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El segundo anillo de poder carlos castaneda

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El último encuentro de CarlosCastaneda con don Juan tuvo lugaren la cima de un cerro. Seencontraban también don Genaro yotros dos aprendices, Pablito yNéstor. Hacia el desenlace, Pablitoy Carlos saltaron desde la cumbrede la montaña, lazándose a unabismo.En este quinto libro, CarlosCastaneda regresa a México con laintención de ver a Pablito y Néstor ypedirles ayuda para resolver susdudas y conflictos, puesto queaunque su razón se niega a

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aceptarlo, una parte de su ser tienela convicción de que tal saltoefectivamente se produjo, porincreíble que parezca. Lo que seencuentra entonces es con unasalto final a su racionalidad,planificado por don Juan antes desu partida, junto con la revelaciónde algunos de los aspectosprácticos del arte de ensoñar.

«Cuando nacemos traemos unanillo de poder. Casi desde elprincipio, empezamos a usar esteanillito. Así que cada uno denosotros está enganchado desde

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el nacimiento, y nuestros anillosde poder están unidos con losanillos de los demás. En otraspalabras, nuestros anillos depoder están enganchados al"hacer" del mundo para construirel mundo. Un hombre deconocimiento, en cambio,desarrolla otro anillo de poder.Yo lo llamaría el anillo de "no-hacer". Así, con este anillo,puede urdir otros mundos». (DonJuan)

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Carlos Castaneda

El segundo anillode poder

ePUB v1.0silente 09.07.12

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Título original: The Second Ring ofPowerCarlos Castaneda, 1977

Editor original: silente (v1.0)ePub base v2.0

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INTRODUCCIÓN

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Mi último encuentro con don Juan, donGenaro y sus otros dos aprendices,Pablito y Néstor, tuvo como escenariouna plana y árida cima de la vertienteoccidental de la Sierra Madre, enMéxico Central. La solemnidad y latrascendencia de los hechos que allítuvieron lugar no dejaron duda alguna enmi mente acerca de que nuestroaprendizaje había llegado a su fin y queen realidad veía a don Juan y a donGenaro por última vez. Hacia eldesenlace, nos despedimos unos deotros y luego Pablito y yo saltamos de lacumbre de la montaña, lanzándonos a unabismo.

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Antes del salto, don Juan habíaexpuesto un principio de importanciafundamental en relación con todo lo queestaba a punto de sucederme. Según él,tras arrojarme al abismo me convertiríaen percepción pura y comenzaría amoverme de uno a otro lado entre losdos reinos inherentes a toda creación, eltonal y el nagual.

En el curso de la caída mipercepción experimentó diecisieterebotes entre el tonal y el nagual. Almoverme dentro del nagual viví midesintegración física. No era capaz depensar ni de sentir con la coherencia y lasolidez con que suelo hacer ambas

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cosas; no obstante, como quiera quefuese, pensé y sentí. Por lo que a mismovimientos en el tonal respecta, mefundí en la unidad. Estaba entero. Mispercepciones eran coherentes.Consecuentemente, tenía visiones deorden. Su fuerza era a tal puntocompulsiva, su intensidad tan real y sucomplejidad tan vasta, que no helogrado explicarlas a mi enterasatisfacción. El denominarlas visiones,sueños vívidos o, incluso,alucinaciones, poco ayuda a clarificar sunaturaleza.

Tras haber considerado y analizadodel modo más cabal y cuidadoso mis

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sensaciones, percepciones einterpretaciones de ese salto al abismo,concluí que no era racionalmenteaceptable el hecho de que hubiese tenidolugar. No obstante, otra parte de mi serse aferraba con firmeza a la convicciónde que había sucedido, de que habíasaltado.

Ya no me es posible acudir a donJuan ni a don Genaro, y su ausencia hasuscitado en mí una necesidadapremiante: la de avanzar por entrecontradicciones aparentementeinsolubles.

Regresé a México con la intenciónde ver a Pablito y a Néstor y pedirles

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ayuda para resolver mis conflictos. Peroaquello con lo que me encontré en elviaje no puede ser descrito sino como unasalto final a mi razón, un ataqueconcentrado, planificado por el propiodon Juan. Sus discípulos, bajo sudirección —aun cuando él se hallaseausente—, demolieron de modo precisoy metódico, en el curso de unos pocosdías, el último baluarte de micapacidad de raciocinio. En ese lapsome revelaron uno de los aspectosprácticos de su condición de brujos, elarte de soñar, que constituye el núcleode la presente obra.

El arte del acecho, la otra faz

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práctica de su brujería, así comotambién el punto culminante de lasenseñanzas de don Juan y don Genaro,me fue expuesto en el curso de visitassubsiguientes: se trataba, con mucho, delcariz más complejo de su ser en elmundo como brujos.

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CAPÍTULO PRIMERO

LA TRANSFORMACIÓN DE DOÑA

SOLEDAD

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Intuí de pronto que ni Pablito ni Néstorestarían en casa. Mi certidumbre era talque detuve mi coche. Me encontraba enel punto en que el asfalto acabaabruptamente, y deseaba reconsiderar laconveniencia de continuar ese día elrecorrido del escarpado y ásperocamino de grava que conduce al puebloen que viven, en las montañas deMéxico Central.

Bajé la ventanilla del automóvil. Elclima era bastante ventoso y frío. Salí aestirar las piernas. La tensión debida alas largas horas al volante me habíaentumecido la espalda y el cuello. Fuiandando hasta el borde del pavimento.

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El campo estaba húmedo por obra de unaguacero temprano. La lluvia seguíacayendo pesadamente sobre las laderasde las montañas del sur, a poca distanciadel lugar en que me hallaba. Noobstante, exactamente delante de mí, yafuese que mirara hacia el Este o hacia elNorte, el cielo se veía despejado. Endeterminados puntos de la sinuosa rutahabía logrado divisar los azulinos picosde las sierras, resplandeciendo al sol auna gran distancia.

Tras pensarlo un momento, decidídar la vuelta y regresar a la ciudad,porque había tenido la peculiarimpresión de que iba a encontrar a don

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Juan en la plaza del mercado. Despuésde todo, eso era lo que había hechosiempre, hallarle en el mercado, desdeel comienzo de mi relación con él. Pornorma, si no daba con él en Sonora, medirigía a México Central e iba almercado de la ciudad del caso: tarde otemprano, don Juan se dejaría ver.Nunca le esperé más de dos días. Estabatan habituado a reunirme con él de esemodo que tuve la más absoluta certezade que volvería a hallarle, comosiempre.

Aguardé en el mercado toda la tarde.Recorrí las naves una y otra vez,fingiendo buscar algo que adquirir.

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Luego esperé paseando por la plaza. Alanochecer comprendí que no vendría.Tuve entonces la clara impresión deque él había estado allí. Me senté en unode los bancos de la plaza, en que solíareunirme con él, y traté de analizar missentimientos. Desde el momento de millegada a la ciudad, la firme convicciónde que don Juan se encontraba en suscalles me había llenado de alegría. Miseguridad se fundaba en mucho más queel recuerdo de las incontables veces enque le había hallado allí; sabíafísicamente que él me estaba buscando.Pero entonces, en el momento en queme senté en el banco, experimenté otra

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clase de extraña certidumbre. Supe queél ya no estaba allí. Se había ido y yo lehabía perdido.

Pasado un rato, dejé de lado misespeculaciones. Llegué a la conclusiónde que el lugar estaba comenzando aafectarme. Iba a caer en lo irracional,como siempre me había sucedido alcabo de unos pocos días en la zona.

Fui a mi hotel a descansar unashoras y luego salí nuevamente a vagarpor las calles. Ya no tenía las mismasesperanzas de hallar a don Juan. Me dipor vencido y regresé al hotel con elpropósito de dormir bien durante lanoche.

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Por la mañana, antes de partir hacialas montañas, recorrí las calles en elcoche; no obstante, de alguna manera,sabía que estaba perdiendo el tiempo.Don Juan no estaba allí.

Me tomó toda la mañana llegar alpueblo en que vivían Pablito y Néstor.Arribé a él cerca del mediodía. DonJuan me había acostumbrado a no entrarnunca al pueblo con el automóvil, parano excitar la curiosidad de los mirones.Todas las veces que había estado allí,me había apartado del camino, pocoantes de la entrada al pueblo, y pasadopor un terreno llano en que losmuchachos solían jugar al fútbol. La

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tierra estaba allí bien apisonada ypermitía alcanzar una huella decaminantes lo bastante ancha para darpaso a un automóvil y que llevaba a lascasas de Pablito y de Néstor, situadas alpie de las colinas, al sur del poblado.Tan pronto como alcancé el borde delcampo descubrí que la huella se habíaconvertido en un camino de grava.

Dudé acerca de qué era lo másconveniente: si ir a la casa de Néstor o ala de Pablito. La sensación de que noestarían allí persistía. Opté pordirigirme a la de Pablito; tuve en cuentael hecho de que Néstor vivía solo, entanto Pablito compartía la casa con su

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madre y sus cuatro hermanas. Si él no seencontraba allí, las mujeres meayudarían a dar con él. Al acercarme,advertí que el sendero que unía elcamino con la casa había sidoensanchado. El suelo daba la impresiónde ser firme y, puesto que había espaciosuficiente para el coche, fui en él casihasta la puerta de entrada. A la casa deadobe se había agregado un nuevo portalcon techo de tejas. No hubo perros queladrasen, pero vi uno enorme, que meobservaba alerta, sentado con calma trasuna cerca. Una bandada de polluelos,que hasta ese momento habían estadocomiendo frente a la casa, se dispersó

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cacareando. Apagué el motor y estiré losbrazos por sobre la cabeza. Tenía elcuerpo rígido.

La casa parecía desierta. Pensé porun instante en la posibilidad de quePablito y su familia se hubiesen mudadoy alguna otra gente viviese allí. Depronto, la puerta delantera se abrió conestrépito y la madre de Pablito saliócomo si alguien la hubiese empujado.Me miró distraídamente un momento.Cuando bajé del coche parecióreconocerme. Un ligero estremecimientorecorrió su cuerpo y se apresuró aacercarse a mí. Lo primero que se meocurrió fue que habría estado

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dormitando y que el ruido del motor lahabría traído a la vigilia; y al salir a verqué sucedía, le hubiese costadocomprender en un primer momento dequién se trataba. Lo incongruente de lavisión de la anciana corriendo hacia míme hizo sonreír. Al acercarse,experimenté cierta duda fugaz. El modoen que se movía revelaba una agilidadque en modo alguno se correspondía conla imagen de la madre de Pablito.

—¡Dios mío! ¡Qué sorpresa! —exclamó.

—¿Doña Soledad? —pregunté,incrédulo.

—¿No me reconoces? —replicó,

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riendo.Hice algunos comentarios estúpidos

acerca de su sorprendente agilidad.—¿Por qué siempre me tomas por

una anciana indefensa? —preguntó,mirándome con cierto aire de desafíoburlón.

Me reprochó abiertamente el hechode haberla apodado «Señora Pirámide».Recordé que en cierta oportunidad habíacomentado a Néstor que sus formas merecordaban las de una pirámide. Teníaun ancho y macizo trasero y una cabezapequeña y en punta. Los largos vestidosque solía usar contribuían al efecto.

—Mírame —dijo. ¿Sigo teniendo el

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aspecto de una pirámide?Sonreía, pero sus ojos me hacían

sentir incómodo. Intenté defendermemediante una broma, pero meinterrumpió y me interrogó hastaobligarme a admitir que yo era elresponsable del mote. Le aseguré que lohabía hecho sin ninguna mala intención yque, de todos modos, en ese momento sela veía tan delgada que sus formaspodían recordarlo todo menos unapirámide.

—¿Qué le ocurrió, doña Soledad?—pregunté—. Está transformada.

—Tú lo dijiste —se apresuró aresponder—. ¡He sido transformada!

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Yo lo había dicho en sentidofigurado. No obstante, tras un examenmás detallado, me vi en la necesidad deadmitir que no había lugar para lametáfora. Francamente, era otra persona.De pronto, me vino a la boca un sabormetálico, seco. Tenía miedo.

Puso los brazos en jarras y se quedóallí parada, con las piernas ligeramenteseparadas, enfrentándome. Llevaba unafalda fruncida verdosa y una blusablanquecina. La falda era más corta queaquellas qué solía usar. No veía sucabello; lo llevaba ceñido por una cintaancha, una tela dispuesta a modo deturbante. Estaba descalza y golpeaba

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rítmicamente el suelo con sus grandespies, mientras sonreía con el candor deuna jovencita. Nunca había visto a nadieque irradiase tanta energía. Advertí unextraño destello en sus ojos, un destelloturbador pero no aterrador. Pensé queera posible que nunca hubieseobservado su aspecto cuidadosamente.Entre otras cosas, me sentía culpablepor haber dejado de lado a mucha gentedurante los años pasados junto a donJuan. La fuerza de su personalidad habíalogrado que todo el mundo me pareciesepálido y sin importancia.

Le dije que nunca había supuesto quepudiese ser dueña de tan estupenda

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vitalidad, que mi indiferencia no mehabía permitido conocerla enprofundidad y que era indudable quedebía replantearme el conjunto de misrelaciones con la gente.

Se me acercó. Sonrió y puso sumano derecha en la parte posterior de mibrazo izquierdo, dándome un ligeroapretón.

—De eso no hay duda —susurró ami oído.

Su sonrisa se heló y sus ojos sepusieron vidriosos. Estábamos tan cercaque sentía sus pechos rozar mi hombroizquierdo. Mi incomodidad aumentaba amedida que hacía esfuerzos por

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convencerme de que no había razónalguna para alarmarme. Me repetía una yotra vez que realmente nunca habíaconocido a la madre de Pablito, y que,a pesar de lo extraño de su conducta, lomás probable era que estuviese actuandosegún los dictados de su personalidadnormal. Pero una parte de mi ser,atemorizada, sabía que ninguno de esospensamientos servía para otra cosa queno fuese darme fuerzas, que carecían defundamento, porque, más allá de la pocao mucha atención que hubiese prestado asu persona, no sólo la recordaba muybien, sino que la había conocido muybien. Representaba para mí el

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arquetipo de una madre; la suponíacerca de los sesenta años, o algo más.Sus débiles músculos arrastraban conextre ma dificultad su voluminoso físico.Su cabello estaba lleno de hebras grises.Era, en mi recuerdo, una triste, sombríamujer, con rasgos delicados y nobles,una madre abnegada y sufriente,siempre en la cocina, siempre cansada.También recordaba su amabilidad y sugenerosidad, y su timidez, una timidez,que la llevaba incluso a adoptar unaactitud servil con todo aquel quehallase a su alrededor. Tal era laimagen que tenía de ella, reforzada poraños de encuentros casuales. Ese día,

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había algo terriblemente diferente. Lamujer que tenía frente a mí no secorrespondía en lo más mínimo con miconcepción de la madre de Pablito, y, noobstante, se trataba de la mismapersona, más delgada y más fuerte,veinte años menor, a juzgar por suaspecto, que la última vez que la habíavisto. Sentí un escalofrío.

Dio un par de pasos delante de mí yme miró de frente.

—Déjame verte —dije. El Nagualnos dijo que eras un demonio.

Recordé entonces que ninguno deellos —Pablito, su madre, sus hermanasy Néstor— gustaba de pronunciar el

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nombre de don Juan, y le llamaban «elNagual», término que yo también habíaadoptado para las conversaciones quesosteníamos.

Osadamente, puso las manos sobremis hombros, cosa que jamás habíahecho. Mi cuerpo se puso tenso. Enrealidad, no sabía qué decir. Sobrevinouna larga pausa, que me permitióconsiderar mis posibilidades. Tanto suaspecto como su conducta me habíanaterrado a tal punto que había olvidadopreguntarle por Pablito y Néstor.

—Dígame, ¿dónde está Pablito? —le pregunté, experimentando un súbitorecelo.

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—Oh, se ha ido a las montañas —mereplicó con tono evasivo, a la vez que seapartaba de mí.

—¿Y Néstor?Desvió la mirada, tratando de

aparentar indife rencia.—Están juntos en las montañas —

dijo en el mismo tono.Me sentí aliviado y le dije que había

sabido, sin la menor sombra de duda,que se encontraban bien.

Me miró y sonrió. Hizo presa en míuna oleada de felicidad y entusiasmo yla abracé. Audazmente, respondió a migesto y me retuvo junto a sí; la actitudme resultó tan sorprendente que quedé

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sin respiración. Su cuerpo estaba rígido.Percibí una fuerza extraordinaria en ella.Mi corazón comenzó a latir a todavelocidad. Traté de apartarla congentileza y le pregunté si Néstor seguíaviendo a don Genaro y a don Juan. En elcurso de nuestra reunión de despedida,don Juan había manifestado ciertasdudas acerca de la posibilidad de queNéstor estuviese en condiciones definalizar su aprendizaje.

—Genaro se ha ido para siempre —dijo, separándo se de mí.

Jugueteaba, nerviosa, con eldobladillo de la blusa.

—¿Y don Juan?

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—El Nagual también se ha ido —respondió, frun ciendo los labios.

—¿A dónde fueron?—¿Quieres decir que no lo sabes?Le dije que ambos me habían

despedido hacía dos años, y que todo loque sabía era que por entonces estabanvivos. A decir verdad, no me habíaatrevido a especular acerca del lugar alque habían ido. Nunca me habíanhablado de su paradero, y yo habíallegado a aceptar el hecho de que, sideseaban desaparecer de mi vida, todolo que tenían que hacer era negarse averme.

—No están por aquí, eso es seguro

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—dijo, frunciendo el ceño—. Y no estánen camino de regreso, eso también esseguro.

Su voz transmitía una extremaindiferencia. Empezaba a fastidiarme.Quería irme.

—Pero tú estás aquí —dijo,trocando el ceño en una sonrisa—.Debes esperar a Pablito y a Néstor. Hande estar muriéndose por verte.

Aferró mi brazo firmemente y meapartó del coche. Considerando sutalante de otrora, su osadía resultabaasombrosa.

—Pero primero, permítemepresentarte a mi amigo —mientras lo

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decía me arrastraba hacia uno de losla dos de la casa.

Se trataba de una zona cercada,semejante a un pequeño corral. Habíaen él un enorme perro. Lo primero enllamar mi atención fue su piel,saludable, lustrosa, de un marrónamarillento. No parecía ser un perropeligroso. No estaba encadenado y lavalla no era lo bastante alta paraimpedirle salir. Permaneció impasiblecuando nos acercamos a él, sin siquieramenear la cola.

Doña Soledad señaló una jaula deconsiderable tamaño, situada al fondo.En su interior, hecho un ovillo, se veía

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un coyote.—Ése es mi amigo —dijo—. El

perro no. Pertenece a mis niñas.El perro me miró y bostezó. Yo le

caía bien. Y tenía una absurda sensaciónde afinidad con él.

—Ven, vamos a la casa —dijo,cogiéndome por el brazo para guiarme.

Vacilé. Cierta parte de mí se hallabaen estado de total alarma y quería irsede allí inmediatamente y, sin embargo,otra porción de mi ser no estabadispuesta a partir por nada del mundo.

—No me tendrás miedo, ¿no? —mepreguntó, en tono acusador.

—¡Claro que sí! ¡Y mucho! —

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exclamé.Sofocó una risita y, con tono

tranquilizador, se refirió a sí misma,sosteniendo que era una mujer tosca,primitiva, que tenía muchas dificultadescon las palabras y que apenas si sabíacómo tratar a la gente. Me mirófrancamente a los ojos y dijo que donJuan le había encomendado ayudarme,porque yo le preocupaba.

—Nos dijo que eras poco formal yandabas por allí causando problemas alos inocentes —afirmó.

Hasta ese momento, susaseveraciones me habían resultadocoherentes, pero no me parecía

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concebible que don Juan dijese cosastales sobre mí.

Entramos a la casa. Quería sentarmeen el banco en que solía hacerlo encompañía de Pablito. Ella me detuvo.

—Ése no es el lugar para ti y paramí —dijo—. Va mos a mi habitación.

—Preferiría sentarme aquí —dijecon firmeza—. Conozco este lugar y mesiento cómodo en él.

Chascó la lengua, manifestando sudesaprobación. Actuaba como un niñodesilusionado. Contrajo el labiosuperior hasta que adquirió el aspectodel pico de un pato.

—Aquí hay algún terrible error —

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dije—. Creo que me voy a ir si no meexplica lo que está sucediendo.

Se puso muy nerviosa y arguyó quesu problema residía en el hecho de nosaber cómo hablarme. Le planteé lacuestión de su indudable transformacióny le exigí que me dijera qué habíaocurrido. Necesitaba saber cómo habíatenido lugar tal cambio.

—Si te lo digo, ¿te quedarás? —preguntó, con una vocecilla infantil.

—Tendré que hacerlo.—En ese caso, te lo diré todo. Pero

tiene que ser en mi habitación.Durante un instante, sentí pánico.

Hice un esfuerzo supremo para

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serenarme y fuimos a su habitación.Vivía en el fondo, donde Pablito habíaconstruido un dormitorio para ella. Yohabía estado allí una vez, cuando sehallaba en construcción, y tambiéndespués de terminado, precisamenteantes de que ella lo habitase. El lugarestaba tan vacío como yo lo había visto,con la excepción de una cama, situadaexactamente en el centro, y dos modestascómodas, junto a la puerta. El jalbeguede los muros había dado paso a untranquilizador blanco amarillento.También la madera del techo habíaadquirido su pátina. Al mirar las tersas,limpias paredes, tuve la impresión de

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que cada día las fregaban con unaesponja. La habitación guardaba gransemejanza con una celda monástica,debido, a su sobriedad y ascetismo. Nohabía en ella ornamento de especiaalguna. En las ventanas había postigosde madera, sólidos y abatibles,reforzados por una barra de hierro. Nohabía sillas ni nada en que sentarse.

Doña Soledad me quitó la libreta denotas, la apretó contra su seno y luego sesentó en la cama, que constaba tan sólode dos colchones; no había somier. Meorde nó sentarme cerca de ella.

—Tú y yo somos lo mismo —dijo, ala vez que me tendía la libreta.

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—¿Cómo?—Tú y yo somos lo mismo —repitió

sin mirarme.No llegaba a comprender el

significado de sus palabras. Ella meobservaba, como si esperase unares puesta.

—¿Qué es lo que se supone que yodeba entender, doña Soledad? —pregunté.

Mi interrogación pareciódesconcertarla. Era evidente queesperaba que la hubiese comprendido.Primero rió, pero luego, cuando volví adecirle que no había entendido, seenfadó. Se puso tiesa y me acusó de ser

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deshonesto con ella. Sus ojos ardían deira; la cólera la llevaba a contraer loslabios en un gesto muy feo, que la hacíaparecer extraordinariamente vieja.

Yo estaba francamente perplejo eintuía que, dijese lo que dijese, iba acometer un error. Lo mismo parecíaocurrirle a ella. Movió la boca paradecir algo, pero el gesto no pasó de unestremecimiento de los labios.Finalmente murmuró que no eraimpecable actuar como yo lo hacía en unmomento tan trascendente. Me volvió laespalda.

—¡Míreme, doña Soledad —dijecon energía—. No estoy tratando de

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desconcertarla en absoluto. Usted debesaber algo que yo ignoro por completo.

—Hablas demasiado —me espetócon enojo—. El Nagual me dijo que nodebía dejarte hablar nunca. Lotergiversas todo.

Se puso en pie de un salto y golpeóel suelo con fuerza, como un niñomalcriado. En ese momento toméconciencia de que el piso de lahabitación era diferente. Lo recordabade tierra apisonada, del mismo tonooscuro que tenía el conjunto de losterrenos de la zona. El nuevo era de unrosa subido. Dejé de lado mienfrentamiento con ella y anduve por la

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estancia. No lograba explicarme elhecho de que el piso me hubiese pasadodesapercibido al entrar. Era magnífico.Primero pensé que se trataría de arcillaroja, colocada como cemento mientrasestaba suave y húmeda, pero luego vique no presentaba una sola grieta. Laarcilla se habría secado, apelotonado,agrietado, y alguna gramilla habríacrecido allí. Me agaché y pasé los dedoscon delicadeza por sobre la superficie.Tenía la consistencia del ladrillo. Laarcilla había sido cocida. Comprendíentonces que el piso estaba hecho congrandes losas de arcilla cocida,asentadas sobre un lecho de arcilla

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fresca que hacía las veces de matriz. Laslosas estaban distribuidas según undiseño intrincado y fascinante, aunquemuy difícilmente visible a menos que sele prestase especial atención. Laprecisión con que cada losa había sidocolocada en su lugar me reveló un planperfectamente concebido. Me interesabaaveriguar cómo se había hecho paracocer piezas tan grandes sin que secombasen. Me volví, con la intención depreguntárselo a doña Soledad. Desistíinmediatamente. No habría comprendidoaquello a lo que yo me iba a referir. Diun nuevo paseo. La arcilla era un tantoáspera, casi como la piedra arenisca.

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Constituía una perfecta superficieantideslizante.

—¿Fue Pablito quien instaló estepiso? —pregunté.

No me respondió.—Es un trabajo magnífico —dije—.

Debe usted de sentirse orgullosa de él.No me cabía la menor duda de que

el autor había sido Pablito. Nadie máshabría tenido la imaginación ni lacapacidad necesarias para concebirlo.Supuse que lo habría hecho durante miausencia. Pero no tardé en recordar queyo no había entrado en la habitación dedoña Soledad desde la época en quehabía sido construida, seis o siete años

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atrás.—¡Pablito! ¡Pablito! ¡Bah! —

exclamó con voz áspera y llena deenfado—. ¿Qué te hace pensar que seael único capaz de hacer cosas?

Cambiamos una larga mirada, ysúbitamente comprendí que era ellaquien había hecho el piso, y que donJuan la había inducido a ello.

Estuvimos de pie en silencio,contemplándonos durante largo rato. Yosabía que habría sido completamentesuperfluo preguntarle si mi suposiciónera correcta.

—Yo me lo hice —dijo al cabo, enun tono seco—. El Nagual me dijo

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cómo.Sus palabras me pusieron eufórico.

La cogí y la alcé en un abrazo.Sosteniéndola así, dimos unas vueltaspor la habitación. Lo único que se meocurría era bombardearla con preguntas.Quería saber cómo había hecho laslosas, qué significaban los dibujos, dedónde había sacado la arcilla. Pero ellano compartía mi exaltación. Permanecíaserena e imperturbable, y de tanto entanto me miraba desdeñosamente.

Volví a recorrer el piso. La camahabía sido situada en el punto exacto deconvergencia de varias líneas. Laslosase de arcilla estaban cortadas en

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ángulos agudos, de modo de dar lugar aun motivo de diseño fundado en líneasconvergentes que, en apariencia,irradiaban desde debajo de la cama.

—No encuentro palabras paraexpresarle lo impresionado que me hallo—dije.

—¡Palabras! ¿Quién necesitapalabras? —dijo, cortante.

Tuve un destello de lucidez. Mirazón me había estado traicionando.Había una sola explicación probablepara su magnífica metamorfosis; donJuan debía haberla tomado comoaprendiz. ¿De qué otro modo podía unavieja como doña Soledad convertirse en

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ese ser fantástico, poderoso? Tendríaque haberme resultado obvio desde elmomento en que la vi, pero esaposibilidad no formaba parte delconjunto de mis expectativas respecto deella.

Deduje que el trabajo de don Juancon ella debía haberse realizado en losdos años durante los cuales yo no lahabía visto, si bien dos años parecíanconstituir un lapso demasiado brevepara tan espléndido cambio.

—Ahora creo comprender lo que leha sucedido —dije, en tono alegre ydespreocupado—. Acaba de hacersecierta luz en mi mente.

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—Ah, ¿si? —dijo, sin el menorinterés.

—El Nagual le está enseñando a seruna bruja, ¿no es cierto?

Me miró desafiante. Percibí que loque había dicho era precisamente lomenos adecuado. Había en su rostro unaexpresión de verdadero desprecio. Noiba a decirme nada.

—¡Qué cabrón eres! —exclamó depronto, temblando de ira.

Pensé que su cólera erainjustificada. Me senté en un extremo dela cama, mientras ella, nerviosa, dabagolpecitos en el suelo con el talón.Luego fue a sentarse al otro extremo, sin

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mirarme.—¿Qué es exactamente lo que usted

quiere que haga? —pregunté con tonofirme, intimidatorio.

—¡Ya te lo he dicho! —aulló—. Túy yo somos lo mismo.

Le pedí que me explicase lo quequería decir y que no pensase, ni por uninstante, que yo sabía algo. Talespalabras la irritaron aún más. Se puso enpie bruscamente y dejó caer su falda alsuelo.

—¡Esto es lo que quiero decir! —chilló, acariciándose el pubis.

Mi boca se abrió sin que mediase mivoluntad. Era consciente de que la

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estaba contemplando como un idiota.—¡Tú y yo somos uno aquí! —dijo.Yo estaba mudo de asombro. Doña

Soledad, la anciana india, madre de miamigo Pablito, estaba realmentesemidesnuda, a pocos pasos de mí,mostrándome sus genitales. La miré,incapaz de expresar idea alguna. Loúnico que sabía era que su cuerpo nocorrespondía a una vieja. Teníahermosos muslos, oscuros y sin vello.Sus caderas eran anchas debido a suestructura ósea, pero no tenían gorduraalguna.

Debió de haber advertido mi exameny se echó sobre la cama.

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—Ya sabes qué hacer —dijo,señalándose el pubis—. Somos unoaquí.

Descubrió sus robustos pechos.—¡Doña Soledad, se lo ruego! —

exclamé—. ¿Qué le sucede? Usted es lamadre de Pablito.

—No, ¡no lo soy! —barbotó—. Nosoy madre de nadie.

Se incorporó y me miró fieramente.—Soy lo mismo que tú, una parte del

nagual —dijo—. Estamos hechos paramezclarnos.

Abrió las piernas y yo me aparté deun salto.

—¡Espere un momento, doña

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Soledad! —dije—. Déjeme decirle algo.Por un instante me dominó un miedo

salvaje y por mi mente cruzó una idealoca. ¿Sería posible, me preguntaba, quedon Juan estuviese oculto por allí,desternillándose de risa?

—¡Don Juan! —aullé.Mi chillido fue tan fuerte y profundo

que doña Soledad saltó de su cama y secubrió a toda prisa con su falda. Vicómo se la ponía mientras yo volvía abramar:

—¡Don Juan!Anduve por toda la casa, profiriendo

el nombre de don Juan, hasta que tuve lagarganta seca. Doña Soledad, en el

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ínterin, había salido corriendo yaguardaba junto a mi automóvil,contemplándome, perpleja.

Me acerqué a ella y le pregunté sidon Juan le había ordenado hacer todoaquello. Asintió con un gesto. Lepregunté si él se encontraba en losalrededores. Respon dió que no.

—Dígamelo todo —dije.Me explicó que se limitaba a seguir

instrucciones de don Juan. El le habíaordenado cambiar su ser por el de unguerrero con la finalidad de ayudarme.Aseveró que había pasado añosesperando para cumplir esa promesa.

—Ahora soy muy fuerte —dijo con

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suavidad—. Sólo para ti. Pero en lahabitación no te gusté, ¿no?

Me encontré explicándole que no setrataba de que no me gustase, quecontaban en mucho mis sentimientoshacia Pablito; entonces comprendí queno tenía la más vaga idea de lo queestaba diciendo.

Doña Soledad parecía entender loembarazoso de mi posición y afirmó queera mejor olvidar nuestro in cidente.

—Debes estar hambriento —dijocon vivacidad—. Te prepararé algo decomer.

—Aún hay muchas cosas que no meha explicado —señalé—. Le seré

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franco: no me quedaría aquí por nadadel mundo. Usted me asusta.

—Estás obligado a aceptar mihospitalidad; aunque sea una taza decafé —dijo, sin inmutarse—. Vamos,ol videmos lo sucedido.

Me indicó con un gesto que fuesehacia la casa. En ese momento oí ungruñido sordo. El perro se habíalevantado y nos miraba como sicomprendiese lo que con versábamos.

Doña Soledad clavó en mí unamirada aterradora. Luego se serenó ysonrió.

—No hagas caso de mis ojos —dijo—. Lo cierto es que soy vieja.

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Últimamente me mareo. Creo quenecesi to gafas.

Se echó a reír y comenzó a hacerpayasadas, mirando entre sus dedos,colocados de modo de fingir gafas.

—¡Una vieja india con gafas! Será elhazmerreír —comentó, sofocando unacarcajada.

Me preparé mentalmente paracomportarme con brusquedad y salir deallí sin dar explicación alguna. Peroantes de partir quería dejar algunascosas para Pablito y sus hermanas. Abríel portaequipajes para sacar los regalosque les había llevado. Me incliné haciael interior con el objeto de alcanzar los

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dos paquetes colocados junto alrespaldo del asiento posterior, al ladode la rueda de recambio. Había cogidouno y estaba a punto de asir el otrocuando sentí en la nuca una mano suavey peluda. Emití un chillido involuntarioy me golpeé la cabeza contra la tapalevantada del coche. Me volví paramirar. La presión de la mano peluda meimpidió completar el movimiento, peroalcancé a vislumbrar fugazmente unbrazo, o una garra, de tonalidadplateada, suspendido sobre mi cuello. Elpánico hizo presa en mí, me aparté conesfuerzo del portaequipajes, y caísentado, con el paquete aún en la mano.

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Todo mi cuerpo temblaba, teníacontraídos los músculos de las piernas yme vi levantándome de un brinco ycorriendo.

—No pretendía asustarte —dijodoña Soledad, en tono de disculpa,mientras yo la miraba desde unadistancia de más de dos metros.

Me mostró las palmas en un gesto deentrega, como si tratase de asegurarmeque lo que yo había sentido no era unade sus manos.

—¿Qué me hizo? —pregunté,tratando de aparentar calma y soltura.

No se podría decir si estaba muyavergonzada o totalmente desconcertada.

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Murmuró algo y sacudió la cabeza comosi no pudiese expresarlo, o no supiera aqué me refería.

—Vamos, doña Soledad —dije,acercándome a ella—, no me jueguesucio.

Parecía hallarse al borde del llanto.Yo deseaba consolarla, pero una partede mí se resistía. Tras una pausabrevísima le dije lo que había sentido yvisto.

—¡Eso es terrible! —su voz era ungrito.

Con un movimiento sumamenteinfantil, se cubrió el rostro con elantebrazo derecho. Pensé que estaba

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llorando. Me acerqué a ella e intentérodear sus hombros con el brazo. Perono conseguí hacer el gesto.

—Ahora, doña Soledad —dije—,olvidemos todo esto y reciba estospaquetes antes de que yo parta.

Di un paso para situarme frente aella. Alcancé a ver sus ojos, negros ybrillantes, y parte de su rostro tras elbrazo que me lo ocultaba. No lloraba.Sonreía.

Salté hacia atrás. Su sonrisa meaterraba. Ambos permanecimosinmóviles largo tiempo. Manteníacubierta la cara, pero yo le veía losojos y sabía que me ob servaba.

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Allí parado, casi paralizado por elmiedo, me sentía completamenteabatido. Había caído en un pozo sinfondo. Doña Soledad era una bruja. Micuerpo lo sabía, y, sin embargo, noterminaba de aceptarlo. Prefería creerque había enloquecido y la teníanencerrada en la casa para no enviarla aun manicomio.

No me atrevía a moverme ni aquitarle los ojos de encima. Debimoshaber permanecido en la mismaposición durante cinco o seis minutos.Ella mantuvo el brazo alzado inmóvil.Se encontraba junto a la parte traseradel coche, casi apoyada en el

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parachoques izquierdo. La tapa delportaequipaje seguía levantada. Penséen precipitarme hacia la puerta derecha.Las llaves esta ban en el contacto.

Me relajé un tanto con el objeto dedecidir el momento más adecuado paraechar a correr. Pareció advertir micambio de actitud inmediatamente. Bajóel brazo, dejando al descubierto todo surostro. Tenía los dientes apretados y losojos fijos en mí. Se la veía cruel y vil.De pronto, avanzó hacia donde yo meencontraba, tambaleándose. Se afirmósobre el pie derecho, al modo de unesgrimista, y alargó las manos, cual si setratase de garras, para aferrarme por la

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cintura mientras profería el másescalofriante de los alaridos.

Mi cuerpo dio un salto hacia atrás,para no quedar a su alcance. Corrí haciael coche, pero con inconcebible agilidadse echó ante mí, haciéndome dar untraspié. Caí boca abajo y me asió por elpie izquierdo. Encogí la pierna derecha,y le habría propinado un puntapié en lacara si no se hubiese separado de mí,dejándose caer de espaldas. Me puse enpie de un salto y traté de abrir laportezuela del auto. Me arrojé sobre elcapó para pasar al otro lado pero, dealgún modo, doña Soledad llegó a élantes que yo. Intenté retroceder, siempre

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rodando sobre el capó, pero en mediode la maniobra sentí un agudo dolor enla pantorrilla derecha. Me habíasujetado por la pierna. No pude pegarlecon el pie izquierdo; me tenía sujeto porambas piernas contra el capó. Me atrajohacia ella y le caí encima. Luchamos enel suelo. Su fuerza era magnífica y susalaridos aterradores. Apenas si podíamoverme bajo la inmensa presión de sucuerpo. No era una cuestión de peso,sino más bien de potencia, y ella latenía. De pronto oí un gruñido y elenorme perro saltó sobre su espalda y laapartó de mí. Me puse de pie. Queríaentrar al coche pero mujer y perro

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luchaban junto a la puerta. El únicorefugio era la casa. Llegué a ella en unoo dos segundos. No me volví a mirarlos:me precipité dentro y cerré la puerta deinmediato, asegurándola con la barra dehierro que había tras ella. Corrí hacia elfondo y repetí la operación con la otrapuerta.

Desde el interior alcanzaba a oír losfuriosos gruñidos del perro y loschillidos inhumanos de la mujer.Entonces, súbitamente, el gruñir y elladrar del animal se trocaron en gañidosy aullidos, como si experimentase dolor,o algo que lo atemorizase. Sentí unasacudida en la boca del estómago. Mis

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oídos comenzaron a zumbar. Comprendíque estaba atrapado en la casa. Tuve unacceso de terror. Me sublevaba mipropia estupidez al correr hacia la casa.El ataque de la mujer me habíadesconcertado a tal punto que habíaperdido todo sentido de la estrategia yme había comportado como si escapasede un contrincante corriente del quefuera posible deshacerse por medio delsimple expediente de cerrar una puerta.Oí que alguien llegaba hasta la puerta yse apoyaba en ella, tratando de abrirlapor la fuerza. Luego hubo violentosgolpes y estrépito.

—Abre la puerta —dijo doña

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Soledad con voz seca—. Ese condenadoperro me ha herido.

Consideré la posibilidad de dejarlaentrar. Me vino a la memoria elrecuerdo de un enfrentamiento con unabruja, que había tenido lugar años atrás,la cual, según don Juan, cambiaba deforma con el fin de enloquecerme ydarme un golpe mortal. Evidentemente,doña Soledad no era tal como yo lahabía conocido, pero yo tenía razonespara dudar que fuese una bruja. Elelemento tiempo desempeñaba un papelpreponderante en relación con miconvicción. Pablito, Néstor y yollevábamos años de relación con don

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Juan y don Genaro y no éramos brujos;¿cómo podía serlo doña Soledad? Porgrande que fuese su transformación, eraimposible que hubiera improvisado algoque cuesta toda una vida lograr.

—¿Por qué me atacó? —pregunté,hablando con voz lo bastante fuertecomo para ser oído desde el otro ladode la maciza puerta.

Respondió que el Nagual le habíadicho que no me dejase partir. Lepregunté por qué.

No contestó; en cambio, golpeó lapuerta furiosamente, a lo que yorespondí golpeando a mi vez con másfuerza. Seguimos aporreando la puerta

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durante varios minutos. Se detuvo ycomenzó a rogarme que le abriera. Sentíuna oleada de energía nerviosa.Comprendí que si abría, tendría unaoportunidad de huir. Quité la tranca.Entró tambaleándose. Llevaba la blusadesgarrada. La banda que sujetaba sucabello se había caído y las largasgreñas le cubrían el rostro.

—¡Mira lo que me ha hecho eseperro bastardo! —aulló—. ¡Mira!¡Mira!

Respiré hondo. Se la veía un tantoaturdida. Se sentó en un banco ycomenzó a quitarse la blusa hechajirones. Aproveché ese momento para

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salir corriendo de la casa y precipitarmehacia el coche. Con una velocidad quesólo podía ser hija del miedo, entré enél, cerré la portezuela, conecté el motorautomáticamente y puse la marcha atrás.Aceleré y volví la cabeza para mirar porla ventanilla posterior. Al hacerlo sentíun aliento cálido en el rostro; oí unhorrendo gruñido y vi en un instante losojos demoníacos del perro. Estaba en elasiento trasero. Vi sus terribles dientesjunto a mis ojos. Bajé la cabeza. Susdientes alcanzaron a cogerme el cabello.Debo de haberme hecho un ovillo en elasiento, y, al ha cerlo, retirado el pie delembrague. La sacudida que dio el coche

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hizo perder el equilibrio al animal. Abríla portezuela y salí a toda prisa. Lacabeza del perro asomó también por laportezuela. Faltaron pocos centímetrospara que me mordiera los tobillos yalcancé a oír el ruido que hacían susdientes al cerrar firmemente lasmandíbulas. El coche comenzó adeslizarse hacia atrás y yo eché a corrernuevamente, esta vez hacia la casa. Medetuve antes de llegar a la puerta.

Doña Soledad estaba allí parada. Sehabía vuelto a recoger el pelo. Se habíaechado un chal sobre los hombros. Memiró fijamente por un instante y luego seechó a reír, muy suavemente al

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principio, como si hacerlo le provocasedolor en las heridas, y luegoestrepitosamente. Me señalaba con undedo y se sostenía el estómago mientrasse retorcía de risa. Se movía haciadelante y hacia atrás, encorvándose eirguiéndose, como para no perder elaliento. Estaba desnuda por encima de lacintura. Veía sus pechos, agitados porlas convulsiones de la risa.

Me sentí perdido. Miré el coche. Sehabía detenido tras retroceder un metroo metro y medio; la portezuela se habíavuelto a cerrar, atrapando al perro en elinterior. Veía y oía a la enorme bestiamordiendo el respaldo del asiento

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delantero y dando zarpazos contra lasventanillas.

La situación me obligaba a tomaruna muy singular decisión. No sabía aquién temer más, si a doña Soledad o alperro. Concluí, tras un instante dereflexión, que el perro no era más queuna bestia estúpida.

Volví corriendo al coche y me subíal techo. El ruido encolerizó al perro. Leoí desgarrar el tapizado. Tendido sobreel techo, conseguí abrir la portezuela dellado del conductor. Tenía la intenciónde abrir las dos, y deslizarme del techoal interior del automóvil a través de unade ellas, tan pronto como el perro

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hubiese salido por la otra. Me estirénuevamente, para abrir la puertaderecha. Había olvidado que estabaasegurada. En ese momento, la cabezadel perro asomó por la portezuelaabierta. Sentí pánico ciego ante la ideade que pudiese salir del auto y ganar eltecho de un salto.

Tardé menos de un segundo en saltaral suelo y llegar a la puerta de la casa.

Doña Soledad aguardaba en laentrada. El reír le exigía ya esfuerzossupremos, en apariencia casi dolorosos.

El perro se había quedado dentro delcoche, aún espumajeando de rabia. Alparecer, era demasiado grande y no

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lograba hacer pasar su voluminosocuerpo por sobre el respaldo del asientodelantero. Fui hasta el coche y volví acerrar la portezuela con delicadeza. Mepuse a buscar una vara cuya longitud mepermitiese maniobrar para quitar elseguro de la puerta derecha.

Busqué en la zona de delante de lacasa. No había por allí siquiera un trozode madera. Doña Soledad, entretanto, sehabía ido adentro. Consideré misituación. No tenía otra alternativa querecurrir a su ayuda. Presa de granagitación, crucé el umbral, mirando entodas direcciones y sin descartar laposibilidad de que estuviese escondida

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tras la puerta, esperándome.—¡Doña Soledad! —grité.—¿Qué diablos quieres? —gritó a

su vez, desde su habitación.—¿Me haría el favor de salir y sacar

a su perro de mi coche? —dije.—¿Estás bromeando? —replicó—.

Ese perro no es mío. Ya te lo he dicho;pertenece a mis niñas.

—¿Dónde están sus niñas? —pregunté.

—Están en las montañas —respondió.

Salió de su habitación y se encaróconmigo.

—¿Quieres ver lo que me ha hecho

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ese condenado perro? —preguntó entono seco—. ¡Mira!

Se quitó el chal y me mostró laespalda desnuda.

No encontré en ella marcas visiblesde dientes; había tan sólo unos pocos,largos rasguños que bien podía habersehecho frotándose contra el áspero suelo.Por otra parte, podía haberse arañado alatacarme.

—No tiene nada —dije.—Ven a mirarlo a la luz dijo, y

cruzó la puerta.Insistió en que buscase

cuidadosamente marcas de los dientesdel perro. Me sentía estúpido. Tenía una

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sensación de pesadez en torno de losojos, especialmente sobre las cejas. Nole hice caso y salí. El perro no se habíamovido y comenzó a ladrar en cuantotraspuse la puerta.

Me maldije. Yo era el únicoculpable. Había caído en esa trampacomo un idiota. En ese preciso momentose me ocurrió la posibilidad de irandando al pueblo. Pero mi cartera, misdocumentos, todas mis pertenencias, sehallaban en el piso del coche,exactamente bajo las patas del perro.Tuve un acceso de desesperación. Erainútil caminar hasta el pueblo: El dineroque tenía en los bolsillos no alcanzaba

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siquiera para una taza de café. Ademásno conocía un alma allí. No tenía másalternativa que hacer salir al perro delauto.

—¿Qué clase de alimentos comeeste perro? —grité desde la puerta.

—¿Por qué no pruebas dándole unapierna? —respondió doña Soledad,también gritando, desde su habitación, ala vez que soltaba una risa aguda.

Busqué algo de comer en la casa.Las ollas estaban vacías. No podíahacer otra cosa que volver a encararla.Mi desesperación se había trocado encólera. Irrumpí en su habitación,dispuesto a una lucha a muerte. Estaba

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echada en la cama, cubierta con el chal.—Por favor, perdóname por haberte

hecho todas esas cosas —dijo consencillez, mirando al techo.

Su audacia dio por tierra con micólera.

—Debes comprender mi posición —prosiguió—. No podía dejarte ir.

Rió suavemente y, con voz clara,serena y muy agradable, dijo que lallenaba de remordimiento el ser ávida ytorpe, que había estado a punto deahuyentarme con sus bufonadas, peroque la situación, de pronto, habíavariado. Hizo una pausa y se sentó en lacama, cubriéndose los pechos con el

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chal; agregó luego que una extrañaconfianza había ganado su cuerpo.Levantó la vista al techo e hizo con losbrazos un movimiento misterioso,rítmico, semejante al de los molinos deviento.

—Ya no hay modo de que te vayas—dijo.

Me examinó atentamente, sin reír.Mi sentimiento de ira era menosviolento, pero mi desesperación era másintensa que nunca. Comprendía que, entérminos de fuerza bruta, me eraimposible competir, tanto con ella comocon el perro.

Dijo que nuestro encuentro estaba

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acordado desde hacía muchos años, yque ninguno de los dos contaba con elpoder necesario para abreviar el lapsoque debíamos pasar juntos, ni parasepararse del otro.

—No derroches energías ententativas de irte —dijo—. Es tan inútilque trates de hacerlo como que yo tratede retenerte. Algo que se encuentra másallá de tu voluntad te liberará, y algoque se encuentra más allá de mivo luntad te retendrá aquí.

De algún modo, su confianza no sólola había dulcificado, sino que la habíadotado de un gran dominio sobre laspalabras. Sus aseveraciones eran

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convincentes y muy claras. Don Juansiempre había dicho que yo era un almacrédula cuando se entraba en el terrenode las palabras. Me sorprendí pensando,mientras ella hablaba, que en realidadno era tan temible como yo creía. Dabala impresión de no estar ni siquieraresentida. Mi razón se sentía casi agusto, pero otra parte de mi ser serebelaba. Todos mis músculos estabantensos como alambres, y, sin embargo,me veía forzado a admitir que, a pesarde que me había asustado hasta el puntode sacarme de mis cabales, laencontraba muy atractiva. Me mirófijamente.

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—Te demostraré la inutilidad detratar de escapar —dijo, saltando de lacama—. Voy a ayudarte. ¿Quéne cesitas?

Me contemplaba con ojosextrañamente brillantes. La pequeñez yblancura de sus dientes daban a susonrisa un toque diabólico. La cara,mofletuda, se veía extraordinariamentetersa, sin la menor arruga. Dos líneasbien definidas iban de los lados de sunariz a las comisuras de sus labios,dando al rostro una apariencia demadurez, sin envejecerlo. Al levantarsede la cama dejó caer descuidadamenteel chal, poniendo en descubierto la

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plenitud de sus senos. No se cuidó decubrirse. Por el contrario, aspiróprofundamente y alzó los pechos.

—Ah, lo has advertido, ¿no? —dijo,y meció su cuerpo como si estuviesesatisfecha de sí misma—. Siempre llevoel cabello recogido. El Nagual me lorecomendó. Al llevarlo tirante, mi rostroes más joven.

Yo estaba seguro de que se iba areferir a sus pechos. Su salida mesorprendió.

—No quiero decir que la tirantez delcabello me haga parecer más joven —prosiguió, con una sonrisa encantadora—. Sino que me hace realmente más

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joven.—¿Cómo es posible? —pregunté.Me respondió con otra pregunta.

Quiso saber si yo había entendidocorrectamente a don Juan cuando éldecía que todo era posible si uno teníaun firme propósito. Yo pretendía unaexplicación más precisa. Meinteresaba saber qué hacía, además deestirarse el pelo, para parecer tan joven.Dijo que se tendía sobre la cama y sevaciaba de toda clase de pensamientos ysentimientos y permitía que las líneasdel piso de su alcoba se llevaran lasarrugas. Le exigí más detalles:impresiones, sensaciones, percepciones

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que hubiese experimentado en esosmomentos. Insistió en que no sentíanada, en que ignoraba el modo de acciónde las líneas del piso, y en que lo únicoque sabía era cómo impedir que lospensamientos interfiriesen.

Me puso las manos sobre el pecho yme apartó con suma delicadeza. Alparecer, quería indicarme con ese gestoque ya le había preguntado lo suficiente.Salió por la puerta trasera. Le dije quenecesitaba una vara larga. Se dirigió auna pila de leña, pero allí no habíavaras largas. Le sugerí que meconsiguiese un par de clavos, con lafinalidad de unir dos trozos de esa

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madera. Buscamos clavosinfructuosamente por toda la casa. Comoúltimo recurso, hube de quitar la varamás larga que encontré, una de las quePablito había empleado en laconstrucción del gallinero del fondo. Elmadero, si bien algo endeble, parecíahecho para mi propósito.

Doña Soledad no había sonreído nibromeado en el curso de la búsqueda.Aparentemente, estaba dedicada porentero a ayudarme. Tal era suconcentración que llegué a pensar queme deseaba éxito.

Fui hasta el coche, munido del palolargo y de otro, de menores

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dimensiones, cogido del montón de leña.Doña Soledad permaneció junto a lapuerta de la casa.

Comencé por distraer al perro con elmás corto de los palos, sostenido con lamano derecha, a la vez que, con la otra,intentaba hacer saltar el seguro del ladoopuesto, valiéndome del más largo. Elperro estuvo a punto de morderme lamano derecha; hube de dejar caer elmadero corto. La irritación y la fuerzade la enorme bestia eran tan inmensasque me vi al borde de soltar también ellargo. El animal estaba a punto departirlo en dos cuando doña Soledadacudió en mi ayuda; dando golpes en la

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ventanilla posterior, atrajo la atencióndel perro, haciéndolo desistir de suintento.

Alentado por su maniobra dedistracción, me lancé de cabeza sobre elasiento de delante, deslizándome haciael lado opuesto; de algún modo, me lasarreglé para quitar la traba de seguridad.Intenté una retirada inmediata, pero elperro cargó sobre mí con todas susfuerzas y logró introducir su macizolomo y sus zarpas delanteras en la parteanterior del coche, descargándolassobre mí antes de que me fuese posibleretroceder. Sentí sus patas en la espalda.Me arrastré. Sabía que me iba a

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destrozar. Bajó la cabeza conintenciones asesinas, pero, en vez deatacarme, mordió el volante. Conseguíescurrirme y, en un solo movimiento,trepé, al capó primero y al techo luego.Estaba lleno de magulladuras.

Abrí la portezuela derecha. Pedí adoña Soledad que me alcanzara la varalarga y, valiéndome de ella, moví lapalanca que aseguraba el respaldo.Supuse que quizá molestando al perro,lo obligaría a empujarlo hacia delante ytendría así más espacio para salir delcoche. No obstante no se movió. Encambio, mordió furiosamente la vara.

En ese momento, doña Soledad ganó

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el techo de un salto y se tendió cerca demí. Quería ayudarme a molestar alperro. Le dije que no podía quedarseallí porque en cuanto el animal salierayo iba a meterme en el coche ylargarme. Le agradecí su apoyo y leexpresé que lo más conveniente era quevolviese a la casa. Se encogió dehombros, puso pie en tierra y regresó ala puerta. Nuevamente, oprimí lamanecilla y provoqué al perro con mivara, agitándosela ante los ojos y elhocico. La furia de la bestia superabatodo lo que yo había visto, pero no se laveía dispuestas a abandonar el lugar.Sus sólidas mandíbulas terminaron por

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arrebatarme el palo de las manos. Mebajé para recogerlo de debajo delautomóvil. De pronto oí el grito dedoña Soledad.

—¡Cuidado! ¡Sale!Levanté la vista hacia el coche. El

perro pasaba por sobre el asiento. Suspatas posteriores estaban atrapadas porel volante; de no ser por ello, habríasalido.

Me lancé hacia la casa y logré entraren ella exactamente a tiempo paraevitar que el animal me derribase. Suímpetu era tal que dio contra la puerta.

A la vez que trancaba la puerta conla barra de hierro, doña Soledad

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hablaba, con voz chillona.—Te dije que era inútil.Se aclaró la garganta y se volvió a

mirarme.—¿No puede atar al perro? —

pregunté.Estaba seguro de que me daría una

respuesta carente de sentido, pero, parami asombro, dijo que debía intentarlotodo, incluso atraer al perro a la casa yence rrarlo allí.

Su idea me sedujo. Abrí con sumocuidado la puerta. El animal no sehallaba lejos. Me arriesgué a salir,aunque sin alejarme demasiado. No selo veía. Tenía la esperanza de que

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hubiese regresado a su corral. Estabadispuesto a lanzarme hacia el cochecuando oí un sordo gruñido, y divisé lasólida cabeza del animal en el interiordel mismo. Había trepado al asientodelantero.

Doña Soledad tenía razón: era inútilintentarlo. Me invadió una oleada detristeza. De algún modo, presentía quemi final estaba cerca. En un súbitoacceso de absoluta desesperación, dijea doña Soledad que iba a buscar uncuchillo a la cocina y que estabadispuesto a matar al perro, o a que él mematara. No lo hice porque no había unsolo objeto metálico en toda la casa.

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—¿Acaso no te enseñó el Nagual aaceptar tu destino? —preguntaba doñaSoledad mientras me seguía los pasos—. Ese, el de allí fuera, no es un perrocorriente. Ese perro tiene poder. Es unguerrero. Hará lo que tenga que hacer.Incluso matarte.

Por un momento experimenté unsentimiento de frustración incontrolable,la cogí por los hombros y gruñí. No semostró sorprendida ni molesta por misúbito arranque. Se volvió y dejó caer elchal. Su espalda era fuerte y hermosa.Sentí un irreprimible deseo degolpearla, pero, en cambio, deslicé lamano por sus hombros. Tenía una piel

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suave y tersa. Tanto sus brazos como sushombros eran fornidos, sin llegar a sergruesos. Aparentemente, una mínimacapa de gordura contribuía a redondearsus músculos y dar tersura a la partesuperior de su cuerpo; cuando, con lasyemas de los dedos, llegué a hacerpresión sobre esas partes, alcancé asentir la solidez de invisibles carnesbajo la límpida superficie. No quisemirar sus pechos.

Se dirigió a un lugar techado, en laparte trasera de la casa, que hacía lasveces de cocina. La seguí. Se sentó enun banco y, con tranquilidad, se lavó lospies en un barreño. Mientras se ponía

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las sandalias corrí hasta un nuevocobertizo que había sido construido enlos fondos. Cuando regresé, la hallé depie junto a la puerta.

—A ti te gusta hablar —dijodespreocupadamente, mientras mellevaba hacia la habitación—. No hayprisa. Podemos conversar hastasiempre.

Sacó mi libreta de notas del cajónsuperior de la cómoda y me la tendiócon exagerada delicadeza. Ella mismadebía de haberla puesto allí. Luegoretiró la colcha, la doblócuidadosamente y la colocó encima dela misma cómoda. Advertí entonces que

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las dos cómodas eran del mismo colorque las paredes, blanco amarillento, yque la cama, sin colcha, era de un rosasubido, muy semejante al del piso. Lacolcha, por su parte, era de tono castañooscuro, al igual que la madera del techoy la de los postigos de las ventanas.

—Conversemos —dijo, sentándosecómodamente en la cama tras quitarselas sandalias.

Recogió las piernas hasta ponerlasen contacto con sus pechos desnudos.Parecía una niña. Sus maneras agresivasy dominantes se habían mitigado,trocándose en una actitud encantadora.En aquel momento era la antítesis de lo

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que había sido antes. Dado el modo enque me instaba a tomar notas, no pudemenos de reírme. Me recordaba a donJuan.

—Ahora tenemos tiempo —dijo—.El viento ha cambiado. ¿Te has dadocuenta?

Me había dado cuenta. Dijo que lanueva dirección del viento era para ellala más benéfica, de modo que el vientose había convertido en su auxiliar.

—¿Qué sabe usted del viento, doñaSoledad? —pregunté, y me senté con lamayor serenidad a los pies de la cama.

—Únicamente lo que me enseñó elNagual —dijo—. Cada una de nosotras,

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las mujeres, posee su dirección singular,un viento personal. Los hombres, no. Yosoy el viento del Norte; cuando sopla,soy diferente. El Nagual decía que unguerrero puede usar su viento particularpara lo que mejor le plazca. Yo lo heempleado para embellecer mi cuerpo yrenovarlo. ¡Mírame! Soy el viento delNorte. Siénteme entrar por la ventana.

Un fuerte viento se abrió paso por laventana, estratégicamente situada cara alNorte.

—¿Por qué cree usted que loshombres no poseen un viento? —pregunté.

Tras pensarlo un momento,

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respondió que el Nagual nunca habíamencionado la causa.

—Querías saber quién hizo este piso—dijo, cubriéndose los hombros con lamanta—. Yo misma. Me llevó cuatroaños colocarlo. Ahora, este piso escomo yo.

Mientras ella hablaba, advertí quelas líneas convergentes del piso estabanorientadas de tal modo que hallaban suorigen en el Norte. Los muros, noobstante, no se correspondían conprecisión con los puntos cardinales; porello la cama formaba extraños ánguloscon los mismos, e igual cosa sucedíacon las líneas de las losas de arcilla.

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—¿Por qué hizo el piso de colorrojo, doña Soledad?

—Es mi color. Yo soy roja, comotierra roja. Traje la arcilla roja de lasmontañas de por aquí. El Nagual meindicó dónde buscarla, y también meayudó a acarrearla, y lo mismo hicieronlos demás. Todos me ayudaron.

—¿Cómo coció la arcilla?—El Nagual me hizo cavar un hoyo.

Lo llenamos de leña y luego apilamoslas losas de arcilla encima, con trozoschatos de roca entre una y otra.Cubrimos el hoyo con una capa de barroy prendimos fuego a la madera. Ardiódurante días.

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—¿Cómo hicieron para que las losasno se torcieran?

—Eso no lo conseguí yo. Lo hizo elviento; el viento del Norte, que soplómientras el fuego estuvo encendido. ElNagual me enseñó cómo hacer paracavar el hoyo de modo que mirase alNorte y al viento del Norte. También mehizo hacer cuatro agujeros para que elviento del Norte se introdujese en elpozo. Luego me hizo hacer un agujero enel centro de la capa de lodo, para darsalida al humo. El viento hizo arder lamadera durante días; una vez todo sehubo enfriado, abrí el hoyo y empecé apulir y nivelar las losas. Tardé un año

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en hacer todas las losas que necesitabapara mi piso.

—¿Cómo se le ocurrió el dibujo?—El viento me enseñó eso. Cuando

hice mi piso, el Nagual ya me habíaenseñado a no oponerme al viento. Mehabía mostrado el modo de entregarme ami viento y dejar que me guiase. Tardómuchísimo en hacerlo, años y años. Yoera una vieja muy difícil, muy necia alprincipio; él mismo me lo decía, y teníarazón. Pero aprendí pronto. Tal vezporque era vieja y ya no tenía nada queperder. Al comenzar, lo que hacía todomás problemático era el miedo quesentía. La sola presencia del Nagual me

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hacía tartamudear y desvanecerme. ElNagual surtía el mismo efecto sobre losdemás. Era su destino ser tan temible.

Se detuvo y me miró.—El Nagual no es humano —dijo.—¿Qué la lleva a decir eso?—El Nagual es un demonio desde

quién sabe cuándo.Sus palabras me hicieron

estremecer. Sentía batir mi corazón. Eraindudable que la mujer no podía tenermejor interlocutor. Estaba infinitamenteintrigado. Le rogué que me explicase loque había querido decir con eso.

—Su contacto cambia a la gente —dijo—. Tú lo sabes. Cambió tu cuerpo.

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En tu caso, ni siquiera eras conscientede que lo estaba haciendo. Pero se metióen tu viejo cuerpo. Puso algo en él. Lomismo hizo conmigo. Dejó algo en miinterior, y ese algo me ha ocupado porentero. Sólo un demonio puede hacereso. Ahora soy el viento del Norte y notemo a nada, ni a nadie. Pero antes deque él me cambiara yo era una viejadébil y fea, capaz de desmayarse consólo oír su nombre. Pablito, desdeluego, no estaba en condiciones deayudarme, porque temía al Nagual másque a la muerte.

—Un día, el Nagual y Genarovinieron a la casa, cuando yo estaba

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sola. Les oí, rondando como jaguares,cerca de la puerta. Me santigüé; para mí,eran dos demonios, pero salí a ver quépodía hacer por ellos. Tenían hambre ycon mucho gusto les serví de comer.Tenía unos tazones bastos, hechos decalabaza, y puse uno lleno de sopa acada uno. Al Nagual, al parecer, no legustó la comida; no quería comer nadapreparado por una mujer tan decrépita y,con fingida torpeza, hizo caer el tazón dela mesa con un movimiento del brazo.Pero el tazón, en vez de darse vuelta yderramar todo su contenido por el suelo,resbaló con la fuerza del golpe delNagual y fue a caer exactamente a mis

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pies, sin que de él saliese una sola gota.En realidad, aterrizó sobre mis pies, yallí quedó hasta que me agaché y lo alcé.Lo puse sobre la mesa, ante él, y le dijeque a pesar de ser una mujer débil yhaberle temido siempre, le habíapreparado la comida con cariño.

—A partir de ese preciso momento,la actitud del Nagual hacia mí cambió.El hecho de que el tazón de sopa cayesesobre mis pies y no se derramara ledemostró que un poder me señalaba. Nolo supe en aquel momento y pensé que sucambio en relación conmigo se debía aun sentimiento de vergüenza por haberrechazado mi comida. No percibí de

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inmediato su transformación. Seguíapetrificada y ni siquiera me atrevía amirarle a los ojos. Pero comenzó aprestarme cada vez más atención.

Inclusive, me trajo regalos: un chal,un vestido, un peine y otras cosas. Esome hacía sentir terriblemente mal. Teníavergüenza porque creía que era unhombre en busca de mujer. El Nagualdisponía de muchachas jóvenes, ¿quéiba a querer con una vieja como yo? Alprincipio no quise usar, y ni siquieramirar, sus regalos, pero Pablito mepersuadió y terminé por ponérmelos.También comencé a temerle más y a noquerer estar con él a solas. Sabía que

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era un hombre diabólico. Sabía lo quehabía hecho a su mujer.

No pude dejar de interrumpirla. Ledije que jamás había oído hablar demujer alguna en la vida de don Juan.

—Sabes a qué me refiero —dijo.—Créame, doña Soledad, no lo sé.—No me engañes. Sabes que hablo

de la Gorda.La única «Gorda» que yo conocía

era la hermana de Pablito; la muchachadebía el mote a su enorme volumen. Yohabía intuido, si bien nadie me habíadicho jamás nada sobre el tema, que noera en realidad hija de doña Soledad.No quise forzarla a que me diese más

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información. Recordé de pronto que lajoven había desaparecido de la casa ynadie había podido darme razón —o nose había atrevido a ello— de qué lehabía sucedido.

—Un día me encontraba sola en laentrada de la casa —prosiguió doñaSoledad—. Me estaba peinando al solcon el peine que me había dado elNagual; no había advertido su llegadani reparado en que estaba de pie detrásde mí. De pronto, sentí sus manos,cogiéndome por la barbilla. Le oícuando me dijo en voz muy queda que nodebía moverme porque se me podíaquebrar el cuello. Me hizo torcer la

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cabeza hacia la izquierda. Nocompletamente, sino un poco. Me asustémuchísimo y chillé y traté de zafarmede sus garras, pero tuvo mi cabeza sujetapor un tiempo muy largo.

—Cuando me soltó la barbilla, medesmayé. No recuerdo lo que sucedióluego. Cuando recobré el conocimientoestaba tendida en el suelo, en el mismolugar en que estoy sentada en estemomento. El Nagual se había ido. Yo mesentía tan avergonzada que no quería vera nadie, y menos aún a la Gorda.Durante una larga temporada di enpensar que el Nagual jamás me habíatorcido el cuello y que todo había sido

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una pesadilla.Se detuvo. Aguardé una explicación

de lo que había ocurrido. Se la veíadistraída; quizá preocupada.

—¿Qué fue exactamente lo quesucedió, doña Soledad? —pregunté,incapaz de contenerme—. ¿Le hizo algo?

—Sí. Me torció el cuello con lafinalidad de cambiar la dirección de misojos —dijo, y se echó a reír de buenagana ante mi mirada de sorpresa.

—Entonces, ¿él…?—Sí. Cambió mi dirección —

prosiguió, haciendo caso omiso de misinquisiciones—. Lo mismo hizoconti go y con todos los demás.

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—Es cierto. Lo hizo conmigo. Pero¿por qué cree que lo hizo?

—Tenía que hacerlo. Esa es, detodas las cosas que hay que hacer, lamás importante.

Se refería a un acto singular que donJuan estimaba absolutamenteimprescindible. Yo nunca había habladode ello con nadie. En realidad, setrataba de algo casi olvidado para mí.En los primeros tiempos de miaprendizaje hubo una oportunidad enque encendió dos pequeñas hogueras enlas montañas de México Septentrional.Estaban alejadas entre sí unos seismetros. Me hizo situar a una distancia

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similar de ellas, manteniendo el cuerpo,especialmente la cabeza, en una posturamuy natural y cómoda. Entonces me hizomirar hacia uno de los fuegos y,acercándose a mí desde detrás, metorció el cuello hacia la izquierda,alineando mis ojos, pero no mishombros, con el otro fuego. Me sostuvola cabeza en esa posición durante horas,hasta que la hoguera se extinguió. Lanueva dirección era la Sudeste; tal vezsea mejor decir que había alineado elsegundo fuego según la direcciónSudeste. Yo había tomado todo elproceso como una más de lasinescrutables peculiaridades de don

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Juan, uno de sus ritos sin sentido.—El Nagual decía que todos

desarrollamos en el curso de la vida unadirección según la cual miramos —prosiguió ella—. Esa dirección terminapor ser la de los ojos del espíritu. Segúnpasan los años esa dirección sedesgasta, se debilita y se hacedesagradable y, puesto que estamosligados a esa dirección particular, noshacemos débiles y desagradables. El díaen que el Nagual me torció el cuello yno me soltó hasta que me desmayé demiedo, me dio una nueva dirección.

—¿Qué dirección le dio?—¿Por qué lo preguntas? —dijo,

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con una energía innecesaria—. ¿Acasopiensas que el Nagual me dio unadirección diferente?

—Yo puedo decirle qué direcciónme dio a mí —dije.

—¡No me importa! —espetó—. Esoya me lo ha dicho él.

Parecía estar agitada. Cambió deposición, tendiéndose sobre elestómago. Me dolía la espalda a causade la postura a que me obligaba elescribir. Le pregunté si me podía sentaren el suelo y emplear la cama a modo demesa. Se incorporó y me tendió elcobertor doblado para que lo usasecomo cojín.

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—¿Qué más le hizo el Nagual? —pregunté.

—Tras cambiar mi dirección, elNagual comenzó, a decir verdad, ahablarme del poder —dijo, volviendo atenderse—. Al principio mencionabacosas sin propósito fijo, porque no sabíaexactamente qué hacer conmigo. Un díame llevó a una corta excursión a pie porlas sierras. Luego, otro día, me llevó enautobús a su tierra natal, en el desierto.Poco a poco, me fui acostumbrando a ircon él.

—¿Alguna vez le dio plantas depoder?

—Una vez me dio a Mescalito,

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cuando estábamos en el desierto. Pero,como yo era una mujer vacía, Mescalitome rechazó. Tuve un horrible encuentrocon él. Fue entonces que el Nagual supoque debía ponerme al corriente delcambio de viento. Eso sucedió, desdeluego, una vez hubo tenido un presagio.Pasó todo ese día repitiendo, una y otravez, que, si bien él era un brujo quehabía aprendido a ver, si no tenía unpresagio, no tenía modo de saber quécamino tomar. Ya había esperadodurante días cierta indicación acerca demí. Pero el poder no quería darla.Desesperado, supongo, me presentó a suguaje, y vi a Mescalito.

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La interrumpí. Su uso de la palabra«guaje», calabaza, me resultaba confuso.Examinada en el contexto de lo que meestaba diciendo, el término carecía desentido. Pensé que tal vez estuviesehablando en sentido metafórico, o que«calabaza» fuese un eufemismo.

—¿Qué es un guaje, doña Soledad?Hubo sorpresa en su mirada. Hizo

una pausa antes de responder.—Mescalito es el guaje del Nagual

—dijo al fin.Su respuesta era aún más confusa.

Me sentí mortificado porque se la veíarealmente interesada en que yocomprendiera. Cuando le pedí que me

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explicase más, insistió en que yo mismosabía todo. Era la estratagema favoritade don Juan para dar por tierra con misinvestigaciones. Le expliqué que donJuan me había dicho que Mescalito erauna deidad o fuerza contenida en losbrotes del peyote. Decir que Mescalitoera su calabaza carecía completamentede sentido.

—Don Juan puede informar acercade todo valiéndose de su calabaza dijotras una pausa —. Ésa es la clave de supoder. Cualquiera puede darte peyote,pero sólo un brujo, con su calabaza,puede presentarte a Mescalito.

Calló y me clavó la vista. Su mirada

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era feroz.—¿Por qué tienes que hacerme

repetir lo que ya sabes? —preguntó conenfado.

Su súbito cambio me desconcertócompletamente. Tan sólo un momentoantes se había comportado de un modocasi dulce.

—No hagas caso de mis cambios dehumor —dijo, volviendo a sonreír—.Soy el viento del Norte. Soy muyimpaciente. Nunca en mí vida me atrevía hablar con franqueza. Ahora no temo anadie. Digo lo que siento. Paraconocerme debes ser fuerte.

Se arrastró sobre su estómago,

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acercándose a mí.—Bien; el Nagual me habló acerca

del Mescalito que salía de su calabaza—prosiguió—. Pero ni siquierasospechaba lo que me iba a suceder. Élesperaba que las cosas se desarrollasende un modo semejante a aquel en que túo Eligio conocieron a Mescalito. Enambos casos ignoraba qué hacer, ypermitía que su calabaza decidiese elsiguiente paso. En ambos casos sucalabaza lo ayudó. Conmigo fuediferente; Mescalito le dijo que no mellevara nunca. El Nagual y yo dejamosel lugar a toda prisa. Fuimos hacia elNorte, en vez de venir a casa. Cogimos

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un autobús rumbo a Mexicali, perobajamos de él en medio del desierto.Era muy tarde. El sol se escondía traslas montañas. El Nagual queríaatravesar la carretera y dirigirse haciael Sur a pie. Estábamos esperando quepasasen algunos automóviles lanzados atoda velocidad, cuando de pronto me diounos golpecitos en el hombro y meseñaló el camino, delante nuestro. Vi unremolino de polvo. Una ráfaga levantabatierra a un costado de la carretera. Lovimos acercarse a nosotros. El Nagualcruzó al otro lado de la ruta corriendo yel viento me envolvió. En realidad, mehizo dar unas vueltas, con mucha

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delicadeza, y luego se desvaneció. Erael presagio que el Nagual esperaba enrelación conmigo. Desde entonces,fuimos a las montañas o al desierto enbusca del viento. Al principio, el vientome rechazaba, porque yo era mi antiguoser. Así que el Nagual se esforzó porcambiarme. Primero me hizo hacer estahabitación y este piso. Luego me hizousar ropas nuevas y dormir sobre uncolchón, en vez de un jergón de paja. Mehizo usar zapatos, y tengo cajonesllenos de vestidos. Me obligó a caminarcientos de kilómetros y me enseñó aestarme quieta. Aprendí muy rápido.También me hizo hacer cosas raras sin

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motivo alguno.—Un día, cuando nos encontrábamos

en las montañas de su tierra natal,escuché el viento por primera vez.Penetró directamente en mi matriz. Yoyacía sobre una roca plana y el vientogiraba a mi alrededor. Ya lo había vistoese día, arremolinándose en torno de losarbustos; pero esa vez llegó a mí y sedetuvo. Lo sentí como a un pájaro que sehubiese posado sobre mi estómago. ElNagual me había hecho quitar toda laropa; estaba completamente desnuda,pero no tenía frío porque el viento meabrigaba.

—¿Tenía miedo, doña Soledad?

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—¿Miedo? Estaba petrificada. Elviento tenía vida; me lamía desde lacabeza hasta la punta de los pies y semetía en todo mi cuerpo. Yo era comoun balón, y el viento salía de mis oídos ymi boca y otras partes que prefiero nomencionar. Pensé que iba a morir, yhabría echado a correr si el Nagual nome hubiera mantenido sujeta a la roca.Me habló al oído y me tranquilizó.Quedé allí tendida, serena, y dejé que elviento hiciese de mí lo que quisiera. Fueentonces que el viento me dijo quéhacer.

—¿Qué hacer con qué?—Con mi vida, mis cosas, mi

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habitación, mis sentimientos. En unprincipio no me resultó claro. Creí quese trataba de mis propios pensamientos.El Nagual me dijo que eso nos sucede atodos. No obstante, cuando nostranquilizamos, comprendemos que hayalgo que nos dice cosas.

—¿Oyó una voz?—No. El viento se mueve dentro del

cuerpo de una mujer. El Nagual dice quese debe a que tenemos útero. Una vezdentro del útero, el viento no hace sinoatraparte y decirte que hagas cosas.Cuanto más serena y relajada seencuentra la mujer, mejores son losresultados. Puede decirse que, de

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pronto, la mujer se encuentra haciendocosas de cuya realización no tiene lamenor idea.

—Desde ese día el viento me llegósiempre. Habló en mi útero y me dijotodo lo que deseaba saber. El Nagualcomprendió desde el comienzo que yoera el viento del Norte. Los otrosvientos nunca me hablaron así, a pesarde que he aprendido a distinguirlos.

—¿Cuántos vientos hay?—Hay cuatro vientos, como hay

cuatro direcciones. Esto, desde luego, encuanto a los brujos y aquellos que losbrujos hacen. El cuatro es un número depoder para ellos. El primer viento es la

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brisa, el amanecer. Trae esperanza yluminosidad; es el heraldo del día.Viene y se va y entra en todo. A veces esdulce y apacible; otras es importuno ymolesto.

—Otro viento es el viento violento,cálido o frío, o ambas cosas. Un vientode mediodía. Sus ráfagas están llenas deenergía, pero también llenas de ceguera.Se abre camino destrozando puertas yderribando paredes. Un brujo debe serterriblemente fuerte para detener alviento violento.

—Luego está el viento frío delatardecer. Triste y molesto. Un vientoque nunca le deja a uno en paz. Hiela y

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hace llorar. Sin embargo, el Nagualdecía que hay en él una profundidad talque bien vale la pena buscarlo.

—Y por último está el viento cálido.Abriga y protege y lo envuelve todo. Esun viento nocturno para brujos. Su fuerzaestá unida a la oscuridad.

—Ésos son los cuatro vientos. Estánigualmente asociados con las cuatrodirecciones. La brisa es el Este. Elviento frío es el Oeste. El cálido es elSur. El viento violento es el Norte.

—Los cuatro vientos poseen tambiénpersonalidad. La brisa es alegre y pulcray furtiva. El viento frío es variable ymelancólico y siempre meditabundo. El

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viento cálido es feliz y confiado ybullicioso. El viento violento esenérgico e imperativo e impaciente.

—El Nagual me dijo que los cuatrovientos eran mujeres. Es por ello que losguerreros femeninos los buscan. Vientosy mujeres son semejantes. Ésa esasimismo la razón por la cual lasmujeres son mejores que los hombres.Diría que las mujeres aprenden conmayor rapidez si se mantienen fieles a suviento.

—¿Cómo llega una mujer a sabercuál es su viento personal?

—Si la mujer se queda quieta y nose habla a sí misma, su viento la penetra

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así —hizo con la mano el gesto de asiralgo.

—¿Debe yacer desnuda?—Eso ayuda. Especialmente si es

tímida. Yo era una vieja gorda. No mehabía desnudado en mi vida. Dormía conla ropa puesta y cuando tomaba un bañolo hacía sin quitarme las bragas. Mostrarmi grueso cuerpo al viento era para mícomo morir. El Nagual lo sabía e hizolas cosas así porque valía la pena.Conocía la amistad de las mujeres conel viento, pero me presentó a Mescalitoporque yo le tenía desconcertado.

—Tras torcer mi cabeza aquelterrible primer día, el Nagual se

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encontró con que me tenía en sus manos.Me dijo que no tenía idea de qué hacerconmigo. Pero una cosa era segura: noquería que una vieja gorda anduvierafisgoneando en su mundo. El Nagualdecía que se había sentido frente a mídel mismo modo que frente a ti.Desconcertado. Ninguno de los dosdebía estar allí. Tú no eres indio y yosoy una vaca vieja. Bien mirado, ambossomos inútiles. Y míranos. Algo ha dehaber sucedido.

—Una mujer, por supuesto, esmucho más flexible que un hombre. Unamujer cambia muy fácilmente con elpoder de un brujo. Especialmente con el

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poder de un brujo con el Nagual. Unaprendiz varón, según el Nagual, esmucho más problemático. Por ejemplo,tú mismo has cambiado tanto como laGorda, y ella inició su aprendizajemucho más tarde. La mujer es más dúctily más dócil; y, sobre todo, una mujer escomo una calabaza: recibe. Pero, detodos modos, un hombre dispone de máspoder. No obstante, el Nagual nuncaestuvo de acuerdo con eso. Él creía quelas mujeres eran inigualablementesuperiores. También creía que miimpresión de que los hombres eranmejores se debía a mi condición demujer vacía. Debía tener razón. Llevo

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tanto tiempo vacía que ni siquierarecuerdo qué se siente cuando se estállena. El Nagual decía que si alguna,llegaba a estar llena, mis sentimientos alrespecto variarían. Pero si hubiesetenido razón, su Gorda habría tenido tanbuenos resultados como Eligio, y, comosabes, no fue así.

No podía seguir el curso de sunarración debido a su convicción de queyo sabía a qué se estaba refiriendo. Encuanto a lo que terminaba de decir, yono tenía la menor idea de lo que habíanhecho Eligio ni la Gorda.

—¿En qué sentido se diferenció laGorda de Eligio? —pregunté.

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Me contempló durante un instante,como midiéndome. Luego se sentó conlas rodillas recogidas contra el pecho.

—El Nagual me lo dijo todo —respondió con firmeza—. El Nagual notuvo secretos para mí. Eligio era elmejor; es por eso que ahora no está en elmundo. No regresó. A decir verdad, eratan bueno que ni siquiera tuvo quéarrojarse a un precipicio al terminar suaprendizaje. Fue como Genaro; un día,cuando trabajaba en el campo, algollegó hasta él y se lo llevó. Sabía cómodejarse ir.

Tenía ganas de preguntarle sirealmente yo mismo había saltado al

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abismo. Dudé antes de formular mipregunta. Después de todo, había ido aver a Pablito y a Néstor para aclarar esepunto. Cualquier información sobre eltema que pudiese obtener de una personavinculada con el mundo de don Juan eraun complemento valioso.

Tal como había previsto, se rió demi pregunta.

—¿Quieres decir que no sabes loque tú mismo has hecho? —preguntó.

—Es demasiado inverosímil paraser real —dije.

—Ese es el mundo del Nagual, sinduda. Nada en él es real. Él mismo medijo que no creyera nada. Pero, a pesar

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de todo, los aprendices varones tienenque saltar. A menos que seanverdaderamente magníficos, comoEligio.

—El Nagual nos llevó, a mí y a laGorda, a esa Montaña y nos hizo miraral fondo del precipicio. Allí nosdemostró la clase voladora de Nagualque era. Pero sólo la Gorda podíaseguirlo. Ella también deseaba saltar alabismo. El Nagual le dijo que era inútil.Dijo que los guerreros femeninos debenhacer cosas más penosas y más difícilesque esa. También nos dijo que el saltoestaba reservado a vosotros cuatro. Yeso fue lo que sucedió, los cuatro

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saltaron.Había dicho que los cuatro habíamos

saltado, pero yo sólo tenía noticia deque lo hubiésemos hecho Pablito y yo.Guiándome por sus palabras, concluíque don Juan y don Genaro nos habíanseguido. No me resultaba sorprendente;era más bien halagüeño y conmovedor.

—¿De qué estás hablando? —preguntó, una vez yo hube expresado mispensamientos—. Me refiero a ti y a lostres aprendices de Genaro. Tú, Pablito yNéstor, saltaron el mismo día.

—¿Quién es el otro aprendiz de donGenaro? Yo sólo conozco a Pablito y aNéstor.

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—¿Quieres decir que no sabías queBenigno era aprendiz de Genaro?

—No, no lo sabía.—Era el aprendiz más antiguo de

Genaro. Saltó antes que tú, y lo hizosolo.

Benigno era uno de los cincojóvenes indios que había conocido en elcurso de una de las excursiones hechasal desierto de Sonora con don Juan.Andaban en busca de objetos de poder.Don Juan me dijo que todos ellos eranaprendices de brujo. Trabé una peculiaramistad con Benigno en las pocasoportunidades en que le viposteriormente. Era del sur de México.

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Me agradaba mucho. Por alguna razóndesconocida, parecía complacerse encrear un atormentador misterio en tornode su vida personal. Jamás logréaveriguar quién era ni qué hacía. Cadavez que hablaba con él terminabadesconcertado por el apabullantedesenfado con que eludía mis preguntas.En cierta ocasión don Juan meproporcionó algunas informacionesacerca de Benigno; me dijo que tenía lagran fortuna de haber hallado un maestroy un benefactor. Atribuí a las palabrasde don Juan el valor de una observacióncasual e intrascendente. Doña Soledadacababa de aclararme un enigma que se

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había conservado como tal durante diezaños.

—¿A qué cree usted que se puededeber el que don Juan nunca me hayadicho nada acerca de Benigno?

—¿Quién sabe? Alguna razón habrátenido. El Nagual jamás hizo nada sinpensarlo cuidadosamente.

Tuve que apoyar mi espaldadolorida contra su cama antes de seguirescribiendo.

—¿Qué sucedió con Benigno?—Lo está haciendo muy bien. Tal

vez sea el mejor de todos. Le verás. Estácon Pablito y con Néstor. Ahora soninseparables. Llevan la marca de

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Genaro. Lo mismo ocurre con las niñas;son inseparables porque llevan la marcadel Nagual.

Me vi obligado a interrumpirlanuevamente para pedirle que meexplicase a qué niñas se refería.

—Mis niñas —dijo.—¿Sus hijas? Quiero decir, ¿las

hermanas de Pablito?—No son hermanas de Pablito. Son

las aprendices del Nagual.Su revelación me sobresaltó. Desde

el momento en que había conocido aPablito, años atrás, se me habíainducido a creer que las cuatromuchachas que vivían en su casa eran

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sus hermanas. El propio don Juan me lohabía dicho. Recaí súbitamente en lasensación de desesperación que habíaexperimentado de modo latente durantetoda la tarde. Doña Soledad no era defiar; tramaba algo. Estaba seguro de quedon Juan no podía haberme engañado detal manera, fuesen cuales fuesen lascircunstancias.

Doña Soledad me examinó concierta curiosidad.

—El viento acaba de hacerme saberque no crees lo que te estoy contado —dijo, y rompió a reír.

—El viento tiene razón —respondí,en tono cortante.

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—Las niñas que has estado viendo alo largo de los años son las del Nagual.Eran sus aprendices. Ahora que elNagual se ha ido, son el Nagual mismo.Pero también son mis niñas. ¡Mías!

—¿Quiere eso decir que usted no esla madre de Pablito y ellas son enrealidad sus hijas?

—Lo que yo quiero decir es que sonmías. El Nagual las dejó a mi cuidado.Siempre te equivocas porque esperasque las palabras te lo expliquen todo.Puesto que soy la madre de Pablito ysupiste que ellas eran mis niñas,supusiste que debían ser hermano yhermanas. Las ni ñas son mis verdaderas

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criaturas. Pablito, a pesar de ser el hijosalido de mi útero, es mi enemigomortal.

En mi reacción ante sus palabras semezclaron el asco y la ira. Pensé que nosólo era una mujer anormal, sinotambién peligrosa. De todos modos, unaparte de mi ser lo había percibido desdeel momento de la llegada.

Pasó largo rato contemplándome.Para evitar mirarla, volví a sentarmesobre el cobertor.

—El Nagual me puso sobre avisopor lo que hace a tus rarezas —dijo depronto—, pero no había logradoentender el significado de sus palabras.

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Ahora sí. Me dijo que tuviese cuidado yno te provocara porque eras violento.Lamento no haber sido todo locuidadosa que debía. También me dijoque, mientras te dejasen escribir, podíasllegar al propio infierno sin siquieradarte cuenta. En cuanto a eso, no te hemolestado. Luego me dijo que erassuspicaz porque te enredabas en laspalabras. Tampoco en cuanto a eso tehe molestado. He hablado hasta por loscodos, tratando de que no te enredaras.

Había una tácita acusación en sutono. En cierta forma, el estar irritadocon ella me hizo sentir incómodo.

—Lo que me está diciendo es muy

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difícil de creer —dije—. O usted o donJuan, alguno de los dos me ha mentidoterriblemente.

—Ninguno de los dos ha mentido.Tú sólo entiendes lo que quieres. ElNagual decía que esa era una de lascaracterísticas de tu vaciedad.

—Las niñas son las hijas delNagual, del mismo modo en que tú yEligio lo son. Hizo seis hijos, cuatrohembras y dos varones. Genaro hizo tresvarones. Son nueve en total. Uno deellos, Eligio, ya lo ha hecho, así queahora le corresponde a los ochorestantes intentarlo.

—¿A dónde fue Eligio?

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—Fue a reunirse con el Nagual y conGenaro.

—¿Y a dónde fueron el Nagual yGenaro?

—Tú sabes dónde fueron. Me estástomando el pelo, ¿no?

—Esa es la cuestión, doña Soledad.No le estoy to mando el pelo.

—Entonces te lo diré. No puedonegarte nada. El Nagual y Genaroregresaron al lugar del que vinieron, elotro mundo. Cuando se les agotó eltiempo se limitaron a dar un paso haciala oscuridad exterior y, puesto que nodeseaban volver, la oscuridad de lanoche se los tragó.

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Me parecía inútil hacerle máspreguntas. Iba a cambiar de tema,cuando se me adelantó a hablar.

—Tuviste una vislumbre del otromundo en el momento de saltar —prosiguió—. Pero es posible que elsalto te haya confundido. Una lástima.Eso nadie lo puede remediar. Es tudestino ser un hombre. Las mujeresestán mejor que los hombres en esesentido. No están obligadas a arrojarsea un abismo. Las mujeres cuentan conotros medios. Tienen sus propiosabismos. Las mujeres menstrúan. ElNagual me dijo que esa era su puerta.Durante la regla se convierten en otra

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cosas. Sé que era en esos períodoscuando él enseñaba a mis niñas. Erademasiado tarde para mí; soy demasiadovieja para llegar a conocer el verdaderoaspecto de esas puertas. Pero el Nagualinsistía en que las niñas estuviesenatentas a todo lo que les sucediese enese momento. Las llevaría a lasmontañas durante esos días y sequedaría junto a ellas hasta que viesenla fractura entre los mundos.

—El Nagual, que no teníaescrúpulos ni sentía miedo ante nada, lasacuciaba sin piedad para que llegasen adescubrir por sí mismas que hay unafractura en las mujeres, una fractura que

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ellas disfrazan muy bien. Durante laregla, no importa cuán bueno sea, sudisfraz se desmorona y quedandesnudas. El Nagual impelió a mis niñasa abrir esa fractura hasta que estuvieronal borde de la muerte. Lo hicieron. Éllas llevó á hacerlo, pero tardaron años.

—¿Cómo llegaron a ser aprendices?—Lidia fue su primera aprendiz. La

descubrió una mañana; él se habíadetenido ante una cabaña ruinosa en lasmontañas. El Nagual me dijo que nohabía nadie a la vista, pero desde muytemprano había visto presagios que leguiaban hacia esa casa. La brisa sehabía ensañado con él terriblemente.

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Decía que ni siquiera podía abrir losojos cada vez que intentaba alejarse dellugar. De modo que cuando dio con lacasa supo que algo había. Miró debajode una pila de paja y leña menuda yhalló una niña. Estaba muy enferma. Aduras penas alcanzaba a hablar, pero,sin embargo, se las compuso paradecirle que no necesitaba ayuda denadie. Iba a seguir durmiendo allí, y, sino despertaba más, nadie perdería nada.Al Nagual le gustó su talante y le hablóen su lengua. Le dijo que iba a curarla ycuidar de ella hasta que volviera asentirse fuerte. Ella se negó. Era india ysólo había conocido infortunios y dolor.

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Contó al Nagual que ya había tomadotodas las medicinas que sus padres lehabían dado y ninguna la aliviaba.

—Cuanto más hablaba, más claroresultaba al Nagual que los presagios sela habían señalado de modo muysingular. Más que presagios, eranórdenes.

—El Nagual alzó a la niña, la cargóa hombros, como si se tratase de unbebé, y la llevó donde Genaro. Genaropreparó medicinas para ella. Ya nopodía abrir los ojos. Sus párpados no seseparaban. Los tenía hinchados yrecubiertos por una costra amarillenta.Se estaban ulcerando. El Nagual la

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atendió hasta que estuvo bien. Mecontrató para que la vigilase y lepreparase de comer. Mis comidas laayudaron a recuperarse. Es mi primerbebé. Ya curada, cosa que llevó cercade un año el Nagual quiso devolverla asus padres, pero la niña se negó y, encambio, se fue con él.

—Al poco tiempo de hallar a Lidia,en tanto ella seguía enferma y a micuidado, el Nagual te encontró a ti.Fuiste llevado hasta él por un hombre alque no había visto en su vida. El Nagualvio que la muerte se cernía sobre lacabeza del hombre y le extrañó que teseñalase en tal momento. Hiciste reír al

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Nagual e inmediatamente te planteó unaprueba. No te llevó consigo. Te dijo quevinieras y lo encontraras. Te probócomo nunca lo había hecho con nadie.Dijo que ese era tu camino.

—Por tres años tuvo sólo dosaprendices, Lidia y tú. Entonces, un díaen que estaba de visita en casa de suamigo Vicente, un curandero del Norte,una gente llevó a una muchachatrastornada, una muchacha que no hacíasino llorar. Tomaron al Nagual porVicente y pusieron a la niña en susmanos. El Nagual me contó que la niñacorrió y se aferró a él como si loconociese. El Nagual dijo a sus padres

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que debían dejarla con él. Estabanpreocupados por el precio, pero elNagual les aseguró que les saldríagratis. Imagino que la niña representaríatal dolor de cabeza para ellos que pocodebía importarles abandonarla.

—El Nagual me la trajo. ¡Quéinfierno! Estaba francamente loca. Ésaera Josefina. El Nagual dedicó años acurarla. Pero aún hoy sigue más loca queuna cabra. Andaba, desde luego, perdidapor el Nagual, y hubo una tremendabatalla entre Lidia y Josefina. Seodiaban. Pero a mí me caían bien lasdos. El Nagual, al ver que así no podíanseguir, se puso muy firme con ellas.

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Como sabes, el Nagual es incapaz deenfadarse con nadie. De modo que lasaterrorizó mortalmente. Un día, Lidia,furiosa, se marchó. Había decididobuscarse un marido joven. Al llegar alcamino encontró un pollito. Acababa desalir del cascarón y andaba perdido poren medio de la carretera. Lidia lo alzó,imaginando, puesto que se hallaba enuna zona desierta, lejos de todavivienda, que no pertenecía a nadie. Lometió en su blusa, entre los pechos, paramantenerlo al abrigo. Lidia me contóque echó a correr y, al hacerlo, elpollito comenzó a moverse hacia sucostado. Intentó hacerlo volver a su

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seno, pero no logró atraparlo. El pollitocorría a toda velocidad por sus costadosy su espalda, por dentro de su blusa. Alprincipio, las patitas del animal lehicieron cosquillas, y luego la volvieronloca. Cuando comprendió que le iba aser imposible sacarlo de allí, volvió amí, aullando, fuera de sí, y me pidió quesacase la maldita cosa de su blusa. Ladesvestí, pero fue inútil. No había allípollo alguno, a pesar de que ella nodejaba de sentir sus patas, en uno y otrolugar de su piel.

—Entonces llegó el Nagual y le dijoque sólo cuando abandonara su viejo serel pollito se detendría. Lidia estuvo loca

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durante tres días y tres noches. ElNagual me aconsejó atarla. La alimentéy la limpié y le di agua. Al cuarto día sela vio muy pacífica y serena. La desaté yse vistió, y cuando estuvo vestida, talcomo lo había estado el día de su fuga,el pollito salió. Lo cogió en su mano, ylo acarició, y le agradeció, y lodevolvió al lugar en que lo habíahallado. Recorrí con ella parte delcamino.

—Desde entonces, Lidia no molestóa nadie. Aceptó su destino. El Nagual essu destino; sin él, habría estado muerta.¿Por qué tratar de negar o modificarcosas que no se puede sino aceptar?

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—Josefina fue la siguiente. Se habíaasustado por lo sucedido a Lidia, perono había tardado en olvidarlo. Undomingo al atardecer, mientrasregresaba a la casa, una hoja seca seposó en el tejido de su chal. La trama dela prenda era muy débil. Trató de quitarla hoja, pero temía arruinar el chal. Demodo que esperó a entrar a la casa y,una vez en ella, intentó inmediatamentedeshacerse de ella; pero no había modo,estaba pegada. Josefina, en un arranquede ira, apretó el chal y la hoja, con lafinalidad de desmenuzarla en su mano.Suponía que iba a resultar más fácilretirar pequeños trozos. Oí un chillido

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exasperante y Josefina cayó al suelo.Corrí hacia ella y descubrí que no

podía abrir el puño. La hoja le habíadestrozado la mano, como si suspedazos fuesen los de una hoja deafeitar. Lidia y yo la socorrimos y lacuidamos durante siete días. Josefina erala más testaruda de todas. Estuvo alborde de la muerte. Y terminó porarreglárselas para abrir la mano. Perosólo después de haber resuelto dejar delado su viejo talante. De vez en cuandoaún siente dolores, en todo el cuerpo,especialmente en la mano, debido a losmalos ratos que su temperamento siguehaciéndole pasar. El Nagual advirtió a

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ambas que no debían confiar en suvictoria, puesto que la lucha que cadauno libra contra su antiguo ser dura todala vida.

—Lidia y Josefina no volvieron areñir. No creo que se agradenmutuamente, pero es indudable quemarchas de acuerdo. Es a ellas a quienesmás quiero. Han estado conmigo todosestos años. Sé que ellas también mequieren.

—¿Y las otras dos niñas? ¿Dóndeencajan?

—Elena, la Gorda, llegó un añodespués. Estaba en la peor de lascondiciones que puedas imaginar.

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Pesaba ciento diez kilos. Era una mujerdesesperada. Pablito le había dadocobijo en su tienda. Lavaba y planchabapara mantenerse. El Nagual fue unanoche a buscar a Pablito y se encontrócon la gruesa muchacha trabajando; laspolillas volaban en círculo sobre sucabeza. Dijo que el círculo era perfecto,y los insectos lo hacían con la finalidadde que él lo observase. Él vio que el finde la mujer estaba cerca, aunque laspolillas debían saberse muy seguraspara comunicar tal presagio. El Nagual,sin perder tiempo, la llevó con él.

—Estuvo bien un tiempo, pero losmalos hábitos adquiridos estaban

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demasiado arraigados en ella como paraque le fuese posible quitárselos deencima. Por lo tanto, el Nagual, ciertodía, envió el viento en su ayuda. O se laauxiliaba o era el fin. El viento comenzóa soplar sobre ella hasta sacarla de lacasa; ese día estaba sola y nadie vio loque estaba sucediendo. El viento lallevó por sobre los montes y por entrelos barrancos, hasta hacerla caer en unazanja, un agujero semejante a una tumba.El viento la mantuvo allí durante días.Cuando al fin el Nagual dio con ella,había logrado detener el viento, pero seencontraba demasiado débil para andar.

—¿Cómo se las arreglaban las niñas

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para detener las fuerzas que actuabansobre ellas?

—Lo que en primer lugar actuabasobre ellas era la calabaza que elNagual llevaba atada a su cinturón.

—¿Y qué hay en la calabaza?—Los aliados que el Nagual lleva

consigo. Decía que el aliado esaventado por medio de su calabaza. Nome preguntes más, porque nada séacerca del aliado. Todo lo que puedodecirte es que el Nagual tiene a susórdenes dos aliados y les hace ayudarle.En el caso de mis niñas, el aliadoretrocedió cuando estuvieron dispuestasa cambiar. Para ellas, por supuesto, la

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cuestión era cambiar o morir. Pero esees el caso de todos nosotros, una cosa ola otra. Y la Gorda cambió más quenadie. Estaba vacía, a decir verdad, másvacía que yo, pero laboró sobre suespíritu hasta convertirse en poder. Nome gusta. La temo. Me conoce. Se memete dentro, invade mis sentimientos, yeso me molesta. Pero nadie puedehacerle nada porque jamás se encuentracon la guardia baja. No me odia, peropiensa que soy una mala mujer. Debetener razón. Creo que me conocedemasiado bien, y no soy tanimpecable como quisiera ser; pero elNagual me dijo que no debía

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preocuparme por mis sentimientos haciaella. Es como Eligio: el mundo ya no laafecta.

—¿Qué había de especial en lo quele hizo el Nagual?

—Le enseñó cosas que no habíaenseñado a nadie. Nunca la mimó, ninada que se le parezca. Confió en ella.Ella lo sabe todo acerca de todos. ElNagual también me lo dijo todo, salvolo de ella. Tal vez sea por eso que no laquiero. El Nagual le ordenó ser micarcelera. Vaya donde vaya, laencuentro. Sabe todo lo que hago. No mesorprendería, por ejemplo, queapareciese en este mismo momento.

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—¿Lo cree posible?—Lo dudo. Esta noche, el viento

está a mi favor.—¿A qué se supone que se dedica?

¿Tiene asignada alguna tarea enespecial?

—Ya te he dicho lo suficiente sobreella. Temo que, si sigo hablando de ella,esté donde esté, lo advierta; no quieroque ello ocurra.

—Hábleme, entonces, de los demás.—Unos años después de encontrar a

la Gorda, el Nagual dio con Eligio. Mecontó que había ido contigo a su tierranatal. Eligio fue a verte porquedespertabas su curiosidad. El Nagual no

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dio importancia a su presencia. Loconocía desde niño. Pero una mañana,cuando el Nagual se dirigía a la casa enque tú lo aguardabas, se tropezó conEligio en el camino. Recorrieron juntosuna corta distancia y un trozo de cholaseca se adhirió a la puntera del zapatoizquierdo de Eligio. Trató de quitársela,pero las espinas eran como uñas; sehabían clavado profundamente en lasuela. El Nagual contaba que Eligiohabía alzado el dedo al cielo y sacudidosu zapato; la chola salió disparada haciaarriba como una bala. Eligio lo tomó abroma y rió; pero el Nagual supo quetenía poder, aunque el propio Eligio no

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lo sospechara. Es por eso que, sindificultad alguna, llegó a ser el guerreroperfecto, impecable.

—Tuve mucha suerte al llegar aconocerle. El Nagual creía que éramossemejantes en una cosa. Una vezalcanzado algo, no lo dejábamosescapar. No compartí con nadie, nisiquiera con la Gorda, la felicidad deconocer a Eligio. Ella le vio, pero enrealidad no llegó a conocerle, al igualque tú. El Nagual supo desde unprincipio que Eligio era excepcional ylo aisló. Supo que tú y las niñas estabanen una cara de la moneda y Eligioestaba, por sí, en la otra. El Nagual y

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Genaro también tuvieron mucha suerte alencontrarlo.

—Lo conocí cuando el Nagual lotrajo a mi casa. Eligio no caía bien a misniñas. Ellas lo odiaban y lo temían a untiempo. Pero él permanecía porcompleto indiferente. El mundo no lotocaba. El Nagual no quería que tú,especialmente, tuvieras mucho que vercon Eligio. Él decía que tú eras la clasede brujo de la cual uno debe mantenerseapartado. Decía que el contactocontigo no renueva; por el contrario,echa a perder. Me dijo que tu espíritutomaba prisioneros. En cierto modo, lecausabas repugnancia; a la vez, te tenía

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afecto. Decía que estabas más loco queJosefina cuando te encontró, y queseguías estándolo.

Escuchar a alguien decir lo que donJuan pensaba de mí me perturbaba. Enun primer momento, intenté no hacercaso de lo que decía doña Soledad, peroluego comprendí que era algoabsolutamente estúpido y fuera de lugarel tratar de preservar mi ego.

—Se molestaba contigo —prosiguió— porque el poder le ordenaba,hacerlo. Y él, siendo el impecableguerrero que era, se sometía a losdictados de su amo y realizaba conalegría lo que el poder le mandaba hacer

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con tu persona.Hubo una pausa. Deseaba con toda

el alma preguntarle más detalles acercade los sentimientos de don Juan haciamí. En cambio, le pedí que me hablasede su otra niña.

—Un mes después de hallar aEligio, el Nagual encontró a Rosa —comenzó—. Rosa fue la última. Una vezhubo dado con ella, supo que su númeroestaba completo.

—¿Cómo la encontró?—Había ido a ver a Benigno a su

tierra natal. Se acercaba a la casacuando Rosa salió de entre los espesosmatorrales que había a un lado del

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camino, tratando de dar caza a un cerdoque se había escapado y huía. El cerdocorría a demasiada velocidad para queRosa lograse darle alcance. Ésta tropezócon el Nagual y lo perdió. Entonces sevolvió contra el Nagual y comenzó achillarle. Él hizo el ademán de aferrarlay la halló dispuesta a darle batalla. Loinsultó y lo desafió a que le pusiera unamano encima. Al Nagual le gustó sutalante de inmediato, pero no habíapresagios. Me contó que habíaaguardado un momento antes demarcharse; fue entonces cuando el cerdoregresó corriendo y se detuvo junto a él.Ese fue el presagio. Rosa rodeó al cerdo

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con una cuerda. El Nagual le preguntó aquemarropa si era feliz en su trabajo.Ella dijo que no. Era criada. El Nagualquiso saber si estaba dispuesta a irsecon él y ella le respondió que si era paralo que ella pensaba que era, laconclusión era que no. El Nagual le dijoque era para trabajar y ella se interesópor la suma que le pagaría. Él propusouna cifra y ella preguntó de qué clase detrabajo se trataba. El Nagual le dijo quese trataba de trabajar con él en loscampos de tabaco de Veracruz. Ella ledijo entonces que lo había estadoprobando; si él le hubiese propuestotrabajar como criada, hubiese sabido

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que no era más que un mentiroso, porquesu aspecto correspondía a alguien quenunca en su vida había tenido casa.

—El Nagual estaba encantado conella; le dijo que si quería salir de latrampa en que estaba debía ir a la casade Benigno antes del mediodía. Tambiénle dijo que sólo la esperaría hasta lasdoce; si iba, debía ser dispuesta a unavida difícil y llena de trabajo. Ella lepreguntó a qué distancia se hallaban loscampos de tabaco. El Nagual lerespondió que a tres días de viaje enautobús. Rosa dijo que, si era tan lejos,estaría pronta a partir en cuanto hubiesedevuelto el cerdo a su chiquero. Y eso

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fue lo que hizo. Llegó aquí y gustó atodos. Nunca fue mezquina ni molesta; elNagual no necesitó jamás forzarla anada ni inducirla con engaños. No mequiere, en absoluto, y, sin embargo, es laque mejor me cuida. Confío en ella, y,sin embargo, no la quiero en absoluto.Pero cuando parta, será a ella a quienmás extrañaré. ¿Has visto cosa másrara?

Noté cierta tristeza en sus ojos. Nopodía seguir recelando. Con unmovimiento casi fortuito, se enjugó laslágrimas.

Llegados a este punto, hubo unanatural interrupción en la conversación.

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Oscurecía y yo escribía con grandificultad; además, tenía que ir allavabo. Insistió en que fuese al de fuerade la casa antes que ella, como el propioNagual hubiese hecho.

Después trajo dos recipientesredondos, del tamaño de una bañerapara bebé, llenos hasta la mitad de aguacaliente y echó en ellos unas hojasverdes, tras deshacerlas por completoentre los dedos. Me indicó en tonoautoritario que me lavara en uno de loscubos, en tanto ella hacía lo propio en elotro. El agua estaba casi perfumada.Producía cierto cosquilleo. Experimentéuna sensación ligeramente semejante a

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la que produce el mentol en la cara ylos brazos.

Regresamos a la habitación. Pusomis bártulos de escritura, que yo habíadejado sobre su cama, encima de una delas cómodas. Las ventanas estabanabiertas y aún había luz. Debían sercerca de las siete.

Doña Soledad se echó boca arriba.Me sonreía. Pensé que era la imagen dela calidez. Pero al mismo tiempo, y apesar de su sonrisa, sus ojoscomunicaban una fuerza inexorable einflexible.

Le pregunté cuánto tiempo habíapasado junto a don Juan como mujer o

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como aprendiz. Se burló de mi cautelaal calificarla. Me respondió que sieteaños. Me recordó luego que hacía cincoque yo no la veía. Hasta entonces, estabaseguro de haberla visto dos años atrás.Traté de recordar nuestro últimoencuentro, pero no lo logré.

Me dijo que me echara cerca de ella.Me arrodillé sobre la cama, a su lado.En voz suave me preguntó si teníamiedo. Le dije que no, lo cual era cierto.Allí en su habitación, en ese momento,me enfrentaba con una de mis viejasreacciones, que se había manifestadoincontables veces: una mezcla decuriosidad e indiferencia suicida.

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Casi en un susurro, declaró quedebía ser impecable conmigo y añadióque nuestro encuentro era crucial paraambos. Afirmó que el Nagual le habíadado órdenes precisas y detalladasrespecto de lo que tenía que hacer. Aloírla hablar, no pude evitar reír ante lostremendos esfuerzos que hacía porimitar a don Juan.

Escuchaba cada una de sus frases yestaba en condiciones de predecir cuáliba a ser la siguiente.

De pronto, se sentó. Su rostro estabaa pocos centímetros del mío. Podía versus blancos dientes, brillantes en lapenumbra de la habitación. Me rodeó

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con los brazos y me atrajo hacia sí hastatenerme encima suyo.

Tenía la mente muy clara, y sinembargo algo me arrastraba, más y másprofundamente, al fondo de una suerte deciénaga. Me experimentaba a mí mismode una manera que no lograba concebir.Súbitamente comprendí que, de algúnmodo, hasta ese momento había estadosintiendo sus sentimientos. Ella era losorprendente. Me había hipnotizado conpalabras. Era una mujer vieja y fría. Ysus intenciones nada tenían que ver conla juventud ni con el vigor, a pesar de sufuerza y su vitalidad. Supe entonces quedon Juan no le había vuelto la cabeza en

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la misma dirección que la mía. Noobstante, ello hubiese sonado ridículo encualquier otro contexto; de todos modos,en ese momento lo consideré unaintuición válida. Una sensación dealarma recorrió mi cuerpo. Quise salirde su cama. Pero parecía haber allí unafuerza extraordinaria que me retenía,privándome de toda posibilidad demovimiento. Estaba paralizado.

Debió de haber percibido miimpresión. De modo absolutamenteimprevisto, se quitó el lazo que lesujetaba el pelo y, con un rápidomovimiento, lo puso en torno de micuello. Sentí la presión del lazo en la

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piel, pero, por alguna razón, no creí quefuese real.

Don Juan siempre había insistido enque nuestro peor enemigo era laincapacidad para aceptar la realidad deaquello que nos ocurre. En ese momento,doña Soledad me rodeaba la gargantacon una suerte de nudo corredizo;entendí su intención. Pero a pesar dehaberlo comprendido intelectualmente,mi cuerpo no reaccionó. Permanecíalaxo, casi indiferente, ante lo que, segúnto dos los indicios, era mi muerte.

Tuve conciencia del exceso depresión que ejercían sus brazos yhombros sobre el lazo al intentar

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ajustarlo alrededor de mi cuello. Meestaba estrangulando con gran fuerza yhabilidad. Empecé a boquear. En susojos había un destello de locura. Fue enese instante que me di cuenta de quepretendía matarme.

Don Juan había dicho que, cuandopor fin uno entiende qué ocurre, sueleser demasiado tarde para retroceder.Afirmaba que siempre es el intelecto loque nos embauca; recibe el mensaje enprimer término, pero en vez de darlecrédito y obrar en consecuencia, pierdeel tiempo en discutirlo.

Entonces oí, o tal vez intuí, unchasquido en la base del cuello,

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exactamente detrás de la tráquea.Comprendí que me había quebrado elpescuezo. Sentí un zumbido en los ojos yluego un hormigueo. Mi audición eraextraordinariamente clara. Tenía laseguridad de estar muriendo. Merepugnaba mi propia incapacidad parahacer nada en mi defensa. No podíasiquiera mover un músculo para darle unpuntapié. Ya no me era posible respirar.Todo mi cuerpo vibró, y en un instanteestuve en pie y me vi libre, libre delapretón mortal. Miré la cama. Todocontribuía a hacerme pensar que estabacontemplando la escena desde el techo.Vi mi propio cuerpo, inmóvil y

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lánguido, encima del suyo. Vi el horroren sus ojos. Deseé permitirle que soltaseel lazo. Tuve un acceso de ira por habersido tan estúpido y le propiné un sonoropuñetazo en la frente. Chilló y se cogióla cabeza y perdió el conocimiento, peroantes de que ello sucediese tuve unafugaz vislumbre de un cuadrofantasmagórico. Vi a doña Soledaddespedida de la cama por la fuerza demi golpe. La vi correr hasta la pared yacurrucarse junto a ella como unchiquillo asustado.

Luego tuve conciencia de unaterrible dificultad para respirar. Medolía el cuello. Tenía la garganta seca

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hasta el punto de que no podía tragar.Tardé bastante en reunir la fuerzanecesaria para ponerme de pie.Entonces contemplé a doña Soledad.Yacía inconsciente en el lecho. En sufrente lucía una enorme hinchazón roja.Busqué un poco de agua y se la eché enel rostro, tal como don Juan había hechoconmigo. Cuando recobró el sentido lahice caminar, sosteniéndola por lasaxilas. Estaba empapa en transpiración.Le puse toallas mojadas con agua fría enla frente. Vomitó, y tuve la seguridadcasi absoluta de que padecía unaconmoción cerebral. Temblaba. Traté decubrirla con la mayor cantidad posible

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de sábanas y mantas, con el propósito dehacerla entrar en calor, pero se despojóde todas ellas y se volvió de modo deenfrentar el viento. Me pidió que ladejase sola y dijo que un cambio en ladirección del viento sería un signo deque se iba a recuperar. Cogió mi manoen una suerte de apretón y aseveró queel destino nos había enfrentado.

—Creo que era de esperar que unode los dos muriese esta noche —dijo.

—No sea necia. Aún no estáacabada —respondí; realmente, eso eralo que pensaba.

Algo me hizo sentirme seguro de quese encontraba bien. Salí, cogí una vara y

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me dirigí a mi coche. El perro gruñó.Seguía acurrucado en el asiento. Le dijeque saliera. Dócilmente, saltó fuera.Había algo distinto en él. Vi su enormesombra trotar en la semioscuridad.Regresó a su corral.

Era libre. Me senté en el coche unmomento para considerar la situación.No, no era libre. Algo me impelía aretornar a la casa. Tenía que terminarcosas allí. Ya no temía a doña Soledad.A decir verdad, una extraordinariaindiferencia me había invadido. Sentíaque ella me había dado, consciente oinconscientemente, una lección desuprema importancia. Bajo la horrenda

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presión de su tentativa de matarme, yohabía actuado en su contra desde unnivel realmente inconcebible encircunstancias normales. Había estado apunto de ser estrangulado. Algúnelemento de aquella su condenadahabitación me había dejadoabsolutamente indefenso y, sin embargo,había logrado salir con bien. Noalcanzaba a imaginar lo sucedido. Talvez fuese cierto lo que don Juan siemprehabía sostenido: que todos poseemos unpotencial adicional, algo que está allí,pero que rara vez alcanzamos a usar.Realmente, había golpeado a doñaSoledad desde una posición fantasma.

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Cogí mi linterna del coche, regresé ala casa, encendí todas las lámparas depetróleo que pude encontrar y me senté aescribir ante la mesa de la habitacióndelantera.

El trabajo me relajó.Hacia el amanecer, doña Soledad

salió de su habitación, tambaleante. Aduras penas mantenía el equilibrio.Estaba completamente desnuda. Sesintió mal y se desplomó junto a lapuerta. Le di un poco de agua y traté decubrirla con una manta. Se negó. A míme preocupaba una posible pérdida decalor corporal. Murmuró que tenía queestar desnuda si quería que el viento la

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curase. Preparó un emplasto con hojasmaceradas, se lo aplicó a la frente y lofijó allí por medio de su turbante. Seenvolvió en una manta y se acercó a lamesa en que yo escribía; se sentó frentea mí. Tenía los ojos rojos. Se la veíafrancamente mal.

—Hay algo que debo decirte —musitó con voz trémula—. El Nagualme preparó para esperarte, tenía queesperarte, así tardases veinte años. Medio instrucciones sobre cómo seducirtey quitarte el poder. Él sabía que, tarde otemprano, ibas a venir a ver a Pablito ya Néstor, así que me indicó queaguardase ese momento para hechizarte

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y coger todo lo tuyo. El Nagual dijo quesi yo vivía una vida impecable, mipoder te traería cuando no hubiese nadiemás en la casa. Mi poder lo hizo. Hoyllegaste cuando todos se habían ido. Mivida impecable me había ayudado. Todolo que me quedaba por hacer era tomartu poder y luego matarte.

—¿Pero para qué quería hacer unacosa tan horrible?

—Porque necesito tu poder paraseguir mi propio camino. El Nagualhubo de disponerlo así. Tú eras elelegido; después de todo, no teconozco. No significas nada para mí.Así que, ¿por qué no iba yo a quitarle

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algo que necesito tan desesperadamentea alguien que para mí no cuenta? Esasfueron las palabras del Nagual.

—¿Por qué iba el Nagual a quererhacerme daño? Usted misma dijo que sepreocupaba por mí.

—Lo que yo te he hecho esta nocheno tiene nada que ver con sussentimientos hacia ti ni hacia mí. Esta esuna cuestión que sólo nos afecta anosotros. No ha habido testigos de nadade lo que hoy sucedió entre ambos,porque ambos formamos parte delpropio Nagual. Pero tú, en especial, hasrecibido algo de él que yo no poseo,algo que necesito desesperadamente, el

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poder singular que te ha dado. El Nagualdijo que había dado algo a cada uno desus seis hijos. No puedo llegar hastaEligio. No puedo tomarlo de mis hijas;así, tú eres mi presa. Yo hice crecer elpoder que el Nagual me dio, y al crecerprodujo un cambio en mi cuerpo. Tútambién hiciste crecer tu poder. Yoquería ese poder tuyo, y por eso teníaque matarte. El Nagual dijo que, auncuando no murieras, caerías bajo mihechizo y serías mi prisionero durantetoda la vida si yo lo desease. De todosmodos, tu poder iba a ser mío.

—¿Pero en qué podría beneficiarlami muerte?

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—No tu muerte, sino tu poder. Lohice porque necesito ayuda; sin ella, lopasaré muy mal durante mi viaje. Notengo bastantes agallas. Es por eso queno quiero a la Gorda. Es joven y lesobra valor. Yo soy vieja y lo piensotodo dos veces y vacilo. Si quieressaber la verdad, te diré que laverdadera lucha es la que se libra entrePablito y yo. Él es mi enemigo mortal,no tú. El Nagual dijo que tu poder haríamás llevadero mi viaje y me ayudaría aconseguir lo que necesito.

—¿Cómo diablos puede ser Pablitosu enemigo?

—Cuando el Nagual me transformó,

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sabía lo que a la larga iba a suceder.Ante todo, me preparó para que mis ojosmirasen al Norte, y, si bien tú y misniñas tienen la misma orientación, estoyopuesta a vosotros. Pablito, Néstor yBenigno están contigo; la dirección desus ojos es la misma. Irán juntos haciaYucatán.

—Pablito no es mi enemigo porquesus ojos miren en dirección opuesta,sino porque es mi hijo. Esto es lo quetenía que decirte, aunque no sepas dequé estoy hablando. Debo entrar al otromundo. Donde está el Nagual. Dondeestán Genaro y Eligio. Aunque tenga quedestrozar a Pablito para ello.

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—¿Qué dice, doña Soledad? ¡Ustedestá loca!

—No, no lo estoy. No hay nada másimportante para nosotros, los seresvivientes, que entrar en ese mundo. Tediré que para mí esa es la verdad. Paraacceder a ese mundo vivo del modo enque el Nagual me enseñó. Sin laesperanza de ese mundo no soy nada,nada. Yo era una vaca gorda y vieja.Ahora esa esperanza me guía, meorienta, y, aunque no pueda hacerme contu poder, no abandono el propósito.

Dejó descansar la cabeza sobre lamesa, utilizando los brazos a modo dealmohada. La fuerza de sus

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aseveraciones me había obnubilado. Nohabía entendido cabalmente suspalabras, pero en cierto nivelcomprendía su alegato, a pesar de queera la más sorprendente de cuantascosas le había oído esa noche. Suspropósitos eran los propósitos de unguerrero, en el estilo y la terminologíade don Juan. Nunca había creído, sinembargo, que hubiese que destruir aalguien para cumplirlos.

Alzó la cabeza y me miró con losojos entrecerrados.

—Al principio, hoy todo me iba bien—dijo—. Estaba un poco asustadacuando llegaste. Había esperado años

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ese momento. El Nagual me dijo que tegustaban las mujeres. Dijo que erespresa fácil para ellas, de modo quebusqué un final rápido. Imaginé quecederías a ello. El Nagual me enseñócómo aferrarte en el momento en quefueses el más débil. Te induje a ello conmi cuerpo. Pero sospechaste. Fuidemasiado torpe. Te había llevado a mihabitación, como el Nagual me dijo quehiciera, para que las líneas de mi piso teatrapasen y te dejases indefenso. Perono dio resultado porque te gustó ymiraste las líneas atentamente. No teníapoder en tanto tus ojos estuviesen fijosen ellas. Tu cuerpo sabía qué hacer.

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Luego, asustaste a mi piso al gritar comolo hiciste. Ruidos súbitos como esosson mortales, especialmente la voz de unbrujo. El poder de mi piso se extinguiócomo una llama. Yo lo comprendí, perotú no.

—Estabas a punto de irte, de maneraque me vi obligada a detenerte. ElNagual me había enseñado a tirar lasmanos para cogerte. Traté de hacerlo,pero me faltó poder. Mi piso estabaatemorizado. Tus ojos habían paralizadosus líneas. Nadie había puesto jamás susojos sobre él. Así, mi tentativa decogerte por el cuello falló. Te librastede mis garras antes de que me fuera

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posible hacer presión. Entonces me dicuenta de que te me estabas escapandoe intenté un ataque final. Me valí deaquello que el Nagual dijo que era clavesi se te quería afectar: el terror. Tealarmé con mis chillidos, y ello me dioel poder necesario para dominarte. Creítenerte, pero mi estúpido perro se pusonervioso. Es idiota, y me hizo caercuando ya estaba a punto de someterte ami hechizo. Ahora que lo pienso, tal vezmi perro no sea tan estúpido. Quizáshaya percibido a tu doble y cargadocontra él, pero en cambio me derribó amí.

—Usted dijo que el perro no era

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suyo.—Mentí. Era mi carta de triunfo. El

Nagual me enseñó a tener siempre unacarta de triunfo, una bazainsospechada. De algún modo, sabíaque podía llegar a necesitar de mi perro.Cuando te llevé a ver a mi amigo, setrataba en realidad de él; el coyote es elamigo de mis niñas. Quería que mi perrote oliera. Cuando corriste hacia la casatuve que ser brutal con él. Le empujé alinterior de tu coche haciéndolo aullar dedolor. Es demasiado grande y costómucho hacerlo pasar por sobre elasiento. Entonces le ordené hacertetrizas. Sabía que si mi perro te mordía

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gravemente quedarías indefenso ypodría terminar contigo sin dificultad.Volviste a escapar, pero no estabas ensituación de salir de la casa. Entendíque debía ser paciente y aguardar laoscuridad. Luego el viento cambió dedirección y me convencí de que tendríaéxito.

—El Nagual me había dicho queestaba seguro de que yo te gustaría comomujer. Era cuestión de esperar elmomento oportuno. Agregó que tematarías tan pronto como comprendiesesque yo te había estado robando elpoder. Pero en el caso de que no lograserobártelo, o en el caso de que no te

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mataras, o si yo no quisiese conservartevivo como prisionero, debía emplear milazo para estrangularte. Incluso meindicó dónde arrojar tu cadáver: unabismo sin fondo, una fractura en lasmontañas, no lejos de aquí, en quesiempre desaparecen las cabras. Peroel Nagual nunca mencionó tu aspectoaterrador. Ya te he dicho que se suponíaque uno de los dos iba a morir estanoche. No sabía que iba a ser yo. ElNagual me dejó con la impresión de quesaldría triunfante. Fue muy cruel por suparte no de círmelo todo acerca de ti.

—Imagine mi situación, doñaSoledad. Yo sabía aún menos que usted.

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—No es lo mismo. El Nagual pasóaños preparándome para esto. Yoconocía todos los detalles. Te tenía en elsaco. El Nagual me señaló incluso lashojas que siempre debía tener, frescas ya mano, para paralizarte. Las puse en elagua de la tina aparentando que tenía porfinalidad perfumarla. No advertiste queyo echaba otras en la tina en que me ibaa lavar. Caíste en todas las trampas quete tendí. Y, sin embargo, tu ladoaterrador terminó por salir vencedor.

—¿A qué se refiere al hablar de milado aterrador?

—A aquel que me golpeó y que mematará esta noche. Tu horrendo doble,

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que apareció para terminar conmigo.Jamás lo olvidaré y si vivo, cosa quedudo, nunca volveré a ser la misma.

—¿Se me parece?—Eras tú, desde luego, pero no

tenías el mismo aspecto que ahora. Enrealidad, no puedo decir a qué separecía. Cuando trato de recordarlo,siento vértigo.

Le dije que ante el impacto de migolpe la había visto fugazmenteabandonar su cuerpo. Mi intención era lade sondearla con el relato. Me parecíaque todo lo sucedido obedecía a unarazón oculta: obligarnos a hurgar enfuentes habitualmente vedadas. En

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efecto, le había dado un tremendo golpe;le había causado un grave daño físico;sin embargo, era imposible que fuese yoquien lo hubiese hecho. Estaba segurode haberle pegado con el puño izquierdo—la enorme hinchazón roja en su frentedaba testimonio de ello—. Pero, sinembargo, no tenía en los nudillos marcaalguna, ni experimentaba el menor dolorni incomodidad. Un golpe de talmagnitud podía incluso habermecausado una fractura.

Cuando escuchó mi descripción decómo la había visto acurrucarse contrala pared, cayó en la más absolutadesesperación. La pregunté si había

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tenido algún atisbo de lo que yo habíavisto, la impresión de abandonar sucuerpo, o alguna fugaz visión de lahabitación.

—Ahora sé que estoy condenada —dijo—. Muy pocos sobreviven alcontacto con el doble. Si mi alma hapartido, no me será posible seguir convida. Me iré debilitando cada vez más,hasta morir.

Había en sus ojos un brillo salvaje.Se puso de pie; parecía estar a punto depegarme, pero, en cambio, se dejó caeren el asiento.

—Me has quitado el alma —dijo—.Has de tenerla en tu morral. ¿Pero por

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qué tuviste que decírmelo?Le juré que no había tenido la menor

intención de lastimarla, que habíaactuado como lo había hecho únicamenteen defensa propia y que, porconsiguiente, no abrigaba la menormalevolencia hacia ella.

—Si no tienes mi alma en el morral,la situación es aún peor —dijo—.Andará vagando sin rumbo. Entoncesnunca la recuperaré.

Doña Soledad daba la impresión dehaber perdido por entero las energías.Su voz se hizo más débil. Yo quería quese fuese a acostar. Se negó a abandonarla mesa.

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—El Nagual me advirtió que si mifracaso era completo, debía transmitir sumensaje —continuó—. Me pidió que tedijera que había sustituido tu cuerpohacía mucho. Ahora tú eres él.

—¿Qué quiso decir con eso?—Es un brujo. Entró en tu viejo

cuerpo y le devolvió su luminosidad.Ahora brillas como el propio Nagual.Ya no eres el hijo de tu padre. Eres elpropio Nagual.

Doña Soledad se puso de pie.Estaba aturdida. Parecía querer deciralgo, pero vocalizaba con dificultad.Anduvo hacia su habitación. La ayudé allegar a la puerta; no quiso que entrara.

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Dejó caer la manta que la cubría y setendió en la cama. Me pidió, con unavoz muy suave, que fuese hasta unacolina, a corta distancia de allí, y mirasesi venía el viento. Agregó, como sindarle importancia, que debía llevar a superro conmigo. Por alguna razón, supedido me pareció sospechoso. Leinformé que subiría al techo y miraríadesde allí. Me volvió la espalda y dijoque lo menos que podía hacer por ellaera llevar a su perro a la colina para queel animal atrajese al viento. Me enfadémucho con ella. En la oscuridad, suhabitación producía una misteriosaimpresión. Fui a la cocina a buscar dos

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lámparas y las llevé allí. Al ver la luzchillé histéricamente. Yo también dejéescapar un grito, pero por una razóndiferente. Cuando la habitación quedóiluminada vi el piso levantado yabarquillado, como un capullo, en tornoa su cama. Mi percepción fue tan fugazque en el instante que siguió hubiesejurado que la horrible escena había sidoproducto de las sombras proyectadaspor las viseras protectoras de laslámparas. Lo fantasmagórico de laimagen me puso furioso. La sacudí,cogiéndola por los hombros. Lloró comoun niño y prometió no tenderme mástrampas. Coloqué las lámparas sobre

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una cómoda y se quedó dormidainstantáneamente.

A media mañana, el viento habíacambiado. Sentí entrar una violentaracha por la ventana Norte. Cerca delmediodía, doña Soledad volvió a salir.Se la veía un tanto insegura. Lo rojo desus ojos había desaparecido y lahinchazón de la frente había disminuido;apenas si se veía una ligera marca.

Pensé que era hora de partir. Le dijeque, si bien había tomado nota delmensaje de don Juan que me habíatransmitido, no me aclaraba nada.

—Ya no eres el hijo de tu padre.Ahora eres el propio Nagual —dijo.

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Había algo francamente incongruenteen mi modo de actuar. Pocas horasantes, me había encontrado indefenso ydoña Soledad había intentado matarme;pero en ese momento, mientras ella mehablaba, había olvidado el horror de esesuceso. Y sin embargo, había otra partede mí capaz de pasar días enterosreflexionando acerca de enfrentamientossin importancia con gentes vinculadascon mi persona o mi trabajo. Esa parteparecía ser mi verdadero yo, el yo quehabía conocido durante toda mi vida. Elyo que había librado un combate con lamuerte esa noche y luego lo habíaechado al olvido, no era real. Era yo, y,

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sin embargo, no lo era.Consideradas a la luz de tal absurdo,

las afirmaciones de don Juan resultabanun poco menos traída de los pelos, peroseguían siendo inaceptables.

Doña Soledad estaba distraída.Sonreía pacífica mente.

—¡Oh! ¡Están aquí! —dijo de pronto—. Qué afortunada soy. Mis niñas estánaquí. Ahora ellas cuidarán de mí.

Daba la impresión de estar peor. Sela veía más fuerte que nunca, pero suconducta era menos coherente. Mistemores aumentaron. No sabía si dejarlaallí o llevarla a un hospital en la ciudad,a varios cientos de kilómetros de allí.

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De pronto, saltó como un niño yatravesó corriendo la puerta delantera,ganando la avenida que conducía a lacarretera. El perro corrió tras ella. Subíal coche a toda prisa, con la intención dealcanzarla. Tuve que desandar elsendero en marcha atrás, puesto que nohabía espacio para girar. Al acercarmeal camino, vi por la ventana trasera adoña Soledad rodeada por cuatromujeres jóvenes.

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CAPÍTULO SEGUNDO

LAS HERMANITAS

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Doña Soledad parecía estar explicandoalgo a las cuatro mujeres que larodeaban. Movía los brazos con gestosteatrales y se cogía la cabeza con lasmanos. Era evidente que les hablaba demí. Regresé al lugar en que habíaaparcado. Tenía intenciones deesperarles allí. Consideré qué sería másconveniente: si permanecer en el interiordel coche o sentarme displicentementesobre el parachoques izquierdo. Alfinal, opté por quedarme de pie junto ala puerta, pronto a entrar en el automóvily partir si veía probable que tuviesenlugar sucesos semejantes a los del díaanterior.

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Me sentía muy cansado. No habíapegado un ojo por más de veinticuatrohoras. Mi plan consistía en revelar a lasjóvenes todo lo que me fuera posibleacerca del incidente con doña Soledad,de modo que pudiesen dar los pasos másconvenientes en su auxilio, y luego irme.Su presencia había hecho dar un girodefinitivo a la situación. Todo parecíacargado de un nuevo vigor y energía.Tuve conciencia del cambio cuando vi adoña Soledad en su compañía.

Al revelarme que eran aprendices dedon Juan, doña Soledad las había dotadode un atractivo tal que me sentíaimpaciente por conocerlas. Me

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preguntaba si serían como doñaSoledad. Ella había afirmado que erancomo yo y que íbamos en una mismadirección. Era fácil atribuir un sentidopositivo a sus palabras. Deseaba porsobre todas las cosas creerlo.

Don Juan solía llamarlas «lashermanitas», nombre sumamenteadecuado, al menos para las dos que yohabía tratado, Lidia y Rosa, dosjovencitas delgadas, encantadoras, concierto aire de duendes. Al conocerlas,supuse que debían tener poco más deveinte años, si bien Pablito y Néstorsiempre se habían negado a hablar desus edades. Las otras dos, Josefina y

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Elena, constituían un misterio total paramí. De tanto en tanto, había oídomencionar sus nombres, cada vez en uncontexto desfavorable. Había concluido,a partir de observaciones hechas alpasar por don Juan, que eran en ciertomodo anormales: una, loca, y la otra,obesa; por eso se las mantenía aisladas.En una oportunidad me había tropezadocon Josefina, al entrar a la casa junto adon Juan. Él la había presentado, peroella se había cubierto el rostro y huidoantes de que me hubiese sido posiblesaludarla. Otra vez había encontrado aElena lavando ropa. Era enorme. Penséque debía ser víctima de un trastorno

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glandular. La había saludado pero no sehabía vuelto. Nunca había visto su cara.

Tras las revelaciones de doñaSoledad acerca de sus personas, habíanadquirido a mis ojos un prestigio tal queme sentía compelido a hablar con lasmisteriosas hermanitas, a la vez queexperimentaba hacia ellas una suerte detemor.

Miré hacia el camino con aparentedespreocupación, tratando de fortalecermi ánimo para el encuentro que iba atener lugar en seguida. El camino estabadesierto. Nadie se acercaba a él, aunquetan sólo un minuto antes no seencontraban a más de treinta metros de

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la casa. Subí al techo del coche paramirar. No venía nadie, ni siquiera elperro. Fui presa de un terror pánico. Medeslicé al suelo, y estaba a punto deentrar de un salto en el coche y marcharde allí cuando oí que alguien decía:«¡Eh! ¡Miren quién está aquí!».

Me volví bruscamente paraenfrentarme con dos muchachas queacababan de salir de la casa. Deduje quehabían pasado corriendo por delante demí y entrado en la casa por la puertatrasera. Suspiré aliviado.

Las dos jovencitas se dirigían haciadonde yo estaba. Tuve que reconocerque nunca había reparado en ellas. Eran

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hermosas, morenas y sumamentedelgadas, sin llegar a ser descarnadas.Llevaban el largo cabello negrotrenzado. Vestían faldas sencillas,camisas de algodón azul y zapatosmarrones de tacón bajo y suelaflexible. Sus piernas, fuertes y bienformadas, estaban desnudas. Debíanmedir un metro cincuenta o un metrosesenta. Parecían hallarse en buenaforma y se movían con gran soltura. EranLidia y Rosa.

Las saludé y me tendieron la manosimultáneamen te. Se pusieron a mi lado.Se las veía saludables y fuertes. Lespedí que me ayudasen a quitar los

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paquetes del portaequipaje. Cuando losllevábamos hacia la casa, oí un profundogruñido, tan profundo y cercano que seasemejaba al rugido de un león.

—¿Qué fue eso? —pregunté a Lidia.—¿No lo sabes? —interrogó con

tono incrédulo.—Debe ser el perro —dijo Rosa

mientras entraban corriendo a la casa,arrastrándome prácticamente con ellas.

Pusimos los paquetes sobre la mesay nos sentamos en dos bancos. Tenía aambas frente a mí. Les dije que doñaSoledad estaba muy enferma y queestaba a punto de llevarla al hospital dela ciudad, dado que no sabía qué hacer

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para ayudarla.A medida que hablaba iba tomando

conciencia de que pisaba terrenopeligroso. No tenía modo de estimarcuánta información debía transmitirlesacerca de la verdadera naturaleza de miencuentro con doña Soledad. Empecé abuscar pistas. Pensé que, si lasobservaba atentamente, sus voces o laexpresión de sus rostros terminarían portraicionar lo que sabían. Peropermanecieron en silencio, dejándomellevar la conversación.

Comencé a dudar que fueseconveniente proporcionar informaciónalguna. En el esfuerzo por averiguar qué

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cabía hacer sin cometer errores, terminépor charlar sin sentido. Lidia meinterrumpió. En tono seco, dijo que nodebía preocuparme por la salud de doñaSoledad, puesto que ellas ya habíanhecho todo lo necesario para ayudarla.Su afirmación me obligó a preguntarle sisabía qué clase de problema tenía doñaSoledad.

—Le has quitado el alma —dijo,acusadora.

Mi primera reacción fue defensiva.Empecé a hablar con vehemencia, peroacabé por contradecirme. Meobservaban. Lo que hacía carecía porcompleto de sentido. Intenté repetir lo

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mismo con otros términos. Mi fatiga eratan grande que a duras penas conseguíaorganizar mis pensamientos. Finalmente,me di por vencido.

—¿Dónde están Pablito y Néstor? —pregunté, tras una larga pausa.

—Pronto estarán aquí —dijo Lidiacon energía.

—¿Estuvieron ustedes con ellos? —quise saber.

—¡No! —exclamó, y se me quedómirando.

—Nunca vamos juntos —explicóRosa—. Esos vagabundos son diferentesde nosotras.

Lidia hizo un gesto imperativo con el

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pie para hacerla callar. Aparentemente,ella era quien daba las órdenes. Elmovimiento de su pie trajo a mimemoria una faceta muy peculiar de mirelación con don Juan. En lasincontables oportunidades en quesalimos a vagar, había logradoenseñarme, sin proponérselo realmente,un sistema para comunicarsedisimuladamente mediante ciertosmovimientos clave del pie. Vi cómoLidia hacía a Rosa la señacorrespondiente a «horrible», que sehace cuando aquello que se halla a lavista de quienes se comunican esdesagradable o peligroso. En ese caso,

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yo. Reí. Acababa de recordar que donJuan me había hecho esa misma señacuando conocí a Genaro.

Fingí no darme cuenta de lo queestaba sucediendo, en la esperanza dealcanzar a descifrar todos susmen sajes.

Rosa expresó mediante una seña sudeseo de pisotearme. Lidia respondiócon la seña correspondiente a «no»,imperativamente.

Según don Juan, Lidia era muytalentosa. Por lo que a él se refería, laconsideraba más sensible y lista quePablito, que Néstor y que yo mismo. Amí siempre me había resultado

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imposible trabar amistad con ella. Erareservada, y muy seca. Tenía unos ojosenormes, negros, astutos, con los quejamás miraba de frente a nadie,pómulos altos y una narizproporcionada, ligeramente chata yancha a la altura del caballete. Larecordaba con los párpados enrojecidos,inflamados; recordaba también quetodos se mofaban de ella por ese rasgo.Lo rojo de los párpados habíadesaparecido, pero ella seguíafrotándose los ojos y pestañeando confrecuencia. Durante mis años derelación con don Juan y don Genaro,Lidia había sido la hermanita con la cual

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más me había encontrado; no obstante,nunca cambiamos probablemente másde una docena de palabras. Pablito laconsideraba un ser harto peligroso. Yosiempre la había tomado por unapersona muy tímida.

Rosa, por su parte, era bulliciosa.Yo creía que era la más joven. Sus ojoseran francos y brillantes. No erataimada, aunque tuviese muy mal genio.Era con ella con quien más habíaconversado. Era cordial, descarada ymuy graciosa.

—¿Dónde están las otras? —pregunté a Rosa. ¿No van a salir?

—Pronto saldrán —respondió Lidia.

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Era fácil deducir de sus expresionesque estaban lejos de experimentarsimpatía por mí. A juzgar por susmensajes en clave, eran tan peligrosascomo doña Soledad, y, sin embargo,sentado allí contemplándolas, meparecían increíblemente hermosas.Abrigaba hacia ellas los más cálidossentimientos. A decir verdad, cuantomás me miraban a los ojos, másintensidad cobraban esos sentimientos.En cierto momento, experimenté francapasión. Eran tan fascinantes que hubiesesido capaz de pasar horas allí,limitándome a mirarlas, sin embargo unresto de sensatez me impelió a ponerme

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de pie. No estaba dispuesto a procedercon la misma torpeza de la nocheanterior. Decidí que la mejor defensaconsistía en poner las cartas sobre lamesa. En tono firme, les dije que donJuan me había sometido a una suerte deprueba, valiéndose para ello de doñaSoledad, o viceversa. Lo más probableera que las hubiese puesto a ellas ensituación similar, y estuviésemos a puntode lanzarnos a algún enfrentamiento, decualquier clase que éste fuese, del quealguno de nosotros podía salirperjudicado. Apelé a su sentidoguerrero. Si eran las verdaderasherederas de don Juan, debían ser

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impecables conmigo, revelando susdesignios, y no comportarse como sereshumanos ordinarios, codiciosos.

Volviéndome hacia Rosa, lepregunté por qué deseaba pisotearme.Quedó desconcertada un instante, yluego se enfadó. Sus ojos fulguraban deira; tenía la pequeña boca contraída.

Lidia, de modo muy coherente, medijo que no tenía nada que temer deellas, y que Rosa estaba molestaconmigo porque había lastimado a doñaSoledad. Sus sentimientos obedecíanúnicamente a una reacción per sonal.

Dije entonces que era hora de irme.Me puse de pie. Lidia hizo un gesto para

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detenerme. Se la veía asustada, o muyinquieta. Comenzaba a protestar, cuandoun ruido proveniente de fuera de lapuerta me distrajo. Las dos muchachasse pusieron a mi lado de un salto. Algopesado se apoyaba o hacía presióncontra la puerta. Advertí entonces quelas niñas la habían asegurado con unabarra de hierro. Experimenté ciertodisgusto. Todo iba a repetirse y mesentía harto del asunto.

Las muchachas se miraron, luego memiraron y por último volvieron amirarse.

Oí el quejido y la respiraciónpesada de un animal de gran tamaño

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fuera de la casa. Debía ser el perro.Llegado a ese punto, el agotamiento mecegó. Me precipité hacia la puerta, y,tras quitar la pesada barra de hierro, laentreabrí. Lidia se arrojó contra ella,volviendo a cerrarla.

—El Nagual tenía razón —dijo, sinaliento—. Piensas y piensas. Eres másestúpido de lo que yo creía.

A tirones, me hizo regresar a lamesa. Ensayé mentalmente el mejormodo de decirles de una vez por todasque ya había tenido suficiente. Rosa sesentó a mi lado, en contacto conmigo;sentía su pierna mientras la frotabanerviosamente contra la mía. Lidia

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estaba de pie frente a mí, mirándomecon fijeza. Sus ardientes ojos negrosparecían decir algo que yo no alcanzabaa comprender.

Empecé a hablar, pero no terminé.Súbitamente, tuve conciencia de algomás profundo. Mi cuerpo percibía unaluz verdosa, una fluorescencia en elexterior de la casa. No oía ni veía nada.Simplemente, era consciente de la luz,como si de pronto me hubiese quedadodormido y mis pensamientos seconvirtieran en imágenes y éstas, a suvez, se superpusieran al mundo de mivida diaria. La luz se movía a granvelocidad. Lo percibía con el estómago.

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La seguí, o, mejor dicho, concentré miatención en ella durante un instante,mientras se desplazaba. De mi esfuerzode atención sobre la luz resultó una granclaridad mental. Supe entonces que enesa casa, en presencia de esa gente, eratan errado como peligroso comportarsecomo un espectador inocente.

—¿No tienes miedo? —preguntóRosa, señalando la puerta.

Su voz quebró mi concentración.Admití que, fuese lo que fuese

aquello, me aterrorizaba en extremo,incluso me parecía posible morir demiedo. Quería decir más, pero, en esepreciso momento, una oleada de ira me

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indujo a ir a ver y hablar con doñaSoledad. No confiaba en ella. Me dirigísin vacilar a su habitación. No estabaallí. Empecé a llamarla, rugiendo sunombre. La casa contaba con unahabitación más. Empujé la puertaentreabierta y me precipité dentro.

No había nadie. Mi cóleraaumentaba en la misma medida en quelo hacía mi terror.

Traspuse la puerta trasera y rodeé lacasa hacia el frente. No se veía siquieraal perro. Golpeé la puerta con furia. FueLidia quien la abrió. Entré. Le aullé,reclamándole que me informase dóndeestaban los demás. Bajó los ojos, sin

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responder. Quiso cerrar la puerta, perose lo impedí. Marchó apresuradamentehacia la otra ha bitación.

Me senté a la mesa nuevamente.Rosa no se había movido. Daba laimpresión de hallarse paralizada en susitio.

—Somos lo mismo —dijoinesperadamente—. El Nagual nos lodijo.

—Dime, pues, qué era lo querondaba la casa —exigí.

—El aliado —respondió.—¿Dónde está ahora?—Sigue aquí. No se irá. Cuando te

encuentre debilitado, te hará pedazos.

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Pero no somos nosotras quienespodemos decirte nada.

—Entonces, ¿quién puededecírmelo?

—¡La Gorda! —exclamó Rosa,abriendo los ojos desmesuradamente—.Ella es la indicada. Ella lo sabe todo.

Rosa me pidió que cerrara la puerta,para sentirse en lugar seguro. Sinesperar respuesta, fue hasta ellarecorriendo la distancia necesaria pasoa paso, y dio un portazo.

—No podemos hacer nada, salvoesperar que todos estén aquí —dijo.

Lidia volvió de la habitación con unpaquete, un objeto envuelto en un trozo

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de tela de un amarillo subido. Se la veíamuy serena. Noté que su talante era másautoritario. De algún modo, nos lo hizocompartir, a Rosa y a mí.

—¿Sabes qué tengo aquí? —mepreguntó.

Yo no tenía la más vaga idea.Comenzó a desenvolverlo condeliberación, tomándose su tiempo. Enun momento dado se detuvo y me miró.Dio la impresión de vacilar y sonriócomo si la timidez le impidiera mostrarlo que había en el envoltorio.

—El Nagual dejó este paquete parati —murmuró—, pero creo que seríamejor esperar a la Gorda.

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Insistí en que lo deshiciera. Mededicó una mirada feroz y se retiró dela habitación sin una sola palabra más.

Me divertía el juego de Lidia. Habíaactuado totalmente de acuerdo con lasenseñanzas de don Juan. Me habíademostrado el mejor modo de sacarpartido de una situación de equilibrio.Al traerme el paquete y fin gir que lo ibaa abrir, tras revelar que don Juan lohabía dejado para mí, había creado unverdadero misterio, casi insoportable.Sabía que me tenía que quedar si queríaaveriguar cuál era el contenido delpaquete. Pensé en buen número decosas que me parecía probable que

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albergase. Tal vez fuese la pipaempleada por don Juan al manipularhongos psicotrópicos. Había dado aentender en una oportunidad que la pipadebía serme entregada para queestuviese a buen recaudo. O tal vez fuerasu cuchillo, o su morral de piel, oincluso sus objetos de poder de brujo.Por otra parte, bien podía tratarsesimplemente de una estratagema deLidia. Don Juan era demasiadosofisticado, demasiado inclinado a loabstracto, para dejar reliquias.

Dije a Rosa que me encontrabamortalmente cansado y debilitado porla falta de comida. Mi idea era ir a la

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ciudad, descansar un par de días yregresar a ver a Pablito y a Néstor. Leinformé que entonces me sería posibleconocer a las otras dos niñas.

Volvió Lidia y Rosa le comunicó miintención de partir.

—El Nagual nos ordenó atendertecomo si tú fueses él mismo —dijo Lidia—. Todos nosotros somos el propioNagual, pero tú eres algo más, poralguna razón que nadie entiende.

Ambas me hablabansimultáneamente, dándome garantías deque nadie iba a intentar en mi contranada semejante a lo que había ensayadodoña Soledad. En los ojos de ambas

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había una mirada tan intensamentehonesta que mi cuerpo se vio abrumado.Les creí.

—Debes quedarte hasta que venga laGorda —dijo Lidia.

—El Nagual dijo que debías dormiren su propia cama —agregó Rosa.

Comencé a pasearme por el lugar,angustiado por un gran dilema. Por unaparte, quería quedarme y descansar; mesentía físicamente cómodo y satisfechoen su presencia, cosa que no me habíaocurrido el día anterior con doñaSoledad. Por otra parte, el aspectorazonante de mi ser, seguía sin relajarse.En ese nivel, continuaba tan atemorizado

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como siempre. Había habidomomentos de ciega desesperación yhabía actuado con audacia. Pero, unavez que mis acciones perdieron suímpetu, me había sentido tan vulnerablecomo de costumbre.

Me hundí en un intenso análisis demi alma durante mi marcha casifrenética del lugar. Las dos muchachasse mantenían quietas, contemplándomecon ansiedad. Entonces, súbitamente, sehizo la luz sobre el enigma; supe quehabía algo en mi interior que no hacíamás que fingir miedo. Me habíaacostumbrado a reaccionar así enpresencia de don Juan. A lo largo de los

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años que duró nuestra relación, habíadescargado sobre él todo el peso de minecesidad de alivios convenientes parami temor. El depender de él me habíaproporcionado consuelo y seguridad.Pero ya no era posible sostenerse porese medio. Don Juan se había ido. Susaprendices carecían de su paciencia, ode su refinamiento, o de capacidad paradar órdenes precisas. Frente a ellas, minecesidad de consuelo eraabsolutamente absurda.

Las niñas me llevaron a la otrahabitación. La ventana estaba orientadaal Sudeste, al igual que el lecho, unaestera espesa, casi tanto como un

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colchón. Un voluminoso tallo demaguey, de unos sesenta centímetros,labrado hasta dejar al descubierto laporción porosa de su tejido, hacía lasveces de almohada o cojín. En su partecentral había un leve declive. Lasuperficie era sumamente suave. Daba laimpresión de haber sido trabajada amano. Probé el lecho y la almohada. Lacomodidad y la satisfacción física queexperimenté fueron desacostumbrados.Al yacer en la cama de don Juan mesentí seguro y pleno. Una calmaincomparable se extendió por micuerpo. Sólo una vez antes, había vividoalgo semejante: al improvisar don Juan

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un lecho para mí, en la cumbre de unamontaña en el desierto septentrional deMéxico. Me dormí.

Desperté al atardecer. Lidia y Rosaestaban casi encima de mí,profundamente dormidas. Permanecíinmóvil durante uno o dos segundos, yen ese momento ambas despertaron a untiempo.

Lidia bostezó y dijo que había tenidoque dormir cerca de mí paraprotegerme y hacerme descansar. Estabafamélico. Lidia envió a Rosa a la cocinaa prepararnos algo de comer. En elínterin, encendió todas las lámparas dela casa. Cuando la comida estuvo hecha,

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nos sentamos a la mesa. Me sentíacomo si las hubiese conocido o hubiesepasado junto a ellas toda mi vida.Comimos en silencio.

Cuando Rosa quitaba la mesa,pregunté a Lidia si todos dormían en ellecho del Nagual; era la única cama dela casa, aparte de la de doña Soledad.Lidia declaró, en tono flemático, queellas se habían ido de la casa hacíaaños, a un lugar propio, cerca de allí, yque Pablito se había mudado en lamisma época y vivía con Néstor yBenigno.

—Pero ¿qué sucedió con ustedes?Creía que se ha llaban juntos —dije.

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—Ya no —replicó Lidia—. Desdeque el Nagual se fue hemos tenido tareasseparadas. El Nagual nos unió y elNagual nos apartó.

—¿Y dónde está el Nagual ahora?—pregunté con el tono de mayorindiferencia que me fue posible fingir.

Ambas me miraron; luego se miraronentre sí.

—Oh, no lo sabemos —dijo Lidia—. Él y Genaro se han ido.

Aparentemente, decían la verdad,pero insistí una vez más en que mecontasen lo que sabían.

—En realidad no sabemos nada —me espetó Lidia evidentemente nerviosa

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por mis inquisiciones—. Se fueron aotra parte. Eso se lo debes preguntar a laGorda. Ella tiene algo que decirte. Supoayer que habías venido y corrimosdurante toda la noche para llegar.Temíamos que hubieses muerto. ElNagual nos dijo que tú eras la únicapersona a la que debíamos ayudar ycreer. Dijo que eras él mismo.

Se cubrió el rostro y sofocó unarisilla; luego, como si se le acabase deocurrir, agregó:

—Pero es difícil de creer.—No te conocemos —dijo Rosa—.

Ese es el problema. Las cuatro sentimoslo mismo. Temimos que estuvieses

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muerto, pero luego, cuando te vimos, nosenfadamos contigo hasta la locuraporque no lo estabas. Soledad es comonuestra madre; tal vez algo más.

Cambiaron miradas de inteligencia.Lo interpreté de inmediato como señalde dificultades. No se traían nada bueno.Lidia advirtió mi súbito recelo, que sedebía leer fácilmente en mi rostro.Reaccionó haciendo una serie deaseveraciones acerca de su deseo deayudarme. A decir verdad, no teníarazón alguna para dudar de susinceridad. Si hubiesen pretendidohacerme daño, lo habrían hecho mientrasdormía. Sus palabras sonaban tan

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veraces que me sentí mezquino. Decidíentregarles los regalos que les habíatraído. Les dije que se trataba dechucherías sin importancia, que estabanen los paquetes y podían escoger las queles gustasen. Lidia dijo que le parecíapreferible que yo mismo distribuyeselos obsequios. En un tono muy amableagregó que se sentirían muyagradecidas si curase a doña Soledad.

—¿Qué crees que debo hacer paracurarla? —le pregunté, tras un largosilencio.

—Usa a tu doble —dijo, en un tonodesprovisto de emoción.

Repasé minuciosamente los hechos:

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doña Soledad había estado a punto deasesinarme, y yo había sobrevividomerced a un algo en mí, que no secorrespondía con mis capacidades nicon mi conocimiento. Por lo que yosabía, esa cosa indefinida que le habíadado un golpe era real, aunqueinalcanzable. Por decirlo en brevespalabras, me resultaba tan probableayudar a doña Soledad como irandando hasta la Luna.

Me observaba atentamente, ypermanecían inmóvi les, pero agitadas.

—¿Dónde se encuentra ahora doñaSoledad? —pre gunté a Lidia.

—Está con la Gorda —dijo, con aire

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sombrío—. La Gorda se la llevó y estátratando de curarla, pero en realidad nosabemos dónde se hallan. Esa es laverdad.

—¿Y dónde se encuentra Josefina?—Fue a buscar al Testigo. Es el

único capaz de curar a Soledad. Rosapiensa que tú sabes más que el Testigo,pero, puesto que estás enfadado conSoledad, deseas su muerte. No teculpamos por ello.

Les aseguré que no estaba enfadadocon ella, y, por sobre todo, que nodeseaba su muerte.

—¡Cúrala, entonces! —dijo Rosa,con una voz aguda en la cual se traslucía

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la cólera—. El Testigo nos ha dichoque tú siempre sabes qué hacer, y él nopuede estar equivocado.

—¿Y quién demonios es el Testigo?—Néstor es el Testigo —dijo Lidia,

mostrando cierta renuencia a mencionarsu nombre—. Tú lo sabes. Tienes quesaberlo.

Recordé que en nuestro últimoencuentro don Genaro había llamado aNéstor «el Testigo». Pensé entonces queel nombre era una broma, o un truco delque se valía don Genaro para aliviar lasofocante tensión y la angustia deaquellos últimos momentos quepasábamos juntos.

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—No era ninguna broma —dijoLidia, en tono firme—. Genaro y elNagual siguieron un camino diferenterespecto del Testigo. Lo llevaron conellos a todas partes. ¡Y quiero decir atodas! El Testigo presencia todo lo quehay que presenciar.

Era evidente que había un enormemalentendido entre nosotros. Meesforcé por hacerles entender que yo eraprácticamente un desconocido paraellos. Don Juan me había mantenidoapartado de todos, incluidos Pablito yNéstor. Con excepción de los saludoscasuales que todos ellos habíancambiado conmigo en el curso de los

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años, nunca nos habíamos hablado. Yoles conocía, principalmente, a través delas descripciones que me había hechodon Juan. Si bien en una oportunidadhabía conocido a Josefina, me eraimposible recordar su aspecto físico, ytodo lo que había visto de la Gorda erasu gigantesco trasero. Les dije que nisiquiera sabía, hasta el día anterior, quelas cuatro eran aprendices de don Juan,y que Benigno también formaba partedel grupo.

Cambiaron una mirada tímida. Rosamovió los labios para decir algo, peroLidia le ordenó callar con el pie. Creíaque, tras mi larga y conmovedora

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explicación, ya no les sería necesarioenviarse mensajes furtivos. Tenía losnervios tan alterados que susmovimientos encubiertos de piesresultaron el elemento preciso parahacerme montar en cólera. Les grité contoda la fuerza de mis pulmones y golpeéla mesa con la mano derecha. Rosa sepuso de pie a increíble velocidad, y,supongo que a modo de respuesta a susúbito movimiento, mi cuerpo, por símismo, sin indicación alguna de mirazón, dio un paso atrás, exactamente atiempo para eludir por pocoscentímetros el golpe de un sólido leño uotro objeto contundente que Rosa

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blandía en la mano izquierda. Cayósobre la mesa con ruido atronador.

Volví a oír, tal como la nocheanterior, mientras doña Soledad tratabade estrangularme, un sonido singular ymisterioso, un sonido seco, semejante alque produce un conducto tubular alquebrarse, exactamente por detrás de latráquea, en la base del cuello. Mis oídosestallaron y, con la velocidad delrelámpago, mi brazo izquierdodescendió con fuerza sobre el palo deRosa. Yo mismo presencié la escena,como si se tratara de una película.

Rosa chilló y comprendí entoncesque le había golpeado el dorso de la

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mano con el puño izquierdo,descargando en ello todo mi peso.Estaba aterrado. Sucediese lo quesucediese, para mí no era real. Era unapesadilla. Rosa seguía chillando. Lidiala llevó a la habitación de don Juan. Oísus gritos de dolor durante unosmomentos; luego cesaron. Me senté a lamesa. Mis pensamientos surgíandisociados e incoherentes.

Tenía aguda conciencia del peculiarsonido de la base de mi cuello. DonJuan lo había descrito como el sonidoque se hace al cambiar de velocidad.Recordaba vagamente haberloexperimentado en su compañía. Si bien

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la noche previa el dato había pasado pormi mente, no había sido enteramenteconsciente de él hasta que tuvieron lugarlos sucesos con Rosa. Percibí en esemomento que el sonido había dado pasoa una sensación especialmente cálida enla bóveda de mi paladar y en mis oídos.La intensidad y la sequedad del sonidome hicieron pensar en el toque de unagran campana que brada.

Lidia no tardó en volver. Se la veíamás serena y contenida. Hasta sonreía.Le pedí por favor que me ayudase adesenmarañar ese lío y me contase losucedido. Tras vacilar largamente medijo que, al aullar y aporrear la mesa,

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había puesto nerviosa a Rosa; ésta,creyendo que la iba a lastimar, habíaintentado golpearme con su «mano desueño». Yo había esquivado el golpe yla había herido en el dorso de la mano,del mismo modo en que lo había hechocon doña Soledad. Lidia agregó que lamano de Rosa quedaría inutilizada amenos que yo conociera un modo deprestarle auxilio.

En ese momento, Rosa entró a lahabitación. Tenía el brazo envuelto enun trozo de tela. Me miró. Su miradarecordaba la de un niño. Missentimientos eran totalmente confusos.Una parte de mí se sentía cruel y

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culpable. Pero otra permanecíaimperturbable. De no ser por la segunda,no hubiese sobrevivido ni al ataque dedoña Soledad ni al devastador golpe deRosa.

Tras un largo silencio, les dije queera signo de gran intolerancia por miparte el haberme molestado por losmensajes que se transmitían con lospies, pero que el gritar y golpear lamesa no guardaba relación alguna con loque Rosa había hecho. En vista de queyo no me hallaba familiarizado con susprácticas, bien podía haberme quebradoel brazo.

En tono intimidatorio, exigí ver su

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mano. La desvendó de mala gana. Estabahinchada y roja. A mi criterio, no cabíaduda alguna de que esa gente estabadando los pasos correspondientes a unasuerte de prueba preparada por don Juanpara mí. Por afrontarla me veíaarrojado a un mundo al cual eraimposible acceder ni aceptar entérminos racionales. Me había dicho unay otra vez que mi racionalidadcomprendía tan sólo una pequeñaporción de lo que denominaba latotalidad de uno mismo. Ante el impactode lo desconocido y el riesgoenteramente real de mi aniquilaciónfísica, mi cuerpo había tenido que hacer

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uso de sus recursos ocultos, o morir. Latrampa consistía, aparentemente, en laverdadera aceptación de la existencia detales recursos y de la posibilidad deemplearlos. Los años de preparación nohabían sido sino los pasos necesariospara llegar a esa aceptación. Fiel a supropósito de no comprometerse, donJuan había aspirado a una victoria totalo a una completa derrota para mí. Si susenseñanzas no habían servido paraponerme en contacto con mis recursosocultos, la prueba lo pondría enevidencia, en cuyo caso habría sido muypoco lo que yo pudiese hacer. DonJuan había dicho a doña Soledad que

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me suicidaría. Siendo un conocedor tanprofundo de la naturaleza humana, esprobable que no se hallase en erroralguno.

Era hora de variar la táctica. Lidiahabía sostenido que yo era capaz deayudar a Rosa y a doña Soledadvaliéndome de la misma fuerza con quelas había lastimado; el problema, porconsiguiente, consistía en dar con lasecuencia correcta de sentimientos, opensamientos, o lo que quiera que ellofuese, susceptible de lograr que micuerpo liberase tal fuerza. Cogí la manode Rosa y la acaricié. Deseaba que securara. No abrigaba sino buenos

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sentimientos hacia ella. Le acaricié lamano y la tuve abrazada largo rato. Leacaricié la cabeza y quedó dormida,apoyada sobre mi hombro, pero no hubodisminución alguna de la hinchazón nidel rubor.

Lidia me miraba sin decir palabra.Me sonrió. Quería decirle que era unfracaso como sanador. Sus ojosparecieron captar mi intención, sostuvomi mirada hasta hacerme abandonar elpropósito.

Rosa quería dormir. Estabamortalmente cansada, o se encontrabaenferma. Prefería no saberlo. La alcé enbrazos; era más ligera de lo que había

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imaginado. La llevé al lecho de don Juany la deposité en él con delicadeza,Lidia la cubrió. La habitación estabamuy oscura. Miré por la ventana y vi uncielo estrellado sin nubes. No había sidoconsciente hasta ese momento de quenos hallábamos a una gran altitud.

Al mirar al cielo, sentí renacer mioptimismo. En cierto modo, las estrellasme regocijaban. El Sudeste me resultabarealmente una dirección digna de seren frentada.

De pronto, me vi obligado asatisfacer un impulso. Quise comprobarcuán diferente se vería el cielo desde laventana de doña Soledad, orientada al

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Norte. Cogí a Lidia por la mano, con laintención de llevarla allí, pero uncosquilleo en la coronilla me detuvo.Algo así como si una onda recorriese micuerpo, desde la espalda a la cintura, y,desde allí, hasta la boca del estómago.Me senté sobre la estera. Hice unesfuerzo por racionalizar missensaciones. Aparentemente, en elmismo instante en que percibí elcosquilleo en la coronilla, mispensamientos se habían reducido enintensidad y cantidad. Lo intenté; perome fue imposible retornar al procesohabitual, que llamo «pensamiento».

Mis consideraciones me llevaron a

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olvidar a Lidia. Se había arrodillado enel suelo, cara a mí. Tomé conciencia deque sus enormes ojos me escrutabandesde una distancia de pocoscentímetros. Automáticamente, volví acogerle la mano y fuimos a la habitaciónde doña Soledad. Al llegar a la puerta,percibí que su cuerpo se ponía rígido.Tuve que empujarla. Estaba a punto detrasponer el umbral, cuando distinguí lamasa voluminosa, oscura, de un cuerpohumano agazapado contra el muroopuesto al de la entrada. La visión eratan inesperada que sofoqué un grito ysolté la mano de Lidia. Era doñaSoledad. Tenía la cabeza apoyada en la

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pared. Me volví hacia Lidia. Habíaretrocedido un par de pasos. Quisesusurrar que doña Soledad habíaregresado, pero de mí no brotó sonidoalguno, a pesar de estar seguro de haberpronunciado correctamente las palabras.Hubiese intentado hablar de nuevo, deno haberse impuesto la necesidad quesentía de actuar. Era como si laspalabras reclamasen mucho tiempo y yotuviera muy poco. Entré a la habitación yme aproximé a doña Soledad. Daba laimpresión de estar padeciendo un grandolor. Me puse en cuclillas a su lado y,antes de preguntarle nada, alcé su rostropara mirarla. Vi algo en su frente;

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parecía ser el emplasto de hojas que ellamisma se había preparado. Era oscuro,viscoso al tacto. Precisabacompulsivamente arrancarlo. Con gestoenérgico sujeté su cabeza, la inclinéhacia atrás y se lo quité de un tirón. Fuecomo despegar un trozo de goma. No semovió ni se quejó de dolor alguno. Bajoel emplasto había una mancha de colorverde amarillento. Se movía, como siestuviese viva o empapada de energía.La contemplé un rato, incapaz de hacernada. La apreté con el dedo y se pegó aél como si fuese cola. No fui presa delpánico, como hubiese ocurrido deordinario; es más: me agradaba esa

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sustancia. Hurgué en ella con las puntasde los dedos y terminó por desprendersecompletamente de su frente. Me puse depie. La materia pegajosa estaba tibia.Mantuvo sus características de pastaglutinosa por un instante y luego se secóentre mis dedos y sobre la palma de mimano. Me conmovió una nueva y súbitaoleada de comprensión y corrí hacia lahabitación de don Juan. Aferré el brazode Rosa y saqué de su mano la mismasustancia fluorescente, verdeamarillenta, que había sacado de lafrente de doña Soledad.

El corazón me latía con tal violenciaque a duras penas podía mantenerme en

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pie. Quería echarme, pero algo en miinterior me empujó hacia la ventana yme impulsó a ponerme a saltar en ellugar.

No alcanzo a recordar cuánto tiempopasé allí saltando. En un momentodado, sentí que alguien me secaba elcuello y los hombros. Tomé concienciade que me encontraba prácticamentedesnudo, transpirando con profusión.Lidia me había echado un paño sobrelos hombros, y en ese momento enjugabael sudor de mi rostro. Mis procesosmentales normales se restablecieron deinmediato. Recorrí la habitación con lavista. Rosa se hallaba profundamente

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dormida. Fui corriendo a la habitaciónde doña Soledad. Esperaba verlatambién dormida, pero allí no habíanadie. Lidia me había seguido. Lepregunté qué había sucedido. Fue a todaprisa a despertar a Rosa, mientras yo mevestía. Rosa no quería despertar. Lidiale cogió la mano lastimada y se laestrujó. En un solo movimiento, casi sediría que de un salto, Rosa se puso depie, totalmente despierta.

Empezaron a recorrer la casa,apresurándose a apagar todas laslámparas. Daban la impresión de estaraprontándose para partir. Iba apreguntarles a qué obedecía tanta prisa,

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cuando tomé conciencia de que yomismo me había vestido con sumarapidez. Todos nos precipitábamos. Esmás: ellas parecían estar esperandoórdenes mías.

Salimos corriendo de la casa,llevando con nosotros todos lospaquetes de los regalos. Lidia me habíarecomendado que no dejase ninguno;aún no los había distribuido y por lotanto seguían perteneciéndome. Losarrojé en el asiento trasero delautomóvil, mientras las dos muchachasse instalaban en el delantero. Puse elmotor en marcha y fui retrocediendolentamente, buscando el camino en la

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oscuridad.Una vez en la carretera, me vi

enfrentado a una cuestión espinosa.Ambas declararon al unísono que yo erael guía; sus actos dependían de misdecisiones. Yo era el Nagual. Nopodíamos huir de la casa y marchar sinrumbo. Debía guiarles. Pero lo ciertoera que yo no te nía idea de a dónde ir niqué hacer. Me volví hacia ellas. Losfaros arrojaban cierta luz dentro delcoche, y sus ojos la reflejaban comoespejos. Recordé que con los ojos dedon Juan sucedía lo mismo; parecíanreflejar más luz que los de una personacorriente.

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Comprendí que las dos muchachaseran conscientes de lo extremo de misituación. Más que una bromadestinada a disimular mi incapacidad,lo que hice fue poner francamente ensus manos la responsabilidad de unasolución. Les dije que me faltabapráctica como Nagual y que lesquedaría muy agradecido si me hacían elfavor de hacerme una sugerencia o unainsinuación respecto al lugar al quedebíamos dirigirnos. Ello pareciódisgustarlas conmigo. Hicieronchasquear la lengua y negaron con lacabeza. Repasé mentalmente variosprobables cursos de acción, ninguno de

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los cuales era factible, como llevarlas alpueblo, o a la casa de Néstor, oin cluso a Ciudad de México.

Detuve el coche. Iba en dirección alpueblo. Deseaba más que nada en elmundo tener una conversación sinceracon las muchachas. Abrí la boca paracomenzar, pero se apartaron de mí, sepusieron cara a cara y se echaronmutuamente los brazos al cuello. Esoparecía ser una indicación de que sehabían encerrado en sí mismas y no ibana escucharme.

Mi frustración fue enorme. Lo queanhelaba en ese momento era la maestríade don Juan frente a cualquier situación

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que se presentara, su camaraderíaintelectual, su humor. En cambio, mehallaba en compañía de dos idiotas.

Percibí cierto abatimiento en elrostro de Lidia y puse fin a mi ataque deautoconmiseración. Por primera vez fuiabiertamente consciente de que no habíamodo de superar nuestra mutuadesilusión. Era evidente que ellastambién estaban acostumbradas, aunquede una forma diferente, a la maestría dedon Juan. Para ellas, el cambio delpropio Nagual por mí debía de habersido desastroso.

Permanecí inmóvil un buen rato, conel motor en marcha. De pronto, un

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estremecimiento, comenzado como uncosquilleo en mi coronilla, volvió arecorrer mi cuerpo; supe entonces lo quehabía sucedido poco antes, al entrar enla habitación de doña Soledad. Yo no lahabía visto en un sentido ordinario.Aquello que había tomado por doñaSoledad acurrucada junto a la pared, eraen realidad el recuerdo del instante,inmediatamente posterior a aquel enque la había golpeado, en el cual habíaabandonado su cuerpo. Comprendítambién que al retirar aquella sustanciaglutinosa, fosforescente, la habíacurado, y que se trataba de una forma deenergía dejada en su cabeza y en la

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mano de Rosa por mis golpes.Pasó por mi mente la imagen de un

barranco singular. Me convencí de quedoña Soledad y la Gorda estaban en él.Mi convicción no obedecía a una meraconjetura: se trataba de una verdad queno requería corroboración. La Gordahabía llevado a doña Soledad al fondode ese barranco, y en ese precisoinstante estaba tratando de curarla.Deseaba decirle que era un errorcuidarse de la hinchazón de la frente dedoña Soledad, y que ya no teníannecesidad de permanecer allí.

Describí mi visión a las muchachas.Ambas me dijeron, tal como solía

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hacerlo don Juan, que no debíadejarme llevar por talesrepresentaciones. En él, sin embargo, lareacción resultaba más congruente. Yonunca había hecho realmente caso de suscríticas ni de su desdén; pero con ellasera diferente: no estaban al mismo nivel.Me sentí insultado.

—Las llevaré a su casa —dije—.¿Dónde viven?

Lidia se volvió hacia mí y me dijofuriosa que ellas eran mis protegidas yque debía llevarlas a lugar seguro,puesto que habían renunciado a sulibertad, a pedido del Nagual, con lafinalidad de ayudarme.

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Llegados a este punto, monté encólera. Quise abofetearlas, peroentonces sentí el extrañoestremecimiento recorrer mi cuerpo unavez más. Volvió a comenzar como uncosquilleo en la coronilla, y bajó por miespalda hasta llegar a la regiónumbilical: en ese instante supe dóndevivían. El cosquilleo era como una capaprotectora, una suave, cálida, hoja deceluloide. La percibía físicamente,cubriendo la zona que va desde el pubishasta el reborde costal. Mi cóleradesapareció, dando paso a una extrañaserenidad, una frialdad, y, a la vez, undeseo de reír. Comprendí en aquel

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momento algo trascendental. Ante elimpacto de los actos de doña Soledad yde las hermanitas, mi cuerpo se habíadesprendido de la racionalidad; yohabía, dicho en los términos de donJuan, parado el mundo. Habíaamalgamado dos sensacionesdisociadas. El cosquilleo en la partealta de la cabeza y el ruido seco dequebradura en la base del cuello: entreambas cosas yacía la clave de aquellasuspensión del juicio.

Sentado en el coche con las dosmuchachas, al costado de un camino demontaña desierto, supe a ciencia ciertaque, por primera vez, había tenido

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completa conciencia de parar el mundo.Esa sensación trajo a mi memoria otrasimilar: mi primera experiencia deconciencia corporal, ocurrida hacíaaños. Tenía que ver con el cosquilleo enla coronilla. Don Juan me había dichoque los brujos debían cultivar esasensación, y se había extendido en sudescripción. Según él, era una suerte decomezón, algo ni placentero ni doloroso,que se iniciaba en el punto más alto dela cabeza. Para hacérmelo comprender,en un nivel intelectual, definió y analizósus características, y luego, atento alaspecto práctico, intentó orientarme enel desarrollo de la conciencia corporal

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y la memoria de la sensación,haciéndome correr bajo ramas o rocassalientes según un plano horizontalsituado a pocos centímetros por encimade mí.

Pasé años tratando de comprender loque me había indicado, pero, por unaparte, me resultaba imposible captartodo el sentido de su descripción, y, porotra parte, era incapaz de dotar a micuerpo de la memoria adecuada paraseguir sus consejos prácticos. Nuncasentía nada sobre la cabeza al correrbajo las ramas o las rocas que él habíaescogido para sus demostraciones. Peroun día mi cuerpo descubrió la sensación

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por sí mismo, al intentar entrarconduciendo un camión de caja alta enun edificio para aparcamiento de tresplantas. Traspuse el umbral a la mismavelocidad con que solía hacerlo en mipequeño sedán de dos puertas; deresultas de lo cual vi, desde el altoasiento del camión, cómo la viga decemento transversal del techo seacercaba a mi cabeza. No pudedetenerme a tiempo y la sensación quetuve fue la de que la viga me escalpaba.Nunca había conducido un vehículo tanalto como ese, de modo que no me eraposible haber hecho los ajustesperceptuales necesarios. El espacio que

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separaba el camión del techo delaparcamiento, me parecía inexistente.Sentí la viga con el cuero cabelludo.

Ese día pasé horas conduciendo enel aparcamiento para dar a mi cuerpo laoportunidad de hacerse con el recuerdodel cosquilleo.

Me volví hacia las muchachas con elpropósito de informales que acababa derecordar dónde vivían. Desistí. Nohabía modo de explicarles que laexperiencia del cosquilleo había traídoa mi memoria una observación hecha alazar por don Juan en cierta oportunidaden que, camino de la vivienda dePablito, pasamos por otra casa. Había

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señalado una característica pococorriente de esos alrededores, y dichoque esa casa era un lugar ideal paraquien buscase quietud, pero no un lugarpara descansar. Las llevé allí.

Su casa era una construcción deadobe bastante grande con techo detejas, como aquél en que vivía doñaSoledad. Tenía una habitación largadelante, una cocina techada al aire libreen la parte trasera, un enorme patiocontiguo a ella y, al otro lado del patio,un gallinero. La parte más importante dela casa, no obstante, era una habitacióncerrada con dos puertas, una que seabría a la sala delantera, y otra que daba

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a los fondos. Lidia dijo que ellasmismas la habían construido. Quiseverla, pero ambas argumentaron que noera el momento apropiado, puesto que niJosefina ni la Gorda se hallabanpresente para mostrarme las partes de lahabita ción que les pertenecían.

En un rincón de la primerahabitación había una plataforma deladrillos de tamaño considerable. Sualtura sería de unos cuarenta y cincocentímetros y estaba destinada a hacerlas veces de cama, con uno de susextremos pegado a la pared. Lidia pusosobre ella unas espesas esteras de paja yme instó a que me echara a dormir

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mientras ellas velaban.Rosa había encendido una lámpara y

la colgó de un clavo sobre la cama. Laluz alcanzaba para escribir. Lesexpliqué que al escribir me serenaba yles pregunté si les molestaba.

—¿Por qué lo tienes que preguntar?—replicó Lidia—. ¡Hazlo!

Con la pretensión de darle unaexplicación superficial, le dije que yosiempre había hecho cosas raras, comotomar notas, lo cual resultaba extrañoinclusive a don Juan y a don Genaro yque, en consecuencia, debía resultarlesextraño a ellas.

—Nosotras siempre hacemos cosas

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raras —dijo Li dia secamente.Me senté en la cama, bajo la

lámpara, con la espalda apoyada en elmuro. Ellas se echaron cerca de mí, unaa cada lado. Rosa se cubrió con unamanta y se quedó dormida, como sitodo lo que necesitase para ello fueratenderse. Lidia declaró entonces queesos eran el momento y el lugarapropiados para conversar, si bien aella le parecía preferible apagar la luz,porque ésta le daba sueño.

Nuestra conversación, en laoscuridad, giró en torno del paradero delas otras dos muchachas. Sostuvo que notenía ni una remota idea del lugar en que

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pudiese hallarse la Gorda, pero queindudablemente Josefina seguía en lasmontañas buscando a Néstor, a pesar dela oscuridad. Explicó que Josefina era lamás capaz de valerse por sí misma encircunstancias tales como encontrarse enun lugar desierto y oscuro. Esa era larazón por la cual la Gorda la habíaescogido para esa misión.

Le comenté que, escuchándolasreferirse a la Gorda, me había hecho laidea de que era la jefe. Lidia merespondió que efectivamente la Gordamandaba, y que el propio Nagual habíaordenado que así fuera. Agregó que, másallá de esa circunstancia, tarde o

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temprano, la Gorda habría terminadopor ponerse a la cabeza porque era lamejor.

En ese punto, me vi obligado aencender la lámpara, para poderescribir. Lidia se quejó de que la luz leimpedía permanecer despierta, pero mesalí con la mía.

—¿Qué es lo que determina que laGorda sea la me jor? —pregunté.

—Tiene más poder personal —dijo—. Lo sabe todo. Además, el Nagual leenseñó a controlar a la gente.

—¿Envidias a la Gorda por ser lamejor?

—Antes, pero ya no.

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—¿A qué se debe este cambio?—Terminé por aceptar mi destino,

como me había dicho el Nagual.—¿Y cuál es tu destino?—Mi destino… mi destino es ser la

brisa. Ser una soñadora. Mi destino esser un guerrero.

—¿Envidian Rosa o Josefina a laGorda?

—No, no la envidian. Todasnosotras hemos aceptado nuestrosdestinos. El Nagual dijo que el podersólo llega tras haber aceptado nuestrosdestinos sin discusión. Yo solíaquejarme mucho y sentirmeterriblemente mal porque me gustaba el

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Nagual. Creía ser una mujer.Pero él me demostró que no lo era.

Este cuerpo que ves es nuevo. Lo mismonos ocurrió a todas. Tal vez a ti no tehaya sucedido lo mismo, pero paranosotras el Nagual significó una nuevavida.

—Cuando nos dijo que iba a partir,porque tenía que hacer otras cosas,creímos morir. Pero ya nos ves. Estamosvivas; ¿sabes por qué? Porque el Nagualnos demostró que éramos él mismo. Estáaquí, con nosotras. Siempre estará aquí.Somos su cuerpo y su espíritu.

—¿Las cuatro se sienten de la mismamanera?

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—No somos cuatro. Somos una. Esees nuestro destino. Debemos sostenernosunas a otras. Y tú eres lo mismo. Todosnosotros somos lo mismo. InclusoSoledad es lo mismo, aunque vaya enuna dirección distinta.

—¿Y Pablito, y Néstor, y Benigno,dónde encajan?

—No lo sabemos. No nos gustan.Especialmente Pablito. Es cobarde. Noha aceptado su destino y pretende huirde él. Es más: quiere renunciar a sucondición de brujo y vivir una vidaordinaria. Eso sería estupendo paraSoledad. Pero el Nagual nos ordenóayudarle. No obstante, nos estamos

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cansando de hacerlo. Tal vez uno deestos días la Gorda lo quite de en mediopara siempre.

—¿Puede hacerlo?—¡Si puede hacerlo! Claro que

puede. Ella tiene más del Nagual queninguno de nosotros. Quizás incluso másque tú.

—¿A qué se debe que el Nagualnunca me haya dicho que ustedes eransus aprendices?

—A que estás vacío.—Todo el mundo sabe que estás

vacío. Está escrito en tu cuerpo.—¿En qué te basas para decir eso?—Tienes un agujero en el medio.

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—¿En el medio de mi cuerpo?¿Dónde?

Con suma delicadeza, tocó un lugaren el lado derecho de mi estómago.Trazó un círculo con el dedo, como sirecorriese con él los bordes de unagujero invisible de diez o docecentímetros de ancho.

—¿Tú también estás vacía, Lidia?—¿Bromeas? Estoy entera. ¿No lo

ves?Sus respuestas a mis preguntas

estaban tomando un giro inesperado. Noquería que mi ignorancia me pusiera amalas con ella. Asentí con la cabeza.

—¿Qué es lo que te lleva a pensar

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que tengo allí un agujero que me haceestar vacío? —pregunté, trascon siderar cuál sería el más inocente delos interrogantes que le podía plantear.

No respondió. Me volvió la espalday se lamentó de que la luz de la lámparale hiciese escocer los ojos. Insistí. Meenfrentó, desafiante.

—No quiero decirte nada más —dijo—. Eres estúpido. Ni siquieraPablito es tan estúpido, y es el peor.

No quería meterme en otro callejónsin salida fingiendo saber de qué estabahablando, así que volví a inquiriracerca de la causa de mi vacuidad. Tratéde sonsacárselo, dándole amplias

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garantías de que don Juan nunca mehabía explicado la cuestión. Me habíadicho una y otra vez que estaba vacío, yyo siempre lo había interpretado en elsentido en que un occidental puedeinterpretar una afirmación semejante.Pensaba que se refería a una carencia depoder de decisión, voluntad,finalidades y hasta inteligencia. Nuncahabía mencionado la existencia de unagujero en mi cuerpo.

—Tienes un agujero en el costadoderecho —dijo con frialdad—. Unagujero hecho por una mujer al vaciarte.

—¿Podrías decirme qué mujer hasido?

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—Sólo tú lo sabes. El Nagual decíaque los hombres, en la mayoría de loscasos, ignoran quién los ha vaciado. Lasmujeres son más afortunadas; lo sabencon certeza.

—Tus hermanas, ¿están vacías,como yo?

—No seas idiota. ¿Cómo podríanestar vacías?

—Doña Soledad me dijo que ellaestaba vacía. ¿Presenta el mismoaspecto que yo?

—No. El agujero de su estómago eraenorme. Abarcaba ambos costados, locual revela que la han vaciado unhombre y una mujer.

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—¿Qué hizo doña Soledad con unhombre y una mujer?

—Les entregó su integridad.Vacilé un instante antes de

formularle la siguiente pregunta. Queríavalorar en su justa medida todas lasconsecuencias de su afirmación.

—La Gorda estaba aún peor queSoledad —prosiguió Lidia—. Dosmujeres la vaciaron. El agujero de suestómago era como una caverna. Peroella lo ha cerrado. Ha vuelto a estarcompleta.

—Háblame de esas dos mujeres.—No te puedo decir nada más —

declaró en un tono sumamente

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imperativo—. Sólo la Gorda puedehablar de ello. Espera a que venga.

—¿Por qué solamente la Gorda?—Porque lo sabe todo.—¿Es la única que lo sabe todo?—El Testigo sabe tanto como ella, o

quizá más, pero él es el propio Genaro yeso hace que sea muy difícil atraparle.No lo queremos.

—¿Por qué no lo quieren?—Esos tres vagabundos son

horrorosos. Están locos, como Genaro.Es que son Genaro. Pasan la vidacombatiéndonos, porque temían alNagual y ahora quieren desquitarse connosotras. En todo caso eso es lo que

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dice la Gorda.—¿Y qué es lo que lleva a la Gorda

a decir eso?—El Nagual le dijo cosas que ella

no comunicó a las demás. Ella ve. ElNagual dijo que tú también veías. NiJosefina, ni Rosa, ni yo vemos. Y, sinembargo, los cinco somos lo mismo.Somos lo mismo.

La frase «somos lo mismo», quedoña Soledad había empleado la nocheanterior, originó un torrente depensamientos y de temores. Dejé a unlado mi libreta. Miré a mi alrededor.Estaba en un mundo extraño, echado enun lecho extraño, en medio de dos

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mujeres a las que no conocía. Noobstante, me sentía cómodo. Mi cuerpoexperimentaba abandono e indiferencia.Confiaba en ellas.

—¿Van a dormir aquí? —pregunté.—¿Dónde, si no?—¿Y la habitación de ustedes?—No podemos dejarte solo.

Sentimos lo mismo que tú; eres unextraño, pero estamos obligadas aayudarte. La Gorda dijo que noimportaba lo estúpido que fueras, quedebíamos cuidar de ti. Dijo quedebíamos dormir en la misma cama quetú, como si fueses el propio Nagual.

Lidia apagó la lámpara. Permanecí

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sentado con la espalda apoyada en lapared. Cerré los ojos para pensar y mequedé dormido instantáneamente.

A las ocho de la mañana, Lidia,Rosa y yo nos habíamos sentado en unsitio plano exactamente frente a lapuerta de entrada, y ya llevábamos casicuatro horas allí desde las ocho de lamañana. Yo había intentado trabarconversación con ellas, pero se negabana hablar. Daban la impresión deencontrarse muy serenas, casidormidas. No obstante, esa tendencia alabandono no era contagiosa. El estar allísentado, en silencio forzoso, me habíallevado a un estado de ánimo particular.

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La casa se alzaba en la cima de unapequeña colina; la puerta daba al Este.Desde el lugar en que me hallaba,alcanzaba a ver casi en su totalidad elestrecho valle que corría de Este aOeste. No divisaba el pueblo, pero sílas zonas verdes de los camposcultivados en el fondo del valle. Al otrolado, en todas direcciones, se extendíangigantescas colinas, redondas yerosionadas. No había montañas altas enlas proximidades del valle, sólo esasenormes colinas, cuya visión suscitabaen mí la más violenta sensación deopresión. Tuve la impresión de que laselevaciones que tenía delante estaban a

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punto de transportarme a otra época.Lidia se dirigió a mí de pronto, y su

voz interrumpió mi ensueño. Tironeó mimanga.

—Allí viene Josefina —dijo.Miré al sinuoso sendero que llevaba

del valle a la casa. Vi a una mujer quesubía andando lentamente; se encontrabaa una distancia aproximada de cincuentametros. Advertí de inmediato la notablediferencia de edad entre Lidia y Rosa, yella. Volví a mirarla. Nunca me hubieseimaginado que Josefina fuese tan vieja.A juzgar por su paso tardo y la posturade su cuerpo, se trataba de unacincuentona. Era delgada, vestía una

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falda larga y oscura y traía un fardo deleña cargado en sus espaldas. Llevabaalgo atado a la cintura; tenía todas lastrazas de ser un niño, sujeto a su caderaizquierda. Daba la impresión de estardándole el pecho a la vez que caminaba.Su andar era casi tenue. A duras penaslogró remontar la última cuesta antes dearribar a la casa. Cuando por fin latuvimos frente a nosotros, a pocosmetros, advertí que respiraba tanpesadamente que intenté ayudarla asentarse. Hizo un gesto con el cualpareció indicar que estaba bien.

Oí a Rosa y a Lidia sofocar sendasrisillas. No las miré, porque toda mi

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capacidad de atención había sidotomada por asalto. La mujer que teníaante mí era la criatura másabsolutamente repugnante y horrible quehabía visto en mi vida. Desató el fardode leña y lo dejó caer al suelo con granestrépito. Di un salto involuntariamentedebido en parte al hecho de que estuvo apunto de caer sobre mi regazo, llevadapor el peso de la madera.

Me miró por un instante y luego bajólos ojos, aparentemente turbada por supropia torpeza. Irguió la Espalda ysuspiró con evidente alivio. Se veía quela cara había resultado excesiva para suviejo cuerpo.

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Mientras estiraba los brazos, el pelose le soltó en parte. Llevaba una suciacinta amarrada a la frente. El cabellolargo y grisáceo se veía mugriento yenmarañado. Alcancé a ver hebrasblancas destacando contra el castañooscuro del lazo. Me sonrió y esbozó ungesto de saludo con la cabeza.Aparentemente, le faltaban todos losdientes; su boca era un agujero negro. Secubrió el rostro con la mano y rió. Sequitó las sandalias y entró a la casa, sindarme tiempo de articular palabra. Rosala siguió.

Estaba pasmado. Doña Soledadhabía dado a entender que Josefina tenía

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la misma edad que Lidia y Rosa. Mevolví hacia Lidia. Me estabaobservando con mirada de miope.

—No tenía idea de que fuese tanvieja.

—Sí, es bastante mayor —dijo, sindarle importancia.

—¿Tiene un niño? —pregunté.—Sí, y lo lleva consigo a todas

partes. Nunca lo deja con nosotras.Teme que vayamos a comérnoslo.

—¿Es un varón?—Sí.—¿Qué edad tiene?—Lo tuvo hace un tiempo. Pero no

sé su edad. Nosotras pensábamos que no

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debía tener un niño a sus años. Pero nonos hizo el menor caso.

—¿De quién es el niño?—De Josefina, desde luego.—Quiero decir, ¿quién es el padre?—El Nagual. ¿Quién si no?Esta revelación me pareció muy

extraña y anonadante.—Supongo que todo es posible en el

mundo del Nagual —dije.Era más un pensamiento en voz alta

que una frase para Lidia.—¡Desde luego! —dijo, y echó a

reír.Lo opresivo de aquellas colinas

erosionadas se hacía insoportable.

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Había algo francamente aborrecible enaquella zona, y Josefina había sido elgolpe de gracia. Además de tener uncuerpo feo, viejo y maloliente, y carecerde dientes, daba la impresión depadecer una suerte de parálisis facial.Los músculos del lado izquierdo de sucara estaban evidentemente afectados,condición que daba lugar a unadistorsión del ojo y el lado izquierdo dela boca extraordinariamentedesagradable. Mi depresión anímica setrocó en absoluta angustia. Durante uninstante consideré la posibilidad, ya tanfamiliar, de correr hacia mi coche ymarcharme.

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Me lamenté ante Lidia, diciéndoleque no me encontraba bien. Rió yaseguró que Josefina me había asustado.

—Surte ese efecto sobre la gente —dijo—. Todo el mundo la odia. Es másfea que una cucaracha.

—Recuerdo haberla visto una vez —dije—, pero era joven.

—Las cosas cambian —comentóLidia, filosófica—, en un sentido o enotro. Mira a Soledad. Qué cambio, ¿eh?Y tú también has cambiado. Se te ve mássólido que en mis recuerdos. Te parecescada vez más al Nagual.

Quise señalar que el cambio deJosefina era abominable, pero temí que

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mis palabras pudiesen llegar a susoídos.

Miré las chatas colinas del otro ladodel valle y sentí deseos de huir de ellas.

—El Nagual nos dio esta casa —dijo—, pero no es una casa para eldescanso. Antes teníamos otra que erafrancamente hermosa. Este lugar embota.Esas montañas de allí arriba acaban porvolverle a uno loco.

El descaro con que leía mispensamientos me desconcertó. No supequé decir.

—Somos indolentes por naturaleza—prosiguió—. No nos gustaesforzarnos. El Nagual lo sabía, así que

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debe haber supuesto que este sitio nosllevaría a subir nos por las paredes.

Se interrumpió bruscamente y dijoque quería algo de comer. Fuimos a lacocina, un área semicerrada, con sólodos muros. Del lado abierto, a laderecha de la entrada, había un horno debarro; del opuesto, en el punto en quelas dos paredes se unían, había un sitioamplio para comer, con una mesa y tresbancos. El piso estaba pavimentado conpiedras del río pulidas. Un techo plano,situado a unos tres metros de alturadescansaba sobre las paredes y sobrevigas en los lados abiertos.

Lidia me sirvió un tazón de frijoles

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con carne de una olla expuesta a fuegomuy lento, y calentó unas tortillasdirectamente sobre las brasas. Rosaentró, se sentó junto a mí y pidió a Lidiaque le diese algo de comer.

Me concentré en observar cómoLidia servía frijoles y carne con uncucharón. Daba la impresión de tenernoción precisa de la cantidad exacta.Debe de haber tomado conciencia deque yo admiraba sus maniobras. Quitódos o tres frijoles del tazón de Rosa ylos devolvió a la olla.

Por el rabillo del ojo, vi a Josefinaentrar a la cocina. No obstante, no lamiré. Se sentó frente a mí, al otro lado

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de la mesa. Experimenté una sensaciónde rechazo en el estómago. Me di cuentade que no podría comer mientras esamujer me estuviese contemplando. Paraaliviar mi tensión bromeé con Lidia apropósito de dos frijoles de más, en eltazón de Rosa, que había pasado poralto. Los retiró con el cucharón con unaprecisión que me sobresaltó. Reínerviosamente, sabiendo que, una vezque Lidia se hubiese sentado, me veríaobligado a apartar mis ojos del fogón yhacerme cargo de la presencia deJosefina.

Finalmente, de mala gana, tuve quemirar al otro lado de la mesa. Hubo un

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silencio mortal. La contemplé,incrédulo. Abrí la boca, asombrado. Oílas carcajadas de Lidia y de Rosa. Mellevó una eternidad poner en ciertoorden mis pensamientos y sensaciones.Fuese quien fuese la persona que teníadelante, no era la Josefina que habíavisto un rato antes, sino una muchachamuy bonita. No tenía los rasgos indiosde Lidia y de Rosa. Su tipo era más bienlatino. Tenía una tez ligeramenteolivácea, una boca muy pequeña y unanariz finamente proporcionada, dientescortos y blancos y cabello negro, brevey ensortijado. Un hoyuelo en el ladoizquierdo del rostro completaba el

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encanto de su sonrisa.Era la misma muchacha que había

conocido superficialmente hacía años.Sostuvo mi mirada mientras laestudiaba. Sus ojos evidenciabancordialidad. Me fui sintiendo poco apoco presa de un nerviosismoincontrolable. Terminé por decirchistes desesperados acerca de miauténtica perplejidad.

Ellas reían como niños. Una vez quesus risas se hubieron acallado, quisesaber cuál era la finalidad deldespliegue histriónico de Josefina.

—Practica el arte del acecho —dijoLidia—. El Nagual nos enseñó a

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confundir a la gente para pasar,desapercibidas. Josefina es muy bonita;si anda sola de noche, nadie lamolestará en tanto se la vea fea ymaloliente, pero si sale tal como es…bueno… ya te imaginas lo que podríasuceder.

Josefina asintió con un gesto y luegodeformó el rostro, en la másdesagradable de las muecas posibles.

—Puede mantener la cara así todo eldía.

Sostuve que, si viviera en esosparajes, seguramente Josefina llamaríamás fácilmente mi atención con sudisfraz que sin él.

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—Ese disfraz era sólo para ti —dijoLidia, y las tres rieron—. Y mira hastaqué punto te desconcertó. Te llamó másla atención el niño que ella.

Lidia fue a la habitación y regresócon un atado de trapos que tenía toda laapariencia de un niño envuelto en susropas; lo arrojó sobre la mesa, delantede mí. Sumé mis carcajadas a las suyas.

—¿Todas tienen disfraces? —pregunté.

—No. Solamente Josefina. Nadie enlos alrededores la conoce tal cómo es—replicó Lidia.

Josefina asintió y sonrió, peropermaneció en silencio. Me gustaba

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muchísimo. Había algo inmensamenteinocente y dulce en ella.

—Di algo, Josefina —dije,aferrándola por los ante brazos.

Me miró desconcertada y retrocedió.Supuse que, dejándome llevar por mialegría, le había hecho daño al cogerlacon demasiada fuerza. La dejé ir. Sesentó muy erguida. Contrajo su pequeñaboca y sus labios finos y produjo unagrotesca avalancha de gruñidos ychillidos.

Todo su rostro se alteró de pronto.Una serie de espasmos feos einvoluntarios echaron a perder su serenaexpresión de un momento antes.

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La miré horrorizado. Lidia me tiróde la manga.

—¿Por qué tuviste que asustarla,estúpido? —susurró—. ¿No sabes quequedó muda y no puede decir nada?

Era evidente que Josefina la habíaentendido y parecía resuelta a protestar.Mostró a Lidia su puño apretado y dejóescapar otra riada de chillidos,extremadamente altos y horripilantes;entonces se sofocó y tosió. Rosacomenzó a frotarle la espalda. Lidiapretendió ha cer lo mismo, pero estuvo apunto de recibir en el rostro un puñetazode Josefina.

Lidia se sentó a mi lado e hizo un

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gesto de impotencia. Se encogió dehombros.

—Ella es así —me susurró Lidia.Josefina se volvió hacia ella. Su

rostro se veía trastornado por unaespantosa mueca de ira. Abrió la boca yvociferó, con todas sus fuerzas, dandorienda suelta a sonidos guturales,escalofriantes.

Lidia se deslizó del banco y consuma discreción dejó la cocina.

Rosa sostenía a Josefina por elbrazo. Josefina parecía ser larepresentación de la furia. Movía laboca y deformaba el rostro. En cuestiónde minutos había perdido toda la belleza

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y toda la inocencia que me habíanencan tado. No sabía qué hacer. Traté dedisculparme, pero los sonidosinfrahumanos de Josefina ahogaban mispalabras. Finalmente, Rosa la llevó alinterior de la casa.

Lidia regresó y se sentó frente a mí,al otro lado de la mesa.

—Algo se descompuso aquí arriba—dijo, tocándose la cabeza.

—¿Cuándo sucedió? —pregunté.—Hace mucho. El Nagual debe de

haberle hecho algo, porque de prontoperdió el habla.

Lidia se veía triste. Tuve laimpresión de que la tristeza se

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evidenciaba en contra de sus deseos.Hasta me sentí tentado de decirle que nose esforzase tanto por ocultar sussentimientos.

—¿Cómo se comunica Josefina conustedes? —pregunté—. ¿Escribe?

—Vamos, no seas necio. No escribe.No es tú. Se vale de las manos y de lospies para decirnos lo que quiere.

Josefina y Rosa volvieron a lacocina. Se detuvieron a mi lado.Josefina volvía a ser, a mis ojos, laimagen de la inocencia y el candor. Subeatífica expresión no revelaba en lomás mínimo su capacidad paratransformarse en un ser tan feo, en tan

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poco tiempo. Al verla, comprendí quesu fabulosa ductilidad gestual estaba, sinduda, íntimamente ligada a su afasia.Razoné que solo una persona que haperdido la posibilidad de verbalizarpuede ser tan versátil para la mímica.

Rosa me dijo que Josefina le habíaconfesado que deseaba poder hablar,porque yo le gustaba mucho.

—Hasta que llegaste, se sentía felizcomo era —dijo Lidia con voz áspera.

Josefina sacudió la cabezaafirmativamente, corroborando ladeclaración de Lidia, y emitió una seriede suaves sonidos.

—Desearía que la Gorda estuviese

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aquí —dijo Rosa—. Lidia siempre haceenfadar a Josefina.

—¡No es esa mi intención! —protestó Lidia.

Josefina le sonrió y extendió elbrazo para tocarla. Según todas lasapariencias, su intención eradisculpar se. Lidia rechazó su mano.

—¡Muda imbécil! —murmuró.Josefina no se irritó. Desvió la vista.

Había una enorme tristeza en sus ojos.Me vi obligado a interceder.

—Cree que es la única mujer en elmundo que tiene problemas —me espetóLidia—. El Nagual nos dijo que latratásemos con rigor y sin piedad hasta

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que dejase de sentir lástima por símisma.

Rosa me miró confirmando laaseveración de Lidia con un movimientode cabeza.

Lidia se volvió hacia Rosa y leordenó apartarse de Josefina. Rosa laobedeció, yendo a sentarse en elban co, a mi lado.

—El Nagual dijo que cualquiera deestos días volvería a hablar —meconfió Lidia.

—¡Hey! —dijo Rosa, tirándome dela manga—. Tal vez tú seas quien lahaga hablar.

—¡Sí! —exclamó Lidia, como si

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hubiese estado pensando lo mismo—.Quizá sea por eso que hayamos debidoesperarte.

—¡Es clarísimo! —agregó Rosa, conla expresión de quien ha tenido unaverdadera revelación. Ambas sepusieron de pie de un salto y abrazaron aJosefina.

—¡Volverás a hablar! —gritabaRosa mientras sacudía a Josefina,aferrándola por los hombros.

Josefina abrió los ojos y los hizogirar en sus órbitas. Empezó a suspirar,débil y entrecortadamente, como sisollozara, y terminó por echar a correrde un lado a otro, gritando como un

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animal. Su excitación era tal, que se laveía incapaz de cerrar la boca.Francamente, la creía al borde de uncolapso nervioso. Lidia y Rosacorrieron a su lado y la ayudaron acerrar la boca. Pero no intentaronserenarla.

—¡Volverás a hablar! ¡Volverás ahablar! —gritaban.

Josefina sollozaba y aullaba de talmanera que yo sentía un escalofrío queme recorría la columna verte bral.

Estaba absolutamentedesconcertado. Traté de decir algorazonable. Apelé a su sentido común,pero no tardé en comprender que, según

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mis cánones, tenían muy poco. Comencéa andar de un lado para otro, delante deellas, intentando tomar una decisión.

—Vas a ayudarla, ¿no? —meapremiaba Lidia.

—Por favor, señor, por favor —mesuplicaba Rosa.

Les dije que estaban locas, que notenía la menor idea de qué se podíahacer. Y, sin embargo, según hablaba,una feliz sensación de optimismo yseguridad se iba adueñando de mimente. En un principio, traté deignorarla, pero finalmente hube de cedera ella. En una oportunidad anterior habíaexperimentado lo mismo, en relación

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con una amiga muy querida que sehallaba mortalmente enferma. Pensé quepodía sanarla y hacerla abandonar elhospital en que se hallaba ingresada. Fuia consultar con don Juan.

—Claro. Puedes curarla y hacerlasalir de esa tram pa mortal —me dijo.

—¿Cómo? —le pregunté.—El procedimiento es muy simple

—dijo—. Todo lo que debes hacer esrecordarle que se trata de una pacienteincurable. Puesto que es un casoterminal, tiene poder. No tiene nada másque perder. Ya lo ha perdido todo.Cuando no se tiene nada que perder, seadquiere coraje. Somos temerosos

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únicamente en la medida que tengamosalgo a que aferrarnos.

—¿Pero acaso basta conrecordárselo?

—No. Eso le dará el estímulo quenecesita. Entonces tiene que deshacersede la enfermedad, empujándola con lamano izquierda. Debe empujar haciaafuera con el brazo, el puño cerradocomo si estuviese asiendo el tirador deuna puerta. Debe empujar más y más, y,a la vez repetir: «fuera, fuera, fuera».Dile que, puesto que ya no le queda nadapor hacer, debe dedicar cada segundodel tiempo que le quede de vida arealizar esa actividad. Te aseguro que

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podrá levantarse e irse por su propiopie, si es que lo desea.

—Parece tan sencillo… —dije.Don Juan rió entre dientes.—Parece sencillo —dijo—, pero no

lo es. Para hacerlo, tu amiga necesita unespíritu impecable.

Se quedó mirándome por un largorato. En apariencia, estaba midiendo elgrado de preocupación y de tristeza queexperimentaba por mi amiga.

—Desde luego —agregó—, si tuamiga poseyese un espíritu impecable,no estaría allí.

Conté a mi amiga lo que don Juan mehabía dicho. Pero ya se encontraba

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demasiado débil para intentar siquieramover el brazo.

En el caso de Josefina, la razónfundamental de mi secreta confianzaradicaba en el hecho de que ella era unguerrero con un espíritu impecable.¿Sería posible, me pregunté en silencio,llevarla a valerse del mismomovimiento de mano?

Dije a Josefina que su incapacidadpara hablar era debida a una especie debloqueo.

—Sí, sí, es un bloqueo —repitieronLidia y Rosa en cuanto lo oyeron.

Enseñé a Josefina el modo de moverel brazo y le dije que tenía que

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deshacerse del bloqueo empujando así.Los ojos de Josefina estaban

completamente fijos. Parecía hallarse entrance. Movía la boca, emitiendosonidos escasamente audibles. Trató demover el brazo, pero se sentía tanexcitada que lo hizo sin coordinaciónalguna. Intenté ordenar sus actos, perodaba la impresión de estar aturdida alpunto de no oír lo que yo le decía. Sumirada estaba desenfocada y comprendíque se iba a desmayar. En apariencia,Rosa se dio cuenta de lo que estabasucediendo; saltó de su asiento, cogióuna taza de agua y se la echó sobre elrostro. Los ojos de Josefina quedaron

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en blanco. Parpadeó repetidas veces,hasta recuperar la visión normal. Movíala boca, pero sin producir sonidoalguno.

—¡Tócale la garganta! —me gritóRosa.

—¡No! ¡No! —le respondió Lidia,también en un grito—. Tócale lacabeza. ¡Lo tiene en la cabeza, hombrehueco!

Me cogió la mano, y yo, aregañadientes, le permití ponerla sobrela cabeza de Josefina.

Josefina se estremeció, y poco apoco fue dejando escapar una serie desonidos débiles. En cierto sentido,

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resultaban más melodiosos queaquellos ruidos infrahumanos que habíaemitido poco antes.

También Rosa había reparado en ladiferencia.

—¿Has oído eso? ¿Has oído eso? —me preguntó en un susurro.

No obstante, fuese cual fuere ladiferencia, los sonidos que Josefinahizo a continuación fueron más grotescosque nunca. Cuando se tranquilizó,sollozó un momento, y de inmediatoentró en otro nivel de euforia. Lidia yRosa lograron por último serenarla. Sedejó caer pesadamente en el banco,parecía exhausta. Con enorme

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dificultad, consiguió abrir los ojos ymirarme. Me sonrió en forma sumisa.

—Lo siento, lo siento mucho —dije,y le cogí la mano.

Todo su cuerpo vibró. Bajó lacabeza y volvió a prorrumpir ensollozos. Me sobrevino una oleada deesencial simpatía hacia ella. En esemomento hubiese dado mi vida porauxiliarla.

Lloraba de manera incontrolable, ala vez que trataba de hablarme. Lidia yRosa parecían tan profundamenteinmersas en su drama, que remedabansus ges tos con la boca.

—¡Por el amor de Dios, haz algo! —

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exclamó Rosa con voz plañidera.Experimenté una intolerable

ansiedad. Josefina se puso de pie y seme abrazó; mejor dicho, se colgó de mífrenéticamente y me apartó de la mesa arastras. En ese instante, Lidia y Rosa,con asombrosa agilidad, rapidez ydominio, me cogieron por los hombroscon ambas manos, a la vez que con lospies me inmovilizaban los talones. Elpeso del cuerpo de Josefina, sumado ala velocidad de maniobra de Lidia yRosa, me dejó indefenso. Todas ellasactuaban simultáneamente, y, antes deque pudiese darme cuenta de lo queocurría, me encontré tendido en el piso,

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con Josefina encima de mí. Sentía latirsu corazón. Se aferraba a mí con granfuerza; el ruido de su corazón resonabaen mis oídos, latía en mi pecho. Traté deapartarla, pero se apresuró a asegurarse.Rosa y Lidia me sujetaban contra elsuelo, descargando todo su físico sobremis brazos y piernas. Rosa reía comouna loca; comenzó a mordisquearme elcostado. Sus pequeños y agudos dientescastañeteaban según sus mandíbulas seabrían y se cerraban en nerviososespasmos.

Fui presa de un monstruoso dolor,seguido de repugnancia y terror. Perdíel aliento. No podía fijar la vista.

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Comprendí que estaba perdiendo elconocimiento. Oí el ruido seco, dequebradura de tubo, en la base delcuello y sentí el cosquilleo de lacoronilla. Inmediatamente después tuveconciencia de que las estaba observandodesde el otro lado de la cocina. Las tresmuchachas me miraban, echadas en elsuelo.

—¿Qué están haciendo? —oí quedecía alguien en una voz áspera, fuerte,autoritaria.

Entonces tuve una impresióninconcebible: Josefina se dejaba ir demí y se ponía de pie. Yo yacía en elsuelo; no obstante, también me

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encontraba de pie, a cierta distancia dela escena, mirando a una mujer a la quenunca antes había visto. Estaba junto ala puerta. Anduvo hacia mí y se detuvo auno o dos metros. Me observó duranteun instante. Comprendí de inmediato queera la Gorda. Exigió saber lo que estabaocurriendo.

—Le estamos gastando una pequeñabroma —dijo Josefina, aclarándose lagarganta—. Yo fingía ser muda.

Las tres muchachas se reunieron,muy cerca las unas de las otras, yecharon a reír. La Gorda permanecióimpasible, contemplándome.

¡Me habían engañado! Encontré tan

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ultrajantes mi propia estupidez y minecedad que estallé en una carcajadahistérica, casi fuera de control. Micuerpo se estre mecía.

Entendí que Josefina no había estadojugando, como acababa de afirmar. Lastres habían actuado en serio. A decirverdad, había sentido el cuerpo deJosefina como una fuerza que enrealidad se estaba introduciendo en mipropio cuerpo. El roer de Rosa en micostado, indudablemente unaestratagema para distraer mi atención,coincidió con la impresión de que elcorazón de Josefina latía dentro de mipecho.

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Oí a la Gorda pedirme que mecalmara.

Una conmoción nerviosa tuvo lugardentro de mí, y luego una cólera lenta,sorda, me invadió. Las aborrecí. Habíatenido bastante de ellas. Habría cogidomi chaqueta y mi libreta de notas yabandonado la casa, de no ser porquetodavía no me había recuperado porcompleto. Estaba un tanto aturdido ymis sentimientos decididamente sehallaban embotados. Había tenido lasensación, al mirar por primera vez alas muchachas desde el otro lado de lacocina, de estar haciéndolo en realidaddesde un lugar situado por encima de mi

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plano visual, cercano al techo. Perosucedía algo aún más desconcertante:había percibido a ciencia cierta que elcosquilleo de la coronilla me liberabadel abrazo de Josefina. No era unasensación vaga; verdaderamente algohabía surgido de la cima de mi cabeza.

Pocos años antes, don Juan y donGenaro habían manipulado mi capacidadperceptiva y yo había experimentado unaimposible doble impresión: sentí a donJuan caer encima mío, apretándomecontra el piso, en tanto, a la vez, seguíaencontrándome de pie. Lo cierto es queme hallaba en ambas situacionessimultáneamente. En términos de

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brujería, podría decir que mi cuerpohabía conservado el recuerdo de aquelladoble percepción y, a juzgar por lasapariencias, la había repetido. En esaoportunidad, sin embargo, había dosnuevos elementos para sumar a mimemoria corporal. Uno era el cosquilleodel que tan consciente venía siendo enel curso de mis enfrentamientos conaquellas mujeres: ese era el vehículomediante el cual arribaba a la doblepercepción; el otro era aquel sonido enla base del cuello, que me permitíaliberar algo de mí, capaz de surgir de lacoronilla.

Al cabo de uno o dos minutos me

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sentí bajar del techo hasta encontrarmeparado en el suelo. Me costó ciertotiempo readaptar los ojos al nivel devisión normal.

Al mirar a las cuatro mujeres mesentí desnudo y vulnerable. Viví uninstante de disociación, o una soluciónen la continuidad perceptual. Fue comosi hubiese cerrado los ojos y una fuerzadesconocida me hubiese hecho girarsobre mí mismo un par de veces.Cuando abrí los ojos, las muchachas meobservaban con la boca abierta. Pero, deun modo u otro, volvía a ser yo mismo.

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CAPÍTULO TERCERO

LA GORDA

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Lo primero que me llamó la atención enla Gorda fueron sus ojos: muy oscuros yserenos. Era evidente que me estabaexaminando de pies a cabeza. Escudriñómi cuerpo con la mirada, tal como solíahacerlo don Juan. A decir verdad, susojos revelaban una calma y una energíasemejantes a las de él. Comprendí porqué era la mejor. Se me ocurrió que donJuan le había legado los ojos.

Era ligeramente más alta que lasotras tres muchachas. Tenía un cuerpomagro y oscuro y un soberbio trasero.Reparé en la gracia de la línea de susanchos hombros en el momento en quevolvió a medias el torso para encararse

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con las muchachas.Les dio una orden ininteligible y las

tres se sentaron en un banco,exactamente tras ella. En realidad, lasprotegía de mí con su cuerpo.

Me enfrentó de nuevo. Su expresiónera de suprema seriedad, pero sin lamenor traza de tenebrosidad ni degravedad. No sonreía, pero se la veíaamistosa. Sus rasgos eran muyagradables: un rostro finamenteformado, ni redondo ni anguloso, bocapequeña, de labios finos, nariz ancha,pómulos altos, y cabello largo, negrocomo el azabache.

Era imposible pasar por alto sus

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fuertes y hermosas manos, que manteníaapretadas ante sí, sobre la regiónumbilical. Los dorsos de las mismas sehallaban vueltos hacia mí. Distinguía susmúsculos según los contraía.

Llevaba un vestido de algodón decolor naranja desteñido, de mangaslargas, y un chal marrón. Había en ellaalgo de terriblemente sosegado yterminante. Sentí la presencia de donJuan. Mi cuerpo se relajó.

—Siéntate, siéntate —me dijo entono mimoso.

Volví a la mesa. Me señaló un lugarpara que me sentase, pero permanecí depie.

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Sonrió por primera vez, y sus ojosme resultaron más suaves y másbrillantes. No era tan bonita comoJosefina, y, sin embargo, era la másbonita de todas.

Pasamos un momento en silencio. Amodo de explicación, dijo que en losaños transcurridos desde la partida delNagual habían hecho todo lo posible porcumplir con la tarea que les habíaencomendado, y que, dada sudedicación, habían terminado poracostumbrarse a ella.

No comprendí con toda claridad aqué se refería, pero, según hablaba, yopercibía más que nunca la presencia de

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don Juan. No se trataba de que copiasesus maneras, ni la inflexión de su voz.Poseía un control interno que la llevabaa actuar como don Juan. Su semejanzaera profunda.

Le conté que había ido en busca dela ayuda de Pablito y Néstor. Le dijeque era lento, quizás estúpido, paracomprender los caminos de los brujos,pero que era sincero; y que sin embargotodas ellas me habían tratado conmalevolencia y falsedad.

Intentó disculparse, pero no la dejéterminar. Recogí mis cosas y gané lapuerta delantera. Corrió detrás de mí.No era su propósito impedirme partir,

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pero hablaba muy rápido, como sinecesitase decir todo lo que fueseposible antes de que yo me marchara.

Decía que debía escucharla hasta elfinal, y que se proponía acompañarmehasta haberme hecho saber todo lo queel Nagual le había encargado que mecomunicara.

—Voy a Ciudad de México —dije.—Iré contigo hasta Los Angeles, de

ser necesario.Comprendí que hablaba en serio.—De acuerdo —dije, con la

intención de probarla—. Sube al coche.Vaciló un instante, luego se quedó en

silencio y miró la casa. Llevó las manos

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cerradas al nivel del ombligo. Se volvióy miró al valle y repitió el gesto.

Yo sabía qué era lo que hacía. Sedespedía de su casa y de aquellasimponentes colinas que la rodeaban.

Don Juan me había enseñado, añosatrás, el significado de esos gestos,destacando el hecho de que implicabanun extremo poder: un guerrero rara vezhacía uso de ellos. Yo mismo habíatenido muy pocas ocasiones deefec tuarlos.

El movimiento de despedida que laGorda efectuaba era una variante delque me había enseñado don Juan. Ésteme había dicho que las manos debían

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cerrarse como para pronunciar unaplegaria, fuese ello hecho condelicadeza o violentamente, llegandoincluso a producir un sonido como depalmoteo. Cualquiera que fuese laforma, el propósito del guerrero alcerrar las manos era atrapar elsentimiento que no quería dejar tras sí.Tan pronto como se apretaban lospuños, una vez capturado elsentimiento, se los llevaba con granfuerza al medio del pecho, a la altura delcorazón. Allí, se convertía en una daga yel guerrero se la clavaba, sosteniéndolacon ambas manos.

Don Juan me había dicho que un

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guerrero sólo dice adiós de ese modocuando tiene buenas razones para creerque no regresará.

La despedida de la Gorda mecautivó.

—¿Te despides? —pregunté concuriosidad.

—Sí —dijo secamente.—¿No te llevas las manos al pecho?

—quise saber.—Eso lo hacen los hombres. Las

mujeres tienen útero. Guardan sussentimientos allí.

—¿No se supone que esa clase dedespedidas están reservadas a los casosen que no se regresa?

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—Lo más probable es que noregrese —replicó—. Me voy contigo.

Tuve un súbito e injustificadoacceso de tristeza; injustificado en elsentido de que no conocía a aquellamujer en lo más mínimo. Sólo abrigabadudas y sospechas hacia ella. Pero almirar de cerca sus claros ojos me sentídefinitivamente vinculado con ella. Meserené. Mi cólera había dado paso a unamelancolía desconocida. Miré a mialrededor y comprendí que aquellascolinas romas, misteriosas, enormes, meestaban desgarrando.

—Esas colinas están vivas —dijo,leyendo mis pen samientos.

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Me volví hacia ella y le dije quetanto el lugar como las mujeres mehabían afectado muy profundamente;tanto, que no me parecía concebibledesde el punta de vista de mi sentidocomún. No sabía qué había resultadomás devastador, si el lugar o lasmujeres. Las furiosas embestidas deestas últimas habían sido directas yaterradoras pero la presencia de lascolinas constituía un factor constante, decontinua aprensión; suscitaba un deseode huir de allí. Ante ello; la Gorda medijo que mi juicio acerca de los efectosdel lugar era correcto, que era debido aello que el Nagual las había dejado allí,

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y que no debía culpar a nadie por losucedido, puesto que el propio Nagualhabía dado a aquellas muchachas laorden de terminar conmigo.

—¿También a ti te ha dado órdenessemejantes? —pregunté.

—No; a mí no. No soy como ellas—replicó—. Ellas son hermanas. Son lomismo; exactamente lo mismo. Tantocomo son lo mismo Pablito y Néstor yBenigno. Sólo tú y yo podemos llegar aser exactamente lo mismo. Aún no losomos porque estás incompleto. Peroalgún día seremos lo mismo,exactamente lo mismo.

—Me han dicho que eres la única

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que sabe dónde se encuentran el Nagualy Genaro —dije.

Me miró con atención durante unmomento y sacudió la cabezaafirmativamente.

—Es cierto —dijo—. Sé dóndeestán. El Nagual me dijo que te llevarasi podía.

Le exigí que dejase de andarse porlas ramas y me revelara su paradero deinmediato. Mi pedido pareció sumirla enel caos. Se disculpó y me prometió quemás tarde, cuando nos hallásemos encamino, me lo expondría todo. Me rogóque no le hiciese más preguntas porquetenía instrucciones precisas en el sentido

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de no comentar nada hasta el momentoindicado.

Lidia y Josefina salieron a la puertay se quedaron mirándome. Me apresuréa subir al coche. La Gorda me siguió; nopude evitar el observar que entraba en elautomóvil como si lo hiciese a un túnel:casi a gatas. Don Juan solía hacerlo. Encierta ocasión le había dicho,bromeando, tras haberlo visto entrar asíun buen número de veces, que resultabamás práctico como yo lo hacía. Suextraño modo de actuar me parecíaatribuible a su falta de familiaridad conlos coches. Me explicó entonces que elvehículo era una cueva, y que ese era el

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modo correcto de entrar en las cuevas,si pretendíamos valernos de ellas. Habíaun espíritu inherente a las cuevas,fuesen éstas naturales o construidas porel hombre, y era necesario acercarse aél con respeto. El gateo era la únicaforma adecuada de demostrar eserespeto.

Estaba considerando la convenienciade preguntar o no a la Gorda si don Juanla había instruido acerca de talesdetalles, cuando habló por propiainiciativa. Dijo que el Nagual le habíadado directivas específicas para el casode que yo sobreviviera a los ataques dedoña Soledad y las tres muchachas.

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Agregó, en tono despreocupado, queantes de dirigirnos a Ciudad de México,debíamos ir a determinado lugar en lasmontañas, al que acostumbrábamosacudir don Juan y yo, y que allí medescubriría toda la información que elNagual nunca me había proporcionado.

Tuve un momento de indecisión,pero luego un algo interior, distinto de larazón, me impulsó hacia las montañas.Viajamos en absoluto silencio. Intenté envarias ocasiones iniciar unaconversación, pero en todos los casosme rechazó, sacudiendo con energía lacabeza. Finalmente pareció cansarse demi insistencia y se vio obligada a

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comentar que aquello que me debíadecir requería, para ser confiado, unlugar de poder, y que teníamos queabstenernos de desperdiciar fuerzas encharlas sin sentido, hasta hallarnos en él.

Tras un largo recorrido en coche yuna agotadora caminata desde lacarretera, llegamos finalmente adestino. Caía la noche. Estábamos en lohondo de un cañón. Allí ya estabaoscuro, en tanto el sol seguía brillandopor sobre las montañas de encima.Anduvimos hasta llegar a una pequeñacueva, a uno o dos metros del nivel delsuelo, en el extremo norte del cañón,que iba de Este a Oeste. Solía pasar

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mucho tiempo allí con don Juan.Antes de entrar, la Gorda barrió

cuidadosamente el suelo con ramas, talcomo lo hacía don Juan, con el objetode eliminar las garrapatas y otrasparásitos adheridos a las rocas. Luegocortó tallos, cubiertos de hojuelasligeras; reunió un montón de los arbustosde los alrededores y los distribuyósobre el piso de piedra a modo decolchón.

Me indicó con un gesto que entrara.Yo siempre había permitido que donJuan me antecediese en señal de respeto.Quería hacer lo mismo con ella, pero senegó. Dijo que yo era el Nagual. Penetré

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en la cueva tal como ella lo había hechoen el coche. Reí ante mi inconsecuencia.No había llegado jamás a considerar miautomóvil como una cueva.

La Gorda procuró que me relajara yme pusiera cómodo.

—El Nagual no podía revelartetodos sus designios en razón de queestabas incompleto —dijo de repente—.Aún lo estás, pero ahora, tras tusencuentros con Soledad y lasmuchachas, eres más fuerte que antes.

—¿Qué significa estar incompleto?Todos me han dicho que eras la únicapersona capaz de explicármelo —dije.

—Es muy sencillo —replicó—. Una

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persona completa es aquella que nuncaha tenido niños.

Hizo una pausa, como si aguardase aque terminara de apuntar lo que habíadicho. Alcé la vista de mi libreta. Meobservaba, midiendo el efecto de suspalabras.

—Sé que el Nagual te dijoexactamente lo mismo que acaba dedecirte —prosiguió—. No le prestasteatención, y lo más probable es que nome hayas prestado atención tampoco amí.

Leí mis notas en voz alta, de modode repetir sus palabras. Sofocó unarisilla.

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—El Nagual decía que una personaincompleta es aquella que ha tenidoniños —dijo, como si me lo estuviesedictando.

Me examinó atentamente, esperando,a juzgar por las apariencias, unapregunta o un comentario. No tuve quehacer ninguna de las dos cosas.

—Ya te he dicho todo lo que hay quesaber acerca del hecho de hallarsecompleto o incompleto —declaró—. Tehe dicho exactamente lo mismo que elNagual me dijo a mí. Entonces, nosignificó nada para mí; tal como nosig nifica nada ahora para ti.

Me vi obligado a reír ante el modo

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en que se amoldaba a las enseñanzas dedon Juan.

—Una persona incompleta tiene unagujero en el estómago —prosiguió—.Un brujo lo ve con la misma claridadcon que tú ves mi cabeza. Cuando elagujero se encuentra a la izquierda delestómago, el niño que lo ha creado esdel mismo sexo. Si se encuentra a laderecha, es del sexo opuesto. El agujerode la izquierda es negro; el de laderecha es castaño oscuro.

—¿Eres capaz de ver el agujero entodo aquel que haya tenido un niño?

—Claro. Hay dos modos de verlo.Un brujo puede verlo tanto en sueños

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como mirando directamente a unapersona. Un brujo que ve no tienereparos en observar el ser luminoso conla finalidad de comprobar si hay unagujero en la luminiscencia del cuerpo.No obstante, aun cuanto el brujo no sepaver, es capaz de distinguir lo oscuro delboquete a través de la ropa.

Calló. La insté a continuar.—El Nagual me dijo que escribías, y

que luego no recordabas lo escrito —me dijo, en tono acusatorio.

Me vi enredado en mis propiaspalabras, tratando de defenderme. Noobstante, ella había dicho la verdad. Laspalabras de don Juan siempre habían

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surtido un doble efecto sobre mí: el uno,al oír sus aseveraciones por primeravez; el otro, al leer a solas lo escrito yolvidado.

La conversación con la Gorda, sinembargo, era esencialmente diferente.Los aprendices de don Juan no sehallaban en ningún sentido tan inmersosen lo suyo como él. Sus revelaciones, sibien extraordinarias, no eran sino piezassueltas de un rompecabezas. El carácterinsólito de aquellas piezas consistía enque no servían para clarificar la imagen,sino para hacerla cada vez máscompleja.

—Tenías un agujero marrón en el

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lado derecho del estómago —continuó—. Ello significa que quien te habíavaciado era una hembra. Has hecho unaniña.

—El Nagual decía que yo tenía unenorme agujero negro, que revelaba elhaber hecho dos mujeres. Nunca lo vi,pero vi a otra gente con agujerossemejantes al mío.

—Dijiste que yo tenía un agujero.¿Significa eso que ya no lo tengo?

—No. Ha sido remendado. ElNagual te ayudó a remendarlo. Sin suapoyo estarías aun más vacío de lo queestás.

—¿Qué clase de remiendo se le ha

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aplicado?—Un remiendo en tu luminosidad.

No hay otra forma de decirlo. ElNagual explicaba que un brujo como élera capaz de rellenar el agujero encualquier momento. Pero ese relleno nodejaba de ser una mancha sinluminosidad. Cualquiera que vea osueñe puede afirmar que luce como unparche de plomo sobre la luminosidadamarilla del resto del cuerpo. El Nagualte remendó a ti y a mí y a Soledad. Perodejó a nuestro cargo el recobrar laluminosidad, el brillo.

—¿Cómo nos remendó?—Es un brujo; puso cosas en

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nuestros cuerpos. Hizo sustituciones. Yano somos enteramente los mismos. Elremiendo es lo que puso de sí mismo.

—Pero ¿por qué puso esas cosas yqué eran?

—Puso en nuestros cuerpos supropia luminosidad; se valió de lasmanos para ello. Se limitó a entrar ennosotros y dejar allí sus fibras. Hizo lomismo con sus seis niños y con Soledad.Todos ellos son lo mismo, salvoSo ledad; ella es otra cosa.

La Gorda parecía poco dispuesta acontinuar. Titubeó y la vi al borde deltartamudeo.

—¿Qué es doña Soledad?

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—Es muy difícil decirlo —dijo, trasunos momentos de resistencia—. Es lomismo que tú y que yo, y, sin embargo,es diferente. Posee idénticaluminosidad, pero no está junto anosotros. Marcha en dirección opuesta.En este momento se te asemeja más.Ambos llevan remiendos que parecen deplomo. El mío ha desaparecido y hevuelto a ser un huevo completo,luminoso. Esa es la razón por la que tedije que tú y yo llegaríamos a ser lomismo algún día, cuando estuvieses denuevo completo. Actualmente, lo quenos hace ser casi lo mismo es laluminosidad del Nagual, y la realidad de

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que ambos marchamos en igualdirección y ambos estamos vacíos.

—¿Cómo ve un brujo a una personacompleta? —pre gunté.

—Como un huevo luminoso hechode fibras —replicó—. Todas las fibrasestán enteras; lucen como cuerdas,como cuerdas tensas. La impresión queda el conjunto de las cuerdas es la dehaber sido estirado como el parche deun tambor. Por otra parte, te diré que enuna persona vacía las cuerdas se venarrugadas en los bordes del agujero.Cuando se han tenido muchos niños, lasfibras ya no se ven como tales. En esoscasos, se observa algo así como dos

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trozos de luminosidad, separados pornegrura. Es una visión horrenda. ElNagual me lo hizo ver en ciertaocasión, en un parque de la ciudad.

—¿A qué atribuyes el que el Nagualnunca me haya hablado de ello?

—El Nagual te lo ha dicho todo,pero nunca le entendiste cabalmente.Tan pronto como se daba cuenta de quetú no le comprendías, se veía obligado acambiar de tema. Tu vaciedad teimpedía entender. El Nagual decía queera perfectamente natural que noentendieras. Una vez que una personaqueda incompleta, se vacía realmente,como una calabaza ahuecada. No te

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importó el número de veces en que él tedijo que estabas vacío; ni siquiera teimportó el que te lo explicase. Nuncasupiste lo que quería decir o, lo que espeor, nunca quisiste saberlo.

La Gorda pisaba terreno peligroso.Intenté hacerla variar de rumbo, pero merechazó.

—Tú quieres a un pequeño y no teinteresa conocer el sentido de laspalabras del Nagual —dijo, acusadora—. El Nagual me dijo que tenías unahija a la que nunca habías visto, y quequerías a ese niño. La una te quitófuerza, el otro te obligó a concretar. Leshas unido.

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No tuve otro remedio que dejar deescribir. Salí a gatas de la cueva y mepuse de pie. Comencé a descender laempinada cuesta que llevaba al fondodel barranco. La Gorda me siguió. Mepreguntó si me encontraba molesto porsu franqueza. No quise mentir.

—¿Qué crees? —pregunté.—¡Estás furioso! —exclamó, y soltó

una risilla tonta con un desenfado quesólo había visto en don Juan y en donGenaro.

A juzgar por las apariencias, estuvoa punto de perder el equilibrio y seaferró a mi brazo izquierdo. Paraayudarla a bajar al fondo del barranco,

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la alcé por el talle. Creí que no podíapesar más de cincuenta kilos. Frunciólos labios al modo de don Genaro y dijoque pesaba cincuenta y seis. Los dos nosechamos a reír a la vez. Ello supuso uninstante de comunicación directa,espontánea.

—¿Por qué te molesta tanto hablarde esas cosas? —preguntó.

Le dije que una vez había tenido unpequeño al que había amadoinmensamente. Experimenté la necesidadcompulsiva de hablarle de él. Unaexigencia extravagante, más allá de mirazón, me llevaba a abrirme a aquellamujer, una completa desconocida para

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mí.Cuando comencé a hablar del niño,

una oleada de nostalgia me envolvió;quizás se debiera al lugar, o a lasituación, o a la hora. Por algún motiva,mis recuerdos del pequeño se mezclabanen mí con los de don Juan: por primeravez en todo el tiempo que había pasadosin verle, lo extrañé. Lidia había dichoque ella nunca lo extrañaba porquesiempre estaba con él; él era suscuerpos y sus espíritus. Habíacomprendido de inmediato el sentido desus palabras. Yo mismo me sentía así.En aquel barranco, sin embargo, unsentimiento desconocido había hecho

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presa en mí. Hice saber a la Gorda quehasta aquel momento no había extrañadoa don Juan. No respondió. Desvió lamirada.

Es probable que mi nostalgia poraquellas dos personas tuviese que vercon el hecho de que ambas habían dadolugar a situaciones catárticas en mi vida.Y ambas se habían ido. Hasta esemomento, no había tenido claro elcarácter definitivo de esa separación.Comenté a la Gorda que el pequeñohabía sido, por sobre todo, mi amigo, yque un día fuerzas que se hallaban fuerade mi control le había apartadobruscamente de mí. Tal vez fuese uno de

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los golpes más fuertes recibidos en mivida. Había incluso ido a ver a don Juanpara pedir su auxilio. Fue la únicaoportunidad en que le solicité apoyo.Escuchó mi petición y rompió a reírestrepitosamente. Su reacción meresultó tan insólita que ni siquiera meenfadé. Lo único que pude hacer fue uncomentario acerca de lo que yoconsideraba falta de sensibilidad.

—¿Qué quieres que haga? —mehabía preguntado don Juan.

Le respondí que, puesto que era unbrujo, podría ayudarme a recuperar a miamiguito, cosa que me consolaría.

—Estás equivocado; un guerrero no

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busca nada que le consuele —habíaafirmado, en un tono que no admitíaréplica.

Luego se dedicó a aniquilar misargumentos. Dijo que un guerrero nodebía dejar nada librado al azar, que unguerrero era realmente capaz de alterarel curso de los sucesos, valiéndose delpoder de su conciencia y de lainflexibilidad de su propósito. Dijo quesi mi intención de conservar y auxiliar aese niño hubiese sido inflexible, me lashabría arreglado para tomar las medidasnecesarias para que no se fuese de milado. Pero, tal como estaban las cosas,mi cariño no pasaba de ser una palabra,

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un arranque inútil de un hombre vacío.Llegado a ese punto, me informó acercade la vaciedad y la plenitud, pero optépor no oírle. Me limité a experimentarun sentimiento de pérdida, la carenciaque él había mencionado, según meparecía evidente, al referirse a lasensación de extravío de algoirreemplazable.

—Lo amaste, reverenciaste suespíritu, deseaste su bien; ahora debesolvidarlo —dijo.

Pero yo no había sido capaz dehacerlo. Se trataba de algo terriblementevigente en mis emociones, a pesar deque el tiempo se había encargado de

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suavizarlas. En cierto momento, creíhaber logrado olvidar; pero una noche,un incidente desencadenó un profundocataclismo en mi interior. Me dirigía ami despacho cuando una joven mexicaname abordó. Estaba sentada en un banco,aguardando un autobús. Quería saber siese autobús la llevaría a un hospital deniños. Yo no lo sabía. Explicó que supequeño tenía una temperatura muyelevada desde hacía tiempo, y ellaestaba preocupada porque no teníadinero. Me acerqué y vi a un crío, de piesobre el banco, con la cabeza apoyadaen el respaldo. Vestía una chaqueta,pantalones cortos y gorra. No tenía más

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de dos años. Debió de haberme visto,porque se arrimó al extremo del asientoy puso la fren te contra mi pierna.

—Me duele la cabecita —me dijo.Su voz era tan débil y sus ojos

oscuros tan tristes, que una oleada deangustia irreprimible hizo presa en mí.Lo alcé y los llevé, a él y a su madre, alhospital más cercano. Allí los dejé, trasdar a la madre el dinero necesario parapagar lo requerido. Pero no quisequedarme, ni saber más de él. Deseabacreer haberle ayudado, saldando conello mi deuda con el espíritu delhombre.

Había aprendido de don Juan la

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fórmula «saldar la deuda con el espíritudel hombre». En una ocasión,preocupado por el hecho de no haberlepagado por todo lo hecho por mí, lepregunté si había algo en el mundo quepudiese hacer para reparar su esfuerzo.Salíamos de un banco, tras cambiaralgunos dólares por moneda mexicana.

—No necesito que me pagues —dijo—, pero si quieres saldar una deuda,haz tu depósito a nombre del espíritudel hombre. La suma es siempre muypequeña, y, sea cual sea la cantidad quese aporte, es más que sufi ciente.

Al auxiliar a aquel niño enfermo, nohabía hecho sino pagar al espíritu del

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hombre cualquier ayuda que mipequeño pudiese recibir dedesconocidos en su camino.

Dije a la Gorda que mi cariño haciaél seguiría vivo durante el resto de misdías, aunque no volviera a verle nunca.Quise agregar que su recuerdo sehallaba tan profundamente enterrado quenada podía alcanzarlo, pero desistí dehacerlo. Entendí que hubiese sidosuperflua la referencia. Además,oscurecía y yo quería salir de eseagujero.

—Es mejor que nos vayamos —dije—. Te llevaré a tu casa. Tal vez mástarde tengamos ocasión de hablar sobre

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estas cosas.Se rió de mí, tal como don Juan solía

hacerlo. Evidentemente, mis palabrasdebían de haberle parecido hartocómicas.

—¿Por qué ríes, Gorda? —pregunté.—Porque sabes perfectamente que

no podemos irnos de aquí con tantafacilidad —replicó—. Tienes una citacon el poder aquí. Y yo también.

Regresó a la cueva y entró en ella agatas.

—Ven —chilló desde dentro—. Nohay modo de irse.

Reaccioné de la manera másincongruente. Entré gateando y volví a

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sentarme cerca de ella. Resultabaobvio que me había tendido una trampa.Yo no había ido allí para tenerenfrentamiento alguno. Debí habermepuesto furioso. En cambio, permanecíimpasible. No podía mentirmediciéndome que aquello era tan sólo unalto en mi camino hacia Ciudad deMéxico. Me encontraba en ese lugarporque una fuerza que sobrepasaba micapacidad racional me había impelido air.

Me tendió la libreta y me instó aescribir. Me dijo que, si lo hacía, nosólo me relajaría, sino que además larelajaría a ella.

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—¿En qué consiste esa cita con elpoder? —pregunté.

—El Nagual me dijo que tú y yoteníamos una cita con algo allí fuera.Antes tuviste una cita con doña Soledady otra con las hermanitas. Era desuponerse que acabaran contigo. ElNagual dijo que, si sobrevivías a esosasaltos, debía traerte aquí, paraconcurrir juntos a la tercera cita.

—¿De qué clase de cita se trata?—A decir verdad, no lo sé. Como

todo, depende de nosotros. En estemismo instante hay allí fuera algunascosas que te han estado aguardando. Lodijo porque he venido aquí sola muchas

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veces y no ocurrió nada. Pero esta nochela situación es distinta. Tú estás aquí yvendrán.

—¿A qué se debe que el Nagualtrate de destruirme? —pregunté.

—¡Pero sin no trata de destruir anadie! —protestó la Gorda—. Tú eressu hijo. Ahora quiere que seas él mismo.Más él mismo que el resto de nosotros.Pero para ser un verdadero Nagualdebes exigir tu poder. De otro modo nohubiese puesto tanto cuidado en queSoledad y las hermanitas te acechasen.Él enseñó a Soledad la forma decambiar su aspecto y rejuvenecer. Laindujo a instalar un piso diabólico en su

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habitación. Un piso al que nadie puedeoponerse. Como sabes, Soledad estávacía, así que el Nagual le prestó ayudapara realizar algo gigantesco. Le destinóuna misión, una misión sumamentedifícil y peligrosa, pero que era la únicaadecuada para ella: acabar contigo. Leexpuso que no había nada más difícilpara un brujo que eliminar a otro. Esmás fácil que un individuo corrientemate a un brujo, o que un brujo mate a unhombre corriente. El Nagual explicó aSoledad que lo más conveniente paraella era sorprenderte y asustarte. Y esofue lo que ella hizo. El Nagual laconvirtió en una mujer apetecible, con la

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fi nalidad de que pudiese arrastrarte a suhabitación; una vez allí, el suelo tehechizaría. Por lo que yo sé, nadie, loque se dice nadie, se le puede resistir.Ese suelo fue la obra maestra delNagual, por lo que hace a Soledad. Peroalgo hiciste con el suelo que obligó aSoledad a variar sus tácticas, según lasinstrucciones del Nagual. Él le dijo quesi el suelo fallaba y no conseguíatomarte por sorpresa y atemorizarte,debía hablarte y contarte todo lo quedesearas saber. El Nagual la adiestrópara que se expresara correctamente,como último recurso. Pero Soledad nologró superarte siquiera por ese medio.

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—¿A qué se debía el que fuese tanimportante supe rarme?

Se detuvo y me estudiódetenidamente. Se aclaró la garganta yse puso rígida. Alzó la vista hacia elbajo techo de la cueva y exhaló el aireruidosamente por la nariz.

—Soledad es mujer, como yo —dijo—. Te diré algo referente a mi propiavida y tal vez llegues a comprend erla.

—Una vez tuve a un hombre. Medejó embarazada cuando yo era muyjoven y tuve dos hijas de él. Una trasotra. Mi vida era un infierno. Seemborrachaba y me pegaba día y noche.Y lo odiaba y me odiaba. Y me puse

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gorda como un cerdo. Un día llegó otrohombre y me dijo que yo le gustaba yque deseaba que me fuese con él atrabajar como criada en la ciudad. Eracons ciente de mi capacidad de trabajo ylo único que pretendía era explotarme.Pero mi vida era tan miserable que medejé engañar y me marché con él. Erapeor que el primero, mezquino ytemible. Al cabo de una semana, más omenos, no podía soportarme. Y solíadarme las peores palizas que puedasimaginar. Pensé que me iba a matar, sinestar siquiera borracho; todo elloporque yo no había encontrado trabajo.Entonces me envió a pedir a las calles

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con un niño enfermo. Él pagaba a lamadre con una parte del dinero que yorecaudaba. Y luego me pegaba por nohaber reunido lo suficiente. El niño seponía cada vez más enfermo; yo sabíaque si moría mientras yo estuviesepidiendo, él me asesinaría. De modo queun día, sabiendo que él no estaría, fue ala casa de la madre del niño y se loentregué, junto con algo del dinerohecho ese día. Había sido una jornadaafortunada para mí; una amableextranjera me había dado cincuentapesos para medicinas para el crío.

—Había pasado con ese hombrehorrible tres meses, y tenía la impresión

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de que habían sido veinte años.Empleé el dinero que había conservadopara regresar a casa. Estaba nuevamenteembarazada. El pretendía que tuviese elhijo como soltera; de modo de noresponsabilizarse de él. Al volver a mipueblo, intenté ver a mis hijas, pero selas había llevado la familia de su padre.Ésta se reunió conmigo, alegando quedeseaban hablarme; en cambio, mellevaron a un lugar desierto y mepegaron con palos y piedras y medejaron por muerta.

La Gorda me mostró las numerosascicatrices que llevaba en el cuerocabelludo.

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—Hasta este día ignoro cómoregresé al poblado. Incluso, perdí elhijo que llevaba en el vientre. Fui a casade una tía que aún vivía; mis padres yahabían muerto. Me dio un lugar en elcual descansar y me atendió. La pobreme alimentó durante dos meses, hastaque estuve en condiciones delevantarme.

—Llegó el día en que mi tía me dijoque aquel hombre estaba en el pueblo,buscándome. Había dicho a la policíaque me había dado dinero poradelantado y yo había huidollevándomelo, tras asesinar a un niño.Comprendí que ese era el fin para mí.

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Empero, el destino me favoreció unavez más y conseguí marcharme en elcamión de un norteamericano. Lo vivenir por el camino y alcé la manodesesperadamente; el hombre se detuvoy me dejó subir. Me trajo hasta estaregión de México. Me dejó en la ciudad.Yo no conocía a nadie. Vagué durantedías, como un perro loco, comiendodesperdicios en las calles. Fue entoncesque mi suerte cambió por última vez.

—Conocí a Pablito, con quien tengouna deuda que jamás podré pagar. Mellevó a su carpintería y me permitiódormir en un rincón. Lo hizo porque ledi pena. Me encontró en el mercado:

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tropezó y cayó encima de mí. Yo estabasentada, pidiendo. Una polilla, o unaabeja, no sé bien qué, le entró en un ojo.Giró sobre sus talones y perdió elequilibrio y cayó exactamente sobre mí.Imaginé que estaría fuera de sí, que megolpearía; en cambio, me dio dinero. Lepregunté si me podría proporcionartrabajo. Fue entonces cuando me llevó asu tienda y me proveyó de una plancha yuna mesa para planchar, de manera queme fuera posible ganarme la vida comolavandera.

—Me fue muy bien. Aparte de queengordé, ya que toda la gente a la queservía me daba sus sobras. A veces

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llegaba a comer dieciséis veces por día.No hacía sino comer. Los chicos de lacalle se burlaban de mí, y se meacercaban a hurtadillas y me pisaban lostalones y algunos llegaban a hacermecaer. Me hacían llorar con sus bromascrueles, especialmente cuando meechaban a perder el trabajo adrede,ensuciando la ropa que tenía preparada.

—Un día, muy entrada la noche,llegó un viejo misterioso a ver aPablito. Nunca lo había visto. No sabíaque Pablito tuviese relación con hombrealguno tan intimidante, tan imponente.Le di la espalda y seguí trabajando.Estaba sola. De pronto, sentí sus manos

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en el cuello. Mi corazón de detuvo. Nopodía gritar; no podía siquiera respirar.Caí de rodillas y ese hombre horribleme sujetó la cabeza, tal vez durante unahora. Luego se marchó. Estaba tanaterrorizada que no me moví del lugaren que me había dejado caer hasta lamañana siguiente. Pablito me encontróallí; rió y dijo que debía sentirme muyorgullosa y feliz porque el viejo era unpoderoso brujo y uno de sus maestros.Estaba desconcertada; no podía creerque Pablito fuese un brujo. Me dijo quesu maestro había visto volar polillas enun círculo perfecto en torno de micabeza. También había visto a la muerte

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rondándome. Esa era la razón por lacual había actuado con la velocidad delrelámpago, cambiando la dirección demis ojos. También me explicó que elNagual me había impuesto las manos yhabía entrado en mi cuerpo, y que yo notardaría en ser diferente. Yo no teníaidea de aquello a lo que se refería.Tampoco tenía idea de lo que habíahecho el viejo loco. Pero no meimportaba. Yo era como un perro al quetodos apartan a puntapiés. Pablito habíasido la única persona amable conmigo.Al principio creí que me quería pormujer. Pero era demasiado fea y gorda ymaloliente. Lo único que pretendía era

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ser amable conmigo.—El viejo loco volvió una noche y,

nuevamente, me cogió por el cuellodesde atrás. Me lastimó en formaterrible. Grité y aullé. No sabía qué eralo que estaba haciendo. Nunca me decíauna palabra. Le temía mortalmente. Mástarde comenzó a hablarme y a decirmequé hacer de mi vida. Me gustaba lo quedecía. Me llevaba a todas partes con él.Pero mi vaciedad era mi peor enemigo.No podía aceptar sus costumbres, demodo que un día se hartó de mimarme yenvió al viento en mi busca. Estaba solaen los fondos de la casa de Soledad esedía, y sentí que el viento cobraba una

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gran fuerza. Soplaba a través de lacerca. Penetraba en mis ojos. Quiseentrar en la casa, pero mi cuerpo estabaasustado y, en vez de trasponer lapuerta de la casa, me dirigí hacia lacerca. El viento me empujaba y me hacíagirar sobre mí misma. Intenté regresar,pero fue inútil. No podía superar laviolencia del viento. Me arrastró porsobre las colinas y me apartó de loscaminos y terminé dando con mis huesosen un profundo agujero, semejante a unatumba. El viento me retuvo allí días ydías, hasta que hube decidido cambiar yaceptar mi destino sin resistenciaalguna. Entonces el viento cesó, y el

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Nagual me encontró y me llevó de vueltaa la casa. Me dijo que mi misiónconsistía en dar aquello de lo quecarecía, amor y afecto, y en cuidar delas hermanas, Lidia y Josefina, más quede mí misma. Comprendí entonces queel Nagual había pasado añosdiciéndomelo. Mi vida había concluidolargo tiempo atrás.

Él me ofrecía una nueva, y éstadebía serlo por completo. No podíallevar a ella mis viejos modos. Aquellaprimera noche, la noche en que dioconmigo, las polillas le revelaron miexistencia; yo no tenía motivos parare belarme contra mi destino.

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—Mi cambio se produjo al empezara preocuparme más por Lidia y Josefinaque por mí misma. Hice todo lo que elNagual me dijo y una noche, en estemismo barranco y en esta misma cueva,hallé mi plenitud. Dormía en el mismolugar en que me encuentro ahora, cuandoun ruido me despertó. Alcé los ojos yme vi como había sido otrora: joven,fresca, delgada. Era mi espíritu, queiniciaba su camino de regreso a mí. Enun principio no quería acercarse,porque aún se me veía bastanteespantosa. Pero acabó por no poderresistirse y se aproximó. Entoncescomprendí de golpe aquello que el

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Nagual había intentado durante añoscomunicarme. Él decía que, cuando setiene un niño, nuestro espíritu pierdefuerza. Para una mujer, el tener una niñasignifica una pérdida de capacidad. Elhaber tenido dos, como en mi caso, erael fin. Lo mejor de mi fortaleza y de misilusiones había ido a parar a esas niñas.Me robaron cierta pujanza, como yo, aldecir del Nagual, la había robado a mispadres. Ese es nuestro destino. Un chicoroba la mayor parte de su potencia a supadre; una niña, a su madre. El Nagualafirmaba que quien ha tenido niñospuede decir, a menos que sea tan tercocomo tú, que echa de menos algo suyo.

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Cierta locura, cierta nerviosidad, ciertopoder que antes poseía. Solía tenerlo,pero ¿dónde se halla ahora? El Nagualsostenía que se encontraba en elpequeño que daba vueltas en torno de lacasa, lleno de energías, lleno deilusiones. En otras palabras, completo.Decía que, si observáramos a los niños,estaríamos en condiciones de aseverarque son valerosos, que se mueven asaltos. Si observamos a sus padres, lesvemos cautelosos y tímidos. Ya nosaltan. Según el Nagual, explicábamosel fenómeno fundándonos en la idea deque los padres son adultos y tienenresponsabilidades. Pero eso no es

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cierto. Lo cierto es que han perdidocierta pujanza.

Pregunté a la Gorda qué hubiesedicho el Nagual si yo le hubieracomunicado que conocía padres conmucho más espíritu y más capacidad quesus hijos.

Rió, cubriéndose el rostro confingido azoramiento.

—Puedes interrogarme —dijo,sofocando una risilla—. ¿Quieres saberqué pienso?

—Claro que quiero saberlo.—Esa gente no tiene más espíritu;

simplemente han sido más fuertes y hanpreparado a sus hijos para ser

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obedientes y sumisos. Los hanatemorizado para toda la vida; nadamás.

Le narré el caso de un hombre queconocía, padre de cuatro hijos, que a loscincuenta y tres años había cambiado suvida por completo. Ello supuso el quedejara a su esposa y su puesto ejecutivoen una gran corporación, al cabo demás de veinticinco años de esfuerzo enpro de su carrera y su familia. Arrojótodo por la borda osadamente y se fue avivir en una isla de Pacífico.

—¿Quieres decir que se fue solo? —preguntó la Gor da con sorpresa.

Había dado por tierra con mi

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argumento. Hube de admitir que se habíamarchado con su prometida, devein titrés años.

—La cual sin duda está completa —agregó la Gorda.

Tuve que reconocer que era cierto.—Un hombre vacío se vale

permanentemente de la plenitud de unamujer —prosiguió—. La plenitud de unamujer es más peligrosa que la de unhombre. Ella se muestra informal, deánimo inestable, nerviosa, aunquetambién capaz de grandestransformaciones. Mujeres así están encondiciones de sostenerse por símismas e ir a cualquier parte. No harán

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nada una vez allí, pero ello es debido aque de partida no habrá nada en ellas.La gente vacía, por otra parte, no puededar saltos semejantes, pero es más dignade crédito. El Nagual decía que la gentevacía es como las lombrices, que mirana su alrededor antes de avanzar,retroceden y luego recorren otrobrevísimo trecho. La gente completasiempre anda a saltos, da saltosmortales, y, las más de las veces,aterriza de cabeza, pero a ellos no lesimporta.

—El Nagual decía que, para entraral otro mundo, uno debe estar completo.Para ser brujo es imprescindible

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disponer de la totalidad de la propialuminosidad, es decir, de toda lacapacidad del espíritu, sin agujeros niremiendos. De modo que un brujo vacíodebe recobrar la plenitud. Hombre omujer, ha de estar completo para entraren ese mundo de allí fuera, esa eternidaden la cual, ahora, el Nagual y Genaronos esperan.

Calló y se me quedó mirandodurante un momento muy largo. La luzera escasísima para escribir.

—¿Cómo recobraste tu plenitud? —pregunté.

Se sobresaltó al oír mi voz. Repetíla pregunta. Clavó la vista en el techo

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de la cueva antes de responder.—Tuve que negar a aquellas dos

niñas —dijo—. En una ocasión elNagual te explicó cómo hacerlo, pero noquisiste escucharle. Todo consiste envolver a hacerse con la fuerza,robándola. Él decía que era así como seperdía, por el camino más arduo, y quese debía recuperar del mismo modo,por el camino más arduo.

—Él me guió, y lo primero que meobligó a hacer fue negar mi cariño poraquellas dos niñas. Tuve que hacerlosoñando. Poco a poco aprendí a noquererlas. El Nagual me dijo que esoera inútil: se debe aprender a no

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preocuparse y no a no querer. Cuandolas niñas ya no significasen nada paramí, debía volver a verlas, imponerlesmis ojos y mis manos. Debía golpearlascon suavidad en la cabeza y permitirque mi costado izquierdo les arrebatasela fuerza.

—¿Y qué les sucedió?—Nada. Jamás sintieron nada. Se

fueron a su casa y ahora parecen dospersonas adultas. Vacías, como lamayoría de quienes las rodean. No lesgusta la compa ñía de muchachos porqueno les sirven de nada. Yo diría que susituación es cómoda. Las libré de todalocura. No la necesitaban; yo sí. No

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había sabido lo que hacía alentregársela. Además, aún conservan lapujanza robada a su padre. El Nagualtenía razón: ninguna advirtió su pérdida,en tanto yo tuve conciencia de miganancia. Al mirar hacia el exterior deesta cueva, vi todas mis ilusiones,alineadas como una fila de soldados. Elmundo era luminoso y nuevo. Tanto elpeso de mi cuerpo como el de miespíritu habían desaparecido y yo erare almente un nuevo ser.

—¿No sabes cómo fue que learrebataste la fuerza a tus hijas?

—¡No son mis hijas! Nunca tuvehijas. Mírame.

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Salió de la cueva, se alzó la falda yme mostró su cuerpo desnudo. Loprimero en llamar mi atención fue lodelgada y musculosa que era.

Me instó a acercarme y examinarla.Su cuerpo se veía tan magro y firme quetuve que concluir que no era posible quehubiese tenido hijos. Apoyó la piernaizquierda sobre una roca más alta y memostró la vagina. Su insistencia endemostrar su transformación era tal, queme vi impelido a reír para dar riendasuelta a mi nerviosismo. Dije que no eramédico y, por tanto, no me hallaba ensituación de aseverar nada, pero queestaba seguro de que decía la verdad.

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—Claro que digo la verdad —afirmó, y volvió a entrar a la cueva—.Jamás salió nada de mi útero.

Tras una breve pausa respondió a mipregunta, que yo ya había olvidado bajoel impacto de su exhibición.

—Mi costado izquierdo me devolvióla fuerza —dijo—. Todo lo que tuve quehacer fue ir a visitar a las niñas. Estuvecon ellas cuatro o cinco veces, paraacostumbrarlas a mi presencia. Habíancrecido e iban a la escuela. Pensaba queme costaría cierto esfuerzo el noquererlas, pero el Nagual me dijo queello no tenía importancia, que debíaquererlas si lo necesitaba. Así, que las

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quise. Pero las quise como se puedequerer a un extraño. Mi mente estabacompleta, mis propósitos eranfirmísimos. Deseo entrar en el otromundo estando aún viva, de acuerdo conlas propuestas del Nagual. Para hacerlo,necesito únicamente la fuerza de miespíritu. Necesito mi plenitud. ¡Nadapuede apartarme de ese mundo! ¡Nada!

Me miró de modo desafiante.—Deberías negar a los dos: a la

mujer que te vació y al pequeño quecontaba con tu cariño; eso, si aspiras ala plenitud. Te resultará fácil negar a lamujer. El niño es otra cosa. ¿Crees queaquel inútil afecto justifica tu

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imposibilidad para entrar en ese reino?No tenía una respuesta para ella. No

se trataba de que no quisiera pensar enello, sino que me sentía totalmenteconfundido.

—Soledad debe quitar su fuerza aPablito, si quiere entrar en el nagual —prosiguió—. ¿Cómo diablos va ahacerlo? Pablito, por muy débil que sea,es un brujo. Pero el Nagual concedió aSoledad una única oportunidad. Le dijoque ese momento único podía ser aquélen que tú entrases en la casa; a partir deentonces, no sólo nos indujo a cambiarde casa, sino que nos impuso ayudarle aensanchar el sendero de entrada a su

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vivienda, para que pudieses llegar conel coche hasta la puerta. Le dijo que, sivivía una vida impecable, lograríaatraparte y sorber toda tu luminosidad:todo el poder que el Nagual dejó en elinterior de tu cuerpo. No le resultaríadifícil hacerlo. Puesto que ellamarchaba en la dirección opuesta, le eraposible reducirte a la nada. Su granproeza iba a consistir en llevarte a uninstante de inde fensión.

—Una vez te hubiese dado muerte, tuluminosidad habría incrementado supoder y ella se habría lanzado sobrenosotras. Yo era la única que lo sabía.Lidia, Josefina y Rosa le tienen cariño.

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Yo no; yo conocía sus designios. Noshabría destruido una a una, cuando se leocurriese, puesto que nada tenía queperder y sí en cambio, qué ganar. ElNagual me dijo que no le quedaba otrocamino. Me confió las niñas y meexplicó lo que debía hacer en el casode que Soledad te asesinara e intentaseapoderarse de nuestra luminosidad.Suponía que aún me quedaba unaoportunidad de salvarme y, quizás,salvar también a alguna de las otras tres.Verás: Soledad no es una mala mujer,en absoluto; simplemente está haciendolo que le corresponde hacer a unguerrero impecable. Las hermanitas la

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quieren más que a sus propias madres.Es una verdadera madre para ellas. Esoera, decía el Nagual, lo que la ponía enventaja. A pesar de mis esfuerzos no heconseguido separar de ella a lashermanitas. De modo que, si te hubiesematado, se habría apoderado de almenos dos de esas tres almas confiadas.Luego, al desaparecer tú del panorama,Pablito quedaba indefenso. Soledad lohabría aplastado como a un insecto.Entonces, completa y con poder, habríaentrado en ese mundo de allí fuera. Si yome hubiese encontrado en su situación,habría tratado de hacer exactamente lomismo.

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—Como ves, para ella la cuestiónera todo o nada. Cuando llegaste, todosse habían marchado. Aparentemente,era el fin para ti y para algunos denosotros. Pero todo terminó siendo lanada para ella y una oportunidad paralas hermanitas. En cuanto supe que lahabías derrotado, recordé a lasmuchachas, que era su turno. El Nagualhabía dicho que debían esperar hasta lamañana para cogerte desprevenido. Quela mañana no era un buen momento parati. Me ordenó mantenerme aparte y nointerferir a las hermanitas; debíaintervenir únicamente en el caso de queintentases perjudicar su luminosidad.

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—¿Se suponía que ellas tambiéniban a matarme?

—Bueno… sí. Tú eres el ladomasculino de su luminosidad. Suintegridad es a veces su desventaja. ElNagual las trataba con mano de hierro ylas mantenía en equilibrio, pero ahoraque él se ha ido no hay manera denivelarlas. Tu luminosidad podíalograrlo.

—¿Y tú, Gorda? ¿Debo esperar quetú también tra tes de acabar conmigo?

—Ya te he dicho que soy diferente.He alcanzado un equilibrio. Mivaciedad, que era mi desventaja, esahora mi ventaja. Un brujo que ha

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recuperado su integridad está nivelado,en tanto que un brujo que siempre estuvocompleto está un poco desequilibrado.Como lo estaba Genaro. Pero el Nagualestaba nivelado porque había estadoincompleto, como tú y como yo; tal vezmás que tú y que yo. Tenía tres hijos yuna hija. Las hermanitas son comoGenaro; están ligeramentedesequilibradas. Y las más veces tantensas que no tienen límites.

—¿Y yo, Gorda? ¿Debo yo tambiénperseguirlas?

—No. Solamente ellas podían habersacado provecho al absorber tuluminosidad. Tú no puedes sacar

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provecho de la muerte de nadie. ElNagual te legó un poder especial, unasuerte de equilibrio que ninguno denoso tros posee.

—¿No les es posible aprender atener ese equilibrio?

—Claro que sí. Pero eso no tienenada que ver con la misión que lashermanitas debían cumplir. Estaconsistía en robarte el poder. Por ellose fueron uniendo hasta llegar aconstituir un solo ser. Se prepararonpara beberte de un trago como un vasode soda. El Nagual hizo de ellasseductoras de primer orden,especialmente de Josefina. Montó para

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ti un espectáculo sin par. Comparadocon él, la tentativa de Soledad era unjuego de niños. Ella es una mujer tosca.Las hermanitas son verdaderas brujas.Dos de ellas ganaban tu confianza, entanto la tercera te asustaba y te dejabaindefenso. Jugaron sus cartas a laperfección. Te dejaste engañar yestuviste a punto de sucumbir. El únicoinconveniente era que tú habíaslastimado y curado la luminosidad deRosa la noche anterior, y ello la habíapuesto nerviosa. De no haber sido por sunerviosidad, que la llevó a morderte elcostado con tanta fuerza, lo másprobable es que ahora no estuvieses

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aquí. Lo vi todo desde la puerta. Lleguéen el preciso instante en que las ibas aaniquilar.

—¿Pero qué podía hacer yo paraaniquilarlas?

—¿Cómo lo voy a saber? No soy tú.—Lo que te pregunto es qué me viste

hacer.—Vi a tu doble salir de ti.—¿Cómo era?—Como tú, desde luego. Pero muy

grande y amenazador. Tu doble lashabría matado. Así que entré y lointerrumpí.

—Tuve que valerme de lo mejor demi poder para tranquilizarte. Las

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hermanas no me podían ayudar.Estaban perdidas. Y tú estabas furiosoy violento. Cambiaste de color delantenuestro dos veces. Uno de los coloresera tan intenso que temí que me diesesmuerte también a mí.

—¿Qué color era, Gorda?—Blanco, ¿qué otro, si no? El doble

es blanco, blanco amarillento, como elsol.

La miré. La sonrisa eracompletamente nueva para mí.

—Sí —continuó—, somos trozos delsol. Es por ello que somos seresluminosos. Pero nuestros ojos no llegana captar esa luminosidad porque es muy

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débil. Sólo los ojos de un brujo alcanzana verla, y ello al cabo de toda una vidade esfuerzos.

Su revelación me había tomadototalmente por sorpresa. Traté de ponerorden en mis pensamientos paraformular la pregunta más adecuada.

—¿Te habló el Nagual alguna vezdel sol? —pregunté.

—Sí. Todos somos como el sol,aunque de modo muy, muy tenue.Nuestra luz es muy débil; no obstante, detodos modos, es luz.

—Pero ¿dijo que tal vez el sol fueseel nagual? —in sistí desesperadamente.

La Gorda no me respondió. Produjo

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una serie de sonidos involuntarios conlos labios. Aparentemente, pensabacómo contestar a mi inquisición.Aguardé, preparado para tomar nota delo que dijese. Tras una larga pausa,salió a gatas de la cueva.

—Te mostraré mi débil luz —dijo,con cierta frialdad.

Se dirigió al centro del pequeñobarranco, frente a la cueva, y se sentó encuclillas. Desde donde me encontrabano veía lo que estaba haciendo, de modoque también salí de la cueva. Me detuvea tres o cuatro metros de ella. Metió lasmanos bajo la falda, siempre encuclillas. De pronto, se puso de pie.

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Unía los puños cerrados flojamente; loselevó por sobre su cabeza y abrió losdedos de golpe. Oí un sonido seco,como un estallido, y vi salir chispas delos mismos. Volvió a cerrar los puños ya abrirlos de golpe, y de ellos surgióotro torrente de chispas larguísimas. Sepuso nuevamente en cuclillas y hurgóbajo la falda. Parecía estar extrayendoalgo del pubis. Repitió el movimiento delos dedos, a la vez que ponía las manospor sobre la cabeza, y vi cómo de ellosse desprendía un haz de largas fibrasluminosas. Tuve que ladear la cabezapara contemplarlas contra el cielo yaoscuro. Unían el aspecto de largos

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filamentos luminosos rojizos.Terminaron por perder el color ydesaparecer.

Se puso en cuclillas una vez más y,cuando abrió los dedos, emanó de ellosuna asombrosa cantidad de luces. Elcielo estaba lleno de rayos de luz. Eraun espectáculo fascinante. Absorbió porcompleto mi atención; no podía apartarlos ojos de él. No observaba a la Gorda.Contemplaba las luces.Repentinamente, un grito me obligó amirarla, y alcancé a verla asir una de laslíneas que generaba y subir hasta laparte más alta del cañón. Estaba allíconvertida en una enorme sombra oscura

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contra el cielo, y luego descendió alfondo del barranco dan do tumbos, comosi bajara una escalera deslizándosesobre el viento.

Súbitamente la vi contemplándome.Sin darme cuenta, había caído sentado.Me puse en pie. Ella estaba empapadaen sudor y jadeaba, tratando de recobrarel aliento. Durante un lapsoconsiderable le fue imposible hablar.Comenzó a trotar sin moverse del lugar.No me atreví a tocarla. Finalmente,pareció serenarse lo bastante comopara volver a entrar en la cueva.Descansó unos minutos.

Había actuado con tanta rapidez que

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casi no me había dado ocasión deconsiderar lo sucedido. En el momentode su exhibición, había experimentadoun dolor insoportable, acompañado decierto cosquilleo, exactamente debajodel ombligo. Yo no había hecho elmenor esfuerzo físico y, sin embargo,también jadeaba.

—Creo que es hora de ir a nuestracita —dijo, sin aliento—. Mi vuelo nosha abierto a ambos. Tú sentiste mi vueloen el vientre; eso significa que estásabierto y en condiciones de enfrentartecon las cuatro fuerzas.

—¿A qué fuerzas te refieres?—A los aliados del Nagual y de

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Genaro. Tú los has visto. Son horrendos.Ahora se han liberado de las calabazasdel Nagual y de Genaro. La otra nocheoíste a uno de ellos rondar la casa deSoledad. Te están esperando. En elmomento en que caiga la noche, seránincontenibles. Uno de ellos llegó aseguirte a la luz del día en la casa deSoledad. Esos aliados nos pertenecenahora, a ti y a mí. Nos llevaremos doscada uno. No sé cuáles. Y tampoco sécómo. Todo lo que me dijo el Nagualfue que tú y yo deberíamos atraparlospor nosotros mismos.

—¡Espera! ¡Espera! —grité.No me permitió hablar. Con

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suavidad, me tapó la boca con la mano.Sentí una punzada de terror en la bocadel estómago. Ya en el pasado me habíavisto enfrentado con algunosinexplicables fenómenos a los que donJuan y don Genaro llamaban sus aliados.Había cuatro y eran entes tan realescomo cualquier objeto. Su aspecto eratan extravagante que suscitaba en mí untemor incomparable toda vez que losveía. El primero que había conocidopertenecía a don Juan; era una masaoscura, rectangular, de dos metros ymedio o tres de altura y uno o uno ymedio de ancho. Se movía con laaplastante imponencia de una piedra

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gigantesca y respiraba tan pesadamenteque me hacía pensar en un fuelle.Siempre lo hallaba en la oscuridad, denoche. Lo imaginaba como una puertaque anduviese mediante el expediente degirar primero sobre uno de sus ángulosinferiores y luego sobre el otro.

El segundo con que me había topadoera el aliado de don Genaro. Se tratabade un hombre incandescente, de largorostro, calvo, extraordinariamente alto,con gruesos labios y ojos entrecerrados.Siempre llevaba pantalones demasiadocortos para sus largas y delgadaspiernas.

Había visto a esos dos aliados en

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numerosas ocasiones, en compañía dedon Juan y de don Genaro. El verlosdaba inevitablemente lugar a unaseparación insuperable entre mi razón ymi percepción. Por una parte, no teníamotivo alguno para pensar que lo queme sucedía fuese real, y, por otra, nohabía modo posible de dejar de lado lacertidumbre de mi percepción.

Puesto que siempre habíanaparecido en momentos en que meencontraba cerca de don Juan y de donGenaro, los había clasificado comoproductos de la poderosa influencia queaquellos dos hombres habían ejercidosobre mi sugestionable personalidad. A

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mi entender, o bien se trataba de eso, obien se trataba de que don Juan y donGenaro tenían en su posesión fuerzas alas que denominaban sus aliados,fuerzas capaces de manifestarse ante míbajo la forma de esas horrendascriaturas.

Una de las características de losaliados era que nunca me permitíanobservarlos detenidamente. Habíaintentado muchas veces concentrar todami atención en ellos, pero siempre habíaterminado por encontrarme confundido ydisociado.

Los otros dos aliados eran másesquivos. Los había visto sólo una vez:

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un jaguar de amarillos candentes y unvoraz y enorme coyote. Las dos bestiaseran en esencia agresivas y arrolladoras.El jaguar era de don Genaro y el coyotede don Juan.

La Gorda salió de la cueva. Laseguí. Ella abría la marcha. Dejarnosatrás el sendero y nos vimos frente a unagran llanura rocosa. Se detuvo y me dejóganar la delantera. Le dije que si mepermitía abrir la marcha, iba a tratar dellegar al coche. Me dijo que sí con lacabeza y se pegó a mí. Sentía su pielfría y húmeda. Parecía hallarse muyagitada. Todo esto ocurríaaproximadamente a un kilómetro del

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lugar en que había aparcado; para llegarallí, debíamos cruzar el desierto derocas. Don Juan me había enseñado lasituación de un camino oculto quediscurría por entre grandes cantosrodados, casi junto a la montaña quecerraba el llano hacia el Este. Me dirigía él. Cierto impulso desconocido meguiaba; de otro modo, habría seguidopor la misma senda por la cualhabíamos atravesado la planicie, sobreterreno raso.

Tuve la impresión de que la Gordaaguardaba algo espantoso. Se aferró amí. Abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Vamos por el buen camino? —

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pregunté.No respondió. Se quitó el chal y lo

retorció hasta hacerle cobrar el aspectode una cuerda larga y espesa. Rodeó mitalle con ella, cruzó los extremos yrodeó el suyo. Hizo al cabo un nudo, demanera que quedamos unidos por unlazo que tenía forma de ocho.

—¿Para qué hiciste eso? —quisesaber.

Negó con la cabeza. Lecastañeteaban los dientes, pero no podíadecir una sola palabra. Su temor parecíaser extremo. Me empujó para quesiguiese andando. No logré evitarpreguntarme por qué yo mismo no estaba

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a punto de volverme loco de susto.Cuando alcanzamos el sendero alto,

el agotamiento físico comenzaba a hacerpresa en mí. Jadeaba y tuve que respirarpor la boca. Distinguí el contorno de losgrandes cantos rodados. No había luna,pero el cielo estaba tan claro quepermitía reconocer formas. Me di cuentade que la Gorda también jadeaba.

Intenté detenerme para recobrar elaliento, pero me dio un ligero empellóny movió la cabeza negativamente. Estabaa punto de hacer una broma para quebrarla tensión, cuando oí un ruido sordo,desconocido. Moví en forma instintivala cabeza hacia la derecha, para que mi

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oído izquierdo recorriese el lugar.Contuve la respiración un instante yentonces percibí con claridad quealguien más que la Gorda y yorespiraba pesadamente. Atendí de nuevopara asegurarme antes decomunicárselo. No había duda de queesa impresionante forma se hallaba entrelas rocas. Cubrí la boca de la Gorda conla mano, sin detener la marcha y leindiqué que contuviese el aliento. Sepodía haber afirmado que la formaestaba muy cerca. Aparentemente, sedeslizaba con la mayor discreción que lecabía. Jadeaba con suavidad.

La Gorda estaba sobrecogida. Se

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echó al suelo, poniéndose en cuclillas;me arrastró con ella, debido al chal quellevábamos atado a la cintura. Metió lasmanos bajo las faldas un momento yluego se puso de pie; tenía los puñoscerrados y, cuando los abrió, de laspun tas de sus dedos surgió una lluvia dechispas.

—Méate las manos —susurró, através de sus dien tes apretados.

—¿Qué? —dije, incapaz decomprender lo que me pedía.

Susurró la orden tres o cuatro veces,cada vez con mayor perentoriedad.Debió de haberse dado cuenta de que yono entendía sus intenciones, porque se

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volvió a agachar y mostró a las clarasque se estaba orinando las manos. Lamiré consternado, mientras las gotas deorina que salpicaba con los dedos setransformaban en chispas rojizas.

Mi mente quedó en blanco. No sabíaqué era más apasionante, si la visión aque la Gorda daba lugar con su orina, oel jadeo del ente que se acercaba. Noestaba en condiciones de decidir cual delos dos estímulos atraía más miatención; ambos eran fascinantes.

—¡De prisa! ¡Hazlo en las manos!—gruñó la Gorda entre dientes.

La oía, pero mi atención estabadislocada. Con voz implorante, la Gorda

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agregó que mis chispas haríanretroceder a la criatura que se nosaproximaba. Ella comenzó a gimotear yyo a desesperarme. Ya no solamenteescuchaba, sino que percibía con todo elcuerpo a aquella entidad. Intentéorinarme las manos; mi esfuerzo fueinútil. Estaba demasiado cohibido ynervioso. La agitación de la Gorda hizopresa en mí y luché denodadamente pororinar. Al final, lo logré. Sacudí losdedos tres o cuatro veces, pero nadasurgió de ellos.

—Hazlo nuevamente —dijo laGorda—. Toma cierto tiempo hacerchispas.

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Le dije que había expelido toda miorina. En sus ojos lucía una mirada de lamás profunda angustia.

En ese momento vi a la enormeforma rectangular moverse hacianosotros. Por una u otra razón, no meresultaba amenazante, aunque la Gordaestuviese a pun to de desmayarse.

De pronto desató el chal y, de unbrinco, se situó sobre una roca a misespaldas, aferrándose a mí desde detrásy colocando la barbilla sobre mi cabeza.Prácticamente, se había encaramado amis espaldas. En el instante en queadoptamos esa posición, la forma cesóen su marcha. Siguió jadeando, a unos

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ocho metros de no sotros.Yo experimentaba una enorme

tensión, aparentemente concentrada enel tronco. Pasado un rato supe, sinninguna duda, que de seguir en esapostura perderíamos toda nuestraenergía y caeríamos en poder de lo quefuese que nos acechaba.

Le dije que debíamos echar a corrersi queríamos conservar la vida. Ellanegó con la cabeza. Parecía haberrecobrado su fuerza y su confianza. Dijoentonces que debíamos enterrar lacabeza entre los brazos y echarnos, conlos muslos contra el estómago. Recordéque una noche, años atrás, don Juan me

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había hecho hacer lo mismo, en uncampo desierto de MéxicoSep tentrional, al verme sorprendido poralgo igualmente desconocido, y, sinembargo, igualmente real para missentidos. En aquella ocasión, don Juanme había dicho que huir era inútil, y quelo único que cabía hacer era permaneceren el lugar, en la posición que la Gordaaca baba de recomendar.

Estaba a punto de arrodillarmecuando inesperadamente tuve lasensación de que habíamos cometido unterrible error al dejar la cueva.Debíamos retornar a ella a toda costa.

Pasé el chal de la Gorda por sobre

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mis hombros y por debajo de misbrazos. Le indiqué que sujetase laspuntas encima de mi cabeza, trepase amis espaldas y se sostuviera en ellas,preparándose para resistir las sacudidasmediante el expediente de aferrar el chaly valerse de él a modo de arreo. Añosantes, don Juan me había enseñado quelos sucesos extraños, como la formarectangular que teníamos delante, debíanenfrentarse tomando actitudesinesperadas. Me dijo que una vez sehabía tropezado con un ciervo, y éste lehabía «hablado»; él permaneció cabezaabajo durante el encuentro, paraasegurar su supervivencia y reducir la

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tensión de la situación.Yo me proponía correr, esquivando

la forma rectangular, y volver a lacaverna con la Gorda a hombros.

Me dijo en voz muy baja queregresar a la cueva era imposible. ElNagual le había recomendado nopermanecer allí por nada del mundo. Leexpliqué, tras preparar el chal paraella, que mi cuerpo tenía la certeza deque allí estaríamos a salvo. Merespondió que era cierto, y que daríaresultado, pero que en realidad nodisponíamos de ningún medio paracontrolar esas fuerzas. Necesitábamosun recipiente especial, alguna especie de

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calabaza, del tipo de aquellas que yohabía visto pender de los cinturones dedon Juan y de don Genaro.

Se quitó los zapatos, trepó a miespalda y se afirmó allí. La sujeté porlas pantorrillas. Cuando aferró laspuntas del chal, sentí la tensión en lasaxilas. Aguardé hasta que hubo halladosu equilibrio. Andar en la oscuridadcon una carga de sesenta kilos era unahazaña considerable. La marcharesultaba muy lenta. Conté veintitréspasos y me vi obligado a dejarla en elsuelo. El dolor en los hombros erainsoportable. Le dije que, si bien eramuy delgada, me estaba quebrando las

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clavículas.Lo más llamativo, de todos modos,

era el que la forma rectangular hubiesedesaparecido de la vista. Nuestraestrategia había dado resultado. LaGorda propuso cargarme a hombros untrecho. La idea me pareció ridícula; mipeso excedía las posibilidades de cargade su ligero esqueleto. Decidimosandar un rato, atentos a lo que ocurriera.

El silencio que nos rodeaba eramortal. Caminábamos lentamente,apoyándonos el uno en el otro. Nohabíamos recorrido sino unos pocosmetros cuando volví a oír extrañosruidos de respiración, un siseo suave y

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prolongado, semejante al de un felino.Me apresuré a cargarla a hombrosnuevamente y anduvimos otros diezpasos.

Sabía que era necesario mantener lasorpresa como táctica si queríamos salirde ese lugar. Estaba tratando deimaginar una serie de otras actitudes queno fuese cargar con la Gorda, igualmenteinesperadas, cuando ella se quitó suslargas vestiduras. En un solomovimiento, quedó desnuda. Hurgó enel suelo buscando algo. Oí un ruido dequebradura y se puso de piesosteniendo una rama de un arbustobajo. Rodeó mis hombros y cuello con

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el chal e hizo una suerte de soporte enforma de red en que poder sentarse, conlas piernas en torno de mi pecho, comose lleva a los niños pequeños. Entoncesenganchó su vestido en la rama y laelevó por sobre su cabeza. Comenzó aagitar la rama, dando a la tela un extrañomovimiento. A ese efecto agregó unsilbido, semejante al chillido peculiarde la lechuza noc turna.

Después de recorrer unos noventametros, oímos sonidos similaresprocedentes de detrás de nosotros y denuestros costados. Inició el reclamo deotra ave, un grito agudo parecido al delpavo real. A los pocos minutos,

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llamadas idénticas que provenían detodo el alrededor le hacían eco.

Años atrás, yo había presenciado unfenómeno similar de respuesta a vocesde pájaros, estando con don Juan. Habíapensado entonces que los sonidos losproducía el propio don Juan, oculto enla oscuridad próxima, o algún asociadosuyo muy cercano, como don Genaro,que le estuviese ayudando a crear en míun temor insuperable, un miedo capaz deobligarme a echar a correr en laoscuridad sin siquiera tropezar. DonJuan había denominado a la particularacción de correr en la oscuridad«marcha de poder».

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Pregunté a la Gorda si conocía elmodo de emprender la marcha depoder. Dijo que sí. Le expuse queíbamos a intentarla, aun cuando yo nome sentía completamente seguro delograrlo. Me respondió que no era elmomento ni el lugar para ello y señaloun punto delante de nosotros. Micorazón, que hasta entonces habíalatido con prisa, comenzó a batirsalvajemente en mi pecho. Exactamenteenfrente, a unos tres metros, en mediodel sendero, se encontraba uno de losaliados de don Genaro, el extrañohombre incandescente, de largo rostro ycráneo calvo. Quedé congelado en el

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lugar. Oí el chillido de la Gorda como siviniese de muy lejos. Golpeaba miscostados frenéticamente con sus puños.Su modo de actuar me impidióconcentrarme en el hombre. Me hizovolver la cabeza, primero hacia laizquierda, luego hacia la derecha. A miizquierda, casi en contacto con mipierna, percibí la negra masa de unfelino de feroces ojos amarillos. A miderecha, un enorme coyotefosforescente. Detrás de nosotros, casipegada a la espalda de la Gorda, estabala forma oscura y rectangular.

El hombre nos dio la espalda y echóa andar por el sendero. Yo también me

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puse en marcha. La Gorda seguíaaullando y gimoteando. La formarectangular se hallaba a punto deatraparla por la espalda. Oía susmovimientos, y sus sonoros tumbos. Elruido que producía al andarreverberaba en las rocas del lugar. Elfrío de su aliento alcanzaba mi cuello.Sabía que la Gorda estaba al borde de lalocura. Y también yo. El felino y elcoyote me rozaron las piernas.Escuchaba claramente su siseo y sugruñido, cada vez más fuertes.Experimenté, en ese momento, lanecesidad irracional de reproducircierto sonido que me había enseñado

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don Juan. Los aliados me respondieron.Seguí haciéndolo frenéticamente, yellos respondiéndome. La tensióndisminuía poco a poco y, antes de quellegásemos al camino, yo formaba partede una escena sumamente extravagante.La Gorda seguía a mis espalda,enancada en mí, agitando con alegría suvestido en lo alto, como si nadahubiese ocurrido, adaptando el ritmo desus movimientos al sonido que yoproducía, en tanto cuatro criaturas delotro mundo respondían, a la vez quemarchaban a mi paso, rodeándonos porlos cuatro lados.

Así llegamos al camino. Pero yo no

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quería partir. Tenía la impresión de quefaltaba algo. Me quedé inmóvil, con laGorda a hombros, y emití un sonidoespe cial, intermitente, aprendido de donJuan. Él había dicho que era la llamadade las polillas. Para realizarlo, habíaque valerse del borde interno de la manoizquier da y los labios.

Tan pronto como lo efectué, todopareció entrar en el más pacífico de losdescansos. Los cuatro entes merespondieron y, en cuanto lo hicieron,comprendí cuáles eran los quemarcharían conmigo.

Entonces me dirigí al coche, bajé ala Gorda de mi espalda, depositándola

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en el asiento del conductor yempujándola hacia el lado opuesto aldel volante. Partimos en absolutosilencio. Algo me había afectado encierto momento y mis pensamientos nofuncionaban como tales.

La Gorda propuso que, en vez de ir asu casa, fuésemos a la de don Genaro.Dijo que Benigno, Néstor y Pablitovivían allí, pero estaban fuera. Supropuesta me atrajo.

Una vez en la casa, la Gordaencendió una lámpara. El lugar no habíacambiado en absoluto desde la últimavez en que yo había visitado a donGenaro. Nos sentamos en el suelo.

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Alcancé un banco y puse sobre él milibreta de notas. No estaba cansado ydeseaba escribir, pero era incapaz dehacerlo. No podía apuntar nada.

—¿Qué te dijo el Nagual de losaliados? —pregunté.

Aparentemente, mi pregunta la cogiócon la guardia baja. No sabía cómoresponder.

—No puedo pensar —dijo porúltimo.

Era como si nunca antes hubieseexperimentado esa situación. Se paseabade aquí para allí, delante de mí.Pequeñas gotas de transpiración sehabían formado en la punta de su nariz y

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en su labio superior.De repente, me aferró por la mano y

prácticamente me arrastró hasta fuera dela casa. Me condujo hasta un barrancocercano, y allí vomitó.

Sentí el estómago descompuesto.Dijo que el poder de los aliados habíasido demasiado grande y que debíatratar de devolver. La miré, esperandouna explicación más clara. Me cogió lacabeza y me metió un dedo en lagarganta, con la precisión de unaenfermera que se ocupa de un niño; yconsiguió que vomitara. Explicó que losseres humanos poseían, en torno alestómago, un delicado halo, muy

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sensible a las fuerzas externas. A veces,cuando el forcejeo era demasiadoviolento, como en el caso del contactocon los aliados, o incluso, en el caso deencuentros con gente fuerte, el halo eraagitado, cambiaba de color o sedesvanecía por completo. Encircunstancias tales, lo único que sepodía hacer era, sencillamente, vomitar.

Me sentía mejor, pero noenteramente recuperado. Me dominabauna impresión de cansancio, de pesadezen los ojos. Regresamos a la casa. Alllegar a la puerta, la Gorda husmeó elaire como un perro y declaró que sabíacuáles eran mis aliados. Su aseveración,

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que de ordinario no hubiese tenido otrosignificado que aquél de su alusión, oaquel que yo quisiese atribuirle, tuvo laespecial cualidad de un mecanismocatártico. Puso mi capacidad pensanteen marcha a velocidad explosiva. Depronto, recobraron su ser mis procesosmentales habituales. Me vi brincandocomo si las ideas tuviesen fuerza propia.

Lo primero que se me ocurrió fueque los aliados eran entidades reales, talcomo había supuesto sin osar admitirlo,ni tan siquiera para mí mismo. Los habíavisto y percibido y me habíacomunicado con ellos. Estaba eufórico.Abracé a la Gorda y me lancé a

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explicarle el punto capital de mi dilemaintelectual. Había visto a los aliados sinla ayuda de don Juan ni de don Genaro,y ese hecho tenía la mayor importanciadel mundo para mí. Conté a la Gordaque en cierta ocasión había informado adon Juan haber visto a uno de losaliados; él se había echado a reír y mehabía dicho que no me diese tantaimportancia y no hiciese caso de lo queha bía visto.

Nunca había querido creer queestuviese teniendo alucinaciones, perotambién me negaba a aceptar queexistiesen los aliados. Mi formaciónracionalista era inflexible. No era

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capaz de dar el salto. Esta vez, sinembargo, todo era diferente, y la ideade que hubiese sobre esta tierra seresrealmente pertenecientes al otromundo, sin ser ajenos al nuestro,rebasaba mis posibilidades decomprensión. Concedí a la Gorda,bromeando, que habría dado cualquiercosa por estar loco. Ello hubieseliberado cierta parte de mí de laaplastante responsabilidad de renovarmi concepción del mundo. Lo másirónico era que difícilmente nadietuviese tanta voluntad como yo derehacer su concepción del mundo, en unnivel puramente intelectual. Pero eso no

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bastaba. Nunca había bastado. Y esehabía sido durante toda mi vida elobstáculo insuperable, la grieta mortal.Había tenido la esperanza de juguetearcon el mundo de don Juan, pero sinterminar de convencerme; por esa razón,no pasaba de ser un cuasi-brujo.Ninguno de mis esfuerzos había pasadode corresponder a una fatua ilusión dedefenderme con lo intelectual, como sime encontrase en una academia, dondetodo puede hacerse entre las ocho de lamañana y las cinco de la tarde, hora enla cual uno, debidamente cansado, se vaa casa. Don Juan solía hacer mofa deello; decía: tras arreglar el mundo de un

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modo muy bello y luminoso, elacadémico se va a casa, a las cinco enpunto, para olvidar su arreglo.

Mientras la Gorda preparaba algo decomer, trabajé febrilmente en mis notas.Me sentí mucho más sereno después decenar. La Gorda estaba del mejor de losánimos. Hizo payasadas, tal como hacíadon Genaro, imitando mis gestos alescribir.

—¿Qué sabes de los aliados,Gorda? —pregunté.

—Tan sólo lo que el Nagual me dijo—replicó—. Que los aliados eran lasfuerzas a las cuales los brujos aprendena controlar. Él tenía dos en su calabaza,

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al igual que Genaro.—¿Cómo se las arreglaban para

mantenerlos dentro de sus calabazas?—Nadie lo sabe. Todo lo que el

Nagual sabía era que, antes de someteral aliado, era necesario dar con unacalabaza pequeña, perfecta y con cuello.

—¿Y dónde se puede hallar esaclase de calabaza?

—En cualquier parte. El Nagual measeguró que, en caso de sobrevivir alataque de los aliados, debíamoslanzarnos a la búsqueda de la calabazaperfecta, que debe ser del tamaño delpulgar de la mano izquierda. Ese era eltamaño de la calabaza del Nagual.

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—¿Has visto tú su calabaza?—No. Nunca. El Nagual decía que

una calabaza de esa clase no está en elmundo de los hombres. Es como unpequeño lío que se puede ver pendiendode sus cinturones. Pero si se la observadeliberadamente, no se ve nada.

—La calabaza, una vez encontrada,debe cuidarse con gran esmero. Por logeneral, las brujas las hallan en lasparras de los bosques. Las cogen y lassecan y las vacían. Y luego lasdesbastan y las pulen. Tan pronto comoel brujo tiene su calabaza, debeofrecerla a los aliados y persuadirlospara que vivan en ella. Si los aliados

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consienten, la calabaza desaparece delmundo de los hombres y los aliados seconvierten en una ayuda para el brujo.El Nagual y Genaro eran capaces dehacer hacer a sus aliados todo lo quenecesitasen. Cosas que no podían hacerpor sí mismos. Como por ejemplo,enviar al viento en mi busca, u ordenar aaquel pollito que se metiese en la blusade Lidia.

Oí un siseo peculiar, prolongado, alotro lado de la puerta. Era exactamenteel mismo que había oído en casa dedoña Soledad dos días antes. Esa vezsupe que era el jaguar. No me asusté. Enrealidad, habría salido a ver al jaguar, si

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la Gorda no me hubiese detenido.—Aún estás incompleto —dijo—.

Los aliados te van a devorar si sales portu propia iniciativa. Especialmente eseatrevido que vino a rondar.

—Mi cuerpo se siente muy seguro—protesté.

Me palmeó la espalda y me retuvocontra el banco sobre el cual estabaescribiendo.

—Aún no eres un brujo completo —dijo—. Tienes un enorme parche en elcentro de ti y la fuerza de los aliados telo arrancaría. Ellos no bromean.

—¿Qué es lo que se supone que unodeba hacer cuando un aliado se le

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acerca de ese modo?—No importa el modo en que lo

hagan. El Nagual me enseñó apermanecer en equilibrio y no buscarnada con ansiedad. Esta noche, porejemplo, yo sé qué aliados tecorresponderían, si alguna vez consiguesuna calabaza y la preparas como esdebido. Tú debes estar deseandohacerte con ellos. Yo no. Lo másprobable es que nunca me los lleve. Sonun verdadero problema.

—¿Por qué?—Porque son fuerzas y, como tales,

pueden vaciarte hasta reducirte a lanada. El Nagual sostenía que se estaba

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mejor sin nada que no fuera nuestraresolución y nuestra voluntad. Algúndía, cuando estés completo, tal vezdebamos decidir acerca de laconveniencia de llevarlos con nosotroso no.

Le dije que, personalmente, megustaba el jaguar, a pesar de que habíaalgo de despótico en él.

Me miró con curiosidad. Habíasorpresa y confusión en sus ojos.

—Realmente me gusta —dije.—Dime qué viste —replicó.Comprendí entonces que, hasta ese

momento, había estado dando pordescontado que ella había visto lo

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mismo que yo. Describí con grandetalle a los cuatro aliados, tal comolos había percibido. Me escuchó conmucha atención y parecía embelesadapor mi relato.

—Los aliados no tienen forma —dijo cuando terminé—. Son como unapresencia, como un viento, como unbrillo. El primero que hallamos estanoche era una negrura que pretendíaintroducirse en mi cuerpo. Por eso grité.Lo sentí a punto de treparse por mispiernas. Los demás eran solamentecolores. Su luminosidad era tan intensa,sin embargo, que se veía el senderocomo si es tuviéramos a la luz del día.

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Sus afirmaciones me dejaron atónito.Había terminado por admitir, tras añosde luchas y sobre la sola base de nuestroencuentro de esa noche con ellos, quelos aliados poseían una formaconsensual, una sustancia susceptiblede ser percibida del mismo modo porlos sentidos de todos.

Bromeando, hice saber a la Gordaque ya había apuntado en mi libreta quese trataba de criaturas con forma.

—¿Qué voy a hacer ahora? —pregunté, sin realmente esperar unarespuesta.

—Es muy sencillo —dijo—. Escribeque no lo son.

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Me di cuenta de que tenía toda larazón.

—¿Por qué los veo comomonstruos? —pregunté.

—Ese no es ningún misterio —respondió—. Tú toda vía no has perdidola forma humana. Lo mismo me sucedíaa mí. Solía ver a los aliados comopersonas; todos ellos eran indios conrostros horribles y miradas canallas.Solían esperarme en lugares desiertos.Yo creía que me seguían por micondición de mujer. El Nagual reía hastapor los codos ante mis temores. Pero yose guía estando muerta de miedo. Uno deellos venía a menudo a sentarse en mi

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cama, y la sacudía hasta que medespertaba. El miedo que me daba esealiado es algo que prefiero no recordar,ni siquiera ahora, que he cambiado.Creo que esta noche les tuve tanto miedocomo entonces.

—¿Quieres decir que ya no los vescon forma huma na?

—No. Ya no. El Nagual te ha dichoque un aliado carece de forma. Tienerazón. Un aliado es sólo una presencia,un ayudante que es nada, a pesar de sertan real como tú y como yo.

—¿Han visto las hermanitas a losaliados?

—Todas los han visto una que otra

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vez.—¿Son también para ellas los

aliados únicamente una fuerza?—No. Ellas son como tú; aún no han

perdido su forma humana. Ninguna deellas. Para todos ellos, las hermanitas,los Genaro y Soledad, los aliados soncosas horrendas; con ellos, los aliadosse comportan como malévolas,espantosas criaturas de noche. La solamención de los aliados lleva a Lidia,Josefina y Pablito a la locura. Rosa yNéstor no los temen tanto, pero tampocoquieren tener nada que ver con ellos.Benigno está en lo suyo, de modo que nole atañen. Por eso a él no le molestan;

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ni a mi. Pero los demás son presa fácilde los aliados, especialmente ahora,cuando se hallan fuera de las calabazasdel Nagual y de Genaro. Pasan el tiempobuscándonos.

—El Nagual me dijo que en tantouno conserva la forma humana, sólo lees posible reflejar esa apariencia, y,puesto que los aliados se alimentandirectamente de nuestra fuerza vital, delcentro de nuestro estómago, por logeneral nos enferman; es entoncescuando los vemos como criaturaspesadas, feas.

—¿Hay algo que podamos hacerpara protegernos, o para variar el

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aspecto de esas criaturas?—Todo lo que tienes que hacer es

perder tu forma humana.—¿Qué quieres decir?Mi pregunta pareció no tener sentido

para ella. Me miró sin comprender,como si aguardase que le aclarara lo queacababa de decir. Cerró los ojos uninstante.

—No sabes nada acerca del moldehumano y la forma humana, ¿verdad? —preguntó.

Me quedé mirándola.—Acabo de ver que nada sabes

acerca de ello —dijo, y sonrió.—Tienes toda la razón —repliqué.

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—El Nagual me dijo que la formahumana es una fuerza —prosiguió—. Yel molde humano es… bueno… unmolde. Dijo que todo tenía un moldeparticular. Las plantas tienen moldes,los animales tienen moldes, los gusanostienen moldes. ¿Estás seguro de que elNagual nunca te mostró el moldehumano?

Le hice saber que había esbozado elconcepto, pero de manera muy breve, encierta ocasión en que había intentadoexplicarme un sueño. En el sueño encuestión había visto a un hombre ocultoen la oscuridad de un estrecho barranco.Hallarle allí me sobresaltaba. Le miraba

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por un momento y entonces el hombre seadelantaba y se me hacía visible. Estabadesnudo y su cuerpo resplandecía. Suapariencia era endeble, casi quebradiza.Sus ojos me agradaban. Eran amistososy profundos. Me resultaban muybondadosos. Pero luego regresaba a laoscuridad del barranco y sus ojos seconvertían en dos espejos, seasemejaban a los de un animal feroz.

Don Juan aseveró que yo había dadocon el molde humano «soñando».Explicó que los brujos contaban en su«soñar» con una vía que les llevaba almolde, y que el molde de los hombresera una entidad definida, una entidad a

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cuya visión accedíamos algunos enoportunidades en que nos hallábamosimbuidos de poder, y todos, sin duda, enel momento de nuestra muerte. Describióel molde como la fuente, el origen delhombre, puesto que, sin el molde, capazde concentrar la fuerza vital, no habíamodo de que la misma se organizasesegún la for ma humana.

Interpretó mi sueño como una visiónbreve y extraordinariamente sencilladel molde. Sostuvo que el sueñoconfirmaba el hecho de que yo era unsujeto en extremo simple y basto.

La Gorda rió y contó que lo mismole había dicho a ella. El visualizar el

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molde como un hombre corrientedesnudo, y luego como un animal,suponía una concepción sumamenteingenua del mismo.

—Tal vez no pasara de ser un sueñoestúpido, sin importancia —dije,intentando defenderme.

—No —dijo, con una gran sonrisa—. Como comprenderás, el moldehumano resplandece; y siempre se lohalla en charcas y barrancos estrechos.

—¿Por qué en barrancos y charcas?—pregunté.

—Se alimenta de agua. Sin agua nohay molde —replicó—. Sé que elNagual te llevaba a menudo a charcas,

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con la esperanza de mostrarte el molde;pero tu vaciedad te impedía ver nada.Lo mismo me sucedía a mí. Solíahacerme tender desnuda sobre una rocaen el centro mismo de una charcadesecada, pero lo único que lo graba erapercibir la presencia de algo que meaterrorizaba al punto de ponerme fuerade mí.

—¿Por qué impide la vaciedad verel molde?

—El Nagual afirmaba que todo en elmundo es una fuerza; un rechazo o unaatracción. Para ser atraídos orechazados debemos ser como una vela,como un cometa al viento. Pero si

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tenemos un agujero en el centro denuestra luminosidad, las fuerzas pasan através de él y jamás nos afectan.

—El Nagual me contó que Genaro teapreciaba mucho e intentaba hacertetomar conciencia del agujero de tucentro. Echaba a volar su sombrero almodo de una cometa para atormentarte;llegó a tirar de los bordes de eseagujero hasta provocarte diarrea, pero túnunca caíste en la cuenta de lo queestaba haciendo.

—¿Por qué nunca me hablóclaramente, como lo ha ces tú?

—Lo hizo, pero no le escuchaste.Su declaración me resultaba

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imposible de creer. Aceptar que mehabía hablado sin que yo me hubiesedado por enterado, era impensable.

—¿Alguna vez viste el molde,Gorda? —pregunté.

—Claro; cuando volví a estarcompleta. Un día, sola, fui hasta aquellacharca, y allí estaba. Era un ser radiante,luminoso. No pude mirarlodirectamente. Me cegó. Pero estar en supresencia me bastó. Me sentí feliz yfuerte. Y eso era lo único importante; loúnico. Estar allí era todo lo quedeseaba. El Nagual decía que a veces, sitenemos el suficiente poder personal,obtenemos una visión del molde,

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aunque no seamos brujos; cuando esoocurre, decimos que hemos visto a Dios.Él afirmaba que lo llamábamos Diosporque era justo hacerlo. El molde esDios.

—Me costó una barbaridad entenderal Nagual, porque yo era una mujersumamente religiosa. No tenía nada en elmundo, salvo mi religión. De modo queme producía escalofríos el oír las cosasque el Nagual solía decir. Pero luego mecompleté y las fuerzas del mundocomenzaron a atraerme, y comprendí queel Nagual tenía razón. El molde esDios. ¿Qué piensas?

—El día en que lo vea, te lo diré,

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Gorda —dije.Rió y me contó que el Nagual se

burlaba frecuentemente de mí,asegurando que el día en que yo viese elmolde me haría fraile franciscano,porque en lo profundo de mi ser era unalma mística.

—¿Era el molde que tú viste hombreo mujer? —pre gunté.

—Ninguna de las dos cosas. Erasimplemente un humano luminoso. ElNagual decía que podía haberle pedidoalgo. Que un guerrero no puedepermitirse dejar pasar lasoportunidades. Pero no se me ocurriópedirle nada. Mejor así. Guardo de ello

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el más hermoso de los recuerdos. ElNagual sostenía que un guerrero con elpoder suficiente puede ver el moldemuchas, muchas veces. ¡Qué granfortuna ha de suponer!

—Ahora bien; si el molde humano eslo que aglutina nuestra sustancia, ¿qué esla forma humana?

—Algo viscoso, una fuerza viscosaque nos hace ser lo que somos. ElNagual me dijo que la forma humanacarecía de forma. Al igual que losaliados que él llevaba en su calabaza, esnada; pero, a pesar de no tener forma,nos posee durante toda nuestra vida y nonos abandona hasta el momento de la

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muerte. Nunca he visto la forma humana,pero la he sentido en mi cuerpo.

Se lanzó entonces a la descripciónde una serie de sensaciones complejasque había experimentado en el curso decierto número de años, y que habíanculminado en una grave enfermedad,cuyo apogeo era un estado físico que merecordó las exposiciones que habíaleído acerca de los ataques cardíacos.Aseguró que la forma humana, comofuerza que era, había salido de su cuerporecién al cabo de una cruenta luchainterior, manifestada a su vez comoenfermedad.

—A juzgar por lo que narras, has

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tenido crisis car díacas —dije.—Tal vez —replicó—, pero hay

algo de lo que estoy segura: el día enque tuvieron lugar, perdí mi formahumana. Quedé tan débil que pasarondías antes de que pudiese siquieralevantarme del lecho. Desde entonces,no encontré la energía necesaria para sercomo antes, mi viejo ser. De tiempo entiempo, intentaba recobrar mis antiguoshábitos, pero me faltaba vigor paradisfrutar de ellos como otrora. Al cabo,dejé de lado toda tentativa.

—¿En qué radica la importancia deperder la forma?

—Un guerrero debe deshacerse de la

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forma humana si quiere cambiar,realmente cambiar. De otra manera, lascosas no pasan de ser una conversaciónsobre el cambio, como en tu caso. ElNagual decía que era inútil creer oesperar que sea posible cambiar lospropios hábitos. No se cambia un ápiceen tanto se conserva la forma humana.El Nagual me dijo que un guerrero sabeque no puede cambiar; es más: sabe queno le está per mitido. Es la única ventajaque tiene un guerrero sobre un hombrecorriente. El guerrero jamás sedecepciona al fracasar en una tentativade cambiar.

—Pero tú, Gorda, sigues siendo tú

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misma, ¿no?—No, ya no. La forma es lo único

que te hace seguir pensando que tú erestú. Cuando te abandona no eres nada.

—Pero tú sigues hablando, pensandoy sintiendo como lo has hecho siempre,¿verdad?

—En absoluto. Soy nueva.Rió y me abrazó como quien

consuela a un niño.—Solamente Eligio y yo hemos

perdido nuestra forma —prosiguió—.Fue una gran suerte para nosotros elperderla cuando el Nagual aún estabaentre nosotros. Tú pasarás una épocahorrible. Es tu destino. Quienquiera que

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sea el próximo en deshacerse de ella,me tendrá a mí por única compañía. Yalo lamento por aquel a quien lecorresponda.

—¿Qué más sentiste, Gorda, alperder tu forma, además de que ello tedejaba sin la energía suficiente?

—El Nagual me dijo que un guerrerosin forma comienza a ver un ojo. Veíaun ojo frente a mí toda vez que cerrabalos párpados. Llegó a tal extremo que nopodía descansar; el ojo me seguía atodas partes. Estuve a punto devolverme loca. Al cabo, supongo, meacostumbré a él. Ahora ni siquiera tomoen cuenta su presencia, puesto que ha

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pasado a formar parte de mí. El guerrerosin forma se vale de ese ojo paraempezar a so ñar. Si no tienes forma, note es necesario dormir para soñar. Elojo que tienes delante te lleva a ellocada vez que deseas ir.

—¿Exactamente, dónde está ese ojo,Gorda?

Cerró los ojos y movió la mano deun lado para otro frente a sus ojos,cubriendo su cara.

—Unas veces el ojo es muy pequeñoy otras es enorme —continuó—.Cuando es pequeño tu soñar es claro. Sies grande, tu soñar es como un vuelopor sobre las montañas, en el cual

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realmente no se ve mucho. Yo aún no hesoñado bastante, pero el Nagual me dijoque ese ojo es mi carta de triunfo. Algúndía, cuando pierda definitivamente laforma, no veré más el ojo; el ojo seconvertirá en lo mismo que yo, en nada,y, sin embargo, estará allí, como losaliados. El Nagual decía que todo debeser examinado a la luz de nuestra formahumana. Cuando no tenemos forma, nadatiene forma; no obstante, todo estápresente. Yo no lograba entender lo quequería decir, pero ahora sé que teníatoda la razón. Los aliados son tan sólouna presencia, y ese era el ojo. Pero porel momento ese ojo lo es todo para mí.

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A decir verdad, contando con ese ojo,nada más me hace falta para mi so ñar,inclusive en vigilia. Todavía no heconseguido esto último. Tal vez yo seacomo tú, un poco terca y perezosa.

—¿Cómo realizaste el vuelo que viesta noche?

El Nagual me enseñó a valerme demi cuerpo para generar luces, porque, detodos modos, somos luz; de modo queproduje chispas y destellos, y ellos, a suvez, atrajeron a las líneas del mundo.Una vez que he visto una, me es fácilcolgarme de ella.

—¿Cómo lo haces?—Me aferro a ella.

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Hizo un gesto con las manos. Laspuso en garra y luego las juntó, a laaltura de las muñecas, formando conellas una suerte de cuenco, con losdedos curvados hacia arriba.

—Debes aferrarte a la línea como unjaguar —prosiguió—, y no separarjamás las muñecas. Si lo haces, caes y tepartes el cuello.

Calló, y ello me obligó a mirarla, enespera de más revelaciones.

—No me crees, ¿verdad? —preguntó.

Sin darme tiempo a responder; seagachó y volvió a emprender suexhibición de chispas. Yo estaba sereno

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y sosegado y podía dedicar toda miatención a sus actos. En el momento enque abrió los dedos de golpe, todas lasfibras de su cuerpo dieron la impresiónde tensarse a la vez. Esa tensión parecíaconcentrarse en las puntas de sus dedosy proyectarse en forma de rayos de luz.La humedad de las yemas era realmenteun vehículo adecuado para el tipo deenergía que emanaba de su cuerpo.

—¿Cómo lo has hecho, Gorda? —pregunté maravi llado de verdad.

—Francamente, no lo sé —dijo—.Me limito a hacerlo. Lo he hechoinfinidad de veces y, sin embargo, sigoignorando cómo. Cuando cojo uno de

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esos rayos me siento atraída por algo.En realidad, no hago más que dejarmellevar por las líneas. Cuando quieroregresar, percibo que la línea no mequiere soltar y me pongo frenética. ElNagual decía que ese era el peor de misrasgos. Me asusto a tal punto que unode estos días me voy a lastimar. Perotambién supongo que uno de estos díasllegaré a tener aún menos forma yentonces no me asustaré. Aunque por loque recuerdo, hasta el día de hoy no hetenido problema alguno.

—Entonces, cuéntame, Gorda, cómohaces para de jarte llevar por las líneas.

—Volvemos a lo mismo. No lo sé.

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El Nagual me lo advirtió respecto de ti.Quieres saber cosas que no se puedensaber.

Me esforcé por aclararle que lo queme interesaba eran los procedimientos.En realidad, había renunciado a dar conuna explicación de los mismos, porquesus aclaraciones no me decían nada. Ladescripción de los pasos a seguir eraalgo completamente diferente.

—¿Cómo aprendiste a librar tucuerpo a las líneas del mundo? —pregunté.

—Lo aprendí en el soñar —dijo—,pero, sinceramente, no sé cómo. Parauna mujer guerrero, todo nace en el

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soñar. El Nagual me dijo, tal como a ti,que lo primero que debía buscar en missueños eran mis manos. Pasé añostratando de encontrarlas. Cada nochesolía ordenarme a mí misma hallar mismanos, pero era inútil. Jamás di connada en mis sueños. El Nagual eradespiadado conmigo. Aseveraba quedebía hallarlas o perecer. De modo quele mentí, contándole que habíaencontrado mis manos en sueños. ElNagual no dijo una palabra, pero Genaroarrojó el sombrero al piso y bailó sobreél. Me dio unas palmaditas en la cabezay afirmó que yo era realmente un granguerrero. Cuanto más me alababa, peor

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me sentía. Estaba a punto de comunicarla verdad al Nagual cuando el loco deGenaro me dio la espalda y soltó elpedo más largo y sonoro que yo hayaoído. Ciertamente, me hizo retroceder.Era como un viento caliente, viciado,repugnante y maloliente, exactamentecomo yo. El Nagual se ahogaba de risa.

—Corrí hacia la casa y me escondíallí. Por entonces era muy gorda. Comíamucho y tenía muchos gases. De modoque decidí no comer durante un tiempo.Lidia y Josefina me ayudaron. Ayunédurante veintitrés días, y entonces, unanoche, encontré mis manos en sueños.Eran viejas, y feas, y verdes, pero eran

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mías. Ese fue el comienzo. El resto fuefácil.

—¿Y qué fue el resto, Gorda?—Lo siguiente que el Nagual me

encomendó fue buscar casas o edificiosen mis sueños y observarlos, tratando deretener la imagen. Decía que el arte delsoñador consiste en conservar laimagen de su sueño. Porque eso es loque hacemos, de un modo u otro, durantetoda nuestra vida.

—¿Qué quería decir con eso?—Nuestro arte como personas

corrientes consiste en saber cómoretener la imagen de lo que vemos. ElNagual decía que lo hacemos, pero sin

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saber cómo. Nos limitamos a hacerlo;mejor dicho, nuestros cuerpos lohacen. Al soñar debemos hacer lomismo, con la diferencia de que en elsoñar hace falta aprender cómo hacerlo.Tenemos que luchar por no mirar, sinosólo dar un vistazo, y, no obstante,conservar la imagen.

—El Nagual me encargó que buscaraen mis sueños un refuerzo para miombligo. Tardé muchísimo porque nocomprendía el significado de suspalabras. Decía que, en el soñar,prestamos atención con el ombligo, porconsiguiente, debemos protegerlo bien.Necesitamos cierto calorcillo, o la

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sensación de que algo nos presiona elombligo para retener las imágenes ennues tros sueños.

—Hallé en mis sueños un guijarroque encajaba perfectamente en miombligo, y el Nagual me obligó abuscarlo día tras día, por charcas ycañones, hasta dar con él. Le hice uncinturón y aún lo llevo conmigo día ynoche. Al hacerlo así, me resulta másfácil conservar imá genes en mis sueños.

—Luego el Nagual me asignó latarea de dirigirme a lugares específicosen mi soñar. Lo estaba haciendorealmente bien, pero fue por entoncesque perdí la forma y comencé a ver el

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ojo frente a mí. El Nagual afirmó que elojo lo había cambiado todo, y me dioinstrucciones para que empezara avalerme del ojo para ponerme enmovimiento. Dijo que no tenía tiempo dellegar a mi doble en el soñar, pero queel ojo era aún mejor. Me sentídefraudada. Ahora me tiene sin cuidado.He utilizado ese ojo lo mejor que me fueposible. Le permito llevarme al soñar.Cierro los párpados y quedo dormidacomo si nada, inclusive a la luz del día yen cualquier parte. El ojo me atrae yentro en otro mundo. La mayor parte deltiempo no hago más que deambular porél. El Nagual nos dijo, a mí y a las

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hermanitas, que durante el períodomenstrual el soñar se convierte enpoder. Hay algo en ello que medesequilibra. Me vuelvo más osada. Y,tal como el Nagual nos enseñara, se abreuna grieta ante nosotras en esos días. Túno eres mujer, así que esto no debe tenermucho sentido para ti, pero dos díasantes de la regla una mujer puede abriresa grieta y pasar por ella a otromundo.

Extendió el brazo izquierdo y siguiócon la mano el contorno de una líneainvisible que, al parecer, corríaverticalmente ante ella.

—Durante ese tiempo una mujer, si

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lo desea, puede alejarse de las imágenesdel mundo —continuó la Gorda—. Esaes la grieta entre los mundos y, comodecía el Nagual, está precisamenteenfrente e todas nosotras. La razón porla cual el Nagual juraba que lasmujeres son mejores brujas que loshombres es que siempre tienen la grietadelante, en tanto que un hombre debehacerla. Te diré que soñando durantemis menstruaciones aprendí a volar conlas líneas del mundo. Aprendí a echarchispas con el cuerpo para atraer laslíneas, y luego aprendí a asirme a ellas.Y eso es todo lo que he aprendido hastaahora en el soñar.

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Reí y le comenté que yo nada teníaque mostrar al cabo de años de «soñar».

—Has aprendido a convocar a losaliados en el soñar —dijo, con granseguridad.

Le conté que don Juan me habíaenseñado a hacer aquellos sonidos. Nopareció creerme.

—Entonces los aliados deben venira ti en busca de su luminosidad —dijo,la luminosidad que él dejó en ti. Él medijo que todo brujo tenía una cantidadlimitada de luminosidad para regalar.De modo que la repartía entre sus hijosde acuerdo con órdenes recibidas dealguna parte, allí fuera, en esa

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inmensidad. En tu caso te ha legadoincluso su propia llamada.

Hizo chascas la lengua y me guiñóun ojo.

—Si no me crees —prosiguió—,¿por qué no haces el sonido que elNagual te enseñó y compruebas si losaliados vienen a ti?

No me sentía dispuesto a hacerlo.No porque creyese que mi sonido fueraa atraer nada, sino porque no queríacomplacerla.

Aguardó un momento, y, cuandoestuvo convencida de que yo no lo iba aintentar, se puso la mano sobre la boca eimitó mi sonido intermitente a la

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perfección. Lo hizo durante cinco o seisminutos, deteniéndose tan sólo pararespirar.

—¿Ves lo que quiero decir? —preguntó sonriendo—. A los aliados noles importa un rábano mi llamada, pormuy parecido que sea a la tuya. Ahoraprueba tú.

Probé. A los pocos segundos se hizooír la respuesta. La Gorda se puso depie de un salto. Tuve la claraimpresión de que se hallaba mássorprendida que yo. Se precipitó ahacerme callar, apagó la lámpara yrecogió mis notas.

Estaba a punto de abrir la puerta,

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pero se detuvo repentinamente; unsonido aterrador no llegó de fuera. Mepareció un gruñido. Era tan horrendo yamenazador que nos hizo dar un saltoatrás para alejarnos de la puerta. Mitemor físico era tan intenso que habríahui do, de haber tenido adónde ir.

Algo pesado estaba apoyado en lapuerta; la hacía crujir. Miré a la Gorda.Daba la impresión de estar aún másasustada que yo. Seguía con el brazoextendido como si fuese a abrir lapuerta. Tenía la boca abierta. Parecíahaber quedado paralizada en medio deun mo vimiento.

La puerta podía saltar en cualquier

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momento. Nada la golpeaba, pero estabasometida a una terrible presión, comoel resto de la casa.

La Gorda me dijo que me apresurasea abrazarla por detrás, cerrando lasmanos en torno a su talle, encima delombligo. Hizo entonces un extrañomovimiento con las manos. Fue como sisacudiese una toalla, sosteniéndola alnivel de los ojos. Lo repitió cuatroveces. Luego realizó otra curiosaacción. Llevó las manos al centro delpecho y las colocó, con las palmas haciaarriba una por encima de la otra, sintocarse. Los codos, separados delcuerpo y alineados. Cerró los puños

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como si de pronto asiera dos barrasinvisibles y poco a poco, las fuegirando, hasta quedar con las palmashacia abajo. Luego con gran esfuerzorealizó un hermoso movimiento, un actoen el cual parecía comprometer cadamúsculo de su cuerpo. Algo así como elabrir una pesada puerta corrediza, queofreciese gran resistencia. Todo sucuerpo vibraba por el esfuerzo. Movíalos brazos lenta, muy lentamente, aligual que si abriese una puerta muy, muypesada, hasta haberlos extendido porcompleto.

Tuve la clara impresión de que tanpronto como terminó de abrir esa

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puerta, por ella se precipitó un viento.Un viento que nos atrajo de modo dehacernos atravesar, literalmente, lapared. Tal vez fuese mejor decir que lasparedes nos atravesaron, o, quizás, quelos tres, la Gorda, la casa y yo,traspusimos la puerta que ella habíaabierto. De pronto me encontré encampo abierto. Veía las formas oscurasde las montañas y los árboles que nosrodeaban. Ya no ceñía el talle de laGorda. Un ruido procedente de la alturame obligó a alzar los ojos: la distinguísuspendida en el aire, a unos tres metrospor encima de mí, como el negrocontorno de una cometa gigante.

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Experimenté una tremenda comezón enel ombligo y la Gorda cayó a plomo, ala mayor velocidad; pero, en vez deestrellarse, se detuvo suavemente.

En el momento en que la Gordaaterrizó, la picazón del ombligo seconvirtió en un dolor nerviosohorriblemente agotador. Algo así comosi su contacto con la tie rra me arrancaseel interior. El dolor me hizo gritar a todopulmón.

Para entonces la Gorda se hallaba depie a mi lado, desesperadamente falta dealiento. Yo estaba sentado. Nosencontrábamos de nuevo en lahabitación de la que habíamos salido, en

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casa de don Genaro.La Gorda parecía incapaz de

recobrar el ritmo normal derespiración. Estaba cubierta de sudor.

—Tenemos que salir de aquí —murmuró.

Recorrimos en el coche un brevetrayecto, hasta la casa de las hermanitas.No encontramos a ninguna de ellas. LaGorda encendió una lámpara y me hizopasar directamente a la cocina trasera,al aire libre. Allí se desnudó y me pidióque la bañase como a un caballo,arrojándole agua al cuerpo. Cogí unpequeño cubo lleno de agua y comencé aderramarlo con delicadeza sobre ella,

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pero lo que pretendía era que laempapara.

Explicó que un contacto con losaliados, como el que habíamos tenido,producía una transpiración sumamentedañina, que debía eliminarse deinmediato. Me hizo quitar las ropas yluego me bañó con agua helada.Entonces me tendió un trozo de pañolimpio y nos fuimos secando en elcamino de entrada a la casa. Se sentó enla gran cama de la habitación delantera,tras colgar la lámpara sobre ella, en elsoporte del muro. Tenía las rodillaslevantadas y ello me permitíacontemplarla en detalle. Abracé su

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cuerpo desnudo, y fue entonces cuandocomprendí lo que había querido decirdoña Soledad al sostener que la Gordaera la mujer del Nagual. No teníaformas, como don Juan. Me resultabaimposible considerarla como mujer.

Comencé a vestirme. Me lo impidió.Dijo que antes de poder volver aponerme la ropa, debía asolearse. Medio una manta para que me la echarasobre los hombros, y cogió otra paraella.

—Ese ataque de los aliados fuerealmente terrorífico —dijo, una vez quenos hubimos sentado en la cama—. Adecir verdad, tuvimos muchísima suerte

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al salir con bien de sus garras. Yo notenía idea de por qué el Nagual mehabía indicado ir a casa de Genarocontigo. Ahora lo sé. Es en esa casadonde los aliados son más fuertes.Escapamos de ellos por un pelo. Fue unagran fortuna para nosotros el que yohaya sabido salir de allí.

—¿Cómo lo hiciste, Gorda?—Francamente, no lo sé —dijo—.

Sencillamente lo hice. Supongo que micuerpo supo cómo, pero cuando intentopensar en el modo preciso, lo encuentroimposible.

—Fue una gran prueba para ambos.No había comprendido hasta esta noche

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que era capaz de abrir el ojo; pero miralo que hice. Verdaderamente, abrí elojo, tal como el Nagual aseguraba quepodía hacer. Nunca lo había logradoantes de que llegaras. Lo habíaintentado, pero sin resultados. Esta vez,el miedo a esos aliados me llevó a cogerel ojo según las instrucciones delNagual, agitándolo cuatro veces en suscuatro direcciones. El aseveraba que selo debía sacudir como si se tratase deuna sábana, y luego abrirlo como a unapuerta, aferrándolo exactamente por elmedio. El resto fue muy fácil. Una vezla puerta se hubo abierto, sentí que unfuerte viento me atraía, en lugar de

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alejarme. La dificultad, según elNagual, consiste en regresar. Uno tieneque ser muy fuerte para hacerlo. ElNagual, Genaro y Eligio podían entrar ysalir de ese ojo como si nada.

Para ellos el ojo ya no era un ojo,decían que era como una luz anaranjada,como el sol. Y también el Nagual yGenaro eran una luz anaranjada cuandovolaban. Yo me encuentro aún en unpunto muy bajo de la escala; el Nagualdecía que al volar me expandía y se meveía como un montón de estiércol en elcielo. No tengo luz. Esa es la razón porla cual el retorno es tan terrible para mí.Esta noche me ayudaste, me atrajiste dos

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veces. Te mostré mi vuelo porque elNagual me ordenó dejártelo ver, pordifícil o pobre que fuese. Se suponía quecon mi vuelo te ayudaba, tal como sesuponía que tú me ayudabas al noocultarme tu doble. Vi todo tu accionardesde la puerta. Estabas tan atareadosintiendo pena por Josefina que tucuerpo no advirtió mi presencia. Vicómo tu doble te salía de la coronilla.Lo hizo retorciéndose como un gusano.Vi un estremecimiento que comenzabaen tus pies y te recorría entero; luegosalió el doble. Era como tú, pero muybrillante. Era como el propio Nagual.Es por eso que las hermanas quedaron

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petrificadas. Comprendí que creían quese trataba del Nagual en persona. Perono logré verlo todo. Perdí el sonido,porque no tenía atención para ello.

—¿Cómo has dicho?—El doble requiere tremendas

cantidades de atención. El Nagual tedio esa atención a ti, pero no a mí. Medijo que ya no tenía tiempo.

Agregó algo más, acerca de ciertaclase de atención, pero yo estaba muycansado. Me quedé dormido tanrepentinamente que ni siquiera tuvetiempo de poner a un lado mi libreta.

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CAPÍTULO CUARTO

LOS GENAROS

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Desperté alrededor de las ocho de lamañana siguiente y descubrí que laGorda había asoleado mis ropas ypreparado el desayuno. Lo tomamos enla cocina, en el lugar que hacía lasveces de comedor. Una vez quehubimos terminado, le pregunté porLidia, Rosa y Josefina. Parecían haberseesfumado de la casa.

—Están ayudando a Soledad —dijo—. Se está pre parando para partir.

—¿A dónde va?—A algún lugar, lejos de aquí. Ya

no tiene razón alguna para quedarse.Estuvo esperándote y tú ya has llegado.

—¿Las hermanitas se van con ella?

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—No. Sólo que hoy no quieren estaraquí. Todo hace pensar que para ellasno es un buen día para andar por ellugar.

—¿Por qué no es un buen día?—Los Genaros vienen a verte hoy y

las muchachas no congenian con ellos.Si se encuentran aquí, se lanzarán a lalucha más espantosa. La última vezestuvieron a punto de matarse.

—¿Luchan físicamente?—Ya lo creo. Son todos muy fuertes

y ninguno quiere el segundo puesto. ElNagual me advirtió que ello ocurriría,pero no tengo poder para detenerlos; yno solo eso, sino que he tenido que

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tomar partido, de modo que es un lío.—¿Cómo sabes que los Genaros

vendrán hoy?—No he hablado con ellos. Sólo sé

que hoy estarán aquí, eso es todo.—¿Lo sabes porque ves, Gorda?—Así es. Veo que vienen. Y uno de

ellos viene directamente hacia ti,porque le estás atrayendo.

Le aseguré que no atraía a nadie enparticular. Le dije que no había reveladoa nadie el propósito de mi viaje, peroque estaba relacionado con algo quedeseaba preguntar a Pablito y a Néstor.

Sonrió con coquetería y sostuvo queel destino me había unido a Pablito, que

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éramos muy parecidos, y que, a nodudarlo, él iba a ser el primero enverme. Agregó que todo lo que lesucedía a un guerrero debía interpretarsecomo un presagio; así, mi encuentro conSoledad era un presagio de aquello queiba a descubrir en mi visita. Le pedí queme explicara ese punto.

—Los hombres te darán poco estavez —dijo—. Son las mujeres las que teharán trizas, como lo hizo Soledad. Esoes lo que te diría, si leyera el presagio.Tú esperas a los Genaros, pero sonhombres, como tú. Y considera ese otropresagio: están un poco atrasadillos. Yodiría que llevan un atraso de un par de

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días. Ese es tu destino, al igual que el deellos: llevar siempre un par de días deatraso.

—¿Atraso con respecto a qué,Gorda?

—Con respecto a todo. Respecto delas mujeres, por ejemplo.

Rió y me acarició la cabeza.—Por testarudo que seas —

prosiguió—. Tendrás que admitir quetengo razón. Espera y verás.

—¿Te dijo el Nagual que loshombres estaban atrasados respecto delas mujeres? —pregunté.

—Desde luego —replicó—. Todo loque tienes que hacer es mirar a tu

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alrededor.—Lo hago, Gorda. Pero no veo tal

cosa. Las mujeres se hallan siempredetrás. Dependen de los hombres.

Se echó a reír. Su risa no revelabadesdén ni amargura; sonaba más bien aclara alegría.

—Conoces mejor el mundo de lagente que yo —dijo con firmeza—. Peroen este momento yo no tengo forma y túsí. Te digo: las mujeres son mejoresbrujas que los hombres, porque hay unagrieta ante sus ojos.

No parecía enfadada, pero me sentíobligado a explicarle que yo formulabapreguntas y hacía comentarios, no para

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atacar ni defender ningún punto enparticular, sino porque quería quehablara.

Me replicó que no había hecho másque hablar desde el momento de nuestroencuentro, y que el Nagual la habíapreparado para hablar porque su tareaera idéntica a la mía: estar en el mundode la gente.

—Todo lo que decimos —prosiguió—, es un reflejo del mundo de la gente.Descubrirás antes de que tu visita hayaterminado que hablas y actúas como lohaces porque sigues unido a la formahumana, así como los Genaros y lashermanitas siguen unidos a la forma

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humana cuando luchan a muerte entreellos.

—¿Pero acaso no se esperaba quetodas colaborasen con Pablito, Néstor yBenigno?

—Genaro y el Nagual nos dijeronque debíamos vivir en armonía yayudarnos y protegernos mutuamente,porque estábamos solos en el mundo.Pablito quedó a cargo de nosotrascuatro, pero es un cobarde. De ser porél, nos dejaría morir como perros. Noobstante, cuando el Nagual estaba aquí,Pablito era muy amable y cuidaba muybien de nosotras. Todo el mundo solíatomarle el pelo y decirle, bromeando,

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que nos trataba como si fuésemos susesposas. No mucho antes de su partida,el Nagual y Genaro le confiaron quetenía una buena oportunidad de llegar aser el Nagual algún día, por cuanto eraposible que nosotras llegáramos a sersus cuatro vientos, sus cuatro lados delmundo. Pablito entendió esto como unamisión, y cambió a partir de entonces.Se puso insufrible. Comenzó a darnosórdenes, como si realmente fuésemossus esposas.

Le pregunté al Nagual por lasposibilidades de Pablito y merespondió que todo en el mundo de unguerrero, como yo debía saber, dependía

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de la impecabilidad. Si Pablito fueraimpecable, tendría una oportunidad. Meeché a reír cuando me dijo eso. Conozcobien a Pablito. Pero el Nagual meexplicó que no debía tomarlo a la ligera.Dijo que los guerreros siempre teníanuna oportunidad, no importa cuánpequeña sea. Me hizo ver que yotambién era un guerrero y no debíaestorbar a Pablito con mis pensamientos.Que debía desecharlos y dejar en paz aPablito; que lo impecable, en mi caso,consistía en ayudar a Pablito sinpreocuparme por lo que sabía de él.

—Comprendí sus palabras. Además,tengo una deuda personal con Pablito, y

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recibí con gusto la ocasión de tenderleuna mano. Pero no ignoraba que, pormuchos esfuerzos que hiciese en sufavor, iba a fracasar. Siempre supe queél carecía de lo que hace falta para sercomo el Nagual. Pablito es muy pueril yno aceptará su derrota. Es desdichadoporque no es impecable, y, sin embargo,en su pensamiento sigue intentando sercomo el Nagual.

—¿Cómo fracasó?—Tan pronto como el Nagual partió,

Pablito tuvo una fatal discusión conLidia. Años atrás, el Nagual le habíaencomendado la misión de ser el maridode Lidia, para cubrir las apariencias. La

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gente de por aquí creía que ella era suesposa. Esto a Lidia no le agradaba enlo más mínimo. Es muy dura. Lo ciertoes que Pablito siempre le tuvo un miedomortal. Nunca se llevaron bien, y setoleraron recíprocamente debido a lapresencia del Nagual; pero cuando éstese fue, Pablito se volvió más loco de loque ya estaba y se convenció de queposeía el suficiente poder personal paratomarnos por esposas. Los tres Genarosse reunieron y discutieron lo que Pablitodebía hacer. Decidieron que primerotenía que tomar a Lidia, la más fuerte delas mujeres. Aguarda ron a que estuvierasola y entonces los tres entraron a la

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casa, la cogieron por los brazos y laarrojaron sobre la cama. Pablito se pusoencima de ella. Al principio, Lidiacreyó que los Genaros estaban jugando.Pero cuando comprendió que suspropósitos eran serios, propinó aPablito un cabezazo en el medio de lafrente que lo puso al borde de la muerte.Los Genaros huyeron y Néstor pasómeses cuidando a Pablito a causa delgolpe.

—¿Hay algo que yo pueda hacerpara ayudarles a en tender?

—No. Desgraciadamente, suproblema no es de comprensión. Losseis entienden muy bien. La verdadera

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dificultad no estriba en eso; se trata deotra cosa, algo muy feo en lo que nadiepuede ayudarles. Se complacen en notratar de cambiar. Desde que saben queno lo lograrán por mucho que lointenten, o lo deseen, o lo necesiten, hanabandonado por completo la parda. Esoes tan malo como sentirse desalentadopor los fracasos. El Nagual lesadvirtió a todos ellos que los guerreros,tanto hombres como mujeres, deben serimpecables en su esfuerzo por cambiar,con el objeto de asustar a la formahumana y deshacerse de ella. Al cabo deaños de impecabilidad llegará unmomento, al decir del Nagual, en que la

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forma no soporte más y parta, comoocurrió conmigo. Al hacerlo, porsupuesto, lastima el cuerpo y hastapuede llegar a matarlo, pero un guerreroimpecable sobrevive, siempre.

El discurso de la Gorda se viointerrumpido por un golpe en la puertadelantera. La Gorda se puso de pie y fuea alzar el pestillo. Era Lidia. Me saludócon gran formalidad y le pidió a laGorda que fuese con ella. Salieronjuntas.

Me alegré de estar solo. Trabajé enmis notas durante horas. En el lugar alaire libre que se empleaba comocomedor hacía fresco y había muy buena

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luz.La Gorda regresó cerca del

mediodía. Me preguntó si quería comer.Yo no tenía hambre, pero insistió en quelo hiciera. Me aseguró que los contactoscon los aliados debilitaban mucho, yque ella misma no se sentía muy fuerte.

Después de comer, me senté junto ala Gorda, y estaba a punto de comenzara interrogarla sobre el «soñar», cuandose abrió la puerta delanteraestrepitosamente y entró Pablito.Jadeaba. Era evidente que había corridoy se le veía en un estado de granagitación. Se detuvo un instante junto ala puerta para recobrar el aliento. No

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había cambiado mucho. Parecía un pocomás viejo, o más pesado, o, tal vez,sencillamente, más fornido. No obstante,seguía siendo muy delgado y nervudo.Tenía la tez pálida, como si hubiesepasado mucho tiempo sin ver el sol. Elcastaño de sus ojos se veía acentuadopor ligeras huellas de fatiga en su rostro.Recordaba a Pablito como dueño deuna seductora sonrisa; al verle allí, éstame resultó tan encantadora como decostumbre. Corrió hacia el lugar en queyo me encontraba y me cogió por losantebrazos durante un momento, sindecir palabra. Me puse de pie. Entoncesme sacudió suavemente y me abrazó.

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Yo también experimentaba un enormegusto al verle, y saltaba de un lado paraotro con alegría infantil. No sabía quédecirle y fue él quien finalmente rompióel silencio.

—Maestro —dijo dulcemente,inclinando la cabeza como si sesometiese a mí.

El que me llamase «maestro» mecogió por sorpresa. Me volví como sibuscase a alguien detrás de mí.Exageré mis movimientos parapermitirle comprender que estabaperplejo. Sonrió, y lo único que se meocurrió fue preguntarle cómo sabía queyo estaba allí.

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Me dijo que él, Néstor y Benigno sehabían visto forzados a volver a causade un extraño temor, que les hizo correrdía y noche, sin detenerse. Néstor sehabía dirigido a su casa, con el fin deaveriguar si había allí algo quejustificase el sentimiento que les habíaguiado. Benigno había ido a la deSoledad y él a la de las muchachas.

—Tú has sacado el gordo, Pablito—dijo la Gorda, y rió.

Pablito no respondió. La miró.—Apostaría a que estás elaborando

un medio para echarme —dijo, con granenfado.

—No te metas conmigo, Pablito —

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dijo la Gorda, im perturbable.Pablito se volvió hacia mí y se

disculpó; agregó, en voz bien audible,como si deseara que todo aquel que seencontrase en la casa le oyera, quehabía traído su propia silla parasentarse, y que podía colocarla dondequisiera.

—No hay aquí nadie más quenosotros —dijo la Gorda con suavidad,y sofocó una risita.

—De todos modos, traeré mi silla—dijo Pablito—. A ti no te importa,Maestro, ¿no?

Miré a la Gorda. Me hizo con el pieuna seña casi imperceptible,

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autorizándome a seguir adelante.—Tráela. Trae todo lo que quieras

—dije.Pablito salió de la casa.—Todos ellos son así —dijo la

Gorda—, los tres.Pablito regresó sin tardanza,

cargando a hombros una silla de aspectoinsólito. La silla estaba trabajada demodo que se adaptase perfectamente alcontorno de su espalda; al traerla, con elasiento hacia abajo, daba la impresiónde ser una mochila.

—¿Puedo dejarla en el suelo? —mepreguntó.

—Desde luego —repliqué,

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corriendo el banco para hacer espacio.Rió, con exagerada soltura.—¿No eres el Nagual? —me

preguntó; y agregó, tras mirar a la Gorda—: ¿O tienes que esperar órdenes?

—Soy el Nagual —dije, en tonoburlón para compla cerlo.

Intuí que estaba a punto de iniciaruna riña con la Gorda; ella debiópresentir lo mismo, porque se excusó ysalió por la puerta trasera.

Pablito puso su silla en el piso y,lentamente, dio una vuelta a mialrededor, como si estuvieseinspeccionando mi cuerpo. Luego cogiósu silla, estrecha y de respaldo bajo,

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con una mano, la situó en el sentidoopuesto a aquél en que se hallaba y sesentó, dejando que sus brazos, cruzados,descansaran sobre el respaldo, lo cual leproporcionaba la mayor comodidad alponerse a horcajadas. Me senté frente aél. Su talante había variado porcompleto al instante de irse la Gorda.

—Debo pedirte que me perdonespor actuar del modo en que lo hice —dijo sonriendo—. Pero tenía quedeshacerme de esa bruja.

—¿Tan mala es, Pablito?—No tengas la menor duda —

replicó.Para cambiar de tema, le dije que se

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le veía muy ele gante y próspero.—También a ti se te ve muy bien,

Maestro —dijo.—¿Qué es ese disparate de

llamarme Maestro? —pregunté en tonode broma.

—Las cosas ya no son como antes—replicó—. Estamos en un nuevoreino, y el Testigo dice que ahora tú eresun maestro; y el Testigo no puedeequivocarse. Pero él mismo te contarátoda la historia. Estará aquí dentro depoco, y se alegrará de volver a verte.Supongo que ya ha de haber percibidoque estabas aquí. Mientras nosdirigíamos hacia aquí, todos teníamos

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la convicción de que esta bas en camino,pero ninguno supo que ya habíasllegado.

Le hice saber entonces que había idocon la única finalidad de verle a él y aNéstor, que eran las únicas personas enel mundo con las cuales podía hablaracerca de nuestro último encuentro condon Juan y don Genaro, y que necesitabapor sobre todo aclarar lasincertidumbres que esa reunión finalhabía suscitado en mí.

—Estamos unidos —dijo—. Harétodo lo que pueda por ti. Lo sabes. Perodebo advertirte que no soy tan fuertecomo tú querrías. Tal vez fuese mejor

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que no conversáramos. No obstante, sino conversamos nunca entenderemosnada.

De modo cuidadoso y lento, formulémi interrogatorio. Expliqué que habíaun solo punto en el centro de la cuestiónque intrigaba mi razón.

—Dime, Pablito —pregunté—,¿saltamos realmente, con nuestroscuerpos, al abismo?

—No lo se —respondió—.Francamente, no lo sé.

—Pero estuviste allí conmigo.—Ese es el asunto. ¿Estuve

realmente allí?Su enigmática réplica me fastidió.

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Tuve la sensación de que, si lo sacudíao lo apretaba, algo de él se liberaría.Me resultaba evidente que ocultaba algode gran valor. Afirmé enérgicamente queme guardaba secretos cuando había unaabsoluta confianza entre nosotros.

Pablito sacudió la cabeza como si,en silencio, se opu siese a mi acusación.

Le pedí que me narrara toda suexperiencia, comenzando por elperíodo anterior a nuestro salto, cuandodon Juan y don Genaro nos prepararonpara la embesti da definitiva.

El relato de Pablito fue desordenadoe inconsistente. Todo lo que recordabaacerca de los últimos momentos, previos

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a nuestro arrojarnos al abismo, era que,una vez que don Juan y don Genaro sehubieron despedido de nosotros paraperderse en la oscuridad, le faltaronfuerzas, estuvo a punto de caer debruces, yo le sostuve por el brazo y lellevé hasta el borde de la sima y allíper dió el conocimiento.

—¿Y qué sucedió luego, Pablito?—No lo sé.—¿Tuviste sueños, o visiones? ¿Qué

viste?—Por lo que sé, no tuve visiones o,

si las tuve, no les presté atención. Mifalta de impecabilidad me impiderecordarlas.

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—¿Y entonces qué ocurrió?—Desperté en la que había sido

casa de Genaro. No sé cómo llegué allí.Permaneció inmóvil, en tanto yo

hurgaba frenéticamente en mi mente enbusca de una pregunta, un comentario,una observación crítica o cualquier cosaque agregara cierta amplitud a susdeclaraciones. En realidad, nada en elrelato de Pablito servía para confirmarlo que me había sucedido. Me sentíadecepcionado. Casi enfadado con él. Enmí se mezclaban la piedad por Pa blito ypor mí mismo y una profundísimadesilusión.

—Lamento resultarte un chasco —

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dijo Pablito.Mi inmediata reacción ante sus

palabras consistió en disimular missentimientos; le aseguré que no mesentía defraudado.

—Soy un brujo —dijo riendo—; unbrujo no muy lúcido, pero sí lo bastantecomo para interpretar los mensajes demi propio cuerpo. Y ahora me dice queestás enfadado conmigo.

—¡No estoy enfadado, Pablito! —exclamé.

—Eso es lo que indica tu razón, perono tu cuerpo —dijo—. Tu cuerpo estáenojado conmigo, pero tu razón no hallamotivo alguno para ello; de modo que te

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hallas en medio de un fuego cruzado. Lomenos que puedo hacer por ti esaclararlo. Tu cuerpo está enfadadoporque sabe que yo no soy impecable yque sólo un guerrero impecable puedeprestarte ayuda. Está enfadado ademásporque siente que me estoydesperdiciando. Lo comprendió todo enel momento en que traspuse esa puerta.

No sabía qué decir. El recuerdo dealgunos hechos me invadió como untorrente y entendí muchas de las cosasque habían tenido lugar. Posiblemente éltuviese razón al sostener que mi cuerpoya lo sabía. En alguna medida, sufranqueza al colocarme frente a mis

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propios sentimientos había embotado elfilo de mi frustración. Empecé apreguntarme si Pablito no estaríajugando conmigo. Le dije que el ser tandirecto y atrevido no era fácilmenteconciliable con la imagen de debilidadque había dado de sí mismo.

—Mi debilidad consiste en queestoy hecho para el anhelo —dijo, casien un susurro. Soy así hasta el punto enque suspiro por la vida que hacíacuando era un hombre ordinario. ¿Lopuedes creer?

—¡No hablas en serio, Pablito! —exclamé.

—Sí —replicó—. Ansío el gran

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privilegio de andar por la faz de latierra como un hombre corriente, sin estatremenda carga.

Encontré su declaraciónsencillamente ridícula, y me encontrérepitiendo una y otra vez que no eraposible que hablase en serio. Pablitome miró y suspiró. Fui presa de unarepentina aprensión. A juzgar por lasapariencias, se hallaba al borde de laslágrimas. La aprensión dio paso a unamutua comprensión. Ninguno de los dospodía ayudar al otro.

La Gorda volvió a la cocina en esemomento. Pablito pareció experimentaruna repentina revitalización. Se puso de

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pie de un salto y pisó el suelo con todassus fuerzas.

—¿Qué demonios quieres? —aullócon voz nerviosa y estridente—. ¿Porqué fisgoneas?

La Gorda se dirigió a mí, como si élno hubiese existido. Me informócortésmente que iba a la casa deSoledad.

—¿A quién le importa adónde vas?—chilló—. Pue des irte al infierno.

Dio una patada en el suelo como unniño malcriado, mientras la Gorda reía.

—Vámonos de esta casa, Maestro —dijo a voz en cuello.

Su súbito paso de la tristeza a la

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cólera me fascinó. Estaba absortoobservándolo. Uno de los rasgos quesiempre había admirado en él era suagilidad; aun en el momento en quehabía pegado contra el piso, susmovi mientos habían sido gráciles.

De pronto estiró el brazo por encimade la mesa, y estuvo a punto dearrebatarme la libreta de las manos. Lacogió con los dedos pulgar e índice desu mano izquierda. Tuve que aferrarlacon ambas manos, haciendo uso de todami fuerza. Era tan extraordinaria lapotencia de su tirón, que no le hubierasido difícil, de proponérseloverdaderamente, quitármela. Lo dejó

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estar y en el momento en que retiraba lamano percibí una imagen fugaz de unaprolongación de la misma. Fue tan velozque podía habérmela explicado comouna distorsión visual de mi parte, unproducto de la violencia con que mehabía visto obligado a ponerme de pie amedias, arrastrado por su tirón. Pero yahabía aprendido, que ante aquella genteni mi actuación ni mi manera deexplicarme las cosas podían ser lashabituales, de modo que ni siquiera lointenté.

—¿Qué tienes en la mano, Pablito?—pregunté.

Retrocedió sorprendido y escondió

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la mano tras de sí. Me dio una miradainexpresiva y murmuró que quería queabandonáramos esa casa porque estabacomen zando a sentirse mareado.

La Gorda se echó a reír a carcajadasy dijo que Pablito era tan buen impostorcomo Josefina, o quizás mejor, y que siinsistía en saber qué tenía en la mano sedesmayaría y Néstor tendría que cuidarde él durante meses.

Pablito empezó a ahogarse. Su rostrose puso casi púrpura. La Gorda le dijoen tono despreocupado que dejase deactuar porque carecía de público; ella seiba y yo no tenía mucha paciencia.Luego se volvió y me dijo con tono

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autoritario que me quedara allí y nofuese a casa de los Genaros.

—¿Por qué diablos no? —gritóPablito, y se plantó de un salto ante ella,como si su intención fuese impedirlepartir—. ¡Qué descaro! ¡Indicarle alMaestro lo que debe hacer!

—Anoche tuvimos un encuentro conlos aliados en tu casa —dijo la Gorda aPablito, en tono indiferente—. El Nagualy yo nos sentimos aún débiles a causa deello. Si yo fuera tú, Pablito, mepreocuparía por trabajar. Las cosas hancambiado. Todo ha cambiado desde sullegada.

La Gorda salió por la puerta

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delantera. Fue en ese instante que toméconciencia de que también a ella se laveía muy cansada. Sus zapatos parecíandemasiado ajustados; o, tal vez,arrastraba un poco los pies debido a sudebilidad. En apariencia, era pequeña yfrágil.

Pensé que mi aspecto debía sersemejante. Puesto que no había espejosen aquella casa, sentí la necesidad desalir a mirarme en el retrovisor de micoche. Lo hubiera hecho, de nohabérmelo impedido Pablito. Me pidiófervorosamente que no creyera una solade las palabras que ella habíapronunciado acerca de su condición de

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impostor. Le dije que no se preocuparapor ello.

—La Gorda no te gusta nada,¿verdad?

—Es cierto —replicó con unamirada salvaje—. Sabes mejor quenadie la clase de monstruos que son esasmujeres. El Nagual nos dijo un día queibas a venir para caer en su trampa. Nosrogó que estuviésemos alerta y tepusiéramos sobre aviso de susdesignios. El Nagual dijo que tenías unade cuatro posibilidades: si nuestropoder era grande, nosotros mismos tetraeríamos hasta aquí, te advertiríamos yte salvaríamos; si tu poder era poco,

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arribaríamos a tiempo de ver tu cadáver;la tercera posibilidad consistía enhallarte convertido en esclavo de labruja Soledad o esclavo de estasmujeres repugnantes y hombrunas; lacuarta y más remota era que teencontrásemos sano y salvo. El Nagualnos dijo que, en caso de quesobrevivieras, serías el Nagual ydeberíamos confiar en ti porque eras elúnico que nos podía ayudar.

—Haré cualquier cosa por ti,Pablito. Lo sabes.

—No sólo por mí. No estoy solo. ElTestigo y Benigno están conmigo.Estamos juntos y tú debes ayudarnos a

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los tres.—Desde luego, Pablito. Ni siquiera

hace falta decirlo.—La gente de por aquí nunca nos ha

molestado. Sólo tenemos problemas conesos monstruos horribles. No sabemosqué hacer con ellas. El Nagual nosordenó permanecer junto a ellas, seascuales fuesen las circunstancias. Meencomendó una misión personal, perofracasé en el cometido. Antes era muyfeliz. Lo recuerdas. Ahora me pareceimposible arreglar mi vida.

—¿Qué sucedió, Pablito?—Esas brujas me echaron de mi

casa. Tomaron posesión y me arrojaron

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como a un trasto viejo. Ahora vivo encasa de Genaro, con Néstor y Benigno.Hasta tenemos que prepararnos lascomidas. El Nagual sabía que eso podíasuceder y encargó a la Gorda la tarea demediar entre nosotros y esas tresperras. Pero la Gorda siguerespondiendo al nombre con el cual elNagual solía llamarla: Cien Nalgas. Esefue su mote durante años y años, porquellevaba las básculas a cien kilos.

Pablito sofocó una risilla al recordara la Gorda.

—Era la bestia más gorda ymaloliente del mundo —prosiguió—.Hoy su tamaño real se halla reducido a

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la mitad, pero sigue siendo la mismamujer gorda y mentalmente lenta queotrora. Pero ahora estás aquí, Maestro, ynuestras preocupaciones se handesvanecido. Ahora somos cuatrocontra cuatro.

Quise interponer un comentario,pero me detuvo.

—Déjame terminar lo que debodecirte antes de que esa bruja vuelvapara echarme de aquí —dijo, en tantomiraba la puerta nerviosamente—. Séque te han dicho que ustedes cinco sonlo mismo porque tú eres el hijo delNagual. ¡Eso es una mentira! Tambiéneres como nosotros los Genaros,

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porque también Genaro ayudó aconstruir tu luminosidad. También eresuno de nosotros. ¿Comprendes lo quequiero decir? De modo que no debescreer lo que te digan. También nosperteneces. Las brujas no saben que elNagual nos lo contó todo. Creen que sonlas únicas que saben. Costó dos toltecashacernos como somos. Somos hijos deambos. Esas brujas…

—Espera, espera, Pablito —dije,tapándole la boca.

Calló, aparentemente asustado por losúbito de mi movimiento.

—¿Qué me quieres dar a entendercon eso de que costó dos toltecas

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hacernos?—El Nagual nos hizo saber que

éramos toltecas. Todos nosotros somostoltecas. Según él, un tolteca es unreceptor y conservador de misterios. ElNagual y Genaro son toltecas. Nosdieron su luminosidad y sus misterios.Recibimos sus misterios y ahora losconservamos.

Su empleo de la palabra «tolteca»me desconcertó. Yo estaba familiarizadoúnicamente con su significadoantropológico. En ese contexto, refieresiempre a la cultura de un pueblo delengua nahuatl del centro y sur deMéxico, ya extinguido en tiempos de la

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Conquista.—¿Por qué nos llamaba toltecas? —

pregunté, sin sa ber qué otra cosa decir.—Porque eso es lo que somos. En

vez de decir qué éramos brujos ohechiceros, él decía que éramostoltecas.

—Si ese es el caso, ¿por qué túllamas brujas a las hermanitas?

—Oh… es que las odio. Eso notiene nada que ver con lo que somos.

—¿Les dijo el Nagual eso a todos?—Claro, por supuesto. Todos lo

saben.—Pero a mí nunca me lo dijo.—Oh… es que tú eres un hombre

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muy educado y siempre estásdiscutiendo cosas estúpidas.

Rió, en un tono forzado y agudo, yme dio unas pal maditas en la espalda.

—¿Les dijo el Nagual en algunaoportunidad que los toltecas eran unpueblo antiguo que vivió por esta partede México? —pregunté.

—¿Ves a dónde vas a parar? Por esoa ti no te dijo nada. Lo más probable esque el viejo cuervo no supiera que setrataba de un pueblo antiguo.

Se mecía en la silla mientras reía. Surisa era muy agradable y contagiosa.

—Somos toltecas, Maestro —dijo—. Ten la seguridad de que lo somos.

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Eso es todo lo que sé. Pero puedespreguntarle al Testigo. Él sabe. Yo heperdido el interés por la cuestión hacemucho.

Se puso de pie y se dirigió al fogón.Lo seguí. Examinó una olla llena decomida que se cocía a fuego lento. Mepreguntó si sabía quién lo habíapreparado. Estaba casi seguro de quehabía sido la Gorda, pero le respondíque no sabía. La olió cuatro o cincoveces, en cortas inhalaciones, como unperro. Luego anunció que su nariz leinformaba que lo había hecho la Gorda.Me preguntó si yo lo había probado;cuando le hice saber que había acabado

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de comer exactamente antes de que élllegara, cogió un tazón de un estante y sesirvió una enorme ración. Merecomendó, en términos imperativos,que sólo comiera cosas preparadas porla Gorda y que usara únicamente sutazón, tal como él lo estaba haciendo.Le conté que la Gorda y las hermanitasme habían servido de comer en un tazónoscuro que guardaban en un estanteseparado de los demás. Me informó queese tazón pertenecía al Nagual.Regresamos a la mesa. Comió con lamayor lentitud y no pronunció una solapalabra. Su absoluta concentración enel comer me llevó a tomar conciencia de

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que todos ellos hacían lo mismo:tragaban en completo silencio.

—La Gorda es una gran cocinera —dijo, al terminar—. Solía alimentarme.Hace siglos de ello, antes de odiarme,antes de convertirse en una bruja; quierode cir, en una tolteca.

Me miró con un expresivo destello yme guiñó un ojo.

Sentí la obligación de comentar quela Gorda me había dado la impresiónde ser incapaz de odiar a nadie. Lepregunté si sabía que ella había perdidola forma.

—¡Eso es una sarta de tonterías! —exclamó.

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Me observó como si estuviesemidiendo la sorpresa de mis ojos, yluego escondió la cara tras un brazo ysofocó una risa tonta al modo de unniño confundido.

—Debo admitir que realmente lo hahecho —agre gó—. Es fantástica.

—Entonces, ¿por qué te desagrada?—Te diré algo, Maestro, porque

confío en ti. No me desagrada en lo másmínimo. Es realmente la mejor. Es lamujer del Nagual. Sólo que procedo asícon ella porque me gusta que me mime,y lo hace. Nunca se irrita conmigo. Aveces me dejo llevar y me trabo en luchacon ella. Cuando esto sucede, se limita a

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quitarse de en medio, como hacía elNagual. Al minuto siguiente ni siquierarecuerda lo que hice. Ahí tienes a unverdadero guerrero sin forma. Hace lomismo con todos. Pero los demás somosunos despojos lamentables. Somosmalos. Esas tres brujas nos odian ynosotros las odiamos.

—Ustedes son brujos, Pablito. ¿Nopueden cesar esas riñas?

—Claro que podemos, pero no lodeseamos. ¿Qué esperabas quehiciésemos? ¿Que nos comportáramoscomo hermanos y hermanas?

No supe qué decir.—Ellas eran las mujeres del Nagual

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—prosiguió—. Y, sin embargo, todo elmundo esperaba que me hiciese conellas. ¡Cómo, en nombre de Dios, voy ahacerlo! Lo intenté con una y, en vez deapoyarme, la bruja estuvo a punto deasesinarme. De modo que ahora cadauna de esas mujeres anda tras miescondite como si hubiese cometido uncrimen. Lo único que hice fue seguir lasinstrucciones del Nagual. Él me ordenótener relaciones íntimas con todas ellas,una por una, hasta lograr tenerlas contodas a la vez. Pero no lo conseguí conninguna.

Deseaba preguntarle por su madre,doña Soledad, pero no se me ocurrió

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ningún modo de traerla a laconversación. Callamos por unmomento.

—¿Las odias por lo que trataron dehacerte? —pre guntó de pronto.

Vi mi oportunidad.—No, en absoluto —dije—. La

Gorda me explicó sus razones. Pero elataque de doña Soledad fue aterrador.¿La ves a menudo?

No respondió. Miró al techo. Repetími pregunta. Advertí que sus ojosestaban llenos de lágrimas. Su cuerpotembló, convulsionado por silentessollozos.

Declaró que una vez había tenido

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una hermosa madre, a la cual, sin duda,yo recordaría. Su nombre era Manuelita,una santa mujer que crió dos niños,trabajando como una mula paramantenerlos. Sentía la más profundaveneración por aquella mujer, que leshabía alimentado y amado. Pero unhorrible día su destino se habíacumplido y se había encontrado conGenaro y el Nagual, y, entre los dos,habían destruido su vida. Con tono muyemotivo, Pablito aseveró que los dosdemonios se habían llevado su alma y elalma de su madre. Asesinaron aManuelita y dejaron en su lugar aSoledad, esa horrenda hechicera. Me

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clavó los ojos bañados en lágrimas ysostuvo que esa espantosa mujer no erasu madre. No era posible que fuese suManuelita.

Sollozaba de una maneraincontrolable. Yo no sabía qué decir. Suestallido emocional era a tal puntoauténtico, y sus argumentos tanverosímiles, que me vi dominado poruna oleada de sentimentalismo.Pensando como lo haría la mayoría delos hombres civilizados, tuve que estarde acuerdo con él. A juzgar por laapariencia, era una verdadera desgraciapara Pablito haberse cruzado en elcamino de don Juan y de don Genaro.

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Pasé el brazo por sobre sus hombrosy estuve a punto de echarme a llorar.Tras un largo silencio, se puso de pie ysalió por la puerta trasera. Le oí sonarsela nariz y lavarse la cara en un cubo deagua. Volvió más se reno. Hasta sonreía.

—No me interpretes mal, Maestro—dijo—. No culpo a nadie de lo que meha sucedido. Fue mi destino. Genaro yel Nagual actuaron como impecablesguerreros que eran. Soy débil; eso estodo. Y fracasé en mi misión. El Nagualdecía que la única posibilidad que teníade evitar el ataque de esa horrible brujaconsistía en acorralar a los cuatrovientos, y hacerlos soplar desde mis

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cuatro lados. Pero no lo conseguí. Esasmujeres estaban de acuerdo con lahechicera, Soledad, y no me prestaronayuda. Buscaban mi muerte.

—El Nagual me dijo también que siyo fallaba, tú tampoco tendríasposibilidad alguna. Aseguró que, si ellate mataba, yo debía huir y tratar desalvar la vida. Dudaba de queconsiguiera siquiera alcanzar el camino.Sostenía que tu poder más lo que labruja ya sabía, la harían insuperable.De modo que, cuando comprendí que nolograría acorralar a los cuatro vientos,me consideré muerto. Y, como era deesperar, odié a esas mujeres. Pero hoy,

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Maestro, me has llenado de nuevasesperanzas.

Le dije que sus sentimientos hacia sumadre me habían llegado muyprofundamente. Me encontraba enrealidad horrorizado por todo losucedido, pero dudaba intensamente demi capacidad para traerle esperanzas deninguna clase.

—¡Lo has hecho! —exclamó congran certidumbre—. Me sentíterriblemente mal todo este tiempo. Vera la propia madre corriendo tras uno conun hacha es algo que no puede hacerfeliz a nadie. Pero ahora ella está fuerade la cuestión, merced a ti y a todo lo

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que has hecho.—Esas mujeres me odian porque

están convencidas de que soy uncobarde. No hay lugar en susendurecidas mentes para comprenderque somos diferentes. Tú y esas cuatromujeres son diferentes de mí y delTestigo y de Benigno en muy ampliogrado. Ustedes cinco estabanconsiderablemente más cerca de lapuerta antes de que el Nagual loshallara. Él nos contó que en unaoportunidad habías llegado a tratar desuicidarte. Nosotros no éramos así.Estábamos bien, vivos y felices. Éramostodo lo contrario de ti. Ustedes eran

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personas desesperadas; nosotros no. SiGenaro no se hubiese cruzado en micamino, yo sería un carpinterosatisfecho. O estaría muerto. Eso noimporta. Habría dado lo mejor de mí yme encontraría a gusto.

Sus palabras suscitaron en mí unestado de ánimo singular. No pude dejarde admitir que tenía razón cuando decíaque tanto aquellas mujeres como yoéramos individuos desesperados. De nohaber conocido a don Juan, seguramentehabría muerto; pero no podía decir,como Pablito, que me hubiese ido biende otra manera. Don Juan había dadovida y vigor a mi cuerpo y libertad a mi

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espíritu.Las afirmaciones de Pablito me

hicieron recordar algo que don Juan mehabía dicho una vez, hablando de unanciano, amigo mío. Don Juan habíaasegurado, de modo tajante, que elhecho de que el viejo viviese omuriese no tenía la menor importancia.Me enfadé un tanto ante lo que meparecía una redundancia de parte de donJuan. Le respondí que no hacía faltaseñalar que la vida o la muerte de aquelhombre carecía de importancia, porcuanto nada en el mundo podía tenertrascendencia alguna, salvo para cadauno personalmente.

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—¡Tú lo has dicho! —exclamó, y rió—. Eso exactamente es lo que quierodecir. La vida y la muerte de ese viejono significan nada para él mismo. Podíahaber muerto en mil novecientosveintinueve, o en mil novecientoscincuenta, o vivido hasta milnovecientos noventa y cinco. Eso noimporta. Es absurdamente igual para él.

Así había sido mi vida antes deconocer a don Juan. Nada me habíaimportado. Solía actuar como si ciertascosas me afectasen, pero no dejaba deser una estratagema para parecer unhombre sensible.

La voz de Pablito interrumpió mis

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reflexiones. Quería saber si habíalastimado mis sentimientos. Le aseguréque no había nada de eso. Con el objetode reiniciar el diálogo, le preguntédónde había conocido a don Genaro.

—Mi destino era que mi patrón seenfermase —dijo—. Debido a ello hubede ir al mercado a construir una nuevaserie de tiendas de ropa. Trabajé en eselugar durante dos meses. Allí conocí a lahija del propietario de una de lastiendas. Nos enamoramos. Hice la tiendade su padre ligeramente más grande quelas demás, de modo de poder hacer elamor con ella tras el mostrador mientrassu hermana atendía a los clientes.

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Un día Genaro llevó un saco deplantas medicinales a un comerciantedel otro lado de la nave, y, mientrasconversaba con él, notó que el puesto deropas vibraba. Observó con atención ellugar, pero vio solamente a la hermana,dormitando en una silla. El hombreinformó a Genaro de que cada día elpuesto vibraba así alrededor de esahora. Al día siguiente, Genaro llevó alNagual, para que viese vibrar laconstrucción, y consiguió su propósito.Regresaron al otro día y volvió a vibrar.De modo que esperaron hasta que salí.Fue entonces que trabé relación con ella,y poco después Genaro me contó que era

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herborista y me propuso preparar paramí una poción merced a la cual ningunamujer se me resistiría. Me gustaban lasmujeres, así que piqué. Ciertamente mepreparó la poción, pero ello le llevódiez años. En el ínterin llegué aconocerlo muy bien, y a quererlo másque si fuese mi propio hermano. Y ahoralo extraño como no te puedes imaginar.Como puedes ver, me hizo trampa. Aveces me alegro de que lo haya hecho;no obstante, las más de las veces meirrita.

—Don Juan me dijo que los brujosdebían contar con un presagio antes dedecidirse por algo. ¿Hubo algo de eso

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contigo, Pablito?—Sí. Genaro me contó que el ver

temblar el puesto despertó su curiosidady entonces vio que dos personas hacíanel amor tras el mostrador. De modo quese sentó a esperar que salieran; queríaver quiénes eran. Al cabo de un ratoapareció la muchacha, pero a mí no mevio. Pensó que resultaba muy extraño,tras estar tan decidido a ponerme losojos encima. Al día siguiente regresó encompañía del Nagual; Genaro fue apasearse por la parte de atrás delpuesto, en tanto el Nagual aguardabadelante. Tropecé con Genaro cuandosalía a gatas. Creí que no me había visto

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porque yo me hallaba aún detrás deltrozo de tela que cubría la abertura quehabía dejado en la pared lateral.Comencé a ladrar, para hacerle pensarque debajo del trapo había un perrito.Gruñó y me ladró y me llevó a laconvicción de que al otro lado había unenorme perro enfurecido. Me asustétanto que salí corriendo por el ladoopuesto y me di de bruces con elNagual. Si hubiese sido un hombrecorriente, lo hubiera derribado, dadoque lo cogí enteramente de frente; encambio, me alzó como a un niño. Mequedé absolutamente pasmado. Para serun hombre tan viejo, era

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verdaderamente fuerte. Pensé que unhombre tan fuerte me podía servir paraacarrear maderas. Además, no queríadesprestigiarme ante la gente que mehabía visto salir corriendo de debajo delmostrador. Le pregunté si le gustaríatrabajar para mí. Me dijo que sí. En esamisma jornada fue al taller y comenzó ahacer las veces de mi asistente. Trabajóallí cada día durante dos meses. No tuveuna solo oportunidad frente a esos dosdemonios.

Lo incongruente de la imagen delNagual trabajando para Pablito meresultaba extremadamente cómico.Pablito empezó a remedar el modo en

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que don Juan se echaba los maderossobre los hombros. Tuve que coincidircon la Gorda en que Pablito era tan buenactor como Josefina.

—¿Por qué se dieron todas esasmolestias, Pablito?

—Tenían que engañarme. Nocreerás que yo estaba dispuesto a irmecon ellos así como así ¿no? Habíapasado la vida oyendo hablar de brujasy curanderos y hechiceros y espíritus,sin creer jamás una palabra de ello.Quienes hablaban de esas cosas no eranmás que ignorantes. Si Genaro mehubiese dicho que él y su amigo eranbrujos, me hubiera alejado de ellos.

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Pero eran demasiado inteligentes paramí. Los dos zorros eran realmenteastutos. Hicieron las cosas sin prisa.Genaro decía que hubiese esperado pormí así pasaran veinte años. Es por esoque el Nagual entró a trabajar para mí.Yo se lo pedí, de modo que le entreguéla llave.

—El Nagual era un trabajadordiligente. Yo era un tanto pícaro porentonces, y creía ser quien le tendía unatrampa a él. Estaba convencido de queel Nagual no era más que un viejo indioestúpido, de modo que le comuniquéque pensaba decir al patrón que era miabuelo, para que lo contratara; a cambio,

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debía entregarme un porcentaje de susalario. El Nagual me respondió que eramuy amable por mi parte el hacerlo así.Me daba una parte de los pocos pesosque ganaba cada día.

—Mi patrón estaba impresionadopor la capacidad de trabajo de miabuelo. Pero los demás se burlaban deél. Como sabes, tenía la costumbre dehacer crujir todas sus articulaciones detanto en tanto. En el taller lo hacía todavez que acarreaba algo. Naturalmente, lagente creía que era tan viejo quesiempre que se echaba algo a la espaldasu cuerpo chirriaba.

—Con el Nagual como abuelo me

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sentía bastante desdichado. Pero paraentonces Genaro ya había seducido miavaricia, diciéndome que proporcionabaal Nagual una mezcla de plantasespecial que lo hacía ser fuerte como untoro. Cada día acostumbraba llevarle unpequeño montón de hojas maceradas.Aseveraba que su amigo no era nada sinel brebaje, y, para demostrármelo, pasódos días sin dárselo. Sin las hojas elNagual parecía ser un viejo común ycorriente. Genaro me convenció de quea mí también me era posible utilizar supócima para que las mujeres me amasen.Ello despertó todo mi interés, sobretodo cuando me dijo que podíamos ser

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socios si le ayudaba a preparar lafórmula y dársela a su amigo. Un día memostró unos dólares y me contó quehabía vendido su primer lote a unnorteamericano. Eso me terminó deatraer y me convertí en socio suyo.

—Mi socio Genaro y yo teníamosgrandes planes. Él sostenía que yo debíatener mi propio taller, porque con eldinero que íbamos a hacer con sufórmula podría comprar lo que quisiera.Compré un local y mi socio pagó por él.De modo que me entusiasmé. Sabía quehablaba en serio y comencé a trabajaren la preparación de su mezcla de hojas.

A esa altura, yo tenía la seguridad de

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que don Genaro había empleado plantaspsicotrópicas en su receta. Razoné quedebía de haber dado a Pablito suproducto para garantizarse su sumisión.

—¿Te dio plantas de poder, Pablito?—pregunté.

—Desde luego —replicó—. Me diosu preparado. Tragué toneladas de él.

Describió y realizó la imitación delmodo en que don Juan se sentaba junto ala puerta de la casa de don Genaro,profundamente aletargado, y volvía a lavida tan pronto como la pócima tocabasus labios. Pablito me dijo que, a lavista de tal transformación, se vioobligado a probarla.

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—¿Qué había en esa fórmula? —pregunté.

—Hojas verdes —respondió—.Todas las hojas verdes que podíarecoger. Así de demonio era Genaro.Solía hablar de su fórmula y me hacíareír hasta que me elevaba como unacometa. ¡Dios, cómo disfruté en aquellosdías!

Reí para aplacar los nervios. Pablitosacudió la cabeza de uno a otro lado yse aclaró la garganta dos o tres veces.Parecía estar haciendo un esfuerzo porno llorar.

—Como ya te he dicho, Maestro —prosiguió—, me impulsaba la codicia.

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Secretamente planeaba deshacerme demi socio tan pronto como aprendiera apreparar la fórmula por mí mismo.Genaro no ha de haber ignorado nuncamis designios; poco antes de partir, meabrazó y me dijo que era hora decumplir mi deseo; era hora dedeshacerme de mi socio, porque yahabía apren dido a hacer la poción.

Pablito se puso de pie. Tenía losojos llenos de lágrimas.

—El hijo del diablo de Genaro —dijo con dulzura—. El maldito demonio.Le quise realmente, y, si no fuese tancobarde, estaría preparando su brebaje.

No quise escribir más. Para disipar

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mi tristeza, recordé a Pablito quedebíamos ir a buscar a Néstor.

Estaba recogiendo mis notas parapartir cuando la puerta de entrada seabrió de un fuerte golpe. Pablito y yodimos un salto instintivamente y nosvolvimos a mirar. Néstor estaba de pieen el vano. Corrí hacia él. Nosencontramos en medio de la habitacióndelantera. Se abalanzó sobre mí y meaferró por los hombros. Me pareciómás alto y fuerte que en nuestra anteriorreunión. Su cuerpo, largo y delgado,había adquirido una elegancia casifelina. Por una u otra razón, la personaque tenía frente a mí, que me miraba

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fijamente, no era el Néstor que habíaconocido. Le recordaba como unhombre tímido, al que avergonzabasonreír a causa de sus dientes torcidos,un hombre que había sido confiado aPablito para que éste cuidase de él. ElNéstor que estaba viendo era unamezcla de don Juan y don Genaro. Eranervudo y ágil como don Genaro, perotenía el poder de fascinación de donJuan. Quise complacerme en miperplejidad, pero todo lo que logréhacer fue echar a reír como él. Me diounas palmaditas en la espalda. Se quitóel sombrero. Recién entonces mepercaté de que Pablito no lo llevaba. Y

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también advertí que Néstor era muchomás moreno y más recio. A su lado,Pablito se veía casi frágil. Ambosllevaban tejanos, chaquetas gruesas yzapatos con suela de crepé.

La presencia de Néstor en la casadisipó instantáneamente lo opresivo delambiente. Le propuse reunirnos en lacocina.

—Llegas en buen momento —dijoPablito a Néstor con una enorme sonrisacuando nos sentamos—. El Maestro y yoestábamos aquí sollozando, recordandoa los demonios toltecas.

—¿Es cierto que llorabas, Maestro?—preguntó Néstor con una sonrisa

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maliciosa.—No te quepa duda —replicó

Pablito.Un suave crujido en la puerta

delantera hizo callar a Pablito y aNéstor. Se pusieron de pie y yo hice lomismo. Miramos a la puerta. Estabasiendo abierta con sumo cuidado. Penséque tal vez la Gorda hubiese regresado yabriera la puerta poco a poco para nomolestarnos. Cuando finalmente se abriólo suficiente para dejar paso a unapersona, entró Benigno, como si lohiciese furtivamente en una habitación aoscuras. Tenía los ojos cerrados yandaba de puntillas. Me hizo pensar en

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un niño que tratase de entrar sin servisto en un cine, por la puerta de salida,para asistir a una función, sin atreversea hacer ruido y sin distinguir nada en laoscuridad.

Todos contemplábamos a Benignoen silencio. Abrió un ojo sólo lonecesario para echar una mirada fugaz yorientarse y se dirigió, siempre enpuntillas, a la cocina. Pablito y Néstorse sentaron y me indicaron que hicieselo mismo. Entonces Benigno se deslizópor el banco hasta llegar a mi lado. Medio un leve cabezazo en el hombro, tansólo un suave golpecito, para que mecorriese y le hiciese lugar en el banco.

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Se sentó cómodamente, con los ojos aúncerrados.

Vestía tejanos, como Pablito yNéstor. Su rostro había engordado desdenuestro anterior encuentro, años atrás, ysu pelo se veía diferente, aunque yo nosupiera explicar por qué. Tenía una tezmás clara que la que yo recordaba,dientes muy pequeños, pómulos altos,nariz breve y orejas grandes. Siempreme había dado la impresión de ser unniño cuyos rasgos no hubieranmadurado.

Pablito y Néstor, que habían calladoen el momento de la entrada de Benigno,siguieron conversando mientras éste se

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sentaba, como si nada hubiese ocurrido.—Claro, lloraba conmigo —dijo

Pablito.—Él no es un llorón como tú —le

replicó Néstor.Entonces se volvió hacia mí y me

abrazó.—Me alegra muchísimo que estés

vivo —dijo—. Acabamos de hablar conla Gorda y nos dijo que eras el Nagual,pero no nos explicó cómo te lasarreglaste para salvar tu vida. ¿Cómofue, Maestro?

Entonces se me presentó una curiosaelección. Hubiera podido seguir por elcamino de lo racional, como siempre, y

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decir sin mentir que no tenía la más vagaidea. También podía haber dicho que midoble me había librado de aquellasmujeres. Estaba estimando el probableefecto de cada una de las alternativascuando Benigno me distrajo. Abrióligeramente un ojo y me miró y sofocóuna risilla y ocultó la cabeza entre losbrazos.

—Benigno, ¿no quieres hablarconmigo? —pregunté.

Negó con la cabeza.Me sentía cohibido con él allí a mi

lado, y opté por preguntar qué problemahabía conmigo.

—¿Qué hace? —pregunté a Néstor

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en voz alta.Néstor frotó la cabeza de Benigno y

lo sacudió. Benigno abrió los ojos y losvolvió a cerrar.

—Es así, ya lo conoces… —me dijoNéstor—. Es extremadamente tímido.Tarde o temprano abrirá los ojos. No lehagas caso. Si se aburre, se quedarádormido.

Benigno hizo un movimientoafirmativo con la cabeza, siempre conlos ojos cerrados.

—Bueno, ¿cómo fue que te zafaste?—insistió Néstor.

—¿No nos lo quieres decir? —preguntó Pablito.

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Expliqué que mi doble había salidode mi coronilla por tres veces. Les hiceun relato de lo sucedido.

No se mostraron en absolutosorprendidos y tomaron mi narracióncomo una cuestión de rutina. Pablitoquedó encantado al considerar laposibilidad de que doña Soledad nolograra recuperarse y, a la larga,muriera. Quiso saber si también habíagolpeado a Lidia. Néstor le ordenó,mediante un gesto perentorio, quecallara. Pablito dócilmente seinterrumpió en mitad de la frase.

—Lo siento, Maestro —dijo Néstor—, pero no fue tu doble.

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—¡Pero si todo el mundo dijo quehabía sido mi doble!

—Sé a ciencia cierta que hasinterpretado mal a la Gorda, porquecuando Benigno y yo nos dirigíamos a lacasa de Genaro, ella nos alcanzó y nosinformó que tú y Pablito estabais aquí.Al referirse a ti, te llamó Nagual.¿Sabes por qué?

Reí y le respondí que creía que elloera debido a su idea de que yo habíarecibido la mayor parte de lalumi nosidad del Nagual.

—¡Uno de nosotros es un imbécil!—dijo Benigno con voz tronante, sinabrir los ojos.

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El sonido de su voz era tan extrañoque me aparté de él de un salto. Sudeclaración, completamenteinesperada, sumada a mi reacción anteella, hizo reír a todos. Benigno abrió unojo, me observó un instante y luegoenterró la cabeza entre los brazos.

—¿Sabes por qué llamábamos elNagual a Juan Matus? —me preguntóNéstor.

Le confesé que siempre habíapensado que era un modo delicado dellamarle brujo.

La carcajada de Benigno fue tanestrepitosa que su sonido apagó lasvoces de todos los demás. Parecía estar

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divirtiéndose inmensamente. Apoyó lacabeza en mi hombro cual si se tratasede un objeto cuyo peso le resultara yainsoportable.

—Le llamábamos el Nagual —prosiguió Néstor— porque estabaescindido en dos partes. Dicho en otrostérminos, toda vez que lo necesitaba, leera posible salir por un camino con elque nosotros no contábamos; algo surgíade él, algo que no era un doble sino unasombra horrenda, amenazante, deaspecto semejante al suyo, pero deldoble de su tamaño. Llamamos Nagual aesa sombra y todo aquel que la tiene es,por supuesto, el Nagual.

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—El Nagual nos dijo que, si lodeseábamos, todos podíamos disponerde esa sombra que surge de la cabeza,pero lo más probable es que ninguno denosotros lo desee. Genaro no lo quería,de modo que supongo que nosotrostampoco lo queremos. Por lo queparece, eres tú quien carga con ello.

Se desternillaron de risa. Benignome rodeó los hombros con el brazo yrió hasta que las lágrimas rodaron porsus mejillas.

—¿Por qué dices que cargo conello? —pregunté a Néstor.

—Consume mucha energía —dijo—,demasiado trabajo. No sé cómo puedes

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mantenerte en pie.—El Nagual y Genaro te dividieron

en el bosquecillo de eucaliptus. Tellevaron allí porque los eucaliptos sontus árboles. Yo estaba allí, y presenciéel momento en que te abrieron y sacarontu nagual. Lo hicieron tirándote de lasorejas hasta que tu luminosidad estuvoseparada en dos y dejaste de ser unhuevo, para convertirte en dos largostrozos de luminosidad. Luego tevolvieron a unir, pero cualquier brujoque vea puede decir que hay un enormeagujero en el centro.

—¿Cuál es la ventaja de haber sidodividido?

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—Tienes un oído que lo oye todo yun ojo que lo ve todo y siempre te seráposible sacar un kilómetro de ventaja encaso de necesidad. A esa divisiónobedece también el que nos hayan dichoque tú eras el Maestro.

—Intentaron también dividir aPablito, pero aparentemente fracasaron.Es demasiado consentido y siempre seha gratificado como un cerdo. Es porello que tiene tantas arrugas.

—Entonces, ¿qué es un doble?—Un doble es el otro, el cuerpo que

se obtiene mediante el soñar. Tieneexactamente el mismo aspecto que uno.

—¿Tienen todos un doble?

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Néstor me miró con la sorpresareflejada en sus ojos.

—¡Eh, Pablito, háblale de dobles alMaestro! —dijo riendo.

Pablito pasó al otro lado de la mesay sacudió a Be nigno.

—Háblale tú, Benigno —dijo—.Mejor aún, mués traselo.

Benigno se puso de pie, abrió losojos tanto como pudo y miró al techo;luego se bajó los pantalones y memostró el pene.

Los Genaros estallaron en risotadas.—¿Tu pregunta fue hecha en serio,

Maestro? —me preguntó Néstor,inquieto.

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Le aseguré que había expresado conabsoluta autenticidad mi deseo deconocer todo lo relativo a su saber. Melancé entonces a una larga aclaraciónacerca de cómo don Juan me habíamantenido apartado de su mundo pormotivos que no alcanzaba a desentrañar,impidiéndome una relación más estrechacon ellos.

—Piensen en esto —dije—: hastahace tres días ignoré que esas cuatromuchachas fuesen aprendices delNagual, y que Benigno lo fuera deGenaro.

Benigno abrió los ojos.—Y tú piensa en esto —dijo—:

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hasta hoy ignoré que fueses tan estúpido.Volvió a cerrar los ojos y los tres

echaron a reír como locos. No me quedómás remedio que sumarme a ellos.

—Te estábamos tomando el pelo,Maestro —dijo Néstor a modo dedisculpa—. Creíamos que tú nos loestabas tomando a nosotros, con tuinsistencia en el tema. El Nagual nosdijo que veías. Si es así, te darás cuentade que somos un grupo ridículo.Carecemos del cuerpo del soñar. Notenemos doble.

Del modo más grave y formal,Néstor me hizo saber que algo seinterponía entre ellos y su deseo de tener

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un doble. Entendí que lo que me queríadecir era que, desde la partida de donJuan y don Genaro, se había creado unabarrera. Él pensaba que probablementefuese producto del fracaso de Pablitoen su tarea. Pablito agregó que, desdeque el Nagual y Genaro se habían ido,algo les perseguía; incluso Benigno, quepor entonces vivía en el punto másmeridional de México, había tenido queregresar. Sólo al estar los tres juntos sesentían seguros.

—¿Y de qué crees que se trate? —pregunté a Néstor.

—Hay algo allí fuera, en esainmensidad, que nos atrae —replicó—.

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Pablito considera que la culpa es suya,por ponerse a malas con las mujeres.

Pablito se volvió hacia mí. Había unbrillo intenso en sus ojos.

—Me han echado una maldición,Maestro —dijo—. Sé que soy la causade todas nuestras dificultades. Quisedesaparecer de estos alrededores tras mipelea corn Lidia, y a los pocos mesesme fui a Veracruz. Allí me encontrérealmente feliz, junto a una muchachacon la que pretendía casarme. Conseguítrabajo y todo me iba bien, hasta que undía llegué a casa y me encontré con esoscuatro monstruos hombrunos que, comoanimales de presa, me habían seguido el

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rastro por el olfato. Estaban en mi casa,atormentando a mi mujer. La bruja deRosa puso la mano sobre el vientre demi mujer y la hizo cagar en la cama;como lo oyes. Su jefe, Cien Nalgas, medijo que habían cruzado el continentebuscán dome. Me cogió por el cinturón yme arrancó de allí. Me empujó hasta laestación de autobuses para traerme aquí.Yo estaba enloquecido porque no podíaenfrentar me con Cien Nalgas.

Me hizo subir al autobús. Pero en elcamino huí. Corrí por entre arbustos ysobre colinas hasta que los pies se mehincharon al punto de no poder quitarmelos zapatos. Estuve al borde de la

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muerte. Pasé nueve meses enfermo. Si elTestigo no me hubiese encontrado, noes taría vivo.

—Yo no le encontré —me dijoNéstor—. Fue la Gorda. Me llevó hastael lugar en que se hallaba y entre los doslo ayudamos a llegar al autobús y lotrajimos aquí. Deliraba y pagamos unsuplemento del billete para que elconductor le permitiera permanecer enel vehículo.

Con acentos sumamente dramáticos,Pablito dijo que él no había cambiadode parecer; aún deseaba morir.

—Pero ¿por qué? —le pregunté.Benigno respondió por él, con voz

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estruendosa.—Porque no le funciona la picha —

dijo.El resonar de su voz fue tan

extraordinario que tuve la fugazimpresión de que hablaba desde dentrode una caverna. Era a la vez aterradora yabsurda. Reí, casi fuera de control.

Néstor contó que Pablito habíatratado de cumplir su misión deestablecer relaciones sexuales con lasmujeres, de acuerdo con lasinstrucciones del Nagual. Éste le habíadicho que los cuatro lados de su mundoestaba ya situados en la posiciónadecuada y que todo lo que tenía que

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hacer era exigirlos. Pero cuando Pablitofue a exigir su primer lado, Lidia, ellaestuvo a punto de darle muerte. Néstoragregó que, en su opinión personal comotestigo del evento, la razón por la cualLidia le había dado el cabezazo era suimposibilidad para cumplir su funcióncomo hombre; en vez de sentirseazorada por las circunstancias, le habíagolpeado.

—¿Estuvo Pablito realmenteenfermo como consecuencia de esegolpe, o tan sólo lo fingió? —pregunté,casi chanceando.

Volvió a responder Benigno, con lamisma voz re tumbante.

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—¡Sólo fingía! —dijo—. ¡No fuemás que un chichón!

Pablo y Néstor rieron agudamente ychillaron.

—No culpamos a Pablito por temera esas mujeres —dijo Néstor—. Sontodas como el propio Nagual,gue rreros temibles. Son viles y locas.

—¿Las crees tan malas? —lepregunté.

—Decir que son malas es omitir unaparte de la verdad —dijo Néstor—.Son exactamente como el Nagual. Sondecididas y tenebrosas. Cuando elNagual estaba aquí, solían sentarsecerca de él y mirar a lo lejos con los

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ojos entornados durante horas, a vecesdurante días.

—¿Es cierto que Josefina estuvorematadamente loca hace tiempo? —inquirí.

—No me hagas reír —replicóPablito—. No hace tiempo; es ahoracuando está loca. Es la más demente dela pandilla.

Les conté lo que me había hecho.Suponía que iban a apreciar el aspectocómico de su magnífica actuación. Peromi relato pareció caerles mal. Meescucharon como niños asustados; hastaBenigno abrió los ojos para atender amis palabras.

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—¡Es tremendo! —exclamó Pablito—. Esas brujas son realmentehorrorosas. Y sabes que su jefe es CienNalgas. Es ella quien arroja la piedra yesconde la mano y finge ser una niñainocente. Ten cuidado con ella, Maestro.

—El Nagual preparó a Josefina paraque fuese capaz de hacerle todo encualquier momento —explicó Néstor—.Puede fingir lo que se te ocurra: llanto,risa, ira… cualquier cosa.

—Pero ¿cómo es cuando no hacecomedia? —pre gunté a Néstor.

—Está loca de remate —respondióBenigno con voz suave—. Conocí aJosefina el día de su llegada. Tuve que

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arrastrarla hacia la casa. El Nagual y yosolíamos tenerla atada a la cama. Unavez se echó a llorar por su amiga, unapequeña con la que en otros tiemposhabía jugado. Lloró tres días. Pablito laconsolaba y le daba de comer como a unbebé. Ella es como él. Ninguno de losdos sabe cómo detenerse una vez que hacomenzado.

De pronto, Benigno empezó aolisquear el aire. Se puso de pie y fuehasta el fogón.

—¿Es realmente tímido? —preguntéa Néstor.

—Es tímido y excéntrico —fuePablito quién replicó—. Será así hasta

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que pierda la forma. Genaro nos dijoque tarde o temprano perderíamos laforma, de modo que no tiene sentidoamargarnos la vida tratando de cambiarcomo nos indicó el Nagual. Genaro nosaconsejó divertirnos y no preocuparnospor nada. Tú y las mujeres se inquietan yse esfuerzan; nosotros, por el contrario,lo pasamos bien. Tú no sabes disfrutarde las cosas y nosotros no sabemosamargarnos la vida. El Nagual llamabaal amargarse la vida ser impecable;nosotros le llamamos estupidez, ¿no esasí?

—Hablas únicamente por ti mismo,Pablito —dijo Néstor—. Benigno y yo

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no compartimos tu oposición.Benigno trajo un tazón de comida y

me lo puso delante. Sirvió a todos.Pablito examinó los recipientes ypreguntó a Benigno de dónde los habíasacado. Benigno le informó que estabanen una caja, en el lugar que la Gorda lehabía dicho que los tenía guardados.Pablito me dijo en confianza queaquéllos habían sido sus tazones antesde la ruptura.

—Debemos tener cuidado —comentó Pablito en tono nervioso—. Esindudable que estos tazones estánhechizados. Esas brujas les ponen algo.Yo preferiría usar el de la Gorda.

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Néstor y Benigno empezaron acomer. En ese momento advertí queBenigno me había dado el tazónmarrón. Pablito parecía confundido.Quise tranquilizarle, pero Néstor medetuvo.

—No lo tomes en serio —dijo—. Legusta ser así. Se sentará y comerá. Esallí donde tú y las mujeres fallan. Nohay modo de hacerles entender quePablito es así. Esperan que todo elmundo sea como el Nagual. La Gorda esla única que no se inmuta por él; noporque lo comprenda, sino porque haperdido la forma.

Pablito se sentó a comer, y entre los

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cuatro dimos buena cuenta de toda laolla. Benigno lavó los tazones y volvió aponerlos en la caja cuidadosamente.Luego, nos sentamos cómodamente entorno a la mesa.

Néstor propuso que, tan pronto comooscureciera, fuésemos a dar un paseopor un barranco cercano al que yo solíair con don Juan y don Genaro. Por una uotra razón, me sentía poco dispuesto air. No tenía la suficiente confianza enellos. Néstor afirmó que estabanacostumbrados a andar en la oscuridady que el arte de un brujo consistía enpasar desapercibido aun en medio de lamultitud. Le conté lo que en cierta

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ocasión me había dicho don Juan, antesde dejarme en un lugar desierto de lasmontañas, no lejos de allí. Me habíapedido que me concentrase en tratar deno ser evidente. Decía que los lugareñosconocían a todo el mundo de vista. Nohabía mucha gente, pero quienes allívivían andaban siempre de un lado paraotro y eran capaces de distinguir a unextraño a varios kilómetros. Algunos deellos poseían armas de fuego y notenían el menor reparo en disparar.

—No te preocupes por los seres delotro mundo —había dicho don Juanriendo—. Los peligrosos son losme xicanos.

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—Eso sigue siendo válido —dijoNéstor—. Siempre fue cierto. Esa es larazón por la cual el Nagual y Genaroeran artistas tan consumados.Aprendieron a pasar inadvertidos por enmedio de todo eso. Conocían el arte delacecho.

Aún era demasiado temprano paranuestro paseo por lo oscuro. Queríaaprovechar el tiempo para formular aNéstor mi problema crucial. Lo habíaestado posponiendo hasta ese momento;cierta extraña sensación me habíaimpedido hacerle la pregunta. Era comosi la respuesta de Pablito hubieseagotado todo mi interés. Pero el propio

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Pablito vino en mi ayuda: de pronto,trajo a colación el tema, como sihubiera leído mis pensamientos.

—Néstor también saltó al abismo élmismo día que nosotros —dijo—. Y asífue como se convirtió en el Testigo, túte convertiste en el Maestro y yo en eltonto del pueblo.

Con tono despreocupado pedíaNéstor que me hablara de su salto alvacío. Traté de aparentar poco interés.Pablito era consciente de la verdaderanaturaleza de mi forzada indiferencia.Rió y comentó con Néstor que yoprocedía con cautela porque su propiorelato de los hechos me había

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decepcionado profundamente.—Yo lo hice después de ustedes —

dijo Néstor, y se quedó mirándomecomo si esperara otra pregunta.

—¿Saltaste inmediatamente detrásde nosotros? —in quirí.

—No. Me llevó bastante ratodisponerme —respondió—. Genaro yel Nagual no me habían dicho quéhacer. Ese era un día de prueba paratodos nosotros.

Pablito parecía desalentado. Selevantó de la silla y echó a andar por lahabitación. Volvió a sentarse,sacudiendo la cabeza en un gesto dedesesperación.

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—¿Realmente nos viste arrojarnos alabismo? —pre gunté a Néstor.

—Soy el Testigo —replicó. En elpresenciar estaba mi camino alconocimiento; contarte impecablementelo que presencié es mi deber.

—¿Pero qué es lo que viste enverdad? —insistí.

—Los vi aferrarse el uno al otro ycorrer hasta el límite del abismo. Yluego los vi, como a dos cometas,recortados contra el cielo. Pablito sealejó en línea recta y luego cayó. Túascendiste un poco y te alejaste un cortotrecho del borde, antes de caer.

—Pero ¿saltamos con nuestros

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cuerpos? —quise saber.—Bueno… no creo que haya otra

forma de hacerlo —dijo, y rió.—¿No pudo haberse tratado de una

ilusión? —pre gunté.—¿Qué es lo que estás tratando de

decir, Maestro? —preguntó a su vez entono seco.

—Quiero conocer la verdad de loocurrido —dije.

—¿Acaso padeces amnesia, comoPablito? —inquirió Néstor con undestello en la mirada.

Intenté explicarle la naturaleza de midilema respecto del salto. No se pudocontener y me interrumpió. Pablito

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intervino para llamarle al orden y selanzaron a una discusión. Pablito laeludió mediante el expediente decomenzar a pasearse, semisentado,arrastrando la silla alrededor de lamesa.

—Néstor no ve más allá de susnarices —me dijo—. Benigno es igual.No obtendrás nada de ellos. Al menoscuentas con mi simpatía.

Pablito soltó una risilla aguda quehizo temblar sus hombros y se cubrió lacara con el sombrero de Benigno.

—Por lo que a mí se refiere, ambossaltaron —dijo Néstor en un súbitoestallido—. Genaro y el Nagual no les

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habían dejado otra salida. En esoconsistía su técnica: en acorralarlos yguiarlos hacia la única puerta abierta.Por eso ustedes dos se arrojaron alvacío. Eso es lo que yo presencié.Pablito dice que él no sintió nada; eso esdiscutible. Sé que era perfectamenteconsciente de todo, pero él prefierenegar su experiencia.

—Yo no era verdaderamenteconsciente —me aseguró Pablito entono de disculpa.

—Puede ser —dijo Néstorsecamente—. Pero yo sí, y vi suscuerpos haciendo lo que debían hacer:saltar.

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Las afirmaciones de Néstor mepusieron de un humor singular. Hastaese momento había estado en busca deconfirmaciones para lo que habíapercibido por mí mismo. Pero, una vezlogrado mi propósito, comprendía queno tenía la menor importancia. Saberque había saltado y temer lo que habíapercibido era una cosa; buscar para ellovalidaciones consensuales era otra.Entendí entonces que no había unacorrelación necesaria entre ambas.Había creído que el hecho de quealguien corroborase el salto liberaría ami intelecto de dudas y temores. Estabaequivocado. Contra lo esperado, me

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sentía más inquieto, más inmerso en lacuestión.

Empecé por comunicar a Néstor que,si bien había ido a verlos con lafinalidad específica de obtener de ellosla confirmación de mi salto, habíacambiado de idea y no quería hablarmás del asunto. Los dos se pusieron ahablar a la vez, de modo que laconversación se generalizó. Pablitosostenía que él no había sido consciente,Néstor gritaba que Pablito era unconsentido y yo decía que no quería oírmencionar el salto ni una vez más.

Por primera vez, me resultóabsolutamente ostensible que los tres

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carecíamos de serenidad y de dominiode sí. Ninguno de nosotros estabadispuesto a prestar toda su atención alotro, como lo hacían don Juan y donGenaro. Puesto que me era imposiblemantener un orden mínimo en nuestrointercambio de opiniones, me sumí enmis propias cavilaciones. Siempre habíapensado que el único de mis defectosque me había impedido entrar de llenoen el mundo de don Juan era miinsistencia en racionalizarlo todo; perola presencia de Pablito y de Néstor meacababa de dar una nueva visión de mímismo. Otro de mis defectos era latimidez. Una vez apartado de los

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seguros rumbos del sentido común, mefaltaba confianza en mí mismo y medejaba intimidar por el terrible peso deaquello que tenía lugar ante mis ojos.Así consideré imposible creer que yohabía saltado al vacío.

Don Juan había afirmado ennumerosas ocasiones que en la brujeríatodo consistía en una cuestión depercepción; fieles a ese criterio, él ydon Genaro habían montado un dramaenorme, catártico, destinado a nuestroúltimo encuentro en aquella cimaarrasada. Cuando me hicieron expresaren palabras claras y audibles miagradecimiento a cuantos alguna vez me

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habían ayudado, me embargó la alegría.En ese instante había captado toda miatención, permitiendo a mi cuerpopercibir el único acto posible dentro desu marco de referencia: el salto alabismo. Ese salto era la realizaciónpráctica de mi percepción, no comohombre corriente, sino como brujo.

Estaba tan absorto poniendo porescrito mis pensamientos que no advertíque Néstor y Pablito habían dejado dehablar y los tres me estaban mirando.Les expliqué que, para mí, no habíamodo de comprender qué había ocurridoen ese salto.

—No hay nada que comprender —

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dijo Néstor—. Las cosas suceden ynadie puede decir cómo. Pregúntale aBenigno si quiere comprender.

—¿Quieres comprender? —preguntéa Benigno en broma.

—¡Puedes estar seguro de ello! —exclamó con voz de bajo profundo,haciendo reír a todos.

—Te complaces en afirmar quequieres entender —prosiguió Néstor—.Como Pablito se complace en afirmarque no recuerda nada.

Miró a Pablito y me guiñó un ojo.Pablito bajó la cabeza.

Néstor me preguntó si algo me habíallamado la atención en el talante de

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Pablito en el momento previo al salto.Tuve que admitir que no me había vistoen situación de reparar en cosas tansutiles como el talante de Pablito.

—Un guerrero debe advertirlo todo—dijo—. Esa es su peculiaridad y,como decía el Nagual, en ello radica suventaja.

Sonrió y fingió turbación,cubriéndose la cara con el sombrero.

—¿Qué es lo que omití tomar encuenta respecto del talante de Pablito?—le pregunté.

—Pablito había saltado antes deacercarse al abismo —respondió—. Notenía que hacer nada. Lo mismo hubiera

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dado que se sentase en el borde en vezde arro jarse.

—¿Qué quieres decir con eso?—Pablito ya se estaba desintegrando

—replicó—. Es por eso que cree haberperdido el conocimiento. Pablito miente.Oculta algo.

Pablito comenzó a hablar,dirigiéndose a mí. Murmuró algunaspalabras ininteligibles; luego se dio porvencido y se desplomó en la silla.Néstor también empezó a decir algo. Lehice callar. No estaba seguro de haberentendido correctamente.

—¿Se estaba desintegrando elcuerpo de Pablito? —pregunté.

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Pasó un largo rato mirándomefijamente, sin decir palabra. Estabasentado a mi derecha. En silencio, se fuea sentar al banco de enfrente.

—Debes tomar en serio lo que digo—sostuvo—. No hay modo de hacerretroceder la rueda del tiempo hastaantes de ese salto. El Nagual decía quees un honor y una satisfacción ser unguerrero, y que la fortuna del guerreroconsiste en hacer lo que debe hacer. Tehe comunicado impecablemente lo quepresencié. Pablito se estabadesintegrando. Cuando corrieron haciael borde del abismo, sólo tú eras sólido.Pablito era como una nube. Él cree que

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estuvo a punto de caer de bruces, y túcrees que lo sostuviste por el brazo paraayudarle a llegar al borde. Ambos seequivocan, y yo no dudo que hubiesesido mejor para los dos que no lorecogieses.

Me sentía más confundido quenunca. Le creía sincero en susafirmaciones, pero recordaba tan sólohaber cogido a Pablito por el brazo.

—¿Qué hubiera sucedido de nointervenir yo? —in quirí.

—No puedo contestar a eso —replicó Néstor—. Pero sé que cada unode ustedes perjudicó la luminosidad delotro. En el momento en que le rodeaste

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el brazo, Pablito cobró cierta solidez,pero tú desperdiciaste tu precioso poderpor nada.

—¿Qué hiciste tú una vez quehubimos saltado? —pregunté a Néstortras un largo silencio.

—Tan pronto como hubierondesaparecido —dijo— quedé con losnervios tan destrozados que no podíarespirar, y también me desmayé; no sécuánto tiempo permanecí inconsciente.Creo que fue tan sólo un instante. Alrecobrar el sentido miré a mi alrededoren busca de Genaro y del Nagual; sehabían ido. Corrí de un lado para otropor aquella cima, llamándoles hasta

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enron quecer.Entonces comprendí que estaba solo.

Fui hasta el borde del precipicio enbusca del signo con que la tierra indicaque un guerrero no va a regresar, peroya era demasiado tarde. En esemomento, tomé conciencia de queGenaro y el Nagual habían partido parasiempre. No me había dado cuenta antesde que, tras haberse despedido deustedes, mientras corrían hacia el vacío,se habían vuelto hacia mí y me habíandicho adiós con la mano.

—Encontrarme solo a esa hora, enaquel lugar desértico, era más de lo quepodía soportar. De un solo golpe había

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perdido a todos los amigos que tenía enel mundo. Me senté y lloré. Y según ibasintiendo más y más pánico ibanaumentando en volumen mis chillidos.Grité el nombre de Genaro con toda voz.Para entonces todo estaba negro comoboca de lobo. No alcanzaba adistinguir un solo accidente conocido.Sabía que como guerrero no teníaderecho alguno a ceder a mi aflicción.Para serenarme, comencé a aullar comoun coyote, a la manera en que el Nagualme había enseñado a hacerlo. Al cabode un rato de aullar me sentí muchomejor; tanto, que olvidé mi tristeza.Olvidé la existencia del mundo. Cuanto

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más aullaba, más fácil me resultabapercibir el calor y la protección de latierra.

—Deben haber pasado horas. Depronto sentí un golpe en mi interior,detrás de la garganta, y el sonido de unacampana en los oídos. Recordé lo que elNagual había dicho a Eligio y aBenigno antes de que saltaran. Que esasensación en la garganta se presentabaen el instante inmediatamente anterior aaquel en que uno se dispone a cambiarde velocidad, y que el sonido de lacampana era el vehículo del que eraposible valerse para lograr cualquiercosa que uno deseara. Lo que yo

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deseaba era ser un coyote. Me miré losbrazos, apoyados en el suelo frente a mí.Habían cambiado de aspecto ysemejaban los de un coyote. Vi piel decoyote en ellos y en mi pecho. ¡Era uncoyote! Ello me hizo tan feliz que llorécomo debe llorar un coyote. Sentía misdientes de coyote, mi hocico largo ypuntiagudo y mi lengua. De algún modo,sabía que había muerto; pero no meimportaba. No me importaba habermeconvertido en un coyote, ni estar muerto,ni estar vivo. Anduve como un coyote,en cuatro patas, hasta el borde delprecipicio, y me arrojé a él. No mequedaba otra cosa por hacer.

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—Sentí que caía y que mi cuerpo decoyote daba vueltas en el aire. Entoncesvolví a ser yo, girando rápidamente enel espacio. Pero antes de llegar al fondocobré tal ligereza que dejé de caer paraempezar a flotar. El aire me pasaba delado a lado. ¡Era tan liviano! Creí quepor fin la muerte me penetraba. Algoagitaba mi interior y me desintegrabacomo arena seca. El lugar en que mehallaba era pacífico y perfecto. Poralguna razón sabía que estaba allí y, sinembargo, no estaba. Yo era nada. Eso estodo lo que puedo decir sobre ello.Luego, bruscamente, lo mismo que mehabía reducido a arena seca volvió a

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reunirme. Retorné a la vida y meencontré sentado en la cabaña de unviejo brujo mazateca. Me dijo que sellamaba Porfirio. Aseguró que estabacontento de verme y comenzó aenseñarme ciertas cosas referidas aplantas de las que Genaro nunca mehabía hablado. Me llevó al lugar en quese hacían las plantas y me mostró elmolde de las plantas, especialmente lasmarcas de los moldes. Me explicó que sibuscaba esas marcas en las plantaspodría determinar para qué servían, auncuando se tratase de una especie quenunca hubiese visto. Una vez seguro deque había aprendido a diferenciar las

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marcas, me despidió; pero me invitó avolver a verle. En ese momento sentí unviolento tirón y me desintegré, comoantes. Me dividí en un millón de trozos.

—Luego fui nuevamente atraídohacia mí mismo y volví a ver a Porfirio.Después de todo, me había invitado.Sabía que podía ir a donde quisiera,pero escogí la cabaña de Porfirioporque era amable conmigo y meenseñaba. Además, no quería correr elriesgo de encontrarme con cosashorrorosas. Esa vez Porfirio me llevó aver el molde de los animales. Allí vi mipropio nagual animal. Nos reconocimosa primera vista. Porfirio quedó

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encantado con nuestra amistad.También vi el nagual de Pablito y eltuyo, pero no quisieron hablar conmigo.Parecían tristes. No insistí en trabarconversación. No conocía lasconsecuencias del salto de ustedes. Yome suponía muerto, pero mi nagual medijo que no lo estaba; y que ustedes dostambién vivían. Le pregunté por Eligio,y mi nagual aseveró que se habíamarchado para siempre. Recordé que alpresenciar el salto de Eligio y Benignohabía oído al Nagual dar instrucciones aBenigno en el sentido de no buscarvisiones estrafalarias ni mundos fueradel propio. El Nagual le aconsejó

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aprender tan sólo acerca de su mundoporque al hacerlo así hallaría la únicaforma de poder adecuada a él. El Nagualle indicó específicamente laconveniencia de permitir que sus trozosvolasen lo más lejos posible, con lafinalidad de restaurar su fuerza. Lomismo hice yo. Pasé del tonal al nagualy viceversa once veces. Cada una deellas, no obstante, era recibido porPorfirio, quien se encargaba de seguirinstruyéndome. En cuanto mis fuerzasdisminuían, me restablecía en el nagual;hasta que, en una ocasión, las recobréhasta el punto de volver a hallarmesobre la tierra.

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—Doña Soledad me dijo que Eligiono había saltado al abismo —acoté.

—Saltó con Benigno —dijo Néstor—. Pregúntaselo; te lo contará con suvoz favorita.

Me volví hacia Benigno y lepregunté.

—¡No tengas duda de que saltamosjuntos! —replicó con voz de trompeta—. Pero nunca hablo de ello.

—¿Qué te dijo de Eligio doñaSoledad? —preguntó Néstor.

Les conté que doña Soledad mehabía dicho que Eligio había sidoenvuelto por un viento y abandonado elmundo cuando trabajaba en campo

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abierto.—Está completamente confundida

—dijo Néstor—. Eligio fue llevado porlos aliados. Pero él no quería a ningunode ellos, de modo que le dejaron ir. Esono tiene nada que ver con el salto. LaGorda nos dijo que tuviste un encuentrocon los aliados anoche; no sé quéhiciste, pero si hubieras queridoatraparlos o seducirlos para que sequedasen contigo, habrías debido girarcon ellos. A veces ellos llegan porpropia decisión hasta el brujo y leenvuelven y le hacen girar. Eligio era elmejor guerrero que había, así que losaliados fueron a él por su cuenta. Si

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alguno de nosotros quisiera a losaliados, tendríamos que rogarles duranteaños; aun así, dudo que accedieran aayudarnos.

—Eligio tuvo que saltar como todoel mundo. Yo presencié su salto. Lohizo en compañía de Benigno. Buenaparte de lo que nos sucede como brujosdepende de lo que haga nuestrocompañero. Benigno está un pocotrastornado porque su compañero noregresó. ¿No es así, Benigno?

—¡No lo dudes! —respondióBenigno con su voz pre dilecta.

En ese momento sucumbí ante unagran curiosidad que había hecho presa

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de mí desde la primera vez que habíaoído hablar a Benigno.

Le pregunté cómo hacía su voztonante. Se volvió para mirarme. Sesentó tieso y se señaló la boca como sideseara que fijara mis ojos en ella.

—¡No lo sé! —tronó—. ¡Me limito aabrir la boca y esta voz sale de ella!

Contrajo los músculos de la frente,curvó los labios y produjo un profundosonido. Vi entonces que teníapoderosos músculos en las sienes,responsables del singular contorno de sucabeza. No era su peinado lo que habíacambiado, sino el conjunto de la porciónfrontal superior de su cráneo.

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—Genaro le legó sus sonidos —meaclaró Néstor—. Espera a que se tire unpedo.

Intuí que Benigno se estabapreparando para demostrar sushabilidades.

—Espera, espera, Benigno —dije—no es necesario.

—¡Oh, mierda! —exclamó Benignodecepcionado—. Reservaba el mejorpara ti.

Pablito y Néstor rompieron a reírcon tal fuerza que hasta Benigno se unióa ellos.

—Cuéntame qué más le sucedió aEligio —pedí a Néstor cuando se

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hubieron calmado.—Cuando Eligio y Benigno saltaron

—replicó Néstor—, el Nagual me hizoir a toda prisa hasta el borde del abismopara ver el signo con que la tierra indicaque se han arrojado guerreros al vacío.Si se aprecia algo semejante a unanube, a una ligera ráfaga, es porque eltiempo del guerrero sobre la tierra aúnno ha tocado a su fin. El día en queEligio y Benigno saltaron sentí unacorriente de aire procedente del lado delcual lo había hecho Benigno ycomprendí que su tiempo no habíaexpirado. Pero en el lado de Eligio nohubo sino silencio.

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—¿Qué crees que le ocurrió aEligio? ¿Murió?

Los tres me miraron. Estuvieroninmóviles un momento. Néstor se rascólas sienes con ambas manos. Benignosofocó una risilla y sacudió la cabeza.Intenté explicarme, pero Néstor medetuvo con un gesto.

—¿Las preguntas que nos haces sonserias? —quiso saber.

Benigno respondió por mí. Cuandono hacía el payaso, su voz era profunday melodiosa. Dijo que el Nagual yGenaro nos habían reunido porque cadauno de nosotros poseía fragmentos deinformación de los cuales carecían los

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demás.—Bien; si ese es él caso, te diremos

cómo son las cosas —dijo Néstorsonriendo como si acabara de quitarseun gran peso de encima—. Eligio nomurió. Nada de eso.

—¿Dónde está? —pregunté.Volvieron a mirarme. Tuve la

impresión de que estaban haciendoverdaderos esfuerzos por no reír. Lesdije que lo único que sabía acerca deEligio era lo que me había contado doñaSoledad. Me había dicho que Eligiohabía ido al otro mundo a reunirse conel Nagual y con Genaro. A mí eso mesonaba a que los tres estaban muertos.

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—¿Por qué hablas así, Maestro? —preguntó Néstor en un tono que revelabaprofunda preocupación—. Ni siquieraPablito habla así.

Pensé que Pablito iba a protestar.Estuvo a punto de ponerse de pie, peropareció cambiar de opinión.

—Sí, es cierto —dijo—. Ni siquierayo hablo así.

—Bueno, si Eligio no murió, ¿dóndeestá? —pregunté.

—Soledad ya te lo ha dicho —respondió Néstor suavemente—. Eligiofue a reunirse con el Nagual y conGenaro.

Consideré conveniente no hacer más

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preguntas. No quiero decir con ello quemis indagaciones fuesen agresivas, sinoque ellos siempre las tomaban comotales. Además, sospechaba que nosabían mucho más que yo.

De pronto, Néstor se puso de pie yempezó a andar de un lado para otrodelante de mí. Finalmente, me apartó dela mesa cogiéndome por las axilas. Noquería que escribiera. Me preguntó siera cierto que me había desmayadocomo Pablito en el momento del salto yno recordaba nada. Le dije que habíatenido buen número de sueños vívidos ovisiones que no podía explicar y leshabía ido a ver en busca de una

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aclaración. Me pidieron que les contaratodas las visiones que hubiese tenido.

Tras escuchar mi relato, Néstorcomentó que eran de un tipo muy extrañoy que sólo las dos primeras eran de granimportancia y de esta tierra. Las demáseran visiones de mundos ajenos.Explicó que la primera tenía un especialvalor porque se trataba de un presagiopropiamente dicho. Agregó que losbrujos consideraban el primero de lossucesos de toda serie como elanteproyecto del mapa de lo que iba aproducirse a continuación.

En aquella visión en particular meencontraba delante de un mundo

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estrafalario. Había una enorme roca antemis ojos, una roca que había sidopartida en dos. A través de un anchoboquete en ella, alcanzaba a ver unallanura fosforescente y sin límites, unaespecie de valle, bañado en una luzamarillo verdosa. En un lado del valle,a la derecha, parcialmente oculto a mivista por la enorme roca, había unaincreíble estructura en forma de cúpula.Era oscura, de un gris semejante al de lacarbonilla. Si mi tamaño hubiese sidoel mismo que en el mundo de mi vidacorriente, su altura habría llegado aquince mil metros y su ancho a muchoskilómetros. Tal enormidad me

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deslumbró. Sentí vértigo y caí a plomoen un estado de desintegración.

Volví a experimentar el mismorechazo y fui a dar sobre una superficiesumamente desigual y, sin embargo,lisa. Era una superficie brillante,interminable, tal como la llanura quehabía visto antes. Se extendía hastadonde alcanzaba la vista. No tardé endarme cuenta de que podía mover lacabeza en cualquier dirección quedeseara sobre un plano horizontal, perono hacia mí mismo. No obstante, me eraposible inspeccionar los alrededoresrotando la cabeza de izquierda a derechay viceversa. Pero cuando pretendía

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volverme para mirar detrás de mí, noconseguía desplazar mi volumen.

La llanura se extendíamonótonamente, igual a mi derecha quea mi izquierda. No había a la vista másque un infinito resplandor blanquecino.Quería ver el suelo que pisaba, pero nopodía bajar los ojos. Alcé la cabezapara mirar al cielo; vi otra superficieilimitada y blanquecina, que parecíaunida a aquélla sobre la cual me hallaba.Experimenté una súbita aprensión e intuíque algo estaba a punto de sermerevelado. Pero el repentino ydevastador asalto de la desintegraciónlo impidió. Cierta fuerza me arrastró

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hacia abajo. Fue como si aquellasuperficie me tragase.

Néstor sostuvo que el haber vistouna cúpula era de tremenda importanciaporque esa forma en particular habíasido referida por el Nagual y porGenaro como imagen del lugar en que sesuponía que todos nos íbamos a reuniralgún día con ellos.

Llegados a ese punto, Benigno sedirigió a mí, diciendo que había oídolas instrucciones recibidas por Eligio enel sentido de dar con esa cúpula. Agregóque el Nagual y Genaro habían insistidoen la cuestión, de modo que Eligio laentendiese cabalmente. Ellos siempre

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habían considerado a Eligio el mejor;por lo tanto, le prepararon para hallaresa cúpula y entrar a su bóvedablanquecina una y otra vez.

Pablito dijo que los tres habían sidoinstruidos para encontrar esa cúpula, siles resultaba posible, pero ninguno lohabía logrado. Comenté en tono de quejaque ni don Juan ni don Genaro mehabían mencionado jamás nadasemejante. Yo no había recibidoenseñanza alguna relacionada con unacúpula.

Benigno, que se encontraba sentadoa la mesa frente a mí, se puso de pie yvino a mi lado. Se situó a mi izquierda

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y me susurró al oído que tal vez los dosviejos me hubiesen instruido y yo no lorecordara, aunque también era probableque no me hubieran dicho nada para queno fijase mi atención en ella una vezencontrada.

—¿Cuál era la importancia de lacúpula? —pregunté a Néstor.

—Allí es donde están el Nagual yGenaro —replicó.

—¿Y dónde se encuentra esacúpula? —inquirí.

—En alguna parte, sobre esta tierra—dijo.

Tuve que explicarle detenidamentela imposibilidad de que una estructura

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de esas dimensiones existiese en nuestroplaneta. Le dije que mi visión había sidoalgo muy semejante a un sueño y quecúpulas de esa altura sólo eranconcebibles como producto de lafantasía. Rió y me palmeódelicadamente la espalda, como si lesi guiese la corriente a un niño.

—Tú quieres saber dónde estáEligio —dijo Néstor de pronto—. Puesbien: está en la bóveda blanquecina deesa cúpula con el Nagual y Genaro.

—Pero esa cúpula fue una visión —protesté.

—Entonces Eligio está en una visión—dijo Néstor—. Recuerda lo que

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Benigno acaba de decirte. Ni el Nagualni Genaro te ordenaron hallar esa cúpulay regresar a ella. Si lo hubieran hecho,no estarías aquí. Estarías donde Eligio,en la cúpula de esa visión. Como ves,Eligio no murió como muere un hombreen las calles. Simplemente, no regresóde su salto.

Su declaración me resultóasombrosa. No podía apartar de mimemoria la intensidad de las visionesque había tenido, pero por alguna razóndesconocida deseaba discutir con él.Néstor, antes de que me fuese posibledecir nada, llevó la cosa aún más allá.Me recordó una de mis visiones: la

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penúltima. Había sido la más angustiosade todas. En ella me perseguía unaextraña criatura oculta. Sabía que estabaallí, pero no alcanzaba a verla, noporque fuese invisible, sino porque elmundo en que me encontraba era tanincreíblemente nuevo que no podíadeterminar qué era cada cosa en él.Fueran lo que fueran los elementos quetenía a la vista, ciertamente no eran deesta tierra. La angustia queexperimenté al saberme perdido en unlugar así estuvo a punto de superar micapacidad emocional. En ciertomomento, la superficie sobre la cualestaba parado comenzó a sacudirse.

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Percibí que cedía bajo mis pies y meaferré a una especie de rama, o unapéndice de algo que me hacía pensar enun árbol, que colgaba, exactamentesobre mi cabeza, en un plano horizontal.En el instante en que la toqué, la cosame rodeó la muñeca, como si hubieseestado llena de nervios que lo captarantodo. Fui alzado a una tremenda altura.Miré hacia abajo y vi un animalincreíble; comprendí que se trataba de lacriatura que me había estadopersiguiendo. Surgía de una superficieque parecía ser suelo. Distinguí suenorme boca, abierta como una caverna.Oí un rugido estremecedor,

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completamente sobrenatural, algosemejante a un grito estridente,metálico, sofocado, y el tentáculo queme había cogido me soltó para dejarmecaer en aquella boca de aspectocavernoso. La vi en todos sus detalles enel curso de la caída. Entonces se cerró,conmigo dentro. Inmediatamente, lapresión redujo mi cuerpo a una pasta.

—Ya has muerto —dijo Néstor—.Ese animal te comió. Te aventurastemás allá de este mundo y diste con elhorror mismo. Nuestra vida y nuestramuerte no son más ni menos reales quetu corta vida en ese lugar y tu muerte enla boca de ese monstruo. Esta vida que

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tenemos no es sino una larga visión.¿Te das cuenta?

Espasmos nerviosos recorrieron micuerpo.

—No fui más allá de este mundo —prosiguió—, pero sé de qué hablo. Noprotagonicé cuentos de horror, comoustedes. Lo único que hice fue visitar aPorfirio diez veces. Si hubiesedependido de mí, habría vuelto allísiempre que me fuera posible; pero miundécimo rebote fue tan violento quecambió mi dirección. Percibí que dejabaatrás la cabaña de Porfirio. En lugar deencontrarme ante su puerta, me hallé enla ciudad, muy cerca de la casa de un

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amigo mío. Me pareció divertido. Sabíaque estaba viajando entre el tonal y elnagual. Nadie me había dicho que losviajes debían serlo de una claseespecial. Así que sentí ganas de ver ami amigo y decidí hacerlo. Comencé apreguntarme si realmente lograría verlo.Llegué a su casa y golpeé la puerta, talcomo lo había hecho numerosas veces.Su mujer me hizo pasar como siempre;en efecto, mi amigo estaba en casa. Ledije que había ido a la ciudad porcuestiones de trabajo, e incluso me pagóun dinero que me debía. Me lo puse enel bolsillo. No ignoraba que mi amigo, ysu esposa, y el dinero, y su casa, eran

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una visión, como la cabaña del Porfirio.No ignoraba que una fuerza superior amí me iba a desintegrar en cualquiermomento. De modo que me senté parapasarlo bien con él. Reímos ybromeamos. Y me atrevo a decir queestuve gracioso y brillante yencantador. Pasé allí un largo rato,esperando la sacudida. Como no seproducía, decidí marchar. Me despedí yle agradecí el dinero y la hospitalidad.Me fui. Quería ver la ciudad antes deque la fuerza me llevara de allí. Vaguétoda la noche. Recorrí el camino quellevaba a las colinas que dominaban laciudad; en el momento en que el sol se

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alzó, caí en la cuenta de algo cuyarealidad me golpeó como un rayo.Estaba de regreso en el mundo y lafuerza que me iba a desintegrar se habíadisipado y me permitía quedarme. Iba aver mi maravillosa tierra natal pormucho tiempo. ¡Qué gran alegría,Maestro! No obstante, no podría decirque la amistad de Porfirio no me hayaagradado. Ambas visiones tienen unmismo valor, pero yo prefiero la de miforma y mi tierra. Tal vez ello se deba ami tendencia a la comodidad.

Néstor calló y todos me miraron. Mesentí amenazado como nunca lo habíaestado. Una parte de mí experimentaba

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un temor reverencial por lo que habíadicho; otra deseaba enfrentarse a él.Comencé una discusión sin sentidoalguno. Ese absurdo estado de ánimo meduró poco; entonces tomé conciencia deque Benigno me observaba conexpresión vil. Unía los ojos fijos en mipecho. Algo espantoso empezó depronto a pesar sobre mi corazón. Elsudor me corría por el rostro como situviese una estufa delante de mí. Losoídos me zumbaban.

La Gorda se acercó a mí en esepreciso momento. Su presencia eracompletamente inesperada para mí.Estoy seguro de que también lo era para

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los Genaros. Dejaron de lado lo queestaban haciendo para mirarla. Pablitofue el primero en sobreponerse a lasorpresa.

—¿Por qué tienes que entrar así? —preguntó en tono plañidero—. Estabasescuchando en la otra habita ción, ¿no?

Ella afirmó que había permanecidoen la casa tan sólo unos minutos y luegohabía salido a la cocina. Y la razón porla que se había quedado en silencio nadatenía que ver con el fisgoneo; su actitudobedecía a un deseo de ejercitar sucapacidad para pasar inadvertida.

Su presencia había dado lugar a unaextraña tregua. Quise volver a seguir el

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curso de las revelaciones de Néstor;pero, antes de que me fuera posibledecir nada, la Gorda aclaró que lashermanitas estaban en camino a la casa ytraspondrían el umbral en cualquiermomento. Los Genaros se pusieron depie a la vez, como si hubieran sidolevantados por una misma cuerda.Pablito car gó con su silla a la espalda.

—Vamos a caminar en la oscuridad,Maestro —me dijo Pablito.

La Gorda aseveró, en tonoimperativo, que yo no po día ir con ellosporque no había terminado de decirmetodo lo que el Nagual le habíaencargado comunicarme.

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Pablito se volvió hacia mí y meguiñó un ojo.

—Te lo he dicho —dijo—. Sonbrujas tiránicas, tenebrosas. Esperosinceramente que tú no seas así,Maestro.

Néstor y Benigno se despidieron yme abrazaron. Pablito salió con su sillaa hombros, como si fuese una mochila.Salieron por la puerta trasera.

Unos pocos segundos más tarde, ungolpe horriblemente fuerte en la puertadelantera hizo que la Gorda y yo nospusiéramos de pie de un salto. Pablitovolvió a entrar, cargando su silla.

—Pensaste que no me iba a

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despedir, ¿verdad? —comentó, y sealejó riendo.

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CAPÍTULO QUINTO

EL ARTE DEL SOÑAR

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Pasé a solas toda la mañana del díasiguiente. Trabajé en mis notas. Por latarde ayudé a la Gorda y a lashermanitas, con mi coche, a transportarlos muebles de la casa de doña Soledada la suya.

Al atardecer, la Gorda y yo nossentamos en la zona destinada acomedor, a solas. Estuvimos un rato ensi lencio. Me encontraba muy cansado.

La Gorda rompió el silencio paradecir que todos habían estadodemasiado satisfechos de sí mismosdesde la partida del Nagual y deGenaro. Se habían dedicadoexclusivamente a sus tareas

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particulares. Me hizo saber que elNagual le había recomendado ser unguerrero vehemente y seguir cualquierade los caminos que su destino letrazara. Si Soledad hubiese robado mipoder, la Gorda debía huir y tratar desalvar a las hermanitas, uniéndose aBenigno y a Néstor, los únicos dosGenaros que habrían sobrevivido. Silas hermanitas me hubiesen asesinado,su deber consistía en sumarse a losGenaros: las hermanitas ya nonecesitarían de ella. Si yo no hubiesesobrevivido al ataque de los aliados,tendría que haberse alejado de la zona yvivir a solas. Me comentó, con los ojos

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brillantes, que había estado convencidade que ninguno de los dos iba a salvar lavida, y que esa era la razón por la cualse había despedido de las hermanas, lacasa y las colinas.

—El Nagual me dijo que en caso deque sobreviviéramos al enfrentamientocon los aliados —prosiguió— debíahacer cualquier cosa por ti, porque eseera mi camino como guerrero. Fue poreso que intervine anoche ante lo queBenigno te estaba haciendo. Estabaapretándote el pecho con los ojos. Esees su arte como acechador. Tú viste lamano de Pablito ayer; eso también formaparte del mismo arte.

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—¿En qué consiste ese arte, Gorda?—El arte del acechador. Era la

actividad predilecta del Nagual, y losGenaros son sus verdaderos hijos en esesentido. Nosotros, por otra parte, somossoñadores. Tu doble está en el soñar.

Lo que me refería era enteramentenuevo para mí. Deseaba que aclarara susafirmaciones. Me detuve un momentopara leer lo que tenía escrito y escogerla pregunta más adecuada. Lecomuniqué que lo que más me interesabaaveriguar era lo que ella sabía de midoble, y en segundo término, mepreocupaba el arte del acecho.

—El Nagual me dijo que tu doble

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era algo que requería muchísimodesgaste de poder para manifestarse —explicó—. Él suponía que tu energíaalcanzaba para hacerlo surgir dos veces.Fue por eso que preparó a Soledad y alas hermanitas para matarte o paraayudarte.

La Gorda afirmó que yo había tenidomás energía de lo que el Nagual creía, yque mi doble había salido tres veces.Aparentemente, el ataque de Rosa nohabía sido acción irreflexiva; por elcontrario, había calculado coninteligencia que, si me hería, misposibilidades de defensa serían nulas: lamisma treta de doña Soledad en relación

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con su perro. Le había dado a Rosa unaoportunidad de golpearme al gritarle,pero su tentativa de lastimarme habíafracasado. En cambio, mi doble habíasalido para dañarla a ella. La Gordaaseveró que Lidia le había dicho queRosa no quería despertar en el momentoen que debimos huir de la casa deSoledad y por eso le había estrujado lamano lesionada. Rosa no sintió ningúndolor y comprendió instantáneamenteque la había curado, lo cual significabapara ellas que mi poder se encontrabamermado. La Gorda sostuvo que lashermanitas eran muy inteligentes y teníanproyectado disminuir mi poder; a ese

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efecto habían insistido en que curase aSoledad. Tan pronto como Rosacomprendió que también la habíacurado a ella, pensó que mi debilidadsuperaba los límites de lo tolerable paramí. Todo lo que debían hacer eraesperar a Josefina para acabar conmigo.

—Las hermanitas ignoraban que alsanar a Rosa y a soledad lo que habíashecho era recuperar energía —dijo laGorda, riendo como si se tratara de unabroma—. Esa es la razón por la cual tuenergía te sirvió para hacer surgir a tudoble por tercera vez en cuanto ellasintenta ron arrancarte la luminosidad.

Le narré mi visión de doña Soledad

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acurrucada contra la pared de suhabitación, comentándole el modo enque había unido mi imagen al sentidotáctil y terminado por arrancar unasustancia viscosa de su frente.

—Eso era, verdaderamente, ver —acotó la Gorda—. Viste a Soledad en sucuarto, a pesar de que ella estaba en lacasa de Genaro conmigo y viste tunagual en su frente.

Llegados a ese punto, me sentíobligado a relatarle los detalles de miexperiencia, en especial en todo lorelativo al modo en que me había hechocargo de que estaba curando a doñaSoledad y a Rosa mediante al contacto

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con su sustancia viscosa, que intuíacomo parte de mí mismo.

—Ver aquello sobre la mano deRosa era también ver en verdad —dijo—. Y tú tenías toda la razón: lasustancia era tú mismo. Salió delcuerpo; era tu nagual. Al tomar contactocon él, lo recobraste.

La Gorda me dijo entonces, como sime estuviese revelando un misterio, queel Nagual le había ordenado nocomunicar el hecho de que, puesto quetodos poseíamos una luminosidadsemejante, el contacto de mi nagual concualquiera de ellos no me debilitaría,como hubiera sucedido en el caso de un

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hombre corriente.—Si tu nagual nos toca —comentó,

dándome una palmadita cariñosa en lafrente—, tu luminosidad permanece enla superficie. Puedes recuperarla sin quenada se pierda.

Le hice saber que me resultabaimposible creer el contenido de suexplicación. Se encogió de hombros,como para comunicarme que eso no erade su interés. Le pregunté entonces porel uso de la palabra «nagual».Mencioné el hecho de que don Juan mehabía expuesto que el nagual era elprincipio indescriptible, la fuente detodo.

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—Claro —dijo sonriendo—. Sé loque quería decir. El nagual se halla entodo.

Le señalé, en un tono un tantodespectivo, que también se podíaaseverar lo contrario: que el tonal estáen todo. Me explicó detalladamente queno existía oposición alguna y que mideclaración era correcta; que el tonaltambién se encuentra en todo. Que eltonal es susceptible de ser fácilmenteaprehendido por nuestros sentidos, entanto el nagual sólo puede ser captadopor el ojo del brujo. Agregó que nospodíamos tropezar con las másextravagantes visiones del tonal, y

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asustarnos o aterrorizarnos ante ellas, oserles indiferentes, puesto que eranaccesibles a todos. Una visión delnagual, por otro lado, requería de lossentidos especializados de un brujo paraser contemplada por entero. Y, sinembargo, tanto el tonal como el nagualestaban presentes en todo siempre. Portanto, correspondía a un brujo decir que«mirar» consistía en contemplar el tonalpresente en todas las cosas, mientrasque «ver» suponía, por su parte, elpercibir el nagual, también presente entodas las cosas. Según ello, si unguerrero contemplaba el mundo comoser humano, estaba mirando; pero si lo

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hacía como brujo, estaba «viendo», y loque «veía» debía llamarse conpropiedad «nagual».

Reiteró luego las razones, que yaNéstor me había dado poco antes, porlas cuales se llamaba a don Juan «elNagual», y me confirmó que yo tambiénera el Nagual debido a la forma quehabía surgido de mi cabeza.

Quise averiguar por qué habíandenominado «doble» a la forma surgidade mi cabeza. Me dijo que habían creídocompartir conmigo un chiste que solíanhacer. Ellas siempre habían llamado«doble» a la forma, fundándose en quesu tamaño doblaba el de la persona que

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la poseía.—Néstor me dijo que no era

demasiado conveniente disponer de esaforma —dije.

—No es bueno ni malo —replicó—.La tienes y eso te lleva a ser el Nagual.Eso es todo. Uno de nosotros debe ser elNagual, y te ha correspondido a ti. Podíahaber sido Pablito, o yo, o cualquierotro.

—Explícame ahora en qué consisteel arte del acecho.

—El Nagual era un acechador —comenzó, con los ojos clavados en mí—. Ya debes saberlo. Él te enseñó aacechar desde el comienzo.

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Se me ocurrió que se refería a lo quedon Juan denominaba «la caza». Eracierto que me había enseñado a sercazador. Le comenté que me habíaindicado cómo cazar y tender trampas.El empleo del término «acecho», noobstante, era más apropiado.

—Un cazador se limita a cazar —dijo—. Un acechador lo acecha todo,inclusive a sí mismo.

—¿Cómo lo hace?—Un acechador impecable lo

convierte todo en presa. El Nagual medijo que es posible llegar a acecharnuestras propias debilidades.

Dejé de escribir y traté de recordar

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si en alguna oportunidad don Juan mehabía expuesto tan insólitaproba bilidad: la de acechar mis propiasdebilidades. Nunca le había oídoexpresarlo en semejantes términos.

—¿Cómo es posible acechar laspropias debilidades, Gorda?

—Del mismo modo en que se acechauna presa. Descifras tus costumbreshasta conocer todas las consecuenciasde tu debilidad y te abalanzas sobreellas y las coges como a conejos en unajaula.

Don Juan me había enseñado lomismo acerca de los hábitos, pero máscomo un principio general del cual los

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cazadores deben ser conscientes. Encambio, la Gorda lo comprendía yaplicaba en una forma más pragmáticaque la mía.

Había afirmado que todo hábito era,en esencia, un «hacer»; y un hacerrequería todas sus partes parafuncionar. Si una de ellas faltaba, elhacer resultaba imposible. Para él,cualquier serie coherente y significativade acciones era un hacer. Dicho en otrostérminos, una costumbre requería, paraconstituir una actividad vital, todas susacciones componentes.

La Gorda narró entonces el acechoque ella misma había realizado a su

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costumbre de comer en exceso. ElNagual le había sugerido comenzar elataque a la parte más importante de talhábito, relacionado con su trabajo delavandera, pues ingería todo aquello quele ofrecían los clientes al hacer surecorrido, casa por casa, recogiendo laropa sucia. Confiaba en que el Nagual ledijese qué hacer; pero él se limitó a reíry hacerle burla, afirmando que tanpronto como él le propusiera hacer algo,ella se esforzaría por no hacerlo.Insistió en que así eran los sereshumanos: les encanta que se les diga loque deben hacer, pero les gusta muchomás resistirse a hacerlo, de modo que

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llegan a aborrecer a quien los haaconsejado.

Tardó años en dar con una manerade acechar su debilidad. Cierto día, noobstante, se sintió tan harta y asqueadade verse gorda que se negó a comerdurante veintitrés días. Tal fue la accióninicial conducente a romper con sufijación. Luego se le ocurrió la idea dellenarse la boca con una esponja paraque sus clientes creyeran que tenía unamuela infectada y no podía comer. Elsubterfugio resultó, no sólo con losclientes, que dejaron de darle comida,sino también con ella misma, por cuantoel mordisquear la esponja le

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proporcionaba la impresión de comer.La Gorda no podía dejar de reír alcontarme cómo, para quitarse lacostumbre de comer en exceso, habíapasado años con una esponja metida enla boca.

—¿Fue eso todo lo que necesitastepara dejarlo? —pre gunté.

—No. También tuve que aprender acomer como un guerrero.

—¿Y cómo come un guerrero?—Un guerrero come en silencio, y

lentamente, y muy poco cada vez. Yosolía hablar mientras comía, y comíamuy rápido, y devoraba montones ymontones de alimentos en una sentada.

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El Nagual me explicó que un guerreroingería cuatro bocados seguidos; reciénpasado un rato tragaba otros cuatro, yasí.

—Por otra parte, un guerrero caminakilómetros y kilómetros cada día. Miafición a comer me impedía caminar.Acabé con ella ingiriendo cuatrobocados por hora y andando. A veces lohacía durante todo el día y toda lanoche. Así me deshice de la gordura demis nalgas.

Se echó a reír al recordar el moteque le había pues to don Juan.

—Pero acechar las propiasdebilidades no implica estrictamente el

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deshacerse de ellas —dijo—. Puedesestar acechándolas desde ahora hasta eldía del juicio final sin que nada varíe unápice. Por eso el Nagual se negaba aprecisar lo que se debía hacer. Enrealidad, lo que un guerrero necesitapara ser un acechador impecable estener un propósito.

La Gorda me contó cómo, antes deconocer al Nagual, vivía de día en díasin aspirar a nada. No teníaesperanzas, ni sueños, ni deseo de cosaalguna. La oportunidad de comer, encambio estaba siempre a su alcance. Poralguna razón misteriosa que le eraimposible desentrañar, siempre, en

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todos y cada uno de los momentos de suexistencia, había dispuesto de buenacantidad de alimentos. Tantos, a decirverdad, que llegó a pesar ciento veintekilos.

—Comer era la única alegría de mivida —comentó—. Además, nunca meveía gorda. Me creía más bien bonita ypensaba que la gente gustaba de mí talcomo era. Todo el mundo decía que miaspecto era saludable.

—El Nagual me dijo algo muyextraño: Afirmó que yo poseía unenorme poder personal y, debido a ello,siempre me las había arreglado para quelos amigos me proveyeran de comida

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mientras mi propia familia pasabahambre. Todos disponemos de poderpersonal para algo. En mi caso, elproblema radicaba en desviar ese poder,dedicado a la obtención de alimentos, demodo de emplearlo para mi propósito deguerrero.

—¿Y cuál es ese propósito, Gorda?—pregunté, no muy en serio.

—Entrar en el otro mundo —replicócon una sonrisa, a la vez que fingíagolpearme la coronilla con losnudillos, tal como solía hacer don Juancuando creía que yo sólo estabasatisfaciendo mis deseos.

La luz ya no permitía escribir. La

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pedí que fuese a buscar una lámpara,pero adujo que se hallaba demasiadocansada y tenía que dormir un pocoantes de que llegasen las hermanitas.

Fuimos a la habitación de delante.Me tendió una manta, se envolvió enotra y se durmió instantáneamente. Yome senté con la espalda apoyada en lapared. La base de ladrillos de la camaresultaba dura a pesar de los cuatrocolchones de paja. Era más cómodoestar echado. En el momento en que lohice, me dormí.

Desperté súbitamente, con una sedinsoportable. Deseaba ir a la cocina abuscar agua, pero no lograba

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orientarme en la oscuridad. Percibía ala Gorda, cubierta por su manta, cercade mí. La sacudí dos o tres veces, parapedirle que me ayudase a conseguiragua. Gruñó algunas palabrasininteligibles. A juzgar por lasapariencias, se encontraba tanprofundamente dormida que se resistíaa despertar. Volví a agitarla y despertóde pronto; pero no era la Gorda. Fuesequien fuese la persona a la que habíaimportunado, me aulló con una vozmasculina, bronca, que callara. ¡Habíaun hombre en lugar de la Gorda! Elmiedo hizo presa en mí en formainstantánea e incontrolable. Salté del

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lecho y me precipité hacia la puertadelantera. Pero mi sentido de laorientación falló y terminé en la cocina.Cogí una lámpara y la encendí tan prontocomo me fue posible. La Gorda llegó enese momento, procedente del cobertizoexterior, y me preguntó qué sucedía. Leconté nerviosamente los hechos.También ella se mostró un tantosorprendida. Tenía la boca abierta y susojos habían perdido el brillo habitual.Sacudió la cabeza vigorosamente, con locual, al parecer, se despabiló. Con lalámpara en la mano, fue hacia lahabitación de la entrada.

No había nadie en la cama. La

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Gorda encendió tres lámparas más. Se laveía preocupada. Me ordenó quedarmeen donde estaba y abrió la puerta de lahabita ción de las hermanas. Advertí queen el interior había luz. Cerró y me dijoen un tono que no admitía réplica que nome inquietase, que no era nada y que ibaa hacer algo de comer. Con la rapidez yeficiencia de un cocinero de restaurantea la carta, preparó algunos alimentos.También me sirvió una bebida caliente abase de chocolate y harina de maíz. Nossentamos el uno frente al otro y comimosen absoluto silencio.

La noche era fría. Todo hacía pensarque iba a llover. Las tres lámparas de

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petróleo que ella había llevado al lugarde la cena arrojaban una luz amarillentay tranquilizadora. Cogió algunas tablasque se hallaban apiladas contra el muro,y las colocó verticalmente,insertándolas en una profundaacanaladura practicada en el madero desostén del techo. Había en el piso unalarga hendedura paralela a la viga, quecontribuía a mantener los tablones en susitio. De todo lo cual resultaba unapared portátil que cerraba el espaciodestinado a comedor.

—¿Quién había en la cama? —pregunté.

—En la cama, a tu lado, estaba

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Josefina. ¿Quién iba a ser? —replicócomo saboreando las palabras, y luegose echó a reír—. Es maestra en bromasasí. Por un momento pensé que podíatratarse de otra cosa, pero en seguidapercibí el olor que desprende su cuerpocuando hace de las suyas.

—¿Qué pretendía? ¿Matarme de unsusto? —quise saber.

—Ya sabes que no eres exactamentesu preferido —respondió—. No lesagrada verse apartadas del sendero queconocen. Detestan que Soledad se vaya.No quieren comprender que todos nosestamos yendo de aquí. Parece que nosha llegado la hora. Hoy lo supe. Al salir

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de la casa me di cuenta de que esasestériles colinas me estaban cansando.Nunca había experimentado nadasemejante.

—¿Dónde van a ir?—Aún no lo sé. Tengo la impresión

de que depende de ti. De tu poder.—¿De mí? ¿En qué sentido, Gorda?—Déjame explicártelo. El día

anterior al de tu llegada, las hermanitasy yo fuimos a la ciudad. Quería darcontigo allí porque había tenido unavisión muy extraña en mi soñar. En ella,me encontraba en la ciudad contigo. Teveía con la misma claridad con que lohago en este momento. Tú ignorabas

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quién era yo, pero me hablabas. Yo noalcanzaba a oír tus palabras. Regresé ala misma visión por tres veces, pero enmi soñar no había fuerza bastante parapermitirme captar lo que me decías.Supuse que lo que se buscaba darme aentender con todo ello era que debía ir ala ciudad y confiar en mi poder parahallarte en ella. Estaba segura de queesta bas en camino.

—¿Sabían las hermanitas por qué lasllevabas a la ciudad? —pregunté.

—No les dije nada —respondió—.Me limité a llevarlas. Anduvimos porlas calles durante toda la mañana.

Sus declaraciones me llevaron a un

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estado de ánimo singular. Espasmosnerviosos recorrieron mi cuerpo. Tuveque ponerme de pie y andar un poco.Volví a sentarme y le hice saber quehabía estado en la ciudad aquel mismodía y que había caminado durante toda latarde por la plaza del mercado buscandoa don Juan. Se me quedó mirando con laboca abierta.

—Debimos cruzarnos —dijo con unsuspiro—. Nosotras estuvimos en elmercado y en la plaza. Pasamos lamayor parte de la tarde sentadas en laescalinata de la iglesia para no llamar laatención.

El hotel en que me había alojado era

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un edificio prácticamente contiguo al dela iglesia. Recordé que había pasado unrato observando a la gente que seencontraba en las escalinatas. Algo mellevaba a examinarlas. Unía laimpresión absurda de que don Juan ydon Genaro se hallaban allí, mezcladoscon aquellas personas, haciéndosepasar por mendigos para darme unasorpresa.

—¿Cuándo abandonaron la ciudad?—inquirí.

—Alrededor de las cinco,marchamos hacia el lugar que tiene elNagual en las montañas —respondió.

También había tenido la certeza de

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que don Juan había partido al caer eldía. Los sentimientos experimentadosdurante aquella búsqueda de don Juan seme aclaraban por completo. Debíarevisar mis ideas sobre esa jornada a laluz de sus palabras. Ya me habíaexplicado la certidumbre de que donJuan estaba en las calles de la ciudadcomo una expectación irracional de miparte, consecuencia de mi costumbre dehallarle allí en otros tiempos. Ello mehabía librado de toda preocupación alrespecto. Pero la Gorda había estado enla ciudad, tratando de dar conmigo, y setrataba del ser más próximo a don Juanen cuanto a temperamento. Lo que había

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percibido era su presencia. Su narraciónno hacía más que confirmar algo que micuerpo sabía más allá de toda duda.

Advertí una agitación nerviosa en sucuerpo, mientras le refería midisposición de ánimo de aquel día.

—¿Qué hubiese ocurrido en el casode que dieras conmigo? —pregunté.

—Todo habría cambiado —replicó—. Localizarte habría significado paramí que contaba con el poder necesariopara seguir adelante. Ese es el motivopor el cual me hice acompañar por lashermanitas. Tú, yo y ellas, juntos,habríamos partido ese día.

—¿Hacia dónde, Gorda?

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—¿Quién sabe? Si mi poder hubiesebastado para encontrarte, también habríabastado para saberlo. Ahora te toca a ti.Quizás tengas el poder necesario paradeterminar a dónde debemos ir. ¿Meentiendes?

Me invadió entonces una profundatristeza. Se me hizo presente, de modomás agudo que nunca, lo desesperadode mi fragilidad y mi temporalidadhumanas. Don Juan había sostenidosiempre que lo único que ponía límite ala desesperación era la conciencia demuerte, clave del esquema de las cosaspropio de los brujos. Estaba convencidode que la conciencia de muerte podía

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dotarnos de las fuerzas necesarias pararesistir la presión y el dolor de la viday el temor a lo desconocido. Noobstante, nunca había sido capaz dedecirme cuál era el modo de hacer pasara primer plano esa conciencia. Habíainsistido, cada vez que le interrogabasobre el particular, en que mi voluntadera el solo factor determinante; en otrostérminos, debía disponer mi mente paraque fuese testigo de tales actos deconciencia. Creía haberlo hecho. Pero,enfrentado a la decisión de la Gorda dedar conmigo para marchar juntos,comprendí que si ella lo hubiese logradoaquel día, yo jamás habría regresado a

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mi hogar, ni vuelto a ver a aquellos aquienes afirmaba querer. No estabapreparado para ello. Me habíaadapta do a la idea de la muerte, pero noa la de mi propia desaparición por elresto de la existencia en plena lucidez,sin ira ni desilusión, dejando a un ladolo mejor de mis afectos.

Me azoraba decir a la Gorda que yono era un guerrero digno de poseer laclase de poder que debía necesitarsepara ejecutar un acto de esa naturaleza:partir para siempre y saber hacia dóndey qué hacer.

—Somos criaturas humanas —dijo—. ¿Quién sabe qué nos espera o qué

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clase de poder merecemos?Le confesé que me entristecía

demasiado la idea de irse así. Loscambios sufridos por los brujos eranexcesivamente drásticos y definitivos.Le referí la insoportable tristeza dePablito ante la pérdida de su madre.

—La forma humana se alimenta deesos sentimientos —respondiósecamente—. Me compadecí de mímisma y de mis pequeños durante años.No comprendía cómo el Nagual podíaser tan cruel como para pedirme quehiciera lo que hice: abandonarlos,destruirlos y olvi darlos.

Afirmó que le había llevado

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muchísimo tiempo entender que elNagual también había tenido queabandonar la forma humana. No eracruel. Sencillamente, ya noexperimentaba sentimientos humanos.Todo era igual para él. Había aceptadosu destino. El problema de Pablito, y elmío propio, consistía en que ninguno delos dos había aceptado su destino.Agregó con desdén que Pablito llorabaal recordar a su madre, su Manuelita,especialmente cuando tenía queprepararse él mismo la comida. Meinstó a rememorar a la madre dePablito tal como era: una vieja estúpidaque no sabía hacer otra cosa que servir a

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su hijo. Sostuvo que la ra zón por la cualtodos ellos consideraban a Pablito uncobarde era su incapacidad para serfeliz al pensar que su sirvientaManuelita se había convertido en labruja Soledad, que podía matarlo comosi aplastara un bicho.

La Gorda se puso en pie en actituddramática y se inclinó sobre la mesahasta que su frente estuvo a punto derozar la mía.

—El Nagual decía que la buenasuerte de Pablito era extraordinaria —dijo—. Madre e hijo luchan por lomismo. Si no fuera tan cobarde, habríaaceptado su destino y enfrentado a

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Soledad como un guerrero, sin miedo ysin odio. Al final, habría triunfado elmejor, alzándose con todo. Si Soledadhubiera sido la vencedora, Pablitohabría debido sentirse feliz y desear subien. Pero sólo un auténtico guerreropuede sentir ese tipo de felicidad.

—¿Y qué siente doña Soledad alrespecto?

—No se abandona a sus sentimientos—replicó la Gorda, sentándosenuevamente—. Ha aceptado su destinocon más prontitud que cualquiera denosotros. Antes de recibir la ayuda delNagual, se encontraba peor que yo. Yo,al menos, era joven; ella era una vaca

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vieja, gorda y cansada, que sólo pedíamorir. Ahora la muerte tendrá que darbatalla para llevársela.

El elemento temporal era un factorconfuso para mí en relación con latransformación de doña Soledad.Expliqué a la Gorda que no hacía másde dos años que la había visto y seguíasiendo la misma anciana que conocíadesde un principio. La Gorda me aclaróentonces que la última vez que yo habíaestado en casa de Soledad, convencidode que aún era la madre de Pablito, elNagual los había instado a actuar comosi nada hubiese ocurrido. Doña Soledadme saludó, como siempre desde la

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cocina, pero en realidad no llegué averla. Lidia, Rosa, Pablito y Néstorrepresentaron sus papeles a laperfección para evitar que me diesecuenta de cuáles eran sus verdaderasactividades.

—¿Por qué el Nagual se dio todoese trabajo, Gorda?

—Te protegía de algo que aún noestaba claro. Te apartaba de nosotros deuna manera deliberada. Tanto él comoGenaro me ordenaron no mostrar mirostro mientras estuvieses cerca.

—¿Le dieron la misma orden aJosefina?

—Sí. Ella está loca y no puede

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contenerse. Pretendía hacerte una broma.Solía seguirte sin que tú te enterases.Una noche en que el Nagual te llevó alas montañas estuvo a punto deempujarte a un barranco. El Nagual ladescubrió en el momento crítico. Nohace esas cosas por maldad, sino porquele divierte ser así. Esa es su formahumana. No cambiará hasta que lapierda. Te he dicho que los seis están unpoco idos. Debes ser consciente de ellosi no quieres caer en su telaraña. Si teatrapan, no los culpes. No puedenevitarlo.

Guardó silencio por un rato. Captéun signo casi imperceptible de

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alteración en su cuerpo. Su miradapareció desenfocarse y su mandíbulacayó como si los músculos de sosténhubiesen cedido. Quedé absortocontemplándola. Sacudió la cabeza doso tres veces.

—Acabo de ver algo —dijo—. Eresidéntico a las hermanitas y a losGenaros.

Se echó a reír en silencio. No dijenada. Deseaba que se explicara sin miintromisión.

—Todos se enfadan contigo porqueaún no han caído en la cuenta de que noeres distinto de ellos —prosiguió—. Teconsideran el Nagual y no comprenden

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que te complaces en ti mismo al igualque ellos.

Me comunicó que Pablito gimoteabay se quejaba y representaba el papel decobarde. Benigno se fingía tímido,incapaz de abrir los ojos. Néstor jugabael rol del sabio, el que lo sabe todo.Lidia hacía las veces de la mujer dura,capaz de aplastar a cualquiera con unamirada. Josefina era la loca en quien nose podía confiar. Rosa era la muchachade mal carácter que se comía a losmosquitos que la mordían. Y yo era elloco que venía de Los Angeles con unalibreta y un montón de preguntasdesatinadas. Y a todos nos gustaba ser

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como éramos.—En una época yo era una mujer

gorda y maloliente —siguió tras unapausa—. No me importaba que mepatearan como a un perro, con tal de noencontrarme sola. Esa era mi forma.

—Tendré que contar a todos lo quehe visto acerca de ti, para que nadie sesienta ofendido por tus actos.

No sabía que decir. Comprendía quetenía toda la razón. Lo más importantepara mí era —más que la exactitud desu observación— el haber sido testigode su arribo a tan incuestionableconclusión.

— ¿ C ó mo viste todo eso? —

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pregunté.—Llegó a mí —replicó.—¿Cómo llegó a ti?—Tuve la sensación de que el ver

llegaba a mi coronilla, y entonces supelo que acabo de decirte.

Insistí en que me describieradetalladamente la sen sación del ver a lacual acababa de aludir. Accedió a ellotras un momento de vacilación y pasó adefinir una impresión similar a aquellade cosquilleo de la que yo había sidotan consciente en el curso de misenfrentamientos con doña Soledad y lashermanitas. Me explicó que lassensación se iniciaba en la coronilla,

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bajaba por la espalda y rodeaba lacintura en dirección al útero. Sentía unintenso cosquilleo interior que seconvertía en el conocimiento de que yome estaba aferrando a mi forma humana,como todos los demás, sólo que el modocomo yo lo hacía resultabaincomprensible para ellos.

—¿Oíste alguna voz que te lo dijera?—pregunté.

—No. Sólo vi todo lo que te hedicho acerca de ti mismo.

Deseaba preguntarle si me habíavisto aferrado a algo, pero desistí dehacerlo. No quería caer en mis pautashabituales de conducta. Además, sabía

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lo que quería decir al emplear lapalabra «ver». Lo mismo que habíaocurrido con Rosa y Lidia. «Supe»súbitamente dónde vivían; no habíatenido una visión de la casa. Pero sentíque la conocía.

Le pregunté si también había oído unsonido seco en la base del cuello,semejante al de la quebradura de un tubode madera.

—El Nagual nos enseñó a todos lorelativo a la sensación en la coronilla—dijo—. Pero no todos alcanzamos atenerla. En cuanto al sonido en la basedel cuello, es aún menos corriente.Ninguno de nosotros lo oyó. Es raro que

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lo hayas percibido tú, cuando todavíaestás vacío.

—¿Qué efecto produce ese sonido?—pregunté—. Y, ¿qué es?

—Lo sabes mejor que yo. ¿Qué máspuedo decirte? —replicó en tonoáspero.

Su propia impaciencia pareciósorprenderla. Sonrió tímidamente y bajóla cabeza.

—Me siento una idiota al decirtecosas que ya sabes —dijo—. ¿Me hacesesa clase de preguntas para comprobarsi he perdido la forma?

Le hice saber que estaba confundidopor cuanto tenía la impresión de saber

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qué era ese sonido y, sin embargo,ignorarlo todo acerca de él, debido aque para mí conocer algo suponía sercapaz de verbalizarlo. En ese caso, nosabía siquiera por dónde empezar. Porlo tanto, lo único que me cabía hacer eraformularle preguntas, en la esperanza deque sus respuestas me ayudasen.

—Por lo que hace a ese sonido, nopuedo ayudarte —dijo.

Experimenté una súbita y tremendaincomodidad. Le expliqué que estabahabituado a tratar con don Juan y que enese momento le necesitaba más quenunca para que me aclarase todo.

—¿Extrañas al Nagual? —quiso

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saber.Le confié que sí, y que no me había

percatado de lo mucho que le echaba demenos hasta regresar a su tierra.

—Sientes su falta porque siguesaferrado a tu forma humana —dijo, y riótontamente, como si le complaciera mitristeza.

—¿Y tú no lo extrañas, Gorda?—No. Yo no. Yo soy él. Toda mi

luminosidad ha sido cambiada. ¿Cómopodría echar de menos una cosa queforma parte de mí misma?

—¿En qué ha variado tuluminosidad?

—Un ser humano, al igual que

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cualquier otra criatura viviente, emiteun resplandor de un amarillo desvaído.En los animales tiende al amarillo, enlas personas, al blanco. Pero en losbrujos es ambarino, de un color similaral de la miel clara a la luz del sol. Enalgunas brujas es verdoso. El Nagualdecía que ésas eran las más poderosas ydifíciles.

—¿De qué color eres tú, Gorda?—Ambar, como tú y nosotros. Eso

es lo que el Nagual y Genaro medijeron. Yo nunca me vi. Pero vi atodos los demás. Somos todos ámbar. Ytodos, menos tú, semejamos una lápida.Los seres humanos corrientes tienen el

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aspecto de huevos; por eso el Nagual serefería a ellos como «huevosluminosos». Los brujos cambian no sóloel color de su luminosidad, sino tambiénsu forma. Somos como lápidas; sólo queredondeados en ambos ex tremos.

—¿Conservo la forma de un huevo,Gorda?

—No. Tienes la forma de unalápida, pero con un feo, sombríoremiendo en el centro. Mientras lolleves no podrás volar como lo hacenlos brujos, como yo lo hice anoche anteti. Ni siquiera podrás deshacerte de tuforma humana.

Me enzarcé en una apasionada

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discusión, no tanto con ella comoconmigo mismo. Insistí en que sudeclaración acerca de cómo recobrar lasupuesta plenitud era sencillamenteridícula. Le dije que no debía dar laespalda a los propios hijos para tratarde alcanzar la más remota de las metas:entrar en el mundo del Nagual. Estabatan convencido de tener la razón que medejé llevar y le grité, enfadado. Miestallido no la conmovió en lo másmínimo.

—No todo el mundo está obligado ahacerlo —dijo—. Sólo los brujos quedesean entrar en otro mundo. Hay buennúmero de otros brujos que ven y están

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incompletos. El estar completo escuestión exclusivamente nuestra, de lostoltecas.

—Mira a Soledad, por no ir máslejos. Es la mejor bruja que puedasencontrar y está incompleta. Vivo doshijos; uno de ellos fue niña.Afortunadamente para Soledad, su hijamurió. El Nagual decía que la fuerza delespíritu de la persona que muere regresaa sus dadores, refiriéndose con ello alos padres. Si los dadores ya no viven yel individuo tiene hijos, la fuerza va aparar a manos de aquel de entre ellosque esté completo. Si todos ellos estáncompletos, la fuerza corresponderá a

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quien tenga poder, que nonecesariamente es el mejor ni el másdiligente. Te diré a guisa de ejemplo queJosefina, al morir su madre recibió sufuerza, a pesar de ser la más loca detodas. Debería haber ido a parar a suhermano, un hombre trabajador yresponsable, pero Josefina tiene máspoder que él. La hija de Soledad muriósin descendencia, lo cual le permitió ala madre cerrar parcialmente suagujero. La única posibilidad que tienede acabar de taparlo reside en la muertede Pablito. Y de igual forma, la únicaesperanza que tiene Pablito de tapar supropio agujero depende de la muerte de

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Soledad.Le espeté, en términos muy

violentos, que sus palabras me parecíanrepugnantes y horribles. Me dio larazón. Aseveró que en una época ellamisma había considerado la posiciónde los brujos como la cosa más feaposible. Me miraba con ojosfulgurantes. Había algo malévolo en susonrisa.

—El Nagual me dijo que tú loentendías todo, pero te negabas a hacernada al respecto —afirmó en voz muyqueda.

Volví a lanzarme a la discusión. Lehice saber que lo que el Nagual le

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hubiese dicho de mí nada tenía que vercon el asco que experimentaba frente altema que estábamos tocando. Leexpliqué que amaba a los niños y sentíael más profundo respeto por ellos, asícomo también una gran simpatía por sudesamparo en el espantoso mundo queles rodeaba. No concebía la posibilidadde hacer daño a un pequeño, por razónalguna.

—El Nagual no estableció las reglas—dijo—. Las reglas fueron establecidasen alguna parte, allí fuera; no por unhombre.

Me defendí arguyendo que no estabaenfadado con ella ni con el Nagual, sino

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que hablaba en abstracto, puesto que noalcanzaba a percibir la importancia detodo aquello.

—La importancia viene dada por elhecho de que necesitamos de todanuestra fuerza; hemos de estarcompletos para entrar en ese otromundo —respondió—. Yo era una mujerreligiosa. Puedo decirte lo que solíarepetir sin conocer el significado de laspalabras. Deseaba que mi alma entraseen el reino de los cielos. Es lo que sigobuscando, aunque ahora lo haga por uncamino diferente. El mundo del Naguales el reino de los cielos.

Protesté por principio ante la

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connotación religiosa que pretendíaatribuir a la cuestión. Don Juan mehabía acostumbrado a no explayarmenunca sobre el tema. Con muchaserenidad me expuso que ella no veíadiferencia alguna en cuanto al tipo devida, entre nosotros y los verdaderossacerdotes. Destacó que no sólo losauténticos sacerdotes eran completospor norma, sino que ni siquiera sedebilitaban con actos sexuales.

—El Nagual decía que esa es larazón por la cual nunca seríanexterminados, no importa quién trate dehacerlo —dijo—. Sus seguidoressiempre están vacíos; carecen del vigor

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de los pastores. Me gustó que elNagual dijera eso. Siempre le tuvecariño. Nosotros somos como ellos.Hemos dejado el mundo y, sin embargo,nos mantenemos en medio de él. Lossacerdotes serían grandes brujosvoladores si alguien les dijera quepue den serlo.

Recordé la admiración de mi padrey abuelo hacia la Revolución mexicana.Lo que más les entusiasmaba de ella erael intento por exterminar al clero. Eseentusiasmo, transmitido de padres ahijos, llegó hasta mí. Todoscoincidíamos de alguna manera en ello.Tales convicciones formaban parte de

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las primeras cosas que don Juan habíadesterrado de mi personalidad.

En una ocasión le dije, como siestuviera expresando una opiniónpropia, algo que había estado oyendodurante toda mi vida: que laestratagema clásica de la Iglesiaconsistía en mantenernos en laignorancia. Don Juan se puso muy serio.Parecía que mis palabras habían tocadouna fibra muy profunda dentro de él.Pensé inmediatamente en los siglos quehabía durado la explotación de losindios.

—Esos sucios bastardos —dijo donJuan—. Me han mantenido en la

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ignorancia, y a ti también.Capté su ironía de inmediato y

ambos reímos. Nunca me habíadetenido a examinar esa conversación.Yo no pensaba como él, pero tampocome oponía a su concepción. Le hablé demi padre y de mi abuelo y de sus puntosde vista frente a la religión, comohombres de talante liberal.

—No importa lo que nadie diga nihaga —afirmó. Tú debes ser impecable.La lucha se libra en nuestro pecho.

Me dio unos ligeros golpes en elpecho.

—Si tu padre o tu abuelo sehubiesen propuesto ser guerreros

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impecables —prosiguió don Juan—, nohabrían perdido el tiempo endiscusiones bizantinas. Hay que dedicartodo el tiempo y toda la energía parapoder superar la propia estupidez. Y esoes lo importante. El resto no vale lapena. Nada de lo que tu padre y tuabuelo dijeron acerca de la Iglesia lesproporcionó bienestar. En cambio, elser un guerrero impecable te dará vigory juventud y poder. De modo que lo quedebes ha cer es escoger sabiamente.

Mi opción era la impecabilidad ysencillez de una vida de guerrero.Debido a ello me resultaba evidente quedebía tomar las palabras de la Gorda

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con la mayor seriedad, lo cual meparecía aún más amenazador que losactos de don Genaro. Él solía asustarmeprofundamente. Sus acciones, aunqueterroríficas, eran asimiladas, sinembargo, en la continuidad coherente desus enseñanzas. Tanto las afirmacionescomo los hechos de la Gordasignificaban una amenaza de diferenteclase para mí, en cierto sentido másconcreta y real.

La Gorda se estremeció. Unescalofrío recorrió su cuerpo,obligándola a contraer los músculos dehombros y brazos. Se aferró al borde dela mesa, rígida y torpe. Luego se relajó,

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y volvió a ser la de siempre.Me sonrió. Sus ojos y su sonrisa

eran deslumbradores. Dijo en tonodespreocupado que acababa de ver midilema.

—Es inútil que cierres los ojos yfinjas que no quieres hacer ni sabernada —afirmó—. Podrás hacerlo conlos demás, pero no conmigo. Ahoracomprendo por qué el Nagual meencargó transmitirte todo esto. Yo nosoy nadie. Tú admiras a los grandespersonajes; el Nagual y Genaro eran losmás grandes de todos.

Calló y me estudió. Parecía esperarmi reacción ante su discurso.

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—Luchaste contra todo lo que elNagual y Genaro te enseñaron,constantemente —prosiguió—. Es poreso que estás retrasado. Y luchastecontra ellos porque eran grandes. Ese estu modo de ser. Pero no puedes lucharconmigo porque te es imposible levantarla vista hacia mí. Soy tu par; formo partede tu ciclo. A ti te agrada enfrentar aquienes son mejores que tú. Yo noconstituyo un desafío. De modo queaquellos dos demonios acabaron poratraparte a través de mí. PobreNagualito, has perdido la batalla.

Se me acercó y me susurró en eloído que el Nagual también le había

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dicho que nunca debía intentararrancarme la libreta de las manosporque ello era tan peligroso comoquitarle un hueso de la boca a un perrohambriento.

Me rodeó con sus brazos, apoyandola cabeza sobre mi hombro y rió queda ysuavemente.

Su «ver» me había dejadoentumecido. Sabía que tenía toda larazón. Me había cogido por entero.Permaneció un largo rato con su cabezajunto a la mía. En cierto modo, laproximidad de su cuerpo resultabatranquili zadora. En eso se parecía a donJuan. Rezumaba fuerza y convicción y

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firmeza de propósitos. Se habíaequivocado al decir que no podíaadmirarla.

—Olvidemos esto —dijo de pronto—. Hablemos acerca de lo quedebemos hacer esta noche.

—¿Qué es exactamente lo que vamosa hacer, Gorda?

—Tenemos una última cita con elpoder.

—¿Se trata de otra espantosa batallacon alguien?

—No. Las hermanitas se limitarían amostrarte algo que completará tu visita.El Nagual me dijo que después de esopodías marcharte para no retornar

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jamás, o tomar la decisión de quedartecon nosotros. De todos modos, lo queellas deben exponerte no es sino su arte,el arte del soñador.

—¿Y en qué consiste ese arte?—Genaro me contó que ha intentado

innumerables veces darte a conocer elarte del soñador. Exhibió ante ti su otrocuerpo: el del soñar; en una ocasión tehizo estar en dos sitiossimultáneamente, pero tu vaciedad no tepermi tió ver lo que te indicaba.Aparentemente, todos sus esfuerzosescapaban a través del agujero quetienes en tu centro.

—Ahora parece que es diferente.

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Genaro hizo de las hermanitas lasextraordinarias soñadoras que son; estanoche te revelarán el arte de Genaro. Enese aspecto, son sus verdaderas hijas.

Ello me recordó lo que Pablito habíadicho poco antes: que éramos hijos delos dos, y que éramos toltecas. Lepregunté qué había querido decir coneso.

—El Nagual me dijo que los brujossolían ser llamados toltecas en ellenguaje de su benefactor —respondió.

—¿Y cuál era ese lenguaje, Gorda?—Nunca me lo dijo. Pero Genaro y

él hablaban en un idioma que ninguno denosotros entendía. Y conocemos cuatro

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lenguas indígenas.—¿También decía don Genaro que

él era tolteca?—Su benefactor había sido el mismo

hombre, de modo que ambos decían lomismo.

Cabía suponer, dadas sus respuestas,que o la Gorda no sabía gran cosasobre el tema, o no queríacomunicármelo. Le expuse esaconclusión. Me confesó que nunca habíaprestado gran atención al asunto y sepreguntaba por qué yo le atribuía tantovalor. Prácticamente le di unaconferencia sobre la etnografía deMé xico Central.

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—Un brujo es un tolteca cuando hasido iniciado en los misterios delacechar y el soñar —dijo con muchatranquilidad—. El Nagual y Genarofueron iniciados por su benefactor yretuvieron esos misterios en suscuerpos. Nosotros hacemos lo mismo, ypor eso somos toltecas, como el Nagualy Genaro.

—El Nagual nos enseñó, a ti y a mí,a ser desapasionados. Yo soy másdesapasionada que tú por cuantocarezco de forma. Tú aún la conservasy estás vacío. Es decir, que tienes todaclase de problemas. Algún día, sinembargo, volverás a estar completo y te

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darás cuenta de que el Nagual teníarazón. Afirmaba que el mundo de lasgentes sube y baja y las gentes suben ybajan con su mundo; como brujos, notenemos por qué seguirlas en sus subidasy bajadas.

—El arte de los brujos consiste enestar fuera de todo y pasardesapercibido. Y, sobre todo, en nomalgastar el poder. El Nagual meinformó de que tu problema es quesiempre te enredas en idioteces, comoahora. Estoy segura de que nospreguntarás a todos por los toltecas,pero no harás lo propio respecto denuestra atención.

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Su risa era clara y contagiosa. Hubede reconocerle que tenía razón. Lospequeños problemas siempre me habíanfascinado. No le oculté que el empleoque hacía del término «atención» medesconcertaba.

—Ya te he hecho saber lo que elNagual me transmitió acerca de laatención —dijo—. Captamos lasimágenes del mundo mediante nuestraatención. Es muy difícil enseñar a unvarón el arte de los brujos porque suatención siempre está bloqueada,dirigida hacia algo. Una hembra, por elcontrario, se halla siempre abierta,puesto que durante la mayor parte del

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tiempo no concentra su atención sobrenada específico. En especial cuandotiene la regla. El Nagual insistía en ello;además, me demostró que en eseperíodo mi atención escapaba de lasimágenes del mundo. Si no lo atiendo, elmundo se desploma.

—¿Cómo es eso, Gorda?—Es muy sencillo. Mientras una

mujer menstrúa, le es imposibleconcentrar su atención en nada. Esa es lafractura a la cual se refería el Nagual.En vez de luchar por focalizarla, lamujer debe dejarse ir de las imágenesfijando la vista en las colinas distantes,o en el agua de los ríos, o en las nubes.

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—Si miras con los ojos abiertos, teconfundes y la vista se te nubla; pero silos entornas y parpadeasconstantemente y observas las cimas deuna en una, o las nubes de una en una,puedes pasar horas haciéndolo, o días,si es necesario.

—El Nagual tenía por costumbrehacernos sentar ante la puerta ycontemplar las colinas redondeadas delotro lado del valle. A veces se sentaba anuestro lado durante días enteros, hastaque la fractura se producía.

Me hubiera gustado que siguierahablando, pero calló y se apresuró asentarse muy cerca de mí. Me indicó con

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un gesto que escuchase. Oí un crujido y,de pronto, Lidia entró en la cocina.Supuse que había estado durmiendo ensu habitación y que el rumor de nuestrasvo ces la había despertado.

Había cambiado su vestimentaoccidental, que llevaba la última vezque la había visto, por un vestido largo,similar a los que usaban las mujeresindias de la zona. Cubría sus hombroscon un chal e iba descalza. El vestidono la hacía aparecer más vieja ni máspesada sino que le daba un aspecto deniña enfundada en ropas de mujermayor.

Se acercó a la mesa y saludó a la

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Gorda con un formal «Buenas noches,Gorda». Se volvió a mí y dijo: «Buenasnoches, Nagual».

Su saludo fue tan inesperado y sutono tan serio que estuve al borde de larisa. Capté una advertencia disimuladaen la Gorda. Fingía rascarse la cabezacon el dorso de la mano izquierda.

Respondí tal como lo había hecho laGorda: «Buenas noches, Lidia».

Se sentó en el extremo de la mesa, ami derecha. No sabía si debía iniciaruna conversación. Estaba por decir algocuando la Gorda me tocó la pierna conla rodilla y, con un sutil movimiento decejas, me indicó que escuchara. Volví a

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oír el roce de una tela contra el suelo.Josefina se detuvo un momento en lapuerta antes de aproximarse a la mesa.Nos saludó: a Lidia, a la Gorda y a mí,en ese orden. No logré verla de frente.También llevaba un vestido largo y unchal, e iba descalza. Pero en su caso laropa era tres o cuatro tallas más grandey había metido en ella un espeso relleno.Su aspecto era totalmente estrafalario;su rostro se veía delgado y joven, perosu cuerpo estaba grotescamente inflado.

Cogió un banco, lo llevó hasta lacabecera izquierda de la mesa y se sentóen él. Las tres parecían sumamenteserias. Estaban sentadas con las piernas

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juntas y las espaldas rígidas.Volví a percibir el rumor de ropas

arrastradas y entró Rosa. Su vestimentaera similar a la de las otras y tampocoestaba calzada. Su saludo fue igualmenteformal y la lista previa a mí incluyó aJosefina. Todos le respondimos en elmismo tono. Se sentó a la mesa frente amí. Permanecimos en total silencio porun buen rato.

La Gorda habló, de improviso. Elsonido de su voz nos hizo dar unrespingo. Dijo, señalándome, que elNagual iba a mostrarles a sus aliados, yque iba a valerse de su llamada especialpara atraerlos a su habitación.

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Intenté hacer una broma diciendoque el Nagual no estaba allí, de modoque no podía convocar aliado alguno.Esperaba que rieran. La Gorda se cubrióel rostro y las hermanitas se quedaronmirando. La Gorda me tapó la boca conla mano y me susurró al oído que eraimprescindible que me abstuviera dedecir idioteces. Me miró a los ojos y meordenó invocar a los aliados mediantela llamada de las polillas.

Comencé a hacerlo, no sinexperimentar cierta resistencia. Deinmediato me vi superado por lascircunstancias; descubrí en cuestión desegundos, que había dedicado toda mi

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concentración a producir el sonido.Modulé su formación y controlé lasalida de aire de mis pulmones para darlugar al sonsonete más prolongadoposible. Resultó muy melodioso.

Aspiré profundamente para lanzarmea una nueve serie sonora. Me detuve alpunto. Algo, fuera de la casa, respondíaa mi llamada. Sones igualmente rítmicosllegaban de todas partes de la casa,incluso desde el tejado. Las hermanitasse levantaron de sus asientos paraacurrucarse como niñas asustadas entorno de la Gorda y de mí.

—Por favor, Nagual, no dejes entrarnada en la casa —rogó Lidia.

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Hasta la Gorda parecía un tantosobresaltada. Me ordenó que medetuviera con un enérgico gesto. Yo nome proponía en modo alguno insistir.Los aliados, de cualquier manera, fuesenfuerzas informes, o seres que rondabanla casa, no dependían de mi expresiónsonora. Volví a experimentar, al igualque dos noches antes en la casa de donGenaro, una presión insoportable, unpeso descargado sobre toda la casa. Lopercibía en el ombligo como unacomezón, una excitación que de prontose convirtió en un agudo dolor físico.

Las tres hermanitas estaban presasdel terror, especialmente Lidia y

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Josefina. Ambas gemían como perrosheridos. Me rodearon y se prendieron demí. Rosa pasó por debajo de la mesa agatas; en cierto momento su cabezaasomó por entre mis piernas. La Gordaestaba de pie a mis espaldas yconservaba la calma en la medida enque le resultaba posible. Al poco rato lahisteria y el miedo de las tres muchachasadquirieron proporciones incalculables.La Gorda se inclinó y murmuró en mioído que debía producir el sonidoopuesto, aquel capaz de dispersarlos.Experimenté durante un instante unasuprema incertidumbre. A decir verdad,no conocía ningún otro sonido. Pero en

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ese momento sentí un ligero cosquilleoen la coronilla, un escalofrío recorrió micuerpo y mi memoria recuperó de quiensabe dónde un silbido singular que donJuan solía emitir por las noches y seesforzaba por enseñarme. Me habíadicho que era un medio válido tanto paramantener el equilibrio durante la marchacomo para no extraviar el camino en laoscuridad.

Comencé a silbar y la presión quesentía sobre mi zona umbilical cesó. LaGorda sonrió y suspiró aliviada y lashermanitas se apartaron de mí,sofocando risillas como si todo losucedido no hubiese pasado de ser una

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broma. Me hubiera gustado lanzarme ala reflexión espiritualista acerca de labrutal transición del agradable diálogosostenido con la Gorda a esa situaciónsobrenatural. Consideré por unmomento la posibilidad de que todoaquello no fuese más que una treta de lasmuchachas. Pero estaba demasiadodébil. Me sentí al borde deldesvanecimiento. Me zumbaban losoídos. La tensión en torno a miestómago era tan violenta que creíenfermar. Apoyé la cabeza contra elcanto de la mesa. No obstante, pasadosunos pocos minutos, me encontré encondiciones de sentarme erguido.

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Las tres muchachas parecían haberolvidado el susto. De hecho, reían yjugaban entre ellas, empujándose unas aotras y rodeándose las caderas con suschales. La Gorda no se veía nerviosa;tampoco se la veía relajada.

En cierto momento, Rosa fueempujada por las otras dos y cayó delbanco en que se hallaban sentadas lastres. Pensé que se iba a enfadar pero, encambio, rió como una tonta. Miré a laGorda, pidiéndole instruccio nes. Estabasobre su asiento, muy tiesa. Unía losojos entornados, fijos en Rosa. Lashermanitas reñían estridentemente,como colegialas nerviosas. Lidia

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empujó a Josefina y la hizo rodar por elbanco hasta que cayó al suelo, junto aRosa. En el instante en que Josefina diocontra el piso, cesaron sus risas. Rosa yJosefina menearon el cuerpo, haciendoun movimiento incomprensible con lasnalgas, las sacudían de un lado a otro,como si estuvieran aplastando algocontra el suelo. Luego se pusieron depie y cogieron a Lidia por los brazos.Las tres, sin hacer el más ligero sonido,dieron un par de vueltas. Rosa yJosefina alzaron a Lidia, aferrándola porlas axilas y la sostuvieron así mientras,de puntillas, rodeaban la mesa dos o tresveces. Entonces las tres se

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desplomaron como si tuviesen en lasrodillas resortes que hubieran cedido ala vez. Sus largos vestidos se llenaronde aire, adquiriendo el aspecto deenormes balones.

En el suelo, su silencio fue aúnmayor. No hubo otro sonido que elsuave crujir de sus ropas al arrugarse yarrastrarse. Tuve la impresión de estarviendo un filme tridimensional sinsonido.

La Gorda, que se había mantenidosentada a mi lado observándolas ensilencio, se puso en pie de repente y,con la agilidad de un acróbata, corrióhacia la puerta de su habitación, situada

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en un rincón del comedor. Antes dellegar a ella, se dejó caer sobre el ladoderecho; ayudándose con el hombro diouna vuelta sobre sí misma, se levantóempujada por el impulso de la rodada yabrió la puerta de golpe. Todos susmovimientos fueron realizados enabsoluto silencio.

Las tres muchachas rodaron a su vezy entraron a la habitación arrastrándosecomo gigantescos insectos. La Gorda mehizo señas para que me acercase a ella;entramos a la habitación y me hizosentar en el suelo, con la espaldaapoyada en el marco de la puerta. Ellahizo lo mismo, situándose a mi derecha.

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Me ordenó entrecruzar los dedos yllevar las manos a la región umbilical,sobre el ombligo.

Al principio me vi obligado adividir mi atención entre la Gorda, lashermanitas y la habitación. Pero una vezque la Gorda hubo dispuesto miposición, fue el lugar lo que atrajo micuriosidad. Las tres hermanas yacían enel centro de un cuarto amplio, blanco,cuadrado, con pisó de ladrillo. Habíaallí cuatro lámparas de petróleo, una encada pared, colocadas sobre repisasempotradas a unos dos metros del suelo.No había cielorraso. Las vigas de sosténdel techo habían sido oscurecidas y el

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efecto era el de un lugar enorme, sincobertura. Las dos puertas estabansituadas, la una frente a la otra, enrincones opuestos por la diagonal. Almirar la puerta que tenía delante, advertíque las paredes se correspondían en suorientación con los puntos cardinales.Nos encontrábamos en el ángulonoroeste.

Rosa, Lidia y Josefina recorrieron lahabitación varias veces, rodando en elsentido opuesto al de las agujas delreloj. Me esforcé por percibir el roce desus ropas pero el silencio era absoluto.Sólo oía la respiración de la Gorda.Finalmente, las hermanitas se

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detuvieron, para sentarse con la espaldacontra la pared, cada una bajo unalámpara. Lidia se pegó a la pared este,Rosa al norte y Josefina al oeste.

La Gorda se puso de pie, cerró lapuerta que teníamos detrás y la asegurócon una barra de hierro. Me hizodesplazar unos pocos centímetros, sinvariar la posición, hasta que me hubeapoyado en la puerta. Entonces,silenciosamente, atravesó la habitacióngirando y fue a sentarse bajo la lámparade la pared sur; su llegada a esaposición parecía indicar el comienzo.

Lidia se levantó y echó a andar depuntillas por los lados del cuarto, junto

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a las paredes. No podía decirexactamente que caminara; más bien setrataba de un deslizarse silencioso.Según aumentaba la velocidad, másintensa se hacía la impresión de queplaneaba; pisaba en el ángulo formadopor los muros y el piso. Saltaba porsobre Rosa, Josefina, la Gorda y yocada vez que nos encontraba en surecorrido. En cada caso sentí el roce desu falda al pasar. Cuanto más corría,más se elevaba, sin despegarse de lasparedes. Llegó el momento en que se lavio transitar silenciosamente por loscuatro costados de la habitación a másde metro y medio del suelo. Su imagen,

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perpendicular a las paredes, resultabantan inverosímil que rayaba en logrotesco. Su largo traje hacía que laescena fuese aún más fantástica. Lagravedad parecía no afectar a Lidia,pero sí a su falda, que se arrastraba.Siempre que pasaba por sobre mica beza me barría el rostro.

Había captado mi atención a un nivelque yo no había sido capaz de imaginar.La tensión producida por laconcentración era tan grande quecomencé a experimentar convulsionesen el estómago; era en ese órgano dondeparecía desarrollarse su carrera. Teníala mirada desenfocada. Perdida ya casi

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por completo mi concentración, vi aLidia descender diagonalmente por lapared este y detenerse en el centro delrecinto.

Resollaba, sin aliento, y estababañada en sudor, al igual que la Gordatras su exhibición de vuelo. Mantenía elequilibrio a duras penas. Pasado unmomento regresó a su sitio junto a lapared este y se desplomó como un trapohúmedo. Supuse que se habíadesmayado, pero no tardé en advertirque respiraba deliberadamente por laboca.

Tras unos minutos de quietud, losnecesarios para que Lidia recobrara

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fuerzas y volviera a sentarse erguida,Rosa se puso de pie y corrió hasta elcentro del cuarto, giró sobre sus talonesy se lanzó hacia su lugar de partida. Lacarrera le permitió cobrar el impulsoimprescindible para realizar un extrañosalto. Brincó como un jugador debaloncesto, siguiendo la vertical delmuro y sus manos superaron la altura delmismo, superior a los tres metros. Vicomo su cuerpo daba con violenciacontra el techo aunque no se produjo elconsiguiente sonido de choque.Esperaba ver cómo rebotaba en el suelocon la fuerza del impacto, peropermaneció allí colgada, sujeta a la

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superficie como un péndulo. Desdedonde me hallaba, tuve la impresiónvisual de que sostenía una suerte degarfio en la mano izquierda. Se balanceóen silencio durante un momento paraluego apartarse de golpe de la pared auna distancia aproximada de un metrovaliéndose de su brazo derecho en elinstante en que su oscilación llegaba alpunto más alto. Repitió la operacióntreinta o cuarenta veces. Rodeó así todala habitación y terminó por subirse a lasvigas, de las cuales quedó pendiendo enequilibrio precario mediante un sosténinvisible.

Al verla sobre los maderos tomé

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conciencia de que lo que yo imaginabacomo un garfio no era sino ciertacualidad de la mano que le posibilitabael mantenerse suspendida. Se trataba dela misma mano con la cual me habíaagredido dos noches antes.

Su exhibición culminó cuando quedópendiente de las vigas en el centromismo del cuarto. De pronto se dejócaer desde una altura de unos cincometros. Su vestido se alzó, cubriéndoleel rostro. Por un momento, antes de quetocara tierra sin un solo sonido, semejóun paraguas dado vuelta por la fuerzadel viento; su cuerpo delgado y desnudoera como un bastón agregado a la masa

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oscura de la ropa.Mi cuerpo acusó el impacto de su

caída a plomo, tal vez más que el suyopropio. Tomó tierra en cuclillas y quedóinmóvil, tratando de recobrar el aliento.Yo estaba tumbado en el piso, presa dedolorosos calambres en el estómago.

La Gorda cruzó el lugar rodando, sequitó el chal y me envolvió con él laregión umbilical, como si se tratara deuna venda dándole dos o tres vueltas.Regresó rodando a la pared sur comouna sombra.

Mientras disponía el chal a mialrededor, perdí de vista a Rosa. Alalzar la mirada la descubrí sentada

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nuevamente junto a la pared norte. Uninstante más tarde, Josefina se dirigió ensilencio hacia el centro de la habitación.Se paseaba de un lado para otro, entre ellugar en que se hallaba Lidia y su propiositio, con pasos inaudibles. No cesabade mirarme. Súbitamente, mientras seaproximaba a su puesto, alzó elantebrazo izquierdo, llevándolo al niveldel rostro, como si quisiera evitarverme. Se cubría así parcialmente lacara. Dejó caer el brazo para volver alevantarlo, ocultando esta vez porcompleto su semblante. Repitió elmovimiento incontables ocasiones, entanto andaba sin producir sonido alguno

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de un lado a otro. Cada vez que alzabael brazo, una porción mayor de sucuerpo desaparecía de mi vista. Llegó elmomento en que todo su cuerpo sedesvaneció, rodeado de ropas, tras sudel gado antebrazo.

Era como si al impedir su visión demi cuerpo, cosa que no resultaba difícil,también eliminaba mi visión de sucuerpo, cosa que no resultaba posibleutilizando sólo el ancho de su brazo.

Una vez escondido todo su cuerpo,todo lo que yo lograba ver era el perfilde su antebrazo suspendido en el aire,meciéndose de un lado a otro de lahabitación; en cierto momento apenas se

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veía su brazo.Sentí asco, una náusea insoportable.

Ese brazo oscilante agotó mis energías.Caí sobre un lado, incapaz de mantenerel equilibrio. Vi caer el brazo al suelo.Josefina yacía en el piso, cubierta deropas, como si su vestido hubieseestallado. Estaba boca arriba, con losbrazos ex tendidos.

Me tomó un buen rato recobrar laestabilidad física. Tenía la ropaempapada en sudor. No era yo el únicoafectado. Todas estaban exhaustas ybañadas en sudor. La Gorda era la másserena, pero aun su control parecía alborde del derrumbe. Las oía respirar

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por la boca, incluso a la Gorda.Cuando hube recuperado el control

por completo, todo el mundo se hallabasentado en su sitio. Las hermanitas memiraban fijamente. Vi, por el rabillo delojo, que la Gorda tenía los párpadosentornados. Fue ella quien, sin el menorruido, se llegó rodando hasta mi lado yme susurró al oído que debía ejecutar millamada de las polillas, insistiendo enella hasta que los aliados se hubiesenprecipitado en la casa y estuviesen apunto de lanzarse sobre nosotros.

Vacilé un instante. Me indicó,siempre por lo bajo, que no había modode alterar el curso de los

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acontecimientos y que debíamosterminar con lo que habíamos iniciado.Tras quitarme el chal, que rodeaba micintura, regresó a su sitio y se sentó.

Me cubrí la boca con la manoizquierda e intenté reproducir elsonsonete. Al principio me resultó muydifícil. Tenía los labios y las manoshúmedas, pero tras la torpeza inicialsobrevino una sensación de vigor ybienestar. El sonido fluyó másimpecablemente que nunca. Me recordóa aquel que solía responder a mi señal.Tan pronto como dejé de hacerlo, oí laréplica, desde todas las direcciones.

La Gorda me ordenó con un gesto

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que prosiguiera. Repetí la serie por tresveces. La última fue totalmentemagnética. No necesité tomar aire parasoltarlo en pequeñas dosis, como habíaestado haciendo hasta entonces. Elsonido salió de mi boca sin el menoresfuerzo. Ni siquiera hube de usar elcanto de la mano para ayudarme.

De pronto, la Gorda se precipitóhacia mí, me alzó por las axilas y mellevó al centro de la habitación. Ello dioal traste con mi concentración. Advertíque Lidia estaba asida a mi brazoderecho, Josefina al izquierdo y Rosahabía retrocedido hasta encontrarse deespaldas ante mí, y me aferraba por la

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cintura extendiendo los brazos haciaatrás. La Gorda se hallaba detrás de mí.Me hizo alargar las manos hacia ella yapoderarme de los extremos de su chal,con el cual se había envuelto cuello yhombros al modo de un arreo.

En ese momento me di cuenta de queen el recinto había algo además denosotros, pero no alcanzaba adeterminar de qué se trataba. Lashermanitas temblaban. Comprendí queellas tenían conciencia de unapresencia que yo no era capaz dedistinguir. Entendía asimismo que laGorda iba a intentar hacer lo mismo quehabía hecho en la casa de don Genaro.

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Súbitamente, sentí que el viento quepenetraba por el ojo de la puerta nosempujaba. Me sujeté con todas misfuerzas al chal de la Gorda, en tanto lasmuchachas hacían lo propio conmigo.Girábamos, caíamos y oscilábamoscomo una gigantesca hoja carente depeso.

Abrí los ojos y comprobé queteníamos el aspecto de un bulto. Tantopodíamos estar en posición verticalcomo yacer horizontalmente en el aire.Era imposible precisarlo, pues no teníapuntos de referencia sensorial. Entonces,tan de improviso como habíamos sidoalzados, se nos dejó caer. Todo el peso

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del descenso se hizo sentir en la líneamedia de mi cuerpo. Aullé de dolor ymis alaridos se sumaron al de lashermanitas. Me dolía la parte posteriorde las rodillas. Una presióninsoportable se ejercía sobre mispiernas de forma que pensé que se mehabían fracturado.

Mi siguiente impresión fue la de quealgo me entraba en la nariz. Todo estabamuy oscuro y me encontraba tumbadoboca arriba. Me senté. Descubrí que laGorda me hacía cosquillas con unaramita en las fosas nasales.

No me sentía agotado; ni siquieraligeramente cansado. Me puse de pie de

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un salto; sólo entonces advertí que noestábamos en la casa. Nosencontrábamos en una colina rocosa yárida. Di un paso y estuve a punto decaer. Había tropezado con un cuerpo.Era Josefina. Al tocarla, reparé que sehallaba muy caliente. Parecía tenerfiebre. Traté de hacerla sentar, peroestaba desmayada. Rosa estaba a sulado. Por contraste, estaba fría como elhielo. Coloqué a la una sobre la otra ylas mecí. Ese movimiento les hizorecobrar el conocimiento.

La Gorda había dado con Lidia y laestaba haciendo andar. A los pocosminutos, todos estábamos de pie, a un

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kilómetro aproximadamente al este de lacasa.

Años antes, don Juan me había hechovivir una experiencia similar, aunquecon la ayuda de una planta psicotrópica.Aparentemente, yo había volado paraaterrizar a cierta distancia de su casa.Aquella vez había buscado unaexplicación racional del suceso. Nohabía lugar para tal cosa, y al noaceptar que había volado, tuve querecurrir a una de las dos salidasposibles: don Juan me habíatransportado hasta aquel lugar mientrasme hallaba inconsciente, bajo losefectos de los alcaloides del vegetal, o

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bien, como resultado de la droga, habíacreído aquello que don Juan meordenaba creer: esto es, que volaba.

Ahora no me quedaba otro recursoque disponer mi ánimo para aceptar, ensentido literal, que había volado. Noobstante, deseaba permitirme algunasdudas: comencé a considerar laposibilidad de que las cuatromuchachas me hubiesen llevado hastaaquella colina. Rompí a reír, incapaz dereprimir un oscuro deleite. Una recaídaen mi vieja enfermedad. La razón quehabía mantenido temporalmentebloqueada, volvía a enseñorearse demí. La defendía. Tal vez fuese más

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apropiado decir, a la luz de las cosasextravagantes que había presenciado, ode las cuales había participado desde millegada, que mi razón se defendía por sísola, en independencia del todo máscomplejo que parecía ser el «yo» que noconocía. Me encontraba casi ensituación de observador atento, ante lalucha de mi razón por dar confundamentos lógicos adecuados a loshechos; por otra parte, una porciónmucho mayor de mi persona carecía porcompleto del menor interés porexplicarse nada.

La Gorda hizo poner en fila a lastres jóvenes. Luego me atrajo a su lado.

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Todas ellas cruzaron los brazos tras laespalda. Hube de imitarlas. Me estirólos brazos hacia atrás todo lo que fueposible, para que me cogiera cadaantebrazo con la mano del lado opuestofuertemente y muy cerca de los codos.Ello produjo una gran presión muscularen las articulaciones de mis hombros.Me obligó a echar el torso haciaadelante, inclinándome. Entoncesremedó el peculiar reclamo de un ave.Era una señal. Lidia echó a andar. En laoscuridad, sus movimientos merecordaron los de una patinadora.Caminaba veloz y silenciosamente y enpocos minutos de sapareció de mi vista.

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La Gorda repitió la llamada por dosveces: Rosa y Josefina se marcharon talcomo lo había hecho Lidia. Me dijo queno me apartase de ella. Reprodujo elsonido una vez más y ambos nospusimos en camino.

Me sorprendía la suavidad de mipropia marcha. Todo mi equilibrioestaba centrado en mis piernas. El llevarlos brazos detrás, en vez de estorbar mismovimientos, me ayudaba a conservaruna curiosa estabilidad. Pero lo quemás me asombraba era el silencio demis pasos.

Cuando llegamos a la carreteracomenzamos a andar normalmente. Nos

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cruzamos con dos hombres que iban endirección opuesta. La Gorda los saludóy ellos respondieron. Al llegar a la casaencontramos a las hermanitas junto a lapuerta: no se atrevían a entrar. La Gordales hizo saber que, si bien yo no eracapaz de controlar a los aliados, podíallamarlos u ordenarles partir y que ya nonos molestarían. Las muchachas lecreyeron, cosa que a mí no me eraposible hacer en ese caso.

Entramos. Silenciosas y eficientes,se desnudaron, se echaron agua fría entodo el cuerpo y se pusieron ropalimpia. Hice lo mismo. Me vestí con lasprendas que solía dejar en la casa de

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don Juan, que la Gorda me entregó enuna caja.

Todos estábamos alegres. Le pedí ala Gorda que me explicara lo quehabíamos hecho.

—Más tarde hablaremos de eso —dijo en tono firme.

Recordé entonces que los paquetesque había llevado para ellas seguían enel coche. Pensé que el momento en quela Gorda estuviese preparando algo decomer sería el adecuado paradistribuirlos. Fui a buscarlos. Lidia mepreguntó si ya los había asignado, segúnsu sugerencia. Le respondí que preferíaque ellas mismas escogieran el que les

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gustase. Se negó. Sostuvo que no lecabía la menor duda de que había algoespecial para Pablito y Néstor y unmontón de chucherías para ellas, que yoarrojaba sobre la mesa para que sepelearan por ellas.

—Además, no has traído nada paraBenigno —dijo, acercándose a mí yobservándome con disimuladaseriedad—. No puedes herir lossentimientos de los Genaros dándolesdos regalos para tres.

Rieron. Me sentí turbado. Tenía todala razón en sus afirmaciones.

—Eres descuidado; es por eso quenunca me gustaste —prosiguió Lidia,

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trocando la sonrisa por el ceño—.Nunca me saludaste con cariño ni conrespeto. Cada vez que nosencontrábamos, te limitabas a fingir quete ha cía feliz verme.

Hizo una parodia de mi saludo, deuna efusividad evidentemente artificial;un saludo que debía haber empleadocon ella incontables veces en el pasado.

—¿Por qué nunca me preguntastequé hacía aquí?

Dejé de escribir para considerar elpunto. Nunca se me había ocurridopreguntarle nada. Le dije que no teníajustificación.

La Gorda intercedió, alegando que

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la razón por la cual jamás había dirigidomás de dos palabras a Lidia ni a Rosaera que estaba acostumbrado a hablarúnicamente con mujeres de las queestuviese enamorado, en uno u otrosentido. Agregó que el Nagual le habíadicho que debían responderme en casode que yo les preguntara algodirectamente, pero que en tanto no lohiciera no tenían por qué decirme nada.

Rosa aseveró que yo no le gustabaporque estaba siempre riendo y tratandode ser divertido. Josefina añadió que,puesto que nunca antes me había visto,yo le desagradaba por que sí, sin ningúnmotivo especial.

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—Quiero que sepas que no te aceptocomo Nagual —me dijo Lidia—. Eresdemasiado estúpido. No sabes nada. Yosé más que tú. ¿Cómo podría respetarte?

Afirmó que, por lo que a ella tocaba,le daba igual que yo regresara al lugardel cual había salido o me arrojase a unlado.

Rosa y Josefina no dijeron palabra.A juzgar por la expresión seria yconcentrada de sus rostros, sinembargo, parecían estar de acuerdo consu hermana.

—¿Cómo puede guiarnos estehombre? —preguntó Lidia a la Gorda—.No es un verdadero Nagual. Es un

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hombre. Nos va a convertir en idiotassemejantes a él.

Según hablaba, la expresión vil en elgesto de Rosa y Josefina se me ibahaciendo más evidente.

Intervino la Gorda para explicarleslo que había «visto» esa tarde acercade mí. Terminó diciendo que, así comome había recomendado cuidarme de susredes, similar consejo les daba a ellas:cuidarse de caer en las mías.

Tras la manifestación inicial deanimosidad hacia mi persona, realizadapor Lidia, auténtica y bienfundamentada, me causó estupor vercon cuanta facilidad se sometía a las

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observaciones de la Gorda. Me sonrió.Es más, fue a sentarse a mi lado.

—Tú eres como nosotros, ¿no? —preguntó como aturdida.

No sabía qué decir. Temía cometerun error garrafal.

Era evidente que Lidia acaudillaba alas hermanitas. En el momento en queme sonrió, las otras dos parecieronadoptar la misma postura hacia mí.

La Gorda le dijo que no sepreocuparan por mi bolígrafo y milibreta y mis preguntas; que, a cambio,yo no me podría nervioso cuando ellasse dedicasen a hacer lo que más lesgustaba: abandonarse a sí mismas.

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Las tres fueron a sentarse cerca demí. La Gorda fue hasta la mesa, cogiólos paquetes y los llevó al coche. Pedí aLidia que me disculpara por mistorpezas pasadas, y a todas ellas que mecontasen cómo habían llegado a seraprendices de don Juan. Para que no sesintieran incómodas yo les conté cómohabía conocido a don Juan. Sus relatosno difirieron en nada de los de doñaSoledad.

Lidia comentó que todas habíantenido la posibilidad de marcharse delmundo de don Juan, pero habían elegidoquedarse. Por lo que hacía a ella, enparticular, siendo la primera de las

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aprendices, había tenido sobradasocasiones para irse. Una vez el Nagual yGenaro la hubieron curado, el primerole había señalado la puerta, aclarándoleque, de no utilizarla en ese precisomomento, se cerraría para no volver aabrirse nunca.

—Mi destino quedó sellado en elinstante en que se cerró —me dijo Lidia—. A ti te sucedió algo semejante. ElNagual no me ocultó que, tras ponerte unparche, te fue dada la oportunidad demarchar, pero tú no lo hi ciste.

Esa decisión constituía mi recuerdomás vívido. Les conté que don Juan mehabía engañado, diciéndome que una

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bruja andaba tras él y me daba a escogerentre irme para no volver y quedarme aayudarle en la guerra contra su atacante.Resultó que su pretendido agresor no erasino uno de sus cómplices. Alenfrentarle, creyendo hacerlo en nombrede don Juan, le ponía en mi contra; seconvirtió en lo que él llamaba mi «dignoadversario».

Pregunté a Lidia si ellas tambiénhabían tenido un digno adversario.

—No somos tan tontas como tú —dijo—. Nunca necesitamos que nadienos espoleara.

—Pablito sí es así de estúpido —dijo Rosa—. Soledad es su enemigo.

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No sé, sin embargo, hasta qué punto ellavale la pena. Pero, como reza el dicho, afalta de pan, buenas son tortas.

Rieron y dieron golpes sobre lamesa.

Inquirí si alguna de ellas conocía ala bruja que don Juan me había opuesto,la Catalina.

Negaron con la cabeza.—Yo la conozco —dijo la Gorda

desde junto al fogón—. Pertenece alciclo del Nagual, pero en apariencia notiene más de treinta años.

—¿Qué es un ciclo, Gorda? —pregunté.

Se acercó a la mesa, puso un pie

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sobre el banco y apoyó la barbilla en lamano, descansando sobre el brazo y larodilla.

—Los brujos como el Nagual yGenaro tienen dos ciclos —explicó—.Durante el primero son humanos, comonosotros. Nos encontramos en nuestroprimer ciclo. A cada uno nos ha sidoasignada una tarea; el llevarla a cabonos hará perder la forma humana. Eligio,los cinco aquí presentes y los Genarospertenecemos a un mismo ciclo.

—El segundo ciclo es aquel en queel brujo ya no es humano: tal el caso delNagual y de Genaro. Vinieron aeducarnos y hecho eso, partieron.

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Nosotros somos para ellos su segundociclo.

—El Nagual y la Catalina son comotú y Lidia. Se encuentran en idénticasposiciones. Ella es una bruja asustadiza,como Lidia.

La Gorda regresó a su lugar junto alas hornallas. Las hermanitas se veíaninquietas.

—Esa debe ser la mujer que conocelas plantas de poder —dijo Lidia a laGorda.

Ésta confirmó su suposición. Lasinterrogué acerca de si el Nagual leshabía dado alguna vez plantas de poder.

—No, a nosotras no —replicó Lidia

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—. Las plantas de poder sólo se dan agente vacía. Como tú y la Gorda.

—¿Te dio a ti plantas de poder elNagual, Gorda? —pregunté en voz bienaudible.

La Gorda mostró dos dedos,alzándolos hasta por so bre su cabeza.

—El Nagual le ofreció su pipa dosveces —dijo Lidia—. Y en amboscasos perdió la razón.

—¿Qué fue lo que sucedió, Gorda?—quise saber.

—Salí de mis cabales —dijoacercándose a la mesa—. El Nagual nosdio plantas de poder porque nos estabaponiendo un parche en el cuerpo. El mío

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no tardó en adherirse. Contigo la cosafue más difícil. El Nagual decía queestabas más loco que Josefina y eras taninsoportable como Lidia; tuvo que dartegran cantidad de plantas.

La Gorda explicó que las plantas depoder sólo eran empleadas por losbrujos que dominaban enteramente suarte. Eran tan poderosas y sumanipulación tan delicada querequerían la más impecable de lasatenciones por parte del brujo. Llevabatoda una vida ejercitar la atención en elnivel necesario. Agregó que a la gentecompleta no le hacía falta las plantas depoder, y que ni las hermanitas ni los

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Genaros las habían tomado nunca; noobstante, algún día, cuando hubieranperfeccionado su arte como soñadores,se valdrían de ellas para lograr elimpuso final y total, un impulso cuyamagni tud no nos era posible concebir.

—¿También nosotros lastomaremos? —pregunté a la Gorda.

—Todos nosotros —respondió—.El Nagual aseguraba que tú entenderíasesto con más facilidad que los demás.

Consideré la cuestión. A decirverdad, el efecto de las plantaspsicotrópicas sobre mí había sidoespantoso. Parecían penetrar en un vastodepósito que hubiese en mi interior, para

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extraer de él todo un mundo. Susmayores desventajas consistían en suacción devastadora para mi bienestarfísico y la imposibilidad de controlarsus consecuencias. El universo en queme sumergían era indomable y caótico.Perdía el dominio, el poder, por decirloen los términos de don Juan, de utilizarese mundo. Pero si alcanzara esecontrol, las posibilidades que seabrirían ante la mente serían pasmosas.

—Yo también las tomé —dijo depronto Josefina—. Cuando estaba locael Nagual me hizo fumar su pipa, paracurarme o acabar conmigo. ¡Y me curó!

—Es cierto que el Nagual dio a

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Josefina su humo —dijo la Gorda desdejunto al fogón. Volvió a acercarse a lamesa—. Sabía que ella fingía estar másloca de lo que en realidad estaba.Siempre había estado un poco ida y eramuy atrevida y se abandonaba a símisma más que nadie. Pretendía vivirdonde nadie la molestara y pudierahacer todo lo que le viniera en gana. Demodo que el Nagual le dio su humo y lallevó a vivir a un mundo de su gustodurante catorce días; al cabo, se aburriótanto de estar allí que se curó. Dejó dedarse lu jos. Esa fue su cura.

La Gorda regresó a la cocina. Lashermanitas rieron y se dieron palmaditas

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en la espalda.Recordé entonces que, en la casa de

doña Soledad, Lidia no sólo había dadoa entender que don Juan me había dejadoun paquete, sino que me había mostradoun envoltorio muy semejante a la fundaen que don Juan guardaba la pipa.Mencioné a Lidia que había afirmadoque me lo entregaría cuando la Gordaestuvie se presente.

Las hermanitas se miraron antes devolverse hacia la Gorda. Ésta hizo unaseña con la cabeza. Josefina se puso enpie y se dirigió a la habitacióndelantera. Retornó poco más tarde, conel lío que Lidia me había enseñado.

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Una punzada de esperanza atravesómi estómago. Josefina depositó el bultocon delicadeza sobre la mesa, delante demí. Todos se acercaron. Comenzó adesenvolverlo con la misma ceremoniacon que lo había hecho Lidia la primeravez. Cuando hubo terminado dedesha cerlo, esparció su contenido sobrela mesa. Eran paños de menstruación.

Quedé aturdido por un momento.Pero el sonido de la risa de la Gorda,mucho más fuerte que el de las demás,era tan agradable que no pude por menosde esta llar en carcajadas yo también.

—Este es el paquete personal deJosefina —afirmó la Gorda—. Suya fue

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la brillante idea de despertar tucodicia anunciándote un regalo delNagual, para que te quedases.

—Tendrás que admitir que fue unabuena idea —me dijo Lidia.

Remedó la expresión avariciosa demi rostro en el momento en que empezóa abrir el envoltorio y mi aspecto deindividuo desilusionado del final.

Hice saber a Josefina que su ideahabía sido realmente brillante, que habíasurtido el efecto previsto y que teníamás interés por ese paquete del que meatrevía a reconocer.

—Puedes quedártelo, si lo deseas.—El comentario de Lidia hizo reír a

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todos.La Gorda dijo que el Nagual había

sabido desde el principio que Josefinano estaba realmente enferma, y que esaera la razón, por la cual le resultaba tandifícil curarla. Las personasverdaderamente dolientes son másdóciles. Josefina era demasiadoconsciente de todo y muy ingobernable;se vio obligado a fumarla muchas veces.

En una oportunidad, don Juan sehabía expresado en los mismos términoscon respecto a mí: dijo que me habíafumado. Yo siempre había creído que serefería al hecho de haber empleadohongos psicotrópicos para tener una

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visión diferente de mi persona.—¿Cómo te fumó? —pregunté a

Josefina.Se encogió de hombros, sin

responder.—Tal como te fumó a ti —dijo Lidia

—. Te quitó la luminosidad y la secócon el humo de un fuego que habíaencendido.

Estaba seguro de que don Juan nuncahabía mencionado nada semejante. Pedía Lidia que me explicara lo que sabíasobre el particular. Se volvió hacia laGorda.

—El humo es muy importante paralos brujos —dijo la Gorda—. El humo

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es como la niebla. Claro que la niebla esmejor, pero es demasiado difícil demanejar. No está tan a mano como elhumo. Así que si un brujo quiere ver yconoce a alguien que tiene porcostumbre ocultarse, como tú y Josefina,caprichosos y huraños, enciende unfuego y hace que su humo envuelva a lapersona. Esconda lo que esconda,surgirá con el humo.

La Gorda aclaró que el Nagual nosólo empleaba el humo para «ver» yconocer a la gente, sino también paracurarla. Daba a Josefina baños de humo;la hacía estar de pie o sentada junto alfuego en la dirección hacia la cual

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soplaba el viento. El humo la envolvía,haciéndola sofocar y llorar, pero laincomodidad era sólo temporal y sinconsecuencias graves; los efectospositivos, por otra parte, se traducían enun aumento gradual de la lumi nosidad.

—El Nagual nos dio baños de humoa todos —agregó la Gorda—. A ti te diomás que a Josefina. Decía que erasinsoportable y que ni siquiera fingíascomo ella.

Lo vi con toda claridad. Tenía razón;don Juan me había hecho sentar frente alfuego cientos de veces. El humo meirritaba la garganta y los ojos hasta elpunto de que me aterrorizaba verle

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coger ramas secas. El afirmaba quedebía aprender a controlar larespiración y sentir el humo con los ojoscerrados. Así podría respirar sinsofocarme.

La Gorda aseveró que el humo habíaayudado a Josefina a ser etérea yesquiva en sumo grado, y que no tenía lamenor duda de que también habíacontribuido a aliviar mi enfermedadmental, cualquiera que ésta fuese.

—El Nagual afirmaba que el humolo quita todo —prosiguió la Gorda—.Le hace a uno claro y franco.

Le pregunté si sabía cómo había queproceder para que el humo pusiera en

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evidencia lo que una persona ocultaba.Me respondió que era muy fácil paraella, porque había perdido la forma,pero que ni las hermanitas ni losGenaros eran capaces de hacerlo, apesar de haber presenciado elprocedimiento, realizado por el Nagualo por Genaro, cientos de veces.

Me interesaba conocer la razón porla cual don Juan nunca me habíamencionado el tema, a pesar dehaberme ahumado como un pescadoseco en buen número de ocasiones.

—Lo hizo —dijo la Gorda con suacostumbrada seguridad—. Es más: teenseñó a escrutar la niebla. Nos contó

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que en cierta oportunidad habíanahumado un lugar de las montañas yvisto aquello que se escondía tras elpaisaje. Estaba embelesado.

Recordé una exquisita distorsiónvisual, una alucinación pasada, queconsideraba producto de la accióncruzada de una muy densa niebla y unatormenta eléctrica que habían tenidolugar simultáneamente. Les narré elepisodio y agregué que don Juan jamásme había enseñado nada, al menosdirectamente, acerca de la niebla ni elhumo. Se había limitado a encenderfuegos o guiarme hacia los bancos deniebla.

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La Gorda no dijo nada. Se puso depie y volvió a la cocina. Lidia sacudióla cabeza e hizo un chasquido con lalengua.

—Eres completamente idiota —dijo—. El Nagual te lo enseñó todo. ¿Cómocrees posible, en caso contrario, haberllegado a ver lo que nos acabas decontar?

Un abismo separaba nuestrosdistintos modos de entender laenseñanza. Les dije que si yo lesenseñase algo que supiera, comoconducir un coche, lo haría paso a paso,asegurándome de que comprendiesentodas y cada una de las facetas del

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procedimiento global.La Gorda retornó a la mesa.—Eso sólo se puede hacer cuando el

brujo enseña algo relativo al tonal —afirmó—. Cuando se trata del nagual,debe dar la instrucción, es decir,mostrar el misterio al guerrero. Y nadamás. El guerrero que recibe losmisterios debe ganar su derecho alconocimiento como instrumento depoder haciendo aquello que le ha sidodescubierto.

—El Nagual te reveló más misteriosque a todos nosotros. Pero eres muyperezoso, como Pablito, y prefieresseguir sumido en la confusión. El tonal y

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el nagual son dos mundos diferentes. Enuno se habla, en el otro se actúa.

Cuando terminó de hablar suspalabras cobraron sentido para mí.Comprendí lo que quería decir.Regresó a la cocina. Revolvió algo enuna olla y se acercó nue vamente.

—¿Por qué eres tan imbécil? —mepreguntó Lidia directamente.

—Está vacío —replicó Rosa.Me hicieron poner de pie y

exploraron mi cuerpo con los ojos hastabizquear. Me palparon la regiónumbilical.

—Pero ¿por qué sigues estandovacío? —preguntó Lidia.

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—Sabes lo que debes hacer, ¿no? —agregó Rosa.

—Estuvo loco —les dijo Josefina—. Debe estarlo to davía.

La Gorda vino en mi ayuda,explicándoles que yo aún estaba vacíopor la misma razón por la cual ellas nohabían perdido la forma. En el fondo,aunque no lo reconociéramos, ningunode nosotros deseaba el mundo delNagual. Teníamos miedo y estábamosllenos de segundos pensamientos. Ensíntesis, no éramos mejores que Pablito.

No dijeron palabra. Las tresparecían estar muy tur badas.

—Pobre Nagualito —me dijo Lidia

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en un tono que revelaba auténtico interés—. Estás tan asustado como nosotras.Yo finjo ser dura, Josefina finge estarloca, Rosa finge tener mal genio y túfinges ser estúpido.

Rieron y, por primera vez desde millegada, tuvieron un gesto decamaradería para conmigo. Meabrazaron, descansando la cabeza en micuerpo.

La Gorda se sentó frente a mí y lashermanitas lo hicieron a su alrededor.Tenía a las cuatro delante.

—Ahora podemos hablar acerca delo sucedido esta noche —dijo—. ElNagual me dijo que si sobrevivíamos al

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último contacto con los aliados ya novolveríamos a ser los mismos. Losaliados nos hicieron algo hoy. Nos hanrechazado.

Me tocó con suavidad la mano conque escribía.

—Esta fue una noche especial para ti—prosiguió—. Todos, incluidos losaliados, nos lanzamos en tu ayuda. ElNagual lo hubiese querido. Esta nocheviste todo el camino.

—¿Lo crees? —pregunté.—Ya estás de nuevo —comentó

Lidia. Todas rieron.—Háblame de mi ver, Gorda —

insistí—. Sabes que soy idiota. No debe

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haber malentendidos entre nosotros.—De acuerdo —dijo—. Te

comprendo. Esta noche viste a lashermanitas.

Les dije que también habíapresenciado acciones increíblesrealizadas por don Juan y don Genaro.Les había visto con la misma claridadcon que acababa de ver a las hermanitas,pero don Juan y don Genaro siemprehabían llegado a la conclusión de que noh a b í a visto. Me costaba, enconsecuencia, precisar en qué sentidoeran diferentes los actos de lashermanitas.

—¿Quieres decir que no las viste

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colgadas de las líneas del mundo? —inquirió.

—No, no las vi.—¿No las viste colarse por la grieta

que separa los mundos?Les conté lo que había observado.

Me escucharon en silencio. Cuandofinalicé la Gorda parecía estar al bordede las lágrimas.

—¡Qué lástima! —exclamó.Se puso de pie, rodeó la mesa y me

abrazó. Sus ojos eran claros y serenos.Comprendí que no me guardaba rencor.

—Es parte de nuestro destino el queestés obstruido —dijo—. Pero siguessiendo el Nagual para nosotras. No te

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molestaré con feos pensamientos. Almenos, de eso puedes estar seguro.

Comprendí que lo decía de verdad.Me hablaba desde un nivel en que yosólo había visto a don Juan. Habíainsistido en atribuir su talante a lapérdida de la forma humana;ciertamente, era un guerrero sin forma.Me recorrió una oleada de profundocariño hacia ella. Estaba a punto dellorar. Fue en ese instante, al percibirque estaba ante un maravilloso guerrero,que me sucedió algo sumamente curioso.Tal vez la mejor forma de describirloconsista en decir que me estallaron losoídos inesperadamente. Salvo por el

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hecho de que sentí el estallido en mediodel cuerpo, exactamente debajo delombligo, con más intensidad que en losoídos. Una ráfaga caliente recorrió micuerpo. Y de pronto recordé algo quejamás había visto. Como si una memoriaajena hu biese tomado posesión de mí.

Recordé a Lidia, aferrada a doscuerdas rojizas horizontales, andandopor la pared. A decir verdad, nocaminaba: se deslizaba sobre un densolío de líneas, sobre las cuales afirmabalos pies. La recordé jadeante y con laboca abierta, debido al esfuerzo que lerepresentaba tirar de las cuerdas rojizas.La razón por la cual había perdido el

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equilibrio al finalizar su exhibiciónconsistía en que la había visto como unaluz que rodeaba el cuartovertiginosamente; tironeaba de la zonade alrededor de mi ombligo.

También vinieron a mi memoria losactos de Rosa y de Josefina. Rosarealmente había estado allí colgada,asiendo con la mano izquierda largasfibras rojizas verticales pendientes deloscuro techo como hojas de unemparrado. El brazo derecho le servíapara mantenerse cogida a otras fibras,también verticales, que parecíanayudarle a conservar la estabilidad.También se sujetaba con los pies.

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Hacia el final de su demostraciónsemejaba una fosforescencia cerca deltecho. El contorno de su cuerpo habíadesaparecido.

Josefina se había escondido detrásde unas líneas que daban la impresiónde surgir del suelo. Lo que había hechocon el brazo alzado había sido reunirlasen un haz del ancho necesario paraocultar su cuerpo. Su vestido, inflado,le había sido de gran ayuda: de algúnmodo había contraído su luminosidad.Su gran bulto era tan sólo aparente. Alfinalizar su acto, Josefina, al igual queLidia y Rosa, no pasaba de ser unamancha de luz. Logré pasar mentalmente

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de un recuerdo a otro.Cuando les hablé de todo lo que

había acudido a mi memoria, lashermanitas me miraron, desconcertadas.La Gorda era la única que parecía alcorriente de lo que me estabaocurriendo. Rió verdaderamentecomplacida y comentó que el Nagualtenía razón al afirmar que yo erademasiado perezoso para recordar loque «veía»; en consecuencia, sólo mepreocupaba por lo que miraba.

¿Es posible —pensé— que hayaseleccionado inconscientemente misrecuerdos? ¿O todo esto es obra de laGorda? De ser cierto que al principio

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había limitado las posibilidades de mimemoria, para terminar luegoaceptando las porciones censuradas,también debía ser verdad que habíapercibido mucho más respecto a lasacciones de don Genaro y don Juan; noobstante, sólo retenía una parte delconjunto de percepciones de aquellossucesos.

—Es difícil creer —dije a la Gorda— que puedo recordar en ciertomomento algo que no había recordadoun momento antes.

—El Nagual decía que todospodíamos ver, y escoger, y sinembargo, no tener memoria de lo visto

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—respondió—. Ahora comprendocuánta razón tenía. Todos somoscapaces de ver; unos más que otros.

Informé a la Gorda que eraconsciente de que acababa de dar conuna clave. Ellas me habían devuelto unapieza extraviada. Pero no era fácilespecificar de qué se trataba.

Anunció que terminaba de «ver» queyo había practicado mucho el «soñar» yello había contribuido a desarrollar miatención; no obstante, me dejaba engañarpor mi propia apariencia de no sabernada.

—Quería hablarte de la atención —continuó—, pero tú sabes tanto como yo

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sobre el tema.Le aseguré que mis conocimientos

eran intrínsecamente diferentes de lossuyos, que resultaban infinitamente másespectaculares que los míos. Enconsecuencia, todo lo que me pudieradecir acerca de sus prácticas sería devalor para mí.

—El Nagual nos encomendódemostrarte que, merced a la atención,podemos retener las imágenes de unsueño tal como retenemos las del mundo—dijo la Gorda—. El arte del soñadores el arte de la atención.

Los pensamientos se precipitabansobre mí como si hubiera sobrevenido

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un corrimiento de tierras. Tuve queponerme en pie y andar un poco por lacocina. Volví a sentarme. Pasamos unrato en silencio. Sabía perfectamentequé había querido decir al afirmar queel arte del soñador era el arte de laatención. Comprendí entonces que donJuan me había dicho y mostrado todo loposible. Sin embargo, yo no había sidocapaz de captar las premisas de suconocimiento con mi cuerpo mientras letuve cerca. Él sostenía que la razón erael demonio que me tenía encadenado yque debía derrotarlo si quería llegar acaptar sus enseñanzas. Todo, por lotanto, consistía en dar con el medio

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idóneo para vencer mi razón. Nunca seme había ocurrido forzarle a que mediera una definición de lo que entendíapor razón. Siempre había supuesto quecon esa palabra aludía a la capacidad deentender, inferir o pensar de un modoracional, ordenado. Al escuchar a laGorda, me di cuenta de que, para él,«razón» era sinónimo de «atención».

Don Juan aseveraba que el núcleo denuestro ser era el acto de percibir, y lomágico de nuestro ser era la toma deconciencia. Para él la percepción y laconciencia constituían una sola,inseparable, unidad funcional, unaunidad con dos esferas. La primera de

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ellas correspondía a la «atención deltonal», es decir, a la capacidad de lagente corriente de percibir y situar suconciencia en el mundo ordinario, el dela vida diaria. Don Juan tambiénllamaba a esa forma de atención «primeranillo de poder», y la describía comonuestra terrible pero indiscutiblefacultad de poner orden en nuestrapercep ción del mundo.

La segunda esfera abarcaba la«atención del nagual», esto es, lacapacidad de los brujos de situar suconciencia en el mundo no ordinario. Eldenominaba a este ámbito «segundoanillo de poder»: la facultad

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completamente tormentosa, que todosteníamos, pero sólo los brujos usaban,de poner orden en ese otro mundo.

La Gorda y las hermanitas, aldemostrarme que el arte de lossoñadores consistía en retener lasimágenes de los sueños mediante laatención, no habían hecho más quedesarrollar el aspecto práctico delesquema de don Juan. Ellas habíanllevado a la práctica el conjunto teóricode sus enseñanzas. Para poder realizaruna exhibición de tal arte, debíanvalerse de su «segundo anillo depoder», o «atención del nagual». Y parapoder presenciarla, yo debía hacer lo

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mismo. En realidad, era evidente que yohabía repartido mi atención entreambos dominios. Tal vez todospercibimos constantemente ambasformas, pero decidimos aislar una parael recuerdo y descartar la otra; o tal vezarchivamos la segunda, como habíahecho yo. En ciertas condiciones detensión y receptividad, la memoriacensurada sale a la superficie y tenemosentonces dos visiones distintas de unmismo acontecimiento.

Lo que don Juan había luchado porderrotar, o, mejor dicho, suprimir enmí, no era mi razón considerada en elsentido de capacidad para el

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pensamiento ra cional, sino mi «atencióndel tonal» o conciencia del mundo delsentido común. La Gorda me habíaexplicado el motivo por el cual él habíabuscado que así fuera al explicarme queel mundo diario existe porque sabemoscómo retener sus imágenes; por lo tanto,si uno pierde la atención necesaria paraconservarlas, el mundo se derrumba.

—El Nagual nos decía que loimportante era la práctica —dijo laGorda de pronto—. Una vez centrada laatención en las imágenes de tu sueño,queda atrapada allí para siempre. Alfinal puedes llegar a ser como Genaro,que recordaba cuanto había visto en

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todos sus sueños.—Cada una de nosotras posee otros

cinco sueños —dijo Lidia—. Pero temostramos sólo el primero porque es elque nos dejó el Nagual.

—¿Pueden soñar cuantas veces lodeseen? —pre gunté.

—No —replicó la Gorda—. Soñarrequiere mucho poder. Ninguna denosotras tiene tanto. Las hermanitas seven obligadas a rodar por el pisonumerosas veces, como has visto,porque, al hacerlo, la tierra les daenergía. Tal vez también recuerdeshaberlas visto como seres luminosos quésorben energía de la luz de la tierra. El

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Nagual sostenía que la mejor manera deobtener energía consiste, desde luego, enpermitir que la luz solar penetre en losojos, especialmente el izquierdo.

Le comuniqué que nada sabía de elloy me describió un procedimiento que lehabía enseñado don Juan. Al oírlarecordé que también me lo habíaenseñado a mí. Se trataba de mover lacabeza lentamente de un lado a otro, entanto captaba la luz solar con el ojoizquierdo, entornado. Él afirmaba que nosólo era posible utilizar el sol, sinotambién cualquier otro tipo de luzsusceptible de ser reflejada por losojos.

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La Gorda dijo que el Nagual leshabía recomendado atarse los chalesbajo la cintura para protegerse lascaderas al rodar. Le comenté que donJuan nunca me había hablado de rodar.Me explicó que sólo las mujeres podíanhacerlo porque tenían útero. La energíaentraba directamente en él y al rodar ladistribuían por el resto del cuerpo. Unhombre, para captar energía, debíaecharse de espalda, flexionando lasrodillas hasta lograr que las plantas delos pies estuviesen en contacto en todasu superficie. Los brazos debían abrirsehacia los lados, con los antebrazos enposición vertical y los dedos en forma

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de garra hacia arriba.—Pasamos años soñando esos

sueños —dijo Lidia—. Son lo mejor quetenemos porque en ellos nuestraatención está completa. En los demássueños sigue siendo inestable.

La Gorda afirmó que el retener lasimágenes de los sueños era un artetolteca. Tras años de agotadorapráctica, todas ellas habían logradorealizar una acción en cada sueño. Lidiapodía andar sobre lo que fuese, Rosacolgarse de todo, Josefina ocultarse trascualquier cosa, y ella misma volar.Había llegado a poner toda su atenciónen una sola actividad. Pero aún eran

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principiantes, aprendices de ese arte.Agregó que Genaro era el maestro del«soñar»: era capaz de volver las cosas asu favor a voluntad y atender a todas lasactividades de la vida diaria; para él lasdos esferas de la atención tenían elmismo valor.

Me vi obligado a plantearle el temade costumbre: necesitaba conocer losprocedimientos, el modo en que se lasarreglaban para retener las imágenes desus sueños.

—Los conoces tan bien como yo —dijo la Gorda—. Lo único que puedodecirte es que tras repasar un mismosueño una y otra vez, comenzamos a

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percibir las líneas del mundo. Ellas nosayudaron a realizar lo que nos vis tehacer.

Don Juan había dicho que nuestro«primer anillo de poder» penetra ennuestras vidas en épocas muytempranas y vivimos bajo la impresiónde que ese es todo nuestro mundo. El«segundo anillo de poder», «laatención del nagual» permanece ocultopara la inmensa mayoría de nosotros, yse nos revela justo en el momento de lamuerte. No obstante, existe un caminopara llegar hasta él, al alcance de todos,pero cuyo recorrido solamenteemprenden los brujos: el «soñar».

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«Soñar» consiste, en esencia, entransformar los sueños corrientes encuestiones volitivas. Los soñadores,mediante el expediente de concentrar la«atención del nagual» en los asuntos ysucesos de sus sueños ordinarios, lostransfor man en «soñar».

Don Juan aseguraba que no existíaun procedimiento específico paraalcanzar la «atención del nagual».Solamente me había dado pistas. Laprimera fue que debía buscar mis manosen sueños; entonces, el ejercicio deatención fue ampliado a la búsqueda deobjetos, rasgos característicos delpaisaje, como calles, edificios,

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etcétera. Desde allí había que pasar a«soñar» sobre lugares determinados adeterminadas horas. El último gradoconsistía en concentrar la «atención delnagual» en el yo total. Don Juan sosteníaque esa etapa final se anunciabageneralmente por un sueño que buenaparte de la gente había tenido en una uotra oportunidad, en el cual el sujeto seve a sí mismo yaciendo dormido. Paracuando un brujo tiene ese sueño, suatención se ha desarrollado hasta elpunto de que, en vez de despertar, comoles ocurre a la mayoría de las personas,da media vuelta y se pone en actividad,como lo haría en el mundo en que tiene

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lugar nuestra vida diaria. En esemomento se produce una ruptura, unadivisión definitiva en la hasta entoncesunificada personalidad. En laconcepción de don Juan, el atrapar la«atención del Nagual» y desarrollarlahasta el nivel de perfección de nuestraatención diaria al mundo tenía porresultado el nacimiento del otro yo, unser idéntico a uno, pero construido en el«soñar».

Don Juan me había hecho saber queno existen reglas establecidas para laeducación de ese doble, como no existenpara alcanzar la conciencia corriente.Sencillamente, se logra mediante la

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práctica. Él aseveraba que el métodomás adecuado se nos revelaba en lacaptación de la «atención del nagual».Me instaba a practicar el «soñar» sinpermitir que mis temores convirtieran laactividad en una carga.

Lo mismo había hecho con la Gorday las hermanitas, pero era evidente quealgo les había permitido llegar a sermás receptivas que yo a la idea de otronivel de atención.

—Genaro pasaba la mayor parte deltiempo en su cuerpo de soñar —dijo laGorda—. Lo prefería. Por eso podíahacer las cosas más fantásticas yasustarte mortalmente. Genaro podía

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pasar por la grieta de entre los mundoscomo tú y yo lo hacemos por una puerta,en ambas direcciones.

Don Juan también me había habladomucho de la grieta entre los mundos. Yosiempre había creído que se refería,metafóricamente, a una división sutilentre el mundo percibido por un hombrecorriente y aquel percibido por losbrujos.

La Gorda y las hermanitas me habíandemostrado que la grieta entre losmundos era algo más que una metáfora.Era más bien la capacidad para pasar deuno a otro nivel de atención. Una partede mí entendía perfectamente a la

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Gorda, en tanto la otra se hallaba másaterrorizada que nunca.

—Has estado preguntando por ellugar al que habían ido el Nagual yGenaro —dijo la Gorda—. Soledad fuemuy brutal al decirte que se habían idoal otro mundo; Lidia te dijo que habíanabandonado estos alrededores; losGenaro, como buenos idiotas, teasustaron. Lo cierto es que se marcharonpor esa grieta.

Por alguna razón, inaprehensiblepara mí, sus palabras me lanzaron alcaos. Siempre había estadoconvencido de que su partida eradefinitiva. Sabía que no se habían ido en

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sentido ordinario, pero había dejado elasunto en el reino de la metáfora. Si bienhabía llegado a decírselo a amigosíntimos, nunca lo había creídorealmente. En lo profundo de mí, nuncahabía dejado de ser un hombre racional.Pero la Gorda y las hermanitas habíanconvertido mis oscuras metáforas enposibilidades reales. Lo cierto era quela Gorda nos había transportado mediokilómetro valiéndose de la energía de su«soñar».

La Gorda se puso en pie y declaróque yo lo había entendido todo y erahora de comer. Nos sirvió lo que habíapreparado. Tuve la impresión de no

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estar comiendo. Una vez queterminamos, se levantó y se acercó a mí.

—Creo que ya ha llegado elmomento de que te va yas —me dijo.

La frase parecía ser una indicaciónpara las hermanitas. Éstas dejaron losasientos a su vez.

—Si te quedas, ya nunca podráspartir —prosiguió la Gorda—. ElNagual te ofreció la libertad una vez,pero tú escogiste permanecer con él. Medijo que si sobrevivíamos al últimocontacto con los aliados debía darles decomer, hacerlos sentir bien ydespedirme de todos. Supongo que ni lashermanitas ni yo tenemos dónde ir, de

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modo que no hay posible elección. Perotu caso es diferente.

Las hermanitas me rodearon y sedespidieron una a una.

La situación era monstruosamenteirónica. Podía irme, pero no tenía adónde. Tampoco para mí había elección.Años atrás don Juan me había brindadouna oportunidad de marchar; ya entoncesme había quedado por no tener lugaralguno al cual dirigirme.

—Se escoge sólo una vez —mehabía dicho don Juan—. Elegimos serguerreros o ser hombres corrientes. Noexiste una segunda oportunidad. Nosobre esta tierra.

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CAPÍTULO SEXTO

LA SEGUNDA ATENCIÓN

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—Debes marchar hoy, más tarde —medijo la Gorda al terminar el desayuno—.Puesto que has decidido seguir connosotros, has asumido el compromiso deayudarnos a realizar nuestra tarea. ElNagual me dejó a cargo únicamentehasta tu llegada. Me encargó, como yasabes, comunicarte ciertas cosas. Te hedicho la mayor parte. Pero aún quedanalgunas, que no podía mencionarte hastaque hubieses hecho tu elección. Hoy nosocuparemos de ellas. Una vez hecho,deberás irte, con la finalidad de darnostiempo para prepararnos. Necesitamosunos pocos días para solucionarlo todoy disponernos a abandonar estas

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montañas para siempre. Pasamos aquímuchísimo tiempo. Es duro separarse deellas. Pero todo ha terminado de pronto.El Nagual nos advirtió del cambioabsoluto que tu presencia iba a acarrear,más allá del resultado de tusenfrentamientos; pero creo que nadie lecreyó realmente.

—No alcanzo a ver por qué ustedestienen que cam biar nada —apunté.

—Ya te lo he explicado —protestó—. Hemos perdido nuestro antiguopropósito. Ahora tenemos otro y esterequiere que lleguemos a ser tan ligeroscomo la brisa. La brisa es nuestro nuevotalante. Antes era el viento cálido. Tú

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has cambiado nuestra dirección.—Estás dando rodeos, Gorda.—Sí, pero ello se debe a que estás

vacío. No puedo ser más clara. Cuandoregreses, los Genaros te enseñarán elarte del acecho y luego partiremos. ElNagual dijo que si decidías quedarte connosotros, lo primero que debía decirteera que tenías que recordar tusencuentros con Soledad y con lashermanitas y examinar todos y cada unode los detalles de lo sucedido enrelación con ellas, porque todo es unpresagio de lo que te ocurrirá en elcamino. Si eres cauteloso e impecable,verás que esos hechos eran ofrendas de

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poder.—¿Qué va a hacer doña Soledad?—Se va. Las hermanitas le han

estado ayudando a desmontar su suelo.Ese suelo la ayudaba a alcanzar laatención del nagual. Las líneas estabandotadas de poder para hacerlo. Dadauna de ellas captaba una parte de suatención. El estar incompleto norepresenta un inconveniente para queciertos guerreros alcancen ese nivel.Soledad fue transformada porque llegó aese grado de atención antes que losdemás. Ya no le es necesario mirar supiso para entrar a ese otro mundo y dadoque el suelo ya no le hace falta, lo ha

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devuelto a la tierra de la cual lo habíacogido.

—Están de veras decididos a partir,¿no, Gorda?

—Lo estamos. Es por eso que tepido que te marches por unos días paraque tengamos tiempo de deshacernos detodo lo que poseemos.

—¿Soy yo el encargado de hallar unlugar para to dos, Gorda?

—Tal sería tu deber si fueses unguerrero impecable. Pero no lo eres;tampoco lo somos nosotros. Sinembargo, deberemos hacer todo loposible para hacer frente al nuevodesafío.

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Tuve una sensación opresiva deperdición. Nunca me habían agradadolas responsabilidades. Pensé que elcometido de guiarles era una cargademasiado pesa da para mí.

—Tal vez no tengamos que hacernada —dije.

—Sí. Eso es cierto —dijo, y rió—.¿Por qué no te lo repites una y otra vez,hasta que te sientas a salvo? El Nagualse cansó de decirte que la única libertadde que disponen los guerreros consisteen su conducta impecable.

Me contó hasta qué punto habíainsistido el Nagual en quecomprendiesen que la impecabilidad no

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sólo representaba la libertad, sino queera el único medio para ahuyentar laforma humana.

Yo le narré el modo en que don Juanlogró hacerme entender en qué consistíala impecabilidad. Atravesábamos undía un barranco de paredes muyescarpadas; un enorme pedrusco sedesprendió de sus sostén rocoso y cayócon fuerza formidable al fondo delcañón, a veinte o treinta metros denosotros. El tamaño de la piedra hizoque su caída resultara impresionante.Dijo que la fuerza que rige nuestrosdestinos está fuera de nosotros y nadatiene que ver con nuestros actos ni con

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nuestra voluntad. En ocasiones, esafuerza nos lleva a detenernos en elcamino para inclinarnos a atar loscordones sueltos de los zapatos, comoyo acababa de hacer, y ganar así unmomento precioso. De seguir adelante,era indudable que el inmenso trozo deroca nos hubiese aplastado. Noobstante, otro día, en otro desfiladero,era posible que la misma decisiva fuerzaexterior nos obligara a anudarnos loscordones en el preciso lugar sobre elcual descendiera un canto rodado deiguales dimensiones. En ese casó, noshubiese hecho perder un momentoprecioso: de continuar caminando, nos

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habríamos salvado. Don Juan concluyóque, dada mi total falta de control sobrelas fuerzas que decidían mi destino, elúnico acto de libertad posibleconsistía en atarme los cordonesimpecablemente.

La Gorda daba la impresión de estarconmovida por mi relato. Retuvodurante un instante mi rostro entre lasmanos desde el otro lado de la mesa.

—La impecabilidad es para mítransmitirte, en el momento oportuno, loque el Nagual me encomendó decirte —precisó—. Pero el poder debe decidir elinstante exacto de revelártelo; de locontrario, no servirá de nada.

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Hizo una pausa dramática. Sudilación fue muy estudiada, pero surtióun terrible efecto sobre mí.

—¿Qué ocurre? —preguntédesesperadamente.

No respondió. Me cogió por elbrazo y me condujo hasta la zonainmediata a la puerta de delante. Mehizo sentar en el duro suelo apisonado,con la espalda apoyada en una estacade más o menos medio metro de alturacon el aspecto de un tocón plantado casicontra el muro exterior de la casa. Habíauna hilera de cinco palos iguales,instalados en tierra a unos sesentacentímetros el uno del otro. Tenía la

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intención de preguntar a la Gorda quéfunción cumplían. Mi primera impresiónhabía sido que un anterior propietariolos debía haber empleado para atar aellos animales. Mi conjetura, noobstante, resultaba incongruente, puestoque el lugar era una especie de galeríatechada.

Comenté a la Gorda missuposiciones cuando se sentó a miizquierda, apoyándose en otro tocón.Rió y me dijo que, en efecto, los palosse empleaban para atar animales detodas clases; pero no se debían a la obrade un antiguo dueño. Agregó que casihabía destrozado sus riñones mientras

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cavaba los agujeros para implantarlos.—¿Para que los utilizan? —inquirí.—Digamos que para atarnos a ellos

—replicó—. Y ello me recuerda lasiguiente cosa que el Nagual meencargó decirte. Me explicó que,debido a que estabas vacío, debíaconcentrar tu segunda atención, tuatención del Nagual, valiéndose demétodos distintos de aquellos queempleaba con los demás. Nosotrosllegamos a consolidar esa atención pormedio del soñar, en tanto tú lo hiciste através de las plantas de poder. ElNagual sostenía que sus plantas depoder reducían el aspecto más

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amenazador de tu segunda atención a unamata, y que esa era la forma que sedesprendía de tu cabeza. Según suspalabras, eso es lo que les ocurre a losbrujos que toman plantas de poder. Sino mueren, las plantas de poderconvierten su segunda atención en esaespantosa forma que surge de su cabeza.

—Ahora llegamos a lo que él queríaque hicieras. Dijo que a esta alturadebías cambiar de dirección y comenzara concentrar tu segunda atención de otromodo, más semejante al nuestro. Nopuedes mantenerte en el sendero delconocimiento, a menos que equilibres tusegunda atención. Hasta ahora, la

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llevaste a hombros del poder delNagual, pero ya estás solo. Eso era loque debía decirte.

—¿Y qué debo hacer para equilibrarmi segunda atención?

—Debes soñar, tal como nosotras lohacemos. El so ñar es el único modo deconcentrar la segunda atención sindañarla, sin que resulte amenazadora uhorrenda. Tu segunda atención se dirigeal lado espantoso del mundo; la nuestra,al lado hermoso. Debes cambiar de ladoy venir al nuestro. Eso es lo queescogiste la otra noche, al decidirte amarchar con nosotros.

—Esa forma, ¿puede surgir en mí en

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cualquier mo mento?—No. El Nagual dijo que no

volvería a aparecer hasta que no fuesesviejo como él. Tu Nagual ya se hamostrado siempre que ha sido necesario.El Nagual y Genaro se cuidaron de ello.Solían hacerlo salir por fastidiarte. ElNagual me contó que en ocasionesllegabas a un pelo de la muerte porquetu segunda atención era muycomplaciente. Una vez incluso leasustaste: tu nagual le atacó y se vioobligado a cantar para serenarlo. Perolo peor te sucedió en Ciudad de México;un día entraste a una oficina y allípasaste por la grieta entre los mundos.

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Su único objetivo consistía en dispersartu atención del tonal; estabaspreocupado hasta un punto increíble poruna cuestión idiota. Pero en cuanto teempujó, todo tu tonal se redujo y tu serentero cruzó la grieta. Pasó momentosterribles buscándote. No me ocultó que,por un momento, creyó que te habíasalejado incluso de los lugares a loscuales él podía acceder. Pero logróverte vagando a la ventura y te trajo deregreso. Me contó que saliste de lagrieta a las diez de la mañana. Así, lasdiez pasó a ser tu hora.

—¿Mi hora para qué?—Para todo. Si sigues siendo un

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hombre morirás alrededor de esa hora.Si llegas a ser un brujo, dejarás estemundo alrededor de esa hora.

—Eligio también siguió un caminodiferente; un camino que ninguno denosotros conoce. Lo conocimos pocoantes de su partida. Era un soñadormaravilloso. Tanto que el Nagual yGenaro solían llevarle a través de lagrieta y tenía el poder necesario paracruzarla como si nada. Ni siquierajadeaba. Ellos le dieron el empujón finalcon plantas de poder. Disponía delcontrol y del poder preciso paradominar las fuerzas resultantes delempujón. Y ello lo llevó hasta el lugar

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en que se halla.—Los Genaros me dijeron que

Eligio había saltado con Benigno. ¿Escierto eso?

—Claro. Para cuando Eligio hubo desaltar, su segunda atención ya habíaestado en ese otro mundo. El Nagualestaba convencido de que la tuyatambién lo había estado, pero, debido atu falta de control, te habría resultadouna pesadilla. Según él, sus plantas depoder te desequilibraban; habíanforzado a abrirte camino por tu atencióndel nagual y te habían situadodirectamente en el reino de tu segundaatención, aunque sin dominio alguno

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sobre ella. El Nagual no administróplantas de po der a Eligio hasta el final.

—¿Crees que mi segunda atenciónha sido dañada, Gorda?

—El Nagual no dijo jamás nadasemejante. Él pensaba que eras un locopeligroso, pero eso no tenía nada quever con las plantas de poder. Aseverabaque, en ti, ambas atenciones eraningobernables. Si te sobrepusieras aello, serías un guerrero.

Quería que siguiera hablándomesobre el tema. Plantó su mano sobre milibreta y me hizo saber que teníamospor delante un día terriblementeagotador y necesitábamos reponer

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energías para soportarlo. Por tanto,debíamos reforzarnos mediante la luzsolar. Aseguró que las circunstanciasrequerían la captación de sus rayos porel ojo izquierdo. Comenzó a mover lacabeza de un lado a otro, lentamente,mirando con fijeza al sol a través de suspárpados entornados.

Instantes más tarde se nos unieronRosa, Josefina y Lidia. Lidia se sentó ami derecha, Josefina junto a ella, y Rosalo hizo al lado de la Gorda. Todasapoyaban la espalda en las estacas. Yome encontraba en el centro de la fila.

Era un día claro. El sol estaba porencima de la distante hilera de

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montañas. Comenzaron a mover lacabeza con una sincronización perfecta.Las imité y tuve la impresión dehaberme puesto de acuerdo con ellaspreviamente. Al cabo de un minuto máso menos, se detu vieron.

Todas llevaban sombrero y secubrían el rostro con las alas, evitandoque la luz del sol diese en sus ojoscuando no los bañaban adrede en ella.La Gorda me había dado mi viejosombrero.

Estuvimos allí sentados durantecerca de media hora. En ese lapsorepetimos el ejercicio incontablesveces. Yo pretendía indicar en la

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libreta el número, pero la Gorda, comoal descuido, la había puesto fuera de mialcance.

De pronto, Lidia se puso en piemurmurando algo ininteligible. La Gordase inclinó sobre mí y susurró que losGenaros venían por el camino. Me erguípara mirar, pero no había nadie a lavista. Rosa y Josefina también selevantaron y entraron tras Lidia a lacasa.

Comuniqué a la Gorda que no veía anadie en las proximidades. Replicó quelos Genaros se habían dejado ver en unpunto del camino; añadió que temía elmomento en que nos volviéramos a

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reunir, pero tenía confianza en que yomanejara la situación. Me aconsejó serextremadamente cuidadoso con Josefinay Pablito porque carecían de controlsobre sí mismos. Me dijo que mi misiónmás importante consistía en sacar a losGenaros de la casa al cabo de una hora,más o menos.

Yo seguía observando el camino. Nohabía la menor señal de que alguien seaproximara.

—¿Estás segura de que vienen? —pregunté.

Dijo que ella no les había visto,pero que Lidia sí. Los Genaros habíanresultado visibles para ella porque, a la

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vez que bañaba sus ojos en la luz, nohabía dejado de observar losalrededores.

La explicación de la Gorda no mehabía resultado satisfactoria y le pedíque se explayara sobre el particular.

—Somos observadores —dijo—.Como tú. Somos lo mismo. No esnecesario que lo niegues. El Nagual noscontó tus proezas de observación.

—¡Mis proezas de observación! ¿Dequé hablas, Gorda?

Contrajo los labios. Se la veía casienfadada a causa de mi pregunta;sorprendida. Sonrió y me dio unapal mada.

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De pronto, su cuerpo vibró. Mirópor encima de mi hombro, con los ojosen blanco y entonces sacudió la cabezavigorosamente. Dijo que acababa de«ver» que los Genaros no iban haciaallí: era demasiado temprano.Esperarían un rato antes de hacer suaparición. Sonrió, como si la demora lacomplaciera.

—De todos modos, es demasiadotemprano para recibirles —dijo—. Yellos sienten lo mismo en lo que anosotros respecta.

—¿Dónde se encuentran? —pregunté.

—Han de estar sentados en alguna

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parte, a un lado del camino —replicó—.Es indudable que Benigno miró hacia lacasa antes de subir y nos vio aquísentados; esa es la razón por la cualdecidieron esperar. Es perfecto. Ellonos dará tiempo.

—Me preocupas, Gorda. ¿Tiempopara qué?

—Hoy debes acorralar tu segundaatención, y eso nos afecta a todos.

—¿Y cómo lo haré?—No lo sé. Nos resultas muy

misterioso. El Nagual te hizo cantidadde cosas con sus plantas de poder, perono puedes afirmar que constituyan unconocimiento. Eso es lo que he estado

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tratando de decirte. A menos que tengasdominio sobre tu segunda atención, teserá imposible valerte de ella. Hastaentonces, permanecerás para siempre amedio camino entre las dos, como ahora.Todo lo que te ha sucedido desde tullegada ha tenido como objeto poner enmovimiento esa atención. Te he idodando instrucciones poco a poco, talcomo el Nagual me lo ordenó. Dado quehas seguido otro sendero, ignoras lascosas que nosotros conocemos; delmismo modo, nosotros nada sabemosacerca de las plantas de poder. Soledadsabe algo más, porque el Nagual la llevóa su tierra. Néstor conoce plantas

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medicinales, pero ninguno ha recibidolas enseñanzas que tú. Aún none cesitamos de tu saber. Pero algún día,cuando estemos preparados, tú serás elúnico que conozca el modo deproporcionar un estímulo medianteplantas de poder. Sólo yo sé dónde seencuentra escondida la pipa delNa gual, en espera de ese día.

—La orden del Nagual es lasiguiente: debes desviarte de tu caminoy marchar con nosotros. Eso significaque tienes que soñar con nosotras yacechar con los Genaros. Ya no puedespermanecer donde te encuentras, en ellado horrendo de tu segunda atención.

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Otra salida violenta de tu nagual podríamatarte. El Nagual me dijo que los sereshumanos eran criaturas frágilescompuestas por muchas capas deluminosidad. Cuando los ves, parecenposeer fibras, pero éstas son en realidadcapas, semejantes a las de una cebolla.Las sacudidas, de cualquier clase quesean, separan esas capas y puedenproducir la muerte.

Se puso en pie y me condujo a lacocina. Allí nos sentamos, el uno frenteal otro. Lidia, Rosa y Josefina estabanatareadas en el patio. No alcanzaba averlas, pero las oía conversar y reír.

—El Nagual decía que nuestra

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muerte es consecuencia de laseparación de las capas —dijo la Gorda—. Las sacudidas siempre las separan,pero vuelven a unirse. No obstante, aveces, la sacudida es tan violenta quelas capas se distancian entre sí hasta elpunto de no poder volver a juntarse.

—¿Has visto alguna vez las capas,Gorda?

—Claro. Vi morir a un hombre en lacalle. El Nagual me contó que tútambién habías dado con un hombre entrance de muerte, pero no le habías vistomorir. El Nagual me hizo ver las capasdel moribundo. Eran como las pieles deuna cebolla. Cuando los seres humanos

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se hallan en salud, semejan huevosluminosos, pero si están enfermoscomienzan a descascararse como unacebolla.

—El Nagual me dijo que tu segundaatención era tan poderosa que pugnabaconstantemente por salir. Él y Genarotenían que unir tus capas, pues de otromodo habrías muerto. Por eso estimabaque tu energía podía alcanzar parapermitir la aparición de tu nagual pordos veces. Quería decir con ello que teera posible conservar las capas en susitio por ti mismo en dosoportunidades. Lo hiciste más veces, yahora estás terminado. Ya no posees la

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energía necesaria para mantener unidastus capas en caso de otra sacudida. ElNagual me encargó cuidar de todos; encuanto a ti, debo ayudarte a apretar tuscapas. El Nagual decía que la muerte lassepara. Me explicó que el centro denuestra luminosidad, la atención delnagual, ejerce permanentemente unafuerza hacia fuera, y que esa es la causade que las capas se separen. De modoque a la muerte le resulta fácilintroducirse en ellas y separarlas porcompleto. Los brujos tienen que hacertodo lo posible para mantener unidas suspropias capas. Por eso el Nagual nosenseñó a soñar. El soñar une las capas.

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Cuando los brujos aprenden a soñarreúnen sus dos atenciones y ya no esnecesario que el centro empuje haciaafuera.

—¿Quieres decir que los brujos nomueren?

—En efecto. Los brujos no mueren.—¿Quieres decir que ninguno de

nosotros va a morir?—No me refiero a nosotros.

Nosotros no somos nada. Somosmonstruos; no estamos aquí ni allá. Merefiero a los brujos. El Nagual y Genaroson brujos. Sus dos atenciones están tanestrechamente unidas queprobable mente nunca morirán.

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—¿Dijo eso el Nagual, Gorda?—Sí. Tanto él como Genaro me lo

dijeron. No mucho antes de su partida,el Nagual nos explicó el poder de laatención. Hasta entonces, yo nunca habíaoído hablar del tonal y del nagual.

La Gorda relató cómo don Juan leshabía instruido acerca de esa crucialdicotomía tonal-nagual. Contó que undía el Nagual les había reunido a todospara llevarles a una larga caminatahacia un valle rocoso, desolado, entrelas montañas. Preparó un enorme ypesado bulto con toda clase de cosas;hasta puso en él la radio de Pablito. Selo dio a Josefina para que lo acarrease,

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colocó una pesada mesa sobre loshombros de Pablito y abrió la marcha.Les obligó a todos a turnarse en eltransporte del bulto y la mesa durante eltrayecto de casi cuarenta kilómetros,hasta aquel alto y desértico lugar. Alllegar, el Nagual ordenó a Pablitocolocar la mesa en el centro mismo delvalle. Luego pidió a Josefina quedistribuyera sobre ella el contenido delbulto. Cuando la mesa estuvo cubierta,les explicó la diferencia entre el tonal yel nagual, en los mismos términos en quelo había hecho conmigo en unrestaurante de Ciudad de México;empero, en su caso el ejemplo era

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in finitamente más gráfico.Les dijo que el tonal era el orden del

que somos conscientes en nuestromundo diario y también el ordenpersonal con el que cargamos ahombros durante toda nuestra vida, talcomo ellos lo habían hecho con la mesay el bulto. El tonal personal de cada unoera como la mesa en ese valle: unapequeña isla llena de las cosas que nosson familiares. El nagual, por su parte,era la fuente inexplicable que manteníael trozo de madera en su lugar y eracomo la inmensidad de aquel valledesierto.

Les hizo saber que los brujos

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estaban obligados a observar su tonaldesde cierta distancia, para captarmejor lo que en realidad les rodeaba.Les hizo andar hasta lo alto de unacresta desde la cual alcanzaban adominar toda la zona. Desde allí, lamesa resultaba apenas visible. Luego leshizo regresar hasta el lugar en que sehallaba la mesa e inclinarse sobre ellapara demostrarles que un hombrecorriente no posee la capacidad decaptación de un brujo porque se hallasituado directamente encima de sumesa, pendiente de todas las cosas quehay en ella.

Hizo que cada uno de ellos, uno por

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vez, se fijase superficialmente en lo quehabía sobre la mesa, y probó sumemoria quitando algo y ocultándolo,para ver si habían estado atentos.Todos salieron airosos de la prueba.Les indicó que su capacidad pararecordar con tanta facilidad las cosasallí expuestas se debía a que todoshabían desarrollado su atención deltonal o, en otros términos, su atención ala mesa.

A continuación, les pidió quepasaran la vista por aquello que habíabajo la mesa, y probó su memoriacambiando de lugar piedras, ramitas yotras cosas. Ninguno logró recordar lo

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que había visto.Entonces, el Nagual retiró de un

golpe todo lo que había sobre la mesa ehizo que todos, de uno en uno, seecharan sobre ella de través,sosteniéndose a la altura del estómago, yexaminaran cuidadosamente el suelo deabajo. Les explicó que para un brujo elnagual era precisamente la zona situadabajo la mesa. Puesto que era impensableasir la inmensidad del nagual,ejemplificada por aquel enorme yarrasado paraje, los brujos tomabancomo dominio para su acción el áreasituada inmediatamente debajo de laisla del tonal, lo cual se mostraba

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gráficamente por medio de lo que habíabajo la mesa. Ese nivel de atención sólose alcanzaba una vez que los guerreroshabían limpiado por completo lasuperficie de sus mesas. Él asegurabaque el hecho de alcanzar la segundaatención suponía reunir a ambas en unasola unidad, y esa unidad era latotalidad de uno mismo.

La Gorda aseguró que lademostración era tan clara que habíacomprendido de inmediato por qué elNagual le había hecho limpiar su propiavida, barrer su isla del tonal, según lohabía expresado él. Se sentía realmenteafortunada de haber atendido a todas las

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sugerencias que el le había hecho. Lefaltaba aún un largo camino por recorrerantes de unificar sus dos atenciones,pero su diligencia había resultado en unavida impecable, la cual, tal como él lehabía aseverado, constituía su únicaposibilidad de perder la forma humana.La pérdida de la forma humana era elrequisito esencial para la unifi cación delas dos atenciones.

—La atención bajo la mesa es laclave de todo lo que hacen los brujos —prosiguió—. Para acceder a esaatención el Nagual y Genaro nosenseñaron a soñar y a ti te enseñaron lorelativo a las plantas de poder. No sé de

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qué modo habrán procedido para queaprendieras a concentrar tu segundaatención mediante las plantas de poder,pero para que nosotros aprendiésemos asoñar, el Nagual nos enseñópreviamente a observar. Nunca nos hizosaber lo que en realidad estabahaciendo. Tan sólo nos educó paraobservar.

Nunca supimos que el observar erael camino para concentrar la segundaatención. Creíamos que se trataba deuna diversión. Pero no era así. Lossoñadores deben ser observadores si esque han de concentrar su segundaatención.

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—Lo primero que hizo el Nagual fueponer una hoja seca en el suelo y hacerque la mirara durante horas. Cada díatraía una hoja y la colocaba ante mí. Alprincipio, pensé que la hoja era siemprela misma, conservada día tras día, peroluego advertí que se trataba de hojasdistintas. El Nagual decía que cuando secomprende eso, ya no estamos mirando,sino observando.

—Más tarde, puso ante mí montonesde hojas secas. Me indicaba que lasremoviera con la mano izquierda y laspercibiera mientras las observaba. Unsoñador mueve las hojas en espiral, lasobserva y luego sueña los dibujos que

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forman. El Nagual decía que lossoñadores pueden considerarse maestrosen la observación de las hojas cuandosueñan primero los dibujos y terminanpor hallarlos, al siguiente día, en su pilade hojas secas.

—El Nagual aseguraba que laobservación de las hojas fortificaba lasegunda atención. Si observas una pilade hojas durante horas, como él solíaobligarme a hacer, los pensamientosllegan a silenciarse. Sin pensamientos,la atención del tonal mengua y,súbitamente, la segunda atención seprende a las hojas y las hojas pasan aser algo más. Él llamaba al momento en

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que la segunda atención se detiene enalgo «parar el mundo». Y eso es exacto:el mundo se detiene. Por ello, cuando seobserva, es necesario que haya alguiencerca. Nunca conocemos laspeculiaridades de nuestra segundaatención. Puesto que nunca la hemosempleado, debemos familiarizarnos conella antes de aventurarnos a observar asolas.

—La dificultad de la observaciónradica en aprender a silenciar lospensamientos. El Nagual preferíaenseñarnos a hacerlo con un manojo dehojas porque era fácil obtenerlassiempre que deseáramos observar. Pero

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cualquier otra cosa habría servidoigualmente.

—Una vez que logras parar elmundo, eres un observador. Y, dadoque para parar el mundo sólo cabeobservar, el Nagual nos hizo pasar añosy años contemplando hojas secas, se laamplía valiéndose del observar y elsoñar. Eso es atención.

—Combinaba la observación dehojas secas con la búsqueda en el soñarde las propias manos. Tardé cerca de unaño en hallarlas, y cuatro en parar elmundo. El Nagual decía que, una vezatrapada la segunda atención por mediode las hojas secas, se la amplía

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valiéndo se del observar y el soñar. Esoes todo al respecto.

—Lo presentas como algo muysencillo, Gorda.

—Todo lo que hacen los toltecas esmuy sencillo. El Nagual afirmaba que loúnico que se debía hacer para captar lasegunda acción era intentarlo una y otravez. Todos nosotros paramos el mundoobservando hojas secas. Tú y Eligiosiguieron un camino diferente. Tú lohiciste mediante plantas de poder, peroignoro el método que el Nagual empleócon Eligio. Nunca quiso decírmelo. Mehabló de ti porque tenemos una mismamisión.

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Le mencioné que había dejadoconstancia en mis notas de que sólounos días atrás había tenido por vezprimera plena conciencia de haberparado el mundo. Rió.

—Paraste el mundo antes quecualquiera de nosotros —dijo—. ¿Quécrees que hiciste al tomar todas aquellasplantas de poder? No lo hiciste medianteel observar, como nosotros; eso estodo.

—¿Lo único que te hizo observar elNagual fue la pila de hojas secas?

—Una vez que los soñadoresaprenden a para el mundo, puedenobservar otras cosas; finalmente,

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cuando pierden definitivamente laforma, pueden observarlo todo. Yo lohago. Puedo penetrar en todo. Noobstante, nos indicó un cierto orden aseguir en el observar.

—Primero observamos pequeñasplantas. El Nagual nos advirtió que eransumamente peligrosas. Su poder estáconcentrado; poseen una luminosidadmuy intensa y perciben la observaciónde los soñadores: en ese momentomodifican su luz y la disipan contra elobservador. Los soñadores debenescoger una especie vegetal determinadapara llevar a cabo su observación.

—A continuación, observamos

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árboles. También en este caso esnecesario elegir una especie. A esterespecto, tú y yo somos lo mismo:observadores de eucaliptus.

Ha de haber intuido la siguientepregunta por mi ex presión.

—El Nagual aseveraba que le eramuy fácil poner en funciones tu segundaatención mediante su humo —prosiguió—. En muchas ocasiones centraste tuatención sobre los cuervos, predilecciónsuya. Contó que en una ocasión, tusegunda atención se enfocó tanintensamente en uno de esos animalesque éste se vio obligado a volar, a sumanera, hacia el único eucaliptus del

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lugar.Durante años había meditado sobre

esa experiencia. No podía considerarlasino como un estado hipnóticoinconcebiblemente complejo, productode los hongos psicotrópicos queformaban parte de la mezcla de fumarde don Juan y de su pericia comomanipulador de conductas. Me habíainducido a una catarsis perceptual,convirtiéndome en cuervo y llevándomea sentir el mundo como cuervo. Comoresultado, percibí el mundo de un modoque no podía en manera alguna formarparte de mi inventario de pasadasexperiencias. De alguna forma, la

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explicación de la Gorda lo habíasignifi cado todo.

Siguió contando la Gorda que elNagual les había hecho observar mástarde a criaturas vivientes, enmo vimiento. Les indicó que los insectoseran, con mucho, los más adecuados. Sumovilidad los hacia inofensivos para elobservador, al contrario de las plantas,que obtenía su luz directamente de latierra.

El siguiente paso fue observar lasrocas. Me hizo saber que las rocas eranmuy antiguas y poderosas y poseían unaluz especial, más bien verdosa, distintade la blanca de los vegetales y de la

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amarillenta de los seres vivientes ymóviles. Las rocas no se abríanfácilmente a los observadores, peroéstos debían insistir, puesto que lasrocas abrigaban en su núcleo secretosespeciales, secretos que ayudaban a losbrujos a «soñar».

—¿Qué te revelan las rocas? —pregunté.

—Cuando observo el núcleo mismode una roca —dijo—, siempre percibouna vaharada del aroma que les espropio. Cuando vago en mi soñar, sédónde estoy merced a esos aromas.

Afirmó que la hora era un factorimportante en la observación de árboles

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y rocas. Al amanecer, tanto los unoscomo las otras estaban entumecidos y suluz era débil. Se los hallaba en su mejorforma alrededor del mediodía; laobservación realizada a esa hora servíapara apropiarse de su luz y su poder. Alanochecer se hallaban silenciosos ytristes, especialmente lo árboles. Segúnla Gorda, éstos dan la impresión, en esemomento, de observar a su vez alobservador.

Un segundo estadio en laobservación consistía en dirigir laatención a los fenómenos cíclicos: lalluvia y la niebla. Los observadorespueden dirigir su atención a la lluvia y

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moverse con ella, o concentrarla en elentorno y emplear la lluvia como lentede aumento, capaz de revelar rasgosocultos. Observando a través de ella sedescubren los lugares de poder yaquellos que deben ser evitados. Loslugares de poder son amarillentos y losque se tienen que eludir, intensamenteverdes.

La Gorda dijo que la niebla era, a nodudarlo, la cosa más misteriosa de latierra para un observador y que se lapodía emplear en los mismos dossentidos que la lluvia. Pero a lasmujeres no les era fácil acceder a lanie bla: aun después de haber perdido su

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forma humana, permanecía inasequiblepara ella. Contó que en una oportunidadel Nagual le había hecho ver una neblinaverde, situada sobre un banco de niebla,y le había dicho que se trataba de lasegunda atención de un observador deniebla que vivía en aquellas montañas yque se movía con el banco. Agregó laGorda que la niebla servía igualmentepara descubrir los fantasmas de lascosas que ya no estaban y que laverdadera proeza de los observadoresde niebla consistía en permitir que susegunda atención penetrara en todoaquello que su acti vidad les revelase.

Le comenté que una vez, estando con

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don Juan, había visto un puente quesurgía de un banco de niebla. Quedépasmado por la claridad y la precisiónde forma del puente. Me resultaba másque real. La imagen había sido tanintensa y vívida que no había podidoolvidarla. Don Juan me habíacomentado que algún día iba a tener queatravesar ese puente.

—Conozco la cuestión —dijo—. ElNagual me advirtió que cierto día,cuando hubieses alcanzado el dominiosobre tu segunda atención, cruzarías esepuente valiéndote de ella, del mismomodo que llegaste a volar como uncuervo. Dijo que si llegabas a ser brujo,

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un puente surgiría de la niebla para ti, ytu pasarías por él y desaparecerías deeste mundo para siempre. Tal como lohizo él.

—¿Desapareció así, cruzando unpuente?

—No a través de un puente. Pero túviste con tus propios ojos como él yGenaro atravesaban la grieta entre losmundos. Néstor dice que sólo Genaroagitaba la mano en señal de despedidala última vez que les viste; el Nagual nolo hacía porque estaba ocupadoabriendo la grieta. El me había señaladoque, cuando la segunda atención esllamada a reunirse, todo lo que hace

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falta es el simple movimiento de abriresa puerta. Ese es el secreto de lossoñadores toltecas que han perdido laforma.

Quería preguntarle acerca del pasode don Juan y don Genaro por aquellagrieta. Me hizo callar rozándome laboca con los dedos.

Dijo que otra etapa era la de laobservación de lo distante y de lasnubes. Ante ambas cosas, el esfuerzo delobservador se limitaba a remitir susegunda atención al lugar observado.Así, era posible recorrer grandesdistancias montado en una nube. Encaso de mirar una nube, el Nagual no

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permitía jamás observar el nacimientode los rayos. Les decía que debía perderla forma antes de intentar tal hazaña.Entonces podrán montar no solo en unachispa inicial, sino también en el propiorayo.

La Gorda se echó a reír y me pidióque tratase de imaginar quién podía sertan atrevido o estar tan loco como paraintentar realmente observar elnacimiento de los rayos. Aseveró queJosefina lo había probado todas lasveces posibles, en ausencia del Nagual,hasta el día en que un rayo casi le causóla muerte.

—Genaro era un brujo del rayo —

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continuó—. Sus dos primerosaprendices, Benigno y Néstor, fueronseñalados por el trueno, su amigo. Elaseguraba buscar plantas en una zonamuy remota, en la cual los indios formanun grupo muy cerrado y no gustan devisitantes de ninguna clase. Habíanpermitido a Genaro acceder a su tierradebido a que él hablaba su lengua. Seencontraba recogiendo plantas cuandoempezó a llover. Había por allí algunascasas, pero la gente era poco cordial yél no deseaba molestar. Estaba a puntode deslizarse, a gatas, en un agujerocuando vio acercarse a un hombre enbicicleta, aplastado por su carga. Era

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Benigno, el hombre del poblado, quetrataba con aquellos indios. La bicicletase clavó en el lodo y en ese precisomomento un rayo cayó sobre él. Genaropensó que le había matado. La gente dellugar había visto lo ocurrido y habíasalido. Benigno estaba más asustadoque lastimado, pero tanto su bicicletacomo su mercancía estabandestrozadas. Genaro pasó una semana asu lado y lo curó.

—Algo casi idéntico le sucedió aNéstor. Acostumbraba a comprarplantas medicinales a Genaro; cierto díale siguió hasta las montañas, para verdonde las recogía y no tener que pagar

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más por ellas. Genaro se adentró en lasmontañas, adrede, mucho más que decostumbre; su intención era que Néstorse extraviara. No llovía, pero habíarayos. Uno de ellos tomó tierra y corriópor ella como una serpiente. Pasó porentre las piernas de Néstor y fue a dar enuna piedra a diez metros.

—Según Genaro, había chamuscadolas piernas de Néstor. Los testículos sele hincharon y se puso muy enfermo.Genaro se vio obligado a cuidar de éldurante una semana allí mismo, en lasmontañas.

—Para cuando Benigno y Néstorestuvieron curados, se vieron también

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enganchados. Es necesario enganchar alos hombres. A las mujeres no. Lasmujeres entran libremente en todo. Enello radica su poder y su desventaja. Loshombres deben ser guiados y lasmuje res, contenidas».

Sofocó una risilla y dijo que eraindudable que había mucho demasculino en ella, puesto que necesitabaser guiada, y que yo debía tener muchode femenino, porque requería sercontenido.

La etapa final había sido la de laobservación del fuego, el humo y lasnubes. Me comunicó que para unobservador el fuego y el humo no eran

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luminosos, sino negros. Las sombras, encambio, eran brillantes y teníanmovimiento y color.

Había dos cosas más que semantenían separadas: la observación delagua y la de las estrellas. Laobservación de estrellas eraexclusividad de los brujos que habíanperdido su forma humana. Me contó quea ella le había ido muy bien en ello; noasí en la observación del agua;especialmente del agua fluyente, queservía a los brujos sin forma paraconcentrar su segunda atención yllevarla a cualquier parte a la quedesearan ir.

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—A todos nosotros nos aterroriza elagua —continuó—. Un río puedeatrapar tu segunda atención yllevársela, sin que sea posibledetenerla. El Nagual me habló de tushazañas como observador de agua. Perono me ocultó que una vez estuviste apunto de desintegrarte en el curso de unrío poco profundo y que ahora no puedessiquiera tomar un baño.

En varias oportunidades, don Juanme había hecho observar una acequiaque se encontraba detrás de su casa bajolos efectos de su mezcla de fumar. Habíaexperimentado sensacionesinconcebibles. Llegué a verme

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enteramente verde, como cubierto dealgas. Fue entonces cuando merecomendó evitar el agua.

—¿Perjudicó el agua a mi segundaatención? —pre gunté.

—En efecto —respondió ella—.Eres un individuo muy descuidado. ElNagual te advirtió que debías procedercon cautela, pero excediste tus propiaslimitaciones en la observación del aguafluyente. Él me contó que podías haberutilizado el agua como nadie, pero noera tu destino el ser moderado.

Acercó su asiento al mío.—Eso es todo, por lo que a la

observación respecta —dijo—. Pero

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debo comunicarte más cosas antes deque partas.

—¿De qué se trata, Gorda?—Primero, antes de que te diga nada

debes volver tu segunda atención hacialas hermanitas y yo.

—No creo que me sea posible.La Gorda se puso de pie y entró en

la casa. Volvió poco después, con unpequeño cojín redondo de la mismafibra natural que se utiliza para hacer lasredes. Sin una palabra, me condujohacia la galería de entrada. Me dijo queel cojín lo había hecho ella misma, paraestar cómoda mientras aprendía aobservar, puesto que la posición del

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cuerpo era de gran importancia paraello. Había que sentarse en el suelo,sobre un rimero de hojas secas o uncojín de fibras naturales. La espaldadebía apoyarse en un árbol, un tocón ouna piedra lisa. Era necesario estarcompletamente relajado. Los ojos no sefijaban jamás en el objeto, para evitarcansarlos. El observar consistía enexplorar muy lentamente, moviendo losojos en sentido opuesto al de las agujasdel reloj, pero sin variar la posición dela cabeza. Agregó que el Nagual leshabía hecho instalar allí aquellases tacas para apoyarse.

Me hizo sentar sobre el cojín y

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colocar la espalda contra uno de lostocones. Me advirtió que iba aorientarme en la observación de unlugar de poder que el Nagual habíahallado en las colinas erosionadas delotro lado del valle. Confiaba en que porese medio lograría la energía necesariapara cambiar la dirección de mise gunda atención.

Se sentó muy cerca de mí, a miizquierda, y comenzó a darmeinstrucciones. Casi en un susurro meordenó tener los párpados entornados ymirar el punto en que convergían dosgrandes colinas. Había allí una caí da deagua. Dijo que esta observación en

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particular constaba de cuatro accionesseparadas. La primera consistía enemplear el ala de mi sombrero comovisera para evitar el excesivoresplandor solar y permitir que llegase amis ojos tan sólo una pequeña cantidadde luz; luego, había que entrecerrar losojos, el tercer paso requería mantenerconstante el ángulo de apertura de losmismos con la finalidad de que el flujode luz fuese uniforme; el cuarto suponíadistinguir al fondo la caída de agua, através de la malla de fibras luminosasde las pestañas.

Al principio no me vi capaz deseguir sus instrucciones. El sol estaba

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alto y me veía forzado a ladear lacabeza. Incliné el sombrero hasta cubrircon el ala lo más violento de la luz. Esoparecía bastar. Tan pronto como entornélos ojos, un destello, que parecíaprovenir del ala, explotó, literalmente,sobre mis pestañas, que hacían lasveces de filtro, creando una telaraña alpaso de los rayos. Mantuve los párpadosentrecerrados y jugué con la imagenhasta que el trazado oscuro, vertical, delhilo del agua destacó con claridad delconjunto.

La Gorda me indicó entonces queobservase la parte media del declivehasta divisar una mancha de color

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castaño muy oscuro. Me hizo saber quese trataba de un agujero, inexistente,para el ojo que miraba, pero real paraaquel que «veía». Me advirtió sobre lanecesidad de controlarme a partir delmomento en que aislase la mancha paraque ésta no me atrajera. Me propusoque, llegado ese instante, se lo hiciesesaber con una presión de mis hombrossobre los suyos. Se deslizó hastaponerse en contacto conmigo.

Luché durante un momento porcoordinar y estabilizar los cuatromovimientos; de pronto, en el medio delsalto, surgió un punto oscuro. Advertísin tardanza que no lo veía en el sentido

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corriente del término. Se tratabafundamentalmente de una impresión, unadistorsión óptica. En cuanto mi controldisminuía, desaparecía. Entraba en micampo de percepción únicamente entanto conservaba bajo control los cuatroaspectos del esfuerzo. Recordé entoncesque don Juan me había inducidoinnumerables veces a realizar tareassimilares. Acostumbraba a colgar untrozo de tela de reducido tamaño en unarama baja de un arbusto, escogidoestratégicamente para que se hallase enlínea con formaciones geológicasespecíficas en las montañas que lesservían de fondo. El sentarme a

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aproximadamente metro y medio deaquella pieza de paño y contemplarla enrelación con las ramas de las cualespendía, solía suscitar en mí un efectoperceptual especial. El trapo, siemprealgo más oscuro que el accidentegeológico al cual dirigía la vista, dabala impresión de ser, en principio, undetalle del mismo. Todo consistía endejar que la percepción actuaralibremente, prescindiendo de todoanálisis. Todos mis intentos estabancondenados al fracaso porque yo eraincapaz de no llevar a cabo un juicio; mimente terminaba siempre por lanzarse aalguna especulación racional referida a

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la mecánica de mi percepción fantasma.Esta vez no sentí necesidad de

realizar especulación alguna. La Gordano me resultaba una figura imponentecon la cual necesitase inconscientementeenfrentarme, como en el caso de donJuan.

El punto oscuro en mi campo depercepción, pasó a ser casi negro. Merecliné sobre el hombro de la Gordapara hacérselo saber. Me susurró aloído que debía esforzarme por novariar la posición de mis párpados yrespirar con tranquilidad con elabdomen. No tenía que permitir que lamancha me atrajera, sino dejarme ir

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gradualmente hacia ella. Lo que debíaevitar era que el agujero creciese y deimproviso me engullera. Si tal cosasucedía, debía abrir los ojos deinmediato.

Comencé a respirar según susrecomendaciones; merced a ello, me eraposible mantener los ojosindefinidamente abiertos en la medidaadecuada.

Permanecí en esa posición durantebastante tiempo. Entonces reparé en quehabía vuelto a respirar como decostumbre sin que ello hubiese apartadomi percepción de la mancha oscura.Pero de repente la mancha comenzó a

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moverse, a latir y, antes de que me fueraposible retornar al ritmo respiratorioaconsejable, la oscuridad se cercó y meenvolvió. Me sentí al borde de la locuray abrí los ojos.

La Gorda dijo que como lo queestaba haciendo era observar adistancia, se hacía necesario querespirara de acuerdo con susinstrucciones. Me instó a comenzarlotodo nuevamente. Dijo que el Nagual leshacía sentar durante días enterosacorralando la segunda atenciónmediante la observación de aquel punto.Les había hablado repetidas vecesacerca del peligro de ser devorados, a

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causa de la sacudida que experimentabael cuerpo.

Me llevó casi una hora deobservación llegar a hacer lo que ellahabía indicado. Elevarse sobre lamancha marrón y observar su interiorimplicaba la iluminación por enteroimprevista del objeto de mi percepción.A medida que se hacía más claro, ibacomprendiendo que en mi interior teníalugar un imposible, a cargo de un algodesconocido. Sentía que avanzabarealmente hasta observado, por eso teníala impresión de que era más preciso.Llegué a encontrarme tan cerca de él queme era posible distinguir sus

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características, como, por ejemplo, lasrocas y la vegetación. La cercaníaalcanzó a ser tal que logré discernir unaformación peculiar sobre una piedra.Tenía el aspecto de una silla toscamentetallada. Me gustaba mucho; comparadascon ella, las rocas de alrededorresultaban insignificantes y sin brillo.

No se cuanto tiempo paséobservándola. Alcanzaba a precisartodos y cada uno de sus detalles.Comprendí que no debía intentaragotarlos, porque nunca lo conseguiría.Pero algo disipó mi atención; una nuevay desconocida imagen se superpuso a laanterior en la roca, y luego otra y otra

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más. Me irritaba la interferencia.En tonces, me di cuenta de que la Gorda,situada a mis espaldas, me hacía moverla cabeza de un lado hacia otro. Encuestión de segundos, toda miconcentración se ha bía desvanecido.

La Gorda se echó a reír y me dijoque comprendía por qué había causadoen el Nagual tanta preocupación. Habíavisto por si misma mi tendencia atrasponer los límites. Se sentó junto alpalo más próximo al mío y me comunicóque ella y las hermanitas iban a observarel lugar de poder del Nagual. Emitió unreclamo agudo. Al momento, lashermanitas salieron de la casa y se

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senta ron a observar junto a ella.Su maestría en la observación era

evidente. Sus cuerpos adquirieron unaextraña rigidez. No daban muestraalguna de estar respirando. Su quietudera tan contagiosa que me halléinesperadamente con los ojosentornados contemplando las colinas.

El observar había constituido unaverdadera revelación para mí. Alpracticarla había corroborado muchosaspectos importantes de las enseñanzasde don Juan. La Gorda había descrito latarea de un modo muy vago: «lanzarse»constituía más una orden que laexplicación de un proceso, y no

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obstante, no dejaba de ser esto últimoen tanto se hubiese satisfecho unrequisito previo, al que don Juanllamaba detención del diálogo interno.La gorda se había referido a ello aldecir «silenciar los pensamientos». Sibien me había guiado por el senderoopuesto, don Juan no había dejado deenseñármelo; en vez de adiestrarme paraconcentrar mi visual, como losobservadores, me preparó para abrirla,para anegar mi conciencia mediante elexpediente de no centrar la atención ennada singular. Mi obligación consistía,en cierto modo, en poner los ojos sobretodo aquello que fuera visible para mí

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en un radio de 180 grados, en tantodirigía la atención a un punto impreciso,inmediatamente por encima de la líneadel horizonte.

La observación me resultaba muydifícil, por cuanto suponía revertir esaeducación. Al tratar de concentrarme,tendí a dispersarme. No obstante, elesfuerzo que debía hacer para conteneresa tendencia me apartaba de mispensamientos. Una vez lograda esadesconexión de mi diálogo interno, erasencillo observar según laspres cripciones de la Gorda.

Don Juan se había cansado derepetir que la condición esencial de la

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brujería residía para él en lacapacidad para detener el diálogointerno. En términos correspondientes ala explicación provista por la Gorda,respecto de los dos dominios de laatención, la detención del diálogointerno era una forma de descripciónoperativa del acto de desconectar laatención del tonal.

También decía don Juan que cuandodetenemos el diálogo interno tambiénparamos el mundo. Esa era unadescripción operativa del inconcebibleproceso de concentración de nuestrasegunda atención. Aseveraba que hayuna parte de nosotros siempre cerrada

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bajo llave, porque le tememos; para larazón es algo así como un pariente locoal que mantenemos en un calabozo.Según palabras de la Gorda, eso eranuestra segunda atención. Cuandolográbamos finalmente concentrarla enalgo, el mundo se paraba. Puesto que,como hombres corrientes, sóloconocemos la atención del tonal, noparece exagerado afirmar que, una vezque la misma es suprimida, el mundoentero debe cesar su movimiento. Laconcentración de nuestra salvaje,ineducada, segunda atención, debe ser,por fuerza, terrorífica. Don Juan teníarazón al decir que el único modo de

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evitar que el pariente loco irrumpieracon violencia en nuestra vida, eraescudarse en el infinito diálogo interno.

La Gorda y las hermanitas sepusieron de pie tras unos treinta minutosde observación. La Gorda me indicócon la cabeza que las siguiera. Entraronen la cocina. La Gorda me señaló unbanco para que me sentara. Dijo que ibaal camino a buscar a los Genaros. Saliópor la puerta de delante.

Las hermanitas se sentaron a mialrededor. Lidia se ofreció pararesponder a todo lo que yo quisierapreguntar. Le pedí que me hablase de suobservación del lugar de poder de don

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Juan, pero no me comprendió.—Soy observadora de distancias y

de sombras —dijo—. Cuando llegué aserlo, el Nagual me hizo comenzar todootra vez; hube de observar las sombrasde hojas, plantas y árboles y rocas. Yono miró los objetos: sólo miro sussombras. Aunque no haya luz alguna, haysombras; hasta de noche hay sombras.Dado que soy observadora de sombras,lo soy de distancia. Puedo observarsombras, aún en la distancia.

—Las sombras del amanecer norebelan gran cosa. Las sombrasdescansan a esa hora. De modo que esinútil observar muy temprano.

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Alrededor de las seis, las sombrasdespiertan, y su mejor momento estácerca de las cinco de la tarde. En esemomento se hallan enteramentedespiertas.

—¿Qué te dicen las sombras?—Todo lo que desee saber. Me

dicen cosas ya sea por su temperatura,sus movimientos o sus colores. Noconozco, sin embargo, todos lossignificados del color y el calor. ElNagual dejó por mi cuenta elaprenderlo.

—¿Cómo aprendes?—En el soñar. Los soñadores deben

observar para soñar, y deben buscar

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sueños para observar. Por ejemplo, elNagual me hacía observar sombras derocas; luego, en mi soñar, descubríaque esas sombras poseían luz, de modoque, desde entonces, buscaba la luz enlas sombras hasta dar con ella. Observary soñar son cosas que están unidas. Mecostó un largo tiempo de observaciónde sombras el llevarlas a mi soñar. Yluego me costó un largo período desoñar y observar el conseguir queambas cosas se unieran, para verrealmente en las sombras lo que veía enmi soñar. ¿Entiendes? Todos hacemoslo mismo. El soñar de Rosa gira entorno a los árboles porque es una

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observadora de árboles y el de Josefinatiene que ver con nubes porque es unaobservadora de nubes. Observan árbolesy nubes hasta alcanzar con ello el nivelde su soñar.

Rosa y Josefina hicieron un gesto deasentimiento.

—¿Y la Gorda? —pregunté.—Es la observadora de pulgas —

dijo Rosa, y todas rieron.—A la Gorda no le gusta que le

piquen pulgas —explicó Lidia—. Notiene forma y puede observarlo todo,pero antes solía dedicarse a la lluvia.

—¿Y Pablito?—Observa el sexo de las mujeres —

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dijo Rosa con in diferencia.Soltaron una carcajada. Rosa me

palmeó la espalda.—Se me ocurre que, puesto que es tu

compañero, sigue tu ejemplo —dijo.Golpearon la mesa y movieron los

bancos al empujarlos con los pies enmedio de su risa.

—Pablito es observador de rocas —dijo Lidia—. Néstor atiende la lluvia y alas plantas y Benigno a la distancia.Pero no me preguntes más acerca de laobservación, porque perderé mi poder site cuento más.

—¿Y por qué la Gorda me lo dicetodo?

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—Ella ha perdido la forma —replicó Lidia—. Cuando yo la pierdaharé lo mismo. Pero para entonces no teinteresará escucharme. Te importa ahoraporque eres tan torpe como nosotras.Cuando pierdas tu forma dejarás deserlo.

—¿Por qué haces tantas preguntascuando sabes todo esto? —quiso saberRosa.

—Porque es como nosotras —dijoLidia—. No es un verdadero nagual.Aún es un hombre.

Se volvió hacia mí. Durante uninstante su rostro se mostró duro y susojos penetrantes y fríos, pero su

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expresión se hizo más dulce alhablarme.

—Pablito y tu son compañeros —dijo—. Le aprecias ¿no?

Lo pensé antes de responder. Le dijeque, de algún modo, confiaba en élimplícitamente. Por cierta razónignorada, sentía afinidad con el.

—Le estimas tanto que jugaste suciocon él —dijo en tono acusador—. Enaquella cima desde la cual saltaron, élestaba llegando a concentrar su segundaatención por sus propios medios; tú leobligastes a arrojarse contigo.

—Sólo le cogí por el brazo —protesté.

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—Un brujo no coge a otro brujo porel brazo —dijo. Todos somos capacesde valernos por nosotros mismos. Tú nonecesitas que ninguna de nosotras teayude. Sólo un brujo que ve y carece deforma puede auxiliar. En aquellamontaña, era de esperar que tu saltasesprimero. Ahora Pablito está ligado a ti.Imagino que te propones ayudarnos delmismo modo. ¡Dios mío! ¡Cuanto máspienso en ti más te desprecio!

Rosa y Josefina mascullaron unaspalabras diciendo estar de acuerdo.Rosa se puso de pie y me enfrentó conlos ojos llenos de ira. Exigía saber loque me proponía hacer con ellas. Le

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respondí que pensaba partir muy pronto.Esa afirmación pareció chocarles. Lastres hablaron a la vez. La voz de Lidiase imponía a las demás. Dijo que elmomento de partir había sido en lanoche anterior, y que mi decisión dequedarme había suscitado su odio.Josefina comenzó a aullar obscenidadesen mi contra.

Experimenté un súbito escalofrío.Me puse de pie y les dije que se callarancon una voz distinta a la mía. Memiraron horrorizadas. Traté de restarimportancia a la cuestión, pero me habíaasustado a mi mismo tanto como a ellas.

En ese instante se presentó la Gorda

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en la cocina, como si hubiese estadoescondida en la habitación de delante,aguardando a que iniciáramos una pelea.Manifestó que nos había advertidosobre el peligro que todos corríamos decaer los unos en las redes de los otros.Tuve que reír al ver el modo en que nosregañaba, como si fuésemos niños.Aseveró que nos debíamos mutuorespeto y que el respeto entre guerrerosera un asunto sumamente delicado. Lashermanitas sabían comportarse comoguerreros entre sí, al igual que losGenaros, pero en cuanto yo meinmiscuía en alguno de los grupos, o losdos grupos se reunían todos olvidaban

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su saber guerrero y se comportabancomo bestias.

Nos sentamos. La Gorda lo hizo a milado. Tras una pausa, Lidia expuso quetemía que hiciera con ellas lo que lehabía hecho a Pablito. La Gorda rióaseverando que nunca permitiría queayudase a nadie así. Le expuse que nocomprendía qué le había hecho a Pablitoque resultaba tan malo. En todo caso, lohabía hecho sin ser consciente de ello, yno me hubiese enterado de la acción ensí, de no habérmela hecho conocerNéstor.

Es más: me preguntaba si Néstor noexageraría un tanto y si no estaría

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equivocado.La Gorda afirmó que el Testigo

nunca cometería un error semejante, quemucho menos lo exageraría, y que era elmás perfecto guerrero de entre todosellos.

—Los brujos no se ayudan entre sícomo tu hiciste con Pablito —prosiguió—. Te comportaste como un hombrecorriente. El Nagual nos habíapreparado para ser guerreros. Decía queun guerrero no sentía compasión pornadie. Para él, sentir compasiónimplicaba desear que la otra personafuese como uno, estuviese en el lugar deuno y que esa es la razón por la que se

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da una mano. Eso hiciste con Pablito. Lomás difícil del mundo, para un guerrero,es dejar ser a los otros. Cuando yo eragorda me preocupaba porque Lidia yJosefina no comían lo suficiente. Teníamiedo de que enfermasen y muriesen porno comer. Hice lo imposible por queengordasen, y con el mejor de lospropósitos. La impecabilidad de unguerrero consiste en dejar de ser yapoyar a los demás en lo que realmenteson. Desde luego, eso implica confiar enque los otros son también guerrerosimpecables.

—¿Y si no son guerrerosimpecables?

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—Entonces tu deber es serimpecable y no decir palabra —replicó—. El Nagual sostenía que sólo un brujoque ve y ha perdido la forma puedepermitirse ayudar a otro. Es por eso queel nos ayudó e hizo de nosotros lo quesomos. No creerás que es posible andarpor la calle recogiendo gente paraauxiliarla, ¿verdad?

Ya don Juan me había enfrentadocon el dilema de no poder ayudar a missemejantes en modo alguno. En realidad,para él, todo esfuerzo de nuestra parteen ese sentido era un acto arbitrariodeterminado por nuestro propio interés.

Un día, estando juntos en la ciudad,

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alcé un caracol que se hallaba en mediode la calzada y lo llevé a lugar seguro,bajo unas parras. Estaba convencido deque, de dejarlo donde lo habíaencontrado, tarde o temprano alguien lohabría pisado. Pensaba que, al ponerlofuera de peligro, lo había salvado.

Don Juan señaló que mi suposiciónera muy superficial, puesto que no habíatomado en cuenta dos posibilidades. Unade ellas consiste en que el caracolquizás estaba huyendo de una muertesegura por envenenamiento de parra; laotra, en que el caracol poseyese elpoder personal suficiente paraatravesar la calzada. Mi intervención

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no sólo no lo había salvado, sino que lehabía hecho perder lo que hubieraganado muy penosamente.

Naturalmente, quise devolver elcaracol al lugar en que lo había hallado,pero no me lo permitió. Dijo que era eldestino del caracol el que un idiota secruzase en su sendero y le echase aperder lo mejor de su ímpetu. Si lodejaba donde lo había puesto, eraprobable que volviese a reunir el podernecesario para alcanzar su objetivo.

Creí entenderle. Era evidente que nohabía hecho sino aceptar su posición sinprofundizar. Lo que más me costaba eradejar ser a los otros.

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Conté la anécdota. La Gorda mepalmeó la espalda.

—Somos todos bastante malos —dijo—. Los cinco somos personashorrorosas, que se niegan a entender. Yome desembaracé de mi peor parte, peroaún no soy enteramente libre. Somosbastante lentos y en comparación conlos Genaros, pesimistas y tiránicos. LosGenaros, en cambio se parecen aGenaro: hay muy poco de perverso enellos.

Las hermanitas asintieron con ungesto.

—Tú eres el más feo de todosnosotros —me dijo Lidia—. No creo

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que seamos tan malas como tú.La Gorda sofocó una risilla y me dio

unas palmadas en la pierna, comopidiéndome que le diese la razón aLidia. Lo hice y todas rieron comoniñas.

Pasamos un rato en silencio.—Voy a comunicarte ahora lo único

que me queda por decirte —me informóla Gorda de repente.

Nos hizo poner de pie a todos. Dijoque me iban a mostrar el nivel de poderde los guerreros toltecas. Lidia secolocó a mi derecha, enfrentándome.Puso su mano sobre la mía, palma contrapalma, pero sin que entrecruzásemos los

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dedos. Luego me cogió el brazoderecho por sobre el codo con la manoizquierda y me apretó con fuerza contrasu pecho. Josefina hizo exactamente lomismo a mi izquierda. Rosa se puso caraa cara conmigo, pasó las manos pordebajo de mis axilas y se aferró a mishombros. La Gorda se acercó desdedetrás y me abrazó por la cintura,entrelazando los dedos sobre miombligo.

Todos teníamos aproximadamente lamisma estatura y les era posible apoyarsu cabeza contra la mía. La Gorda mehabló al oído, en voz baja, aunque lobastante fuerte como para que todos la

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oyesen. Dijo que íbamos a tratar deoponer nuestra segunda atención en ellugar de poder del Nagual, sin que nadani nadie nos estorba ra. Esa vez no habíaa mano maestros ni aliados que nosimpulsaran. Lo único que nos llevaba aello era nuestro deseo.

No pude vencer la irresistibleurgencia de preguntarle qué debíahacer. Me respondió que debía centrarmi segunda atención en aquello quehabía observado.

Me explicó que la formación en lacual nos hallábamos era una postura depoder tolteca. En aquel instante era yoel centro y la fuerza capaz de reunir los

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cuatro rincones del mundo. Lidia era elEste, el arma que los guerreros toltecasblandían con la mano derecha; Rosa erael Norte, el escudo sostenido pordelante del guerrero; Josefina era elOeste, el espíritu cazador del guerrero,sostenido por su mano izquierda; y laGorda era el Sur, el cesto que losguerreros llevan a la espalda y en la queguardan sus objetos de poder. Afirmóque la posición natural de todo guerreroera de cara al Norte, puesto que debíasujetar el arma, el Este, en la manoderecha. Pero la dirección a la quedebíamos orientarnos era el Sur, conuna ligera desviación hacia el Este: en

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consecuencia, el acto de poder que elNagual nos había encomendado eracambiar las direcciones.

Me recordó que una de las primerascosas que el Nagual nos había hecho atodos había sido reorientar nuestros ojoshacia el Sudeste. De ese modo, habíainducido a nuestra segunda atención arealizar la hazaña que íbamos a efectuarentonces. Había dos posibilidades. Unaconsistía en que todos girásemos haciael Sur, utilizándome como eje yalterando en el proceso los valores yfunciones básicos de cada uno. Lidiasería así el Oeste, Josefina el Este, Rosael Sur y ella el Norte. La otra alternativa

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implicaba cambiar nuestra dirección,enfrentando el Sur, pero sin girar. Esaera la alternativa de poder, que nosimponía la adquisición de nuestrosegundo rostro.

Dije a la Gorda que no entendía quéera nuestro segundo rostro. Merespondió que el Nagual le habíaconfiado la misión de reunir la segundaatención de todos los miembros delgrupo, y que todo guerrero tolteca teníados rostros y enfrentaba dos direccionesopuestas. El segundo rostro era lasegunda atención.

De pronto la Gorda me soltó. Lasdemás hicieron lo mismo. Ella se sentó y

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me instó a hacerlo a mi vez, a su lado.Las hermanitas permanecieron de pie.La Gorda me preguntó si lo tenía todoclaro. En efecto, lo tenía, aunque, encierto sentido, no era así. Antes de quehubiese tenido tiempo para formularuna pregunta, me espetó que una de lasúltimas cosas que el Nagual le habíaencargado decirme era que debíacambiar la dirección, sumando misegunda atención a la de ellas, y adquirirmi rostro de poder, para ver lo queocurría a mis espaldas.

Se puso de pie y me indicó que lasiguiera. Me llevó hasta la puerta de suhabitación. Me dio un ligero empujón

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para hacerme entrar. Una vez que hubecruzado el umbral, Lidia, Rosa, Josefinay ella se me unieron, en ese orden, y laGorda cerró la puerta.

El lugar estaba muy oscuro. Noparecía haber ventanas. La Gorda mecogió por el brazo y me hizo situar en loque supuse sería el centro del cuarto.Me rodearon. No alcanzaba a verlas;percibía su presencia tan sólo, en loscuatro lados.

Pasado un rato mis ojos seacostumbraron a la oscuridad. Pudeentonces comprobar que la habitacióncontaba con dos ventanas, que habíansido cubiertas con sendas tablas. La

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poca luz que se filtraba a través de ellasme permitía distinguir a todas. Luego, elgrupo se cogió de mí tal como lo habíahecho minutos antes: perfectamente alunísono, apoyaron sus cabezas contra lamía. Sentía sus cálidas respiraciones ami alrededor. Cerré los ojos parareconstruir la imagen que habíaobservado. No lo logré. Me hallabademasiado cansado y somnoliento. Losojos me ardían terriblemente. Deseabafrotármelos, pero Lidia y Josefina mesujetaban los brazos con firmeza.

Permanecimos en esa posicióndurante mucho tiempo. La fatiga meresultaba insoportable y terminé por

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desplomarme. Creí que mis rodillashabía cedido. Tenía la impresión de queiba a caer al piso y quedar dormido allímismo. Pero no había piso. En realidad,no había nada debajo de mí. Mi terror alcomprenderlo fue tal que desperté porcompleto en un instante; no obstante, unafuerza mayor que mi miedo me devolvióal sueño. Me abandoné. Flotaba conellas como un globo. Era como sihubiese quedado dormido y soñara y enel sueño viera una serie de imágenesdiscontinuas. Ya no nos encontrábamosen la oscuridad de la habitación. La luzme cegaba. En ocasiones alcanzaba aver el rostro de Rosa contra el mío; por

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el rabillo del ojo distinguía también elde Lidia y el de Josefina. Tenía la frenteapoyada contra mis orejas. Entonces laimagen cambiaba y tenía ante la vista lacara de la Gorda. Toda vez que elloocurría, apoyaba la boca en la mía y meechaba el aliento. No me gustaba en lomás mínimo. Una cierta fuerza trataba delibrarse en mí. Estaba aterrorizado.Traté de apartarlas. Cuanta más fuerzahacía para conseguirlo, más sólidamenteme aferraban. Me convencí de que laGorda me había engañado para guiarmepor fin a una trampa mortal. Pero, adiferencia de las otras, la Gorda habíasido una jugadora impecable. Esa idea

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me reconfortó. En cierto momento, dejéde luchar. El fenómeno de mi muerte,que consideraba inminente, suscitó miinterés y me dejé ir de mí mismo.Experimenté entonces una alegríainigualable, una exuberancia que, estabaseguro, era el heraldo de mi fin, si no demi muerte propiamente dicha. Meesforcé por acercar aún más a mí a Lidiay Josefina. En ese momento tenía a laGorda delante. No me importó queexpulsara su aliento en mi boca; enrealidad, me sorprendió que dejara dehacerlo entonces. En el instante en queello ocurrió, las demás dejaron deapretar su cabeza contra la mía.

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Comenzaron a mirar a su alrededor y alhacerlo me dejaron en libertad demover la cabeza. Lidia, la Gorda yJosefina estaban tan próximas a mí quesólo podía ver algo a través delespacio libre que quedaba entre susfrentes. No sabía dónde nosencontrábamos. Sólo estaba seguro deuna cosa: no nos hallábamos en el suelo.Nos hallábamos en el aire. Diigualmente por seguro que habíamosalterado el orden. Lidia estaba a miderecha y Josefina a mi izquierda. Aligual que la Gorda, tenía el rostrocubierto de sudor. Tan sólo percibía lapresencia de Rosa detrás de mí. Veía

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sus manos, que atenazaban mis hombros.La Gorda decía algo que yo no

alcanzaba a oír. Pronunciaba con granlentitud, como para darme tiempo a leersus labios, pero me distraían los detallesde su boca. En cierto instante me dicuenta de que las cuatro me movían, memecían deliberadamente. Ello me obligóa prestar atención a las palabrassilenciosas de la Gorda. Entonces leíclaramente sus labios. Me decía que mediera vuelta. Lo intenté, pero mi cabezaparecía haber sido fijada en suposición. Sentí que alguien me mordíalos labios. Miré a la Gorda. No memordía, sino que me contemplaba, en

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tanto me decía que volviera la cabeza. Amedida que hablaba, yo sentía que esealguien a la vez me lamía el rostro omordisqueaba mis labios y mejillas.

La cara de la Gorda presentaba unacierta distorsión. Se veía grande yamarillenta. Pensé que, puesto que todala escena estaba bañada por este color,su ros tro quizás lo reflejaba. Casi la oíaordenarme dar vuelta a la cabeza. Lamolestia que me ocasionaba elmordisqueo terminó por hacermesacudir la cabeza. Y de pronto la vozde la Gorda se hizo claramente audible.Estaba detrás de mí y gritaba para quedirigiese mi atención al entorno. Rosa

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era quien lamía mi cara. La aparté con lafrente. Lloraba y estaba bañada ensudor. Escuché a la Gorda. Me dijo quelas había agotado al darles batalla y queno sabía qué hacer para recuperar laatención original. Las hermanitasgimoteaban.

Pensaba con absoluta claridad. Misprocesos racionales, sin embargo, noeran deductivos. Comprendía las cosasrápida y directamente y no había dudasde ninguna especie en mi mente. Porejemplo, entendí de inmediato quedebía volver a dormir, y que eso no harácaer a plomo. Pero también supe quedebía permitir que ellas nos llevaran a

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su casa. Yo no era capaz de hacerlo. Sies que aún podía concentra mi segundaatención, tendría que dirigirme a unlugar de México Septentrional que donJuan me había asignado. Siempre habíavisto esa imagen con más claridad quela de ningún otro sitio del mundo. No meatreví a lanzarme a esa visión. Noignoraba que, de hacerlo, terminaríamosallí.

Estimé que debía decirle a la Gordalo que sabía, pero no podía hablar. Sinembargo, una parte de mí intuía que ellahabía comprendido. Me confié a suaccionar implícitamente y me dormí encuestión de segundos. En mi sueño veía

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la cocina de su casa. Pablito, Néstor yBenigno estaban allí. Se los veíaextraordinariamente grandes yresplandecían. No podía fijar mis ojosen ellos, debido a que nos separaba unahoja de plástico. Era como si lesestuviera mirando a través de unaventana mientras alguien arrojaba aguaen el cristal. Finalmente, el cristal sehizo pedazos y el agua me dio en la cara.

Pablito me estaba empapando con uncubo. Néstor y Benigno estaban de pie asu lado. La Gorda, las hermanitas y yoestábamos tendidos en el patio de laparte posterior de la casa. Los Genarosnos echaban agua.

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Me puse de pie de un salto. O elagua fría o la extravagante experienciapor la que acababa de pasar, mehabían estimulado. La Gorda y lashermanitas se pusieron unas prendas quelos Genaros debían haber tendido al sol.Mis ropas también se hallabancuidadosamente dispuestas en el suelo.Me vestí sin una palabra.Experimentaba la sensación peculiarque siempre parece seguir a laconcentración de la segunda atención; nopodía hablar, o, mejor dicho, podía perono quería. Tenía el estómago revuelto.La Gorda se dio cuenta y me condujocon gentileza al otro lado de la cerca.

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Estaba mareado. La Gorda y lashermanitas tenían los mismos síntomasque yo.

Regresé a la cocina y me lavé lacara. El agua fría pareció devolverme laconciencia. Pablito, Néstor y Benignoestaban sentados en torno a la mesa.Pablito había llevado su silla. Selevantó y me estrechó la mano. Luego,hicieron lo mismo Néstor y Benigno. LaGorda y las hermanitas se unieron anosotros.

Me encontraba mal. Me zumbabanlos oídos y estaba aturdido. Josefina selevantó, apoyándose en Rosa. Me volvípara preguntar a la Gorda qué debía

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hacer. Lidia, en el banco, se iba cayendode espaldas. La cogí, pero su peso fuemayor del que yo podía sostener y mederrumbe encima de ella.

Debo haberme desmayado. Despertéde pronto. Yacía sobre un colchón depaja en la habitación de delante. Lidia,Rosa y Josefina estaban profundamentedormidas, a mi lado. Hube de pasar porsobre ellas para levantarme. Las sacudí,pero no despertaron. Fui a la cocina. LaGorda se hallaba sentada a la mesa,junto a los Genaros.

—Bienvenido —dijo Pablito.Agregó que la Gorda había

despertado hacia poco. Yo sentía que

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volvía a ser el de antes. Tenía hambre.La Gorda me sirvió un tazón de comida.Dijo que ellos ya habían comido. Alterminar, me encontraba muy bien entodos los sentidos, salvo por no poderpensar del modo en que habitualmente lohacía. El ritmo de procesos mentaleshabía disminuido de manera notable. Nome gustaba este estado. Advertí entoncesque caía la tarde. Tuve una súbitanecesidad de ponerme a saltar, mirandoal sol, tal como me inducía a hacer donJuan. Me puse de pie y lo mismo hizo laGorda. Aparentemente, había tenido lamisma idea. El movimiento me hizosudar. No tardé en sentirme rendido y

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regresar a la mesa. La Gorda me siguió.Volvimos a sentarnos. Los Genaros nosobservaban. La Gorda me tendió milibreta de notas.

—Aquí, el Nagual nos dejó libradosa nosotros mis mos —dijo.

Cuando habló, tuvo lugar en mí unsingular estallido. Mis pensamientosregresaron como un torrente. Debía dehaber habido un cambio en miexpresión, porque Pablito me abrazó ylo mismo hicieron Néstor y Benigno.

—¡El Nagual va a vivir! —dijoPablito en voz muy alta.

La Gorda también parecíaencantada. Se seco la frente, en un gesto

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de alivio. Afirmó que había estado apunto de provocar la muerte de todos, yla mía propia, debido a mi terriblecomplacencia.

—Concentrar la segunda atención noes nada fácil —dijo Néstor.

—¿Qué nos sucedió, Gorda? —pregunté.

—Nos perdimos —dijo—. Tedejaste llevar por el miedo y nosperdimos en aquella inmensidad. Noconseguíamos concentrar nuevamentenuestra atención del tonal. Perologramos mezclar nuevamente nuestrasegunda atención con la tuya y ahoratienes dos rostros.

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Lidia, Rosa y Josefina llegaron a lacocina en ese momento. Sonreían, y selas veía tan frescas y vigorosas comosiempre. Se sirvieron algo de comer. Sesentaron y nadie pronunció palabramientras comían. En cuanto la últimahubo terminado, la Gorda continuó, apartir del punto en que había callado.

—Ahora eres un guerrero con dosrostros —prosiguió—. El Nagual decíaque todos debíamos poseer dos rostrospara encontrarnos cómodos en ambasatenciones. Él y Genaro nos ayudaron adar vuelta a nuestra segunda atención, ala vez que volvían; así podíamosenfrentar ambas direcciones. Pero no

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hicieron lo mismo contigo porque paraser un verdadero nagual debes ganartodo tu poder por ti mismo. Aún estásmuy lejos de ello, pero cabría decir queya no te arrastras sino que caminaserguido hacia tu objetivo; cuando hayasrecuperado tu plenitud y perdido laforma, volarás.

Benigno remedó con la mano elmovimiento de un avión en vuelo e imitóel rugido del motor con su atronadoravoz. El sonido era realmenteensordecedor.

Todos rieron. Las hermanitas seveían felices.

Hasta entonces no había sido

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consciente de que caía la tarde. Comentéa la Gorda que debíamos haberdormido bastantes horas, puesto quehabíamos entrado en su habitación antesdel mediodía. Me respondió que, por elcontrario, habíamos dormido muy poco:la mayor parte del tiempo la habíamospasado perdidos en el otro mundo y losGenaros se habían asustado yentristecido profundamente porque nopodían hacer nada para traernos deregreso.

Me volví hacia Néstor y le preguntéqué era lo que habían hecho o dicho ennuestra ausencia. Me observó unmomento antes de contestar.

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—Llevamos mucha agua al patio —dijo, señalando unos barriles depetróleo vacíos—. Entonces llegaronustedes y se la echamos encima; eso estodo.

—¿Salimos de la habitación? —lepregunté.

Benigno soltó una carcajada. Néstormiró a la Gorda como pidiéndolepermiso o consejo.

—¿Salimos de la habitación? —preguntó la Gorda.

—No —replicó Néstor.La Gorda parecía tan ansiosa por

saber como yo, lo cual me resultabaalarmante. Llegó a rogar melosamente a

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Néstor que hablara.—No vienen de ninguna parte —dijo

Néstor—. Y también debería decir quefue terrorífico. Eran como niebla.Pablito fue el primero en verlos. Sinduda, estuvieron en el patio durantebastante tiempo, pero no sabíamosdónde buscarlos. Entonces Pablito gritóy todos los vimos. Nunca habíamospresenciado nada semejante.

—¿Cuál era nuestro aspecto? —pregunté.

Los Genaros se miraron. Hubo unsilencio insoportablemente largo. Lashermanitas miraban a Néstor con la bocaabierta.

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—Eran como trozos de nieblaatrapados en una red —dijo Néstor—.Al echarles agua, volvieron a sersóli dos.

Yo deseaba que siguiera hablando,pero la Gorda aseveró que quedaba muypoco tiempo, por cuanto yo debía partiral fin del día y ella aún tenía cosas quedecirme. Los Genaros se pusieron depie y se despidieron de las hermanitas yde la Gorda con un apretón de manos.Me abrazaron y me hicieron saber quenecesitaban tan sólo unos pocos díaspara preparar su marcha. Pablito cargocon su silla a hombros, Josefina corrióhacia el fondo, cogió un paquete que

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habían traído de la casa de doñaSoledad y lo puso entre las patas de lasilla de Pablito, que así se convirtió enun ingenio adecuado para el acarreo.

—Puesto que vas para tu casa,puedes llevarte esto —dijo—. De todosmodos te pertenece.

Pablito se encogió de hombros yacomodó la silla para equilibrar bien lacarga.

Néstor propuso que Benigno llevaseel bulto, pero Pablito no se lo permitió.

—Está bien —dijo—. Bien puedohacer de burro, si ya estoy obligado asoportar esta condenada silla.

—¿Por qué la llevas, Pablito? —

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pregunté.—Tengo que conservar mi poder —

replicó—. No puedo sentarme encualquier parte. ¿Quién sabe que clasede imbécil se sienta en un lugar antesque uno?

Dejó escapar una risa aguda e hizomover el bulto al sacudir los hombros.

Una vez que los Genaros hubieronpartido, la Gorda me explicó quePablito había comenzado con la locurade la silla para fastidiar a Lidia. Noquería sentarse donde ella lo hubierahecho, pero se había entusiasmado y,dada su tendencia a darse gusto, habíadecidido no sentarte más que en su silla.

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—Es capaz de cargar con elladurante el resto de su vida —me dijo laGorda con gran certidumbre—. Es casitan malo como tú. Es tu compañero. Tucargarás siempre con tu libreta de notasy él con su silla ¿Qué diferencia hay?Ambos son más complacientes conustedes mismos que el resto de nosotros.

Las hermanitas se acercaron a mí yrieron, pal meándome la espalda.

—Es muy difícil penetrar en nuestrasegunda atención —prosiguió la Gorda—. Y es aún más difícil lograrlocuando se es cómo tú. El Nagual decíaque debías conocer mejor que losdemás esas dificultades. Mediante sus

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plantas de poder, aprendiste a internarteen ese otro mundo. Es por eso que hoynos llevaste al borde de la muerte.Nosotras deseábamos concentrar nuestrasegunda atención en el lugar del Nagual,y tú nos hundiste en algo desconocido.No estamos preparadas para ello, perotampoco lo estás tú. Tampoco puedesayudarte a ti mismo; las plantas de poderte hicieron así. El Nagual tenía razón;debemos ayudarte a contener tu segundaatención, y tu tienes que ayudarnos aliberar la nuestra. Tu segunda atenciónpuede ir muy lejos, pero está fuera decontrol; la nuestra tiene poco radio deacción, pero la tenemos absolutamente

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contro lada.La Gorda y las hermanitas, una a

una, me fueron expresando cuánhorrible había sido la experiencia deha llarse perdidas en el otro mundo.

—El Nagual me dijo —prosiguió laGorda— que cuando concentraba tusegunda atención con su humo, ladirigías a un mosquito. El mosquito seconvertía entonces en el guardián delotro mundo para ti.

Le confesé que era cierto. Como melo pidió, les narre la experiencia por laque don Juan me había hecho pasar. Conla ayuda de su mezcla para fumar, habíallegado a percibir un mosquito de unos

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treinta metros de altura, un monstruohorripilante que se movía a velocidadincreíble y con gran agilidad. La fealdadde aquella criatura era repugnante y, sinembargo, poseía una fantásticamagnificencia.

Tampoco había tenido modo deacomodar esa experiencia a miesquema racional de las cosas. Mi únicoapoyo intelectual radicaba en miprofunda certidumbre de que uno de losefectos de la mezcla psicotrópica era laalucinación relativa al tamaño delmosquito.

Dirigiéndome en particular a laGorda, les expuse mi explicación

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racional, causal, de lo que había tenidolugar. Rieron.

—Las alucinaciones no existen —dijo la Gorda con firmeza—. Si alguienve de pronto algo diferente, algo nuevo,es debido a que la segunda atención seha concentrado y la persona la hadirigido a un objeto en particular. Detodos modos, algo debe concentrar laatención de la persona: tal vez elalcohol, o la locura, o quizá la mezclade fumar del Nagual.

— Tu viste un mosquito y éste seconvirtió en el guardián del otro mundopara ti. ¿Y sabes qué es ese otro mundo?Es el mundo de nuestra segunda

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atención. El Nagual creía probable quetu segunda atención tuviese la fuerzanecesaria para superar al guardián yentrar a ese mundo. Pero no era así. Dehaberlo sido, habrías entrado en él parano retornar jamás. El Nagual me dijoque estaba preparado para seguirte. Peroel guardián te cerró el paso y estuvo apunto de matarte. El Nagual se vioobligado a dejar de emplear sus plantasde poder para concentrar tu segundaatención porque tú sólo la dirigías a losaspectos pavorosos de la realidad.Tuvo, en cambio, que hacerte soñar,para que la encontraras por otrosmedios. No obstante, estaba seguro de

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que también tu soñar sería horroroso.No había nada que hacer al respecto. Túseguías sus pasos y el poseía un ladohorrible, terrorífico.

Callaron. Era como si cada unohubiese sido atrapado por sus propiosrecuerdos.

La Gorda contó que el Nagual mehabía señalado en una ocasión uninsecto rojo muy especial, en lasmonta ñas de su tierra. Me preguntó si lorecordaba.

Lo recordaba. Años atrás don Juanme había llevado a una zonadesconocida para mi, en las montañas deMéxico Septentrional. Me hizo ver unos

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insectos redondos, del tamaño de unamariquita. El dorso era de un rojobrillante. Quise echarme al suelo paraexaminarlos, pero no me lo permitió.Me dijo que debía observarlos, sinmirarlos fijamente, hasta habermemorizado su forma, porque seesperaba de mí que los recordasesiempre. Explicó luego algunoscomplicados detalles de su conducta,dando a su discurso un cierto matizmetafórico. Me habló acerca de laarbitrariedad de valores que regíannuestras costumbres más arraigadas.Destacó algunos hábitos atribuidos aaquellos insectos y los comparó con los

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nuestros. A la luz de tal comparación,los fundamentos de nuestras creenciasse veían ridículos.

—Antes de que Genaro y élpartieran —continuó la Gorda—, elNagual me llevó al lugar de lasmontañas en que vivían esos animalitos.Ya había estado allí una vez, al igualque todos los demás. El Nagual seaseguró de que todos conociéramosaquellas pequeñas criaturas, si biennunca nos permitió observarlas.

—Allí me dijo lo que debía hacercontigo y lo que debía decirte. Ya te hecomunicado la mayor parte de aquelloque me encomendó, salvo una última

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cosa. Tiene que ver con aquello que hasestado preguntando a todo el mundo:¿Dónde están el Nagual y Genaro? Tediré exactamente donde se encuentran.El Nagual aseguraba que lo entenderíasmejor que cualquiera de nosotros.Ninguno de nosotros ha visto jamás alguardián. Ninguno de nosotros ha estadojamás en ese mundo amarillo azufre enque vive. Tú eres el único. El Nagualdijo haberte seguido en tu entrada a esemundo cuando enfocaste tu segundaatención sobre el guardián. Pretendía irallí contigo, tal vez para no regresar, sitú hubieses tenido la fuerza necesariapara pasar. Fue entonces cuando

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descubrió el mundo de aquellospequeños insectos rojos. Decía que erala cosa más hermosa y perfecta que sepudiera imaginar. De modo que cuandollegó para él y para Genaro la hora deabandonar este mundo, concentraron susegunda atención y la dirigieron a aquelmundo. Entonces el Nagual abrió lagrieta, como tu mismo viste, y entraronpor ella a ese mundo, donde aguardannuestra llegada, que tendrá lugar algúndía. El Nagual y Genaro amaban labelleza. Fueron allí por su exclusivoplacer.

Me miró. Yo no tenía nada quedecir. Ella había estado en lo cierto al

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afirmar que su revelación debíahacerse en el momento estrictamenteadecuado si se pretendía que surtiesealgún efecto. Sentía una angustiainexpresable. Era como un deseo dellorar, aunque no estaba triste nimelancólico. Ansiaba algo inefable,pero esa ansiedad no me pertenecía.Como muchos de los sentimientos ysensaciones que había tenido desde millegada, me era ajeno.

Vinieron a mi memoria lasaseveraciones de Néstor acerca deEligio. Conté a la Gorda lo que él habíadicho y ella me pidió que les narrara lasvisiones de mi trayecto entre el tonal y

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el nagual, inmediatamente posterior ami salto al abismo. Cuando terminé,todas parecían asustadas. La Gordaaisló de inmediato mi visión de lacúpula.

—El Nagual nos dijo que nuestrasegunda atención sería enfocada algúndía a esa cúpula —afirmó—. Ese díaseremos enteramente segunda atención,como lo son el Nagual y Genaro, y esedía nos reuniremos con ellos.

—¿Quieres decir, Gorda, que iremoscomo somos? —pregunté.

—Sí, iremos como somos. El cuerpoes la primera atención, la atención deltonal. Cuando se convierte en segunda

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atención, sencillamente entra al otromundo. Al saltar al abismo concentrastetemporalmente tu segunda intención.Pero Eligio era más fuerte y su segundaintención quedó fijada por el salto. Esofue lo que le ocurrió y era comonosotros. Pero es imposible decir dóndeestá. Ni siquiera el Nagual lo sabía.Pero si está en alguna parte es en esacúpula. O rebotando de visión en visión,tal vez para toda la eternidad.

La Gorda dijo que en mi trayectoentre el tonal y el nagual habíacorroborado a gran escala que latotalidad de nuestro ser se convierte ensegunda atención, y también cuando ella

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nos transportó un kilómetro para huir delos aliados. Agregó que el problema queel Nagual nos había dejado por resolver,a modo de desafío, consistía en siíbamos a ser o no capaces dedesarrollar nuestra voluntad, o el poderde nuestra segunda atención paraenfocarlo en forma indefinida sobrecualquier cosa que quisiéramos.

Permanecimos inmóviles durante unrato. Aparentemente, había llegado mihora de partir, pero no podía ponermeen marcha. El pensar en el destino deEligio me había paralizado. Ya fueseque hubiese podido llegar a la cúpulade nuestro encuentro, ya fuese que

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hubiera quedado atrapado en lotremendo, la imagen de su viaje eraenloquecedora. No me costaba ningúnesfuerzo concebirlo, puesto que contabacon mi propia ex periencia.

El otro mundo al cual don Juan sehabía referido prácticamente desde elmismo momento en que nos conocimos,había sido siempre una metáfora, unaforma oscura de designar ciertadistorsión perceptual, o, en el mejor delos casos, una manera de hablar acercade un estado indefinible del ser. Si biendon Juan me había hecho percibir rasgosindescriptibles del mundo, no me eraposible considerar míos experiencia

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como algo más que un juego sobre mipercepción, un espejismo dirigido dealguna especie, al cual se las habíaarreglado para someterme, bien pormedio de plantas psicotrópicas ovaliéndose de otros métodos que yo nolograba deducir racionalmente. Siemprehabía ocurrido esto. Siempre me habíaescudado en la idea de que la unidad del«yo» que conocía y que me era familiarhabía sido desplazada tan sólotemporalmente. Era inevitable, tanpronto como esa unidad fuerarecuperada, que el mundo volviera aconvertirse en el refugio de miinviolable ser racional. El campo de

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probabilidades que la Gorda habíaabierto con sus revelaciones eraescalofriante.

Se puso de pie y me hizo levantardel banco por la fuerza. Dijo que yodebía partir antes del crepúsculo. Meacompañaron al coche y nosdespedimos.

La Gorda me dio una última orden.A mi regreso debía ir directamente acasa de los Genaros.

—No queremos verte hasta quesepas qué hacer —dijo con una radiantesonrisa—. Pero no tardes demasiado.

Las hermanitas asintieron.—Estas montañas no nos van a

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permitir permanecer aquí por muchotiempo —agregó, señalando con un sutilmovimiento de la barbilla las ominosas,erosionadas colinas del otro lado delvalle.

Le hice una pregunta más. Queríasaber si ella tenía alguna idea del lugaral que irían el Nagual y Genaro una vezque se hubiese concretado nuestroencuentro. Levantó los ojos al cielo,alzó los brazos e hizo un movimientoindescriptible con ellos, dando aentender que no había límite paraaquella inmensidad.

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CARLOS CÉSAR SALVADORARANHA CASTANEDA (Cajamarca,Perú, 25 de diciembre de 1925 oJuqueri, Brasil, 25 de diciembre de1935 - Los Ángeles, 27 de abril de1998) fue un antropólogo y escritor,autor de una serie de libros quedescribirían su entrenamiento en un tipo

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particular de nahualismo tradicionalmesoamericano, al cual él se referíacomo una forma muy antigua y olvidada.

Sus 10 libros, publicados en 17idiomas, fueron grandes éxitos de ventasdentro y fuera de Estados Unidos, teníadecenas de millones de lectores en todoel mundo y una vez había sido portadade la revista Time con el calificativo de«líder del Renacimiento Americano».

Aunque el origen de los libros deCastaneda seguirá siendo siempre unmisterio, no puede negarse que el autortenía un conocimiento notable de losestados alterados de consciencia, de losefectos de las plantas visionarias y de

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formas de pensar de las culturasarcaicas del continente americano.Además, su habilidad con la pluma, losapuntes psicológicos de los personajesque desfilan por sus libros, la capacidadpara mantener en vilo al lector, y elacierto de contactar con los desvelos eintereses de una época, acabaron por daren el clavo y convertir su obra en unpunto de referencia.

Para acabar, mencionar que elpersonaje descrito por Castaneda no esun chamán en el sentido tradicional deltérmino —o sea, una persona que sededica a realizar sesiones en bien de lacomunidad, o para sanar—, sino que

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representa una «persona deconocimiento» que sigue su propiocamino personal para descubrir yentrenarse, empleando plantas u otrastécnicas, en su relación con el mundo,con su parte invisible y misteriosa.

Pero murió tan secretamente comohabía vivido. Era Carlos Castaneda,autor de la serie de libros sobre lasenseñanzas del mago indio Don Juan, yun mito de la espiritualidad en los años70.