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///nos Aires, 29 de agosto de 2013.
AUTOS Y VISTOS:
Para resolver en la presente causa Nº 3956
del registro de este Tribunal Oral en lo Criminal Nº
17, seguida a JUAN GUILLERMO PALACIOS CHINGAY, sin
sobrenombre ni apodos, peruano, nacido el 24 de
enero de 1965 en Lima, República del Perú,
indocumentado, soltero, con Prio. Pol. R.H. 237.597,
hijo de Juan de Dios Palacios y Virginia Chingay,
domiciliado en la calle Morse nº 2614, Casa 7 de
Dock Sud, partido de Avellaneda, provincia de Buenos
Aires, de en orden al delito de infracción al
inciso “A”, del artículo 72 de la ley Nº 11.723, en
grado de tentativa, reiterado en dos oportunidades,
que concurren en forma real y;
CONSIDERANDO:
El Juez Pablo Daniel Vega, dijo:
I. Que en su requisitoria de elevación a
juicio, el agente fiscal imputó a Juan Guillermo
Palacios Chingay la comisión del delito previsto en
el inciso a) del artículo 72 de la ley Nº 11.723, en
grado de tentativa, reiterado en dos oportunidades
(ver fs. 278/279 vta.).
II. Que a fs. 305/307 la defensa de Palacios
Chingay instó el dictado del sobreseimiento de su
asistido sobre la base de considerar que el
secuestro en la vía pública de copias de discos
compactos cuyas láminas aparecen como burdas,
deduciéndose una precaria venta ambulante, convirtió
a la imputación en débil e irrazonable frente al
principio de lesividad, lo que habilita la solución
del proceso de conformidad con lo normado en el
artículo 336, inciso 3º del Código Procesal Penal de
la Nación.
III. Que al contestar el traslado conferido
a partir de la presentación materializada por la
defensa del imputado Palacios Chingay, el señor
Fiscal General, a fs. 309/313, expuso, por los
argumentos allí plasmados, que teniendo en cuenta el
ínfimo perjuicio causado por la conducta investigada
y la falta de racionalidad, y por ende de
proporcionalidad, de una pena privativa de la
libertad como contrapartida de ella, no cabría otra
solución que desvincular al imputado Palacios
Chingay de la imputación por la cual fue indagado,
puesto que su accionar resulta atípico por falta de
lesividad, requiriendo que se haga lugar al planteo
defensista y se sobresea a Juan Guillermo Palacios
Chingay.
IV. Que la cuestión a desentrañar radica en
determinar si la comercialización del material
aludido constituye una acción de la que quepa
predicar su carácter típico en los términos en que
lo hubo hecho el representante de la vindicta
pública actuante durante la pesquisa.
En tal cometido, he de principiar recordando
que la labor interpretativa de la producción
legislativa debe orientarse conforme a los
postulados esenciales contenidos entre los
principios y garantías reconocidas en nuestra
Constitución Nacional, como sistema de normas no
sólo formales (es decir, reconocibles como vigentes
únicamente por su forma de producción) sino también
sustantivas sobre las condiciones en presencia de
las cuales las leyes vigentes son identificables
como válidas o inválidas a partir de su contenido o
significado. Se trata, siguiendo a Ferrajoli, de una
dimensión sustancial de la democracia constitucional
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que impone límites y vínculos de esa naturaleza a
todos los poderes sean éstos públicos o privados
para la garantía de todos los derechos
fundamentales, tanto de libertad como sociales (Cfr.
Ferrajoli, Luigi, Principia Iuris, Teoría del
Derecho y de la Democracia, trad. Perfecto Andrés
Ibáñez, Carlos Bayón, Marina Gascón, Luis Prieto
Sanchos y Alfonso Ruiz Miguel; Trotta, Madrid, 2011,
t.1, p. 415).
Por cierto, en la base del Estado
Constitucional de Derecho se halla el principio de
legalidad, aunque no considerado como mera legalidad
sino entendido en un sentido estricto o fuerte,
según el cual las propias normas condicionantes
están a su vez condicionadas, en lo relativo al tipo
de efectos que están habilitadas para condicionar,
por vínculos y límites sustanciales impuestos por
normas superiores a ellas. Claramente lo expresa el
autor ya citado cuando caracteriza dicha máxima como
“el sometimiento al derecho del propio derecho que
sólo puede provenir del constitucionalismo
jurídico…” (Cfr. Ferrajoli, Luigi, Principia, cit.,
t.1, p. 414).
Establecido cuanto precede, adelanto mi
opinión en el sentido de negarle tipicidad a la
conducta incriminada en la especie, pues de ello me
persuade un triple orden de razones que responden a
tres planos diferentes, a saber: el de la filosofía
política, el de la realidad social y el
político−criminal.
V. Que desde la filosofía jurídica se alerta
acerca de que el presupuesto de efectividad de una
norma radica en que su significado o valor
prescriptivo sea compartido socialmente. En otras
palabras, sostiene Ferrajoli, “que sea apta, en
virtud de su aceptación o por lo menos de su
percepción como regla, para producir una práctica
social y para conferir sentido normativo a la acción
social que regula. En caso contrario la regla es
inefectiva por el simple hecho de que no vale (es
decir, no es asumida, no funciona) como regla” (Cfr.
Ferrajoli, Luigi, ob. cit., t.1, p. 232).
Parece claro que la inefectividad de una
disposición legal puede obedecer a la propia
dinámica cultural en tanto productora de mudanzas
susceptibles de alterar la cosmovisión axiológica
imperante en una sociedad, en la medida en que toda
norma jurídica está siempre en relación con el
tiempo, así como lo está con el espacio.
En efecto, señala Mario Bretone que “(s)i el
derecho ̕vive̒ en el tiempo , si el tiempo es una
característica constitutiva del derecho, comprender
éste quiere decir comprenderlo como historia” (Cfr.
Bretone, Mario, Derecho y tiempo en la tradición
europea, trad. de Isidro Rosas Alvarado, Fondo de
Cultura Económica, México, 1999, 71). Se trata, en
definitiva, de la perspectiva de Heráclito cuyo
punto de partida ha de ser la comprobación del
incesante devenir de las cosas; la visión de un
mundo como flujo perpetuo.
En tal sentido, destaca Zaffaroni que toda
ley reconoce un contexto tanto discursivo como
social, y que el ámbito de lo legalmente prohibido
varía aunque el texto normativo permanezca idéntico,
porque el contexto cambia continuamente. En palabras
del autor, “(e)l cambio de contexto discursivo
acarrea problemas que son más graves cuando los
generan cambios en el contexto social, cultural o
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tecnológico. Conforme a cambios de esta naturaleza,
una conducta puede perder todo el contenido lesivo o
carecer de éste en la inmensa mayoría de los casos
(…). En estos casos la cuestión se resuelve por
aplicación del principio de lesividad. Pero el
problema se complica cuando, debido a uno de estos
cambios, el texto aparece abarcando un ámbito de
prohibición inusitadamente amplio” (Cfr. Zaffaroni,
E. Raúl−Alagia, Alejandro−Slokar, Alejandro W.,
Derecho Penal. Parte General, Ediar, Buenos Aires,
2002, pp. 119−120).
A fin de ilustrar lo dicho, los autores
citados ponen de ejemplo justamente el caso del
subjuntivo reproduzca del art. 72 de la ley 11.723
(de propiedad intelectual), relevando que “(e)n
1933, sólo era posible reproducir con los mismos
recursos técnicos con que se producía. No se
consideraba reproducción a la copia manual de una
página o de un capítulo de un libro ni de todo un
libro. La tecnología permite hoy la copia íntegra de
un libro o de cualquiera de sus partes a costo
inferior al precio comercial. La conducta se ha
generalizado y no sería posible criminalizar a todos
los que copian páginas de libros para uso personal.
Si a ello se suma los que registran o graban
emisiones radiofónicas o televisivas, prácticamente
la mitad de la población –incluyendo a todos los
investigadores− estaría incurriendo en delitos
conforme al texto y cualquiera de ellos podría ser
criminalizado arbitrariamente”.
Es evidente que el contexto socio−cultural
reinante en 1933 ha de ser sustancialmente disímil
al caracterizado por las circunstancias actuales,
entre las que no cabe soslayar el vertiginoso y
profundo avance de la ciencia y de la técnica, en
cuya virtud hemos sido provistos de medios e
instrumentos que nos permiten acceder con facilidad
−y a menor costo− a un profuso catálogo de bienes y
servicios, que se ve a su vez aumentado por su
indudable efecto multiplicador.
Por lo demás, no exige mayores
disquisiciones afirmar que el acceso a tales medios
se ha generalizado al punto de encontrarse
disponible en todos los estratos sociales, incluso
para los más subalternos; aspecto este más que
relevante sobre el que volveremos cuando
consideremos la cuestión traída desde el punto de
vista de la realidad social.
Zaffaroni recurre al “constitucionalismo
jurídico” del que habla Ferrajoli y se apoya en el
principio de legalidad que impone el respeto
histórico al ámbito real de lo prohibido, a fin de
limitar el campo de programación criminalizante
legislativa, evitando así que un tipo penal se erija
en instrumento para la criminalización
indiscriminada (ob. cit., p. 120).
Ahora bien, basándose en Gerhart Husserl
(Recht und Zeit), Bretone argumenta que el derecho
acompaña al tiempo puesto que la norma jurídica no
tiene un lugar fijo en la historia, es decir, un
lugar que el acontecimiento productivo determinaría
de una vez para siempre −así como la existencia de
un hombre no se detiene en el punto de su
nacimiento−, sino que “el tiempo irrumpe a través de
la interpretación y la aplicación. En la norma
interpretada se insinúa el sentido del hoy, por más
que esté lejana la razón o la ocasión que determinó
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el surgimiento” (Cfr. Bretone, Mario, ob. cit., p.
44).
Sin embargo, este proceso de actualización
del sentido prohibitivo (o prescriptivo) de la norma
jurídica por vía de la interpretación se ve limitado
en función de cardinales principios constitucionales
que imponen al derecho penal una labor exegética que
ha de ser incompatible con la analogía in malam
partem (máxima taxatividad interpretativa).
Sobre la legalidad, Zaffaroni, Alagia y
Slokar afirman que “es un principio que sirve para
garantizar la limitación del ámbito de programación
criminalizante legislativa, y no se puede revertir
su sentido convirtiéndolo en un argumento de
extensión inusitada y nunca previsto en el contexto
originario del texto, cuyo efecto es conceder un
espacio selectivo de criminalización que alcanza los
límites máximos de arbitrariedad (Cfr. ob. cit., p.
120).
VI. Que esta conclusión de los autores
citados, me permite iniciar el desarrollo de la
segunda línea argumental para justificar mi opción
en favor de la atipicidad de las conductas
incriminadas en autos, línea ésta que se apoya en el
plano de la realidad social, a partir de la cual es
dable verificar la operatividad del sistema penal.
Un mínimo principio de realidad indica que
la copia de DVDs y CDs constituye una práctica
claramente generalizada, nutrida no sólo del
autoabastecimiento motivado en el propio interés
recreativo, sino también a partir de una demanda que
procede de todas las capas sociales, al punto de
impactar de lleno en la actividad de los denominados
“Videos Club” cuyo auge y desarrollo se ha disipado
casi por completo –no pudiendo tampoco afirmarse la
total ajenidad de tales comercios a las prácticas
aquí cuestionadas−.
Por otra parte, la experiencia judicial pone
en evidencia que la criminalización secundaria de
tales conductas ha de ser ínfima y que los pocos
seleccionados proceden de los sectores más
vulnerables de nuestra sociedad, lo que parece
responder al mero arbitrio de las agencias
policiales orientado a su vez en la burocrática
necesidad coyuntural de engrosar estadísticas.
A ello cabe todavía sumar la aceptación
social de tales comportamientos toda vez que, como
se ha dicho, la reproducción o copia de material
fílmico atraviesa todos los estratos sociales,
además de componer éstos una demanda que fomenta la
clase de comportamientos aquí incriminados.
La atribución de la acción al tipo
constituye una operación jurídico−valorativa que ha
sido desarrollada por la dogmática penal sobre la
base de distintos criterios orientados a limitar la
grosera imputación de resultados proveniente del
llamado “dogma causal”, que dominó fuertemente la
sistemática jurídico−penal en épocas del causalismo
y del neokantismo.
Uno de esos esfuerzos dogmáticos fue
cristalizado en lo que se dio en llamar la teoría de
la adecuación social, que partía precisamente de la
insuficiencia de la consideración literal del tipo
para cerrar el juicio de tipicidad. Veamos como lo
definía Bettiol: “no debe creerse que las figuras
típicas delictuosas sean esquemas en oposición con
la historia, o figuras geométricas que vivan en un
mundo ideal, sin nexo alguno con el mundo social en
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que el derecho desarrolla su eficacia” (Bettiol,
Giuseppe, Derecho Penal. Parte General, trad. de
José León Pagano (h), Temis, Bogotá, 1965, p. 271).
No menos claro es Gonzalo Fernández quien,
refiriéndose a la adecuación social, sostiene que
“…constituye entonces, por cuanto viene de decirse,
un criterio normativo que excluye la atribución al
tipo de conductas socialmente admitidas, que no
afectan ni lesionan el bien objeto de tutela penal.
Es, pues, un criterio interpretativo, de corrección
o restricción del sentido literal de los tipos
penales, que surge de la conexión entre la ley
abstracta y la realidad del mundo de la vida social”
(Fernández, Gonzalo D., Bien jurídico y sistema del
delito, B de f, Buenos Aires, 2004, p. 172).
No pretendo con esta mención pontificar la
teoría de la adecuación social pues ha sido objeto
de críticas consistentes dentro del seno de la
dogmática jurídico−penal –en especial por resultar
un criterio relativamente inseguro (véase al
respecto, Jescheck, Hans−Heinrich, Tratado de
Derecho Penal. Parte General, Cuarta edición
completamente corregida y ampliada, trad. José Luis
Manzanares Samaniego, Editorial Comares, Granada,
1993, pp. 228−229)−. Pero sí debe destacarse que
ella constituye un esfuerzo real por racionalizar
los criterios de imputación para evitar la grosera
ampliación del ámbito de lo prohibido derivada del
tenor literal de los tipos penales.
En síntesis, la generalización de los
comportamientos incriminados en virtud de la
tolerancia social que media a su respecto, sumado a
la necesidad de afianzar un derecho penal ético que
niegue legitimidad a la burda selectividad de las
agencias administrativas, me llevan también a optar
por la atipicidad del hecho traído a juicio.
VII. Que por último, me resta acometer la
justificación de mi opción en clave de política
criminal.
En función de todo lo dicho no advierto
tampoco cuál ha de ser la necesidad de considerar
típicas las conductas cuestionadas cuando ellas
gozan de tolerancia en el plano de la realidad
social y, además, la criminalización en tal sentido
se muestra claramente como inidónea para evitar el
fenómeno que supuestamente pretende prevenir.
Debo recurrir nuevamente a Ferrajoli y al
principio de “utilidad penal”, tal como fue
formulado en la literatura clásica (Hobbes,
Thomasius, Beccaria y Bentham), del que deriva una
doble limitación a la potestad prohibitiva del
Estado; a saber: a) el principio de necesidad o de
economía de las prohibiciones penales (nulla lex
poenalis sine necessitate), del que deriva no sólo
la regla de la pena mínima necesaria sino también la
de la máxima economía en la configuración de los
delitos y b) el principio de lesividad (Cfr.
Ferrajoli, Luigi, Derecho y Razón. Teoría del
garantismo penal, trad. Perfecto Andrés Ibáñez,
Alfonso Ruiz Miguel, Juan Carlos Bayón Mohino, Juan
Terradillos Basoco y Rocío Cantarero Bandrés,
Trotta, Madrid, 1995, pp. 464 y ss.).
La constatación de la ínfima criminalización
secundaria de las conductas de autos que evidencia
el reclutamiento de personas vulnerables
seleccionadas arbitrariamente, sumado todo a la
burda inidoneidad del modelo punitivo para resolver
lo que, en definitiva, la sociedad tolera, torna
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innecesario acudir al poder que deriva de aquel
modelo, por aplicación de principios que emergen
directamente del Estado Constitucional de Derecho
(Cfr. Zaffaroni – Alagia − Slokar, ob. cit., pp. 135
y ss.).
Sobre el particular, cabría indicar que la
inteligencia propuesta, en la medida en que se
asienta en la observancia al mandato de taxatividad
y con él al de certeza de la ley penal, es la que
más armoniza y resulta compatible con la
excepcionalidad que debe singularizar a la
criminalización primaria, rasgo que, por cierto,
deriva de su carácter fragmentario o de última
ratio, actualmente amenazado por la sobreproducción
de legislación punitiva que agudiza el colapso del
principio de legalidad en razón de la baja calidad
técnica empleada para su elaboración, por la
indeterminación de los tipos penales (acerca de la
deriva inflacionista y el colapso del principio de
legalidad, Cfr. Ferrajoli, Luigi, Principia, cit.,
t.2, pp. 356 y ss.).
VIII. Que por lo demás, cabría sumar a todo
lo expresado un argumento vinculado a lo que he de
calificar como límite a la jurisdicción. En efecto,
nada han discutido las partes con relación a lo que
resulta ser el objeto de esta incidencia, por cuanto
ambas han convenido en que el hecho del proceso, en
toda su dimensión de sentido, no puede subsumirse en
el tipo previsto en el art. 72 de la ley 11.723.
Pues entonces se impone dilucidar si el Tribunal se
halla facultado para desconocer la falta de
contradictorio sobre el particular para igualmente
avanzar con una decisión no homologatoria de dicho
acuerdo.
En mi opinión, a menos que el representante
de la vindicta pública dictamine de modo arbitrario,
dogmático o en un sentido que riña claramente con
las constancias del proceso, el Tribunal incurriría
en un pronunciamiento extra o ultra petita si
pretende ignorar el acuerdo de las partes.
En la especie, ha quedado claro que mi
posición coincide con lo postulado por las partes en
cuanto a la substancia del planteo formulado, pero
aun cuando no hubiera sido de ese modo, no puedo
ignorar la razonabilidad de aquella articulación
jurídica por lo que mi conjetural disenso tampoco me
habilitaría a avanzar por encima de la partes,
alterando las reglas del debido proceso. En este
sentido, cabe recordar que nuetro màximo Tribunal,
al precisar qué debe entenderse por procedimientos
judiciales a los efectos del art. 18 de la
Constitución Nacional, ha dicho que esa norma exige
observancia de las formas sustanciales del juicio
relativas a la acusación, defensa, prueba y
sentencia dictada por los jueces naturales (Fallos:
125:10; 127:36; 189:34; 308:1557, entre muchos
otros), y dotó así de contenido constitucional al
principio de bilateralidad sobre cuya base, en
consecuencia, el legislador está sujeto a
reglamentar el proceso criminal (Fallos: 234:270).
En dicho marco fue que los jueces Lorenzetti
y Zaffaroni sostuvieron en la disidencia que
emitieron en el caso “Amodio” (Fallos: 330:2658),
“que la función jurisdiccional que compete al
tribunal de juicio se halla limitada por los
términos del contradictorio, pues cualquier
ejercicio de ella que trascienda el ámbito trazado
por la propia controversia jurídica atenta contra la
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esencia misma de la etapa acusatoria de nuestro
modelo de enjuiciamiento penal; máxime si se tiene
en cuenta que en el logro del propósito de asegurar
la administración de justicia los jueces no deben
estar cegados al principio de supremacía
constitucional para que esa función sea plena y
cabalmente eficaz (Cfr. doctrina de Fallos: 308:490
y 311:2478, entre otros).
En síntesis, una vez superado el control
jurisdiccional destinado a verificar la racionalidad
de lo dictaminado por el representante del
Ministerio Público Fiscal al adherir al pedido de
sobreseimiento materialializado por la defensa del
imputado, resulta de aplicación al caso la doctrina
emanada de nuestra Corte Suprema de Justicia de la
Nación en los fallos “Tarifeño” y “Mostaccio”.
Ha de ser también por ello que habré de hacer
lugar a la excepción planteada, propiciando la
adopción de un pronunciamiento remisorio que culmine
la tramitación de este proceso.
Tal es mi voto.
El Juez Juan Facundo Giudice Bravo dijo:
I. Que, la solidez de los argumentos
desarrollados por el juez Vega me llevan a suscribir
la propuesta de sobreseimiento de Juan Guillermo
Chingay.
Sólo me resta agregar algunas
consideraciones a la problemática que el caso
plantea.
II.
Que, no se discute que los hechos atribuidos
al procesado encajan en la prohibición contenida en
la ley de propiedad intelectual.
Sin embargo, la sola adecuación formal de
una conducta al supuesto de hecho descripto por la
norma es insuficiente para afirmar la tipicidad.
Ésta, es el resultado de un proceso interpretativo
que exige verificar si la acción es jurídicamente
relevante para el derecho penal.
Al respecto Welzel explicaba que “En la
función de los tipos penales de presentar el
`modelo´ de la conducta prohibida, se pone de
manifiesto que las formas de conductas seleccionadas
por ellos tiene, por una parte, un carácter social,
es decir, están referidos a la vida social, pero,
por otra parte, son precisamente inadecuadas a una
vida social ordenada. En los tipos se hace patente
la naturaleza social y al mismo tiempo histórica del
Derecho Penal: señalan las formas de conducta que se
apartan gravemente de los órdenes históricos de la
vida social (Welzel, Hans “Derecho Penal Alemán”,
página 83, Editorial Jurídica de Chile, 1970).
La realidad indica que comportamientos como
el que nos ocupa se desarrollan en un contexto
social en el que se los percibe como normales.
En efecto, la presencia de hombres y mujeres
ofreciendo cds y dvds vulgarmente llamados “truchos”
en cualquier lugar de la ciudad –la vía pública,
kioscos de revistas, estaciones de subterráneo,
etc.- es habitual; inclusive, frente a personal
policial que se muestra indiferente ante dicha
práctica.
Por su parte, la demanda de esa clase de
productos también es generalizada pues, como bien
destaca mi colega, proviene de todos los estratos
sociales.
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Y no menos relevante es la circunstancia de
que ese mismo material, en muchas ocasiones, se
encuentra disponible en Internet para que
cualquiera, de modo sencillo, acceda a él.
Todo ello, en definitiva, conforma un
escenario caracterizado por la ausencia de disvalor
social de este tipo de conductas que obliga a
reinterpretar el alcance de la prohibición que
aparentemente las contiene.
La referencia de mi colega a la explicación
de Ferrajoli no puede ser más clara para dar
respuesta a esta disyuntiva: la seguridad
prescriptiva de una norma está atada a la percepción
social como regla de comportamiento.
Ocurre que, la norma de derecho expresa los
valores que caracterizan a una sociedad. Por ello,
su correspondencia con la realidad es un presupuesto
ineludible para su legitimidad material.
En ese sentido Jakobs explica que “el
derecho penal se legitima formalmente mediante la
aprobación conforme a la Constitución de las leyes
penales. La legitimación material reside en que las
leyes penales son necesarias para el mantenimiento
de la forma de la sociedad y del Estado. No existe
ningún contenido genuino de las normas penales sino
que los contenidos posibles se rigen por el referido
contexto de la regulación. Al contenido de la
regulación pertenecen las realidades de la vida
social así como las normas -especialmente las
jurídico- constitucionales”(Gunter Jakobs, “Derecho
Penal Parte General, Fundamentos y teoría de la
imputación, traducción Joaquín Cuello Contreras y
José Luis Serrano González de Murillo, pagina 44,
editorial Marcial Pons, Madrid, 1995).
La circunstancia de que la venta callejera
cuestionada se haya convertido en una actividad que
la sociedad no percibe como delictiva, refleja la
falta de correspondencia entre ésta y la ley que la
reprimiría.
Es preciso señalar que aunque la práctica
generalizada no implique la derogación material de
la norma -por desuetudo- obliga a interpretarla en
consonancia con la configuración de la sociedad en
la que se aplica.
El mismo Jakobs expresa que “Esta
vinculación del Derecho a la costumbre no significa
que todo aquello que sea más o menos habitual esté
permitido; no se trata, por tanto, de equiparar el
Derecho y el promedio de la realidad. No es la
praxis misma, sino las normas que determinan la
práctica las que conforman el riesgo permitido. Sin
embargo, es evidente que frecuentemente una praxis
consolidada modifica las normas rectoras de la
práctica, hacia una regulación más laxa o más
estricta. El Derecho no puede desvincularse de la
evolución de la sociedad respecto de la cual ha de
tener vigencia (Gunter Jakobs, “La imputación
objetiva en derecho penal”, pagina 27, Universidad
Externado de Colombia, 1994).
Tal discordancia, a la luz del sentido de
los tipos penales, es la que a mi juicio permite
afirmar la falta de tipicidad de las acciones que se
desarrollan en ese escenario de aceptación.
La cuestión ha sido ampliamente debatida en
la dogmática a partir de los trabajos de Welzel para
limitar la amplitud del concepto causal-naturalista
de la tipicidad y el bien jurídico.
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Aunque la teoría de la adecuación social fue
sumamente criticada por la doctrina -sobre todo por
lo inseguro del concepto y los vaivenes en los que
incurrió el propio Welzel en lo relativo a su
ubicación sistemática dentro del injusto- sentó las
bases para el posterior desarrollo de la
normativización del tipo objetivo (aunque en
relación al tipo culposo, ver Mirentxsu Corcoy
Bidasolo, “El delito imprudente, criterios de
imputación del resultado”, pagina 280, Ed. B de F,
Montevideo, 200).
En punto a ello, dentro de la teoría de la
imputación objetiva, Jakobs explica que el riesgo
permitido es aquél “que se halla vinculado
necesariamente a la configuración de la sociedad;
por tanto, se trata de una concreción de la
adecuación social (Gunter Jakobs, ob.cit, página
38).
Sobre las acciones socialmente adecuadas
Welzel explicaba que “no son necesariamente
ejemplares, sino conductas que se mantienen dentro
de los límites de la libertad de acción social…La
adecuación social es en cierto modo la falsilla de
los tipos penales: representa el ámbito normal de la
libertad de acción social, que les sirve de base y
es supuesto (tácitamente) por ellos, Por esto quedan
también excluidas de los tipos penales las acciones
socialmente adecuadas aunque pudieran ser aun
subsumidas en ellos según su tenor literal” (Welzel,
Hans, ob.cit. página 87/88).
Quiere decir entonces que si la tipificación
de una conducta expresa su disvalor social,
particularmente grave e intolerable para la
comunidad, su ausencia determinará, naturalmente, su
atipicidad.
Es que la norma es la expresión
institucionalizada de una expectativa de conducta;
es un reflejo de la identidad social y por lo tanto
generadora de la confianza de que será observada
respecto de determinados modos de comportamientos
valorados positivamente; el autor del delito
contradice la norma y frustra la expectativa de su
validez. Por ello, la sanción, confirma su validez y
la confianza social de que sus postulados rigen (cf.
Gunter Jakobs, “Sociedad, norma y persona en una
teoría de Derecho Penal funcional, páginas 17/18,
traducción Manuel Cancio Melia y Bernardo Feijóo
Sánchez, Ed. Civitas, Madrid 1996.)
En ese contexto, el consenso de que tales
acciones no se apartan de las pautas de convivencia
de forma tal que perturben gravemente el orden
social, deja sin sustento al objetivo que se
persigue con la imposición de una pena.
En otras palabras, como la conducta del
autor no se ha frustrado expectativa alguna, se
mantiene dentro del riesgo permitido;
consecuentemente, es atípica.
III.
Que, los alcances de la solución aquí
propuesta deben ser bien entendidos.
Sólo se resta relevancia penal a conductas
del tipo de las aquí tratadas, esto es, las del
vendedor callejero, corrientemente personas de bajos
recursos que lo hacen para ganarse la vida, es
decir, como medio de subsistencia y no para obtener
un rédito económico.
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Este tipo de acciones, no revisten la
gravedad suficiente como para ser castigadas
penalmente; merecen otro tipo de reacciones por
parte del Estado, como ser el secuestro y decomiso
de la mercadería ilegal.
En ese sentido, se ha dicho que “Sólo las
conductas más graves, como la reproducción en masa
de su obra artística amparada por el derecho, o su
distribución en grandes cantidades pueden configurar
delito. La venta callejera es el último eslabón del
comercio ilegal, y no tiene entidad suficiente para
justificar la aplicación del derecho penal (SAP de
Barcelona, Sección 7ª, 8 de febrero de 2006, citado
por Ricardo Robles Planas y María Teresa Catiñeira
Palou, en “Como absolver a los top manta”, revista
Indret.com).
Por ello, las razones que sirven para
fundamentar esa decisión, de ningún modo son
aplicables a quienes producen a gran escala obras en
infracción a la ley de propiedad intelectual.
El esfuerzo estatal para combatir la
piratería debe orientarse hacia ese sector del
comercio ilegal y no al último eslabón de la cadena.
Sin embargo, la realidad demuestra que los
pocos procedimientos policiales que se hacen, recaen
sobre los sectores más vulnerables de la población.
Aunque en referencia a la falta de violación
de la ley de marcas de productos falsificados
vendidos en la vía pública por los llamados
“manteros”, el fiscal de la Cámara Federal de
Casación Penal, Javier De Luca se pronunció en ese
sentido al señalar que “la acción de las autoridades
se limita a la detección y represión de los
„manteros‟ o vendedores ambulantes de objetos
falsificados, a sacarlos de circulación e incautarse
de la mercadería, sin realizar el más mínimo
esfuerzo perquisitivo para proseguir hacia arriba en
la línea o pirámide delictiva”. Traducido: los
“perejiles”. El eslabón más pobre de la cadena, los
ejecutores –generalmente empujados por la necesidad–
de una maniobra que beneficia a organizaciones
delictivas que incluso llegan a explotar
laboralmente a quienes fabrican los productos
apócrifos. La justicia se ensaña con ellos, en lugar
de “descubrir y desbaratar a las organizaciones que
están detrás de la producción de estos productos
imitados que, precisamente, emplean a personas de
bajos recursos económicos, sociales y culturales
para llevar adelante su comercialización ilegal”
(CFCP, Sala I, causa n° 16.914).
IV.
Finalmente, es preciso señalar que el fiscal
general se ha pronunciado postulando el
sobreseimiento del procesado Chingay.
El Juez Alejandro Noceti Achával dijo:
Luego de que mis colegas han dado su opinión
analizando profundamente la cuestión y agotando,
casi por completo, la posibilidad de continuar con
su estudio, sólo queda que vierta yo la mía.
En esa senda, además de resaltar que
comparto la argumentación volcada en los votos
preopinantes al mío, me encuentro en la necesidad de
destacar que una decisión distinta a la postulada
resultaría abiertamente injusta y, consecuentemente,
contraria al objetivo propugnado desde el preámbulo
de la Constitución Nacional, cual es el de “afianzar
la justicia”.
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Es que, para el cumplimiento de sus fines de
contribuir al orden jurídico y a la preservación de
la paz pública, el Derecho Penal debe actuar de una
manera que resulte siempre compatible con el
ordenamiento fundamental de la Nación: la
Constitución Nacional.
Perseguir penalmente a quien, como se dice
respecto del imputado Palacios Chingay, se
encontraría comercializando en la vía pública
algunos discos compactos de música y video
presuntamente sin autorización de sus autores,
parecería contradecir los intereses de la sociedad
en general que, tal como refleja el enjundioso voto
del juez Vega, no sólo ha aceptado la realización de
conductas como las aquí analizadas, sino que, más
lejos aún, las impulsa y les facilita su proyección
al mostrarlas a través de los medios masivos de
comunicación y permitiendo su práctica en la vía
pública a la vista de todos, inclusive de quien no
quiera verlo.
Esta aceptación social de la conducta cuya
comisión se imputa al nombrado Palacios Chingay es
la que anula su pretendida contrariedad al derecho
que emerge de una selección criminalizante efectuada
por exclusiva voluntad de las fuerzas policiales,
posiblemente apoyada en la necesidad estadística de
explicar su propia razón de ser. Así, una respuesta
punitiva estatal contra un individuo que ofrece a la
venta mercadería que la sociedad en general reclama
adquirir, sólo obedecería a la aplicación automática
de las normas penales omitiendo realizar la
indispensable evaluación sobre la razonabilidad de
esas normas en el caso concreto.
Y es allí donde se evidencia con toda fuerza
la hipocresía de un sistema penal basado
exclusivamente en la aplicación del poder punitivo
por el poder mismo desconociendo a su receptor como
miembro de la propia sociedad que promueve la
práctica de la conducta reprochada.
Ocurre que el uso de la violencia estatal a
través de los órganos de represión penal debe
fundarse en el principio de última ratio, pues el
Estado de Derecho encuentra su razón de ser en el
mantenimiento no violento de la organización de la
sociedad. De modo que las conductas que sus miembros
practican amparados en la aceptación global de la
propia sociedad no pueden estar alcanzadas por el
poder punitivo.
En esa línea, como sostiene Ferrajoli “Un
hecho no debe ser prohibido si no es, en algún
sentido, reprobable; pero no basta con que sea
considerado reprobable para que tenga que ser
prohibido” (Ferrajoli, Luigi; Derecho y Razón;
Teoría del garantismo penal; Editorial Trotta; 2006,
pág. 460).
En el caso, dada la aceptación social, no
puede mantenerse la idea de que la conducta imputada
continúa siendo reprobable y, consecuentemente, que
lesiona o pone en peligro el bien jurídico tutelado
por la ley.
De allí que, si se analiza el suceso desde
la óptica que aquí se propone, y se interpreta esa
presunta afectación al bien jurídico con arreglo a
los valores y principios que inspiran y sirven de
cimiento al modelo actual de estado social con
especial fundamento en el respeto a la dignidad
humana, resulta innegable que el reproche penal
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dirigido al procesado Palacios Chingay resulta
violatorio de los principios, derechos y deberes
consagrados por la propia Constitución Nacional.
Desde esa óptica el bien jurídico se erige
como fundamento y como límite del derecho punitivo
del estado.
Como fundamento por cuanto se dirige a
proteger los derechos individuales y colectivos
requeridos para una convivencia pacífica, próspera y
participativa en procura de que sus miembros
obtengan el cabal desarrollo de los derechos y
libertades reconocidos por la Constitución. Es
decir, que los bienes jurídicos deben ser
instituidos y ponderados desde un contexto político
social.
Y, como límite, en cuanto restringe al
legislador a seleccionar sólo los comportamientos
que verdaderamente ostenten la potencialidad de
dañar o poner en riesgo los bienes jurídicos
protegidos por la norma y al juez, en cada caso, a
verificar si esa determinada conducta efectivamente
lesionó o colocó en riesgo el mismo bien jurídico.
De esa manera, resaltando la conexión
material de ese concepto con el principio de
necesidad de la pena que limita al legislador y al
juez a acudir a la facultad sancionadora en casos
estrictamente necesarios y con los axiomas derivados
de última razón y subsidiariedad del derecho penal,
se advierte aún más claramente, la injusticia que
enmarca un proceso penal como el que nos convocó a
su resolución.
Ello por cuanto el Estado, para resolver los
conflictos sociales, debe primero agotar todos los
medios y alternativas políticas para solucionarlo y
sólo acudir al derecho penal como último recurso.
Por todo lo expuesto el Tribunal,
RESUELVE:
HACER LUGAR A LA EXCEPCIÓN planteada por la
defensa y SOBRESEER a JUAN GUILLERMO PALACIOS
CHINGAY en orden al hecho por el cual fue elevada la
presente causa a juicio tipificado como infracción
al inciso “a” del artículo 72 de la ley 11.723, en
grado de tentativa, reiterado en dos oportunidades,
que concursan en forma real, (artículos 336 inciso
3º, 361 y concordantes del Código Procesal Penal de
la Nación).
Notifíquese. Líbrese cédula a la defensa la
que deberá ser diligenciada en la fecha de su
recepción; comuníquese a quien corresponda. Cumplido
ARCHIVESE.
Ante mí:
En la fecha se cumplió con lo ordenado. Conste.-
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/n de agosto de 2013, notifique al Sr. Fiscal de
Cámara de la resolución que antecede, firmando por
ante mí que doy fe.