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LITERATURA UNIVERSAL VI SELECCIÓN DE CUENTOS POSMODERNISTAS FRANZ KAFKA EL VIEJO MANUSCRITO Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan. Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día. Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos. Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede. También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días. Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey. Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio. -¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y

Cuentos posmodernos

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LITERATURA UNIVERSAL VISELECCIÓN DE CUENTOS POSMODERNISTASFRANZ KAFKAEL VIEJO MANUSCRITOPodría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta elmomento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunosacontecimientos recientes nos inquietan.Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenasabro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a laplaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modoque no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejosde las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar lasespadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plazatranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir denuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; peroesas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, elriesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idiomapropio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha esegraznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tanincomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprendernuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacerademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esasocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quierendecir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. Nopuede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace aun lado y se las cede.También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuandoveo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades sela llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a unjinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. Elcarnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotroscomprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades seencontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe loque se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y unamañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda unahora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas yalmohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desdetodos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salirhasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino,estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de lasventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardínmás interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas,contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga yeste tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer pararepelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salirmarchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas.La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamospreparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de

cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.ANTE LA LEYAnte la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que lepermita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. Elhombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a unlado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerdaque soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hayguardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que nopuedo mirarlo siquiera.El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible paratodos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña,su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le daun escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Confrecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobremuchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y,finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto demuchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Esteacepta todo, en efecto, pero le dice:-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de losotros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su malasuerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida queenvejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y largacontemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, tambiénsuplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, yya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de laoscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le quedapoco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confundenen su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardiánpara que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardiánse ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entreambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces quedurante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidosperciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.UNA PEQUEÑA FÁBULA"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tangrande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos adiestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la últimacámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer"."Solamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió.LA PARTIDAOrdené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fuí alestablo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de unatrompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. El no sabía nada, y escuchó nada. En elportal me detuvo y preguntó: "¿A dónde va el patrón?" "No lo sé", le dije, "simplemente fuera

de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en quepuedo alcanzar mi meta". "¿Así que usted conoce su meta?", preguntó. "Sí", repliqué, "te loacabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta".JAMES JOYCEEVELINESentada ante la ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyabacontra las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estabacansada.Pasaba poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo desus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero de grava que seextendía frente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellosacostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo yconstruyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas yoscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine,los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo,Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastónde ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia yavisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices enaquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía muchotiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; lamadre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra.Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar.¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantosaños había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dóndeprovendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de loscuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nuncahabía averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la pared, sobre elviejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las promesas hechas a la beata MargaretMary Alacoque. El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éstemostraba la fotografía a su visitante, agregaba de paso:-En la actualidad está en Melbourne.Ella había consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas lasimplicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y lagente a quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que trabajarmucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supieranque se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubiertopor medio de un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco detirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba.-Señorita Hill, ¿no ve que estas damas están esperando?-Muéstrese despierta, señorita Hill, por favor.No lloraría mucho por tener que dejar la tienda.Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría; ella,Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como lo había sido sumadre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se sentía en peligro ante laviolencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que le había producido palpitaciones. Mientrasfueron niños, su padre nunca la maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest,porque era una niña; pero después había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupabade ella sólo por el recuerdo de su madre. Y en el presente ella no tenía quién la protegiera:Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias, estaba casi siempre en algúnpunto distante del país. Además, las invariables disputas por dinero de los sábados por lanoche comenzaban a fastidiarla sobre manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas -sietechelines- y Harry enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Éstela acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría el dinero que

había ganado con dificultad para que ella lo tirara por las calles; y muchas otras cosas, porquegeneralmente él se portaba muy mal los sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero ypreguntarle si no pensaba hacer las compras para el almuerzo del domingo. Entonces elladebía salir corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negroabriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada bajo su cargade provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y hacer que los dos niños quehabían sido dejados a su cuidado fueran a la escuela regularmente y comieran con la mismaregularidad. Era un trabajo pesado -una vida dura-, pero ahora que estaba a punto de partir nole parecía ésa una vida del todo indeseable.Iba a ensayar otra vida; Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el barco dela noche, para ser su mujer y para vivir juntos en Buenos Aires, donde él tenía un hogar queaguardaba. Recordaba muy bien la primera vez que lo había visto; había alquilado unahabitación en una casa de la calle principal; y ella solía hacer frecuentes visitas a la familia quevivía allí. Parecía que hubieran transcurrido sólo pocas semanas. Él estaba en la puerta de laverja, con su gorra de visera echada sobre la nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bronceado.Así se conocieron. Él acostumbraba encontrarla a la salida de la tienda todas las tardes, y laacompañaba hasta su casa. La llevó a ver La Niña Bohemia, y ella se sintió endiosada alsentarse junto a él en las butacas más caras del teatro. Él tenía gran afición por la música ycantaba bastante bien. La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba lacanción de la muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre agradablemente confusa.Él, en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Al principio, para ella resultó emocionantetener un amigo, y luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de países distantes. habíacomenzado como grumete por una libra mensual en un barco de la Altan Lines que iba alCanadá. Le nombró los barcos en los que había trabajado y enumeró las diversas compañías.Había navegado a través del estrecho de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indiospatagones; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y sólo había vuelto a su patria para pasar lasvacaciones. Naturalmente, el padre de ella se enteró, y le prohibió, terminantemente,continuar tales relaciones.-Conozco a esos marineros... -dijo.Un día, su padre discutió con Frank, y después de eso ella tuvo que encontrarse en secreto consu enamorado.La tarde se oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el regazo seiba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había envejecido últimamente,según había notado; la extrañaría. A veces se portaba muy bien. No hacía mucho, una vez queella debió permanecer en cama durante un día, él le había leído en voz alta una historia defantasmas y le había preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía,fueron a merendar a la colina de Howth. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de lamadre para hacer reír a los niños.El tiempo transcurría, pero ella continuaba sentada junto a la ventana con la cabeza apoyadaen la cortina, aspirando el olor de la polvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podía oír unorganillo callejero. Conocía la melodía. Era extraño que justo esa noche volviera pararecordarle la promesa hecha a su madre: la de atender la casa mientras pudiera. Recordó laúltima noche de enfermedad de su madre; estaba en el cerrado y oscuro cuarto situado delotro lado del vestíbulo, y había oído afuera una melancólica canción italiana. Dieron alorganillo seis peniques para que se alejara. Recordó la exclamación de su padre, cuando volvióal cuarto de la enferma.-¡Malditos italianos! ¡Ni siquiera aquí nos dejan en paz!Mientras meditaba, la lastimosa visión de la vida de su madre trazaba una huella en la esenciamisma de su propio ser; aquella vida de sacrificios intrascendentes que desembocó en lalocura final. Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su madre repitiendo una y otra vez,con estúpida insistencia, las voces irlandesas:-¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun!Se puso de pie con súbito impulso de terror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él le

daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de ser desgraciada? Teníaderecho a ser feliz. Frank la tomaría en sus brazos, la estrecharía en sus brazos. La salvaría.***Estaba en medio de la movediza multitud, en el muelle del North Wall. Él la tenía de la mano, yella sabía que él le hablaba, que le decía con insistencia algo acerca del pasaje. El muelleestaba lleno de soldados con mochilas pardas. A través de las abiertas puertas de los galpones,entrevió la masa negra del barco, inmóvil junto al muelle y con los ojos de buey iluminados. Norespondió. Sentía sus mejillas pálidas y frías y, desde un abismo de angustia, rogaba a Dios quela guiara, que le señalara su deber. El barco lanzó una larga pitada fúnebre en la niebla. Si seiba, mañana estaría en el mar, con Frank, rumbo a Buenos Aires. Sus pasajes habían sidoreservados. ¿Podía volverse atrás, después de todo lo que Frank había hecho por ella? Laangustia le produjo náuseas, y siguió moviendo los labios en silenciosa y ferviente plegaria.Sonó una campana, que le estremeció el corazón. Sintió que él la tomaba de la mano.-¡Ven!Todos los mares del mundo se agitaron alrededor de su corazón. Él la conducía hacia ellos, laahogaría. Se tomó con ambas manos de la verja de hierro.-¡Ven!¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se aferraron al hierro, frenéticamente. Desde el medio delos mares que agitaban su corazón, lanzó un grito de angustia.-¡Eveline! ¡Evy!Él se precipitó detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que élcontinuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva,como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni dereconocimiento.D.H. LAWRENCEEL CABALLITO DE MADERA GANADOREra una mujer hermosa. Había reunido todos los atributos que puede deparar la vida, y sinembargo, la suerte no la acompañó. Se casó por amor, y el amor se hizo añicos. Tuvo hermososhijos, y siempre creyó que la obligaron a tenerlos. Entonces no pudo amarlos. Ellos la mirabancon frialdad, como si la culparan de algo. Y ella pronto sintió que tenía que ocultar alguna falta.Sin embargo, nunca supo cuál fue la culpa que debía encubrir. Y cuando sus hijos estabanpresentes, se le endurecía el corazón. Esto la inquietaba, y en su inquietud trataba demostrarse afectuosa y siempre predispuesta a ellos, como si los amara. Sólo ella sabía que ensu corazón conservaba un rincón duro por el que no podía sentir amor, no podía amar a nadie.Todos decían: "Es una buena madre. Adora a sus hijos". Sólo ella y sus propios hijos sabían queeso no era verdad. En sus miradas se podía cristalizar la verdad.Tenía un varón y dos niñas. Vivían en una casa confortable, con jardín, con criados discretos, yse sentían superiores a todos los vecinos.Aunque no sacaban a relucir las apariencias, en el hogar reinaba siempre cierta ansiedad. Eldinero nunca era suficiente. La madre cobraba una pequeña renta, y el padre tenía otrapequeña renta, y eso no alcanzaba para conservar la posición social que debían simular. Elpadre trabajaba en una oficina de la ciudad. Tenía expectativas interesantes, pero esasexpectativas nunca se concretaban. Y aunque conservaran las apariencias, la temible sensaciónde la escasez de dinero persistía siempre.Por fin dijo la madre:—Veré si yo puedo hacer algo.Aunque no sabía por dónde empezar. Se devanó los sesos, probó esto y aquello sin encontrarnada satisfactorio. El fracaso grabó en su rostro profundos surcos. Sus hijos crecían y prontoirían a la escuela. Hacía falta dinero, más dinero. Y el padre, siempre muy elegante y generosopara satisfacer sus gustos, nunca podría hacer nada que valiese la pena. Y la madre, con muchafe en sí misma, no logró mejores resultados; y por otra parte, era tan derrochadora como elpadre.Y así fue como en la casa dominó aquella frase: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más

dinero!". Los niños la oían en Navidad, cuando los juguetes caros y espléndidos llenaban sucuarto. Detrás del espectacular caballito de madera y detrás de la elegante casa de muñecas,una voz, de pronto, susurraba: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!". Y los niñosinterrumpían sus juegos para escuchar la voz. Se miraban entre ellos para comprobar si todosla habían oído. Y cada uno veía en los ojos de los otros que también habían oído la frasefatídica: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!".Las palabras salían, en forma de murmullo, de los resortes del caballito de madera, que aún semecía, y el caballo también las oía, bajando su cabeza de madera. Y la muñeca grande, tanrosada, hundida en su cochecito nuevo, también la oía con toda claridad. Y al oírla acentuabauna sonrisa de lástima. Y aun el perrito bobo, que ocupaba el lugar que antes era del oso depaño, tenía ahora una expresión estúpida muy peculiar, por el hecho de que acababa de oír elsecreto que deambulaba por la casa: "¡Hace falta más dinero!".Sin embargo, nadie se animaba a decirlo en voz alta. El rumor estaba en todas partes, y por lotanto, nadie lo expresaba abiertamente, así como nadie dice: "Estamos respirando", a pesar deque lo hacemos diariamente.—Mamá —dijo un día Paul—, ¿por qué no tenemos automóvil propio? ¿Por qué usamossiempre el de tío o tomamos un taxi?—Porque somos los parientes pobres —dijo la madre.—¿Y por qué somos los parientes pobres, mamá?—Bueno —dijo la madre tranquila y amargada—, supongo que es porque tu padre no tienesuerte.El niño estuvo un rato en silencio.—¿La suerte es dinero, mamá? —preguntó, al rato, con timidez.—¡No, Paul! No es exactamente lo mismo. La suerte es lo que hace que uno tenga dinero.—¡Oh! —dijo Paul algo confundido—. Yo pensé que cuando tío Oscar decía "sucio lucro" serefería al dinero.—Lucro quiere decir dinero —dijo la madre—. Pero es lucro y no suerte.—¡Oh! —exclamó el niño—. Entonces, ¿qué es la suerte, mamá?—Es lo que hace que uno tenga dinero —repitió la madre—. Si tienes suerte, tienes dinero. Esmejor nacer con suerte que nacer rico. Si eres rico, en algún momento puedes perder tudinero. En cambio, si tienes suerte, siempre ganarás más dinero.—¡Oh! ¿En serio? ¿Y papá no tiene suerte?—No, para nada —respondió ella con amargura.El niño la miró con una expresión vacilante.—¿Por qué? —preguntó.—No sé. Nadie sabe por qué algunos tienen suerte y otros no.—¿No? ¿Nadie pero nadie? ¿No hay nadie que sepa?—¡Quizá lo sepa Dios! Pero Él nunca lo dice.—Oh, pero debería decirlo. ¿Tú tampoco tienes suerte, mamá?—No puedo tenerla, recuerda que estoy casada con un hombre sin suerte.—Pero tú por sí sola, ¿no tienes suerte?—Antes de casarme creo que sí. Pero ahora veo que soy una desdichada.—¿Por qué?—¡Bueno, basta de preguntas! Quizá no sea desdichada en realidad...El niño la miró para ver si lo que decía era cierto. Pero advirtió por la expresión de su boca, quealgo estaba tratando de ocultar.—Bueno, de todas maneras —dijo con firmeza—, yo soy una persona de suerte.—¿Por qué? —preguntó su madre echándose a reír.Él la miró. Ni siquiera sabía por qué había dicho tal afirmación.—Dios me lo confesó —repuso, para no retroceder en su afirmación.—¡Ojalá sea así, querido! —contestó la madre, riendo nuevamente, con algo de resentimiento.—¡Es cierto, mamá!—¡Excelente! —dijo la madre, utilizando una exclamación típica de su marido.

El niño se dio cuenta de que ella no le creía, que no le hacía caso a sus afirmaciones. Esto loofuscó. Deseó castigarla para que le prestara atención.Se marchó, solo, con su andar infantil, buscando la clave de la suerte. Absorto, sin reparar enlos demás, iba y venía, con cierta prudencia, buscando interiormente la suerte. Queríaencontrar la suerte, quería encontrarla sí o sí. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas, enel cuarto de juegos, él montaba en su gran caballo de madera y se lanzaba al espacio en unaarremetida salvaje, con un impulso que inquietaba y distraía a sus hermanas. El caballogalopaba impetuoso, los cabellos oscuros y ondulados del niño flameaban y en sus ojos habíaun extraño fulgor. Las chiquillas no se animaban a hablarle.Cuando su alocado viaje finalizaba, ponía pie a tierra y se plantaba ante el caballo de madera,observando fijamente su cabeza gacha. La boca roja del animal estaba apenas abierta, y susgrandes ojos vidriosos resplandecían.—¡Vamos! —ordenaba quedamente al impetuoso caballo—. ¡Llévame a donde está la suerte!¡Anda, llévame!Con la fusta que le había pedido al tío Oscar, azotaba al caballo en el pescuezo. Sabía que elanimal, si él lo obligaba, lo llevaría hasta el lugar de la suerte. Y montaba de nuevo,reanudando su furioso galope, con el deseo y la firmeza de llegar, por fin, a donde estaba lasuerte.—¡Romperás el caballo, Paul! —decía la institutriz.—¡Siempre cabalga así! —aclaraba Joan, su hermana mayor—. ¿Por qué no se quedatranquilo?Y él se limitaba a mirarlas con odio y en silencio. La institutriz se resignó a corregirlo. Imposiblesacar algo interesante de él. Al fin y al cabo, ya era bastante grande para que ella lo cuidase.Un día, su madre y su tío Oscar entraron en mitad de uno de sus galopes impetuosos. El chicono les dirigió la palabra.—¡Hola, mi pequeño jinete! —dijo el tío—. ¿Corres una carrera?—¿No eres demasiado grande para un caballito de madera? Ya no eres una criatura —dijo sumadre.Pero Paul tan sólo la miró irritado, con sus ojos azules, grandes, más bien hundidos. No queríahablar con nadie cuando estaba en plena carrera. Su madre lo observó ansiosa, con ciertapreocupación.Por fin, bruscamente, el niño dejó de espolear el mecánico galope del caballo y bajó a tierra.—¡Bueno, llegué! —anunció con entusiasmo, con los ojos azules todavía brillosos, bienseparadas las piernas largas y robustas.—¿A dónde llegaste? —preguntó su madre.—A donde quería llegar —replicó.—Muy bien, hijo —aprobó el tío Oscar—. Nunca hay que detenerse hasta llegar a la meta.¿Cómo se llama el caballo?—No tiene nombre.—¿Se las arregla sin un nombre? —preguntó el tío.—Bueno, en verdad tiene varios nombres. La semana pasada se llamaba Sansovino.—Sansovino, ¿eh? El ganador del Ascot. ¿Cómo sabes su nombre?—Siempre habla de carreras de caballos con Bassett —aportó Joan.El tío se quedó maravillado al descubrir que su sobrinito estaba informado de las noticias sobrelas carreras. Bassett, el jardinero —herido en un pie durante la guerra y que había conseguidosu empleo por recomendación de Oscar Cresswell, su antiguo patrón— era un verdadero sabioen cosas del turf. Vivía en el ambiente de las carreras. El niño lo acompañaba.Oscar Cresswell lo supo todo por medio de Bassett:—El niño viene y me pregunta, y yo no tengo más remedio que contestarle, señor —dijoBassett con total solemnidad, como si hablara de temas religiosos.—¿Y alguna vez apuestas algo al caballo que te ha aconsejado él?—Bueno... No quisiera delatarlo. Es un jovencito muy discreto, un buen camarada, señor.Preferiría que se lo preguntara usted mismo. En cierto modo, le produce placer nuestro

secreto y por lo tanto, perdóneme, pensaría que yo lo he traicionado.Bassett seguía tan serio que parecía en misa.El tío fue a buscar al sobrino y lo llevó a dar una vuelta en su automóvil.—Dime, Paul —le preguntó—, ¿alguna vez apostaste a un caballo?El niño observó atentamente a su tío.—¿Por qué? ¿Acaso no debería hacerlo? —replicó, poniéndose a la defensiva.—¡No, nada de eso! Pero se me ocurrió que tal vez podrías ofrecerme un "dato" para elLincoln.El automóvil ingresaba en la campiña, por el camino a la casa que el tío Oscar tenía enHampshire.—¿De veras? —preguntó el sobrino.—¡De veras, hijo! —replicó el tío.—Bueno, entonces, juégale a Daffodil.—¡Daffodil! Difícil que gane. ¿Qué opinas de Mirza?—Sólo sé cuál será el ganador —dijo el niño—. Y el ganador será Daffodil.—¿Daffodil, eh?Hubo una pausa. Daffodil era un caballo bastante mediocre.—¡Tío!—¿Sí, hijo?—No lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo he prometido a Bassett.—¡Al diablo con Bassett, hombre! ¿Qué tiene que ver él con esto?—¡Somos socios! ¡Desde el primer momento hemos sido socios! Tío, él me prestó los primeroscinco chelines, y los perdí. Y yo entonces le prometí, bajo palabra de honor, que esto quedaríaentre nosotros. Entonces tú me diste ese billete de diez chelines, con el que comencé a ganar,y pensé que tal vez tú tenías suerte. Pero no se lo dirás a nadie, ¿verdad?El niño miró a su tío con sus ojos enormes, ardientes, azules, que parecían demasiadopróximos. El tío, incómodo, se encogió de hombros y se echó a reír.—¡Quédate tranquilo, muchacho! No diré nada a nadie. ¿Daffodil, eh? ¿Cuánto piensasapostarle?—Todo menos veinte libras —dijo el chico—. Las mantengo en reserva.El tío pensó que era sólo un chiste del niño.—¿Así que reservas veinte libras, joven embustero? ¿Y cuánto apuestas?—Trescientas —dijo el chico con cierta adultez—. Por favor, tío Oscar, esto queda, entre tú yyo. ¿Palabra de honor?El tío lanzó una carcajada.—Pierde cuidado, mi pequeño Nat Gould —contestó sin parar de reír—, guardaré el secreto.Pero ¿y tus trescientas libras dónde están?—Las tiene Bassett. Somos socios.—¡Ah, ya veo! ¿Y Bassett cuánto apostará a Daffodil?—No creo que le juegue tanto como yo. Ciento cincuenta, quizá.—¿Ciento cincuenta peniques? —dijo el tío en tono de broma.—No, ciento cincuenta libras —repuso el chico, mirando a su tío sorprendido—. Bassett tieneun ahorro más grande que yo.Entre divertido e inquieto, Oscar guardó silencio. No volvió a hablar del tema, pero decidióllevar a su sobrino a las carreras de Lincoln.—Bueno, muchacho —le dijo—, yo apostaré veinte libras a Mirza, y cinco son para ti, para elcaballo que elijas. ¿Cuál te gusta?—¡Daffodil, tío!—¡No, no desperdicies esas cinco libras apostando por Daffodil!—Es lo que yo haría si el dinero fuese mío —dijo el niño.—¡Bien! ¡Bien! ¡Tienes razón! Diez libras a Daffodil: cinco para ti y cinco para mí.El niño nunca había presenciado una carrera. Sus ojos eran llamitas azules y su boca estabatensa. Delante de él había un francés, que había apostado a Lancelot, subía y bajaba los

brazos, efusivo, gritando con su acento particular: "¡Lancelot! ¡Lancelot!".Daffodil llegó primero, Lancelot segundo, Mirza tercero. El niño, a pesar de su sonrojo y susojos encendidos, se mantuvo tranquilo. Su tío le trajo cinco billetes de cinco libras. El caballohabía pagado a razón de cuatro a uno.—¿Qué hago con ellos? —preguntó, sacudiéndolos frente a los ojos del muchacho.—Creo que tendremos que hablar con Bassett aclaró el chico—. Si no hice mal las cuentas,ahora tengo mil quinientas libras; y veinte de reserva; y estas veinte.Su tío lo observó unos instantes.—¡Vamos, muchacho! —exclamó—. ¿En serio pretendes que Bassett deba tener tus milquinientas libras?—Sí, en serio. ¡Pero no se lo digas a nadie! ¿Palabra de honor?—¡Palabra de honor, sí, amiguito! Aunque debo hablar con Bassett.—Si quieres, tío, puedes sumarte a nuestra sociedad. Pero deberás prometer, bajo palabra dehonor, que no dirás nada a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también debes tenerla,recuerda que fue con tus diez chelines que yo empecé a ganar...El tío Oscar se llevó a Bassett y a Paul a pasar la tarde en Richmond Park, y allí conversaron.—Le diré cómo fue, señor —dijo Bassett—. A Paul le gustaba escucharme hablar de carreras,contarle anécdotas..., en fin, señor, usted sabe lo que son esas cosas. Y siempre quería sabercon mucho interés si yo había ganado o perdido. Hará un año, me pidió que le apostara cincochelines a Blush of Dawn. Y perdimos. Después, con esos diez chelines que usted le regaló, lasuerte se puso de nuestro lado y la mayoría de las veces nos ha sido bastante buena. ¿Quépiensa usted, niño?—Todo va muy bien cuando estamos seguros —dijo Paul—. Pero cuando no estamos del todoseguros, solemos perder.—Sí, entonces ahí tomamos recaudos —dijo Bassett.—¿Y cuándo están seguros? —preguntó, sonriendo, el tío Oscar.—Es Paul, señor —dijo Bassett con voz secreta, religiosa—. Es como si recibiera una señal delcielo. Ya vio usted qué sucedió con Daffodil. Ése era ciento por ciento seguro.—¿Tú apostaste a Daffodil? —preguntó Oscar Cresswell.—Sí, señor. Hice mi ganancia.—¿Y mi sobrino?Bassett miró a Paul y guardó un silencio prudente.—Gané mil doscientas libras, ¿verdad Bassett? Le dije a tío que había apostado trescientas aDaffodil.—Eso es —afirmó Bassett.—Pero ¿dónde está el dinero? —preguntó el tío.—Lo tengo yo, señor, bien guardado. El niño puede pedírmelo cuando quiera.—¿Mil quinientas libras?—¡Mil quinientas veinte! Es decir, mil quinientas cuarenta, con las veinte que ganó en elhipódromo.—¡Es increíble! —dijo el tío.—Si el niño le ofrece entrar en la sociedad, señor, perdóneme, yo en su lugar aceptaría.Oscar Cresswell reflexionó. —Quiero ver el dinero —dijo.Los llevó a la casa. Al rato, Bassett regresaba al invernadero donde lo esperaba OscarCresswell, trayendo mil quinientas libras en billetes. Las veinte libras que faltaban las habíadejado a Joe Glee, en la reserva de la comisión de carreras.—Ya ves, tío—dlijo el niño—, todo marcha perfecto cuando yo estoy seguro. Entoncesapostamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett?—Así es, niño.—¿Y cuándo estás seguro? —preguntó otra vez el tío, echándose a reír.—Oh, bueno, a veces estoy completamente seguro, como en el caso de Daffodil —dijo elniño—. Otras veces tengo una corazonada; otras, ni siquiera eso, ¿no es así, Bassett? Entoncestomamos recaudos, porque en esos casos, la mayoría de las veces perdemos.

—¡Oh, entiendo! Y cuando estás seguro, como en el caso de Daffodil, ¿por qué estás tanseguro, hijo mío?—Oh, bueno, no lo sé —respondió el niño, confundido—. Estoy seguro, tío, eso es todo.—Es como si recibiera una señal divina, señor —reiteró Bassett.—¿Será posible? erijo el tío.El tío ingresó en la sociedad. Y cuando el premio Leger se acercaba, Paul se sintió "seguro" deque ganaría Lively Spark, caballo de muy pocos antecedentes. Paul insistió en jugarse con millibras. Bassett le jugó quinientas y Oscar Cresswell otras doscientas. Lively Spark ganó y pagó arazón de diez a uno. Paul había ganado diez mil libras.—Ya ves dijo—, yo estaba completamente seguro. Hasta tú mismo has ganado dos mil libras.—Mira, muchacho —le dijo—, esta clase de cosas me perturban un poco.—¿Por qué, tío? Quizá no volveré a estar "seguro" durante mucho tiempo.—Pero ¿qué vas a hacer con el dinero?—Empecé a jugar luego de escuchar a mamá —repuso el niño—. Ella dijo que no tenía suerteporque papá no la tenía, y pensé que si yo tenía suerte, quizá dejaría de murmurar.—¿Quién dejaría de murmurar?—¡Nuestra casa! Odio nuestra casa porque nunca deja de murmurar.—¿Qué murmura?—Bueno... pues —vaciló el chico—... en realidad, no estoy seguro, pero tú sabes, tío, quesiempre falta dinero.—Lo sé, hijo, lo sé.—Y sabes, tío, que mamá siempre tiene algo que pagar, ¿verdad?—Me temo que sí.—Y entonces la casa empieza a murmurar, y parece que hubiera alguien que se ríe denosotros, a nuestras espaldas. ¡Es terrible! Y yo pensé que si tenía suerte...—Podrías acabar con eso, ¿no es cierto? —concluyó el tío.El niño lo miró con sus grandes ojos azules; parecía un fuego frío y extraño. Pero observó y nodijo nada.—¡Bueno! —dijo el tío—. ¿Qué hacemos?—No quiero que mi madre sepa que tengo suerte —dijo el chico.—¿Por qué no?—Porque no me lo permitiría. —Creo que te equivocas.—¡Oh! —exclamó el chico, agitándose con movimientos raros—. No quiero que ella lo sepa,tío.—¡Está bien, hijo! Arreglaremos todo para que ella no se entere.Y así fue como lo arreglaron, sin complicaciones. Paul, por consejo de su tío, le entregó cincomil libras; se las dio al abogado de la familia, quien debía decir a la madre de Paul que unpariente suyo le había entregado ese dinero, con la idea de pagarle mil libras anuales, el día desu cumpleaños, durante los próximos cinco años.—De esa manera —dijo el tío Oscar—, durante los cinco años próximos, ella recibirá un regalode cumpleaños de mil libras. Espero que eso le alivie la vida luego que deje de recibirlas.La madre de Paul cumplía años en noviembre. En los últimos tiempos, la casa había estado"murmurando" más que nunca. A pesar de su buena suerte, Paul no podía hacerle frente.Estaba ansioso por ver qué resultados causaría, el día del cumpleaños de su madre, la cartacon la noticia y con las mil libras.Cuando no había visitas, Paul comía con sus padres. Ya se había independizado del cuidado dela institutriz. Su madre iba al centro casi todos los días. Había redescubierto su gran capacidadpara dibujar telas y pieles, y trabajaba en secreto en el estudio de una amiga, que era una delas "artistas" más prestigiosas de las principales modistas. Dibujaba, para los anunciosperiodísticos, figurines de damas cubiertas con pieles y sedas. Aquella joven artista ganabamillares de libras al año. La madre de Paul sólo pudo ganar unos centenares, por lo que volvióa sentirse insatisfecha. Tenía muchas ganas de sobresalir en alguna tarea, y no podíaconseguirlo... ni siquiera dibujando anuncios de modas.

La mañana de su cumpleaños bajó a tomar el desayuno. Paul observaba su rostro cuando leíalas cartas. Sabía cuál era la carta del abogado. Advirtió que, a medida que su madre la ibaleyendo, su rostro se volvía duro e inexpresivo. Después, un gesto frío y firme deformó suslabios. Ubicó la carta debajo de las otras y no dijo nada.—¿No recibiste nada satisfactorio para tu cumpleaños, mamá? —preguntó Paul.—Sí, algo bastante agradable —respondió ella con su voz fría y ausente.Y se fue al centro, sin agregar palabra.A la tarde llegó el tío Oscar. Y contó que la madre de Paul había tenido una larga entrevista consu abogado, preguntándole si podía adelantarle todo el dinero de una vez, pues debía saldaralgunas deudas.—¿Tú qué piensas, tío? —dijo el chico. —Es cosa tuya, hijo.—¡Oh, entonces dale el dinero! Con lo que resta, podemos ganar más.—Más vale pájaro en mano que ciento volando, amigo mío —dijo el tío Oscar.—Oh, no hay dudas de que sabré quién ganará el Gran Premio Nacional; o el Lincolnshire, o elDerby. Alguno de ellos tengo que saber.El tío Oscar firmó los papeles para el dinero y la madre de Paul cobró las cinco mil libras.Entonces ocurrió algo muy extraño. De un momento a otro, las voces de la casa parecieronenloquecer, como un griterío de ranas en una tarde de primavera. Se habían compradoalgunos muebles, Paul tenía un preceptor particular, y el próximo otoño iría a Eton, el colegiodonde había estudiado su padre. Aun en invierno, había flores en la casa. El lujo al que habíaestado acostumbrada la madre de Paul, parecía renacer en toda su casa. A pesar de eso, lasvoces de la casa, detrás de los ramilletes de mimosas y flores de almendro, y debajo de laspilas de almohadones celestes, parecían aullar y gritar en una especie de éxtasis: "¡Hace faltamás dinero! ¡Oh! ¡Hace falta más dinero! ¡Ahora, a-ho-ra! ¡A-ho-ra hace falta más dinero!¡Más que nunca! ¡Más que nunca!"Aquello atemorizó y horrorizó a Paul, mientras intentaba estudiar latín y griego con suspreceptores. Pero sus horas más intensas las vivía con Bassett. Ya se había corrido el Nacional.Paul no estuvo "seguro" y perdió cien libras. Llegó el verano. Mientras aguardaba lacompetencia del Lincoln, la impaciencia lo consumía. En esta ocasión tampoco estuvo "seguro"y perdió cincuenta libras. Entonces se convirtió en un chico extraño, de ojos extraviados.Parecía que algo convulsionaba el interior del niño.—¡No te preocupes más, hijo mío! —insistía su tío Oscar—. Olvídate de todo eso.Pero el muchacho no le hizo caso.—¡Tengo que saber para el Derby! ¡Tengo que saber para el Derby! —repetía, con sus ojosazules encendidos, dominado por la locura.Su madre advirtió esa obsesión que lo acosaba.—Será mejor que te llevemos a veranear a la playa. ¿No quieres ir al mar ahora, en vez deesperar? Me parece que te haría bien —dijo mirándolo con ansiedad, con el corazónconsternado a causa del niño.Pero el chico alzó sus nerviosos ojos azules.—¡No puedo ir antes del Derby, mamá! —respondió—. ¡No puedo!—¿Por qué no? —preguntó ella, enojada ante el rechazo de la propuesta—. ¿Por qué no?Nadie te negará ir a ver el Derby con tu tío Oscar, si eso es lo que quieres. No tienes necesidadde esperar aquí. Además, creo que estás muy interesado por esas carreras de caballos. Es unmal síntoma. Toda mi familia ha sido de jugadores. Cuando seas grande, tal vez entiendas losdaños que eso nos ha causado. Lo cierto es que nos ha perjudicado. Tendré que despedir aBassett y advertirle a tu tío Oscar que no te hable más de carreras, a menos que te conduzcasen forma más coherente. Ve a veranear a la playa y olvídate de todo eso. ¡Eres un cuerpodominado por los nervios!—Haré lo que tú quieras, mamá, siempre que no me hagas perder la competencia del Derby nisalir de esta casa.—¿No salir de esta casa?—Sí —dijo Paul, mirándola con firmeza.

—¡Pues estás muy extraño! ¿De dónde sacaste tanto cariño por esta casa? Jamás me imaginéque pudieras quererla.Él miró a su madre, sin hablar. Ocultaba un secreto dentro de otro secreto, algo que no habíaconfesado ni siquiera a Bassett ni a su tío Oscar.Su madre, después de un momento, inerte, indecisa e irritada, dijo:—¡Está bien! No vayas a la playa hasta que se corra el Derby, si eso es lo que quieres. Peroprométeme dominar tus nervios. ¡Prométeme no preocuparte tanto por las carreras decaballos ni por sus "programas", como tú los llamas!—¡Claro que no! —dijo el chico, sin prestar atención—. No me interesaré más por eso, mamá.En tu lugar, yo no me preocuparía.—¡Si tú estuvieras en mi lugar, y yo en el tuyo —dijo la madre—, vaya a saber cómo terminaríaesto!—Tú sabes que no debes preocuparte, mamá, ¿verdad? —repitió el niño.—Me gustaría saberlo —respondió ella, ya cansada de tanto rogarle.—Bueno, puedes saberlo, mamá. ¡Quiero decir, debes saber que no tienes nada por quépreocuparte!—¿De verdad? Bueno, ya veremos.El máximo secreto de Paul era su caballo de madera, que no tenía nombre. Desde que seindependizó de institutrices, llevó el caballito a su dormitorio, en el piso de arriba.—¡Eres demasiado grande para jugar con un caballito de madera! —le había reprochado sumadre.—Oh, mamá, hasta que pueda tener un caballo verdadero, me conformo con cualquiera —fuela extraña respuesta.—¿Así te sientes acompañado? —preguntó la madre, echándose a reír.—¡Oh, sí! Es muy bueno, siempre me acompaña.Así fue como el caballo, bastante arruinado y maltratado, permaneció en el dormitorio delniño.Se acercaba el Derby y Paul parecía cada vez más concentrado. Casi no prestaba atención a loque le decían, tenía un aspecto muy frágil y sus ojos se mostraban muy nerviosos. Su madreexperimentaba bruscas reacciones de desasosiego. A veces, por lapsos de media hora o más,sentía por él una ansiedad angustiante. Entonces la atacaba el impulso de correr hacia el chico,para comprobar que estaba sano y salvo.Dos noches antes del Derby, estando en una gran fiesta en el centro, su corazón fueconvulsionado por uno de esos ataques de ansiedad por su hijo, el primogénito, y fue tanintenso que apenas pudo hablar. Luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento, porqueera una mujer coherente. Pero fue inútil. Tuvo que abandonar el baile y bajó para telefonear asu casa. La institutriz de los niños se mostró terriblemente sorprendida y alarmada por aquelllamado a la madrugada.—¿Los niños están bien, Miss Wilmot?—Oh, sí, perfectamente.—¿Y Paul? ¿Está bien?—Se acostó enseguida. ¿Quiere que suba a echarle un vistazo?—¡No! —interpuso la madre, a pesar de sus nervios—. No, no se moleste. Está bien. No sequede despierta. Volveremos enseguida.No quería que la criada interrumpiese la intimidad de su hijo.Era cerca de la una cuando los padres de Paul regresaron a la casa. Todo estaba en silencio. Lamadre subió a su cuarto y se quitó su blanco abrigo de pieles. Había ordenado a la criada queno la esperase. Oyó a su esposo en la planta baja, que se preparaba un whisky con soda.Después, impulsada por la fatal ansiedad que sentía en el corazón, subió, a escondidas, alcuarto de su hijo. Se deslizó en silencio a lo largo del corredor. Creyó oír un ruido pequeño.¿Qué era?Permaneció junto a la puerta, escuchando, los músculos tensos. Se oía un ruido pequeño yextraño. Su corazón se paralizó. Era un rumor sordo, y a la vez impetuoso y fuerte. Como si

algo enorme se moviera con una violencia secreta. ¿Qué era? ¿Qué era, en nombre de Dios?Ella debía saberlo. Tuvo la corazonada de que reconocía aquel ruido. Sabía lo que era.Y sin embargo, no podía ubicarlo, y menos aún nombrarlo. El rumor continuaba a un ritmodelirante.Suavemente, paralizada de miedo y ansiedad, giró el picaporte.El cuarto estaba oscuro. Sin embargo, junto a la ventana, oyó y vio que algo se balanceaba deun lado a otro. Se quedó mirándolo, temerosa y extrañada.De pronto, encendió la luz. Descubrió a su hijo, con su pijama verde, cabalgando alocadamenteen su caballito de madera. La luz de pronto lo dejó al descubierto, mientras espoleaba a sucorcel. Alumbró también a la mujer rubia inmóvil en la puerta, con su pálido vestido verde yplata.—¡Paul! —exclamó angustiada—. ¿Qué estás haciendo?—¡Es Malabar! —gritaba el chico con voz fuerte y extraña—. ¡Es Malabar!Sus ojos encendidos la observaron por unos segundos, extraño e irracional, mientras dejaba deespolear a su caballo de madera. Después cayó estrepitosamente al piso, y ella, atormentadacomo toda madre, corrió para socorrerlo. El niño estaba inconsciente. Y así permaneció hastael día siguiente, atacado de fiebre cerebral. Hablaba y se agitaba. Su madre aún sentada a sulado, inmóvil, semejaba una piedra.—¡Es Malabar! ¡Es Malabar! ¡Bassett, Bassett, ya sé: es Malabar! —gritaba el niño, tratando delevantarse para volver a espolear el caballo de madera, su fuente de inspiración.¿Quién es Malabar? —preguntó la madre, azorada.—No sé —dijo el padre, hecho una piedra.—¿Quién es Malabar? —insistió ella, preguntándole a su hermano Oscar.—Es uno de los caballos que corren el Derby —respondió.A pesar de sí mismo, Oscar Cresswell habló con Bassett, y él mismo apostó un millar de libras aMalabar. Pagó a razón de catorce a uno. El tercer día de la enfermedad fue crítico. Se esperabauna reacción. El niño, con sus largos y ensortijados cabellos, se agitaba en forma nerviosasobre la almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento. Sus ojos eran como piedrasazules. Y su madre, descorazonada, también acabó por convertirse en piedra. Durante lanoche, Oscar no los visitó, pero Bassett mandó preguntar si podía subir un momento, sólo unmomento. La intromisión molestó mucho a la madre de Paul; pero, pensándolo otra vez,consintió. El niño seguía igual. Quizá Bassett podría hacerle recobrar el conocimiento. Eljardinero, un hombre bajo, de bigotito oscuro y ojos también oscuros, pequeños ypenetrantes, entró sigilosamente en el cuarto, se llevó la mano a un imaginario sombrero amodo de saludo y después se encaminó a la cama, mirando fijamente con sus ojos brillosos alniño, agitado y moribundo.—¡Paul! —susurró—. ¡Paul! Malabar entró primero, ganó de punta a punta. Hice lo que ustedme dijo. Ha ganado más de setenta mil libras. Sí, ha ganado más de ochenta mil. Malabar llegóprimero.—¡Malabar! ¡Malabar! ¿Yo dije Malabar, mamá? ¿Dije Malabar? ¿Crees que tengo suerte?Sabía que Malabar ganaría, ¿verdad? ¡Más de ochenta mil libras! Eso es suerte, ¿no es así,mamá? ¡Más de ochenta mil libras! Yo sabía, ¿acaso no lo sabía? Ganó Malabar. Yo cabalgo enmi caballo hasta sentirme seguro, Bassett, yo sé lo que te digo: puedes apostar todo lo quetengas a mano. ¿Apostaste todo lo que tenías, Bassett?—Jugué mil libras, Paul.—¡Nunca te dije, mamá, que si puedo cabalgar en mi caballo, y llegar, entonces estoy seguro...oh, completamente seguro! Mamá, ¿te lo dije alguna vez? ¡Yo tengo suerte!—No, nunca me lo dijiste —respondió la madre.Pero el niño murió esa noche. Aún yacía en su cama cuando la madre escuchó la voz de suhermano, que decía:—Dios mío, Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido a un hijo. Pobrecito,pobrecito, más le vale haberse ido de una vida donde debía montar en su caballito de maderapara hallar un ganador.

LOS ESPECTROS(DE SU LIBRO PÓSTUMO FÉNIX)Y así como el perro con sus fosas nasales, al rastrear los fragmentos de los miembros de losanimales y el olor de sus patas que dejan sobre la suave hierba, encuentra un camino sincamino para los hombres, así también sigue el alma el rastro de los muertos a través degrandes espacios. Porque el viaje es para llegar lejos, para dormir y olvidar y a menudo losmuertos vuelven los ojos y se rezagan, porque entonces advierten todo lo que se ha perdido.Entonces el alma viviente los alcanza y grande es el dolor de los saludos y mortal el volver asepararse. Porque, oh, los muertos están desconsolados, ya que ni la muerte puedecompensar ciertos errores.WILLIAM FAULKNEREL SACERDOTEHabía casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría launión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante suestudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido laesperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos queparecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hastaque los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseabaapasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de sucarne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño,un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejoraún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que lasvoces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente desentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a sudormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino unletrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; noalbergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar lasangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico yasombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola ylos Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzarla unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer físicoanhelado por su sangre?Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Lospuntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podíaalguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso seestaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sóloa lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién losabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una erasemejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá dela carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino unpaliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacíatanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionadapersecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso significaba para él no unaVirgen sosegada por el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sinouna criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendidapor la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de suprimogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otromodo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, delinstante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa,porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejospesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez.La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó

como un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia elexterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia delcrepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Suscompañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo: ¿Pueden estos hombresllegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía quepodían, y que lo harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, conquien no estaba de acuerdo:-A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tienecontrol. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporalque él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que no cambia es la risa. El hombresiembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son élmismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que losupera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea suvocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí mismacomo la copa de vino de la fábula.Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignificantes poderes para crearen torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus afirmacionesreligiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntócuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el sufrimiento humano serían vírgenes, ysi el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no erancastos; nadie que no haya tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tanfamiliarmente; y sin embargo, llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombrerecibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y elsatisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir ental sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la filosofía global deun hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese modo. “¿Qué es lo quequieres?”, se preguntó. No lo sabía: no era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto eltemor de perder la vida y su sentido por culpa de una frase, de unas palabras vacías, sin ningúnsignificado. “Ciertamente, en razón de mi ministerio, deberías saber cuán poco significan laspalabras”.¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de lamano pero que él no pudiera ver? “El hombre desea pocas cosas aquí abajo”, pensó. ¡Peroperder lo poco que tiene!El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas demujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos degracia y de belleza, de impulsos anteriores al cristianismo. “¿Cuántas de ellas tendránamantes? -se preguntó-. Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto mediante la oracióny el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseadopensar”.Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicasque iban a casa para almorzar -el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de suplacer físico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser-, para fregar en la cocina;chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y lucesde colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un coctel de una bandejade plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos decaballos con arreos de plata.“¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud enotros seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contiendafísica con otros jóvenes de mi sexo? ¿0 es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirseabajo en este punto toda mi filosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer talescompulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Yqué es lo que debo hacer: obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturadopara siempre por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la

abnegación?”.“Purificaré mi alma”, se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh,Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenescuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores detiendas, de chicas al fin evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subirsus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. “Salvo que elhoy es el hoy, y que vale mil mañanas y mil ayeres”, exclamó.“Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sidoordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominarestas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera ya Mañana!”En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres quehabían finalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban suculentascomidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidaso amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también,respondería a blandas compulsiones.Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar elcrepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdesúnicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágilescuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la diversión y elamor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia sealzaba como una plegaria articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron:“¡Mañana! ¡Mañana!”.Ave María, deam gratiam... torre de marfil, rosa del Líbano...VIRGINIA WOOLFLA CASA ENCANTADAA cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuartoiba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmurabaella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o lesdespertaremos.»Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo lacortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo hanencontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansadade leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertasquietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja sucontentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venidoaquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Lasmanzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estabaquieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de laventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellosse movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sinembargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgandode las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordocruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbujade sonido. «A salvo, a salvo, a salvo…», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro estáenterrado; el cuarto…», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoroenterrado?Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árbolestejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundidobajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio;muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás,abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. El lo

dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur;buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegrementeel pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá.Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela.Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja deduendes busca su alegría.«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana…»«Plata entre los árboles…» «Arriba…» «En el jardín…» «Cuando llegó el verano…» «En la nieveinvernal…» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latidode un corazón.Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio.Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora algunaextendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna.Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente.Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de lunacruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros queconsideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años…», suspira él.«Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el’ jardín leyendo; riendo,dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…» Alinclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido elpulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es esto vuestro tesoro enterrado? La luz en elcorazón.»MARGARITA YOURCENARASÍ FUE SALVADO WANG-FOEl viejo pintor Wang-Fo y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han.Avanzaban lentamente porque Wang-Fo se detenía de noche a contemplar los astros, y de díapara mirar las libélulas. Iban poco cargados, pues Wang-Fo amaba la imagen de las cosas y no alas cosas en sí mismas, y ningún objeto en, el mundo le parecía digno de ser adquirido, salvopinceles, frascos de laca y de tintas de China, rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobresporque Wang-Fo cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo, y desdeñaba lasmonedas de plata. Ling, su discípulo, doblado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos,encorvaba respetuosamente la espalda como si cargara la bóveda celeste, pues esa bolsa, a losojos de Ling, estaba repleta de montañas bajo la nieve, de ríos en primavera y del rostro de laluna de verano.Ling no había nacido para recorrer los caminos al lado de un viejo que se apoderaba de laaurora y apresaba el crepúsculo. Su padre cambiaba oro; su madre era la única hija de unmercader de jade que le había heredado sus bienes maldiciéndola por no haber nacido varón.Ling había crecido en una casa en donde la riqueza eliminaba los azares. Aquella existencia,cuidadosamente protegida, lo había vuelto tímido: le temía a los insectos, al trueno y al rostrode los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre eligió una esposa para él, y cuidó deque fuera muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haberalcanzado la edad en la que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como unjunco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de lasnupcias, los padres de Ling llevaron la discreción hasta morir, y el hijo se quedó solo en su casapintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa que sonreía siempre, y de un ciruelo quecada primavera daba flores rosas. Ling amó a esa mujer de corazón cristalino como se ama aun espejo que no se empaña jamás, a un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casasde té para obedecer a la moda y favorecía con moderación a los acróbatas y a las bailarinas.Una noche, en una taberna, le tocó Wang-Fo como compañero de mesa. El viejo había bebidopara ponerse en estado de pintar mejor a un borracho; su cabeza se inclinaba de lado, como si

se esforzara en medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arrozdesataba la lengua de aquel artesano taciturno, y esa noche Wang hablaba como si el silenciofuera un muro; y las palabras, colores destinados a cubrirlo. Gracias a él, Ling conoció la bellezade los rostros de los bebedores desvanecidos por el humo de las bebidas calientes, elesplendor moreno de las carnes que el fuego había lamido desigualmente, y el rosadoexquisito de las manchas de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Unaráfaga de viento reventó la ventana; el aguacero se metió en la habitación. Wang-Fo se inclinópara hacer admirar a Ling el fulgor lívido del rayo; y Ling, maravillado, dejó de temerle a latormenta.Ling pagó la cuenta del viejo pintor; y como Wang-Fo no tenía dinero ni posada, humildementele ofreció albergue. Caminaron juntos; Ling llevaba una linterna; su claridad proyectaba sobrelos charcos fuegos inesperados. Aquella noche, Ling supo, no sin sorpresa, que los muros de sucasa no eran rojos como él había creído sino que tenían el color de una naranja a punto depudrirse. En el patio, Wang-Fo reparó en la forma delicada de un arbusto, al cual nadie habíaprestado atención hasta entonces, y lo comparó a una joven que deja secar sus cabellos. En elcorredor, siguió maravillado el camino vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas delmuro, y el horror de Ling por aquellos bichos se desvaneció. Al comprender que Wang-Foacababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al viejopintor en la alcoba en donde su padre y su madre habían muerto.Desde hacía años, Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando ellaúd bajo un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Lingpodía serlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo habló de pintar a un joven príncipetensando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del tiempo presente era lo bastanteirreal para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín.Luego, Wang-Fo la pintó vestida de hada entre las nubes del Poniente, y la joven lloró, puesera un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que Wang-Fo hacía de ella, surostro ¡se marchitaba como una flor expuesta al viento caliente o a las lluvias de verano. Unamañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chai que laestrangulaba flotaban mezcladas con su cabellera; parecía aún más delgada que de costumbre,y pura como las bellezas celebradas por los poetas de los tiempos cumplidos. Wang-Fo la pintópor última vez porque amaba ese tinte verdoso que cubre el rostro de los muertos. Sudiscípulo Ling molía los colores, y aquella tarea le exigía tanta dedicación que se olvidó deverter lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanquepara procurar al maestro los frascos de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casaestuvo vacía, la dejaron, y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansadode una ciudad en la cual los rostros no tenían ya ningún secreto de fealdad o de belleza queenseñarle; el maestro y el discípulo erraron juntos por los caminos del reino de Han.Su reputación los precedía en los pueblos, en el umbral de las fortalezas y bajo el pórtico de lostemplos donde los peregrinos inquietos se refugian en el crepúsculo. Se decía que Wang-Fotenía el poder de dar vida a sus pinturas con el último toque de color que agregaba a los ojos.Los granjeros venían a suplicarle que pintara un perro guardián y los señores querían de élimágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fo como a un sabio; el pueblo letemía como a un brujo. A Wang le alegraban estas diferencias de opinión que le permitíanestudiar en su entorno las expresiones de gratitud, de temor o de veneración.Ling mendigaba el alimento, cuidaba el sueño del maestro y aprovechaba sus éxtasis para darlemasaje en los pies. Al despuntar la aurora, mientras el anciano aún dormía, iba a la caza depaisajes tímidos, disimulados tras ramos de juncos. Por la tarde, cuando el maestro,desalentado, tiraba sus pinceles en el piso, los recogía. Cuando Wang-Fo estaba triste yhablaba de su vejez, Ling le mostraba sonriendo el sólido tronco de un viejo roble; cuandoWang estaba alegre y bromeaba, Ling fingía humildemente que lo escuchaba.Un día, a la hora en que el sol se pone, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial, y Lingbuscó para Wang-Fo una posada en donde pasar la noche. El viejo se envolvió en sus harapos yLing se acostó junto a él para calentarlo, pues apenas acababa de nacer la primavera, y el piso

de tierra aún seguía helado. Al romperse el alba, resonaron pasos pesados en los corredoresde la posada; se escucharon los susurros asustados del posadero, y órdenes gritadas en unalengua bárbara. Ling se estremeció al recordar que la víspera había robado un pastel de arrozpara la comida del maestro. No dudando de que habían venido a detenerlo, se preguntó quiénayudaría a Wang-Fo a pasar el vado del próximo río.Los soldados entraron con linternas. La llama que se filtraba a través del papel abigarradolanzaba luces rojas o azules sobre sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba sobre suhombro, y los más feroces rugían de pronto sin razón. Pusieron pesadamente la mano sobre lanuca de Wang-Fo quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el colorde sus abrigos.Sostenido por su discípulo, tropezando a lo largo de los caminos disparejos, Wang-Fo siguió alos soldados. Los transeúntes, amontonados, se burlaban de aquellos dos criminales que sinduda llevaban a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban con unamueca salvaje. Sus manos atadas sufrían, y Ling, desesperado, miraba sonriendo a su maestro,lo que era para él la manera más tierna de llorar.Llegaron a la entrada del palacio imperial, que erguía sus muros violetas en pleno día como unlienzo de crepúsculo. Los soldados hicieron atravesar a Wang-Fo innumerables salas cuadradaso circulares cuyas formas simbolizaban las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lofemenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas,emitiendo una nota de música, y estaban dispuestas de tal manera que se recorría toda laescala musical al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar laidea de un poder y una sutileza sobrehumanos, y se sentía que las mínimas órdenespronunciadas allí, debían de ser definitivas y terribles como la sabiduría de los antepasados.Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se volvió tan profundo que ni siquiera unajusticiado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaroncomo mujeres, y la pequeña tropa entró en el salón, donde presidía, desde su trono, el Hijo delCielo.Era un salón desprovisto de muros, sostenido por gruesas columnas de piedra azul. Un jardínse abría al otro lado de los fustes de mármol, y cada flor contenida en sus bosquecillospertenecía a una especie rara traída de más allá de los océanos. Pero ninguna tenía perfume,para que la meditación del Dragón Celeste no se viera turbada jamás por los bellos olores. Enseñal de respeto, por el silencio en que estaban inmersos sus pensamientos, ningún pájarohabía sido admitido en el interior del recinto; y habían echado hasta las abejas. Un muroenorme separaba el jardín del resto del mundo, para que el viento que pasaba sobre los perrosreventados y los cadáveres de los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar la mangadel Emperador.El Amo Celestial estaba sentado sobre un trono de jade, y sus manos estaban arrugadas comolas de un anciano aunque tenía apenas veinte años. Su traje era azul para figurar el invierno yverde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible como un espejo colocadodemasiado alto, que no reflejara más que los astros y el cielo implacable. Tenía a su derecha alMinistro de los Placeres Perfectos; y a su izquierda, al Consejero de los Justos Tormentos.Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas alertaban el oído para recoger la menorpalabra salida de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja.—Dragón Celeste —dijo Wang-Fo proster-nándose—, soy viejo, soy pobre, soy débil. Erescomo el verano; soy como el invierno. Tienes Diez Mil Vidas; no tengo más que una que estápor terminar. ¿Qué te he hecho? Han atado mis manos que nunca te han dañado.—¿Me preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fo? —dijo el Emperador.Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los reflejosdel pavimento de jade hacían parecer glauca como una planta submarina, y Wang-Fo,maravillado por el largo de aquellos dedos delgados, buscó en sus recuerdos si no había hechodel Emperador, o de sus ascendientes, un retrato mediocre que mereciera la muerte. Pero erapoco probable, pues Wang-Fo hasta entonces no había frecuentado la corte de losemperadores, ya que había preferido las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los

suburbios de las cortesanas y las tabernas de los muelles en las que riñen los estibadores.—¿Me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fo? —prosiguió el Emperadorinclinando su endeble cuello hacia el anciano que lo escuchaba. Te lo voy a decir. Pero como elveneno del prójimo no puede deslizarse en nosotros más que por nuestras nueve aberturas,para ponerte en presencia de tus culpas, debo pasearte a lo largo de los corredores de mimemoria, y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en lahabitación más secreta del palacio, pues era de la opinión que los personajes de los cuadrosdeben ser sustraídos a la vista de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. Enesos salones fui educado, viejo Wang-Fo, porque habían organizado la soledad a mi alrededor,para permitirme crecer en ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de lasalmas, habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros súbditos; y no le estaba permitidoa nadie pasar frente al umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel hombre ode aquella mujer se extendiera hasta mí. Los contados viejos servidores que me habíanadjudicado se mostraban lo menos posible; las horas giraban en círculo; los colores de tuspinturas se avivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por la noche, cuando nolograba dormir, contemplaba tus cuadros, y, durante casi diez años, los miré todas las noches.De día, sentado sobre un tapete cuyo dibujo me sabía de memoria, con las palmas de lasmanos vacías reposando sobre mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las dichas que meproporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo, con el país de Han en el centro, igual alllano monótono y hueco de la mano que surcan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A sualrededor, el mar donde nacen los monstruos; y más lejos aún, las montañas que sostienen elcielo. Y para ayudarme a representar mejor todas esas cosas, utilizaba tus pinturas. Me hicistecreer que el mar se parecía al vasto manto de agua extendido sobre tus telas, tan azul que unapiedra, al caer, no podía sino convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerrabancomo flores, iguales a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tusjardines, y que los jóvenes guerreros de cintura delgada que velan en las fortalezas de lasfronteras eran como flechas que podían atravesar el corazón. A los dieciséis años vi abrirse laspuertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, peroeran menos bellas que las de tus crepúsculos. Ordené mi litera: sacudido por los caminos, delos que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del imperio sinencontrar tus jardines llenos de mujeres iguales a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo escomo un jardín. Los guijarros de las costas me asquearon de los océanos; la sangre de lossacrificados es menos roja que la granada figurada sobre tus telas; la miseria de los pueblos meimpide ver la belleza de los arrozales; la piel de las mujeres vivas me repugna como la carnemuerta que cuelga de los ganchos de los carniceros; y la risa burda de mis soldados merevuelve el corazón. Me has mentido Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que unmontón de manchas confusas, arrojadas sobre el vacío por un pintor insensato, siempreborradas por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más bello de los reinos, y no soy elEmperador. El único imperio sobre el cual vale la pena reinar es aquél en el que tú penetras,viejo Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil colores. Sólo tú reinas en pazsobre las montañas cubiertas de una nieve que no puede derretirse, y sobre campos denarcisos que no pueden morir.Y es por ello, Wang-Fo, que busqué cuál suplicio te sería reservado a ti, cuyos sortilegios mehastiaron de lo que poseo, y me dieron el deseo de lo que no poseeré. Y para encerrarte en elúnico calabozo del que no puedas salir, he decidido que se te quemen los ojos, puesto que tusojos, Wang-Fo, son las dos puertas mágicas que te abren tu reino.Y como tus manos son los dos caminos de diez ramificaciones que te llevan al corazón de tuimperio, he decidido que te sean cortadas las manos. ¿Me has comprendido, viejo Wang-Fo?Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado y seprecipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió, y agregó enun suspiro:—Y te odio también, viejo Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro.Ling pegó un salto hacia adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro.

Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca, igual auna flor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo, desesperado, admiró lahermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo hacía sobre el pavimento de piedraverde.El Emperador hizo una señal, y los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fo.—Escucha, viejo Wang-Fo —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas pues no es el momentode llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no seaenturbiada por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no es sólo porcrueldad que quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo. Poseo en mi colecciónde tus obras una pintura admirable en donde las montañas, el estero de los ríos y el mar sereflejan, infinitamente reducidos, sin duda, pero con una evidencia que sobrepasa la de losobjetos mismos, como las figuras que se reflejan sobre las paredes de una esfera, Pero estapintura no está terminada, Wang-Fo, y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, enel momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro que pasaba,o en un niño que perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño tehicieron olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste la orla del manto del mar, ni lacabellera de algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas de luz que te quedana terminar esta pintura, que contendrá así los últimos secretos acumulados en el curso de tularga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la tela de seda, yel infinito penetrará en tu obra por los plumeados de la desgracia. Y no hay duda de que tusojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos.Ese es mi propósito, viejo Wang-Fo, y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes decegarte, haré quemar todas tus obras, y serás entonces igual a un padre cuyos hijos han sidoasesinados, y destruidas las esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que esteúltimo mandamiento no se debe más que a mi bondad, pues sé que la tela es la única amanteque has acariciado en tu vida, y ofrecerte pinceles, colores y tinta para ocupar tus últimashoras es como dar de limosna una cortesana a un joven que va a ser ejecutado.Tras una señal del meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pinturainacabada en donde Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo secó suslágrimas y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba unafrescura del alma a la cual Wang-Fo no podía aspirar más; sin embargo, algo le faltaba, pues enla época en que Wang la había pintado no había aún contemplado suficientes montañas, nisuficientes rocas bañando en el mar sus costados desnudos, y no se había impregnado lobastante de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fo escogió uno de los pinceles que le presentabaun esclavo, y se puso a extender sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunucoagachado a sus pies molía los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea, y más quenunca Wang-Fo añoró a su discípulo Ling.Wang comenzó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña.Luego, agregó sobre la superficie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo elsentimiento de su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo, PeroWang-Fo, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies en el agua.La frágil barca que había crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primerplano del rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de pronto en la distancia,rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó lentamente toda la sala, luego se detuvoy, suspendidas de los remos del barquero, unas gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo yaque el hierro candente destinado a los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero delverdugo. Los cortesanos, inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, separaban sobre la punta de los pies. El agua alcanzó finalmente el nivel del corazón imperial. Elsilencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas lágrimas.Sí, era Ling. Llevaba su viejo traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía las huellasde un desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana, antes de la llegada de lossoldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda roja.Wang-Fo le dijo quedamente mientras seguía pintando:

—Te creía muerto.—Vivo usted —contestó respetuosamente Ling—, ¿cómo hubiera podido morir? Y ayudó almaestro a subir a la embarcación. El techo de jade se reflejaba sobre el agua, de manera queLing parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidosondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como unloto.—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fo. Estos desgraciados van a perecer, sino es que ya han perecido. No sospechaba que hubiese bastante agua en el mar como paraahogar a un Emperador. ¿Qué hacer?—No tema, maestro —murmuró el discípulo. Pronto se volverán a encontrar secos y nisiquiera recordarán que su manga haya estado mojada. Sólo el Emperador conservará en elcorazón algo de la amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior deuna pintura.Y agregó:—El mar es bello, el viento suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro mío,hacia el país que se encuentra más allá de las aguas.—Partamos —dijo el viejo pintor.Wang-Fo se apoderó del timón, y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos llenóde nuevo toda la sala; era firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del aguadisminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas.Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones del empedrado de jade. Los ropajesde los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma enlas franjas de su abrigo.El cuadro, terminado por Wang-Fo, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupabatodo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela que secerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en laembarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la barba de Wang-Fo que flotabaal viento.La pulsación de los remos se debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador,inclinado hacia adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang que no eraya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó yse desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras una roca que cerraba la entrada haciael mar abierto; la sombra de un farallón cayó sobre ella; la estela se borró de la superficiedesierta, y el pintor Wang-Fo y su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar dejade azul que Wang-Fo acababa de inventar.

GRAHAM GREENELOS DESTRUCTORES

IFue en la víspera del feriado bancario de agosto que el último recluta se convirtió en líder dela Pandilla de Wormsley Common. Nadie se sorprendió excepto Mike, pero a los nueve años deedad Mike se sorprendía por todo. "Si no cierras la boca" le dijo alguien una vez, "un sapo teentrará por ella". Después de eso Mike mantenía los dientes apretados con fuerza salvocuando la sorpresa era demasiado grande.El nuevo recluta había estado en la pandilla desde el principio de las vacaciones de verano, yhabía en su silencio meditativo posibilidades que todos reconocían. Jamás desperdiciaba unapalabra ni siquiera para decir su nombre hasta que las reglas se lo exigían. Cuando dijo"Trevor", fue la declaración de un hecho, no, como hubiera sido con los otros, una declaraciónde vergüenza o desafío. Ni tampoco rió nadie, excepto Mike, quien, cuando se dio cuenta deque se encontraba sin apoyo y cuando vio la mirada oscura del recién llegado, abrió la boca yvolvió a callarse. Había todas las razones por las que T., como se lo nombró a partir de esemomento, debía haber sido objeto de burla; estaba su nombre (y lo reemplazaron por la inicialporque de otra manera no habrían tenido excusa para no reírse de él), el hecho de que supadre, ex arquitecto y actual empleado administrativo, había "descendido en su posición

social" y que su madre se consideraba mejor que los vecinos. ¿Qué sino una extraña cualidadde peligro, de lo impredecible, lo estableció en la pandilla sin tener que pasar por ningunainnoble ceremonia de iniciación?La pandilla se reunía todas las mañanas en una improvisada playa de estacionamiento, el sitiodonde había caído la última bomba del primer bombardeo. El líder, a quien conocían comoBlackie, sostenía haber oído cuando cayó, y nadie tenía las fechas lo suficientemente precisascomo para señalar que en ese momento él debía haber tenido un año de edad y debía haberestado profundamente dormido en el andén de la Estación de Subterráneos de WormsleyCommon. A un lado de la playa de estacionamiento se inclinaba la primera casa ocupada, lanúmero 3, de la destrozada Northwood Terrace; se inclinaba literalmente, puesto que habíasido afectada por el estallido de la bomba y las paredes laterales estaban sostenidas porpuntales de madera. Más allá había caído una bomba más pequeña y bombas incendiarias, demanera que la casa se mantenía en pie como un diente mellado y se continuaba en las ruinaslinderas de su vecina, un friso, los restos de una chimenea. T., cuyas palabras estaban casirestringidas a votar "sí" o "no" para el plan de operaciones que cada día proponía Blackie, unavez sobresaltó a toda la banda cuando dijo, cavilante:-Esa casa la construyó Wren, dice mi padre.-¿Quién es Wren?-El hombre que construyó la catedral de St. Paul.-¿A quién le importa? -dijo Blackie-. Es del Viejo Miseria.El Viejo Miseria -cuyo verdadero nombre era Thomas-había sido una vez un constructor ydecorador. Vivía solo en la casa lisiada, ocupándose de sus cosas: una vez por semana se lopodía ver regresando por el terreno público con pan y verduras, y en una ocasión, cuando loschicos jugaban en la playa de estacionamiento, asomó la cabeza por encima de la quebradapared de su jardín y los miró. -Estaba en el lavatorio -dijo uno de los chicos, porque era depúblico conocimiento que desde que cayeron las bombas algo andaba mal con las cañerías dela casa y el Viejo Miseria era demasiado avaro como para invertir dinero en la propiedad. Podíaocuparse de redecorar él mismo a precio de costo, pero jamás había aprendido plomería. Ellavatorio era un cobertizo de madera en el fondo del angosto jardín con un agujero en formade estrella en la puerta: había esquivado el estallido que aplastó la casa de al lado y que hizovolar los marcos de las ventanas de la número 3.La siguiente ocasión en que la pandilla notó al Sr. Thomas fue más sorprendente. Blackie, Mikey un chico delgado y amarillo, a quien por alguna razón se lo llamaba por el apellido, Summers,se encontraron con él en el terreno común, cuando volvía del mercado. El Sr. Thomas losdetuvo. Dijo de manera hosca:-¿Ustedes son de ese grupo que juega en la playa de estacionamiento?Mike estaba a punto de contestar cuando Blackie se lo impidió. Como líder, teníaresponsabilidades. -¿Y si lo fuéramos? -dijo con ambigüedad. -Tengo algunos chocolates -dijoel Sr. Thomas-. A mí no me gustan. Aquí tienen. No alcanzan para repartir a todos, supongo.Nunca alcanza -agregó con sombría convicción. Les dio tres paquetes de Smarties.La pandilla quedó desconcertada y perturbada por ese acto y trató de encontrar algunaexplicación que disminuyera su importancia.-Seguro que se le cayeron a alguien y él los recogió -sugirió uno.-Los robó y después le agarró un miedo terrible -pensó otro en voz alta.-Es un soborno -dijo Summers-. Quiere que dejemos de lanzar la pelota contra la pared de sucasa.-Le mostraremos que no aceptamos sobornos -dijo Blackie, y sacrificaron toda la mañana aljuego de lanzar la pelota, que sólo Mike tenía la edad lo suficientemente corta como paradisfrutar. No hubo señales del Sr. Thomas.Al día siguiente T. los asombró a todos. Había llegado tarde a la reunión, y la votación para lasactividades de ese día tuvo lugar sin él. De acuerdo con la sugerencia de Blackie la pandilla sedispersaría en pares, se subiría a los ómnibus al azar para ver cuántos viajes gratis podríanobtener de guardias descuidados (la operación se llevaría a cabo de a pares para evitar que

alguien hiciera trampa). Estaban sorteando los compañeros cuando llegó T.-¿Dónde estabas, T.? -preguntó Blackie-. Ahora no puedes votar. Ya conoces las reglas.-Estaba allí -dijo T. Miró el suelo, como si tuviera ideas que ocultar.-¿Dónde?-En lo del Viejo Miseria.La boca de Mike se abrió y después se cerró apresuradamente con un chasquido. Se habíaacordado del sapo.-¿En lo del Viejo Miseria? -dijo Blackie. No había nada en las reglas que lo impidiera, pero teníala sensación de que T. estaba pisando terreno peligroso. Preguntó, con esperanza:-¿Entraste?-No. Toqué el timbre.-¿Y qué dijiste?-Dije que quería ver la casa.-¿Él qué hizo?-Me la mostró.-¿Robaste algo?-No.-¿Para qué lo hiciste entonces?La pandilla se había reunido alrededor: era como si estuviera a punto de formarse una corteimprovisada para tratar un caso de desvío. T. dijo: "Es una casa hermosa", y sin dejar de vigilarel suelo, sin mirar a nadie a los ojos, se lamió los labios, primero para un lado, después para elotro.-¿Qué quieres decir con que es una casa hermosa? -preguntó Blackie con sorna.-Tiene una escalera de doscientos años de antigüedad, como un sacacorchos. No estásostenida por nada.-¿Qué quieres decir con que no está sostenida por nada?¿Flota?-Tiene que ver con fuerzas opuestas, dijo el Viejo Miseria.-¿Qué más?-Hay paneles.-¿Como en el Blue Boar?-De doscientos años.-¿El Viejo Miseria tiene doscientos años?Mike se rió de pronto y luego se quedó callado otra vez. El ánimo de la reunión era serio. Porprimera vez, desde que T. había entrado en la playa de estacionamiento el primer día de lasvacaciones, su posición estaba en peligro. Sólo se necesitaba que se mencionara una única vezsu nombre y la pandilla se le echaría encima.-¿Para qué lo hiciste? -preguntó Blackie. Él era justo, no sentía celos, estaba ansioso porconservar a T. en la pandilla si podía. Era la palabra "hermosa" lo que le preocupaba;pertenecía al mundo de una clase que todavía podía verse parodiada en el Wormsley CommonEmpire por un hombre que llevaba un sombrero alto y un monóculo, y hablaba con un acentovacilante. Estuvo tentado de decir: "Mi querido Trevor, viejo amigo" y soltarles la rienda a sussabuesos infernales.-Si hubieras entrado por la fuerza -dijo con tristeza...-eso sí hubiera sido una actividad digna dela pandilla.-Esto era mejor -dijo T.-. Averigüé cosas.Continuó mirándose fijamente los pies, sin mirar a nadie a los ojos, como si estuviera absortoen un sueño que no estaba dispuesto a -o que le daba vergüenza- compartir.-¿Qué cosas?-El Viejo Miseria va a estar fuera todo el día de mañana y el feriado bancario. Blackie dijo conalivio:-¿Quieres decir que podríamos entrar por la fuerza?-¿Y robar cosas? -preguntó alguien.

Blackie dijo:-Nadie va a robar cosas. Entrar por la fuerza... con eso alcanza, ¿verdad? No queremos ningunacuestión legal.-Yo no quiero robar nada -dijo T. -. Tengo una idea mejor.-¿Cuál es?T. levantó los ojos, tan grises y perturbados como ese descolorido día de agosto.-La derribaremos -dijo-. La destruiremos.Blackie lanzó un solitario grito de risa y entonces, como Mike, se quedó callado, intimidado poresa mirada seria e implacable.-¿Y qué va a hacer la policía todo ese tiempo? -dijo.-No se enterarían. Lo haríamos desde adentro. Encontré una forma de entrar.Con una especie de intensidad, dijo:-Seríamos como gusanos, ven, en una manzana. Cuando volvamos a salir no quedará nada, niescaleras, ni paneles, nada excepto las paredes, y entonces haríamos que las paredes sederrumben, de alguna manera.-Iríamos a la cárcel -dijo Blackie.-¿Quién va a probarlo? Y de todas maneras no robaríamos nada.Con un ligerísimo parpadeo de gozo, agregó:-No habría nada para robar cuando hubiéramos terminado.-Nunca oí que alguien fuera a prisión por romper cosas -dijo Summers.-No habría tiempo -dijo Blackie-. Yo he visto trabajar a los que derriban casas.-Nosotros somos doce -dijo T.-. Nos organizaríamos.-Ninguno de nosotros sabe cómo...-Yo sí sé -dijo T. y dirigió la mirada a Blackie-. ¿Tú tienes un plan mejor?-Hoy -dijo Mike sin tacto-, vamos a colarnos en los ómnibus y viajar gratis...-Viajar gratis -dijo T-. Cosas de niños. Puedes apartarte, Blackie, si es lo que prefieres...-La pandilla tiene que votar. -Entonces somételo a votación. Blackie dijo, incómodo:-Se propone que mañana y el lunes destruyamos la casa del Viejo Miseria.-Yo, yo -dijo un chico gordo llamado Joe.-¿Quién está a favor? T dijo:-Está aprobado.-¿Cómo empezamos? -preguntó Summers.-Él va a explicarlo -dijo Blackie. Era el fin de su liderazgo. Se alejó hacia la parte posterior de laplaya de estacionamiento y comenzó a patear una piedra, haciéndola volverse hacia un lado yhacia otro. En la playa sólo había un viejo Morris, ya que quedaban pocos vehículos allí, salvocamiones: sin un guardia, no había seguridad. Lanzó una patada al auto e hizo saltar un pocode pintura del guardabarros trasero. Más allá, sin prestarle más atención que la que se daría aun desconocido, la pandilla había rodeado a T.; Blackie era oscuramente consciente del cambiode favor. Pensó en volver a su casa, en no regresar jamás, en dejar que todos descubrieran lafalsedad del liderazgo de T., pero supongamos que, después de todo, lo que T. proponía fueraposible; nunca se había hecho nada así antes. Sin duda la fama de la pandilla de la playa deestacionamiento de Wormsley Common llegaría hasta Londres. Habría titulares en los diarios.Incluso las pandillas de adultos que manejaban las apuestas de las pulseadas y los vendedoresambulantes de frutas se enterarían con respeto de la forma en que habían destruido la casadel Viejo Miseria. Impulsado por la pura, simple y altruista ambición de fama para la pandilla,Blackie regresó al lugar donde estaba T., de pie a la sombra de la pared de la casa del ViejoMiseria.T. estaba dando órdenes con decisión: era como si ese plan hubiera estado en su cabezadurante toda su vida, analizado a través de las estaciones, ahora en su decimoquinto añocristalizado con los dolores de la pubertad.-Tú -le dijo a Mike- trae algunos clavos grandes, los más grandes que puedas encontrar, y unmartillo. Todos los que puedan mejor que traigan un martillo y un destornillador.Necesitaremos muchos. Formones también. Eso nunca está de más. ¿Alguien puede traer un

serrucho?-Yo puedo -dijo Mike.-No un serrucho de juguete -dijo T- uno de verdad.Blackie se dio cuenta de que había levantado la mano como cualquier miembro común de lapandilla.-Correcto, tráelo tú, Blackie. Pero ahora tenemos una dificultad. Precisamos una sierra.-¿Qué es una sierra? -preguntó alguien.-Podemos comprar una en Woolworth's -dijo Summers.El chico gordo llamado Joe dijo con melancolía:-Yo sabía que esto terminaría con una colecta.-Yo mismo conseguiré una -dijo T-. No quiero tu dinero. Pero no puedo comprar una maza.Blackie dijo:-Están trabajando en la número 15. Sé dónde van a dejar las herramientas durante el feriadobancario.-Entonces eso es todo -dijo T-. Nos encontraremos aquí a las nueve en punto.-Yo tengo que ir a la iglesia -dijo Mike.-Asómate por encima de la pared y silba. Te dejaremos entrar.IIEl domingo a la mañana todos llegaron puntualmente excepto Blackie, incluso Mike. Mikehabía tenido un golpe de suerte. Su madre había caído enferma, su padre estaba cansadodespués de la noche del sábado, y le habían dicho que fuera a la iglesia solo, con toda clase deadvertencias sobre lo que le sucedería si se desviaba. Blackie había tenido dificultades parasacar el serrucho, y después para encontrar una maza en los fondos de la número 15. Seacercó a la casa desde una calleja que daba a la parte posterior del jardín, por miedo a larecorrida del policía en la calle principal. La cansada vegetación perenne mantenía a raya unsol de tormenta; en el Atlántico se estaba formando otro feriado mojado, que empezaba conremolinos de polvo debajo de los árboles. Blackie trepó por la pared hacia el jardín de Miseria.No había señales de nadie por ningún lado. El lavatorio se destacaba como una tumba en uncementerio abandonado. Las cortinas estaban cerradas. La casa dormía. Blackie se acercó conel serrucho y la maza. Tal vez después de todo no se había presentado nadie: el plan había sidouna invención descabellada: se habían despertado más sabios. Pero cuando se aproximó a lapuerta cerrada pudo oír una confusión de sonidos apenas más fuertes que un enjambre en unacolmena: un clíketi clack, un bangbang, una raspadura, un crujido, un repentino y dolorosoestrépito de rotura. Pensó: es cierto, y silbó.Le abrieron la puerta trasera y entró. De inmediato tuvo la impresión de organización, muydiferente de la atmósfera de libertad que existía bajo su liderazgo. Durante un ratovagabundeó subiendo y bajando las escaleras buscando a T. Nadie le dirigió la palabra: tuvo lasensación de una gran urgencia, y ya podía comenzar a entender el plan. Estaban demoliendocuidadosamente el interior de la casa sin tocar las paredes. Summers, con un martillo y unformón, estaba arrancando los zócalos del piso del comedor: ya había destruido los paneles dela puerta. En el mismo cuarto Joe estaba levantando los bloques del parquet, dejando aldescubierto las tablas de madera blanda del piso que estaban encima del sótano. De loszócalos dañados se desprendían rollos de cables y Mike estaba sentado alegremente en elsuelo, cortando los cables.En lo alto de la escalera curva había dos miembros de la pandilla dedicándose con esfuerzo alpasamanos con un inadecuado serrucho de juguete; cuando vieron el gran serrucho de Blackiese lo pidieron con una señal y sin decir palabra. Cuando los volvió a ver ya habían arrojado enel vestíbulo un cuarto del pasamanos. Finalmente encontró a T. en el cuarto de baño; estabasentado con expresión de malhumor en el lugar de la casa al que menos importancia se ledaba, escuchando los sonidos que venían de abajo.-Lo hiciste de verdad -dijo Blackie con reverencia-. ¿Qué va a pasar?-Recién empezamos -dijo T. Miró la maza y le dio instrucciones-. Tú quédate aquí y rompe labañadera y la pileta. No te preocupes por las cañerías. Nos encargaremos de ellas más tarde.

Mike apareció por la puerta.-Ya he terminado con los cables, T -dijo.-Bien. Ahora sólo tienes que dar vueltas por ahí. La cocina está en el sótano. Destroza toda laporcelana y las copas y las botellas que puedas encontrar. No abras las canillas, no nosconviene que haya una inundación, aún no. Después entra en todas las habitaciones y davuelta los cajones. Si están cerrados con llave haz que uno de los otros los abra a golpes.Rompe todos los papeles que encuentres y destroza todos los adornos. Mejor que tomes uncuchillo de cortar carne de la cocina. El dormitorio está ahí enfrente. Abre las almohadas ycorta las sábanas. Eso es suficiente por el momento. Y tú, Blackie, cuando hayas terminadoaquí quiebra el yeso del pasaje de arriba con la maza.-¿Tú qué vas a hacer? -preguntó Blackie.-Estoy buscando algo especial -dijo TSe hizo casi la hora del almuerzo antes de que Blackie hubiera terminado y fuera a buscar a T Elcaos había avanzado. La cocina era un revoltijo de vidrios y porcelanas rotas. En el comedorhabían quitado todo el parquet, los zócalos estaban levantados, habían quitado la puerta delmarco, y los destructores habían subido un piso. Entraban franjas de luz a través de lospostigos cerrados donde trabajaban con la seriedad de creadores; y la destrucción, después detodo, es un acto de creación. Cierto tipo de imaginación había visto esta casa de la forma enque se había convertido ahora. Mike dijo:-Tengo que ir a casa a comer.-¿Quién más? -preguntó T, pero todos los demás, con una u otra excusa, habían traídoprovisiones.Se acomodaron de cuclillas en las ruinas de la habitación y se intercambiaron los sandwichesque no querían. Media hora para almorzar y luego se pusieron a trabajar otra vez. CuandoMike regresó ya estaban en el último piso, y a las seis de la tarde el daño superficial estabacompleto. Todas las puertas estaban arrancadas, todos los zócalos levantados, los mueblessaqueados y arrancados y aplastados; nadie podría haber dormido en esa casa salvo en unacama de yeso roto. T. dio órdenes -a las ocho en punto a la mañana siguiente- y para no servistos salieron de a uno trepando por la pared del jardín, hacia la playa de estacionamiento.Sólo quedaron Blackie y T.: ya casi no había luz, y cuando tocaron un interruptor, no funcionónada; Mike había hecho su trabajo a conciencia.-¿Encontraste algo especial? -preguntó Blackie.T. asintió.-Ven aquí -dijo- y mira.De ambos bolsillos sacó montones de billetes de una libra.-Los ahorros del Viejo Miseria -dijo.Mike cortó el colchón, pero no los vio.-¿Qué vas a hacer con ellos? ¿Compartirlos?-No somos ladrones -dijo T. -. Nadie va a robar nada de esta casa. Éstos los guardé para ti ypara mí; una celebración.Se puso de rodillas en el piso y los contó: en total había setenta.-Vamos a quemarlos -dijo- uno por uno.Y, turnándose, levantaban un billete hacia arriba y encendían la punta, de manera que lallamarada bajara lentamente hacia sus dedos. La ceniza gris flotaba por encima de ellos y caíasobre sus cabezas como los años.-Me gustaría ver la cara del Viejo Miseria cuando terminemos -dijo T.-¿Lo odias mucho? -preguntó Blackie.-Por supuesto que no lo odio -dijo T-. No sería divertido si lo odiara.El último billete en llamas iluminó su cara meditativa.-Todo eso del odio y el amor -dijo- es blando, es una tontería. Lo único que existe son las cosas,Blackie -y miró a su alrededor la sala abarrotada con las sombras no familiares de cosaspartidas por la mitad, cosas rotas, ex cosas.-Te juego una carrera a casa, Blackie -dijo.

IIIA la mañana siguiente comenzó la destrucción en serio. Faltaban dos: Mike y otro chico cuyospadres habían ido a Southend y Brighton a pesar de las gotas lentas y calientes que habíancomenzado a caer y del rugido del trueno en el estuario como los primeros cañones delbombardeo.-Tenemos que apurarnos -dijo T.Summers estaba impaciente.-¿No hicimos suficiente? -preguntó-. Me dieron dinero para las máquinas tragamonedas. Estoes como trabajar.-Apenas empezamos -dijo T-. Vamos, todavía quedan los pisos, y las escaleras. No hemosquitado una sola de las ventanas. Tú votaste como los demás. Vamos a destruir esta casa. Nova a quedar nada cuando terminemos.Volvieron a empezar en la planta baja levantando las tablas superiores del piso que estabanjunto a la pared exterior, dejando expuestas las vigas. Después serrucharon las vigas yretrocedieron hacia el vestíbulo, a medida que lo que quedaba del piso se inclinaba y sehundía. Habían aprendido con la práctica, y el otro piso se derrumbó más fácilmente. Cuandoestaba anocheciendo los inundó una extraña euforia en el momento en que miraron haciaabajo y vieron el gran hueco de la casa. Corrieron riesgos y cometieron errores: cuandopensaron en las ventanas ya era demasiado tarde para alcanzarlas. Joe dejó caer un peniqueen el pozo seco y lleno de escombros. La moneda rebotó y giró entre los pedazos de vidrioroto.-¿Por qué empezamos esto? -preguntó Summers con asombro; T. ya estaba en el suelo,cavando entre los escombros, abriendo un claro a lo largo de la pared exterior.-Abran las canillas -dijo-. Está demasiado oscuro ahora como para que alguien lo vea, y por lamañana ya no tendrá importancia.El agua los pasó de largo por la escalera y cayó en las habitaciones sin pisos. Fue en esemomento que oyeron que Mike silbaba en el fondo.-Algo anda mal -dijo Blackie. Podían oír su respiración urgente cuando abrían el cerrojo de lapuerta.-¿La policía? -preguntó Summers.-El Viejo Miseria -dijo Mike-. Viene para acá -dijo con orgullo.-¿Pero cómo? -dijo T.-. Él me había dicho... -protestó con la furia del niño que jamás habíasido-. No es justo.-Había ido a Southend -dijo Mike- y estaba en el tren de regreso. Dijo que hacía demasiado fríoy humedad.Hizo una pausa y echó una mirada al agua.-Caramba, ustedes tuvieron una tormenta aquí. ¿Gotea el techo?-¿Cuánto va a tardar en llegar?-Cinco minutos. Me escapé de mi mamá y vine corriendo.-Mejor que nos vayamos -dijo Summers-. De todas formas, ya hemos hecho suficiente.-Oh, no, no es así. Cualquiera podría hacer esto..."Esto" era la casa destrozada y ahuecada en la que no quedaba nada excepto las paredes. Sinembargo las paredes podrían conservarse. Las fachadas eran valiosas. Podrían construir dentrode ellas otra vez, algo más hermoso que antes. Esto podría volver a ser un hogar. Dijo,enojado:-Tenemos que terminar. No se muevan. Déjenme pensar.-No hay tiempo -dijo uno de los chicos.-Tiene que haber una forma -dijo T-. No podríamos haber llegado tan lejos...-Hemos hecho mucho -dijo Blackie.-No, no. No es así. Que alguien vigile la parte de adelante.-No podemos hacer más.-Puede entrar por el fondo.-Vigilen el fondo también -T comenzó a rogar-: sólo denme un minuto y yo lo arreglo. Juro que

lo arreglaré.Pero su autoridad había desaparecido con su ambigüedad. No era más que uno de la pandilla.-Por favor -dijo.-Por favor -Summers lo imitó, y entonces de pronto lo golpeó de lleno con el nombre fatal-:Vete corriendo a tu casa, Trevor.T se quedó con la espalda apoyada contra los escombros como un boxeador a quien habíannoqueado y dejado semi desmayado contra las sogas. No le quedaban palabras y sus sueños sesacudían y se deslizaban. Entonces Blackie intervino antes de que la pandilla tuviera tiempo deecharse a reír, y empujó a Summers hacia atrás.-Yo vigilaré el frente, T. -dijo, y con cautela abrió los postigos del vestíbulo. El terreno público,mojado y gris, se extendía hacia adelante, y las luces brillaban en los charcos.-Alguien viene, T. No, no es él. ¿Cuál es tu plan, T.?-Dile a Mike que vaya al lavatorio y se esconda pegado al costado. Cuando oiga que yo silbotiene que contar hasta diez y empezar a gritar.-¿Gritar qué?-Oh, "Socorro", algo así.-Ya oíste, Mike -dijo Blackie. Era el líder otra vez. Echó un rápido vistazo por entre los postigos-.Ya viene, T.-Rápido, Mike. El lavatorio. Quédate aquí, Blackie, todos ustedes, hasta que yo grite.-¿Qué vas a hacer, T.?-No te preocupes. Yo me encargo de esto. Dije que lo haría, ¿no?El Viejo Miseria venía cojeando por el terreno común. Tenía barro en los zapatos y se detuvopara quitárselo raspándolos contra el borde del pavimento. No quería ensuciar su casa, que seveía torcida y oscura entre los sitios en los que habían caído las bombas, salvada por tan poco,creía él, de la destrucción. El estallido de la bomba ni siquiera había roto las lámparas delventilador. En algún lugar silbó alguien. El Viejo Miseria miró rápidamente a su alrededor. Noconfiaba en los silbidos. Un niño estaba gritando: el sonido parecía venir de su propio jardín.Entonces un chico apareció corriendo en la calle, desde la playa de estacionamiento.-Señor Thomas -exclamó-. Señor Thomas.-¿Qué pasa?-Lo lamento profundamente, señor Thomas. Uno de nosotros tuvo un apuro, y pensamos quea usted no le molestaría, y ahora no puede salir.-¿A qué te refieres, muchacho?-Se quedó encerrado en su lavatorio.-Él no tenía nada que hacer en... ¿A ti no te había visto antes?-Usted me mostró su casa.-Es cierto. Es cierto. Eso no te da derecho a...-Apresúrese, señor Thomas. Va a asfixiarse.-Tonterías. No puede asfixiarse. Espera a que deje mi bolso adentro.-Yo le llevo el bolso.-Oh no, de ninguna manera. Yo llevo mis propias cosas.-Por aquí, señor Thomas.-No puedo entrar en el jardín por acá. Tengo que entrar por la casa.-Pero sí se puede entrar en el jardín por este camino, señor Thomas. Nosotros lo hacemos amenudo.-¿Ustedes lo hacen a menudo?Siguió al muchacho con una fascinación escandalizada.-¿Cuándo? ¿Con qué derecho...?-¿Ve...? La pared es baja.-No voy a trepar una pared para entrar en mi propio jardín. Es absurdo.-Así es como lo hacemos nosotros. Un pie aquí, un pie acá, y al otro lado.La cara del muchacho se asomó, un brazo se disparó, y el señor Thomas se dio cuenta de quele habían quitado el bolso y lo habían depositado al otro lado de la pared.

-Devuélvanme mi bolso -dijo el Sr. Thomas. Desde el retrete un chico no dejaba de gritar-. Voya llamar a la policía.-Su bolso está bien, señor Thomas. Mire. Un pie allí. A la derecha. Ahora apenas más arriba. Ala izquierda.El Sr. Thomas trepó por la pared de su propio jardín.-Aquí tiene el bolso, señor Thomas.IVMike se había ido a dormir, pero el resto se quedó. La cuestión del liderazgo ya no preocupabaa la pandilla. Con clavos, formones, destornilladores, cualquier cosa que fuera filosa ypenetrante, recorrían las paredes interiores, preocupándose por el cemento que unía losladrillos. Comenzaron en un punto demasiado elevado, y fue Blackie quien dio con el recorridode la cañería y se dio cuenta de que podrían reducir el trabajo a la mitad si debilitaban lasuniones que estaban inmediatamente arriba. Era una tarea larga, cansadora y aburrida, perofinalmente la terminaron. La casa destripada se mantenía en equilibrio sobre unos pocoscentímetros de cemento entre el paso de los caños y los ladrillos.Quedaba por hacer la tarea más peligrosa de todas, afuera, a la vista, en el límite del sitio de labomba. Mandaron a Summers a que vigilara la calle, por si pasaba alguien, y el señor Thomas,sentado en el retrete, ahora oía con claridad el sonido de un serrucho. Ya no venía de la casa, yeso lo tranquilizó un poco. Se sintió menos preocupado. Tal vez tampoco los otros ruidostuvieran importancia.Una voz le habló a través del orificio.-Señor Thomas.-Déjame salir -dijo Thomas con firmeza.-Aquí tiene una manta -dijo la voz, y una salchicha larga y gris pasó por el agujero y cayó comopañales sobre la cabeza de Thomas.-No es nada personal -dijo la voz-. Queremos que esté cómodo esta noche.-Esta noche -repitió Thomas con incredulidad.-Agarre esto -dijo la voz-. Panecillos; les pusimos manteca, y salchichas. No queremos que pasehambre, señor Thomas.Thomas rogó desesperadamente.-Una broma es una broma, muchacho. Déjame salir y no diré nada. Sufro de reuma. Tengo quedormir cómodo.-No estaría cómodo, en su casa no, no lo estaría. Ahora no.-¿A qué te refieres, muchacho? -pero las pisadas retrocedieron. Sólo quedaba el silencio de lanoche: ningún sonido de serrucho. Thomas intentó volver a gritar, pero estaba intimidado yreprendido por el silencio: a lo lejos un buho graznó y volvió a alejarse en un vuelo asordinadoa través del mundo sin sonidos.A las siete de la mañana siguiente el chofer vino a buscar su camión. Se subió al asiento y tratóde encender el motor. Le pareció oír vagamente una voz que gritaba, pero no era asunto de él.Por fin el motor respondió y él hizo retroceder el camión hasta que tocó el gran puntal demadera que sostenía la casa del Sr. Thomas. De esa manera podía salir hacia la calledirectamente sin poner marcha atrás. El camión se movió hacia adelante, se detuvo unmomento como si lo estuvieran tironeando desde atrás, y después siguió avanzando con elsonido de un largo y estrepitoso derrumbe. El chofer quedó asombrado cuando vio que unosladrillos salían volando delante de él, mientras que unas piedras golpeaban el techo de lacabina del camión. Apretó los frenos. Cuando salió del vehículo todo el paisaje se habíaalterado de pronto. Ya no había ninguna casa al lado de la playa de estacionamiento, sólo unamontaña de escombros. Dio una vuelta y examinó la parte posterior del camión para ver si sehabía dañado, y encontró una soga atada allí que en el otro extremo todavía estaba retorcidaalrededor de un soporte de madera.Otra vez le pareció al chofer que alguien estaba gritando. El sonido venía de la edificación demadera que era lo más parecido a una casa en esa desolación de ladrillos rotos. El chofer trepópor la pared destrozada y abrió la puerta. El señor Thomas salió del retrete. Llevaba encima

una manta gris con pedacitos de yeso adheridos. Lanzó un grito sollozante.-Mi casa -dijo-. ¿Dónde está mi casa?-A mí que me revisen -dijo el chofer. Sus ojos iluminaron los restos de una bañadera y lo quealguna vez había sido una cómoda y comenzó a reírse. Ya no quedaba nada en ningún lado.-Cómo se atreve a reír -dijo el señor Thomas-. Era mi casa. Mi casa.-Lo siento -dijo el chofer, haciendo esfuerzos heroicos, pero cuando recordó el repentino tirónde su camión, el ruido de los ladrillos que caían, volvió a sufrir convulsiones. En un momento lacasa estaba allí, con tanta dignidad entre los sitios de las bombas, como un hombre desombrero alto, y entonces, bang, crash, ya no quedaba nada; nada de nada.-Lo siento -dijo-, no puedo evitarlo, señor Thomas. No es nada personal, pero tiene que admitirque es gracioso.THOMAS MANNLA MUERTE10 de septiembrePor fin ha llegado el otoño; el verano no retornará. Jamás volveré a verlo...El mar está gris y tranquilo, y cae una lluvia fina, triste. Cuando lo vi esta mañana, me despedídel verano y saludé al otoño, al número cuarenta de mis otoños, que al fin ha llegado,inexorable. E inexorablemente traerá consigo aquel día, cuya fecha a veces recito en voz baja,con una sensación de recogimiento y terror íntimo...12 de septiembreHe salido a pasear un poco con la pequeña Asunción. Es una buena compañera, que calla y aveces me mira alzando hacia mí sus ojos grandes y llenos de cariño.Hemos ido por el camino de la playa hacia Kronshafen, pero dimos la vuelta a tiempo, antes dehabernos encontrado a más de una o dos personas.Mientras volvíamos me alegró ver el aspecto de mi casa. ¡Qué bien la había escogido! Desdeuna colina, cuya hierba se hallaba ahora muerta y húmeda, miraba el mar de color gris. Sencillay gris es también la casa. Junto a la parte posterior pasa la carretera, y detrás hay campos.Pero yo no me fijo en eso; miro sólo el mar.15 de septiembreEsa casa solitaria sobre la colina cercana al mar y bajo el cielo gris es como una leyendasombría, misteriosa, y así es como quiero que sea en mi último otoño. Pero esta tarde, cuandoestaba sentado ante la ventana de mi estudio, se presentó un coche que traía provisiones; elviejo Franz ayudaba a descargar, y hubo ruidos y voces diversas. No puedo explicar hasta quépunto me molestó esto. Temblaba de disgusto, y ordené que tal cosa se hiciera por la mañana,cuando yo duermo. El viejo Franz dijo sólo: "Como usted disponga, señor Conde", pero memiró con sus ojos irritados, expresando temor y duda.¿Cómo podría comprenderme? Él no lo sabe. No quiero que la vulgaridad y el aburrimientomanchen mis últimos días. Tengo miedo de que la muerte pueda tener algo aburguesado yordinario. Debe estar a mi alrededor arcana y extraña, en aquel día grande, solemne,misterioso, del doce de octubre...18 de septiembreDurante los últimos días no he salido, sino que he pasado la mayor parte del tiempo sobre eldiván. No pude leer mucho, porque al hacerlo todos mis nervios me atormentaban. Me helimitado a tenderme y a mirar la lluvia que caía, lenta e incansable.Asunción ha venido a menudo, y una vez me trajo flores, unas plantas escuálidas y mojadasque encontró en la playa; cuando besé a la niña para darle las gracias, lloró porque yo estaba"enfermo". ¡Qué impresión indeciblemente dolorosa me produjo su cariño melancólico!21 de septiembreHe estado mucho tiempo sentado ante la ventana del estudio, con Asunción sobre mis rodillas.Hemos mirado el mar, gris e inmenso, y detrás de nosotros en la gran habitación de puerta altay blanca y rígidos muebles reinaba un gran silencio. Y mientras acariciaba lentamente el suavecabello de la criatura, negro y liso, que cae sobre sus hombros, recordé mi vida abigarrada yvariada; recordé mi juventud, tranquila y protegida, mis vagabundeos por el mundo y la breve

y luminosa época de mi felicidad. ¿Te acuerdas de aquella criatura encantadora y de ardientecariño, bajo el cielo de terciopelo de Lisboa? Hace doce que te hizo el regalo de la niña ymurió, ciñendo tu cuello con su delgado brazo.La pequeña Asunción tiene los ojos negros de su madre; sólo que más cansados y pensativos.Pero sobre todo tiene su misma boca, esa boca tan infinitamente blanda y al mismo tiempoalgo amarga, que es más bella cuando guarda silencio y se limita a sonreír muy levemente.¡Mi pequeña Asunción!, si supieras que habré de abandonarte. ¿Llorabas porque me creías"enfermo"? ¡Ah! ¿Qué tiene que ver eso? ¿Qué tiene que ver eso con el de octubre...?23 de septiembreLos días en que puedo pensar y perderme en recuerdos son raros. Cuántos años hace ya quesólo puedo pensar hacia delante, esperando sólo este día grande y estremecedor, el doce deoctubre del año cuadragésimo de mi vida.¿Cómo será? ¿Cómo será? No tengo miedo, pero me parece que se acerca con una lentitudtorturante, ese doce de octubre.27 de septiembreEl viejo doctor Gudehus vino de Kronshafen; llegó en coche por la carretera y almorzó con lapequeña Asunción y conmigo.-Es necesario -dijo, mientras se comía medio pollo- que haga usted ejercicio, señor Conde,mucho ejercicio al aire libre. ¡Nada de leer! ¡Nada de cavilar! Me temo que es usted unfilósofo, ¡je, je!Me encogí de hombros y le agradecí cordialmente sus esfuerzos. También dio consejosreferentes a la pequeña Asunción, contemplándola con su sonrisa un poco forzada y confusa.Ha tenido que aumentar mi dosis de bromuro; quizás ahora podré dormir un poco mejor.30 de septiembre-¡El último día de septiembre! Ya falta menos, ya falta menos. Son las tres de la tarde, y hecalculado cuántos minutos faltan aún hasta el comienzo del doce de octubre. Son 8,460.No he podido dormir esta noche, porque se ha levantado el viento, y se oye el rumor del mar yde la lluvia. Me he quedado echado, dejando pasar el tiempo. ¿Pensar, cavilar? ¡Ah, no! Eldoctor Gudehus me toma por un filósofo, pero mi cabeza está muy débil y sólo puedo pensar:¡La muerte! ¡La muerte!2 de octubreEstoy profundamente conmovido, y en mi emoción hay una sensación de triunfo. A veces,cuando lo pensaba y me miraba con duda y temor, me daba cuenta de que me tomaban porloco, y me examinaba a mí mismo con desconfianza. ¡Ah, no! No estoy loco.Leí hoy la historia de aquel emperador Federico, al que profetizaran que moriría sub flore. Poreso evitaba las ciudades de Florencia y Florentinum, pero en cierta ocasión fue a parar enFlorentinum, y murió. ¿Por qué murió?Una profecía, en sí, no tiene importancia; depende de si consigue apoderarse de ti. Mas si loconsigue, queda demostrada y por lo tanto se cumplirá. ¿Cómo? ¿Y por qué una profecía quenace de mí mismo y se fortalece, no ha de ser tan válida como la que proviene de fuera? ¿Yacaso el conocimiento firme del momento en que se ha de morir, no es tan dudoso como eldel lugar?¡Existe una unión constante entre el hombre y la muerte! Con tu voluntad y tuconvencimiento, puedes adherirte a su esfera, puedes llamarla para que se acerque a ti en lahora que tú creas...3 de octubreMuchas veces, cuando mis pensamientos se extienden ante mí como unas aguas grisáceas,que me parecen infinitas porque están veladas por la niebla, veo algo así como las relacionesde las cosas, y creo reconocer la insignificancia de los conceptos.¿Qué es el suicidio? ¿Una muerte voluntaria? Nadie muere involuntariamente. El abandonar lavida y entregarse a la muerte ocurre siempre por debilidad, y la debilidad es siempre laconsecuencia de una enfermedad del cuerpo o del espíritu, o de ambos a la vez. No se muereantes de haberse uno conformado con la idea...

¿Estoy conforme yo? Así lo creo, pues me parece que podría volverme loco si no muriera eldoce de octubre...5 de octubrePienso continuamente en ello, y me ocupa por completo. Reflexiono sobre cuándo y cómotuve esta seguridad, y no me veo capaz de decirlo. A los diecinueve o veinte años ya sabía quemoriría cuando tuviera cuarenta, y alguna vez que me pregunté con insistencia en qué díatendría lugar, supe también el día.Y ahora este día se ha acercado tanto, tan cerca, que me parece sentir el aliento frío de lamuerte.7 de octubreEl viento se ha hecho más intenso, el mar ruge y la lluvia tamborilea sobre el tejado. Durante lanoche no he dormido, sino que he salido a la playa con mi impermeable y me he sentado sobreuna piedra.Detrás de mí, en la oscuridad y la lluvia, estaba la colina con la casa gris, en la que dormía lapequeña Asunción, mi pequeña Asunción. Y ante mí, el mar empujaba su turbia espumadelante de mis pies.Miré durante toda la noche, y me pareció que así debía ser la muerte o el más allá de lamuerte: enfrente y fuera una oscuridad infinita, llena de un sordo fragor. ¿Sobreviviría allí unaidea, un algo de mí, para escuchar eternamente el incomprensible ruido?8 de octubreHe de dar gracias a la muerte cuando llegue, pues todo se habrá cumplido tan pronto comollegue el momento en que yo ya no pueda seguir esperando. Tres breves días de otoñotodavía, y ocurrirá. ¡Cómo espero el último momento, el último de verdad! ¿No será unmomento de éxtasis y de indecible dulzura? ¿Un momento de placer máximo?Tres breves días de otoño aún, y la muerte entrará en mi habitación... ¿Cómo se conducirá?¿Me tratará como a un gusano? ¿Me agarrará por la garganta para ahogarme? ¿O penetrarácon su mano mi cerebro? Me la imagino grande y hermosa y de una salvaje majestad.9 de octubreLe dije a Asunción, cuando estaba sobre mis rodillas: "¿Qué pasaría si me marchara pronto detu lado, de algún modo? ¿Estarías muy triste?" Ella apoyó su cabecita en mi pecho y lloróamargamente. Mi garganta está estrangulada de dolor.Por lo demás, tengo fiebre. Mi cabeza arde, y tiemblo de frío.10 de octubre¡Esta noche estuvo aquí, esta noche! No la vi, ni la oí, pero a pesar de eso hablé con ella. Esridículo, pero se comportó como un dentista: "Es mejor que acabemos pronto", dijo. Pero yono quise y me defendí; la eché con unas breves palabras."¡Es mejor que acabemos pronto!" ¡Cómo sonaban esas palabras! Me sentí traspasado. ¡Quécosa más indiferente, aburrida, burguesa! Nunca he conocido un sentimiento tan frío ysardónico de decepción.11 de octubre (a las 11 de la noche)¿Lo comprendo? ¡Oh! ¡Créanme, lo comprendo!Hace una hora y media estaba yo en mi habitación y entró el viejo Franz; temblaba y sollozaba.-¡La señorita -exclamó-. ¡La niña! ¡Por favor, venga en seguida!Y yo fui en seguida. No lloré, y sólo me sacudió un frío estremecimiento. Ella estaba en sucamita, y su cabello negro enmarcaba su pequeño rostro, pálido y doloroso. Me arrodillé juntoa ella y no pensé nada ni hice nada. Llegó el doctor Gudehus.-Ha sido un ataque cardíaco -dijo, moviendo la cabeza como uno que no está sorprendido. ¡Eseloco rústico hacía como si de veras hubiera sabido algo!Pero yo, ¿he comprendido? ¡Oh!, cuando estuve solo con ella -afuera rumoreaban la lluvia y elmar, y el viento gemía en la chimenea-, di un golpe en la mesa, tan clara me iluminó la verdadun instante. Durante veinte años he llamado la muerte al día que comenzará dentro de unahora, y en mí, muy profundamente, había algo que siempre supo que no podría abandonar aesta niña. ¡No hubiera podido morir después de esta medianoche; sin embargo, así debía

ocurrir! Yo hubiera vuelto a rechazarla cuando se hubiera presentado: pero ella se dirigió antesa la niña, porque tenía que obedecer a lo que yo sabía y creía. ¿He sido yo mismo quien hallamado la muerte a tu camita, te he matado yo, mi pequeña Asunción? ¡Ah, las palabras sonburdas y míseras para hablar de cosas tan delicadas, misteriosas!¡Adiós, adiós! Quizá yo encuentre allí afuera una idea, un algo de ti. Pues mira: la manecilla delreloj avanza, y la lámpara que ilumina tu dulce carita no tardará en apagarse. Mantengo tumano, pequeña y fría, y espero. Pronto se acercará ella a mí, y yo no haré más que asentir conla cabeza y cerrar los ojos, cuando la oiga decir:-Es mejor que acabemos pronto...FINMARGUERITE DURASEL ÚLTIMO CLIENTE DE LA NOCHELa carretera atravesaba la Auvernia y el Cantal. Habíamos salido de Saint-Tropez por la tarde, ycondujimos hasta entrada la noche. No recuerdo exactamente qué año era, fue en plenoverano. Lo conocía desde principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había idosola. Es otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El telegrama había llegadocon retraso, había sido enviado a París, y luego reenviado de París a Saint-Tropez. El entierrodebía tener lugar al día siguiente, a última hora de la tarde. Hicimos el amor en el hotel«Aurillac», y luego volvimos a hacerlo. Por la mañana lo hicimos de nuevo. Creo que fue allí,durante este viaje, cuando el deseo se esclareció en mi cabeza. Por él. Creo. Pero, estoy menossegura. Pero por él, sin duda, sí, desde el momento que se unía a mí en este deseo. Pero él,como otro, como el último cliente de la noche. Apenas dormimos, y reemprendimos el viajemuy pronto. Era una carretera muy bonita y terrible, interminable, con curvas cada cienmetros. Sí, fue durante este viaje. Esto nunca se ha vuelto a repetir en mi vida. El lugar yaestaba allí. Sobre el cuerpo. En estas habitaciones de hotel. Sobre las orillas arenosas del río. Ellugar era oscuro. Estaba también en los castillos, en sus muros. En la crueldad de las cacerías.De los hombres. En el miedo. En los bosques. En el desierto de las alamedas. De los estanques.Del cielo. Tomamos una habitación al borde del río. Volvimos a hacer el amor. No podíamoshablarnos más. Bebíamos. En la sangre fría, golpeaba. El rostro. Y ciertos lugares del cuerpo.No podíamos acercarnos ya el uno al otro sin tener miedo, sin temblar. Me llevó hasta lo altodel parque, a la entrada del castillo. Estaban los de Pompas Fúnebres, los guardianes delcastillo, el ama de mi madre y mi hermano mayor. A mi madre no la habían metido todavía enel ataúd. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba.En la iglesia de Onzain éramos tres, los guardianes se habían quedado en el castillo. Yopensaba en este hombre que me esperaba en el hotel al borde del río. No me daban pena, ni lamujer muerta ni el hombre que lloraba, su hijo. Nunca más he tenido. Después vino la cita conel notario. Consentí a las disposiciones testamentarias de mi madre, me desheredé.Él me esperaba en el parque. Dormimos en este hotel al borde del Loira. Después, nosquedamos varios días junto al río, dando vueltas por allí. Permanecimos en la habitación hastaentrada la tarde. Bebíamos. Salíamos para beber. Volvíamos a la habitación. Luego, volvíamosa salir por la noche. Buscábamos cafés abiertos. Era la locura. No podíamos marcharnos delbar, de este lugar. De lo que buscábamos, no se hablaba. A veces, teníamos miedo. Sentíamosuna profunda pena. Llorábamos. La palabra no se pronunciaba. Lamentábamos no amarnos. Yano sabíamos nada. Existía sólo lo que se decía. Sabíamos que esto no volvería a ocurrir ennuestra vida, pero de esto no se decía nada, ni que éramos los mismos frente a estadisposición de nuestro deseo. Esto siguió siendo la locura durante todo el invierno. Después,fue menos grave, una historia de amor. Posteriormente aún escribí Moderato Cantabile.FINEL TREN A BURDEOSUna vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón,después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allícon mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en elvagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que

me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estosvestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Estehombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, laslluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y elbachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuandouno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de quetodo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir deBurdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de lafamilia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con elhombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cualeste hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todoen el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decíanada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnosmás. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo laque dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, alllegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Meestiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió yvolvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle lasgracias. Él dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío".Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estirabamuy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a lagente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé micuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguíatodos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez másretardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como sihubiera gritado.Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir másdeprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegósobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté,y la dejé hacer.El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya nome acuerdo, debí caer dormida.Volvió.Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie dehumor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobreel sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta lacabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren.Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas quedespiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.ANGELA CARTEREN COMPAÑÍA DE LOBOS.Una fiera y sólo una aúlla en las noches del bosque.El lobo es carnívoro encarnado y es tan ladino como feroz; si ha gustado el sabor de carnehumana, ya ninguna otra lo satisfará.De noche, los ojos de los lobos relucen como llamas de candil, amarillentos, rojizos; pero elloes así porque las pupilas de sus ojos se dilatan en la oscuridad y captan la luz de tu linternapara reflejarla sobre ti... peligro rojo; cuando los ojos de un lobo reflejan tan sólo la luz de laluna, destellan un verde frío, sobrenatural, un color taladrante, mineral. El viajero anochecidoque ve de súbito esas lentejuelas luminosas, terribles, engarzadas en los negros matorrales,sabe que debe echar a correr, si es que el terror no lo ha paralizado.Pero esos ojos son todo cuanto podrás vislumbrar de los asesinos del bosque que se apiñan,invisibles, en torno de tu olor a carne, si cruzas el bosque a horas imprudentemente tardías.Serán como sombras, como espectros, los grises cofrades de una congregación de pesadilla;

¡escucha!, escucha el largo y ululante aullido..., un aria de terror súbitamente audible.La melopea de los lobos es el trémolo del desgarro que habrás de sufrir, de suyo una muerteviolenta.Invierno. Invierno y frío. En esta región de bosques y montañas no ha quedado para los lobosnada que comer. Sin cabras ni ovejas, ahora encerradas en los establos, sin los venados quehan partido hacia laderas más meridionales en busca de las últimas pasturas, los lobos estánenflaquecidos, hambrientos. Tan escasa es su carne que podrías contar, a través del pellejo, lascostillas de esas alimañas famélicas, si acaso te dieran tiempo antes de abalanzarse sobre ti.Esas mandíbulas que rezuman baba; la lengua jadeante; la escarcha de saliva en el barbijocanoso. De todos los peligros que acechan en la noche y el bosque −aparecidos, trasgos, ogrosque asan niños en la parrilla, brujas que ceban cautivos en jaulas para sus festines caníbales−,de todos, el lobo es el peor porque no atiende razones.En el bosque, donde nadie habita, siempre estás en peligro. Si traspones los portales de losgrandes pinos, allí donde las ramas hirsutas se enmarañan para encerrarte, para atrapar en susred viajero incauto, como si la vegetación misma estuviera confabulada con los lobos que allímoran, como si los pérfidos árboles salieran de pesca para sus amigos..., si traspones lossoportales bosque, hazlo con la mayor cautela y con infinitas precauciones, pues si por uninstante te desvías de tu senda, los lobos te devorarán. Son grises como la hambruna,despiadados como la peste.Los niños de ojos graves de las desperdigadas aldehuelas, siempre llevan cuchillos cuandosalen a pastorear las pequeñas majadas de cabras que proveen a las familias de leche agria yquesos rancios y agusanados. Sus cuchillos son casi tan grandes como ellos; y las hojas se afilancada día.Pero los lobos saben cómo allegarse hasta tu mismo fogón. Y aunque nosotros no les damostregua, no siempre conseguimos mantenerlos a raya. No hay noche de invierno en que elleñador no tema ver un hocico afilado, gris, famélico, husmeando por debajo de la puerta; ycierta vez una mujer fue atacada a dentelladas en su propia cocina mientras colaba losmacarrones.Teme al lobo y huye de él; pues lo peor es que el lobo puede ser algo más de lo que aparenta.Hubo una vez un cazador, cerca de aquí, que atrapó un lobo en un foso. El lobo habíadiezmado los rebaños de cabras y ovejas; se había comido a un viejo loco que vivía solo en unachoza montaña arriba, entonando alabanzas a Jesús el día entero; había atacado a unamuchacha que estaba cuidando sus ovejas, pero ella había armado tal alboroto que loshombres acudieron con rifles lo ahuyentaron y hasta trataron de seguirle el rastro entrefronda; pero el lobo era astuto y les dio fácilmente el esquinazo. Así que este cazador cavó unfoso y puso en él un pato, a modo de señuelo, vivito y coleando; luego cubrió el foso con pajauntada de excrementos de lobo. Cuac, cuac, gritaba el pato, y un lobo emergió sigiloso de laespesura; un lobo grande, corpulento, pesado como un hombre adulto: la paja cedió bajo supeso y el lobo cayó en la trampa. El cazador saltó detrás de él, lo degolló y le cortó las zarpas amodo de trofeo; pero de pronto ya no fue un lobo lo que tuve delante, sino el troncoensangrentado de un hombre, sin cabeza, sin piernas, moribundo, muerto.En otra ocasión, una bruja del valle transformó en lobos a todos los convidados a una fiesta debodas, y ello porque el novio había preferido a otra muchacha. Solía ordenarles, por despecho,que la fueran a visitar de noche y entonces los lobos se sentaban alrededor de su cabaña y leaullaban la serenata de su infortunio.No hace mucho, una joven mujer de nuestra aldea casó con un hombre que desapareció comopor encanto la noche de bodas. La cama estaba tendida con sábanas nuevas y sobre ellas seacostó la recién casada; el novio dijo que salía a orinar, insistió en ello, por pudor, y entoncesella se tapó con el edredón hasta su barbilla y así lo esperó. Y esperó, y esperó, y siguióesperando −¿no está tardando demasiado?− hasta que al fin se incorpora de un salto y grita aloír un aullido que el viento trae desde la espesura.Ese aullido largo, modulado, parecería insinuar, pese a sus escalofriantes resonancias, untrasfondo de tristeza, como si las fieras mismas desearan ser menos feroces mas no supieran

cómo lograrlo y no cesaran nunca de llorar su desdichada condición. Hay en los cánticos de loslobos una vasta melancolía, una melancolía sin fin como la misma floresta, interminable comolas largas noches del invierno. Y sin embargo esa horrenda tristeza, ese condolerse de suspropios, irremediables apetitos, jamás podrá conmovernos, ya que ni una sola frase dejaentrever en ellos una posible redención; para los lobos, la gracia no ha de venir de su propiodesconsuelo sino a través de un mediador; y es por ello que se diría, a veces, que la fiera acogecasi con regocijo el cuchillo que acabará con ella.Los hermanos de la joven registraron cobertizos y graneros mas no hallaron resto alguno; demodo que la sensata joven secó sus lágrimas y se buscó otro marido menos tímido, que notuviera empacho en orinar en un cacharro y en pasar las noches bajo techo. Ella le dio un parde rozagantes bebés y todo anduvo sobre ruedas hasta que cierta noche glacial, la noche delsolsticio, el momento del año en que las cosas no engranan tan bien como debieran, la máslarga de todas las noches, su primer marido volvió a casa.Un violento puñetazo en la puerta anunció su regreso cuando ella revolvía la sopa para elpadre de sus hijos; lo reconoció en el instante mismo en que levantó la tranca para hacerlopasar, pese a que hacía años que había dejado de llevar luto por él, y que el hombre estuvieraahora vestido de harapos, el pelo pululante de pulgas colgándole a la espalda, sin haber vistoun peine en años.−Aquí me tienes de vuelta, doña −dijo−. Prepárame un plato de coles. Y que sea pronto.Cuando el segundo marido entró con la leña para el fuego y el primero comprendió que ellahabía dormido con otro hombre, y lo que es peor, cuando clavó sus ojos enrojecidos en lospequeñuelos que se habían deslizado hasta la cocina para ver a qué se debía tanto alboroto,gritó: ¡Ojalá fuera lobo otra vez para darle una lección a esta puta! Y al punto en lobo seconvirtió y arrancó al mayor de los niños el pie izquierdo antes de que con el hacha de cortar laleña le partieran en dos la cabeza. Pero cuando el lobo yacía sangrando, lanzando sus últimosestertores, su pelaje volvió a desaparecer y fue otra vez tal como había sido años atrás cuandohuyó del lecho nupcial; y entonces ella se echó a llorar y el segundo marido le propinó unatunda.Dicen que hay un ungüento que te ofrece el Diablo y que te convierte en lobo en el momentomismo en que te frotas con él. O que había nacido de nalgas y tenía por padre a un lobo, y quesu torso es el de un hombre pero sus piernas y sus genitales los de' un lobo. Y que también sucorazón es de lobo.Siete años es el lapso de vida natural de un lobizón, pero si quemas sus ropas humanas locondenas a ser lobo por el resto de su vida; es por eso que las viejas comadres de estoscontornos suponen que si le arrojas al lobizón un mandil o un sombrero estarás de algún modoprotegido, como si el hábito hiciera al monje. Y aun así, por los ojos, esos ojos fosforescentes,podrás reconocerlo; son los ojos lo único que permanece invariable en sus metamorfosis.Antes de convertirse en lobo, el licántropo se desnuda por completo. Si por entre los pinosatisbas a un hombre desnudo, deberás huir de él como si te persiguiera el Diablo.Es pleno invierno y el petirrojo, el amigo del hombre, se posa en el mango de la pala dellabrador y canta. Es, para los lobos, la peor época del año, pero esa niña empecinada insiste encruzar el bosque. Está segura de que las fieras salvajes no pueden hacerle ningún daño pero,precavida, pone un cuchillo en la cesta que su madre ha llenado de quesos. Hay una botella deáspero licor de zarzamoras, una horneada de pastelillos de avena cocinados en la solera delfogón; uno o dos potes de mermelada. La niña de cabellos de lino llevará estos deliciososregalos a su abuela, que vive recluida, tan anciana que el peso de los años la está triturando amuerte. Abuelita vive a dos horas de marcha a través del bosque invernal; la pequeña seenvuelve en su grueso pañolón, cubriéndose con él la cabeza a guisa de caperuza. Se calza losrecios zuecos; está vestida y pronta, y hoy es la víspera de Navidad. La maligna puerta delsolsticio se balancea aún sobre sus goznes, pero ella ha sido siempre una niña demasiadoquerida como para sentir miedo.En esta región agreste, la infancia de los niños nunca es larga, aquí no existen juguetes, demodo que desde pequeños trabajan duro y pronto se vuelven cautos; pero ésta, tan bonita, la

hija más pequeña y un tanto tardía, ha sido mimada por su madre y por la abuela, que le hatejido el pañolón rojo que hoy luce, brillante pero ominoso como sangre sobre la nieve. Suspechos apenas han empezado a redondearse; su pelo, semejante al lino, es tan claro que casino hace sombra sobre su frente pálida; sus mejillas, de un blanco y un escarlata emblemáticos;y hace poco que ha empezado a sangrar como mujer, ese reloj interior que sonará para ella deahora en adelante una vez al mes.Ella existe, existe y se mueve dentro del pentáculo invisible su virginidad. Es un huevo intacto,una vasija sellada; tiene en su interior un espacio mágico cuya puerta está cerradaherméticamente por una membrana; es un sistema cerrado; no conoce el temblor. Lleva sucuchillo y no le teme a nada.De haber estado su padre en casa, tal vez se lo hubiera prohibido, pero él está en el bosque,cortando leña, y su madre es incapaz de negarle nada.Como un par de quijadas, el bosque se ha cerrado sobre ella.Siempre hay algo que ver en la espesura, incluso en la plenitud del invierno: los apiñadosmontículos de los pájaros que han sucumbido al letargo de la estación, amontonados en lasramas crujientes y demasiado melancólicos para cantar; las brillante orlas de los hongos deinvierno en los leprosos troncos de los árboles; las pisadas cuneiformes de los conejos yvenados; las espinosas huellas de las aves; una liebre escuálida como una raja d tocino dejandouna estela a través del sendero donde la tenue luz del sol motea las ramas bermejas de loshelechos del año que pasó.Cuando la niña oyó a lo lejos el aullido espeluznante de un lobo, su manita avezada saltó hastael mango de su cuchillo, mas no vio rastro alguno de lobo ni de hombre desnudo; oyó, sí, uncastañeteo entre los matorrales, y uno vestido de pies a cabeza saltó al sendero; muy joven yapuesto, con su casaca verde y e sombrero de ala ancha de cazador, y cargado de carcasas deave; silvestres. Al primer crujido de ramas, ella tuvo ya la mano en la empuñadura del cuchillo,pero él al verla se echó a reír con destello de dientes blanquísimos y la saludó con una cómicapero halagadora reverencia; ella nunca había visto un hombre tan apuesto, no entre losrústicos botarates de su aldea natal, y así, juntos, continuaron camino en la crecientepenumbra del atardecer.Pronto estaban riendo y bromeando como viejos amigos. Cuando él se ofreció a llevarle lacesta, la niña se la entregó, aunque su cuchillo estaba en ella, porque él le dijo que su rifle losprotegería. Anochecía, y de nuevo empezó a nevar; ella empezó a sentir los primeros coposque se posaban en sus pestañas, pero sólo les quedaba media milla de marcha y habría sinduda un fuego encendido, un té caliente y una bienvenida cálida para el intrépido cazador ypara ella misma.El joven llevaba en el bolsillo un objeto curioso. Era una brújula. La niña miró la pequeña esferade cristal en la palma de su mano y vio oscilar la aguja con una vaga extrañeza. El le aseguróque esa brújula lo había guiado sano y salvo a través del bosque en su partida de caza, ya quela aguja siempre decía con perfecta exactitud dónde quedaba el norte. Ella no le creyó; sabíaque no debía desviarse del camino, pues si lo hacía podría extraviarse en la espesura. Él se rióde ella una vez más; rastros de saliva brillaban adheridos a sus dientes. Dijo que si él sedesviaba del sendero y se adentraba en la espesura circundante, podía garantizarle quellegaría a la casa de la abuela un buen cuarto de hora antes que ella, buscando el rumbo através del boscaje con la ayuda de su brújula, en tanto ella tomaba el camino más largo por elsendero zigzagueante.-No te creo, y además, ¿no tienes miedo de los lobos?Él golpeó la reluciente culata de su rifle y sonrió.-¿Es una apuesta?, le preguntó; ¿quieres que apostemos algo? ¿Qué me darás si llego a la casade tu abuela antes que tú?-¿Qué te gustaría?, dijo ella no sin cierta malicia.-Un beso.Los lugares comunes de una seducción rústica; ella bajó los ojos y se sonrojó.

El cazador se internó en la espesura llevándose la cesta, pero la niña, pese a que la luna yatrepaba por el cielo, se había olvidado de temer a las fieras; y quería demorarse en el caminopara estar segura de que el gallardo cazador ganaría su apuesta.La casa de la abuela se alzaba, solitaria, un poco apartada del poblado. La nieve recién caídaburbujeaba en remolinos en la huerta, y el joven se acercó con pasos cautelosos a la puerta,como si no quisiera mojarse los pies, balanceando su morral de caza y la cesta de la niña,mientras tarareaba por lo bajo una canción.Hay un leve rastro de sangre en su barbilla; ha estado mordisqueando sus presas.Golpeó a la puerta con los nudillos.Vieja y frágil, abuelita ha sucumbido ya tres cuartas partes a la mortalidad que el dolor de sushuesos le promete y está casi pronta a sucumbir por completo. Hace una hora, un muchachoha venido de la aldea para encenderle el fuego de la noche y la cocina crepita con llamasinquietas. Su Biblia la acompaña, es una anciana piadosa. Está recostada contra variasalmohadas, en una cama embutida en la pared, a la usanza campesina, envuelta en la mantade retazos que ella misma confeccionó antes de casarse, hace ya más años que los quequisiera recordar. Dos perros cocker de porcelana, con manchas bermejas en el cuerpo yhocicos negros, están sentados a cada lado del hogar. Hay una alfombrilla brillante, tejida contrapos viejos, sobre las tejas acanaladas. El tic tac del gran reloj de pie marca el desgaste de lashoras de su vida.Una vida regalada ahuyenta a los lobos.Con sus nudillos velludos, ha llamado a la puerta.Tu nietecita, ha entonado, imitando una voz de soprano.Levanta la aldaba y entra, mi queridita.Se los reconoce por sus ojos, los ojos de una bestia carnicera, ojos nocturnales, devastadores,rojos como una herida; ya puedes arrojarle tu Biblia y luego tu mandil, abuelita, tú creías queésta era una profilaxis segura contra esta plaga invernal... Ahora apela a Cristo y a su madre y atodos los ángeles del cielo para que te protejan, pero de nada habrá de servirte.Su hocico bestial es filoso como un cuchillo; él deja caer sobre la mesa su dorada carga deroídos faisanes, y también la cesta de tu niña queridita. Oh, Dios mío, ¿qué le has hecho a ella?Fuera el disfraz, esa chaqueta de lienzo de los colores del bosque, el sombrero con la plumaensartada en la cinta; el pelo enmarañado le cae en guedejas sobre la camisa blanca, y ellapuede ver el bullir de los piojos. En el hogar los leños se agitan y sisean; con la oscuridadenredada en hirsuta melena, la noche y el bosque han entrado en la cocina.Él se quita la camisa. Su piel tiene el color y la textura del pergamino, una franja erizada depelo corre de arriba abajo por su vientre, sus tetillas son maduras y atezadas como frutosponzoñosos, pero su cuerpo es tan delgado que podrías contarle las costillas bajo la piel si tediera tiempo para ello. Se quita los pantalones y ella ve cuán peludas son sus piernas. Susgenitales, enormes. ¡Ay, enormes!Lo último que la anciana vio en este mundo fue un hombre joven, los ojos como ascuas,desnudo como una piedra, acercándose a su cama.El lobo es carnívoro encarnado.Cuando concluyó con la abuela se relamió la barbilla y pronto volvió a vestirse hasta quedar talcomo estaba cuando entró por aquella puerta. Quemó el pelo incomible en el hogar y envolviólos huesos en una servilleta que escondió debajo de la cama, en el mismo arcón de madera enel que halló un par de sábanas limpias. Las tendió cuidadosamente sobre la cama, enreemplazo de las delatoras manchadas de sangre, que amontonó en la cesta de la ropa sucia,esponjó las almohadas y sacudió la manta, levantó la Biblia del suelo, la cerró y la puso sobre lamesa. Todo estaba igual que antes menos la abuelita, que había desaparecido. La leñacrepitaba en la parrilla, el reloj hacía tic tac, y el joven esperaba paciente, ladino junto a lacama, con la cofia de dormir de la ancianita.Tap-tap-tap.¿Quién anda ahí?, trina en el cascado falsete de abuelitaTu nietecita.

Y la niña entró trayendo consigo una ráfaga de nieve que se derritió en lágrimas sobre lasbaldosas, un poco decepcionada tal vez al ver sólo a su abuela sentada junto al fuego. Pero élde pronto ha arrojado la manta, ha saltado a la puerta y se ha apoyado contra ella de espaldapara impedir que la niña vuelva a salir.La niña echó una mirada en torno y advirtió que no había ni siquiera el hueco que deja unacabeza sobre la tersa mejilla de la almohada y, qué raro, la Biblia, por primera vez, cerradasobre la mesa. El tic tac del reloj chasqueaba como un látigo. Quiso sacar el cuchillo de la cestapero no se atrevió a extender el brazo porque los ojos de él estaban clavados en ella: ojosenormes que ahora parecían irradiar una luz única, ojos grandes como cuencos, cuencos defuego griego, fosforescencia diabólica.¡Qué ojos tan grandes tienes!Para mirarte mejor.Ni rastros de la anciana, excepto un mechón de pelo blanco adherido a la corteza de un trozode leña sin quemar. Al verlo, la niña supo que corría peligro de muerte.¿Dónde está mi abuela?Aquí no hay nadie más que nosotros dos, mi adorada.De pronto, un inmenso aullido se elevó en torno de ellos, cercano, muy cercano, tan cercanocomo la huerta; el aullido de una muchedumbre de lobos; ella sabía que los peores lobos sonpeludos por dentro, y tembló, pese al pañolón escarlata que se ciñó un poco más alrededor delcuerpo como si pudiera protegerla, aunque era tan rojo como la sangre que ella habría dederramar.¿Quiénes han venido a cantarnos villancicos?, preguntó.Son las voces de mis hermanos, querida; adoro la compañía de los lobos. Asómate a la ventanay los verás.La nieve había obstruido la mirilla y ella la abrió para escudriñar el jardín. Era una noche blancade luna y de nieve; la borrasca se arremolinaba en torno de las fieras grises, esmirriadas, que,sentadas sobre sus ancas en medio de las hileras de coles de invierno, apuntaban sus afiladoshocicos a la luna y aullaban como si se les fuera a partir el corazón. Diez lobos; veinte lobos...Tantos lobos que ella no podía contarlos, aullando a coro, como enloquecidos o desesperados.Sus ojos reflejaban la luz de la cocina y centelleaban como centenares de bujías.Hace mucho frío, pobrecitos, dijo ella; no me extraña que aúllen de ese modo.Cerró la ventana al lamento de los lobos, se quitó el pañolón escarlata, del color de lasamapolas, el color de los sacrificios, el color de sus menstruaciones y, puesto que de nada leservía su miedo, cesó de tener miedo.¿Qué haré con mi pañolón?Échalo al fuego, amada mía. Ya no lo necesitarás.Ella enrolló el pañolón y lo arrojó a las llamas, que al instante lo consumieron. Se sacó la blusapor encima de la cabeza. Sus senos pequeños rutilaron como si la nieve hubiera invadido lahabitación.¿Qué haré con mi blusa?También al fuego.La fina muselina salió volando como un pájaro mágico en llamaradas por la chimenea, y ellaahora se quitó la falda, las medias de lana, los zuecos; y también al fuego fueron a parar ydesaparecieron para siempre; la luz de las llamas se reflejaba en ella a través de los contornosde su piel; sólo la vestía ahora su intacto tegumento de carne. Así, incandescente, desnuda, sepeinó el pelo con los dedos. Su pelo parecía blanco, blanco como la nieve de afuera. De prontose encaminó hacia el hombre de los ojos color sangre con la desordenada cabellera pululantede piojos; se irguió en puntas de pie y le desabrochó el cuello de la camisa.Qué brazos tan grandes tienes.Para abrazarte mejor.Y cuando por propia voluntad le dio el beso que le debía, todos los lobos del mundo aullaronun himno nupcial del otro lado de la ventana.Qué dientes tan grandes tienes.

Advirtió que las mandíbulas de él empezaban a salivar, y la estancia se inundó del clamor delLiebestod de la selva, pero la astuta niña ni se arredró siquiera al oír la respuesta.Para comerte mejor.La niña rompió a reír. Sabía que ella no era comida para nadie. Se le rió en la cara, le arrancó lacamisa de un tirón y la echó al fuego, en la ardiente estela de la ropa que ella misma sequitara. Las llamas danzaron como almas en pena en la noche de Walpurgis y los viejos huesosdebajo de la cama empezaron a castañetear, pero ella no les prestó atención.Carnívoro encarnado, sólo la carne inmaculada lo apacigua.Ella apoyará sobre su regazo la terrible cabeza, le quitará los piojos del pellejo y se los pondrá,quizá, en la boca y los comerá como él se lo ordene, tal como lo haría en una ceremonianupcial salvaje.Cesará la borrasca.Y la borrasca ha cesado dejando las montañas tan azarosamente cubiertas de nieve como siuna ciega hubiese arrojado sobre ellas una sábana; las ramas más altas de los pinos del bosquese han enjalbegado, crujientes, henchidas de nieve.Luz de nieve, luz de luna, una confusión de huellas de zarpas.Todo silencio, todo quietud.Medianoche; y el reloj da la hora. Es el día de Navidad, el natalicio de los licántropos, la puertadel solsticio está abierta de par en par; dejad que todos se hundan.¡Mirad! Ella duerme, dulce y profundamente, en la cama de abuelita, entre las zarpas deltierno lobo.EL EXPERIMENTO DEL PROFESOR KUGELMASWOODY ALLENEl profesor Kugelmass, quien dictaba clases de Humanidades en el City College, estabainfelizmente casado por segunda vez. Su esposa, Dafne Kugelmass, era una idiota. El tambiéntenía dos hijos tontos de su primera esposa, Flo, y estaba hasta el cuello de deudasocasionadas por los costos de la separación y manutención de los niños.“¿Acaso yo sabía que las cosas iban a salir tan mal?”, se lamentó un día Kugelmass dirigiéndosea su analista. ``Dafne era muy prometedora. ¿Quién podría sospechar que ella iba aabandonarse y a engordar como tonel? Además, ella tenía algunos dolarillos, lo que no es - porsupuesto - razón suficiente para contraer nupcias pero tampoco viene mal, teniendo en cuentalos problemas ``operativos'' que tengo. ¿Entiende lo que le digo?Kugelmass era calvo y tan peludo como un oso, pero tenía un gran corazón.``Tengo que buscarme otra mujer'', agregó. ``Necesito tener un affair. Es posible que no sea unbuen partido pero soy un hombre que necesita vivir un romance.Necesito sentir ternura, coquetear con alguien. Estoy envejeciendo y por ello es muy tardepara sentir el deseo de hacer el amor en Venecia, burlarse el uno del otro en el "21" eintercambiar miradas tímidas sobre una copa de vino tinto a la luz de las velas. ¿Entiende loque le digo?’’El Dr. Mandel se movió en la silla y dijo: "No resolverá nada con una aventura amorosa. Ustedes muy poco realista. Sus problemas son mucho más graves"."Debo tener una relación muy discreta", seguía pensando en voz alta Kugelmass. "No puedodarme el lujo de divorciarme por segunda vez. Dafne me lo echaría en cara""Sr. Kugelmass - ''"Sin embargo, no puede ser con nadie del City College porque Dafne también trabaja allí. Dehecho, ninguna profesora de esa universidad vale gran cosa; sin embargo, alguna de lasestudiantes...""Sr. Kugelmass - ''"Ayúdeme. Anoche tuve un sueño. Estaba en una pradera y de pronto me puse a saltar conuna cesta de comida y la cesta tenía un letrero que rezaba "Opciones". Luego me di cuenta deque la cesta tenía un agujero"."Sr. Kugelmass, lo peor que puede hacer es representar de esa forma sus inhibiciones. Usteddebe limitarse a expresar sus sentimientos para que los analicemos en conjunto. Usted ha

estado en tratamiento el tiempo suficiente como para saber que no hay remediosinstantáneos. Después de todo, soy un analista, no un mago"."Entonces, tal vez lo que necesite sea un mago", dijo Kugelmass, levantándose de su asiento. Ycon ello puso fin a su terapia.Algunas semanas después, Kugelmass y Dafne se hallaban deprimidos en su apartamentocomo dos viejos muebles. De pronto, sonó el teléfono. Era de noche."Yo atiendo", dijo Kugelmass. "Aló".¨Kugelmass?, se oyó al otro lado del teléfono. "Kugelmass, le habla Persky"."¿Quién?""Persky, ¿o debería decir "El Gran Persky?"¿Perdón?"He sabido que anda en búsqueda de un mago que le dé una nota exótica a su vida. ¿No esasí?""¬Chis!, susurró Kugelmass. "No cuelgue. ¿De dónde llama, Sr. Persky?"Al día siguiente, por la tarde, Kugelmass subió por las escaleras de un decrépito edificio deapartamentos situado en el área de Bushwick, Brooklyn. Aguzando la mirada para romper laoscuridad del pasillo, Kugelmass finalmente encontró la puerta que buscaba y tocó el timbre.Voy a lamentarlo, pensó para sí.Segundos después, era recibido por un hombre pequeño, delgado, con una mirada vidriosa.¿Usted es Persky, el Grande?, dijo Kugelmass."El Gran Persky. ¿Quiere una taza de té?"No. Quiero vivir un romance. Quiero sentir la música, el amor y la belleza"."Pero no quiere tomar té. ¿Ah? Es raro. Muy bien, tome asiento".Persky se paró y fue al cuarto de atrás. Kugelmass oyó un movimiento de cajas y muebles.Persky reapareció, empujando un objeto de gran tamaño montado sobre unos patines con lasruedas chirriantes. Persky quitó algunos viejos pañuelos de seda que se encontraban en laparte superior y los sopló para quitarle el polvo. Se trataba de un armario chino mal laqueadoy de tosca apariencia."Persky", ¿qué se trae entre manos?, preguntó Kugelmass."Preste atención", le respondió Persky. "Esto va a producir un bello efecto. Lo diseñé el añopasado para una ceremonia de los Caballeros de Pitia, pero el acto se suspendió por falta depúblico. Entre en el mueble"."¿Por qué? ¿Acaso va a atravesarlo con un montón de espadas o algo así?¿Usted ve alguna espada?Kugelmass puso cara de circunstancia y lanzando un gruñido se introdujo en el armario. Elprofesor no pudo evitar observar varias imitaciones de diamante de mala calidad pegadas en lamadera contrachapada justo frente a su cara. "Esto es un chiste de mal gusto", dijo."Tiene algo de broma. Bien, oiga lo que le voy a decir. Si lanzo una novela al interior delarmario en el que usted se encuentra, cierro las puertas y toco tres veces, usted se veráproyectado en ese libro".Kugelmass hizo un gesto de incredulidad."Es mi varita mágica", dijo Persky. "Mi contacto con Dios. No sólo funciona con novelas. Puedeser un cuento, una obra de teatro, un poema. Podrá conocer algunas de las mujeres creadaspor los mejores escritores del mundo. Sea cual fuere la mujer de sus sueños. Podrá hacer todolo que desee como un verdadero triunfador. Luego, cuando haya vivido suficientesexperiencias, pega un grito y volverá aquí al instante."Persky, ¿Usted está enfermo?"Le estoy diciendo que todo estará bien", expresó Persky.Kugelmass mantuvo su escepticismo. ¿Lo que usted me quiere decir es que este cajón caserome puede transportar tal y como usted me lo ha descrito?"Por apenas 20 dólares".Kugelmass buscó su billetera. "Ver para creer", dijo.Persky guardó los billetes en sus bolsillos y se dirigió a su biblioteca ¿A quién desea conocer?

¿A la Hermana Carrie? ¿Hester Prynne? ¿Ofelia? ¨Tal vez a algún personaje de Saul Bellow?¿Qué le parece un encuentro con Temple Drake? Aunque para un hombre de su edad, ellasería una prueba muy difícil""A una francesa. Quiero tener un affair con una amante francesa”"¿Nana?""No quiero tener que pagar por ello”.¿Qué le parece Natacha de La Guerra y la Paz"Le dije que una francesa. ¡Ya sé! ¿Qué le parece Emma Bovary? Me parece perfecta''."Muy bien, Kugelmass. Pegue un grito cuando esté harto".Persky introdujo en el armario una edición rústica de la novela de Flaubert."¿Está seguro de que esto no implica ningún riesgo?", preguntó Kugelmass mientras Perskycomenzaba a cerrar las puertas del armario.``Seguro. ¿Hay algo seguro en este mundo tan loco?'' Persky tocó tres veces el armario y luegoabrió de par en par las puertas.Kugelmass se había ido. En ese mismo instante, apareció en el dormitorio de la casa de Charlesy Emma Bovary en Yonville. Ante él, se hallaba una hermosa mujer, de pie y dándole la espaldaa Kugelmass mientras doblaba la lencería. No puedo creerlo, pensó Kugelmass, mirando a lacautivadora esposa del doctor. Esto es algo sobrenatural. Estoy aquí junto a ella.Emma se volteó sorprendida. ``Dios mío, me asustó'', expresó. ``¿Quién es usted?'' Emmahabló en perfecto español como la traducción que aparecía en la edición rústica de Persky.Esto es increíble, pensó Kugelmass. Luego, dándose cuenta de que era a él, a quien ella sehabía dirigido, respondió: ``Disculpe. Soy Sidney Kugelmass, del City College. Soy profesor deHumanidades en una universidad neoyorquina, situada en las afueras de la ciudad. Yo... ¡nopuedo creerlo!Emma Bovary sonrió con coquetería y le preguntó: ``¿Desea tomar algo? ¿Tal vez una copa devino?Es hermosa, pensó Kugelmass. ¡Qué diferencia con el troglodita con el que comparte la cama!Sintió un impulso repentino de tener entre sus brazos esta visión y decirle que era el tipo demujer con el que había soñado toda su vida.``Sí, un poco de vino'', contestó con voz ronca. ``Blanco. No, tinto. No, blanco. Una copa devino blanco''.``Charles estará fuera todo el día'', expresó Emma, con voz insinuante.Después del vino, fueron a dar un paseo por la encantadora campiña francesa. ``Yo siemprehabía soñado con un misterioso extranjero que aparecería y me rescataría de la monotonía deesta aburrida existencia rural'', le confesó Emma, tomando su mano. Pasaron frente a unapequeña iglesia. ``Me encanta la ropa que llevas puesta'', murmuró. ``Nunca había visto untraje como ese. Es tan... tan moderno''.``Lo llaman traje casual'', le explicó Kugelmass con voz romántica. ``Estaba en oferta''. Depronto, la besó. Durante más de una hora, estuvieron recostados bajo un árbol, susurrándosefrases al oído y expresándose ideas profundamente significativas con sus miradas. Luego,Kugelmass se incorporó. Acababa de recordar que tenía que encontrarse con Dafne enBloomingdale's. ``Debo irme'', le dijo. ``Pero no te preocupes, volveré''.``Eso espero'', le dijo Emma.Kugelmass le dio un abrazo apasionado y los dos caminaron de vuelta a casa. Acunó el rostrode Emma en las palmas de sus manos, la besó de nuevo y gritó: ``Ya está bien, Persky''. Tengoque estar en Bloomingdale's a las tres y media''.Se produjo un ruido seco y Kugelmass volvió a Brooklyn.``¿Y entonces? ¿Le mentí?, preguntó Persky, triunfante.``Persky, se me hace tarde para encontrarme con mi mujer en la Avenida Lexington. Pero,¿cuando puedo volver a viajar? ¿Mañana?``Seguro. Sólo debe traer 20 dólares. Y no le mencione esto a nadie''.``Por supuesto. Nada más llamaré a Rupert Murdoch''..

Kugelmass tomó un taxi que enfiló hacia la ciudad. Su corazón latía desenfrenadamente. Estoyenamorado, pensó, y tengo en mi poder un secreto maravilloso. Lo que él no se había dadocuenta era que en ese mismo momento los estudiantes de varios salones de clase del país leestaban preguntando a sus profesores: ``¿Quién es ese personaje que aparece en la página100?''. ¿Un judío calvo está besando a Madame Bovary? Un profesor de Sioux Falls, Dakota delSur, suspiró y pensó: Dios mío, las cosas que se le ocurren a estos muchachos. Eso es culpa dela marihuana y de la coca.Dafne Kugelmass se encontraba en el departamento de accesorios para baños enBloomingdale's cuando Kugelmass llegó jadeando. ``¿Dónde estabas metido?'', preguntómolesta. ``Son las cuatro y media''.``Había mucho tráfico en la calle'', se excusó Kugelmass.Al día siguiente, Kugelmass fue a visitar a Persky y a los pocos minutos había vuelto a viajarmágicamente a Yonville. Emma no pudo ocultar su emoción al verlo. Pasaron varias horasjuntos, riendo y conversando sobre sus vidas. Antes de que Kugelmass partiera, hicieron elamor. ¡Dios mío, me acosté con Madame Bovary!'' dijo entre dientes. ``Yo, a quien le rasparonespañol en primer año''.Transcurrieron los meses y Kugelmass fue a visitar a Persky en muchas oportunidades ydesarrolló una íntima y apasionada relación con Emma Bovary. ``Asegúrese de que siempreentre al libro antes de la página 120'', le dijo un día Kugelmass al mago. ``Siempre tengo queencontrarme con ella antes de que Emma entre en contacto con el personaje de Rodolphe'',``¿Por qué? ¿Acaso no puedes ganarle?''``¿Ganarle?''. El pertenece a la aristocracia provinciana. Esos tipos no tienen nada mejor quehacer que flirtear con las mujeres y montar a caballo. Podríamos decir que él es uno de esosrostros que aparece en la revista Women's Wear Daily, con un corte de pelo al estilo HelmutBerger. Sin embargo, para Emma es un galán irresistible''.``¿Y su esposo no sospecha nada?''``El no sabe ni donde está parado. Es un paramédico mediocre que comparte su vida con unabailarina. Siempre está listo para acostarse a las diez mientras ella se pone sus zapatillas debaile. Bueno, ... nos vemos luego''.Kugelmass entró al armario y pasó instantáneamente a la casa de los Bovary en Yonville.¿Cómo te va, mi adorada?, le dijo a Emma.¡Oh, Kugelmass!, susurró Emma. ``Las cosas que tengo que soportar. Anoche mientras cenaba,el Sr. Personalidad se adormeció mientras comíamos el postre. Le estaba expresando todosmis sentimientos sobre Maxim's y el ballet e inesperadamente oí un ronquido''.``No te preocupes, mi amor. Estoy aquí contigo'', le dijo Kugelmass, abrazándola. Me heganado esto a pulso, pensó, mientras olía el perfume francés de Emma y hundía su nariz en elcabello de su amada. He sufrido mucho. He gastado mucho dinero en analistas. He buscadohasta el cansancio. Ella es joven y núbil y yo estoy aquí, algunas páginas después de Léon ypoco antes de Rodolphe. Como he aparecido en los capítulos adecuados, he podido manejarperfectamente la situación.De hecho, Emma irradiaba tanta felicidad como Kugelmass. Ella estaba ansiosa de emociones ylos relatos que Kugelmass le contaba sobre la vida nocturna de Broadway, los automóvilesveloces y las estrellas de la televisión y de Hollywood, embelesaban a la preciosa jovenfrancesa.``Dime algo sobre O. J. Simpson'', le imploró una noche, mientras ella y Kugelmass paseabancerca de la abadía de Bournisien..``¿Qué te puedo decir? Es un gran atleta. Ha establecido una gran cantidad de marcas comocorredor de fútbol americano. Tiene un gran movimiento. Es muy difícil tocarlo''.``¿Y qué me dices de los premios de la Academia?'', preguntó Emma con melancolía. ``Daríacualquier cosa por ganarme un Oscar''.``Antes que nada debes recibir una nominación''.``Ya lo sé. Tú me lo explicaste. Pero estoy convencida de que puedo actuar. Por supuesto,

quisiera tomar algunas clases. Tal vez con Strasberg. Luego, si tuviera el agente adecuado ....''.``Ya veremos, ya veremos. Hablaré con Persky''.Esa noche, luego de haber regresado a salvo al apartamento del mago, Kugelmass le propusola idea de traerse consigo a Emma para que visitara la Gran Manzana.``Déjeme pensarlo'', le dijo Persky. ``Tal vez pudiera hacer algo al respecto. Han ocurrido cosasmás extrañas''. Desde luego, a ninguno de ellos se les vino a la cabeza ninguna.*************************************************************************``¿Dónde diablos has estado metido todo este tiempo?'', le gritó Dafne Kugelmass a su maridocuando él volvió tarde a su casa. ``¿Tienes una madriguera en la que te emborrachas aescondidas?''``Sí, claro. Soy un borracho'', contestó Kugelmass con tono de desgano. ``Estaba con LeonardPopkin. Estábamos discutiendo sobre la agricultura socialista en Polonia. Tú conoces muy biena Popkin. Es un fanático del tema''.``Has estado muy raro en los últimos tiempos'', comentó Dafne. ``Distante. Tu no te olvidas delcumpleaños de mi padre. Es el sábado, ¿no?``Sí, claro'', contestó Kugelmass, dirigiéndose al baño.``Irá toda mi familia. Podremos ver a los mellizos. Y al primo Hamish. Deberías ser más amablecon el primo Hamish. Le caes bien''.``Sí, los morochos'', dijo Kugelmass, cerrando la puerta del baño y apagando con ello la voz desu mujer. El profesor se apoyó en la puerta, y respiró hondo. En pocas horas, se dijo a símismo, volvería a Yonville, para estar con su amada. Y en esta oportunidad, si todo salía deacuerdo a lo previsto, se traería a Emma consigo.A las 3:15 p.m. del día siguiente, Persky volvió a realizar su acto de magia. Kugelmass seapareció ante Emma, sonriente y ansioso. Ambos pasaron varias horas en Yonville con Binet yluego se montaron en el carruaje de los Bovary. Siguiendo las instrucciones de Persky, seabrazaron con fuerza, cerraron sus ojos y contaron hasta diez. Cuando los abrieron, el carruajeestaba cerca de la puerta lateral del Hotel Plaza, en donde Kugelmass había reservado esemismo día y con un gran optimismo, una suite.``¡Me encanta!, es tal y como lo había soñado'', dijo Emma mientras daba saltos de alegría porla habitación y veía la ciudad desde su ventana. ``Allí está Schwarz. Y allá veo el Central Park y¿cuál es Sherry? Ah, allí está. ¡Es maravilloso!En la cama había varias cajas de Halston y Saint Laurent. Emma abrió una de ellas y sacó un parde pantalones de terciopelo negro que puso delante de su perfecto cuerpo.``Esos pantalones son de Ralph Lauren'', dijo Kugelmass. ``Lucirás estupenda. Anda, cariño.Dame un beso''.``Nunca había estado tan feliz'', gritó Emma mientras se paraba frente al espejo. ``Vamos apasear por la ciudad. Quiero ir a ver el musical ``Chorus Line'', visitar el Guggenheim y ver elpersonaje de Jack Nicholson del que siempre me has hablado. ``¿Están presentando alguna desus películas?''``No puedo entender lo que está pasando'', expresó un profesor de Stanford. ``En primer lugar,aparece un extraño personaje llamado Kugelmass y ahora ella ha desaparecido de la obra.Supongo que la principal característica de una obra clásica es que uno puede releerla mil vecesy siempre hallar algo nuevo''.*************************************************************************Los amantes pasaron un dichoso fin de semana. Kugelmass le había dicho a Dafne que él iba aparticipar en un simposio en Boston y que regresaría el lunes. Saboreando cada momento,Kugelmass y Emma fueron al cine, cenaron en Chinatown, pasaron dos horas en una discotecay se acostaron viendo una película en la televisión. El domingo durmieron hasta el mediodía,visitaron el SoHo, y miraron de soslayo a un grupo de celebridades que estaban en Elaine's.Comieron caviar y bebieron champagne en su suite el domingo por la noche y conversaronhasta el amanecer. Esa mañana en el taxi que los llevaba al apartamento de Persky, Kugelmasspensó que era una cosa de locos pero valía la pena vivirla. No puedo traerla muy a menudo,pero el tenerla en Nueva York de vez en cuando representará un cambio significativo con

respecto a Yonville.En casa de Persky, Emma se introdujo en el armario, arregló sus nuevas cajas de ropa y le dioun tierno beso a Kugelmass. ``Este será mi lugar la próxima ocasión, dijo con un guiño. Perskytocó tres veces el armario, pero no ocurrió nada.``Este...'', dijo Persky, rascándose la cabeza. Tocó el mueble de nuevo, pero la magia noresultó.``Algo está funcionando mal'', masculló.``Persky, estás bromeando'', gritó Kugelmass. ``¡Cómo es posible que no funcione?''.``Tranquilícese. ¿Estás todavía ahí adentro, Emma? ``Sí''.Persky golpeó el mueble, esta vez con más fuerza.``Todavía estoy aquí, Persky''.``Ya lo sé, querida. No te muevas''.``Persky, tenemos que hacerla volver'', susurró Kugelmass. ``Soy un hombre casado, y tengoclase en tres horas. En estos momentos, sólo estoy preparado para un affair muy discreto''.``No puedo entender lo que está ocurriendo'', murmuró Persky. ``Es un truco tan sencillo y confiable''.Sin embargo, no pudo hacer nada. ``Esto me va a tomar algún tiempo'', le dijo a Kugelmass.``Voy a desarmar el mueble. Lo llamaré luego''.Kugelmass lanzó a Emma dentro de un taxi y la llevó de vuelta al Plaza. Apenas pudo llegar atiempo a su clase. Todo el día estuvo llamando por teléfono a Persky y a su amante. El mago ledijo que tal vez tendrían que pasar algunos días antes de que pudiera llegar al fondo del problema.``¿Cómo te fue en el simposio?'', le preguntó Dafne esa noche.``Muy bien, muy bien'', le contestó el esposo, encendiendo la colilla de un cigarrillo.``¿Qué te pasa? Estás sumamente tenso''.``¿Yo?'' ¬Ja, ja!, eso es un chiste. Estoy tan tranquilo como una noche de verano. Voy a salir adar un paseo''. Cerró con cuidado la puerta, llamó un taxi que lo llevó al Plaza.``Estoy en problemas'', dijo Emma. ``Charles me extrañará''.``Ten paciencia, cariño'', le dijo Kugelmass. Estaba pálido y sudoroso. La besó de nuevo, corrióhacia el ascensor, llamó desesperadamente a Persky desde una cabina telefónica en larecepción del Plaza y llegó a su casa poco antes de la medianoche.``Según Popkin, los precios de la cebada en Cracovia no habían mostrado tanta estabilidaddesde 1971'', le dijo a Dafne mientras esbozaba una sonrisa y se acostaba junto a ella.***********************************************************************Toda la semana transcurrió igual. El viernes por la noche, Kugelmass le dijo a Dafne que iba aparticipar en otra conferencia, esta vez en Syracuse. Salió disparado al Plaza, pero el segundofin de semana no se asemejó en nada al primero. ``Llévame de vuelta a la novela o cásateconmigo'', le dijo Emma a Kugelmass. ``Mientras tanto, quiero conseguir un trabajo o estudiarporque estoy harta de ver televisión todo el día''.``Me parece bien. Podremos utilizar el dinero'', le dijo Kugelmass. ``Estás gastando una fortunapidiendo servicio a la habitación del hotel''.``Ayer conocí a un productor de Off Broadway en el Central Park y me dijo que podría encajar ala perfección en un proyecto que está realizando'', dijo Emma.``¿Quién es ese payaso?'', le preguntó Kugelmass.``No es un payaso. Es un hombre sensible, amable y lindo. Se llama Jeff ... algo y es candidato aun premio Tony''. Esa misma tarde, Kugelmass fue a visitar a Persky en estado de ebriedad.``Cálmese'', le dijo el mago. ``Puede enfermarse de las coronarias''.``¿Tranquilizarme?, ¿Cómo me voy a calmar si tengo a un personaje de ficción escondido en unhotel y creo que mi esposa me está siguiendo con un detective privado?''``Está bien. Sé que estamos metidos en un problema'', Persky se arrastró bajo el mueble ycomenzó a golpear algo con una llave inglesa.``Parezco un animal salvaje'', prosiguió Kugelmass. ``Ando a escondidas por toda la ciudad yEmma y yo estamos hartos de la relación. Por no hablar de la cuenta del hotel que ya se pareceal presupuesto de defensa''.``¿Qué puedo hacer? Así es el mundo de la magia'', masculló Persky. ``Todo es cuestión de matices''.

``Matices, un carajo. Esta muchachita lo único que consume es Dom Perignon y caviar. A esohay que sumarle su vestuario, la inscripción en el Neighborhood Playhouse y un portafolio confotos profesionales. Además de eso, Persky, el profesor Fivish Popkind, que enseña LiteraturaComparada y siempre ha estado celoso de mí, me identificó como el personaje que apareceesporádicamente en el libro de Flaubert. Me ha amenazado con que le va a contar todo aDafne. Ya me veo arruinado, pagándole la pensión alimentaria a mi mujer, y en la cárcel. Por elpecado de adulterio con Madame Bovary, mi esposa me convertirá en un mendigo.``¿Qué quiere que le diga?'' Estoy trabajando día y noche para resolver el problema. En lo querespecta a su angustia, no puedo hacer nada por usted. Soy un mago, no un psicoanalista''.El domingo por la tarde, Emma se había encerrado en el baño y se negaba a responder a losruegos de Kugelmass. El atribulado profesor miró la ventana del edificio Wollman Rink ycontempló la posibilidad de suicidarse. Lo malo es que me encuentro en un piso muy bajo,pensó; de no ser por ello, me lanzaría en el acto. También podría huir a Europa y comenzar unanueva vida... Tal vez podría vender el International Herald Tribune como lo solían hacer esasmuchachas.En ese momento sonó el teléfono y Kugelmass lo llevó mecánicamente a su oído.``Traiga a Emma'', dijo Persky. ``Creo que reparé el defecto que tenía el mueble''.El corazón de Kugelmass estuvo a punto de detenerse. ¿Está hablando en serio?, le dijo ¿Logróarreglarlo?”“Tenía un problema en la transmisión. ¿Quién se lo iba a imaginar?“Persky, usted es un genio. Estaremos allí en un minuto. En menos de un minuto.Una vez más, los amantes corrieron al apartamento del mago y de nuevo Emma Bovary seintrodujo en el armario con sus cajas. En esta oportunidad no hubo besos. Persky cerró laspuertas, respiró fuertemente y tocó la caja tres veces. Se produjo el ruido habitual y cuandoPersky echó un vistazo al interior el mueble estaba vacío. Madame Bovary había regresado asu novela. Kugelmass exhaló un suspiro de alivio y estrechó efusivamente la mano del mago.“Se acabó”, dijo. “Aprendí la lección. Nunca volveré a faltarle a mi mujer. Se lo juro”. Estrechóde nuevo la mano de Persky e hizo la promesa mental de que le iba a enviar un corbatín.Tres semanas después, al terminar una bella tarde de primavera, Persky escuchó el timbre yabrió la puerta. Era Kugelmass, con una expresión avergonzada en el rostro.“Está bien, Kugelmass’’, ¿adónde quiere ir ahora?“Sólo una vez más”, indicó Kugelmass. “El tiempo es tan encantador y yo sigo envejeciendo.Persky, ¿usted ha leído el libro La Denuncia de Portnoy. ¿Recuerda el personaje del Mono?“Ahora el precio es 25 dólares, ya que el costo de la vida ha aumentado. Sin embargo, laprimera vez podrá ir gratis, debido a todos los problemas que le causé”.“Usted sí es buena gente”, le dijo Kugelmass, mientras se peinaba los pocos cabellos que lequedaban y entraba en el armario. ¿Está funcionando bien?”“Eso espero. Sin embargo, no lo he probado mucho desde que ocurrió todo ese desastre”.“Sexo y romance”, dijo Kugelmass desde el interior del armario. “Lo que uno tiene que hacerpor una cara bonita”. Persky lanzó al interior un ejemplar de “La Denuncia de Portnoy” y tocó tres veces la caja. En esta oportunidad, en lugar de hacer un ruido seco, se produjo una ligera explosión, seguida poruna serie de chisporroteos y una lluvia de centellas. Persky saltó hacia atrás, sufrió un ataquecardiaco y cayó muerto. El mueble se incendió y, al final, se quemó todo el apartamento.Kugelmass, que no tenía conocimiento de esta catástrofe, también estaba en aprietos. El nohabía ido a parar al libro “La Denuncia de Portnoy” ni a ninguna otra novela sobre el mismotema. El profesor había sido proyectado a un viejo libro de texto llamado “Curso básico deEspañol” y estaba corriendo sobre un terreno árido y pedregoso para salvar su vida mientras lapalabra tener, un verbo peludo e irregular, corría tras él gracias a sus larguiruchas piernas.