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SIS ENA L ECTURA DE LLENGUA C ASTELLANA EL DESTINO DE LA SAL Los corpulentos hermanos Adriani y Martei Gonzalov vivían apartados en una isla cercana a la península de Kola, en el Océano Glacial Ártico, una gran masa de agua que no sabía a nada, un océano sin sabor a sal. Se habían trasladado hacía tiempo a dicho lugar con el propósito de aislarse de sus vecinos rusos. No se llevaban bien con nadie. Tras la erupción de un misterioso volcán que había quedado sepultado bajo las frías aguas del océano, en la pequeña isla donde residían los gigantescos hermanos todo estaba rodeado de sal. Al parecer, durante la violenta explosión la tierra había expulsado, en lugar de lava, toneladas y toneladas de sal de gran pureza. Así, la isla de los dos hermanos se había convertido en un gran almacén del mineral del que carecían sus convecinos. Los habitantes de Rusia no tenían ni una pizca de sal para preparar sus comidas, así que tenían que pedir a Adriani y a Martei que les vendiesen parte de sus reservas. Los hermanos Gonzalov, a grandes zancadas, cruzaban el estrecho, saltaban el trozo de mar que los separaba de la tierra firme y llegaban a la gran Rusia cargados de una sal que cobraban a muy buen precio, sal que todo el mundo compraba por necesidad. Adriani y Martei, sin embargo, defendían con celo su isla y no permitían que nadie pusiese los pies en sus dominios, pues no estaban dispuestos a que nadie se pudiese adueñar de la preciada sal.

Castellà, sisena lectura

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S I S E N A L E C T U R A D EL L E N G U A C A S T E L L A N A

EL DESTINO DE LA SALLos corpulentos hermanos Adriani y Martei Gonzalov vivían apartados en una isla cercana a la

península de Kola, en el Océano Glacial Ártico, una gran masa de agua que no sabía a nada, un océano

sin sabor a sal. Se habían trasladado hacía tiempo a dicho lugar con el propósito de aislarse de sus

vecinos rusos. No se llevaban bien con nadie.

Tras la erupción de un misterioso volcán que había quedado sepultado bajo las frías aguas del

océano, en la pequeña isla donde residían los gigantescos hermanos todo estaba rodeado de sal. Al

parecer, durante la violenta explosión la tierra había expulsado, en lugar de lava, toneladas y toneladas de

sal de gran pureza. Así, la isla de los dos hermanos se había convertido en un gran almacén del mineral

del que carecían sus convecinos. Los habitantes de Rusia no tenían ni una pizca de sal para preparar sus

comidas, así que tenían que pedir a Adriani y a Martei que les vendiesen parte de sus reservas.

Los hermanos Gonzalov, a grandes zancadas, cruzaban el estrecho, saltaban el trozo de mar que los

separaba de la tierra firme y llegaban a la gran Rusia cargados de una sal que cobraban a muy buen

precio, sal que todo el mundo compraba por necesidad. Adriani y Martei, sin embargo, defendían con celo

su isla y no permitían que nadie pusiese los pies en sus dominios, pues no estaban dispuestos a que

nadie se pudiese adueñar de la preciada sal.

Los Gonzalov eran fanfarrones y muy egoístas. Pasaban la mayor parte del día bramando a pulmón

abierto frases publicitarias que lograban atrapar a los compradores rusos. <<¡Tenemos la mejor sal, la

única, la irrepetible! ¡Sal pura de la isla Gonzalov!>>. Con sus gritos alertaban a la población rusa de que

muy pronto un nuevo cargamento del mineral partiría hacia el país. De ese modo, se aseguraban que no

les faltarían los compradores al pisar tierra firme.

Un buen día, Martei experimentó un cierto pánico al comprobar que, fruto de los gritos que hacían

retumbar todos los rincones de la isla, se había abierto una gran grieta en la principal montaña de sal del

lugar. Comunicó lo sucedido a su hermano y juntos fueron a inspeccionar la isla. Tras las miradas de

Page 2: Castellà, sisena lectura

desconcierto ante la impresionante grieta que se había formado en medio de la montaña, Adriani

concluyó que había que darse prisa e intentar vender todo el mineral que quedaba en tierra firme antes de

que la montaña se desplomase del todo. Los Gonzalov eran acérrimos amigos del trabajo duro; solo

pensaban en vender, vender, vender y tratar de ganar dinero a toda costa. Así, pues, incrementaron los

viajes a Rusia con el objetivo de sacarse de encima toda la sal restante, conseguir un buen pellizco de

monedas de oro por ella y tratar de salvar su isla.

Al tercer día de frenética actividad, cuando ya eran muchas las idas y venidas de los gigantes hacia la

firme Rusia, Adriani se dio cuenta de que su hermana no volvía. Preocupado, decidió efectuar un viaje más

(cargado de sal, cómo no, para aprovechar el desplazamiento), y una vez en el continente comprobó que

la muchacha caminaba tranquilamente cogida del brazo de un enclenque gigante rubio de ojos azules y

belleza física evidente. Adriani intentó convencer a su hermana de que debía regresar con él a la isla; le

dijo que ya casi habían conseguido sacarse de encima toda la sal, pero que aún quedaba mucho trabajo

por hacer. Martei, entre besos y arrumacos, no le hizo el más mínimo caso a su hermano; ella tenía claro

que había encontrado al amor de su vida y que no tenía intención alguna de volver a su aburrida vida.

Adriani regresó enfurecido a la isla sin su hermana y empezó a propinar puñetazos como un loco a lo

que quedaba de la montaña de sal. Fuera de sí, dio mordiscos terribles a la estructura y, cogiendo

enormes puñados del material, lo lanzó con fuerza hacia la vecina Rusia con la intención de alcanzar al

gigante que le había robado a su hermana para tratar de aniquilarlo. Muy pronto la grieta que partía el

corazón de la montaña se desangró y la isla empezó a hundirse. Adriani quedó a merced de la furia del

océano en el mismo instante que la punta de la isla naufragaba. Antes de desaparecer, sin embargo, pudo

percibir con sus labios un sabor algo extraño impregnado en el agua, un sabor parecido al de la sal que él

se había dedicado primero a trasportar, luego a vender y, finalmente, a tirar sin sentido. Poco después, se

hundió en un océano salado…

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