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Tía Maribel Elisa Serrana

(El Diario Ilustrado, Santiago, febrero 15, 1959)

Deposité la carta sobre la mesa para ver la imagen en mis recuerdos; estaba compuesta de recortes de niña.

Adeudaba a tía Maribel la fantasía que pobló mi infancia. Llegaba el momento de cancelar la deuda y de romper la imagen.

La personalidad de María Isabel- que un día discurriera llamarse Maribel, para que fuera más fácil de pronunciar en ambos idiomas, francés y español- era producto de muchas horas, de dos seres y de un millón de ruedas…

Desde nuestra ventana lo más hermoso que se divisaba era un techo de tejas españolas color rojo usado y en nuestra sala, lo más hermoso que veían nuestros ojos, era el perfil de tía Maribel hecho por una dibujante de moda.

Cuando mi madre salía para la oficina y mi hermano al liceo, me sentaba yo junto al sillón de ruedas de mi padre inválido y hablábamos de ella, nos complacíamos en ella y tras ella dejábamos el muro con flores desteñidas del cuarto

Edificamos un castillo donde reinaba un hada de belleza y encanto fascinadores. El castillo era de piedras medievales y el hada usaba vestidos de Lanvin. Ilusión o realidad, Maribel –ídolo de la infancia de mi padre y más tarde cuñada suya- había conquistado a un brillante secretario de la Legación Austríaca; rico, hermoso y con un título de nobleza por añadidura. Supe detalles de la boda, de los comentarios de la sociedad santiaguina, de las joyas que el conde regalara a su esposa y del trasatlántico en que viajaron desde Valparaíso al Havre. Llegó a describirme mi padre, hasta las ‘’toilettes’’ que lució a su paso por Paris.

Creo haberme visto a mí misma, más allá de la mirada sin luz, ofreciendo mis desvaídos encantos a cambio de un amor, una fortuna y un flamante título de nobleza. Y … no me costaba mucho aceptar mi rol en una sociedad internacional revisteril, donde me acosaban, en absurdo concierto, señores tenebrosos, damas elegantes, villas en la Riviera y hombres muy gordos posándose junto a sus diamantes.

No comprendí entonces que tras esa construcción de belleza, no se escudaba mi padre contra la amargura, más bien la exaltaba. El espejismo lo defendía al brindarle un pretexto de examinar su desgracia, de comparar los destinos, de compadecer a mi madre y de comprobar su propia desgracia a la luz de la felicidad ajena. Después de la leyenda, se compadecía con justificada razón.

La carta me pareció llegar con diez años de atraso. Guardé el cheque adjunto. Tía Maribel me pedía que fuera a verla, pues se encontraba muy sola desde la muerte de su marido; me hablaba también con muchos años de atraso, que era su ahijada y que sentía por mí gran cariño. Pero yo más a tiempo, recordé cosas que ella no mencionaba.

El único regalo que por algunos años recibí de mi tía fue un vestido a la usanza austriaca, lleno de borlas y meriñaques, con hermosas flores tejidas en relieve que duró tanto como mi martirio: me quedaba grande y tenía basta. Mi madre sostenía que era un vestido ‘’fino’’ y que debía usarlo, pero cada vez se renovaba el suplicio: todos me miraban como un ser de otro planeta o más bien de otra época. Yo me sentía extraída de los cuentos de Hoffman.

En cierta ocasión, habiendo mi tía anunciado un próximo viaje a Chile, mi madre esperó su llegada antes de mandarme hacer un abrigo de invierno: ‘’Puede que te traiga uno más lindo –dijo- o tal vez un vestido. Es claro que si te trae las dos cosas, sería una buena economía”. “Tía Maribel me trajo un marinero de felpa azul con un gorro de piqué blanco. [La comilla solitaria está en el texto]

La segunda vez que vino a Chile, fue a raíz de la muerte de mi padre. Llenos de entusiasmo la esperábamos nosotros, como tres cuervos negros de pie en el muelle de Valparaíso. Cuando atracó el barco, mamá divisó a su hermana y, entre gritos y ademanes que causaron la más grande vergüenza a su pobre hijo, me la señalaba dándome toda clase de datos para que yo también pudiera reconocerla.

Tuve una gran desilusión, su hermosura me pareció tenue y el color de su traje no era el que una niña espera ver en un hada o una princesa: vestía sobriamente de gris y una hilera de perlas pequeñas le rodeaban el cuello.

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Nos besó tiernamente y lloró en brazos de mi madre. Mis ojos la atravesaban con insistencia, esperando encontrar en ella mis sueños. No tuve tiempo de sonreírle, tan ocupada estaba en observarla, y menos aún de decir las frases de fineza y bienvenida enseñadas por mamá para postular de niña “bien criada”.

Permaneció en Chile un mes. Durante el cual criticó cuánto sucedía en nuestro país y con mayor razón en nuestra casa. Dio a mi madre abundantes consejos sobre la educación de los hijos -¡no tenía ninguno!- y papeles de Bolsa en los cuales invertir nuestro dinero- ¡nada poseíamos!- Declaró que la enfermedad de mi padre era curable -¡ya estaba muerto!- siempre que se le administraran los debidos cuidados y ciertas drogas maravillosas -¡inexistentes en Chile!

Dos días antes de partir, me llevó a una tienda de juguetes, para que escogiera una muñeca. No me atreví a sugerirle otras cosas que me eran indispensables, sólo insinué que ya había cumplido doce años, pero dudo que prestara atención.

Al despedirse, abrazándonos llena de ternura y de lágrimas, aseguró que yo llegaría a ser “gentilie” con el tiempo, siempre que alguien “se diera el trabajo de pulirme”. La casa recobró cordura y monotonía. No volvió más. Ahora, en mi afán de tener una exacta versión sobre la personalidad de mi tía Maribel, saqué el lente antiguo de mis retinas… sueños y realidad se confundían en él. Más clara que su fisonomía conservaba el ritmo de su cuerpo al andar. Mientras hacía cola en una oficina de Identificaciones en espera de mi pasaporte, me pareció ver su cabeza ladeada y altiva. Las mujeres se volvían a su paso.

‐ ¿Se fija, tía que todas las mujeres la miran? – dije un día. ‐ Es porque voy bien vestida. ‐ ¿No es mejor para una mujer que la miren los hombres? ‐ Sí… en general, pero no cuando se ha gastado una fortuna en un vestido de Schiaparelli… los hombres no

tienen gusto. ‐ ¡Qué divertido…! ‐ Si sólo te miran los hombres, puedes estar segura que vas mal vestida… o… que eres muy joven. Añadió

luego pensativa -: Es claro que entre que te miren por elegante o que te miren por joven, es mejor que te miren por joven.

No era fácil captar tanta sabiduría a los doce años. Tomé el barco que me llevaría a Marsella con un gran deseo, un deseo caro: traer a mi madre un vestido de Schiaparelli.

‐ Cuéntame tía, ¿qué sintió al enfrentar a su nueva familia?- pregunté. Hacía tiempo que estaba yo en Paris, y todavía acosaba a mi tía con indiscretas preguntas sobre su vida y su pasado. Habitábamos un pequeño departamento en la rue George V, cerca de los champs Elysees. No me era fácil destruir la imagen. Cuando creía ver desaparecido el mito construido en mi infancia, surgía tía Maribel, quien al decir una frase cualquiera devenía súbitamente espléndida, calcada de mis mejores sueños.

‐ Algo cohibida, es claro… Franz al avisar a la familia, que vivía en Viena, su compromiso, omitió todo detalle al respecto. Más de alguien interpretó este matrimonio “como obligado por las circunstancias”- Pues grande fue el asombro al no descubrir en mí señales de una próxima maternidad. [no hay guión, ojo con el estilo directo] Lanzó una alegre carcajada. Esperaba verme llegar vestida de araucana. He oído que una tía suya decía con mucha pena: “podía haber sido siquiera, hija de algún dictador”. Mi suegra que era una gran dama –no una dama adaptada como yo- disimuló bastante bien la desilusión causada por esta “mesalience”… Pero ¿qué te estaba contando?

‐ De su llegada a Viena. ‐ Ah, sí… ‐ ¿Cómo iba vestida? ‐ No recuerdo… comprendo que bastante mal. En todo caso no tenía importancia… nadie sabía vestir en la

aristocracia vienesa… sólo algunas extranjeras. ‐ Pero- temblé ante su respuesta- ¿estaría muy bonita?

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‐ No sé… tenía diecinueve años y mucho candor- me tranquilizó la complacuencia [sic] con que miraba es [sic] día lejano. Acababa de terminar la guerra del 14, el Imperio autro-húngaro ya no existía, la corte vagaba por las capitales de Europa, y en Austria no tenía qué comer.

‐ Los nobles defendían su orgullo, tras las murallas de sus castillo [sic] y se alimentaban, con aristocrática dignidad, de la historia de sus antepasados y de la tradición de sus familias. Habían vivido muchas guerras, perdido muchas veces sus fortunas, en ocasiones, habían sido arrasados, despojados y desterrados. Es claro que no siempre esos recuerdos eran bastante fuertes contra la miseria, pero los ayudaba. Alguna volvía a su rango. Era cuestión de tiempo y de soportar el hambre. Te he de advertir que la soportaba con menos quejas que un mendigo; en todo caso con menos quejas que yo.

‐ Pero a su familia no le quitaron el castillo… -porque si mi tía no había habitado un gran castillo de piedra… ‐ No, tampoco el palacio que tenía en la ciudad. Necesitaban tierras y productos. –respiré aliviada.

[Nuevamente, no hay guión de cierre y se enreda la idea de quién habla] Lo demás no me importaba. Necesitaba el castillo con sus altas torres y las murallas de piedra suavizada por brocados y gobelinos. No es la historia de Austria la que te interesa, supongo…

‐ No tía, la suya. ‐ Cuando el coche nos depositó frente a las gradas de su casa, yo temblaba… -Después me he

acostumbrado a todo, no me asustaron los pasos de los nazis sobre el asfalto de Viena, no demostré mucho temor cuando nos echaron de la casa, y conservé la calma cuando el barco en que viajábamos fue bombardeado en el Atlántico rumbo a Nueva York. Encontré a la familia reunida en un enorme salón barroso que con el tiempo llegó a parecerle hermoso”.

‐ ¿Cómo la recibieron? ‐ Disimularon su sorpresa. ‐ ¿Llegaron a quererla mucho? ‐ No sé, pero nos avinimos bien. De ellos aprendí el valor de otras… Un día sugerí la idea de vender algunos

cuadros valiosos en el extranjero. Me miraron con el más profundo desprecio… pero viajé yo misma a Nueva York con las telas enrolladlas bajo el abrigo. Esa es una historia curiosa… que te contaré algún día; ahora debemos prepararnos para ir al teatro.

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Se sabía hermosa y se acpetaba con distracción. Terminó de vestirse para una cena en la Embajada inglesa y quedó un momento pensativa. La atención como el alma de mi tía, eran difíciles de seguir, podía perderse una en un mundo difuso e incoloro. Sacó del cajón un estuche de cuero viejo y rojo, del que tomó un espléndido collar de diamantes que colocó alrededor de su cuello. La contemplé extasiada.

‐ ¿Te gusta mucho? –preguntó divertida- a mí no… es pesado. ‐ Parece de reina. ‐ Demasiado valioso para estos tiempos. ‐ ¿Y en los momentos de mucho apuro…? –insinué. ‐ No olvides que soy la condesa de W… -su tono era despectivo- y una condesa de W… pasa varias veces

hambre antes de vender una joya que pertenece a la familia dos cientos de años-agregó sonriente-. Cuando he tenido ocasión de venderlo es cuando realizo mi condición de plebeya… -Frente al espejo se contempló con desdén-. Me pregunto para qué voy a esta comida…

‐ Encontrará gente interesante. ‐ No más interesante que tú –iba a agradecer tan inesperado halago cuando mi tía agregó-: Es más fácil

encontrar gente interesante bajo los puentes del Sena, que en una comida diplomática. ‐ ¿Por qué no vuelve a Chile? –pregunté. ‐ ¿Y qué voy a hacer yo en Chile? ‐ Lo mismo que hace aquí. Iba a replicar con fuego, pero se extinguió la llama, no me consideraba digna contendora. ‐ Aquí… -dijo como hablando a sí misma- aquí, estoy en Europa.

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Frente a tal argumentación, callé. Se quitó el collar y volvió a depositarlo cuidadosamente en el estuche. ‐ Pero tía, por Dios! ‐ Es demasiado valioso para estos tiempos. ‐ No es usted quien lo lleva, es su nombre, es su casa, es su familia. ‐ Mi nombre, mi casa, mi familia, me han permitido usar una joya falsa durante treinta años… Ahora me

siento vieja.

Sonó el timbre y de un salto me puse de pies. Tía Maribel me detuvo con gesto seco. Le disgustaba que yo no tuviera manera y me condujera como una criada.

Frente a la puerta esperaba un caballero de edad, la cabeza gacha e insegura me hizo pensar en una arteriosclerosis. Arregló las gafas para despejar su garganta.

‐ Mademoiselle, s’il vous plait- su mal acento me resultó familiar. ‐ Madame la comtesse?- respiró aliviado. ‐ Un momento, por favor- me miró agradecido que hablase español. ‐ La condesa debe haberse olvidado. Mi nombre es Ulloa… Federico Ulloa, Presidente de la República del

Perú – Se irguió y con paso majestuoso entroó al “petit salón”- Es deci, ex presidente de la República del Perú. Hizo un gesto vago y tomó asiento, ensimismado en sus recuerdos. Fui Presidente durante muchos años- debe con ello xxx más apropiada descripción de sí mismo- ¡Cómo cambian los tiempos!- su cabeza tembló ligeramente-. La condesa era la mujer más hermosa que he encontrado en mi vida… y eso que he visto algunas- sonrió con malicia.

Entré a la pieza de tía Maribel y anuncié al visitante. -Lo recuerdo muy bien. Salió de su país a raíz de una revolución… - se sentó junto a su mesa de toilette- Lo recibiré con mucho gusto. Yo le decía que esos tiempos habían sido hermosos. Pareció retroceder en muchos años y mirarse a sí misma en ellos con complacencia. Está destronado… ayúdame a arreglarme, debo recibirlo bien. No, es mejor que vayas a hacerle compañía. Es un expatriado, recuerda, debes ser “gentilie”. Me senté a su lado, sintiéndome una extraña. ‐ Hace poco supe que la condesa vive en Paris. Habría vendo antes. Comentábamos con unos amigos de

antaño y yo les aseguraba haber conocido, hace muchos años una mujer tan hermosa, que nunca había encontrado otra que se le pareciera y, para qué decir, que la aventajara… esa mujer maravillosa, les dije, es la condesa de W., ex embajadora en mi patria… Fue entonces que me contaron que vivía en Paris –me pareció sumirse en sus recuerdos ¡no sabía a dónde mirar ni qué expresión dar a mi semblante, de acuerdo con su momento y que no desentonase en su trance.

‐ Sabe, mi buena moza- dijo- para vivir este momento, vales la pena muchos años pasados en este rincón del mundo. Quedé tan impresionada que salí corriendo para poner en guardia a mi tía.

En medio de mi agitación traté de explicarle que debía respetar el éxtasis de su admirador y ser con él extremadamente cariñosa.

‐ …dice que nunca olvidará esa visión. Tía, debe ser para él, en verdad, una visión. ‐ Y… quiere verme. Se volvió hacia mí, húmedos los ojos, luego dejó caer las manos sobre las rodillas con

expresión cansada. ‐ Anda, dile que estoy indispuesta… que no me es posible recibirlo. ‐ No puede ser, sueña con verla –supliqué. ‐ Será el único ser en Europa que todavía sueña…! ‐ No puede darle tamaña desilusión. ‐ Precisamente… anda dile que no me es posible recibirlo, que lo siento en el alma, que estoy indispuesta-.

Vacilé todavía, a punto de echarme a llorar-. ¿Qué no ves hija, que estoy tratando de conservar su ilusión…?

 

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