese concepto
universalizador que me resulta de entrada amenazante. Me gusta la forma como Lou
Charnon-Deutsch lo advierte en un artículo suyo sobre novela española de mujeres del
siglo XIX:
The goal of this article, however, is not to celebrate hidden spheres of
feminine influence and power, for the hunt of subversion often has the
unintended effect of validating unequal power relations which, in turn,
perpetuates essentialist or bio-originary conceptions of the feminine and
diminishes the consequence of male dominance or repressive social
structures. (395)
Esencializar a la mujer lo entiendo como atribuirle caracteres o notas que de suyo
la in-forman y que desde esa naturaleza femenina se traducen en acciones –cogniciones,
sensaciones, emociones- propias de mujeres. El peligro de esta naturalización de lo
femenino es que la mujer se la vea siempre atrapada en redes de poder estables, sin
acceder jamás a desenredar o modificar tales redes. No se trata de desestabilizar el
binarismo naturalizador hombre/mujer y cambiarlo por el de mujer/hombre, es decir,
convertir al ‘yo’ en ‘otro’ y viceversa. Sería ese un feminismo esencializador que no
supera, sino acentúa y re-marca la diferencia. Me parece que la salida sería la superación
del binarismo de género sexual y su lectura desde una perspectiva de agencia o praxis que
resitúe a hombres y mujeres como categorías de acción social y no como esencias o
naturalezas opuestas, complementarias o inconmensurables.
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No quiero con esta advertencia inicial tirar a la basura los conceptos de género
sexual, sino intentar una lectura de los mismos que vaya desde la acción hasta el género y
no al revés: una lectura performativa del género que parta de los actos y de su repetición
hasta llegar a la fijación nunca plenamente estable de normas, como propone Judith
Butler. Desde una comprensión performativa del género sexual: “Sex is an ideal construct
which is forcibly materialized through time. It is not a simple fact or static condition.”
(367)
Me interesa en las siguientes páginas examinar la articulación de las acciones y
representaciones de mujeres con el proyecto patriótico/nacional en la novela Juan de la
Rosa, de Nataniel Aguirre, publicada por primera vez en Cochabamba, en 1885. Asumo,
como punto de partida, la siguiente afirmación de Paz Soldan: “la novela, más que
ofrecer un informe de los hechos históricos de 1810, constituye un registro del modo
especial en que se pensaba la nación boliviana y sus orígenes durante la época en que se
escribe la obra.” (30) Más específicamente, quiero seguir la línea propuesta por Sommer
en su Foundational Fictions al leer las novelas nacionales o “national novels” (4) como
romances donde la política está indisolublemente ligada a la ficción y esta pareja se
encuentra atravesada de pies a cabeza por la retórica del amor: “to locate an erotics of
politics, to show how a variety of novel national ideals are all ostensibly grounded in
‘natural’ heterosexual love and in the marriages that provided a figure for apparently
nonviolent consolidation during intercine conflicts at midcentury.” (6)
Dentro de este juego de amor heterosexual y lucha por la legalidad matrimonial
del mismo, las (representaciones de) mujeres juegan un papel activo y definitorio de la
política de la nación. Pero estas representaciones de género, en Juan de la Rosa al menos,
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están muy claramente delineadas y diferenciadas por las categorías de clase y etnia, de
modo que resulta difícil, o hasta imposible, hablar de las mujeres como bloque
homogéneo sin considerar sus posiciones sociales y culturales, e incluso raciales, en la
formación discursiva de lo nacional. Como apunta Sharpe en su intento de conciliar a
Foucault con el marxismo, la formación discursiva con la clase social: “Power may
circulate through all members of a society, but there is a difference between those who
are relatively empowered and those who are relatively disempowered.” (9) El mismo
texto de Juan de la Rosa establece, de forma tajante, diferencias en la circulación del
poder, básicas para la figuración de la patria y del proyecto nacional ahí novelado:
Los que nacemos, de ellos mismos (de los españoles peninsulares), sus
hijos, los criollos somos mirados con desdén, y piensan que nunca
debemos aspirar a los honores y cargos públicos para ellos solo
reservados; los mestizos, que tienen la mitad de su sangre, están
condenados al desprecio y a sufrir mil humillaciones; los indios, pobre
raza conquistada, se ven reducidos a la condición de bestias de labor, son
un rebaño que la mita diezma anualmente en las profundidades de las
minas. (Aguirre, 40)
Las palabras anteriores, con las que Fray Justo –el cura de ideas liberales y, a la
vez, tío de Juanito- explica al niño la necesidad de las luchas independentistas, marcan
cuatro “jerarquías sociales” (Aguirre, 41) que el proyecto de nación pretende cuestionar
desde la categoría de justicia –personificada en Fray Justo- y desde el anhelo de igualdad
–representados en los “Derechos del hombre”. Ese proyecto de “homogeneización
cultural” visto como “alternativa al régimen colonial”, expresiones que tomo de Paz
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Soldan (39, 50), no supera las contradicciones ni iguala las diferentes cargas de poder
heredadas del pasado colonial. Espero que el análisis de las (representaciones de) mujeres
en las próximas páginas contribuya a dilucidar estas contradicciones inherentes al
proyecto nacional ilustrado en las páginas de una novela nacional latinoamericana.
1. De Rosita.
Si en Juan de la Rosa quiere leerse la dialéctica del amor heterosexual y el estado,
si quiere seguirse el movimiento de espiral donde erotismo y patriotismo se halan
mutuamente –y aquí estoy parafraseando a Sommer (46-7)-, Rosita es el punto de
referencia obligado. Ella, la “heroica madre” (Aguirre, 178) de Juanito, ha sido relegada,
toda su vida, a espacios fronterizos: socialmente, nacida de padres mestizos, descendiente
de Alejo Calatayud [señalado por la novela como el líder de la revolución mestiza,
precursora de los movimientos independentistas (Aguirre, 43)], y criada en el seno de una
familia criolla, los Altamira (Aguirre, 299), no es ni de aquí ni de allá, acaso de enmedio;
su presencia física, en la narración, está situada en una pequeña casa, que no le pertenece,
en el confín del Barrio de los Ricos (9).
Más tarde comprendí que, pobres como éramos, viviendo del trabajo
diario de mi madre, enseñados a leer por el oficioso maestro, podíamos
considerarnos, respecto a las comodidades materiales y al cultivo de la
inteligencia, mil veces más afortunados que la gran masa del pueblo,
compuesta de indios y mestizos. Los únicos felices a su manera, debieron
ser los españoles y algunos criollos, que se contentaban con vegetar en la
indolencia, durante “los buenos tiempos del rey nuestro señor.” (Aguirre,
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Pero este personaje nada aportaría al proyecto nacional si no fuera por su amor
hacia Carlos, uno de los dos jóvenes Altamira enamorados perdidamente de ella. El
conflicto originante de Juanito y de la nación, donde se han de entrecruzar erotismo y
patriotismo, es el del amor de esta pareja, truncado por una estructura económica y social
colonial, expresada en los prejuicios raciales del español Pedro de Alcántara y Altamira,
“el inexorable padre” de Carlos: “Cuando el inexorable padre supo al fin el amor de su
hijo Carlos por la nieta de Calatayud, estuvo a punto de perder el juicio de cólera e
indignación. ¡Si aquello era imposible! ¡su hijo no podía amar a esa mujer que tenía algo
de india! ¡menos podía hacerla su esposa!” (Aguirre, 301)
Ese amor, presentado por la novela como transgresor desde la perspectiva
española/criolla, no puede ser en el régimen colonial: don Pedro “quejóse” a la autoridad
“y consiguió sin dificultad el auxilio de los sabuesos de la policía” (Aguirre 301) para
encontrar a la pareja que había huído. Ese amor transgresor, dejado sin espacios por el
efectivo poder colonial, merece desarrollarse, merece espacios nuevos para ser –parece
proponer la novela- sencillamente porque es, porque ahí está siendo y, por ende, es
bueno. Sommer lo pone así: “Erotic interest in these novels owes its intensity to the very
prohibitions against the lovers’ union across racial or regional lines. And political
conciliations, or deals, are transparently urgent because the lovers ‘naturally’ desire the
kind of state that would unite them.” (Sommer, 47)
Sin embargo, las conciliaciones y arreglos políticos que posibilitarían un amor
como el del Rosita y Carlos -y digo ‘como’ el suyo pues el suyo ya no podrá ser- habrán
de pasar por la agencia de otros miembros de las familias Calatayud y Altamira, ya que
los amantes, los padres de Juanito, habrían de quedar sumidos en las fronteras de la
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patria, sin avanzar hacia adelante. Carlos quedó estancado en la enajenación, frontera
entre lo humano y lo animal, y fue encerrado de por vida en una hacienda que su padre
cedió a unos parientes de su madre (Aguirre, 303). Rosita, entretanto, sumida en la
frontera de la dignidad y la indignidad como madre soltera, “marca infamante que
entonces daba a conocer a las mujeres perdidas” (Aguirre 302), logró sobreponerse a la
pérdida de su amante por la necesidad de sacar adelante a su hijo con el trabajo de sus
manos y, además, con el auxilio y protección de hombres caritativos como fueron
Francisco de Viedma, el gobernador de buen corazón, “padre de los desgraciados”
(Aguirre, 13); Fray Justo, o Enrique Altamira, hermano de Carlos, que optó por la carrera
eclesiástica, al asumir que su amor por Rosita no era correspondido; Alejo, el herrero
“cobrizo” y con “ojos de ingenuo y franco mirar” (Aguirre 16), pariente sanguíneo de
Rosita.
Rosita, esta mujer ni propiamente criolla ni propiamente mestiza, pre-figura lo
que, en el espacio de la patria, podría ser la madre republicana, guardián invisible de la
república (Masiello “Diálogo”, 27). Y digo pre-figura porque ella no es plenamente lo
que habría podido llegar a ser; la estructura político-social colonial impidió su realización
dentro del matrimonio y la sumió en una vida de trabajo que, en mi lectura, aparece como
alienante de su condición de mujer bien criada.
2. De la abuela.
Cuando Rosita, debilitada por la enfermedad, deja este mundo al verse forzada a
entregar a su hijo a doña Teresa, continuadora de la tradición familiar criolla de los
Altamira, será una mujer campesina, cuya familia se consideraba emparentada con la de
Rosita, quien jugará la función de abuela de Juanito y, por extensión, de la patria. Esta
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“hija de Flores, relacionado con (Alejo) Calatayud, cuya muerte quiso vengar con un
nuevo alzamiento, sin conseguir otra cosa que un horroroso suplicio” (Aguirre, 148) está
signada por el levantamiento mestizo de 1730, cuya memoria conserva y transmite a
Juanito:
Mira, yo era niña, así como tú, cuando vi un brazo del abuelo de tu abuelo
sobre un palo muy alto en la Coronilla de San Sebastián. Un año después
descuartizaron a mi vista el cadáver de mi padre Nicolás Flores; hicieron
salir a mi madre de su casa, llevándome de la mano, para que fuese aquella
del rey, como decían. Ha pasado mucho tiempo… (…) Pero ¿piensas que
me olvidé de aquellas cosas? (Aguirre, 184)
La abuela “de rostro moreno” (Aguirre, 182) revivirá la experiencia de su niñez al
ser expulsada de su casa en el campo hacia espacios citadinos –vivirá en la casa del
Barrio de los Ricos, propiedad de Alejo, el herrero- después de que su marido y su
familia cercana perezcan en un incendio en la batalla de Amiraya, como consecuencia de
la cual quedará ciega. Dos veces expulsada de su espacio vital, la abuela se constituirá en
líder del movimiento popular contra los guampos o chapetones -denominaciones arcaica
y vigente de los españoles y los realistas o partidarios del régimen colonial- hasta llegar a
ser consagrada como heroína en la novela (254).
La figura de la abuela representa, en carne y hueso, el pasado memorable de la
patria, la memoria viva y activa de su genealogía, coincidente plenamente con las
explicaciones que Fray Justo ha dado a Juanito al inicio de la novela. La genealogía de la
patria retrocede hasta 1730 con el levantamiento de los mestizos lidereados por Alejo
Calatayud. Como dice Fray Justo: “El joven oficial de platería desafiaba así al poder más
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grande que ha existido y no volverá a existir nunca sobre la tierra.” (Aguirre 45) Y, para
continuar con Paz Soldan: “Fray Justo reduce la importancia de las sublevaciones
indígenas del siglo XVIII, que, cronológicamente, aparecerían como antecedentes
históricos más inmediatos de la lucha anticolonial.” (36) La abuela doña Chepa casa
perfectamente con estas explicaciones ilustradas sobre el surgimiento del movimiento
patriótico al estar vinculada con la familia de Calatayud y no con una familia
propiamente indígena. Su inclusión en la novela nacional, en el proyecto de nación
pensado hacia finales del siglo XIX, corre pareja a la historia de Fray Justo y aporta el
elemento claramente emotivo en este juego donde la política no puede desvincularse del
amor. En la figura de la abuela será donde se mezclen o fundan el amor a la familia y el
amor a la patria. De acuerdo con Richard, el deslizamiento de la norma de la maternidad
familiar hacia la maternidad de la patria se efectúa fluidamente ante situaciones de crisis:
“Cuando los valores del orden (continuidad, estabilidad, armonía) se
sienten amenazados por la figura caotizante del des-orden (antagonismos,
divisiones, conflictos) asociada a la destrucción y a la muerte, las mujeres
son llamadas a encarnar la defensa de la vida que la ideología materna
deposita en su condición ‘natural’ de re-productoras y salvadoras de la
especie.” (212)
Me interesa destacar, aquí, el rol de la abuela como líder popular de la patria no
cuando pelea en la Coronilla de San Sebastián y muere heroicamente, sino cuando ejerce
su posición de poder en el ámbito familiar para sentar uno de los límites de la acción
patriótica: el pillaje. Me refiero a la significativa escena donde la abuela, a gritos y
latigazos, regañaba a Alejo y a Dionisio, su nieto sobreviviente, por haber participado o
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guiado a “la turba” (233-5) en el infructuoso intento de invadir casas de españoles
peninsulares y de criollos aliados con ellos en la ciudad de Cochabamba.
-¡Miren que gracia!, -gritaba con indignación la anciana ciega-; ir a
apedrear puertas, asustando a las señoras y a los pobrecitos niños! ¡querer
robar! Los chapetones no están en la ciudad… ¡están viniendo por el
Valle! Como ya no hay hombres en este tiempo, se han corrido los que
decían que iban a comérselos vivos. ¡Toma chapetones, pillo! ¡Que no me
venga Alejo… ese borracho, ese animal! (237)
Cabe recordar que la abuela, de niña, fue expulsada de su casa por los que ella
identificaba como guampos y que su activismo patriótico está vinculado
inextrincablemente con el deseo de venganza contra ellos por los sufrimientos de su
infancia y por los más recientes de la batalla de Amiraya, como queda claro en el
momento –anterior al que ahora me interesa- cuando acaricia las armas hechas en el taller
de Alejo, como Juanito comenta: “Una vez pasada la excitación producida en la abuela
por el contacto con aquellos instrumentos de muerte, de esas armas que ella creía tan
formidables para la defensa de la patria y la venganza de los horrores de que habían sido
víctimas los suyos, sólo pensó en agradarme (…)” (Aguirre, 187).
La posición de la abuela frente a la posible invasión y saqueo de la propiedad
privada está cimentada en una moral que excede sus sentimientos de pertenencia a una
clase social: “Los patriotas no pueden ser ladrones, hijos míos.” (239) Un principio
abstracto que no corresponde con su deseo de venganza y que pone de manifiesto uno de
los supuestos sobre los que se fundamenta o erige el proyecto nacional: el del absoluto
respeto de la propiedad privada (de los chapetones y de sus seguidores). Alianza de
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clases, matrimonio entre criollos y mestizos, patria, nación… siempre que se respete la
propiedad, las casas y las vidas de los españoles, peninsulares y criollos, en otras
palabras, de los poderosos.
3. De doña Teresa.
Si Juanito -en su vida y familias materna y paterna- representa la patria
cochabambina y, por extensión, boliviana, Teresa representa al enemigo interior que,
antes que aniquilar, hay que re-encauzar y convertir hacia el lado de la patria. Ella juega,
a la muerte de Rosita, el papel de la madrastra cruel con el niño a quien, por orden de su
marido, tuvo que acoger bajo su techo (Aguirre, 68). Políticamente hablando, ella
representa las fuerzas conservadoras entre los criollos que favorecen el status quo y, por
ende, están del lado de los chapetones.
La autodefinición de Teresa apunta a las exclusiones e inclusiones del régimen
colonial -“¿No sabe que yo soy Zagardua y Altamira, sin gota de india y purita española
desde el mismo Adán?” (Aguirre, 152)- donde la posibilidad de cruces o acuerdos entre
las dos razas o etnias india y española son la excepción y no la regla.
Lo que me interesa destacar, sobre doña Teresa, es como ella abre y cierra las
puertas de su casa e incluso encierra dentro de ella a su sobrino Juanito a través de la
mediación de sus criados y de acuerdo con “sus órdenes caprichosas y casi siempre
contradictorias.” (Aguirre, 68) Su poder es efectivo, real, sobre el cuerpo del niño y
metonímicamente de la nación. En su casa habitan, como sirvientes, representantes de
sectores oprimidos: Clemente, el zambo, “mestizo de indio y de negra, tenía cuanto de
malo puede reunirse en ambas razas: astucia, bajeza, holgazanería, egoísmo, crueldad.”
(Aguirre, 69) y el pongo, “algún infeliz indio miserable y embrutecido, que venía cada
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semana de las haciendas” (Aguirre, 69) Poder real el de Teresa sobre los cuerpos de
distintos sectores de la patria: Juanito, el mestizo acriollado; Clemente, el meztizo
denigrado; y el pongo, el indio embrutecido. Sus propiedades, la casa de los marqueses
de Altamira y las haciendas, sobre las que se funda su poder sobre los cuerpos, han de
permanecer intocadas, como dije en el apartado anterior, por las fuerzas patrióticas en el
espacio de la novela y, proyectándose hacia el futuro republicano, en el tiempo de la
nación independiente. Doña Teresa tiene un espacio asegurado en la patria.
Hacia el final del relato encuentro un recurso que apela a la conversión de Teresa:
si su casa no fue tocada siquiera por “la turba” patriótica que encabezaba Alejo, como
dije en la sección anterior, cuando el realista Goyeneche toma la ciudad de Cochabamba,
no se había librado ésta (la casa de doña Teresa) de correr en parte la
suerte que cupo indistintamente a todas las de los criollos ricos de la
ciudad. Invadida por un grupo numeroso de soldados ebrios, que habían
dado muerte al infeliz pongo, comenzó el saco de ella por el oratorio y la
sala de recibimiento. (269)
La posibilidad de una conversión patriótica queda insinuada en el caso de doña
Teresa, cuya propiedad ha sufrido a manos de su mismo bando; pero se anuncia y
consuma con su hija Carmencita, la niña pequeña que ha hecho amistad con Juanito y lo
ha favorecido en momentos difíciles de su vida llevándole comida, una sonrisa de
complicidad o un beso.
Es clara la proyección al futuro en el momento final de la novela que se construye
a dos tiempos: el de Juanito, en 1812, cuando recibe los papeles que explican su origen
como herencia de Fray Justo, recién muerto; y el de Juan de la Rosa, varias décadas
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después, cuando se encuentra escribiendo la novela con dichos papeles sobre la mesa y
dice: “Aquí están ahora mismo (los papeles), sobre la mesa en que escribo, conservados
por la misma niña (Carmencita) que no quise entonces que los viera” (292). Lo que
quiero decir con esto es que la re-conciliación de la parte criolla conservadora de la
familia, representada en Teresa y su descendencia, no está en cuestión para la futura
nación, sino que es un imperativo para el funcionamiento del proyecto republicano que
deja las estructuras de la propiedad intocadas.
4. Sobre la línea de las (representaciones de) mujeres.
Masiello, en su libro Entre civilización y barbarie, al explicar “Las luchas
vinculadas al género en el siglo XIX”, hace notar como la unidad familiar era un
constructo clave para las naciones recientemente independizadas en Latinoamérica en dos
sentidos: en forma metafórica, aludía a la articulación de los diferentes grupos sociales
que compartían los espacios de la nación; y, en un sentido más literal, aludía a las
poderosas familias “que ejercían gran poder en cuestiones de autoridad del Estado” (30).
Dentro de estos espacios familiares, que entiendo como integrados hacia el interior y
cerrados hacia el exterior, Masiello apunta para el caso argentino, los papeles de género
no son nada estables, sino más bien se deslizan dando lugar “a una fluida representación
de la sexualidad para hombres y mujeres” (33) Punto de vista distinto, e incluso contrario,
es el de Pratt, para quien el republicanismo, al negar a las mujeres los mismos derechos
que a los hombres, “creó dentro de todas las naciones-estado una inmensa estructura de
exclusión, comprendiendo plenamente la mitad (femenina) de todas las clases sociales,
incluyendo las élites.” (54) Resulta necesario, a mi parecer, no perder del horizonte las
dos perspectivas anteriores, sin absolutizar ninguna de ellas: las mujeres –y vuelve esa
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peligrosa categoría universalizante- están incluidas en el espacio de la patria (si bien su
inclusión no sea plena, por no tener derechos como el voto y la participación de cargos
públicos) como lo están en el de la familia; sin embargo, las inclusiones y las exclusiones
no están definidas en última instancia por el género sexual, sino por la pertenencia a las
diferentes “jerarquías sociales”, para usar una expresión de Fray Justo, lo cual implica
delimitaciones cruzadas de género, de clase social y de etnia.
En Juan de la Rosa es posible trazar, y creo que ha quedado evidenciado en las
líneas anteriores, el espacio de la nación a partir de la unidad familiar encarnada en la
figura de Juanito, es decir, en la articulación de sus familias materna y paterna, los
Calatayud y los Altamira, los mestizos (bastante acriollados) y los criollos (que, como
Teresa, se consideran españoles puros). Esto en cuanto a la nación concebida como
familia unificada; pero, por otro lado, también los papeles tradicionales de género se
vuelven fluidos, se confuden o se intercambian en esta novela: sabido es que Rosita tiene
que sostener materialmente a su hijo y que la abuela toma las armas para combatir –y
morir- frente al ejército del realista Goyeneche en la coronilla de San Sebastián, por
ejemplo.
Como apunta Cornejo Polar:
No deja de insinuarse, entonces, un sentido matriarcal en la representación
de la nación que comienza a constituirse y en el sentido profundo (pero
ambiguo) que expresa su identidad naciente. Ciertamente, Juan de la Rosa
no desarrolla esta perspectiva, pero frente a textos similares de la misma
época, en los que el significado patriarcal parece ser casi omnímodo, esta
novela boliviana ofrece una visión disidente aunque indefinida o, si se
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quiere, larvada. Tal vez en la construcción del imaginario fundacional de las
naciones la figura materna tenga harta más importancia de la que
normalmente se le concede. (145)
La agencia de las mujeres en Juan de la Rosa, incluso si se limita a las tres
examinadas en este ensayo, resulta crucial para la formulación del proyecto patriótico de
sentido larvadamente matriarcal, según palabras de Cornejo Polar. Pero no quiero caer en
la celebración de que pedí librarme al principio de estas páginas. La agencia de mujeres
no puede ser leída sino en el contexto de más amplio de relaciones y alianzas
heterosexuales, étnicas y de clase que remiten, todas, a la figura de Juanito, el futuro
ciudadano de la patria.
Madre, abuela y madrastra, las tres en relación con Juanito, entran y conforman
los espacios de la patria. Y aquí voy a recordar a Ludmer con sus juegos de palabras. En
el límite superior de la patria, la madrastra, doña Teresa, la criolla conservadora,
partidaria de la monarquía, dueña de propiedades en el campo y en la ciudad: a fin de
cuentas es la tía de Juanito y si ella no cede ante el proyecto republicano lo ha de hacer su
hija, Carmencita. Las tensiones y negociaciones entre Juanito y Teresa son parte de la
nación y parte fundamental por el poder económico de los criollos. En el medio de la
patria, la madre, Rosita, la mestiza acriollada, “una joven criolla tan bella como una
perfecta andaluza” pero cuya dentadura denunciaba la presencia de sangre indígena (10),
sin propiedades, solamente con la fuerza de su amor prohibido por un criollo que la
colocó en situación de desventaja de por vida: por ella y para su hijo Juanito la necesidad
de fundar un espacio donde las relaciones sociales sean rearticuladas y las leyes
modificadas para ampliar las esferas del poder político y llevarlas hasta los criollos…
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incluso hasta los mestizos acriollados como Rosita. En el límite inferior de la patria la
abuela, doña Chepa, mestiza quizás más morena que blanca, sin propiedades en la patria
igual que Rosita, posee la memoria histórica de la nación proyectada pues sus recuerdos
llegan hasta la rebelión mestiza de Alejo Calatayud, que fuera continuada por su padre,
Nicolás Flores. Su contacto con el pueblo, su liderazgo que arrastra y que pone freno al
desbordamiento de las masas, es necesario para asegurar la estabilidad de la patria,
mantenerla dentro de los límites sin llegar al caos y a la anarquía.
Patria y familia recorren el mismo camino. Amor y política se entrecruzan casi sin
distingos. La patria incluye a la familia y la familia incluye a la patria: no pueden quedar
fuera Teresa, su poder efectivo y sus propiedades, y si su odio contra Rosita es
insuperable, Carmencita ha llegado ya, desde niña, a amar a Juanito; no puede quedar
fuera la abuela, pues el riesgo sería perder los orígenes mestizos de la patria, los que
enraízan el proyecto criollo en la tierra americana, y convierten la lucha patriótica en una
lucha de masas; Rosita, heroica madre, es la razón de ser de los cambios, su exclusión en
el régimen colonial debe ser abolida para hacer posible su unión legal en el interior del
espacio de la patria.
Pero no hay que olvidar las exclusiones de la familia y de la patria: los criados de
Teresa aunque habitan dentro de su casa son la otredad de la patria, los que la sirven sin
servirse a sí mismos. Los indios, los negros, los zambos, en femenino y en masculino,
constituyen la otredad de la familia y de la patria, el límite inferior de la patria por el lado
de afuera. Reducidos son sus cuerpos prácticamente a cosas, como se lee en la siguiente
narración de Juanito sobre las consecuencias del pillaje de las tropas realistas en casa de
Teresa:
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Encontré yo las puertas desquiciadas. El pongo yacía bañado en
sangre, desnudo, sobre su estrado, a los pies del cuadro del arcángel San
Miguel; todo el patio estaba sembrado de muebles rotos, urnas destrozadas
y santos de estuco cruelmente mutilados y despojados de sus lujosas ropas
de lama y resplandores de oro y plata. (Aguirre, 269-70)
Y si los santos de palo sufrieron cruel mutilación, el cuerpo del pongo –del indio
embrutecido- apenas yace en la colección de objetos. Me recuerda la figura del rebelde en
la inicial descripción que hace Juanito de la entrada de la casa: “Se veía un gran cuadro al
óleo, del arcángel San Miguel, aplastando con un pie el pecho del rebelde, en cuya boca
abierta introducía la punta de una lanza.” (Aguirre, 61) Pero no quiero salirme del tema,
sino, más bien, concluir por lo sano.
A manera de conclusión, la agencia de mujeres en Juan de la Rosa, articulada en
los registros paralelos de amor y política, familia y patria, no puede leerse más que
atravesada por las categorías de clase y etnia, como dije al principio. No hay mujeres –
invirtiendo la repetida frase de la abuela- sin posición social bien definida en el espacio
familiar de la patria. Esas posiciones sociales marcan inclusiones desiguales que
conforman el espacio habitado de la patria y al mismo tiempo implican exclusiones o
negaciones desde dentro de la patria. El ideal de igualdad propuesto por Fray Justo a
partir de sus lecturas transgresoras de filosofías europeas no resiste los embites de una
organización social sólidamente afincada en la fragmentación material de los habitantes
que comparten, sin compartir, el mismo espacio territorial de la patria. Cultivados en ese
caldo, los géneros sexuales se complementan en sus tareas para con la nación –como
afirma Pratt (57)-, sin dejar de afirmar el principio básico que la marca desde entonces
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hasta nuestros días: el de la desigualdad material de sus integrantes plenos y también de
los no tan plenos.
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Obras citadas
Aguirre, Nataniel. Juan de la Rosa. Cochabamba, Bolivia: Los Tiempos, Los Amigos del
Libro, 1987.
Butler, Judith. “Introduction to Bodies That Matter.” Women, Autobiography, Theory. Eds.
Sidonie Smith and Julia Watson. Madison: The U of Wisconsin P, 1998. 367-79.
Charnon-Deutsch, Lou. “On Desire and Domesticity in Spanish Nineteenth-Century
Women’s Novels.” Revista Canadiense de Estudios Hispánicos 19.3 (1990) : 395-
414.
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