PREFACIO
Este es un pequeño espacio que voy a usar para contar algunas cosas sobre
el libro antes de empezar con la historia.
Empecé a escribir esto aproximadamente entre cuatro y cinco años antes
de acabarlo. No recuerdo exactamente cuando me plantee hacer esto, y no
tarde tanto por exceso de documentación ni nada parecido. Escribí unos
cuatro capítulos más o menos en un principio, y lo fui dejando aparcado en
mi ordenador para cuando tuviera ganas, o más tiempo libre. Lo tenía
como una especie de hobbie o proyecto personal que no corría ninguna
prisa, y así fue. Fue entre el 2012 y el 2013, y finales del 2014 las épocas
en las que ya me puse ya un poco más en serio; pues quería terminarlo.
En un principio la historia iba enfocada digamos por un sitio, pero
conforme iba avanzando, me di cuenta que era mejor hacer bastantes
cambios importantes, hasta el punto en que prácticamente, no fue
quedando prácticamente nada de la idea original, salvo digamos la base.
Me lo tomé con mucha paciencia, y probablemente si alguien me hubiera
advertido de lo complicado que era escribir una historia medianamente
decente, con todo lo que supone, probablemente no la habría empezado.
Conlleva dedicar mucho más tiempo y faena de lo que parece. El proceso
“de creación” que requiere, es sin exagerar complicado, y en más de un
momento estuve a punto de decir: Hasta aquí.
Ahora pienso que quizá una historia más normal, desarrollada en un
ambiente más cotidiano, hubiera sido bastante más fácil, pero bueno; lo
cierto es que así tiene algo más gracia. Quizás para la próxima, como se
suele decir, nunca se sabe.
Pero bueno, hablando ya de la historia en sí, quiero decir que ésta tiene
algunas cosas de mi invención sobre otras reales, como por ejemplo la
localización: el pueblo de Hallstatt (situado en Austria), “la fiesta de los
cristianos” en su mayor parte", los lagos, el bosque de roble de los
druidas... y un largo etc. Bastante de todo eso existe.
También podría haber desarrollado más algunos de los personajes que
aparecerán. Os daréis cuenta que algunos reciben mucha más atención que
otros, ya sin contar a Michael o a Ben, que son los personajes principales;
pero pensé que si no quería hacer un "tocho", cosa que no quería hacer;
tenía que ser así, por lo que aposte por centrarme en ir haciendo la historia
fluida y que no diera pereza de leer. Y incluso en el repaso final, pude
llegar a quitar tranquilamente unas cincuenta páginas.
Para terminar con esto, quiero decir también que este libro no pretende
ser una gran novela ni nada de eso. Como digo lo escribí para mi
satisfacción personal y como un hobby que cogía de vez en cuando, y su
objetivo no es otro que el de intentar entretenerte por un rato. Dicho esto
“espero que te guste”, ya que has empezado a leerlo.
Pd: También quiero agradecerle a Ascen Tenorio su ayuda en la corrección
ortográfica.
Introducción
1697 d.C.
Luciano Casa de Sanseverino se tambaleaba atado en la silla de un sótano,
bajo la luz de un farol que estaba colgado al techo. Luciano estaba
maniatado. Un puño se estrelló contra su cara, y se oyó una voz que le
decía:
– ¡No se mueva más!
Luciano giró la cabeza despacio. Las siluetas de tres hombres de gran
tamaño se cernían sobre él. Uno de ellos sacó un cañón de una funda que
colgaba de su cinturón y apuntó a su cabeza.
– ¡Debería decirnos ya dónde está viejo!
–Ya le he dicho que no sé de qué me habla –respondió Luciano tras
escupir a un lado.
– ¡Mientes! –dijo otro de los hombres de los que estaban allí–. Esta
noche será nuestro a las buenas o a las malas, puedes creerme. ¡Dime
dónde lo escondes y te dejaremos vivir, terco!
A Luciano le costaba respirar mientras encajaba los duros golpes a lo largo
de toda la noche, pero no se amedrantó ni un poco, nada, ni dejó de
mirarle a los ojos a aquellos hombres. Fue así hasta un momento en el que
de repente dejó de hacerlo, y se desvaneció. Luciano no dijo nada respecto
a lo que le preguntaban. Absolutamente nada.
CAPÍTULO 1: HALLSTATT
1705 d.C
La historia comienza ocho años después de la muerte de Luciano.
Un carruaje avanzaba. El trote de unos caballos sonaba con fuerza mientras
pasaba por delante de una casita de color ladrillo, donde se encontraban
unos niños que hacían señales con la mano.
Esto era en Hallstatt, una pequeña región montañosa y habitada de Austria.
Hallstatt no es un pueblo grande para acoger a tanta gente como lo hace, y
quizás sea así porque sus casi dos mil ciudadanos viven más o menos
despreocupados, contentos de vivir en un lugar en donde los paisajes
cercanos rebosan de colinas, lagos y riachuelos; un pueblo donde hombres
y mujeres trabajan en la tierra o desarrollan los oficios más tradicionales.
Hallstatt está localizado en la parte baja de un valle sobre una cuesta
pronunciada, que serpentea hasta llegar a un enorme lago llamado “Lago
Espejo”; el cual está rodeado de unas altas y verdes montañas en las que hay
otros lagos más pequeños conocidos como “Los Lagos de Salzkammergut”.
Hoy era miércoles, y ese próximo sábado por la noche se iba a celebrar “la
fiesta de los Cristianos”, una curiosa fiesta en la que se reúnen los amigos
después de la hora de la cena, para disfrazarse y salir de farra durante un
buen rato.
Es una fiesta que consiste podríamos decir básicamente, en disfrazarse e ir
de pasacalles hasta el “Kalerre”, que es como llaman a una pradera llena de
pabellones que se extiende al pie de la colina, en donde hay una inmensa
cocina al aire libre llena de pinos y de un largo terreno de césped cortado,
que llenan de hogueras por la noche; y allí montan un auténtico desmadre.
Esta era la mañana del miércoles y el sol brillaba con la fuerza del Agosto
en lo más alto del cielo, y el aire proveniente de las montañas no se puede
decir que fuera flojo. En la calle de Am Hof, que subía (y sube aun a día de
hoy) serpenteando por una de las laderas más exteriores del pueblo, habían
unas tres o cuatro tiendas al fondo de una pequeña intersección;
patrimonio todas ellas del señor conocido como “el pelirrojo”, y allí Ben
entraba ahora a comprar unas barras de pan en la panadería de Le
Boulangerie, como cada día hacía.
– ¡Buenos días! –dijo Ben al entrar, mientras desbrochaba su chaleco
verde.
– ¡Hombre! ¡Buenos días Ben! Dame un momento, enseguida vengo.
Tengo que ir a coger una cosa ahí al fondo.
*Ben era un joven habitante casi nativo de Hallstatt, de unos veintiséis
años. Ben, como cada mañana después de acabar con su jornada laboral y
hacer algo de ejercicio, pasaba a comprar dos barras por la panadería que
llevaba el señor Auguste, y allí, mientras esperaba al panadero apoyado en
el mostrador, vio por la ventana pasar como cada mañana veía desde hacía
ya algún tiempo, a una chica desconocida con la que cruzaba la mirada,
quedándose totalmente embobado. (Supongo que quizá este sea un buen
momento para contaros algunas cosas sobre Ben, ya que va a tener una
parte importante en la historia).
Benjamín Dufresne Gapp era el nombre completo del chico. Ben se había
criado casi desde siempre con Doris, una de las siete hijas de una antigua y
famosa cantante local, ya que Ben había tenido una infancia difícil. Difícil
de veras. Nació en Austria, pero no precisamente en uno de los mejores
barrios de la capital. Creció en un barrio rodeado de drogas, prostitución,
y robos. Se crió en un pequeño callejón donde iban a dormir varios
vagabundos, y se vio de alguna manera obligado a trabajar con tan sólo diez
añitos como recadero para costear las sustancias que sus padres y sus
amigos tomaban. Eso pasó hasta el día en el que Doris pasó por allí de
casualidad para hacer una visita a una amiga, y vio al crío con su madre.
Fijaros que sensación debió de tener, que ese día se lo llevó a cambio de lo
que vendría a ser el sueldo de un par de meses, y se lo trajo a Hallstatt sin
parar de refunfuñar durante todo el camino, diciendo cosas como:
Tranquilo hijo, Dios aprieta pero no ahoga Benjamin. Ya lo verás…
Ben había sido siempre un chico alegre, con una fortaleza física y mental
bastante fuera de lo común para su edad, según decía Doris. De hecho,
Ben ya de bien crío se apañaba sólo, y se ocupaba de algunas de las faenas
del hogar en el enorme caserío de su tía, pese a que a ella no le agradara
que lo hiciera. Cosas tales como hacer las compras, limpiar el suelo, coger
el agua del pozo, cortar la leña, cuidar a los animales o varias tareas de ese
tipo de muy buen agrado.
El caso es que “los años niños" (por así decirlo), fueron pasando rápido
porque fueron buenos. Ben estaba siempre de aquí para allá como se suele
decir.
–“El crío es un culo de mal asiento”– comentaba su tía cuando invitaba a
tomar algo a sus amigas en la cafetería llamada "The coffee bean" (“El frijol
del café”), donde presumía largamente de su ahijado y de otras cosas frente
a sus amigas.
–Acoger a este niño me parece la cosa más buena, justa y triste por un
lado, tanto como alegre por el otro; que me ha sucedido jamás… –decía
Doris pensativa en más de una ocasión.
Así que en fin, entre unas cosas y otras el tiempo fue pasando
tranquilamente y con la normalidad de aquel entorno. Cuando Ben llegó a
la quincena de años, era un chico extremadamente activo y quizá por eso le
gustaban cosas normales, y otras menos comunes, como por ejemplo hacer
a menudo escapadas a la capital a ver cómo caía la noche, o cosas que
quizás vosotros nunca os habéis planteado hacer. Aunque quizás os cueste
creerlo, a Ben le encantaba ver desde un punto alto, el paisaje de las luces
centelleantes que creaban los faroles, las casas y las luces de los carros en
movimiento por los caminos; mientras medía su puntería lanzando piedras.
Podía pasarse horas embobado mirando aquello sin pensar en nada en
especial, o planificando alguna actividad. Algo que Ben también hacia
bastante era jugar a la pelota o nadar en los lagos con sus amigos, como
hacen y hacían los niños de allí. A menudo se saltaba las clases del colegio
para hacer este tipo de cosas. También tenía la especie de hobbie de hacer
una enciclopedia en donde debería aparecer cada tipo de planta y de animal
de los entornos de Hallstatt; pues al parecer, había oído en algún momento
que aún no lo había hecho nadie, y que era algo así como una tarea
pendiente del pueblo, por lo que le entusiasmaba la idea de ser el primero
en hacerlo. No era nada raro verlo por aquel entonces por el monte o al
pie de la orilla de algún lago, dibujando hojas y bichos, o escribiendo
descripciones en unos cuadernos que su tía le compraba regularmente.
Hay que decir también en otro orden de cosas, que había un grupo de
niños que se metían con él aunque os cueste creerlo, por ser un poco
diferente. Ya sabéis cómo de crueles pueden llegar a ser los niños a esas
edades. Cuando era un mocoso, Ben solía pegarse casi cada día por ese tipo
de cosas, pero con el tiempo había aprendido a que se la trajera al pairo
totalmente los comentarios que sólo buscaban dañarle sin razón; y lejos de
cabrearse o de odiarlos como solía hacer tiempo atrás, los compadecía por
el hecho de que fueran así. Bastante tenían “esos miserables” ya con ser así,
pensaba. Aunque tengo que deciros, no quiero mentiros, que si se pasaban
de la raya Ben tampoco tenía problemas a la hora de atizarles como a una
estera hasta quedarse bien a gusto, no voy a engañaros. En más de una
ocasión había vuelto a casa con un ojo hinchado, el puño pelado o cosas así,
pero vaya; la verdad es que tenía el don del combate pese a que no le
gustase, por así decirlo. De hecho un día se pegó contra tres a la vez y no
fue el más malparado de ellos.
Avanzando un poco en el tiempo, un día que marcó su infancia fue el que
llegó un telegrama de la capital diciendo “mamá está allí”, y eso fue todo.
No creo que él pensara ni por un segundo que aquello sería especialmente
agradable o para siempre, pero se fue allí sin decírselo a nadie. Creo que
pensaba 'tengo que ir pero voy a volver'. Él solía rezar cada noche para que
su mamá volviera, y Ben se emocionó mucho al verla. Fue ella quien le
crió junto a otros dos niños. Con ella aprendió todo sobre la lealtad y la
dependencia. Pensaba que ella vivía, probablemente, con algunos
remordimientos y que había cambiado; pero cuando le pidió dinero a las
pocas horas de estar con él, se dio cuenta de que esa mujer no era ya la que
él conoció y echaba tanto de menos.
Hablando de otras cosas, Ben la verdad es que estaba muy contento con su
pueblo (supongo que ésta sería una buena manera de decirlo). Había vivido
también un pequeño período de tiempo con otra tía en Viena, y aquello no
le convenció ni lo más mínimo. La verdad es que le encantaban las verdes y
largas vistas de Hallstatt, incluso la arquitectura en general del pueblo en
sí, la cual era pintoresca, rústica, o incluso medieval por momentos.
Compuesta por una larga veintena de agrupaciones de viviendas de no más
de dos pisos, y hechas en madera la gran mayoría. Pintadas con colores
rojizos, naranjas o amarillentos; junto a las ruinas de las antiguas
edificaciones, por donde Ben vivía con sus amigos las aventuras más
insólitas e imaginables.
Diré brevemente que estos edificios iban (y van) por el paseo del Lago
Espejo, en dirección al Este y sobre la gran colina. Construcciones de
antaño que se hicieron a diferentes niveles de altitud por la geología del
terreno, en donde apenas el campanario, el monasterio, el ayuntamiento o
la biblioteca (edificios bicentenarios que se mantienen aún en pie y en
funcionamiento, a pesar de la última guerra) destacan de esta vista: Un pequeño pueblo anaranjado de casas de madera, que se reflejan sobre el lago, bajo las montañas.
Cabe decir antes de que regresemos a la panadería, que como el tiempo
no pasa en balde para nadie “obviamente”, el bueno de Ben se fue haciendo
mayor más rápido de lo que a Doris le hubiese gustado. Se fue
especializando laboralmente en la agricultura y a muchas cosas relacionadas
con eso. Entró en la rama de la ingeniería forestal (o como quiera que se
llamara en aquellos años), gracias a lo que acabó por conseguir un empleo
bastante bien remunerado como una especie de guarda forestal en la zona,
y no creáis que la faena era poca. Ben se ganaba a pulso cada una de las
monedas. Aunque en el pueblo estuvieran a quince bajo cero, y bajara un
vendaval por las montañas, allí lo tenías cumpliendo con su uniforme y
unos guantes de piel.
Físicamente la complexión de Ben era normal, y aunque siempre llevaba
bastante ropa, su físico aunque apenas se notara estaba bastante
desarrollado debido a su trabajo. ¡Ah!, y antes de que me olvide os diré
que tenía el cabello castaño y los ojos oscuros. Casi lo último que añadiré y
así podremos avanzar en la historia sin parones, es que Ben nunca había
tenido ningún jaleo especialmente sonado en el pueblo. Ninguno salvo una
pelea bastante gorda que se montó hace algunos años de los chicos de
Hallstatt contra unos chicos de Gosauschmied (un pueblo cercano), en la
que un chico cayó a los rápidos del río y se ahogó con muy mala suerte en
un remolino. Una desgracia que antes no era tan extraño que pasara.
Ben conocía y se llevaba bien con bastante gente, y los amigos que había
hecho eran buenos y de confianza, de esos que a menudo pueden contarse
con los dedos. Entre ellos, había labrado una amistad especialmente buena
con Peter Sindelar; el tercer hijo de un músico local. Se habían criado
juntos, y compartían un montón de historias de esas con las que sueles
destornillarte al recordarlas. Tampoco está de más decir que no le iba mal
con las chicas. Si en alguna ocasión le había faltado la compañía de una, era
porque no estaba de humor por esa época, o alguna cosa así. Así que en
fin, así le iba a Ben; tenía una vida sencilla y sin demasiados sobresaltos de
la que no se podía quejar. Aunque eso no sería así del todo en esta
historia.*
Apenas unos momentos después volvió Auguste de la trastienda con unos
saquillos de harina en los que ponía “Nifelheim”.
– ¡Uy! ¿Y esa cara? Diría señor Ben que esa señorita llama su atención –
dijo el viejo Auguste arqueando una ceja pícaramente.
– ¿Eh?… Dime… –respondió devolviéndole la mirada.
–Ja, ja, ja, ves como no me equivoco. Ay señor… el paso de los años
otorga a uno buen ojo con ese tipo de cosas Benjamin –comentó
carialegre–. Aunque tampoco me habría costado darme cuenta si fuera
unos años más joven, la verdad. Se la come usted con la mirada.
–Ja, ja, bueno supongo que si –sonrió–. Sí, podría decirse que esa chica
es mi tipo, vaya.
–Uuuy… La lujuria es muy mala cosa... se lo digo yo… –dijo mientras
se ponía a amasar la pasta del pan con las manos sobre una tabla de madera
más que desgastada por el uso–. Pero si tanto le interesa... he escuchado
algo acerca de ella –entonces hizo una pausa quizás para aumentar su
curiosidad, y enseguida siguió–. Se ve que esa chica ha venido a vivir por
aquí hace poco tiempo, como cosa así de un mes –dijo ahora comprobando
unas barras de pan que estaban horneándose a sus espaldas en un viejo
horno de leña–. Lo sé porque bueno… mi sobrina Milla para lo jovencita
que es, es una cotilla de mucho cuidado, y me dijo que alguna vez habla
con ella, y dice que es muy agradable, aunque un tanto peculiar…
– ¿Cómo que peculiar? ¿Qué quieres decir con eso, Auguste? –dijo el
joven acariciándose la barbilla con una mano mientras metía la otra en el
bolsillo.
–Pues ya sabe usted, que está en otra onda supongo. Gente de ciudad
como dicen por ahí... ¡ya sabe!
–Aha.Vale, vale... ¿Y sabes algo más?
–No. Lo siento, señor Ben. Nada más por hoy.
– ¡Bueno! Y dime Auguste, ¿cómo va la huerta?, ¿van saliendo ya esos
tomates, o qué? –dijo Ben cambiando de tema mientras jugueteaba
pasándose unas monedas entre los dedos en el interior de su bolsillo.
– ¡Ay señor Ben...! Pues parece que se van a resistir los muy malditos,
la madre que los parió... Las coles, las zanahorias, los rábanos, las
berenjenas, los repollos y todo esto… las habas van bastante bien. Y todos
los frutos también. Pero las tomateras no pasan de los dos palmos de
altura, y no me gusta el verde que tienen. ¡No sé la verdad qué diablos les
pasa! –comentó con un tono ligeramente enojado.
–Ya le dije yo que no iban a coger bien en esa tierra, no se lo decía por
decir... La tenía que haber abonado y haber echado algo de azufre –dijo
sonriendo pero como con una cierta autoridad al coger las barras de pan–.
Ya me pasaré un día de estos y le echamos un vistazo a ver qué podemos
hacer.
– ¡Bah! da igual. No se moleste. Total, el tiempo de la cosecha no está
ya muy lejos. No hay nada que hacer.
–No es molestia –dijo pasándose la mano por el principio de barba que
le estaba saliendo–. Ya sabes que me gustan estas cosas y a lo mejor hasta
aprendo algo. ¡Venga! a ver si puedo pasarme este sábado cuando venga de
la excursión.
–Mira que eres... Como quiera entonces –respondió el panadero
metiéndose un jugoso trozo de pastel de manzana en la boca.
–Claro, ¡y no me digas nada más, que me marcho ya! –comentó
mirándose su reloj y dejando un par de monedas sobre la mesa–Ya
hablamos. ¡Hasta luego Auguste!
–Ja, ja. Muy bien. Pero no se preocupe, que no hace falta, en serio.
¡Ah!, y dele recuerdos a Doris de mi parte –dijo el viejo despidiéndose
justo en el momento en el que entraban dos señoras charlando de algo por
la puerta.
–La verdad es que esos chicos han cogido la gripe con mucha
oportunidad –dijo la más mayor de las dos, mientras desempaquetaba una
cosa que había sacado del bolso.
–Sin duda… ¡Pero qué amable ha sido Besian no olvidando lo que nos
dijo! Debe ser magnífico tener una semana entera de recreo –respondió la
otra, la cual era mucho más alta y joven.
–Sí, y el tiempo acompaña. Me alegro mucho de eso –añadió arreglando
la mayor unos lazos para el cuello y el pelo, en un estuche que le habían
prestado para una ocasión tan importante.
–Me gustaría vestirme con esta ropa tan bonita ya –dijo la joven, con la
boca llena de alfileres mientras los iba poniendo en el alfiletero de su
hermana–. Aaay… Ojalá pudierais venir todas conmigo… pero guardaré
mis aventuras para contarlas cuando vuelva. Es lo menos que puedo hacer,
cuando han sido todas tan buenas prestándome tantas cosas y ayudándome
en todo. ¡Buenos días, Auguste! Póngame cuatro barras, por favor –dijo la
señorita cuando llegó al mostrador.
Ben iba camino arriba con cara de circunstancias hacia su casa, pensando
en voz alta y diciéndose a sí mismo:
–Un día de éstos tengo que decirle algo a esa chica, ¿pero qué podría
decirle? ¡Hola!, quería decirte chica que me pareces una chica muy... ¡Me
cago en todo! ni que fuera ahora un crío… –refunfuñaba mientras bajaba la
calle.
Un poco más adelante se cruzó con su amigo Peter, que le dijo gritando
desde lejos sorprendiéndolo:
– ¡Ey Ben! ¿Mañana a las siete, no? –chilló desde la otra parte de la calle,
y corriendo a que le arreglaran unas cuerdas del violín de su padre.
– ¡Peter! ¡Sí, sí, a las siete sin falta Peter! ¡Sin falta, y no faltes! –
contestó saludándole con la palma de la mano.
Unas horas más tarde, la noche era fría en Holanda. Una lluvia que había
empezado de madrugada, no había cesado en todo el día y se había
intensificado hacía unas horas, en una tormenta impresionante. La
humedad calaba hasta los huesos; y el viento soplaba fuerte entre los
cientos de árboles, haciéndolos rechinar y arrancando algunas de las ramas.
Podría decirse que era una tormenta digna de una película.
La luna estaba llena, oculta tras unos cumulonimbos (nubes de tormenta).
Desde las afueras de la ciudad, la visión del viejo puerto marítimo parecía
desde cierta distancia, una especie de mosaico de colores amarillos, rojos y
azulados; mediante las luces que salían de las casas del puerto a través de
una neblina. La entrada del puerto estaba a un centenar de metros de un
barranco por donde bajaba un gran canal de agua dulce, y había un camino
amplio entre esto, y una especie de pequeña marisma repleta de
muchísimos cactus alargados. Las personas de allí estaban resguardadas
bajo techo, salvo unos pocos hombres que apestaban a pescado, mientras
charlaban con fuerza bajo unas cornisas. Entre éstos, uno destacaba un
poco más que los otros. Había uno con el tamaño de prácticamente un
gigante, vestido con un chubasquero que le llegaba hasta los tobillos, y del
cuello lucía un colgante grande con la forma de un tiburón enroscado
sobre una bola roja de algún mineral. Este hombre apenas conversaba,
suspiraba con frecuencia y tenía la mirada perdida sobre el mar mientras
fumaba un cigarrillo que desprendía un humo azulado.
Este lugar era el puerto de la ciudad de Den Helder, en Holanda, y estaba
en la costa junto a un pequeño cerro repleto de unos pinos ramosos,
cubiertos por un musgo grisáceo.
Resulta que la mayoría de los habitantes de la comuna de Den Helder,
vivían y viven en la ciudad del mismo nombre (aprox. unos 22.000), y el
sector más importante de esta ciudad era Nieuw Den Helder. Los demás
habitantes de la gran comuna vivían en los pueblos de Julianadorp (cerca de
7.500) y en Huisduinen (unos 500). Sin embargo, estos pueblos en realidad
eran y son considerados como barrios, debido a su cercanía con la ciudad.
Huisduinen es, por lo demás, el primitivo en Den Helder; después vino un
segundo barrio a un costado el cual fue llamado Helder, siendo éste el
comienzo del actual Den Helder. Algunos piensan que el origen de este
nombre es una entrada de mar llamada Helledore, que significa "deur tot de
hel" (puerta al infierno). Debido a la posición estratégica de este canal,
conocido actualmente como Marsdiep. Habría sido realmente un
"infierno" para los barcos enemigos que querían ingresar al Zuider Zee por
esta vía. Sin embargo, es muy probable que esta historia sea sólo una
leyenda del lugar. Las teorías más aceptadas son que proviene de Helle /
Helde, que significa pendiente o lugar inclinado; o Helre, que quiere decir
"espalda arenosa". Den Helder también se llamó Nieuwediep tiempo
después, cuyo gentilicio Nieuwedieper, aún es utilizado con frecuencia por
los habitantes de Den Helder. Pero bueno, mejor no perderse demasiado
en este tipo de cosas.
Unos pinos altos y de amplias ramas iban bordeando el camino principal
del puerto y se internaban por muchos de los diques que facilitaban el
acceso a los barcos.
Había a la izquierda un amplio círculo de agua rodeado por unos grandes
pilotes de acacia. Un poco más adelante, tras una valla derruida, se
levantaban las viejas casas de piedra y madera, con sus peculiares tejados
picudos coronados por una larga chimenea. Podrían parecer casas extrañas
a simple vista hoy en día, y estaban dispersas sin motivo aparente. La
mayoría de estas viviendas eran de dos o tres pisos llenos de numerosas
ventanas. Había como cincuenta casas quizás a lo largo de los viejos
muelles de madera, con unos escalones al pie de cada puerta en donde
había unos faroles que iluminaban la entrada.
Por todos lados se escapaba un resplandor de muchas luces y el sonido de
muchas voces que hablaban y chillaban; aunque lo cierto, es que antes de
estas casas estaba todo el lugar dedicado al trabajo del viejo puerto.
Os diré antes de entrar al meollo de la cuestión, que este puerto-villa ha
visto pasar casi seis generaciones por sus faros y muelles sin una sola
reforma. Sus muros agrietados, sus estatuas al Dios Neptuno y demás
deidades marinas, incluso unos enormes pilares con aire a la más antigua
industria, relucían con los numerosos rayos. El agua cada poco tiempo
formaba progresivamente más pequeños canales que fluían hasta el mar por
las pedregosas calles, provocando decenas de resbalones.
Casi en el centro del puerto, la torre del enorme reloj del astillero
marcaba cuatro minutos sobre las once de la noche, cuando algo empezó a
verse a lo lejos, en el mar. Al mismo tiempo, un bullicio se estaba
escapando por todo el muelle como un incendio. La gente estaba gritando
dentro y fuera de los recintos. Unos pasos apresurados recorrían el muelle.
– ¡Se acerca un monzón!, ¡se acerca un monzón! –gritaban
preocupados.
Un momento después se vio al “Reina Victoria” amarrar en el muelle, y os
diré que la Reina Victoria, resultaba ser un formidable barco de unas
dimensiones realmente gigantescas, fabricado hace muchos años por unos
maestros artesanos y cientos de carpinteros experimentados, en el que el
detalle y un aire digamos “gótico”, eran sus marcas más reseñables. Se
trataba de una fragata que podía cargar hasta 300 toneladas; y el caso es
que si buscaras “lujoso” en el diccionario, aparecería una fotografía abajo
suya, como seria típico decir.
–Oye Marlon, mira que barco más bonito... ¿verdad, amor mío? Cómo
me gustaría poder viajar algún día en uno así –murmuró una señora con
una larga falda floreada que estaba agarrada al brazo de un hombre seboso,
que bebía de una botella.
La lluvia se hacía más fuerte por momentos, así que entre el ruido de la
tormenta y el del bullicio, el barco atracó y amarró en el muelle número
seis con un gran estruendo. La bruma se había escampado y ahora ya estaba
totalmente por toda la costa, por en medio de las casas y por los caminos
de todo el puerto. Muchas personas ataviadas con fardos corrían de un lado
para otro buscando su barco bajo la lluvia, para evitarse así algún futuro
problema seguramente, mientras un agradable olor mezcla de café tostado,
leña y carne a la brasa flotaba en el aire, proveniente de algunas de las
cantinas y de las casas que había por allí.
Pasaron entre unas cosas y otras dos horas largas.
Alessandra estaba tomando un café caliente sentada en una banqueta, junto
a la ventana en el interior de la cantina de “Los muros del tuerto”. Allí
miraba mientras sacudía la ceniza de su cigarro, viendo cómo la luz de los
faroles que había afuera, iluminaban las miles de gotas de la tormenta que
iba pareciéndose cada vez más a un diluvio. Tras ella, unos marineros con
las ropas empapadas y llenas de barro, apostaban sus pagas jugando a las
cartas y riendo fuertemente.
– ¡Escalera de color! –dijo nervioso uno de los marineros mostrando sus
cartas sobre la mesa.
–Es escalera de color Rob… ¡Ja, ja! –Dijo otro partiéndose de risa–.
¡Has perdido ya la mitad de la paga! ¡Rob, serás idiota! Ja, ja, ja.
– ¡Maldito embustero! Es la segunda vez que me sacas a la guarra de
picas –gritó el tal Rob golpeando la mesa–. ¡Ojalá te atragantes diablo!
No dices una puta verdad en toda la partida y, ¿ahora me jodes con esto? –
dijo estampando una jarra de cerveza contra el suelo.
–Vale, vale, tranquilo…relájate y no te enfades tanto hombre… Ja, ja.
¡Y no te hagas el longaniza y págame!
• La señorita Alessandra Casa de Sanseverino era una bella mujer de rasgos
finos y metro ochenta de altura. Una mujer realmente llamativa, podéis
creerlo. Tenía la piel pálida, unos ojos afilados de color verde claro tras
unas gafas y un pelo liso y largo entre rubio y castaño hasta la cintura.
Alessandra era de carácter decidido, afable y arrollador; y tenía un tono de
voz meloso a la vez que desprendía una gran inteligencia. Normalmente
utilizaba una forma de vestir en el umbral de lo elegante y lo provocativo.
*Sin ir más lejos os diré que hoy llevaba un vestido de color morado, con
bordes de encaje bordado, y unos zapatos negros de tacón alto*. Ella era la
mano derecha o de confianza de Don Vincenzo (político, su jefe, y también
su tío); y era también a la vez la nieta de Luciano. (Esto podría ser un poco
lioso, pero lo que daba a entender es que era una mujer “ocupada”, fuerte,
y de una familia “de la cosa nostra” italiana) •
Mientras Alessandra se calentaba el cuerpo con el café y el brasero que
tenía bajo la mesa, afuera Don Vincenzo hablaba bajo los pinos con una
pequeña tripulación que había reunido, junto al capitán Michael.
• Vincenzo Casa de Sanseverino es el que había sido hermano mayor de
Luciano (del que luego sabremos más), y a primera vista era una humeante
mole de unos ciento cincuenta kilos, casi calvo, gordo y vestido con un traje blanco. "Gordo" era el apodo que le daban, y éste era a su vez el apodo de uno de los mayores jefes del crimen de Italia. Casi todas las actividades delictivas del país pasaban por sus manos y de todas sacaba tajada. Era también conocido por ser un fumador obsesivo de puros y tendría entorno a unos sesenta y cinco años. Este hombre nació con un angioma (más conocido como “antojo” que son esas manchas rojizas en la piel) bastante curioso, con la forma de una hoja de olivo desde la sien izquierda hasta la mejilla. Además de todo eso, era el líder de un partido político de una pequeña región del sur de Italia, además del actual “Don”
de la familia Casa de Sanseverino. Era realmente todo un jefazo donde los hubiera, ¿Qué duda cabe? •
-------------------------------------------------asceeeeeeeen_____
–De acuerdo. Esto es lo que hay: estoy buscando Rogers. Aunque
vosotros lo conoceréis por el nombre de “Gabriel Barton”. Ese tipo tiene
algo que me pertenece –dijo Vincenzo.
– ¿Y? ¡Queremos saber que sacaremos de esto jefe! –le dijo receloso
uno de los tripulantes por la espalda a Michael.
– Un momento… ¿Barton? ¿El que era el socio de Luciano? –pregunto
el Pecas (pues así es como le llamaban).
–Si Pecas, si… –respondió un hombre gordo y se rio áspera y
tristemente.
– Yo ya no entiendo nada. ¿Podría decirme a que viene ahora todo esto
capitán? –dijo otro.
–Estoy pensando en ir a Austria a encontrarme con Barton –respondió
Michael cruzando los brazos de nuevo mientras apoyaba la espalda sobre un
tronco que estaba recubierto de una resina endurecida.
•Michael era un tipo duro. Un tipo realmente duro y de gran orgullo.
Durante los siete años transcurridos desde la catástrofe de Luciano, la
personalidad de Michael he de decir que fue cambiado notablemente. Pasó de ser un novato a las órdenes de Luciano, a líder de una organización clandestina, pese a que el nunca admitiera ese calificativo; pues pensaba que el significado de esas palabras las definían “los ricos”. Como capitán, era estricto con las normas y seguía su trabajo siempre al pie de la letra.
Como persona, no era tan tenso, aunque siempre mantenía su manera profesional de trabajar. Era conocido en el barco por el uso racional de las mil maneras que tenía para vencer a sus enemigos, y os diré que en su vida personal, prefirió quedarse solo, cuando su última novia “Ashley” le pregunto acerca de: ¿quién era esa chica? Michael le respondió: "Esa chica es una parte de mí que no puedo, ni quiero dejar ir, será mejor que lo asumas". Llevaba siempre con él una llamativa espada, que había ganado en una ocasión jugando a los dados, o eso decía el cuándo le preguntaban. En este momento llevaba una chaqueta negra y medio andrajosa, pero que le encantaba. Una camisa blanca con el cuello alzado, y abierta hasta la altura del pecho; en donde podía vérsele una horrible cicatriz que le surcaba de lado a lado todo el torso.
Su cara tenía el típico gesto inglés y su pelo era oscuro y alborotadamente ladeado hacia la derecha. La piel la tenía tostada por la intemperie, y unos ojos claros y penetrantes de color entre verde y avellana. También tenía una barba corta y descuidada, e iba vestido también con unos pantalones negros y anchos donde llevaba su espada agarrada a un enorme cinturón
mediante un nudo de dos cotes. Su nombre era Michael Docklands, y
Michael era el capitán a bordo del barco Reina Victoria.•
– ¿Cómo? ¿Buscar ahora a Barton? ¡De eso nada capitán!, ¡ese no era el
trato! Además no pienso trabajar con esta bola de sebo –dijo Tizano (que
era casi con toda seguridad el hombre con el carácter más agrio de todo el
barco)
– ¡Chst, chst! escúchame una cosa ¡No te pases ni un pelo! –salto
Vincenzo con un golpe de voz.
– ¡Si me paso! ¿Vale? ¡Eh! ¿Tú de qué vas?
–Mira hijo… te lo diré solo una vez: si me vuelves a faltar al respeto así,
te mato. ¿Capisci? –dijo Vincenzo seriamente haciendo un sonido brusco
con los dedos bajo su mentón.
–Ja, ja. Tiene carácter el gordo… En fin… oigamos que tiene que decir
Michael al respecto –respondió este último, más cabreado que una mona
por dentro.
–Tenemos poco tiempo y ya me estoy poniendo nervioso. Podemos
pasar la noche aquí discutiendo, o tomar una decisión todos juntos.
– ¿A si? –pregunto el Pecas nuevamente.
– ¡Sí! Si vamos a seguir adelante tiene que ser ahora. Y el asunto me
interesa.
–Y tu capitán, quieres que hagamos todo el trabajo sucio ¿verdad? Como
si lo viera… Maldita sea… ¡Llevo en este barco por lo menos cuatro años
y aún sigo sin poder montar mi armería! ¡Seguro que estos dos vienen a
trincar en dos días como el que más, y sin mover un maldito dedo!
¿Verdad que es así? ¡Pues yo no soy ningún pringado! –dijo un tal
Bermondsey con el tono más irónico que pudo.
– ¡Compórtate Bermondsey! –Dijo Michael clavándole la mirada como
un águila observa a un ratoncillo– Solo quiero que me ayudéis a llegar hasta
allí. Yo me ocupare del resto, y seréis recompensados de sobra. Tienes mi
palabra.
–Está bien, quizás sea como dices, pero debes estar loco –Interrumpió
el más anciano de los que habían allí tras toser–. ¿Queréis dar por saco a
Gabriel Barton? Conmigo no contéis para esto. ¡De ninguna manera! Yo
creía que ese tipo ya estaba muerto y brinde por ello, y lo sabes… no
contéis conmigo para esto. Lo siento.
–Solo necesitare cinco minutos con él, viejo –dijo Michael firmemente
ladeando la cabeza.
–No vas a tener ni cinco segundos… –respondió–. Creí que eras más
avispado capitán. Sabes que ese tipo no es cosa de broma. E sido uno de los
pocos que lo ha visto en acción y vive para contarlo, a ese tipo…
–Está claro que no va ser sencillo, no he dicho que vaya a serlo –escupió
Michael.
– ¿Y quieres decirme como pretendes hacer eso?
–Mis amigos, ya están en camino.
– ¿En serio? Bueno... eso cambia un poco las cosas... Esos cinco son
realmente increíbles pero lo siento... Yo no por esta vez. Lo siento… no
contéis conmigo en esta ocasión. Yo ya escape una vez de la boca del lobo
y soy demasiado viejo o listo para volver a intentarlo.
Paso un buen rato mientras conversaban y llegaban a un acuerdo que
convenciera a todos, y así entre unas cosas al final de todo se formó un
pequeño grupo de tres personas formado por la señorita Alessandra, Don
Vicenzo y el capitán Michael, frente al barco.
–Rápido y embarquemos cuanto antes por favor, no hay tiempo que
perder capitán. Estoy helada –dijo Alessandra subiéndose el cuello del
abrigo.
–Enseguida cariño –dijo Michael–. Parece que al final se han decidido
acompañarnos un buen trozo. Hasta Eslovenia de hecho. Pero antes de
nada, permíteme recordarte que estoy rompiendo la quinta ley de la
cofradía admitiendo a una mujer a bordo, y por segunda vez... Te
aconsejaría que no te apartaras mucho de mí mientras estemos en alta mar.
¿Comprendes lo que te quiero decir?
–Sí, sí, lo entiendo perfectamente capitán. Así será, no se preocupe.
–Bien. ¿Ya han sido cargadas todas provisiones? –grito Michael
girándose hacia la tripulación, la cual estaba ya casi en su totalidad en la
cubierta, esperando.
– ¡Si hombre, sí! –respondió girándose el cocinero jefe (Un hombre
grande y rubio con un bigote largo y trenzado con cara de pocos amigos).
– ¿Y todo lo demás?
– ¡También, también! ¡Todo está como usted deseaba capitán! –
respondió uno de los artilleros más antiguos del barco, el cual parece ser
que era de orígenes indios aunque por su nombre y su aspecto no lo
pareciera.
–De acuerdo. ¡Pues partamos ya caras de sapo, aquí ya no hacemos
nada! ¡Vámonos!
Y tan pronto como el reloj marcó la una y veinte, retiraron los
puentecitos que daban al barco rápidamente, levaron las anclas y zarparon
a toda prisa hacia la ruta prestablecida.
El barco Reina Victoria salió escopeteado impulsado por un fuerte viento
de barlovento, cogiendo más y más velocidad progresivamente rumbo al
sur, surcando el agua a toda vela y dejando tras de sí una estela blanca y
espumosa que se mantenía flotando unos segundos bajo la tormenta.
El mar estaba rabioso. La verdad es que pocas veces un barco se había
aventurado a zarpar en estas circunstancias. Los rayos se multiplicaban por
momentos, mientras las nubes se desplazaban a toda velocidad aunque no
se alcanzaba a verlas salvo por algún destello. El viento era huracanado. Las
olas más pequeñas rompían sobre el casco y pasaban por encima de las
velas, mientras las más grandes hubieran tumbado al barco de seguro de no
ser por sus dimensiones.
– ¡Esto no irá bien! –Dijo el navegante no mucho después tras apretarse
el gorro– Si no nos hace un agujero una roca, o nos alcanza un rayo, nos
tumbara alguna de esas olas gigantes, capitán… y yo soy nuevo en esto, o
vamos a coger un frio ártico procedente de Islandia… mala cosa Michael,
mala cosa…
–Bien, si sabes un camino mejor, ¡llévanos por allí y no te quejes tanto!
–dijo Michael, quien se sentía muy malhumorado ahora.
–En fin… que el Klabautermann nos ayude… ¡Buen viaje! –dijo
momentos después de que se escuchara sobre la cubierta: “¡Cuidado!
¡Rápido y asegurad esas Garfias!”
*Un “Klabautermann” es un personaje de la mitología de Europa, descrito
como un Nixe (o también llamado Neck o Nyx, un tipo de espíritu del
agua); que según la mitología asiste en sus funciones a los marineros y a los
pescadores del Mar Báltico. Es una criatura alegre y diligente, con un
conocimiento profundo de la mayoría de embarcaciones, y un talento
musical insuperable. También se dice que rescata a los marineros*
Tras un día entero de dura navegación dejaron atrás el mal agüero, y por
allá al fondo, se veían algunos pequeños pueblos iluminados por unas
minúsculas luces que parpadeaban, y junto aquella playa tuvo que parar
para hacer algunas reparaciones de emergencia. Esto era Inglaterra, cerca
de la región de Londres. Por allí, vieron granjas, campos y bosques
propiedad de varios terratenientes. (Lustros después aquel lugar se
convertiría en el hogar de los inmigrantes griegos, sicilianos y otros
italianos, lo que creo un ambiente exótico y continental). Una vez
acabaron con la faena de reparación, se internaron entonces más aun en
mar abierto durante muchas leguas hacia la lejana Francia, y la noche pasó
plácida al fin en el interior. Parecía mentira que hubieran salido ilesos de
aquello, pero fue así.
Al día siguiente, el cielo había amanecido en un tono claro, donde unas
nubes con unos colores amarillos y rosáceos venían por el horizonte. La
noche anterior había parecido solo una pesadilla. Pasaron dos días más en
un santiamén. Casi al caer la cuarta noche, alguien dijo que ya no faltaba
más de dos o tres días si el viento ayudaba un poco. El navegante en ese
momento dijo que necesitaba dormir al menos unas horas o que moriría
del cansancio, y no mentía, por lo que se retrasaron un poco más. Así,
fueron recorriendo la ruta trazada rumbo a Austria, con la costa a lo lejos.
Rumbo al sur.
Os diré brevemente antes de acabar con este primer capítulo, que la
elegancia reinaba dentro del Reina Victoria, pues en cierto momento fue
uno de los barcos más lujosos del mundo, un auténtico lujo. Por fuera era
un regalo para la vista, pero por dentro era una maravilla. Sería difícil que
alguien pudiera pagar hoy en día todo lo que un barco así costaría de hacer,
y el caso es que al llegar la noche, todos menos dos pares de hombres
estaban en el gran salón comedor ubicado en la popa.
CAPITULO 2: POR EL MAR DEL NORTE
En el gran salón comedor del barco había un ambiente alborotado. Ya
estaba pasada la hora de la cena y las risas, y el “chin-chin” de las copas,
repicaban desde hace un buen rato por toda la zona. Algunos de los
hombres que había por allí empezaban a cantar alguna canción alegre,
mientras otros golpeaban con las manos sobre las mesas.
*Había hasta unos cuarenta y pico marineros repartidos por todo el salón.
Unos risueños y otros de caras ceñudas, aunque todos eran de fuerte
carácter, valor y alta lealtad. El trabajo que habían ido ejerciendo en los
últimos años con Michael les hinchaba el pecho de orgullo, y les había
hecho ganarse un buen nombre en ciertos círculos. No eran los típicos
ladrones a los que nos acostumbran las viejas historias, pero lo que quizás
resultaba aún más curioso, es que no era raro verlos ayudando al
necesitado en más ocasiones de las que podían recordar.*
Había muchas velas repartidas por cada rincón, lo que formaba una
homogénea luz en el rectangular, largo y alto habitáculo.
–Viajar aquí es una gozada mochuelo, te lo digo yo –dijo Phil, quien
tenía a un niño muy revoltoso sobre sus rodillas.
El niño observaba la decoración en el regazo de aquel hombre mientras
masticaba una manzana verde. Miraba con ojos de búho las paredes, las
cuales estaban entabladas con una resplandeciente madera oscura en las que
había unos ventanales redondos cada pocos metros. Por el centro del salón
había una alfombra que iba de punta a punta desde la puerta de entrada
hasta la escalera que llevaba a los dormitorios. Al fondo habían colocados
también unos tapices con unas cuerdas tras una barra repleta de licores y
sillas amontonadas, frente a la cocina.
Nnie, unos de los grumetes más jóvenes se paseaba alegre de un lado a otro
tocando una melodía con una armónica de bronce que le había regalado
una mujer, que había conocido en el último puerto. Este fue a dar al
balcón, y se quedó allí con la mirada perdida en el horizonte con una
estúpida sonrisa. A la izquierda de ese balcón estaba la zona de los sillones.
Unos sillones muy bien acolchados he de decir. Por allí varios marineros
fumando en pipa, bebiendo, o leyendo algo medio acostados. Y en una de
las estancias, se mantenía una conversación poco relevante para lo que
acontecería en los próximos días.
–Tenías razón... ¡realmente me hacía falta! –fue lo primero que
Vincenzo dijo al volver al sofá.
Alessandra lo miró.
–Lo sé –dijo Michael–. Es normal marearse un poco las primeras veces.
Un poco de limón a veces ayuda.
Y en ese momento pasó algo rápidamente por un ventanal que había al lado
de Michael y este echo la cabeza hacia atrás.
– ¿Sucede algo? –preguntó Alessandra al mirar los ojos de Michael.
–No, no es nada. Solo estoy un poco cansado –respondió.
Alessandra lo contemplaba mientras Michael devoraba un gran
emparedado. Ni siquiera parecía peligroso pensó. O no al menos para la
reputación que algunos le daban. La mente de Alessandra se debatía desde
hacía unas horas entre lo que debía hacer y lo que desde hace poco parecía
que sentía por él. Se habían conocido hace tan solo unos días atrás pero
había algo en él que le inspiraba ternura y confianza. Había tenido actitudes
sospechosas durante el viaje que habían iniciado en el Reina Victoria, pero
debía reconocer que el capitán se había ganado su simpatía casi desde el
primer momento.
– ¿En qué piensas?
La voz asentada de Michael la apartó de sus pensamientos.
–En nada en especial... –respondió sorprendida al verse bebiendo un
sorbo de su vaso.
De repente unos golpes fuertes en la puerta los alarmó.
– ¿Qué querrá? –preguntó Vincenzo poniendo cara de amargura.
–No lo sé... pero no es habitual que toque así el navegante –dijo
Michael poniéndose de pie– Algo pasa, iré a ver.
Michael llego a la puerta y antes de abrir, tuvo una especie de corazonada y
miró a través de la pequeña mirilla. El corazón entonces le dio un vuelco
en el pecho cuando divisó a unas siluetas desconocidas que se movían a
toda velocidad por la cubierta. Miró a Alessandra y hizo unas señas a sus
hombres que los puso en alarma de golpe.
Una vez que Alessandra y Vincenzo desaparecieron del comedor, Michael
respiró hondo y fue a tomar un trago antes de abrir la puerta. Sabía
perfectamente lo que se avecinaba. Casi no había terminado de dar aquel
trago cuando la puerta del salón ¡THOOOM!, reventó con una tremenda
explosión en una decena de pedazos con un ruido atronador.
Una humareda negra y espesa entró poseyendo el salón rápidamente. La
mayoría de los marineros de Michael se quedaron helados. Un pitido en los
oidos silenció por poco tiempo un quejido que pronto empezó a oírse a lo
lejos, hasta que termino por apagarse. Las luces de las velas que
alumbraban con claridad toda la zona, apenas alumbraban ahora tibiamente
y empezaron a parpadear dando un fino hilo de luz. Entonces una borrosa
visión empezó a adivinarse en el quebrado marco donde antes estaba la
puerta.
Allí había una enorme y erguida silueta con una especie de tres cuartos que
se adivinaba en algún tono de verde. Este estaba pisando unos de los pocos
restos de madera, y llevaba la cabeza cubierta con una capucha. Diré más
bien que era un chubasquero lo que llevaba. El humo se iba desvaneciendo
poco a poco, y entonces se distinguieron unos grilletes (o cadenas) rotos
sobre unas agrietadas botas de grandes cordones. El rostro apenas era
visible, pero se distinguía claramente el brillo de unos ojos bajo la capucha.
CAPITULO 3: SOBRE Y BAJO LA MONTAÑA
Austria. Ben y Peter (un chico alegre que siempre iba con un sombrero,
y que era el mejor amigo de Ben) habían salido a buscar unas setas llamadas
Marzuolus con unos cuantos amigos más. Estas Marzuolus eran unas setas
bastante caras y solo crecían en ciertos picos montañosos de aquella zona, y
en esa estación del año. Era en cierta manera una forma de
entretenimiento común, que hacían bastante los más aventurados por allí.
Subían literalmente en manadas a por ellas, pues además de deliciosas, se
podían vender a muy buen precio en la capital.
El jueves por la mañana tras reunir y repasar un par de veces el material
para la ascensión a la montaña, tomaron un buen desayuno. Ben y Peter
salieron a eso de las nueve de la mañana junto a sus amigos Franz,
Christian, Karl, Wolfang, Josef, Walter y un chaval al que llamaban “Oso”
(debido a la cantidad de pelo que tenía por todo el cuerpo).
Tras una larga caminata, no sabría deciros de cuantas horas, los amigos
llegaron por fin al pie del Alpe Austriaco; y allí descansaron unas horas y
comieron. Mediada la tarde comenzaron a subir por el sendero más grande
que se veía por allí. Estaba más o menos allanado por la circulación de
mucha gente y iba empinándose y zigzagueando a medida que avanzaba y
subía. A la izquierda había un muro hecho de piedras apiladas tras el que
había una gran cantidad de Sauces Llorones y otros árboles de la familia de
las salicáceas (las salicáceas son esos árboles tan peculiares de ramas largas,
delgadas y colgantes casi hasta el suelo). Los chicos subían y subían, con
unas vistas magnificas a ambos lados por la escarpada cuesta. Tras subir
unos 2000 m llegaron a lo que diremos que podría ser el “Campo Base” en
el argot alpinista. Tras recorrer ese largo tramo llegaron a un llano, y
vieron la cueva tan conocida por los buscadores de setas. En este momento
estaba repleta de muchas personas de los entornos, y allí es donde se
reunían todos los que tenían el mismo propósito. Nuestros amigos llegada
ya casi la noche se acomodaron en una esquinita de esta cueva e hicieron un
fuego donde cocinaron unas cuantas longanizas y unas morcillas que habían
traído con ellos junto a una vieja sartén. Muchas de las personas que les
rodeaban por allí jugaban a las cartas o a los dados, mientras otros hablaban
sobre el tiempo. Cada uno mataba el tiempo como podía o quería. Otros,
seguramente los más expertos, se encargaban de remendar alguna cosa rota
como un zapato, o poner a punto el equipo. Podéis imaginaros el follón
que podía escucharse con tanta gente haciendo tantas cosas diferentes en
una cueva donde el eco rebotaba de un lado al otro, y al otro no menos de
tres veces.
– Perdone ¿el agua? Tengo entendido que hay un pozo por aquí –
pregunto Peter a un hombre que estaba cambiando las suelas de sus botas.
–Allá. El pozo de los deseos esta en esa brecha –contesto el hombre
como haciendo una broma, asintiendo y aprobando con un movimiento de
cabeza el lugar en concreto.
Esa noche conocieron así a Ernest, un hombre simpático y charlatán que
les dio algunas lecciones útiles sobre la montaña y de cómo cocinar
correctamente las setas. Uno de los mayores orgullos gastronómicos de
por allí eran estas setas, y Ernest les explico de qué manera tan rica y fácil
podían preparar unas setas a la plancha con todo el sabor. El truco estaba,
decía sentado junto a los chicos alrededor de la hoguera; que tenían que
tener muy caliente la plancha, para que las setas quedaran sabrosas por
dentro y tostaditas por fuera. Los ingredientes decía que debían ser al
menos 1 kilo de setas frescas, 1 cabeza de ajo entera, un poco de zumo de
limón, pimienta negra, perejil picado, sal y aceite de oliva. La preparación
correcta dijo que era que antes que nada limpiar bien las setas, metiéndolas
en agua. Luego picar los ajos y el perejil y reservarlos. Poner en un
recipiente las setas y entonces echarles los ajos y el perejil picados, un poco
de sal, la pimienta el zumo de medio limón, y dejarlas macerar una media
hora; parecía muy importante este paso. A continuación había que poner la
plancha a fuego fuerte, y echarle un poco de aceite por encima. Esperar un
poco a que la plancha estuviera muy caliente para ponerlas, y que cuando
llevaran unos dos o tres minutos, darles la vuelta y dejar que se hicieran
por el otro lado. A Ben le hizo mucha gracia la cara con la que explicaba
todo esto, y Ernest poco después tomo de buen agrado la invitación que
este le hizo a que junto a ellos.
Ernest era un hombre fornido y alegre, que parece ser había subido al
menos unas doce veces a esa cima. Todo un campeón de la montaña podría
decirse, y tras llenar el buche saco una botella de licor y converso
alegremente hasta altas horas. Ben recordó este chiste en particular que
Ernest conto por mucho tiempo, y aun cuando era viejo le sacaba una
sonrisa de vez en cuando.
*Dos amigas que no se habían visto desde el colegio se encontraron en la calle. Una
de ellas se da cuenta que la otra tiene un bebe en sus brazos y le dice:
¡Que bebe más bonito! ¿Cómo se llama?
Se llama Talco.
¿Talco? ¡Qué nombre tan raro!
Es que la mamá, antes de que se fuera de viaje me dijo que le pusiera "talco" al
bebe…*
Al despertarse al día siguiente la hoguera ya era solo cenizas, y tras un
pequeño desayuno a base de frutos secos, retomaron la ascensión subiendo
por la que llamaban “La cascada de Piedra”, una marcha casi vertical y
extremadamente dura de unas seis horas a buen ritmo. Aquello fue duro,
duro de verdad. Tras eso marcharon por un largo camino descendente que
daba a un pequeño valle en donde unas rocas enormes salían de repente de
la tierra, y el verdor empezaba a no pasar del palmo de altura. Allí seria el
“Campamento 1”, y llegaron muy cansados, con las piernas doloridas. ¿No
sé si conocéis esa sensación? Las piernas pesaban como sesenta kilos cada
una y los riñones se sentían como si te hubieran colocado una patada a cada
lado. Ben dejo caer su mochila en el suelo, suspiro con alivio y se tiró un
rato sobre una roca plana cubierta por musgo.
Las vistas allí eran casi surrealistas y los chavales las disfrutaron. El
horizonte se extendía hasta perderse en algunos puntos sobre el horizonte.
La silueta de otra montaña se adivinaba entre lo que parecía una especie de
niebla, un efecto visual por la distancia. Tras un risco se veían las grandes
rocas de mineral de hierro, que salían del suelo y que se habían enrojecido
por efecto de la oxidación. Abajo del todo, también había un lago en el
valle, en el que se reflejaba el color verde como una esmeralda, y tras
ellos, había también unas cuevas. “Las cuevas del Castaño” las llamaban por
allí, y estas eran prácticamente más conocidas que el rey de Austria por
aquella zona. Por allí si las nombrabas, prácticamente todo el mundo tenía
algo que decir, y guardaban un buen recuerdo de ellas. Dice la leyenda que
recibían este nombre porque los únicos tres o cuatro árboles que alguna
vez crecieron por allí, eran efectivamente, unos Castaños que gracias a sus
frutos y a su madera salvaron a más de una persona en apuros. Se trataba
de unas cavidades de aproximadamente unos ochocientos metros de
recorrido cada una, y constaban de tres galerías paralelas que se unían. Casi
se podría hablar de dos pisos y estaban comunicadas por un pasillo
inclinado de piedra pulida.
Al igual que otras cuevas, estas se habían formado por la interacción de
las calizas con el agua fría cargada de dióxido de carbono que circuló por
pequeñas grietas y fracturas durante siglos. La entrada a la cueva se
realizaba a través de una galería por la que descendían los montañistas
agachados hasta la sala digamos central, en la que con el paso del tiempo,
habían ido trabajando hasta el punto en que casi parecía un lugar
“santo”. Dentro de ella había casi por todos lados: bancos y una decena
larga de mesas con sus respectivas sillas, una pequeña mezquita, dos
hornos grandes de leña, y algunos jarrones gigantes de arcilla en el que se
almacenaban legumbres. También había varias pieles de jabalí y cabra
colgadas por la pared, y cientos de perchas hechas de las ramas de
cuernos de ciervo. Esta sala estaba iluminada por unas pequeñas
almenaras (por así decirlo). La verdad es que era un lugar muy bonito que
sobrecogía amenos la primera vez que lo veías.
*Como dato, quizá hemos de recordar que este es el aspecto actual de la
cueva, pero hace miles de años parece bastante probable que el acceso
estuviera en la galería superior y no al pie del camino como estaba ahora.
Esta entrada fue seguramente abierta por el pico del hombre.*
Ben entro en la cueva, y escuchó el crujido de muchísimas pisadas
aplastando pequeñas piedrecitas sobre el suelo rocoso. Uno de los
cocineros que habían por allí salió a recibirlos ofreciéndoles una taza de “té
de menta” y una palmadita en la espalda a cada uno. Allí comieron bien por
solo unas pocas monedas de cobre, descansaron las piernas de subir por la
Cascada, y bebieron abundantemente.
Aquí en estas cuevas, de cocinar se ocupaban solo unos pocos hombres a
cambio de un par de monedas, y eso era así y punto, o probablemente por
una cosa u otra ibas a dormir a la intemperie. Además, como supondréis
una buena nutrición es algo muy importante allí arriba, mucho más de lo
que lo es en suelo llano. Si te flaquee la energía cuando estas junto a un
precipicio no te ara gracia, por lo que se puede decir que estos hombres
hacían una labor importantísima, dura realmente, y muy de agradecer.
De hecho, las pocas monedas que cobraban era algo casi simbólico, para
que ellos simplemente no perdieran dinero de los alimentos y medicinas
que cargaban hasta allí.
Los muchachos pasaron un rato muy agradable. Por desgracia todo no iba a
ser todo tan bonito, y esa noche el tiempo empeoro dramáticamente.
Empezó a llover fuertemente, incluso a granizar por momentos. Los
vientos se volvieron terribles de repente haciendo arriesgado incluso salir
al borde de la cueva. Un día después, los más mayores comentaron que fue
una de las peores tormentas que recordaban. Cundió un poco el pánico
cuando afuera hubo una pequeña avalancha que por fortuna parece ser que
no daño a nadie, aunque fue un auténtico desastre. Muchos perdieron
parte del equipo de escalada que habían dejado fuera, y al llegar esa noche
Ben, Peter y sus amigos tras largas horas de preocupación durmieron poco
y mal.
Algunas de las personas que había por allá al amanecer decían:
—Ninguno de estos parajes es ya seguro, y el mal tiempo está
demasiado cerca y empeora. Rara vez algún viajero se aventuraría ahora
por estos lados. Los mapas ahora ya no sirven, las cosas han empeorado
mucho. —Uno dijo: —Y no somos muchos aquí. —Otros: — ¿Dónde
está Ernest? —Preguntaron— ¡Eso! Al fin y al cabo, él es un escalador
curtido de verdad —dijeron otros como aferrándose a un clavo ardiendo.
Y entre unas cosas y otras, paso un buen rato antes de que se dieran cuenta
de que el tiempo no era menos duro que al comienzo de la noche anterior.
La moral de casi todos empezaba a decaer y el silencio se hacía mayor por
momentos. Llovía tan fuertemente, que el día parecía prácticamente la
noche; y algunos incluso empezaron a rezar. Era casi increíble lo rabioso
que estaba el tiempo, pero tras unas largas horas finalmente pareció
amainar un poco. Casi todos se dieron la vuelta y no miraron atrás
mientras descendían rápidamente, Pero Ben y Peter que no se rendían tan
fácilmente no sabían qué hacer. Estaban jodidos y el tiempo se les estaba
metiendo encima de nuevo para tomar una decisión, pero no sabían que
hacer. No sabían si habría cima, pero decidieron quedarse al final. “Estáis
locos”, les dijeron sus amigos antes de descender.
Pasaron dos horas lentas y entonces en apenas un momento hablando junto
a los cuatro gatos que quedaban, y gracias a Ernest que apareció de repente
como un héroe (y que decía que a él -unas gotas de lluvia nunca le habían
bajado de la montaña, y que no lo harían ahora-); decidieron intentar un
ataque suicida a la cima. Al final se formó un equipo pequeño pero fuerte.
Ernest el alpinista experto abriría la ruta, decía que llegarían arriba al
100%, y que detrás de él irían dos hombres más llamados Durc, Safier, y
nuestros dos amigos.
Justo en el momento en que empezaron a subir el tiempo parece ser que se
apiado y les dio una oportunidad que no desaprovecharon hasta el final.
Empezaron la marcha con el plus de la motivación de ser los únicos que
habían quedado, y esto les dio fuerzas extras para la dura caminata que
quedaba por delante. Llegaron así casi en tiempo record al Espolón de los
Austriacos, a unos 4000 m de altura, y allí hicieron un breve descanso para
comer algo rápidamente. Durc, uno de los que formaban el pequeño
grupo, saco entonces una cajita de madera que contenía una pasta verde y
viscosa, hecha a base de aloe vera y aceite de oliva y la paso de mano en
mano diciendo que la pusieran sobre las rozaduras. Peter el amigo de Ben
se sintió mucho más aliviado tras esto, pues tenía sobre los hombros todo
escaldado por los tirantes de su mochila. Pero pronto se dieron cuenta que
no había mucho más tiempo que perder o la noche se les echaría encima.
Así que seguidamente subieron por la parte Oeste y el tiempo se calmó
aún más. Abrieron la línea y llegaron a la cima finalmente del tirón. Casi a
5000 m de altura. Fue toda una experiencia tremendamente dura y bonita;
y el botín de setas a repartir, bien valió la pena. Fue algo de lo que Ben
nunca se olvidaría. Hicieron noche bajo una amplia cornisa que los
resguardo del viento y de una fina lluvia. Los cinco hombres, tomaron una
cena de setas tan grande que daba para que cenaran a menos diez personas;
y se divirtieron mucho con Ernest, que era un bromista de escándalo, de
los que hay pocos; de esos que pueden hacerte destornillar de la risa sin la
necesidad de reírse de alguien. Al día siguiente decidieron volver a
Hallstatt con el ánimo y los sacos llenos tras una noche francamente genial.
Así que volviendo ya al punto inicial de este capítulo, hemos de decir que
Ben y Peter ya habían bajado de la montaña y caminaban sin prisa por la
colina bajo los Alpes de Salzkammergut. Caminaban por un largo sendero
que estaba lleno de pinos y de los millones de las hojas secas y finas como
agujas. Éste sendero más adelante comunicaba con un río, y a la vez era el
camino que iba hacia Hallstatt.
– ¡Bueno! Por aquí parece que ya se acabaron las cuestecitas compañero.
Menos mal… –comentó Ben estirando la espalda.
*Este canal que vieron era del rio Isar, y este rio resulta que es uno de los más
importantes de Baviera (Alemania) que nace en el Eiskarlspitze (los Alpes
austríacos), pasa por Múnich y, tras un recorrido de unos 295 km, desemboca en el
Danubio. Su fuente se sitúa en la frontera entre Alemania y Austria (aunque por
aquel tiempo pocos sabían eso, o la importancia era mínima). Desde allí el agua
corre en dirección al norte, atravesando la ciudad de Múnich, y gira después al
noroeste y al sur de Deggendorff, donde se une al famoso Danubio.*
Con el rumbo presente caminaron intentando descubrir algún atajo entre
los montículos, y así, tras escalar una cuesta repleta de florecillas amarillas,
dieron con una cuadra de caballos que tenía unas grandes tejas
desconchadas que había junto a un enorme árbol.
Se acercaron hacia allí, y vieron a dos preciosos caballos, uno blanco y otro
marrón, que se les acercaron curiosos al trote para oler a los chavales. Tras
acariciarles el morro a los animales y darles algo de hierba fresca, giraron
por un tobogán de piedra que había junto a una puerta, en donde había
apoyada una gran rueda de carro roja carcomida por la intemperie, por
donde volvieron al camino que les parecía más transitado. Anduvieron
mucho, y a las primeras luces anaranjadas del atardecer, vieron otro atajo
que llegaría hasta el llamado “caminito del castillo”. O al menos eso pensó
Peter.
–Recto hacia allá, recto hacia allá... ¡Me cago en todo! –dijo Ben un
buen rato después sabiéndose totalmente perdidos.
–Ja, ja, ja... eso digo yo maldita sea. Me parece que la hemos liado un
poco –respondió con las cejas arqueadas mientras se acomodaba el
sombrero.
Resulta que con la tontería se habían perdido bastante realmente, y tenían
las piernas ya muy fatigadas .Llevaban largas horas así y las agujetas
empezaban apretar con fuerza, probablemente al borde de una lesión
muscular. Fue entonces cuando tuvieron los dos amigos la suerte de que
un hombre canoso, con aspecto huesudo y que llevaba una larga vara con la
que se ayudaba a caminar, se les ofreció para guiarlos. Parece ser que esa
persona adivino su situación ya de lejos, y además iba en la misma
dirección. El hombre conocía bien todos los caminos que habían por allí a
lo largo de muchas millas, o eso dijo. Les conto que los dejaría en la
entrada de otro camino por el que llegarían a la zona de Hallstatt si no se
desviaban mucho, y lo seguían siempre lo más recto posible; y este era
bastante simpático “a su manera”. Se puede decir que estaban de suerte.
– ¿Es aquel el sendero el que decía señor? –preguntó Peter tras un rato
con una amplia y dentuda sonrisa.
–Ha, ha... Desde luego que no joven –respondió el hombre
lentamente–. Escúcheme hijo, tenemos aún que cruzar por encima de
aquello como unas tres o cuatro veces más. Queda un largo camino,
tómeselo con calma. Y caminaron. Vaya si caminaron.
Tras un buen rato se hizo tarde. La hora contraria a la que el gallo
rompería a cantar “si entendéis lo que quiero decir”, y con el sol sobre el
horizonte, vieron cómo se empezaba a oscurecer progresivamente el
campo por el que se internaban.
– ¿Va a ser una buena noche muchachos, o no? –dijo el hombre.
Aunque ya no se veía, aún se sentía en el aire la calidez del sol y soplaba
una brisa refrescante que bajaba con parsimonia por las montañas.
Sorprendentemente no quedaba ni un solo charco de la tormenta que Ben
había vivido hace poco. El viejo apenas apretaba el paso, y de repente se
sentó apoyándose en un tronco que había al borde del camino junto a una
concentración de una gran variedad en general de plantas.
– ¡Eh, vosotros! –Gritó el viejo–. ¡Eh! ¡Venid, venid aquí! ¿Adónde
ibais? –dijo como falseando un cabreo.
Entonces les ofreció unas piezas de fruta que llevaba en un hatillo.
–Tengan, no tengo mucha hambre esta tarde –dijo toqueteando el
agujereado saquillo que llevaba y acomodándose sobre la hierba– ¡Y aaaay
de vosotros... como os atreváis a decir que no os gusta! –dijo el señor con
un tono gruñón; pero como haciendo una gracia.
– ¡Y de paso podríamos hacer también unas setas al fuego, y medio
cenamos ya Ben! Ya puestos matamos dos pájaros de un tiro –dijo Peter
salivando y buscando unas ramas secas antes de que pudieran decirle lo
contrario.
Así que para no hacerle un desprecio a aquel hombre, o a Peter, nuestros
amigos merendaron y o cenaron, unas pocas setas junto a un trozo de pan
que habían comprado en la Cueva del castaño y que aún conservaban. El
caso es que las saborearon amplia y gustosamente la fruta y todo lo demás,
y la merienda/cena los reconfortó del cansancio que habían acumulado
durante esos días.
CAPITULO 4: DE VUELTA AL BARCO
En el gran salón comedor del barco el encapuchado permanecía quieto,
firme como una estatua. El hombre tenía un tamaño gigantesco, y tras un
buen tiempo en silencio, hizo un extraño sonido con la boca y gritó con
una voz rasgada:
– ¡CHKK! ¡Escuchadme! No busco problemas si es eso posible. Vengo a
llevarme al señor al que llaman “El Gordo”. Sé que está aquí, y si me dicen
dónde está esto será rápido ¡Y será mejor para todos! –dijo apretando los
puños.
Se hizo un silencio, y tras un momento Michael se sirvió tras la barra
chupito de ron lentamente (de un aguardiente que el mismo había
fabricado hacía mucho tiempo, y que había permanecido en un envase
estanco de madera). Se lo tomo y estrello el vasito contra el suelo. Suspiró
y empezó a andar hacia donde estaba aquel hombre, con el sonido seco de
un ¡Clac! a cada paso. El codo lo llevaba sobre el mango de su espada y
llevaba la cabeza ladeada mientras se pasaba el dedo por el ojo. La mayor
parte de sus hombres conocían ya de sobra ese gesto suyo, y sabían que era
una especie de “tic” que Michael tenía cuando la adrenalina empezaba a
recorrer su cuerpo.
Vincenzo “el Gordo” se quedó en silencio por un momento mirando
sorprendido a Michael por la rendija de una puerta. Recuperándose del
shock inicial le tendió la mano a Alessandra y con una voz entrecortada le
dijo:
–Tranquila Alessandra, él se ocupara de esto... ¡Confía! He escuchado
que Michael es un tipo que cuando quiere da miedo.
Llegó así el capitán a la mitad del salón, en donde el viento azotaba ahora
con tanta fuerza a través del marco, que un pañuelo de color rojo que tenía
atado al brazo voló hasta el fondo del salón.
Michael siguió andando cabizbajo hasta que se puso casi cara a cara con el
encapuchado, pero antes de que pudiera tan siquiera abrir la boca le dijo
aquel hombre:
–Te daré un consejo. Seas quien seas será mejor que des media vuelta y
te sientes si sabes lo que te conviene. No te metas en esto –dijo ahora con
una media sonrisa con un tono de voz agradable y ronco.
Se quedaron allí mirándose los dos. En ese instante la luna arrojo un poco
más de luz a través de los ventanales, mostrando sobre el rostro del
encapuchado varias cicatrices de un color oscuro.
Entonces, Michael hizo un movimiento y el aquel hombre tuvo que dar un
salto a un lado, para esquivar un puñetazo que pasó rozándole el pómulo.
– ¡CHKK! ¿En serio? Eres un necio hombre…
– ¿Necio? ¿Por qué siempre a mí señor? –Respondió Michael torciendo
la boca y subiendo la mirada.
–No te metas en esto... no te lo repetiré ni una vez más –escupió
vivamente el gigante.
– ¡Ja! Tú eres el que se ha colado en mi barco, Gunnar el Finlandés –
respondió Michael afilando la mirada–. Vi un tablón con una recompensa
tuya. Será mejor que ¡tú! te vayas ahora mismo –dijo con la seguridad de
que no sería tan sencillo convencerlo.
– Si ¡Yo soy Gunnar el largo! –chilló arrogante–. Y me llevare a esa foca
si a por eso he venido. Puedes preguntarle a ese amiguito tuyo de ahí arriba
–dijo como colérico por un instante antes de gritar–. ¡Te voy a cortar en
filetes si no te apartas ya de una vez! ¡Hombres!
Y al decir eso entraron como cincuenta hombres desconocidos por el
marco de la puerta. Esto era un abordaje.
Michael entonces colocó la mano sobre el mango de su espada y con el
dedo pulgar empujo hacia arriba la “guarda”, sonó un click. Un segundo
después la desenvainó apuntándole con ella, y dijo:
–Parece que ya no hay nada más que hablar, señor Gunnar.
Era algo así como las doce de la noche y el tal Gunnar frunció el ceño con
fuerza, poniendo una expresión diabólica, cruel, sin quitar la mirada de
Michael.
–No sé por qué defiendes a esa foca, pero te vas a arrepentir chico –
siseó entre dientes mirando de reojo de arriba abajo la espada de Michael.
*Gunnar entre otras cosas era coleccionista de armas, y observaba la hoja
de la espada de Michael con bastante curiosidad y en cierto modo sorpresa.
Estaba hecha en un tipo de acero muy poco visto para aquella época, y más
aún en la región Europea. Tanto la vaina como la empuñadura eran negras
brillantes y estaban decoradas con unos detalles en colores dorados que se
enroscaban tanto en el mango como en la vaina.*
– ¿Te gusta mi cuchillo? –dijo Michael poniendo una mueca de
desagrado.
*La espada de Michael era una Masamune original, aunque él nunca llego a
saberlo. “Masamune Ozaki”, como quizá sepáis, era un herrero histórico
cuyo talento en la forja y capacidad para realizar espadas se considera que
no tuvo parangón en el País del Sol Naciente. Y eso proviene del Japón de
los siglos XIII y XIV.*
– ¡Ha, ha, ha! –río Gunnar fríamente–. Hablarme así a mi… ¡Desde
luego debes ser rematadamente valiente o idiota! Podría sacar ahora mismo
una pistola y volarte la tapa de los sesos, necio. ¿Una espada? Esas armas ya
son una reliquia del pasado, un objeto de colección. HA, HA, HA. ¡En la
nueva era el verdadero arte es una explosión! –Dijo con una mirada como
loca– ¡Pero por el mismísimo Jones, que ya me has hecho enojar! ¡Voy
hacer que chilles como un cerdo en el matadero!
Michael apretó entonces los puños.
–Que sea pronto. No tengo todo el día.
Por el salón el resto del humo que flotaba en el aire se había tumbado al
suelo. El tiempo estaba empeorando ahora rápidamente, tan rápidamente
como solo sucede en alta mar. Había sido una semana con un tiempo de
locos, ahora las olas de repente se estrellaban con bastante fuerza contra
los gruesos ventanales y el agua de la cubierta entraba poco a poco por la
puerta, cuando sin más, de repente Gunnar cargó contra Michael.
El gigante se lanzó como un obús hacia Michael con la cintura agachada,
con dos puñales que había sacado en un instante del interior de unos
grandes bolsillos que tenía el chubasquero. Entraron en combate a la
carrera también los hombres de Gunnar armados hasta los dientes, y todos
los marineros tuvieron unas luchas feroces, especialmente Michael; que se
enfrentó a un guerrero francamente excepcional.
Las luchas fueron atroces pero al final todos los invasores acabaron
derrotados (parece ser que no sabían muy bien donde se habían metido),
todos excepto el rival de Michael, con el que continuaba luchando. Hasta
el momento en el que se escuchó un ¡BANG! ¡BANG! Y un ¡ZAAS! Y
Gunnar cayó al suelo con la mano sobre la femoral.
–Hum…Buen viaje –dijo Michael mirándolo tendido al tipo sobre el
suelo antes de volver a ponerse un chupito de su preciado ron.
Vincenzo salió dando saltos de alegría del cuarto en el que se había
escondido, y aplaudía de pura euforia.
– ¡Gracias a todos los dioses! ¡Vaya, veo que eres realmente bueno en lo
tuyo Michael! Uf… –comentó mientras volvía al sillón y frotaba nervioso
un fósforo contra la lija de una caja de cerillas.
Alessandra (que venía pálida por detrás), rumiaba: Hum… me ronda por
la cabeza la idea que si alguien como este individuo ha venido aquí a por
usted Vincenzo, es que quizás nos estemos acercando a ese Barton. Y el
hecho de que le quisiera con vida, puede significar que esa persona... En
fin, no lo sé en realidad… Pero no sé por qué sabía que iba a pasar algo de
esto. Lamentablemente, es improbable que nuestro verdadero enemigo se
muestre tan fácilmente, me temo.
– ¡Venga! Suficiente. Déjense de tonterías y de pensar ahora en cosas
que no podremos saber. Eso solo nos complicara aún más las cosas si eso es
posible –dijo Michael observándolos con una mirada de cabreo y
indignación.
– ¡Cierto! Me gusta tu forma de pensar, capitán. Y no tiene usted mal
gusto respecto a las armas... si me permite el comentario. ¿Me dejaría ver
de cerca esa? Se apreciar un buen trabajo en el acero –dijo el Don muy
inteligentemente, tratando de volver a ganarse de alguna manera el favor
del capitán rápidamente.
–Quizá después –respondió Michael suspirando mientras apretaba el
nudo que llevaba en el cinturón mientras le pedía un cigarrillo a un
grumete con un gesto inequívoco.
–Aun de lejos he podido apreciar que la hoja es un auténtico trabajo de
orfebrería –dijo observándola con curiosidad por arriba– Y me parece que
no ha sido forjada por estos lugares ni en estos tiempos, o mucho me
equivoco.
–Sí, eso dicen –y suspiro despacio–. La verdad es que me costó poder
hacerme con ella. En fin señor, coja a un par de mis hombres y hágame el
favor de comprobar que todo esté en orden ahí fuera –dijo mirando al Don
seria y fríamente.
–Claro, con gusto comprobare que todo este despejado… –contesto
Vincenzo frotándose las manos.
– ¡Músico! Cántanos esa canción que hiciste la última vez. ¡Celebremos
que seguimos vivos!
– ¡Ho, ho, ho! –Río el músico saliendo desde atrás de un sillón, en el
que había permanecido durante toda la lucha–. A la orden capitán, solo
deme un minuto para prepararme. ¡Ho, ho, ho, ho! –y poco después llamo
a tres hombres más que vinieron con un tambor, un violín y una flauta
travesera y larga.
El alboroto volvió a escucharse pronto en la fragata cuando echaron al mar
los cuerpos de los asaltantes. Echaron a todos menos al gigante.
Las canciones que cantaron a continuación fueron cantadas por todos, y
puedo deciros que las melodías eran de esas típicamente marineras, y
decían algo sobre la bebida, las apuestas, lugares perdidos, dioses de la
fortuna y otras cosas así de una forma alegre y despreocupada.
– ¿Había visto alguna vez algo así? –le pregunto Michael seriamente a
Alessandra cuando pudo quedarse asolas con ella, con una voz calmada
mientras se sentaba en el sillón.
– ¿Qué? –respondió la mujer sorprendida por la pregunta– ¿Un cadáver?
–Sí y no. No me refiero a una persona que ha llegado al final de una
larga vida y ha muerto en su vejez o de enfermedad.
–Sí. Varias veces.
– ¿Cuándo?
–Durante bombardeos, accidentes… casos de ese tipo.
Michael parecía deseoso de contestar, pero se tragó sus palabras.
– ¿Me cuentas alguno de esos casos?
– ¿Por qué? –pregunto la mujer apretando los labios y mirándolo con
curiosidad.
–Porque sí.
Alessandra observándolo pensó que entre esos cadáveres el capitán podría
quizás encontrar algún tipo de consuelo o algo por el estilo, aunque no
estaba muy segura de que no fuera por otra razón que no alcanzaba a
comprender.
–Ahora que lo dices, hace unos diez años presencie la muerte de un niño
que se cayó de un barco.
–Sí, háblame del niño muerto –dijo perdiendo la mirada en el techo y
expulsando humo de tabaco.
Alessandra se acercó al capitán y se apoyó en él.
–Era un niño muy mono, de unos cuatro años. Tenía la tez muy clara y
el cabello rizado por lo que puedo recordar. Estaba sentadito con su madre
en la cubierta y se portaba muy bien. De repente, por una desgraciada
casualidad, tal vez porque deseaba ver a las gaviotas pescando, echó a
correr hacia la popa, se abalanzo sobre la barandilla y antes de que nadie se
diese cuenta cayo al mar. No es que su madre no lo vigilara. Todos los
presentes estaban pendientes de él. Sin embargo cayó a plomo levantando
una espuma, como si lo hubiera arrastrado algún genio marino…
– ¿Y entonces que paso?
–Varios hombres se lanzaron al agua, pero nada. Solo presencie la caída
del niño y su desaparición entre las olas… no quise ver nada más.
– ¿Sabes si encontraron el cuerpo? –pregunto con una expresión firme.
–No lo sé –respondió
Y se quedaron un rato en silencio. Al poco tiempo volvió el Don con el
ánimo bien arriba.
–Bien, bien, pues ya está. Aquí estamos aquí después de todo
camaradas. Alegren esas caras y celebrémoslo como toca, con una copa de
buen licor, venga –dijo Don Vincenzo–. Estamos camino hacia Hallstatt, y
no queda ya mucho para llegar. Todo parece que está ya preparado. Ay…
no veo ya la hora de llegar. ¿Llegaran a tiempo tus amigos verdad
Miachael? –preguntó lleno de ansiedad por conocer todos los pormenores
ahora. Parecía como si la lluvia lo hubiera rejuvenecido de golpe.
– ¡Ejem! ¡Claro! Estese tranquilo, he compartido un sin fin de aventuras
con esos hombres y nunca me han fallado. Los conocerán pronto.
–Bien, esta vez ni ese Gabriel Barton ni nadie, podrá alejarnos de
nuestro objetivo –suspiró con fuerza.
– ¡Discúlpenme caballeros! –Interrumpió Alessandra–, el caso es que he
investigado sobre ese hombre que buscamos, y aún no sé muy bien qué va
todo este asunto –dijo mirando al Don–. Quiero ya estar al tanto de todo,
al igual que lo están ustedes. ¿Tan peligroso es realmente ese Barton?
– ¡Que se joda Barton! –Dijo Michael.
– Hum... Tienes razón cariño. Pero lo cierto es que Michael te lo
explicará mejor que yo si es que quiere. Al fin y al cabo él lo conoce mejor
que nadie aquí su historia –dijo torvamente el Don.
Michael meditó unos pocos segundos y dijo que empezaría la historia si
esperaban un rato.