El ensayo “España invertebrada” de Ortega y Gasset presenta dos secciones diferenciadas y
complementarias. La primera parte, “Particularismo y Acción directa”, es un diagnóstico
político de la situación nacional de la España de los años 20, aquejada por el fantasma del
particularismo y la desintegración. La segunda parte, “La ausencia de los mejores”, es una
reinterpretación de la historia española en función de la distinción masa/minoría.
Diagnóstico político y reinterpretación histórica se conjugan: la crisis política de España es,
para Ortega, una manifestación contingente de un defecto constitutivo de la raza española:
el rechazo a las élites por parte de las mayorías.
El ensayo empieza con un comentario de la “Historia romana” de Mommsen. Ortega
sostiene que el caso de la civilización romana es paradigmático pues constituye “la única
trayectoria completa de organismo nacional que conocemos” (27). La génesis de toda
nación puede explicarse por un “vasto sistema de incorporación”. Esta teoría contradice la
opinión intuitiva según la cual un pueblo se conforma “por dilatación de un núcleo inicial”
(28). El ejemplo romano demuestra que el núcleo inicial de toda nación funciona, más bien,
como un “agente de totalización” que logra incorporar políticamente a colectividades
autónomas que pasan a articularse como partes de un nuevo organismo nacional. Este es
un claro ejemplo de nacionalismo político que deja en un segundo plano el factor cultural,
étnico y lingüístico. Dentro de la nueva unidad política, el agente totalizador – en el caso de
España, Castilla – posee un rango privilegiado y además una misión: la de imponer una
“energía central” (31) que obliga a las colectividades incorporadas a vivir “como partes de
un todo y no como todos aparte”.
Los agentes de totalización que son capaces de formar grandes naciones son aquellos que
poseen un “talento nacionalizador”, que se basa en “un saber querer y un saber mandar”
(32). La integración nacional descansa sobre dos bases complementarias: en primer lugar,
la fuerza militar, la “gran cirujía histórica” (34), que posee una importancia “adjetiva”. El
militarismo está indesligablemente asociado a la posesión de un “dogma nacional” o un
“proyecto sugestivo de vida en común” (33). Esta es la dimensión propiamente ideológica
de la incorporación, que presenta un valor substancial.
El proceso de incorporación explica la formación de las naciones, pero este principio solo
opera en el periodo “formativo y ascendente” de las mismas. De modo análogo e inverso,
“la historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración” (31).
Este segundo principio político explica el devenir histórico de España desde el reinado de
Felipe III hasta los años veinte: como un “larguísimo, multisecular otoño, laborado
periódicamente por ráfagas adversas que arrancan del inválido ramaje enjambres de hojas
caducas” (46).
Ortega se pregunta por qué existen separatismos, regionalismos y nacionalismos que
procuran una secesión étnica y territorial en la España de los años 20. La precondición para
llegar a una respuesta consiste en reconocer que la capacidad de Castilla para constituirse
en agente totalizador residió, históricamente, en un talento nacionalizador que le permitió
plantear un programa nacional sugestivo que convocó las voluntades del resto de la
península. Este “proyecto incitador de voluntades” fue, precisamente, el proyecto imperial
español: “La unión se hace para lanzar la energía española a los cuatro vientos, para
inundar el planeta, para crear un Imperio aún más amplio” (41). La condición de
posibilidad de la unión nacional peninsular es la proyección política imperial más allá de la
península misma: el dogma nacional es sinónimo de una política internacional.
“Mientras España tuvo empresas a que dar cima y se cernía un sentido de vida en común
sobre la convivencia peninsular” (43), la unidad nacional pudo mantenerse. Sin embargo, a
partir de 1580 se inició un largo proceso de decadencia y desintegración que Ortega define
como el avance del particularismo. El particularismo es un fenómeno político y social que
se entiende como un incremento de la autonomía de las partes y una merma en su
capacidad de imaginarse a sí mismas como órganos integrantes de una estructura superior:
una pérdida de empatía nacional que implica, en términos de Renan, una renuncia a
ratificar el plebiscito diario que fundamenta la existencia nacional. El particularismo se
expresa regionalmente en los nacionalismos vasco y catalán, pero también entre los estratos
que componen la sociedad: clases y gremios. Sea en términos políticos o sociales, el
particularismo ha determinado que en la actualidad España sea, “más bien que una nación,
una serie de compartimientos estancos” (54). En este sentido, los separatismos regionales
no deben ser interpretados como “tumores inesperados y casuales” sino como
manifestaciones de una realidad política más amplia: el “progresivo desprendimiento
territorial sufrido por España durante tres siglos” (69).
Es interesante ver que los particularismos regionalistas no responden a explicaciones
culturales sino también políticas. El origen del particularismo no se encuentra en el deseo
de los órganos periféricos por sacudirse del poder central, sino más bien en la
particularización del mismo agente totalizador, Castilla: “En vez de renovar periodicamente
el tesoro de ideas vitales, de modos de coexistencia, de empresas unitivas, el Poder público
ha ido triturando la convivencia española y ha usado de su fuerza nacional casi
exclusivamente para fines privados” (50). El producto del particularismo es el surgimiento
de la acción directa como modo de intervención en la esfera pública: sean las clases o
gremios, o bien los nacionalismos regionales, los grupos desintegrados de la perdida unidad
nacional buscan imponer sus voluntades particulares sin pasar por la mediación estatal.
En la segunda parte del ensayo, la argumentación de Ortega hace un giro a partir de la
siguiente frase: “hoy no hay hombres en España” (70). Particularismo y acción directa no
son las causas profundas de la desintegración española; son las consecuencias actuales de
una “enfermedad gravísima del cuerpo español” (111): su “aristofobia” (92). Este mal
generalizado es la masificación. Para Ortega, una sociedad “sana” es aquella que se rige por
la ley de “ejemplaridad/docilidad”: ejemplaridad de las élites, imbuidas de
representatividad política, y docilidad de las mayorías, respetuosas de una jerarquía natural
y necesaria.
Una sociedad que se aparte de este imperativo, que Ortega describe como biológico (79), es
una sociedad enferma que se autocondena a la disolución. Históricamente, el pueblo
español ha sufrido desde su génesis una “perversión de sus afectos” que lo lleva a odiar y
aniquilar a una ya de por sí escasa “minoría selecta”, negándole su derecho a mandar (89).
La categoría de “minoría”, aclara Ortega, no es social ni histórica, sino que está basada en
una superioridad innata que no necesita demostración. La raíz de esta “perversión”
nacional está en el periodo medieval español, caracterizado por la carencia de un sistema
feudal como el que reinó en Francia. Específicamente, la perversión proviene de la
debilidad y anquilosamiento de los visigodos (97). La ausencia de “señores” feudales
capaces de imponer su gobierno por la fuerza es el síntoma histórico de una “raza enferma”,
desprovista de vitalidad cultural, la cual, en rigor, no ha sufrido una verdadera decadencia,
porque sus graves defectos de constitución la han privado desde siempre de una auténtica
existencia social. Incluso el Siglo de Oro es reinterpretado por Ortega como un espejismo: el
“maravilloso salto predatorio” del imperialismo fue el paradójico resultado de una debilidad
regional incapaz de contrarrestar la unificación nacional de la península.
El modo en que esta reinterpretación anti-democrática (83) del pasado español confluye
con el diagnóstico político de la realidad nacional actual no está explicado explícitamente en
el ensayo: el lector es el llamado a vincular las dos secciones para concluir que la causa
principal por la cual el particularismo avanza en España es la falta de una clase política
fuerte que posea la suficiente legitimidad como para articular los diferentes espacios
regionales y sectores sociales que componen la península dentro de un nuevo proyecto
nacional. Aunque Ortega tampoco lo afirma con claridad en su ensayo, esta nueva misión
nacional parece consistir en una especie de “imperialismo espiritual” como el que
reclamaba Ganivet: “la unificación espiritual de los pueblos de habla española” (75).