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Carpinelo Como si nada. Esa fue mi respuesta. Cuando Vulcano me dijo algo, acerca de lo vivido en entorno inmediato. En ese escenario de brutalidad manifiesta. Como yendo en proclama no cierta, en lo hace a la vida. Como de hinojos ante lo vituperario explosivo. Y, sigue diciendo él, fui a todas partes. En el lugar del refugio. En lo tendencial inferido. E hizo referencia manifiesta a mi rol de empecinado anacoreta tardío, de creencias fútiles, o perversas. En acto pleno de descifrar códigos. En él eso era. En lo mío una figura parecida a lo que fue y es la contraternura. Como vía simple de volverse impávido sujeto. Malogrado para la esperanza. Dechado de insolvencias avenidas con la ignominia. Presuroso, estrecho, vociferante personaje. Y él, en diciéndome esto, se hizo volador en las tinieblas. Yendo y viniendo en todo lo habido en el escenario territorial. Geográfico, físico. En nexo lúcido con la solidaridad, no mediática. En potencia perpleja, posible. Y sí que, este yo mío revulsivo, se convirtió en protagónico petulante. De inmensas noches vocero. Y no por su negrura bella. Más por lo que esta tiene de terminación transitoria de la brillantez toda. Y ese solo estar con la Luna nuestra. Y que, en prontitud aviesa, he colmado de matices punzantes, por vía lacerante. Y, a mí mismo, me dije lo que soy ahora. Y le increpé como macho perdulario, o que es y ha sido él. Amante autónomo y libertario. De su hombre inmenso. Como que exhiben la dulzura entre dos. Ese tipo de esperanzador vuelo. Él y Él en asombrosa construcción de lo amatorio. Herejía hermosa. Y yo le digo que son anti natura. Tal y como he aprendido a expresar el lenguaje de la ortodoxia enfermiza, prepotente. Y los seguí a todas partes. Más allá de su entorno de vida exuberante. Hasta el abismo mío inmediato. En condición de vulnerador. De ideología enana manifiesta. De simple roedor empedernido. Acechante personaje. Buscador de suplicios inquisidores. Para Él y Él. Diciendo por todos los rincones de la Tierra, lo mucho que son compulsivos degradadores. Y, con ese inventario

belígero y otras tramas

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Carpinelo

Como si nada. Esa fue mi respuesta. Cuando Vulcano me dijo algo, acerca de lo vivido en entorno

inmediato. En ese escenario de brutalidad manifiesta. Como yendo en proclama no cierta, en lo

hace a la vida. Como de hinojos ante lo vituperario explosivo. Y, sigue diciendo él, fui a todas

partes. En el lugar del refugio. En lo tendencial inferido. E hizo referencia manifiesta a mi rol de

empecinado anacoreta tardío, de creencias fútiles, o perversas. En acto pleno de descifrar códigos.

En él eso era. En lo mío una figura parecida a lo que fue y es la contraternura. Como vía simple de

volverse impávido sujeto. Malogrado para la esperanza. Dechado de insolvencias avenidas con la

ignominia. Presuroso, estrecho, vociferante personaje. Y él, en diciéndome esto, se hizo volador en

las tinieblas. Yendo y viniendo en todo lo habido en el escenario territorial. Geográfico, físico. En

nexo lúcido con la solidaridad, no mediática. En potencia perpleja, posible.

Y sí que, este yo mío revulsivo, se convirtió en protagónico petulante. De inmensas noches vocero.

Y no por su negrura bella. Más por lo que esta tiene de terminación transitoria de la brillantez toda.

Y ese solo estar con la Luna nuestra. Y que, en prontitud aviesa, he colmado de matices punzantes,

por vía lacerante. Y, a mí mismo, me dije lo que soy ahora. Y le increpé como macho perdulario, o

que es y ha sido él. Amante autónomo y libertario. De su hombre inmenso. Como que exhiben la

dulzura entre dos. Ese tipo de esperanzador vuelo. Él y Él en asombrosa construcción de lo

amatorio. Herejía hermosa. Y yo le digo que son anti natura. Tal y como he aprendido a expresar

el lenguaje de la ortodoxia enfermiza, prepotente.

Y los seguí a todas partes. Más allá de su entorno de vida exuberante. Hasta el abismo mío

inmediato. En condición de vulnerador. De ideología enana manifiesta. De simple roedor

empedernido. Acechante personaje. Buscador de suplicios inquisidores. Para Él y Él. Diciendo por

todos los rincones de la Tierra, lo mucho que son compulsivos degradadores. Y, con ese inventario

de palabras, hice creer que debían ir al destierro. Hasta allá. Hasta ese horizonte dantesco. Por lo

que esto tiene de ser entendido ambulatorio, con el martirologio en ciernes.

Por la vía de esa trepidación instantánea, conseguí el aval de los neo-moralizantes cruzados. Dibujé

su bella ilusión, en íconos terciarios; en extinción merecedores. De su espuria relación. Eso dije yo.

Mientras Él y Él, transitaban por el universo agobiante. Pero con la Fe puesta en su don de amantes

absolutos. Y Él, Vulcano Y Él, Ámbar, se hicieron a la mar plena. Navegando retando al viento

horadante. Sosegando las aguas saladas y potentes. Jugando, en travesuras magníficas, al lado de

las criaturas convocadas por ellos. Y estaban los niños, las niñas. Y todo lo habido en vida inmensa.

Criaturas marinas, suyas. Criaturas milenarias, en lo que estas tienen de las infancias todas. En

Historia de vida convertidos. Como referentes de vida sublime, limpia, sutiles, versátiles.

Y, en esa derrota mía; de mi soledad como sujeto vulnerador; traté de llevar la vocería en contra

de esos dioses (Ámbar, Vulcano), henchidos de ilusiones prístinas. Y convoqué a los procuradores

de oficio. Esos mendaces cuidadores de la moralidad como yunta perversa. Y los convoqué a mí

alrededor. Para disponer el recurso de matanza. De gobernanza inicua. Y sí que dispusimos

vendetta imaginada y ejecutada por nosotros.

Ese día, precisamente, cuando Ámbar y Vulcano, alzaron vuelo libertario. En la inmensidad de

nuestra ciudad habitada. Dispuse su muerte. En la pira aciaga, violenta. De lento fuego asfixiante.

Maniatados los conduje, como visir moderno, al cadalso. Estaba yo. Estaban Él y Él. Soplando

viento de acerado frío. Viento de Norte a Sur. E incendié los cueros de sus seguidores. Se hizo

humo degradante, inquisidor protagónico. Los vi en claudicación física, sin respiro. Soplando viento

cálido, benévolo ascendieron. Él y Él libertarios. Con sus libertarios amigos y amigas. Y los vi hasta

perderse en el infinito espacio.

Justo, hoy en día, me encuentro en reclusión de alma. De dolor infinito. En mi perversidad

apocado. Y sí que, los y las libertarios (as) sujetos; hicieron danza hermosa, absoluta, alrededor de

mi cuerpo lleno de estigmas, dolorosas. Y sí que morí yo. Ese día. Día de la libertad de Él y Él.

Hetaira nuestra

La conocí en el universo habido. Siendo ella mujer de libertad primera. En esa exuberancia que me

tuvo perplejo. Durante toda la vida mía. Siempre indagándola por su pasado sin fin. Siendo este

presente su expresión afín a lo que se ama en anchura inmensa. Siendo su belleza el asidero de la

ternura. En su andar vibrante. En caminos por ella pensados. En ese ejercicio lujurioso sublime,

herético. Me fui haciendo a su lado, como sujeto de verso ampliado. Me dijo, en el ahora suyo, lo

mucho que podía amarme. Diciéndole yo lo de mí viaje al límite gravitatorio. Ofreciéndole todo el

ozono vertido en el fugaz comienzo que se hizo eterno. No por esto siendo mera expresión de

momento. Ella, a su vez, me enseñó sus títulos. Siendo el primero de todos su holgura en lectura y

en palabras. Yendo en caravana de las otras. Con ellas deambulando de la mejor manera. Por ahí.

Por los anchurosos valles. Por los mares empecinados en demostrar su fuerza. Cogiendo el viento

en sus manos y arropándolo para que no se perdiera. En fin que, la mujer mía libre; se fue

haciendo, cada vez más explayada en recoger lo cierto. En lucha constante con la gendarmería

despótica. Fue cubriendo con su cuerpo todos los lugares no conocidos antes.

La vi llorar de alegría inmensa. Cuando encontró la yerba de verde nítido. Y las aves volando que

vuelan con ella. Me dijo lo que no decir podían las otras. Juró liberarlas. Y sí que lo hizo. Con su

ejército de potenciado. Uno a uno. Una a una, fueron apareciendo. Espléndidos y espléndidas. Con

el traje robado a la Luna nuestra. Sin oropeles. Pero si hechos con tesitura amable. Elocuente.

Enhiesto. En ese andar que anda como sólo ella puede hacerlo. Todos los lugares, todos, se fueron

convenciendo de lo que había en esa belleza extraña. No efímera. Cambiante siempre. Siendo

negra que fuere. Y amarilla superlativa. Y blanca venida a la solidaridad de cuerpo. En mestizaje

abierto, profundo.

Como queriendo, yo, decirle mis palabras, me enseñó a tejerlas de tal manera que surgió la letra,

el lenguaje más pleno. Siendo, ella, lingüista abrumadora en lo que esto tiene de amplitud posible,

para enhebrar las voluntades todas. Haciéndose vértebra ansiosa, a la vez que lúcida para la

espera. Me trajo, ese día, los mensajes emitidos en todas partes. Conociéndola, como en realidad

es, me fui deslizando hasta la orilla del cántico soberbio. Y, estando ahí, triné cual pájaro milenario.

Convocando a mis pares para ofrecerle corona áurea, a ella. Para efectuar el divertimento nuestro,

ante su potente mirada. Negra, en sus ojos bellos. Locuaz conversadora en la historia entendida o,

simplemente, en latencia perpendicular, en veces, sinuosa en curvatura envolvente, en otras. De

todas maneras permitiendo el encantamiento ilustrado.

Este territorio que piso hoy; se convertirá en paraíso para las y los herejes todos y todas. Para

quienes han ido decantando sus vidas. Evolucionando enardecidas. Como decir que el ahínco se

hace cada vez más cierto; por la vía de la presunción leal, no despótica. Aclamando la voz

escuchada. Voz de ella sensible. De iracunda enjundia permitida, plena, elocuente. Conocí, lo de

ella en ese tiempo en que casi habíamos perdido nuestros cuerpos. Y nuestras palabras todas. Y sí

que, en ese viaje permitido, me hice sujeto mensajero suyo. Llevando la fe suya; como quiera que

es fe de la libertad encontrada.

Uno a uno, entonces. Una a una, entonces; nos fuimos elevando en las hechuras de ella.

Transferidas a lo que somos. Conocimos las nubes no habidas antes. Y los colores ignotos hasta

entonces. Y las lluvias nuevas. Venidas desde el origen de la mujer que ya es mía. Y digo esto,

porque primero me hizo suyo, en algarabía de voces niñas, trepidantes en potencia de ilusiones,

engarzadas en el cordón obsequiado por Ariadna; hija de ella. Concebida en libertaria relación con

el dios uno, llamado por ella misma, dios de amplio espectro. Hecho no de sí mismo; sino por todos

y todas. Siendo, por eso mismo, dios no impuesto desde la nada. Más bien dios dispuesto como

esperanza viva vivida.

Cuando terminó mi vida, al lado de ella, me fui al espacio soñándola como el primer día. Cuando,

con ella, comenzó Natura embriagante, nítida. Dominante.

Protista

Cuando tuve ese sueño complejo, me sentí inmerso en las condiciones primeras. Cuando no había

aprendido a navegar. A andar. Por la vía de sujeto próspero en ilusiones coincidentes con mi instar.

La soñé en lo recóndito de su belleza plena, avasallante. Y me hice viajero cohibido, en el

significante de ser intrépido. Como convocante al ejercicio de vida. Con hilatura limpia, absoluta.

Ella estaba, entonces, en la cumbre potenciada de su amplitud. De su holgura de creyente en la

sabiduría como conocimiento sutil. Abierto a toda perspectiva; afín a la locomoción herética.

Inasible para los gendarmes de vuelo a ras de la tierra. Hice, por lo tanto, recorrido en territorio

áspero, en procura de la imponente mujer establecida. En conocido terreno. Y, en lo desconocido

en universo todo. Supe que no podía emularla. Por lo mismo que ella es sujeta de inmenso

enhebramiento. En esa seguidilla de seres cambiantes. Con la mira puesta en la velocidad del

tiempo luz. Pero, en el entretanto inmediato, sabía asir la vida en la evolución máxima posible.

Sabía, ella, del pundonor aplicado al crescendo nutriente de lo móvil, en veces imperceptible.

Yendo hacia los entornos amados por todos y todas. Algo así como sopladura del viento tierno.

Pero, al mismo tiempo, en ese ir prefigurando la visión de la vibrante hechura, en vida.

Se fue creciendo mi cortejo hacia ella. Yo, en esa condición envolvente, de lo palaciego. En

condición de simple heredero de nichos ululantes. Hice del caminar en camino entero, no otra cosa

que hacedor torpe de lo orgánico viviente. No lo pude entender en esa velocidad soportada en el

paso que paso de lo suyo. De ella. Orientadora de la pulsión coqueta. Ella, entreviendo la juntura

explayada de las condiciones vivas. En ese proceso. En eso de entender lo cambiante; como

ejecución en la lentitud misma. Como si anhelara lo consciente. En el entendido de Natura.

Iridiscente, en veces. En lo opaco imperceptible, en otras.

Subiendo, ella, que subiendo fue legítima pieza corpórea. En ese estar en ciernes. Sin los

predicamentos formales, lineales. Más bien en ese avizorar el futuro, por la vía de proponer una

bitácora cierta. Siendo, entonces ella, el sonido hecho, aupado. Con ella mirada suya como miríada

vertebradora de lo concreto. Por la vía de lo complejo del paso a paso. No volátil. Como si fuese

mero nutriente impávido. Más bien cómo hacer primero. Sin nostalgias entendidas como haber sido

sujetas y sujetos ya. Impulsando el quehacer ahí. En donde el ser y ser está cifrado de manera

cambiante, dialéctica. Como soporte ampliado de su conocer, de su concepto, de su impronta

azuzada siempre por aquella noción de lo vivo, no premeditado. Más como insumo que viene desde

el ayer lo milenario. En tiempo no recogido. No contado. Como entendiendo lo suyo como

inmensidad. Con patrones de vocería, siempre inconclusos. Pero nunca atados al olvido de lo ya

aprendido. En, digo de nuevo, posibilidad en albur que fue evidenciado lo inmediato, como hechura

de lo tendencial. En las probabilidades, siendo razón. Y siendo no-razón al mismo tiempo. En la

diatriba convertida en ternura. Siempre ella, nunca ella misma primera, igual.

Al fin no tuve que volar buscándola, en el horizonte ya percibido. Pero nunca hecho fin eterno. Me

vi avocado en premura instantánea. En ese ir sin ella. Ya posicionada de su rol. En lo inverso y

directo. Yo la vi, vuelvo y digo, como diosa guía. Como en posición de ser instrumento. A la vez

constante. A la vez cambiante. Y yo icé banderas relampagueantes. Como mojones imponentes,

por lo mismo que fueron y son herencia de ella. Después d haber sido convidado a su nombre. Para

convertir la vida simple, en cimera compleja. Sin cronología formal.

Y, en lo que digo hoy mismo, está cifrada su vida punzante. Cada nada hecha la misma, pero

distinta. En equilibrio imposible. Porque Natura sigue yendo. En infinita potencia. Ella solo es

momento. Yo seré, también, un momento que paso a paso pasa.

Belígero

Desde el día en que lo vi por primera vez, intuí su perversidad. Como cuando uno advierte historias

pasadas, alrededor del quehacer de un determinado sujeto. Vivíamos en Villa Esperanza. Mi familia

llegó allí antes que la suya. Cuando su familia se trasladó desde Miraflores, hasta acá, él tenía trece

años. Yo estaba adportas de cumplir diez. Conocí que nació juntando expresiones, desde ahí,

bandidescas. No había cumplido cinco años, cuando se vio involucrado en una pelea con su vecino,

un niño de seis años. Lo golpeó con una piedra, hasta causarle la muerte. De ahí en adelante fue

todo un personaje cruzado por conflictos sucesivos. Estuvo en Villapinzón, en condición de exiliado.

Los habían amenazado los hermanos de Andresito, el niño muerto. Allí, dispuso toda su capacidad

para realizar actividades de vulneración a sus pares. Algo así como incendiar las casitas de cartón

con las cuales disfrutaban la mayoría de niños y niñas; también el envenenamiento de los

pececitos de colores que habían criado don Fulgencio y doña Matilde, en la pecera situada en el

parquecito del barrio. Un diciembre, estando en pleno desarrollo las festividades alusivas a la

navidad, rompió el pesebre comunitario, incluidas las figuritas en yeso que replicaban a María, José

y los pastorcitos. En la tienda de don Eufrasio, robaba arepas y buñuelos, cada día.

Su madre, doña Heliodora, se enfermó de tanto escuchar quejas y amenazas, dirigidas a Valdemar.

Además de soportar vejaciones constantes de que era víctima don Amaranto, el padre. Cada día se

agravaban más las dolencias de la señora. Hasta que quedó postrada en cama. Se le olvidó

caminar; sus piernas empezaron a llenarse de fisuras y postemas, cada vez más dolorosas. Perdió

la capacidad para hablar de manera fluida; llegando a una tartamudez que no le permitía

comunicarse con las otras personas.

Entre tanto, Valdemar, seguía creciendo. En cuerpo y en acciones de vulneración. Cada vez más

profundas. Organizó una banda de niños a los cuales iba adiestrando y que efectuaban cuanta

fechoría les dictaba “El Jefe”; como se hacía llamar. Empezaron a exportarlas a los otros barrios. En

la alcaldía y en la estación de policía conocían cada caso. Y, hasta cierto punto, sufrían la

impotencia para detener el avasallamiento de la banda. Todo se fue tornando inmanejable. Como

aplicando la figura de las imprecaciones y los daños materiales y espirituales de los pobladores del

municipio.

Esa tarde en que llegaron al barrio, todo empezó a ser un presagio de lo que iba a pasar. Como ese

tipo de intuición aciaga. Como si, en el aire, flotara la perversidad a que íbamos a ser sometidos y

sometidas. Ya, en la noche, conocí la noticia relacionada con las primeras andanzas de “Valde”,

como lo llamaba don Amaranto. La Iglesia del Pilar fue saqueada. Todo se perdió. Desde la

custodia, hasta los candelabros que adornaban la nave principal. En la cantina de la esquina. La de

don Belisario Garzón, Valdemar empezó a beber cerveza y aguardiente. A quienes cruzaban la

esquina, les ofrecía licor. Todo el que quisieran y pudieran beber.

No había pasado un mes, cuando todo el barrio empezó a sufrir el cerco de este sujeto y de los

amigos que empezó a traer desde los barrios aledaños. Creció en número de sujetos la banda que

se hacía llamar “Los enviados”. Cada nada victimizaban a los otros jóvenes. Les robaban sus

pertenencias y los agredían. A las muchachas las manoseaban. Violaron a dos niñas (Rosalbita y

Pancracia). Casi mueren, debido a la hemorragia derivada de ese hecho agrio y perverso. Las casas

eran abiertas con alambres. De día y de noche, robaban.

Y sí que empezó el éxodo. El barrio se fue quedando solo. Las casas fueron envejeciendo sin nadie

por dentro. El municipio se fue inundando de temor. El alcalde Diofanor y el capitán Mesa Laverde

Egidio, dio orden a los escasos policías que quedaban, de levantar todo lo habido y abandonar

todo el caserío. Mi familia y yo, fuimos a dar a la Vereda San Escolástico, de municipio Peña

Redonda. Desde allí. Desde ese altico vimos como todo ardía. Sentimos el vacío profundo. Y

supimos que Valdemar murió. Lo enterraron casi vivo, después de haber sido herido por sus

mismos compañeros, acompañados por el Capitán, que había jurado venganza.

Doncella

Lo dibujé en el espacio habido. Tracé líneas oscilantes, por lo mismo que cada quien dice lo que

quiere, a la hora de definir su rol. Justo ese día había propuesto a Diana que estuviéramos juntos.

Por siempre. Mi justificación hablaba del hecho manifiesto de querer estar con ella. En cualquier

parte. Desde mucho tiempo atrás esta obnubilado por ella. Como si fuese cómplice del querer estar

que traspasa la línea mínima. Algo así como querer volcar en ella todo lo mío. Y le dije que la había

visto en sueños, desde el día mismo en que nació. Que la había visto crecer. Que, todos los días, la

veía en su bañerita en plástico. Que veía a su madre arroparla en la toallita que le obsequió don

Sofronio y su esposa, doña azalea. Y que la veía alzar sus manitas para alcanzar los móviles

expuestos por doña Mariela, su tía. Y que, en el día a día, la veía jugar con Juan Pablo y con

Valeria. Ahí en el parquecito. Cuando retozaban en lo más puro de la infancia de todos y todas. Y

entraba en el escenario lúdico la exuberancia suya, pasando que haciendo pasar cada gesto hecho

risa absoluta. Y que la veía en el jardín, con su uniformito acicalado de estrellas color rosado. Y que

la seguí hasta la escuelita. Y que le decía todos los días, lo linda que estás mena. En el “aquí te

espero”, luciérnaga mía. Para hacerte fácil amar. Aun en esa holgura de años que te llevo. Siendo,

como en efecto soy, cuerpo de años muchos. Pero que te sigo mirando y esperando. Y que te

esperaré, por siempre. Deteniendo las calendas. Hasta que tus doce añitos, evolucionen. Te espero

de dieciocho. Y te veo en mi cama. Agarrotada del frío de esta ciudad punzante. Y que te cobijo

con el manto de mi madre, por mi heredado, Y que te canto los cánticos de niña traviesa, pura,

deslumbrante.

Y ya, como en cuerpo ajeno, te sueño tendida en cama, anhelándome. Con esa espera traducida en

los gemidos hermosos de quien se siente poseída. A todo momento y en cualquier lugar. Y voy

hilvanando los tiempos. Y duermo para hacer menos larga la espera. En un desfile de ilusiones

manipuladas, por mí mismo. Y me veo horadando lo tuyo. Con absoluta delicadeza. Dándole tiempo

al mismo tiempo que corre y vuela. Y sí que, saliste de la escuelita hoy. Con tu valija. Llevando los

cuadernos y los lápices. Y me acerqué a ti. Y cogí tu mano tersa. Con ese negro hermoso,

extendido por todo tu cuerpo. Y te invité al Bazar de Las Marionetas. Y te divertiste tanto que hasta

lloré al verte. Y, después, fuimos al parquecito de los sueños idos. Y jugaste con todos y todas tus

pares, allí. Y te arropé luego. Después de lo hecho y del cansancio exhibido.

Simplemente no pude más. Ese día, al recogerte en la escuelita, te dije que iríamos a disfrutar lo

más hermoso de la vida. Aquí y ahora. Y te llevé a ese cuarto azulado. Te mostré las cortinas. Y las

ventanas. Y te mostré el patio construido por mí mismo. Ahí, como enjuto y pequeño. Pero con la

capacidad para expandir el brillo de cada día. De nuestro Sol. Bello, a veces. Hiriente otras. Y te

dije no espero más. Hagámoslo ahora. Dame tu vida en este lugar. Quiero ya. No después. Y dijiste

que sí. Y te desvestí en lo inmediato. Tu delantalcito rojo lo abrí y lo coloqué ahí, en esa sillita que

ya estaba. Y deslicé mi mano por tu pubis. Y noté que se iba inflamando tu clítoris. Y tuis pechos.

Y, yo, me exacerbé en locura. Te abracé. Y te hice mía. Cabalgando en tu cuerpo. Y tú gemías. Y

me arañabas. Y reías. Y me decías abuelo mío, por ahí no es. Déjame orientarte. Y abrías más tus

piernas. Y me guiaste hasta esa cavidad asombrosa. En esa juntura estrecha toda. Y lo hice como

me lo dijiste. Y, ya ido en mis fuerzas todas, te vi dormitar. En placentera exhibición de regocijo y

cansancio. Y vi crecer tu vientre. Allí mismo. Cada minuto más. Y alcé tu cuerpo. Ya dos. Lo que

antes era uno. Y pasó el tiempo en velocidad creciente. Y, allí mismo, nació nuestro Ámbar. Y

empezó a llorar, como niño que era. Y vi tu rostro de niña de doce añitos. Exuberante. Gozoso. Y lo

hiciste arropado mimo hermoso.

Al salir los tres, caminamos sin rumbo. Tú y nuestro Ámbar, riendo por ahí. Y fuimos a Lago

Dorado. Nos bañamos en desnudez. Y veíamos pasar a la gente. Y reíamos al verlos. Y retozamos

como infantes todos. Y me dije a mi mismo que ya había vivido lo que más anhelaba. Ya te había

tenido y había hecho en vos, un lugar para seguir creciendo. En ese vientre ávido de sentirme. De

hacer crecer mi ser sembrado.

Gobernanza

Me dijeron, en silencio, palabras, no aprendidas nunca, que yo era presagio malvado. Y si lo dijo

ella es verdad absoluta; a pesar que yo ya no estaba en ella, como en el otro tiempo vivido. La

suya, una opción dicha, pensada, absoluta. No recuerdo, además, en qué día la vi en primera vez.

Solo que era ella a quien buscaba. En ese portal cambiado. Recuerdo, en cierta reflexión le dije que

yo era sujeto ladrón bueno. Que había robado los anillos del Padre Saturno. Simplemente, lo hice,

cualquier día, Cuando me propuse ir al Sol. En vuelo raudo. A bordo del imaginario propuesto. En

cualquier noche hermosa, con sus miradas puestas en sitio lejano. Viajé tiempo luz. Venido, yo,

desde mi pasado. Y, en el ahora, Le exhibí uno de mis trofeos. Diciéndole que puedo dar más de

mí. Y ella, en constante opulencia de cariño, asumió que lo mío estaba en relación directa con su

mando incorpóreo, pero mando es. Inquieta caminó por sendero agreste, agrio. Ninguno de los

hacedores de pensamiento pudo con ella. Silente en todo lo actuado. Y lo por actuar a futuro. Se

hizo ave multicolor. Volando en torno al tesoro que le propuse. Para que fuera tomado por ella.

Casi omnipotente mujer encendiendo hoguera amiga. Simple en el fuego ampliado. Un Teseo

hecho pluma absoluta, en el discurso de mi Natalia amada, desde mí ser en vientre. Sin que ver

pudiera. Pero, estaba ahí, es la misma. Dueña de poderes dados por antepasados suyos. Le fueron

transferidos, en el comienzo de tiempo no medido. No ajeno. Natalia fantasía total. En huella

dejada en cada camino. Y cada vuelo suyo implementado en elemental soplo de vida. Siendo, ya,

libertaria no inmolada. Por lo mismo que escapa en la sombra de la noche. Y escapa en la

brillantez hecha. Fue por todo el universo habido. Visitando las estrellas nuevas y longevas.

Irradiando, sin mesura, la vida misma, como ella. Poseyendo la magia creativa, llena de lúdica

potencia.

Embriagado de su envoltura primigenia, yo empecé a vagar. Día y noche. Caminando sus caminos

ya hechos. Le dije, con voz dotada de toda la fuerza tenida. Un sortilegio prematuro. Y, por esto

mismo, libre. Sin aspavientos vergonzantes. Y la miré a sus ojos. Con los míos aguados, henchidos

de su fulgurante atavío, puesto ahí. Con cierta sorna pasajera. Me propuso, al vuelo nítido, rodar

por calle, amplia o estrechas. Pero sí de empalagosa melodía. En composición elaborada en su

honor, por las lisonjeras figuras, hechas cuerpo. Y, se embriagó de tonos nuevos y pasado. Y danzó

por todos los mares. Dominando al viento protagónico siempre. Le dijo lo que este pudo entender.

El trajín es mío. Cansino empezó a desmoronarse. En su alrededor, como entorno punzante, suyo.

Y se fue perdiendo en aire afanado. Aire suyo amplio. Aire de su niñez. Habiendo pasado setenta

veces siete en días. Cuando apareció en escena, en esfuerzo de su madre, Elizabeth sonora.

Atizando la coquetería que iba a otorgar a ella, mi Natalia.

Y, en ese pasado inmenso de atrás en el tiempo me fui diluyendo. Como si no supiera proponer

nueva vida. O como si no supiera mirar atrás, buscándola. Ella allá en lejanía infinita, orientaba el

fin y el comienzo. Bruñendo las caras de mujeres como ella. En ese acero plata. Como aleación de

vida. Desde allá me dijo lo que debería pensar. De lo que me era permitido actuar.

Una vez más, Natalia en libertad ganada por sí misma. Ya entronizada como comienzo y como no

final. Lo mío, insisto en ello, se fue perdiendo. Como cuerpo y como ilusionario contexto. Solo

quedó vivo mi amor por ella. Flotando. Yendo y viniendo bajo áurea prepotente, pero bella en este

ahora y siempre.

Eufonía

Ni tanto que suene la música, Como si fuese perenne regreso. En visión de bagatelas ajenas. En

apertura de ilusiones recién perdidas. En devenir de horizontes aciagos. Arrasados por huestes de

exterminio. Cifradas. Y expresas. Nítidas. En envolvente hilatura de araña pérfida. Como litigio

oneroso con la vida misma mía. Universo en circularidad. Va y viene empalagoso. Como repetición

de ese y todos los naufragios. Incluidos los de Ulises, vértebra de mares. Consumidor de mil

billones mil de porciones de agua al cubo enésimo.

No tanto, pues, que suene el horadante son. De dispares notas. En SI Bemol acorazado. RE MAYOR

de desamparo. No lúcido. En diatriba de tonos insulsos. Como desarmonía y distorsión. De

perdición de ondas que vuelan. Buscando recepción. En larga y corta coordenada. Para ejercer

emisión en jerigonza. En palabras cifradas. Monotemáticas puyas. En canto convocante. En

contubernio con lo inhóspito. Con fetiches de tiempo milenario.

No tanto, en sí, la envoltura híbrida. Tibia. Como vomitivo espiritual Hecho con sales y dulces

descontinuados. Como en remolino de entelequias. Como inanes reflexiones y gestos. En esa

perdición que es el quehacer conquistado a partir de la mentira virulenta. A partir de la locomoción

inerte. Como cepa adherida a la juntura inhumana. De trascendente asfixia en porfía.

Y di cuenta, por esto, de lo que he sido. Desde más atrás de ayer. Y en el hoy vivido. De lo que he

vertido en los caminos transitados por mí mismo. Como sujeto de ansias atrapadas. En la invidencia

sumido. En trajín que es afín a lo que decía haber odiado. Haber desdibujado. Como corolario

asido. Cosido. Permitido por lo bajo. Fruncido en ovillo. Como imprecación bastarda. Como

lobotomía aceptada. En este y en los otros tiempos de antes.

Y, en pretensión enfermiza, le di vueltas a lo que fui y dejé de ser. Caminando en remedo de paso

de cangrejo. En la seguidilla de pasos dispares. Va y viene. Lateral. Horizontal. Horizontal. Lateral.

Y, a lo sumo, me fui viniendo y yendo. En repetición repetida. En ejercicio de lentejuela vestido. Ido

y venido he perdido. Por lo mismo que mi Levante está en el Sur. Y mi Poniente en el Norte.

Bicruzado. Como quien no acierta. Ni ha acertado nunca. Ni con lo uno ni con lo otro. En ese

Viacrucis no religioso. Pero tampoco vía de apertura. De itinerancia heterodoxa.

Y dije y dije, que la música de escucha hoy. Como vida en ciernes y ya realizada. Es horadante.

Perniciosa. Como voz que acosa y mata. Y lo dije ayer. Volviéndolo a decir hoy. Y lo diré mañana.

Que lo que soy y he sido, volveré a ser en el tiempo. A futuro. Repitiendo lo ya repetido. Lo ya

hablado. Lo ya dicho. Por mí. Por los otros y las otras. En el vuelo en contraviento.

Y me quedé ahí. Expectante. Atento a la llamada. De los insumos de percusión. De los tronantes

pitos de los vientos. De las cuerdas en desentono. Y me quedé como palimpsesto hospedante.

Esperando, tal vez, el volver de lo ya ido. Como esperando regreso de lo que fue. En enervante

concierto de voces alambicadas. De reverencia meliflua, Con alma de vasallo. Que si estuvo, en

otro tiempo libre, el hoy es eso. Solo reverente sujeto. Acicalado. Perdido. Obnubilado. Asido al

último barco que se perdió. Olvidado por Marco Polo en Alta Mar.

Tiempo hoy. Tiempo ido. Lugar ayer. No el mismo hoy.

En ese lugar que veo ahora, empecé a hilvanar opciones. Estando ahí, hace tiempo ya. Tiempo del

cual uno, casi siempre, habla como que fue y hoy ya no es. Pero que, en ese tejido de tiempo, se

ha expresado, en día a día, parte de lo que soy ahora. Como quien asume que lo habido fue, en su

momento, presente para mí y para los otros y las otras. Y que, en esa lejanía medida en las

unidades disponibles y precisas, se hizo lugar un afán. O una lentitud. O un cuerpo mío. O cuerpos

cercanos a mí. En esa holgura gratificante que llamamos amistad. O nexo puro de amantes. O,

simplemente, un camino que no transité. Tal vez, porque no supe que lo había. En esas

condiciones, entonces, lo mío ahora, fue un diferente en ese tiempo ido.

Ese lugar que palpo, en el hoy cercano, fue en ese tiempo ido otro lugar, siendo el mismo. Y, en él,

fui yo abierto sujeto viviendo lo habido. Con ese afán de ser, siendo uno como vertido en todos y

todas. En lazos plenos. O de untura amorfa, a veces. Pero lazos, en sí. Y por si mismos nexos y

opciones. En veces expandidas. En otras de restricción uncida.

Lugar que amo. Con todo lo que he sido andante incierto en unos caminos vistos. En otros que he

ignorado, andante de ceguera vergonzante. Tanto como entender que he sido y soy impávido

testigo. De sucesos y de acciones. Muchas veces de agravios. Pocas veces como ilusionarios

convocantes. A vivir e incitar a vivir la vida.

Y voy, entonces, en tránsito de este lugar, al mismo. Siendo otro al mismo tiempo. Porque, siendo

hoy presente, avanzará a futuro. Certeza tengo, eso sí, que haré camino andado. De la mano de

aquellos y aquellas que, conmigo, vivan y sientan este hoy; como posibilidad. Como latente vida.

Que, siendo ella en sí, será otra mañana.

Como en esos días idos. Siento el hoy como término del camino. Que empecé andar en esos días

ya pasados. Y que fui allá y aquí. En esa figura espacio-tiempo que permanece y, a la vez cambia,

con el paso desde los días idos, a los días de hoy que vivo.

Qué lugar, pues, este. El de hoy. Que fue ayer. Que será en los días que vienen. En contubernio

bello entre espacio y tiempo. Asilo para los que somos y para los que, después de mí, de los otros y

las otras, vendrán después. Que, en tiempo medido, será mañana. O pasado. En fin que será otro

tiempo cosido al lugar este. Que ha sido antes. Y es hoy. No el mismo. Pero si otro mismo.

Diferente. Pero igual. En lo que esta dialéctica habida, tiene de haber sido ayer. De ser hoy. Y ser

después.

Buscador-preguntón

Y que sería del muchachito que vi otro día. Y de la niña volantona. De palabra va y viene. De

recordaciones. El niño de siete mares. Olvidadizo de continuo. Que vio una y mil veces, en pasado

casi remoto, a Pocahontas. Niña que miró y mira por ahí. De calle en calle. Como tratando de tejer

más de una ilusión. Niños de escasos dientes todavía. Que están cosiendo, ahora, las hojas de

cuaderno. Para garabatear en próximos días. La libélula aspaventosa. Y el gato de mil botas

nuevas. Y a la lechucita andariega en noche. Niñas que juntan brazos y ojos. Para ver y coger. Las

Lunas nuevas y llenas. Los Soles vestidos de rojo. En estos atardeceres en sueño.

Y que sería de esos niños de negro cabello. Y todos negros. De pies a cabeza. Con esos ojazos de

negrura también expresa. Y las negras niñas. De trompa bravía. Ceñudas. Hijas de cuenteras y

cuenteros. La última vez la vi en Pacífico de Caloto. De Tumaco y Buenaventura. Negritas

juguetonas. De palabra limpia y atrevida. Y esas volantonas. Diciendo y jugando. Y cantando el

Duerme Negrito. Y los sones cantos en repetido alegre. Creativo.

Y…¿ será que se perdieron del todo?. Si nos más los vi y las vi. Hace poco. El mismo día en que

mataron a los dos paeces. ¡Sí los de palabra y ruta de autonomía! Y sí que dolió eso. Así, de una.

Lo hicieron los de manos agrestes. Y peor contera de vida. Los del por ahí afanado mentiroso.

¿Será que por eso se escondieron los piojosos?

Y me revolqué en preguntadera. En duda dudosa. Casi impía. Y los busqué en todo abierto terreno.

Viviendo lo vivido. Preguntando lo preguntado ya. Por toda esquina. Y toda calle. Llamándolos. A

grito amplio. Nombrándolos. Qué los negros negrura. Que las negras negruminas porfiadas. Qué las

blanquitas y blanquitos perezosos y perezosas.

Y ya en la vacancia de escuela. Vuelvo y paso. Pregunte que pregunte. Qué si pasaron o se rajaron.

Qué si juegos nuevos van a jugar. Y qué dónde y cuándo. Para estar ahí. Embelesado. Como sujeto

nuevo viejo. El mismo que vuelve y dice hoy, lo mismo de ayer y del año pasado.

Y me metí, a vuelo, por el ladito. En esa esquina de barrio viejo. El de antes. Volviendo al tiempo

ido. Y qué Barrio ese. En el cual hicimos rondas y las jugamos y las cantamos. Y recordando me fui

yendo. Hasta encontrarme a mí mismo. En esos fines de año. Bien vividos y jugados. En lo justo de

lo subvertor. En la perseguidera de globos. En la sonadera de sonajeros hechos a pulso. De puras

tapas y alambres. Y me seguí metiendo. Volviendo a ver esas ilusiones hechas por los de la patota

limpia. Frentera. Deconstruyendo verdades no ciertas.

Y, de reversa, me devolví. Y volví a los y las de aquí y ahora. Negros cejudos. Negras coquetas.

Blancuzcos. Cachetones. Coloradotes. Y dele a la fregadera berrionda. Como si nada. Jodiéndolos

con eso de que me cuenten que están jugando. Si le están dando a la pelota. La de patear. O a la

grandecita del baloncesto. O si se le están dedicando solo a la tele. Medio podrida, digo yo.

Y, en fin que me cansé de ir yendo por ahí. Todo día y Toda hora. Buscándolos y buscándolas. Para

hablarles de eso y de lo otro también.

Un día después del sábado

Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún tiempo. Ya he estado en varias

ocasiones. Pero lo de hoy es, particularmente especial. Esa nostalgia que me ha invadido. Como

convocante a dilucidar, de una vez por todas, el tipo de camino a emprender. La concreción de la

caminata. Hasta cierto punto estoy mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este

tiempo tan lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado. Recuerdo el impulso básico,

por todas las calles andando. Las voces que llamaban a la expresión de la vida, en medio de cada

arrabal. Siendo yo, todo, condensación de esperanza. Aún, habiendo vivido como lo había hecho:

casi como tósigo que penetra y hunde, en lo más hondo, el espíritu de fe y de liberación.

Que día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas las voces. Diversas. Ansiosas

de no sé qué. Porque, por esto mismo, es mi brega. Por distanciar. Pero puede más mi soledad de

búsqueda impenetrable. Como siento ahora el silencio. Como me he dejado llevar por el vértigo del

dolor nefasto. Que tritura y destruye, todo lo que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas

limitaciones mías. Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me colocan en cepo

eterno.

Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; alzando el vuelo hacia la didáctica de la lúdica

primaria. Emergiendo en cada esquina. Como repetición dichosa que me hacía feliz. Ese pasado

inmenso, que añoro. Tal vez porque, siendo niño, no veía desaparecer las cosas bellas. Así como si

nada. Que bipolaridad enhiesta. Entre sentir el vacío y sentir, también, la fascinación de lo

cotidiano. Recreando la sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor imaginario. Con

el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne.

Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este presente. Hecho trisas el

insumo fundamental. Una vida que se corroe a sí misma. Sin saber porque. En veces, ensayando la

diatriba del insulto; como expresión de rechazo. En veces augurándome a mí mismo toda la

felicidad posible por venir. Sin que llegue. Como ese límite en lo del día. Como llegando allí, sin

llegar al fin. Como depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de manera

tardía, me engulle y de satura.

Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo nuevo. Sin dejar de ser yo

mismo. Sin olvidar que existía. Precisamente por eso, para mí, son añoranzas de ternura. Aún ahí,

en ese lodazal que amenazaba con permearme a cada paso. Con todo aquello que dolía. Con todo

y que sentía el contubernio entre la tristeza y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en

el juego callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de deambular por ahí. Por

cualquier parte.

Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por dónde mirar lo sublime; ahoga mis ímpetus. Esos que creí

que nunca perdería; después de haber bebido la fuente de la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú

y tu alegría desbordada. Allá lejana. En ese otro territorio; en el cual también es domingo. Pero

otro, no este mío.

Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había percibido, solo me recorre el

beneplácito de haber vivido. Como memoria que no habilita nada más que la victoria de los dioses

que siempre he odiado, desde el mismo día en que hice ruptura con mi universo no profano. Desde

el día en que dije no va más mi sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento

religioso perverso.

Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que ver con el crecimiento de la ansiedad,

como castigo, tal vez. No lo sé en ciencia cierta. Y vuelves a aparecer allí, en esa esquina de esta

plaza empalagosa, en lo que esto tiene de perdición del poder de la magia de amar. Siendo, en

este lugar, sujeto que no atina a resolver el entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y

que liquida, a cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor severidad.

Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto. O si ha de ser una nueva

esperanza. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez ande por ahí y yo no la he visto. Es posible que haya

acabado de pasar y ha dejado su suspiro en el aire. Y si ya pasó, no sé si lo volverá a hacer. De

pronto, quien sabe cuándo.

Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas, diciendo nada; me he volcado al

vacío. A ese espacio que no creía mío. Pero que, ahora en este domingo que cuento, se erige como

presencia soberbia. Tal alta como monte Everest. Tan aletargadora que, por si misma, hace

enmudecer, el grito de potencia que creía tener.

A no ser por tì, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta acá. Como águila

gendármica. Atravesando esos pesados montes que veo allá, en la terminación del Sol, al menos

por hoy. Y si fuese así, yo diría que la esperanza podría volver; a no ser que tu vuelo de águila

inmensa, se detenga a mitad de camino y regrese hasta donde a cualquier hora partiste.

Bajo Fuego

Ayer no más estuve visitando a Fabiana. Me habían contado de su situación. Un tanto compleja,

por cierto. Y, en verdad la noté un tanto deteriorada en su pulsión de vida. “Es que no he logrado

resarcirme a mí misma. Porque, estando para allá y para acá, se me abrió la vieja herida. No sé si

recuerdas lo de mi obsesión por lo vivido en lo cotidiano. Simplemente, así lo entendí en comienzo,

estaba unida al dolor por las vejaciones constantes. A esa gente que tanto he amado. Verlos, por

ahí, sin horizontes. En una perspectiva centrada en la creciente pauperización. Pero no solo en lo

que respecta al mínimo de calidad de vida posible. También en eso de ver decrecer los valores

íntimos. Ante todo, porque, se ha consolidado un escenario inmediato y tendencial, anclado en la

preeminencia de los poderes económicos y políticos, de esos sectores, de lo que yo he dado en

llamar beneficiarios fundamentales del crecimiento soportado en la explotación absoluta. En donde

no existe espacio posible para la solidaridad y los agregados sociales indispensables para aspirar,

por lo menos, al equilibrio. Y no es que esté asumiendo posiciones panfletarias. Es más en el

sentido de decantación de lo que he sido. Siendo esto, una tendencia a la sublimación de la

heredad de quienes se han esmerado por construir opciones que suponen una visión diferente. De

aquellos y aquellas que lo dieron todo. Que lo arriesgaron todo, hasta su vida. Por enseñar y

comprometerse a fondo.

Es tanto, Germán, como sentir que he llegado casi al final de mi caminata por la vida. Porque siento

que no hay con quien ni con quienes. Aunque parezca absurdo, todos y todas que estuvieron

conmigo, han emigrado. Han cambiado valores por posiciones políticas en las cuales se exhibe una

opción de acomodarse a las circunstancias. A vuelo han desagregado el compromiso y las

convicciones. Por una vía de simple repetición de discursos anclados en lo que ellos y ellas llaman

Desenmascarar, en vivo, a esos beneficiarios fundamentales. Convirtiendo la lucha en debates

insulsos. Porque, a sabiendas de ello, pretenden construir lo que se ha dado en llamar tercera vía.

O, lo que es lo mismo, una connivencia con los depredadores. Con aquellos y aquellas que se han

posicionado como controladores. En consolidación de un Estado que, en teórico es social y de

derecho. Pero que, en concreto, no es otra cosa que las garantías de su permanencia. Vía, un

proceso que es como reservorio. Como eso de asimilar eventos, que para nada lesionan su razón

de ser.

Y, estoy en un parangón. Sé que he ido y he venido. En veces como noria. Como lo que llamarían

mis contradictores, un ejercicio ramplón. Supra ortodoxo. En fiel posición, que no es más que una

figura asimilada a esa utopía sinrazón. Es como si hubiese llegado a un punto que ejerce como

estación de vida. Como convocando a desandar lo andado. Como que no alcanzo a dimensionar los

bretes diarios. Como si convulsionara. Como si, ni para aquí ni para allá. Y eso duele Germán.

Porque es una soledad casi absoluta. No me hallo. Tanto como soportar una comezón visceral.

Siendo, entonces, así he optado por vivir lo mío. Ahí, encerrada. Hermética. Sabiendo lo riesgos.

Porque cuando se llega a un momento como este, es tanto como querer no ir más. No forzar más a

la vida en lo que esta no me puede dar. Desde ahí, hasta la regresión paulatina, solo existe un

nano segundo…”

Ciertamente, me conmovió la Fabiana. Con todo lo que la he querido. Con todo lo que vivimos en el

pasado. Definitivamente la admiro. Pero me entra el temor de que, en verdad, no quiera ir más.

Y pensado y hecho, a escasos tres días de haber hablado con ella supe, a través de Juliana, que

encontraron su cuerpo incinerado. Murió como esos bonzos que otrora, en público, se incendiaban.

Fabiana, simplemente, se fue. Y, aún en eso, se destaca su entendido de vida. Bello, pleno y de

absoluta lealtad con ella misma.