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EL DOLOR DE UNA PALABRA La lluvia que caía era torrencial y sin piedad sobre su cuerpo malherido. Ahí estaba, tratando de ponerse en pie, todo su cuerpo reclamaba a gritos por el dolor, cada movimiento era agónico, pero, dentro de él, había un dolor mayor, un dolor por encima de cualquier lluvia o hérida que hubiera tenido jamás, un dolor que le desgarraba el alma y todos los órganos asociados a ella. Poniéndose lastimeramente en pie, tambaleose hasta el marco de la primer puerta que su nublada vista pudo concebir fuera del mundo de agonía que lo aterrorizaba, se recostó y pensó. Pensó en todo lo que había pasado hacia unas cuantas horas, cómo por un error su vida había cambiado para siempre, y como siempre, para mal. Pensó hasta que sus heridas y el cansancio le vencieran haciéndolo caer en los brazos del ingrato Morfeo. La consiencia de las realidades regresó en el momento aquel en que se abría la puerta donde dormía, se irguió no sin quejas de todo su sistema, dio media vuelta y se alejo sin mirar atrás. Mientras recorría las calles la pena le regresó como una puñalada, el si provenía de sus entrañas magulladas o de su memoria era difícil de saber. Los dolores corporales después de que el cuchillo mental se hundiera nuevamente comenzaron a retirarse, sólo quedaba arreglar ese pequeño detalle. Lo más sencillo era dejarlo atrás, nunca regresar y seguir con su vida, cruzó por su cabeza el hacerlo, tuvo un momento, mientras se quedo quieto a mitad de la calle, en que creyó con toda su alma que esa era la solución mas viable. Pero una imagen le martilleo dejando su sabor de metal en la lengua, la imagen del origen de su pena. Así, sin más, siguió su camino torturado aún por el error que había cometido. Pasadas las horas llego a su verdadero lugar de descanso, al lugar donde se sentía seguro, el lugar que llamaba hogar. Se recostó en su mullida cama habiéndose puesto antes una composta para sanar más rápidamente sus heridas, su vista, fijada en el techo, parecía atravesarlo, ver más allá de los firmamentos de estuco. Eso parecía, pero en realidad su vista yacía perdida puesto que la mente se encontraba lejos de la mirada, en aquel funesto momento con ella. POR EDER JIMÉNEZ

El Dolor De Una Palabra

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EL DOLOR DE UNA PALABRALa lluvia que caía era torrencial y sin piedad sobre su cuerpo malherido. Ahí estaba, tratando de ponerse en pie, todo su cuerpo reclamaba a gritos por el dolor, cada movimiento era agónico, pero, dentro de él, había un dolor mayor, un dolor por encima de cualquier lluvia o hérida que hubiera tenido jamás, un dolor que le desgarraba el alma y todos los órganos asociados a ella. Poniéndose lastimeramente en pie, tambaleose hasta el marco de la primer puerta que su nublada vista pudo concebir fuera del mundo de agonía que lo aterrorizaba, se recostó y pensó. Pensó en todo lo que había pasado hacia unas cuantas horas, cómo por un error su vida había cambiado para siempre, y como siempre, para mal. Pensó hasta que sus heridas y el cansancio le vencieran haciéndolo caer en los brazos del ingrato Morfeo.

La consiencia de las realidades regresó en el momento aquel en que se abría la puerta donde dormía, se irguió no sin quejas de todo su sistema, dio media vuelta y se alejo sin mirar atrás. Mientras recorría las calles la pena le regresó como una puñalada, el si provenía de sus entrañas magulladas o de su memoria era difícil de saber. Los dolores corporales después de que el cuchillo mental se hundiera nuevamente comenzaron a retirarse, sólo quedaba arreglar ese pequeño detalle. Lo más sencillo era dejarlo atrás, nunca regresar y seguir con su vida, cruzó por su cabeza el hacerlo, tuvo un momento, mientras se quedo quieto a mitad de la calle, en que creyó con toda su alma que esa era la solución mas viable. Pero una imagen le martilleo dejando su sabor de metal en la lengua, la imagen del origen de su pena. Así, sin más, siguió su camino torturado aún por el error que había cometido.

Pasadas las horas llego a su verdadero lugar de descanso, al lugar donde se sentía seguro, el lugar que llamaba hogar. Se recostó en su mullida cama habiéndose puesto antes una composta para sanar más rápidamente sus heridas, su vista, fijada en el techo, parecía atravesarlo, ver más allá de los firmamentos de estuco. Eso parecía, pero en realidad su vista yacía perdida puesto que la mente se encontraba lejos de la mirada, en aquel funesto momento con ella.

POR EDER JIMÉNEZ

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Una lágrima escapó de semejantes penas rodando por su mejilla, no podía creer que un error tan pequeño pudiera causar tanto dolor, aunque, muy en el

fondo sabía que lo peligroso no era el error como tal, si no las consecuencias que éste podía traer. Cayó de nueva cuenta en un profundo dormitar, pasando esas horas oscuras dentro , en torbellinos de fugaces imágenes de lo que fue, pudo haber sido y lo que nunca será.

El estruendo fuera de sus paredes lo obligó a remitirse a las quejas de su cuerpo, de la calle provenían gritos y un olor a humo invadía el ambiente, a regañadientes logró el casí milagroso acto de ponerse en pie y asomo su depeinada cara por la ventana. La ciudad estaba siendo atacada, las huestes invasoras venían del este, todo ese lado de la ciudad en llamas, haciendo notar el terrible pasó de las hordas invasoras. Entrando a la alerta de la situación levantó su roido lápiz y papel para escribirle una nota a ella, nota que contenía la verdad de su corazón y mente. Notó que estaba sudando, pero no por la batalla que se libraba justo fuera de su puerta, era por ir con la mujer, esa era su mayor preocupación, ya que no era la primera vez que se encontraba en una situación donde su vida peligrará. Calzo sus botas, vistió su peto, tomó escudo en siniestra y desenvaino la espada que le había regalado su padre en su cumpleaños número diesciseis, sopesandola a la luz de los fuegos y gritos de inocentes, el momento había llegado.

Las calles en caós, gente y soldados corriendo por doquier, expulsando gritos y empujandose entre ellos a direcciones contrarias, su primer impulso fue dirigirse

al centro mismo de la batalla a reclamar sus pérdidas frente a los extranjeros, pero un destello le hizo cambiar de parecer y

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de dirección para enfilarse hacía donde ella estaba. Recorría las calles empedradas con velocidad de amor y odio, sus músculos tensos por los rojos de atrora habitaciones de conocidos y vecinos, al doblar a la derecha en la última calle de la calzada se topó de frente con un pequeño grupo de invasores. Sabía que podía correr y dejarlos atrás fácilmente, pero justo era el camino para con ella y si los soldados no se retiraban frente a su mirada, era probable que su dama se encontrará en potencial peligro.

Sus habilidades con el escudo y la espada no eran de los mejores pero sabía defenderse, además la sola idea de no poder decirle lo que necesitaba hacía que fácilmente se olvidara de las limitantes luchísticas que poseía. Se armó de valor recordando las palabras de su maestro: “Analiza el entorno, ve que puedes sacar de él y úsalo a tu favor”. La calle era muy angosta, eso le daba la ventaja de que no podrían rodearlo, dio un último vistazo tras de sí y se lanzó sobre de ellos. Dos soldados se abalanzaron en respuesta, buscando corazón y muerte con sus hojas, se cubrió del primer embate con el escudo y dibujando una curva con su espada, cortó el brazo de uno de sus atacantes, con la misma fuerza e impulso, regresó la espada hacía la el lado contrario cortando de un tajo la cara del segundo rival. Ambos cayeron al suelo, pero inmediatamente otros dos soldados tomaron su lugar, le llovían los espadazos, con problemas podía esquivar y defenderse. El caballero se lanzo con su escudo sobre uno de sus adversarios mandando a ambos al suelo, seindole esto oportunidad de encontrar vaina en el vientre del enemigo caído, pero un ardor en la espalda lo hizo girar con brusquedad, justo a tiempo para detener un segundo ataque que seguramente le hubiera arrancado la vida. Estando en el suelo, el caballero golpeo una de las piernas de su adversario mandándolo de bruces, antes de que se pudiera recuperar su cabeza fue cercenada de preciso golpe. Se daba media vuelta para encarar a los enemigos restantes al momento que un brillo plateado le golpeó el hombro derecho, haciéndolo trastabillar. Otro de aquellos mostruos de oriente quiso aprovechar el momento atacando el cuello, pero éste respondió lanzándole, junto a los cadáveres de sus compañeros, su escudo a la cara, golpe seco y contundente, convirtiendo al atacante ya sin vida en una preocupación menos.

De uno de los caídos, tomó otra espada para su mano con escudo, encarando así a los últimos tres que formaban barrera en la callejuela. El primero de ellos se despidio del mundo de la carne abatido de dos certeros cortes en el pecho, el segundo, sin embargo, logro acertar una estocada en el muslo izquierdo, la reacción inmediata de éste fue dibujar un arco y así lastimar cartílagos del brazo de su contrario, con mismo impulso levanto la estocada rasgando el rostro del ahora manco adversario. El último de los atacantes venía en carga hacía él, como respuesta desesperada a la velocidad lanzó el arma robada con la que había ultimado al otro enemigo. Amante suerte le sonrió ya que en reacción su último enemigo no fue lo suficientemente rápido, atravesando hueso y músculo del hombro el danzante filo lo enterraba en el suelo. Lo último que aquel desgraciado vio fue el fulgor del otro mundo sobre sus ojos.

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Había salido victorioso, mas no ileso, cojeante, siguió con su camino hacía ella. Sólo unas cuantas casas de distancia, los sonidos de guerra resonaban tras él, la muerte era palpable en esa ciudad. De sus heridas la sangre manaba a borbotones, cada paso se convertía más difícil que el anterior y la sangre abandonaba su cuerpo a mayor celeridad, su visión se nublaba, su cuerpo tambaleaba lastimosamente con los recuerdos de los dolores anteriores. Algo detuvo su marcha, ya no se podía mover en absoluto, no entendía lo que pasaba con su cuerpo y su voluntad ejercida sobre los languidecientes brazos, la espada restante beso el suelo al huir de su mano, sus piernas cedieron ante el peso y la falta de vitalidad, antes de tocar el suelo, la oscuridad se había apoderado de él.

La mañana llegó, la luz dejaba ver las grandes héridas de una ciudad que soporto y repelió la invasión de un ejército que se pensaba mayor que ella. Con estas primeras luces, la gente salía de la seguridad de sus hogares solamente para presenciar la masacre de sus amados la noche anterior. En la zona norte los huesos y rostros de las construcciones yacían impolutos a excepción de un portón donde el cuerpo de un hombre se postraba sin vida, junto a él, una mujer joven, sosteniendo en su mano derecha un trozo de papel ensangrentado. El soldado, para muchos anónimo, era abrazado fuertemente en lágrimas por aquella mujer, como si con ello regresaría a la vida su amado. Al parecer, lo quería demasiado ya que no le importaba lastimar su seno con la flecha que salía del cuello del en anterior momentos guerrero.

Entre los sollozos, dice la gente, se le escucho decir muy solemnemente “No te preocupes, nunca hubo nada que perdonar”.