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Episodio uno
De todas maneras, Eufrasio Benítez, partió el día acordado. No fue fácil desprenderse de
sus dos hijas, América y Portuguesa. La decisión había sido tomada a finales del año
anterior. Tal vez, por lo corajudo que era, y sigue siendo, Retuvo en la memoria la situación
que desencadenó la ruptura con Evarista Monsalve, su amante. Vivieron treinta y seis años
juntos. En una exuberancia de locura, de amor como fuego. Se habían conocido en ciudad
Ilíada. Desde muy pequeño, él. Y, muy pequeña, ella. Un barriecito (Talón Verde),
iridiscente. Tanto que, se habían acostumbrado a la radiantes benévola de su entorno.
Gentes que iban y venía. Casi como lugar de tránsito perpetuo para mujeres y hombres. En
esa niñez potente, todo se les daba. Simplemente, como si fuese herencia. De tiempo y
espacio. Las voces y las palabras, se fueron difuminando. Hasta tocar el fondo de lo que
quisiéramos ser. Yo, enfatizando sobre la teoría de la adultez, aun siendo muy niño. Por lo
tanto, la señora Evarista, fue definida por mí, como sujeta de absoluta entrega. En lo que
era su cuerpo, embriagador, excitante. Y lo que era su magia para percibir a los otros y a las
otras. Como moviola que iba editando los hechos y las acciones. Ella (Evarista) había
llegado con su familia, desde San Juan del Pomar, ciudad casi perdida en la memoria.
Como escenario de leguleyadas patriarcales. Y, en eso, su padre Benito Monsalve, se hizo
célebre. Decantaba todo. Como asumiendo un filtro necesario para poder interpretar y
dilucidar vidas. Una vigencia testaruda, por lo bajo. Lo suyo (de Benito Monsalve), se fue
esparciendo por todo el territorio. Como maldición propiciadora del ultraje habido y por
haber. Como notario intransigente, perdulario. Era él quien decidía todo. A partir de
jerigonza enhebrado a la historia de los que, él, consideraba epopéyicos varones.
Sacrificados en aras a la continuidad de los valores, como heredades ciertas. Fundamentales
para que la esferita siguiera girando.
Eufrasio fue, desde que teníamos diez años cumplidos, un idólatra, empecinado en medir
las cosas, a partir de la elongación de su mirada. Éramos niños al vuelo. Yendo por ahí,
Siguiendo sus mediciones. Desde saber interpretar la distancia entre los cuerpos. También,
la distancia entre hombres y mujeres. En un equívoco mandato que él transfería a los y las
demás, como mandatos absolutos. No toleraba las herejías. Las niñas, tenían que ser
tasadas y tratadas como diosas ígneas. En un revoltijo de pasiones, más allá de lo
inmediato. Figura ingrávida. Simplemente predispuestas para parir otros dioses que, a su
vez, eran clasificados como regentes y vigías.
Los juegos eran, para nosotros invenciones terrenas: en donde no cabían ni las vicisitudes,
ni los valores de plenitud lúdica, la danza incorpórea de las mujeres niñas. Él decidía por
todos y todas. Fue, en esas maniobras vergonzantes, como conoció a Evarista. Siempre la
incitaba a asumir retos relacionados con su visión de las cosas. Como, por ejemplo, a estar
con él, desnuda. En el parquecito del barrio. La obligaba a masajear su falo. Hasta que este
surtiera el líquido grisáceo. Luego la vestía como regenta del territorio de ella y él. Con
overol verde claro y una blusa transparente; de tal manera que todos los hombres en el
barrio la miraran. Con sus pechos erectos. Tensionando la tela hasta romperla. Y, la exhibía
por todas las calles. Como trofeo absoluto para su potente verga.
Cuando cumplimos (él y yo) quince años, ya era un avezado sujeto. Había preñado dos
veces a Evarista. Dos hijas volantonas. Nacidas, como hembras hechas. Portuguesa y
América. Fueron creciendo a ritmo de los haceres en el barriecito. Fueron acicaladas, desde
el comienzo, por mamá Evarista. Les hablaba de su padre, como potente varón iniciático,
dispuesto así por los dioses venidos de tiempo atrás. Cuando recién comenzó la humanidad,
su andar. De mi parte, y así se lo hice saber a él, fui haciendo historia propia. Ya había
conocido a Valeriano Armendáriz.
Eso fue como a mediados de junio de ese mismo año. Había llegado desde Calcuta. Un niño
indio, hermoso. De tez morena subyugante. Y, unos labios gruesos, convocantes. Su familia
llegó a la ciudad, en un itinerario. Como crucero de vacaciones indefinidas. Ocuparon la
casita de doña Benilda Cifuentes, en el barrio Mochuelo Alto. Llegué a él, casi de manera
fortuita. Como que fue cualquier sábado. Acompañaba a mi mamá Protocolina, en la visita
que hizo a doña Parentela del Bosque. Una mujer extremadamente bella. A sus cincuenta
años, era radiante en todo su cuerpo y sus palabras. Había llegado desde Barcelona, desde
muy pequeñita. De la mano de su papá Caisodiaris Salamanca. Su mamá, Libertaria
Hinojosa, había terminado unilateralmente, la relación con el papá de la niña. Vivieron casi
cincuenta años juntos. Padre e hija. Siempre serán recordados y recordadas, como
ejecutores de la pulsión de vida, asociada a dejar correr la historia, a lomo de sus cuerpos y
sus realizaciones. Papá Caisodiaris, implantó un estilo de vida en nexo con la euforia y la
lúdica perennes. Instituyó el Carnaval de Las Cosas Juntas. Todavía se celebra, aún en su
ausencia definitiva.
Lo vi jugando a la rayuela, con otro niño. Disfrutaban cada brinco sobre los espacios del
trazado. Reían todo el tiempo. Me acerqué. Me invitaron a jugar con ellos. Valeriano me
miraba siempre. Gozaba con mi falta de gracia y agilidad. Pero, al mismo tiempo, me
rozaba con su cuerpo. Se apretaba al mío. Tanto así, que sentía su falo erguido. Sentía ese
palpitar acechante. Después del juego, aprovechando que la mamá del otro niño lo llamó,
no sentamos en la banquita. Hablamos de cualquier cosa. Más, dejando volar la libido. En
imaginario solvente, crecido, diáfano. Arropó sus manos con las mías. Me besó en la boca.
Tan largo y tan sublime, que quedé prendido. Absorto. Con mi imaginación puesta en
cuerpos desnudos, abrazados.
La familia de Valeriano había llegado, en la inmediatez de tiempo. Como quiera que este
vuela sin itinerario. Por ahí, tratando de aterrizar en cualquier sitio. Lo cierto del caso es
que, doña Benilda llegó sola, con su niño de la mano. Empezó como trabajadora al servicio
de la familia Zaldúa, en el norte de la ciudad. En principio vivieron en casa de inquilinato,
hasta que pudo arrendar la casita, aprovechando que, el señor Zaldúa le otorgó un préstamo,
sin plazo preciso. Valeriano creció al lado de su mamá. Llegó a la escuelita dispuesto a
terminar su educación básica primaria.
Eufrasio supuso que yo estaba enamorado de Evarista. Y que, por eso, me había apartado
de él. A decir verdad, yo apreciaba mucho a la mujer de Eufrasio. Tanto así, que me juntaba
con ella, para leer algunos textos de psicología. Disfrutábamos mucho. Tratando de
dilucidar algunos aspectos del comportamiento de los humanos. Como volcándonos a una
impronta enhebrada con todos hilos posibles. Cuando leímos La Metamorfosis, de Franz
Kafka preparamos una disertación para compartirla con estudiantes que conocíamos.
Lo que a mí más me mortificó, decía Eufrasio, fue lo del domingo trece de febrero.
Estaban juntos. Mirándose. Como ese embeleso que nos cruza cuando estamos enamorados.
La fiestecita había sido convocada por la mamá y el papá de Dorance Enjundia. Un
jovencito , estudiante aventajado en matemáticas.. En La Institución Educativa “Pablo de
Almagro”. Celebraban los veintinco años de su relación afectiva. Bailaban con sus cuerpos
pegados. Abrazados. En un otorgarse propio de amantes libertarios. No tuve ninguna
reacción primaria. Más bien quise expresar mi rudeza. Simplemente me fui, por ahí. En una
caminata sin rumbo.
Evarista llegó muy tarde a la casa, ese día. Logró entrar a casa, gracias a la complicidad de
su hermano Galimatías. Papá y mamá estaban dormidos. Se bañó antes de acostarse. El
sudor de cuerpo, fundamentalmente en su vagina que no cesaba de verter ese líquido; que
se hace exquisita sensación, cuando se ha estado con alguien. Casi al borde del orgasmo.
Ahí, bailando con mi amigo Jején Martínez. De todas maneras, sentía cruzar el nervio de
los celos.
Volví al barrio en el cual vivía Valeriano con su mamá. Habían pasado dos meses, desde
nuestro primer encuentro. Todo me daba vueltas, alrededor. Sentía una pulsión absoluta. No
paraba de recordarlo. Aun bailando con Evarista. No sentía nada en mi cuerpo pegado al de
ella. Lo mío era algo así como estar en una subaste de convicciones. Yo ya sabía que lo
mío no tenía nada que ver con las mujeres.
Saludé a mi hombre. Y lo besé con absolutamente ternura. Estuvimos de pie largo rato. Me
invitó a su casa, aprovechando la ausencia de su mamá. Nos desvestimos. Él cogía mi
pene. Casi queriendo arrancarlo con su boca. Dormimos tanto, que no sentimos a su mamá,
cuando avió la puerta. Llegó tan cansada, que se acostó en su cama y quedó dormida.
Parentela había estudiado hasta el cuarto semestre del pregrado en derecho, en la
universidad Ponticia Sn Marcos. Se retiró, fundamentalmente, porque debía trabajar para
aportar recursos en su familia.; ya que don Caisodiaris le daba mucha dificultad trabajar.
Tuvo dos amantes, Adrenalino Grisales y Epaminondas Arbeláez. Vivió con mucha pasión
su vida como amante. Cada rato recuerda a quien más amó, Adrenalino. Un joven arriero
en la única vereda que tenía el municipio de Tatacoa. Se conocieron, estando ella en el
almacén de insumos para ganadería. Un día en el cual le correspondió realizar una visita a
la sucursal de la empresa para la cual trabajaba. Adrenalino, miraba algunos de los
elementos que necesitaba para su trabajo. Iba a la cabecera municipal, cada quince días. El
otro tiempo lo consumía viajando con sus mulas.
En principio, miradas interminables. Ella decidió hablarle. Le contó (Adrenalino) muchos
pasajes de su vida. Había nacido en Puerto Cachetes, municipio situado a un mil
trescientos kilómetros de la capital. Estudió hasta terminar su formación primaria básica. A
partir de ahí, empezó su peregrinar por todo el país. Hasta que llegó aquí. Veintinueve años.
Y nunca ha tenido novia. Quedaron en verse en el hotelito en que se hospedaba Parentela.
Una despedida más bien triste. Habían pasado la noche juntos. Todavía sentía (ella), cierto
dolor en su sexo. La potencia del chico, la había colocado en condición de aguantar. Y
sentir ese músculo en erección todo el tiempo. Parentela abordó el camioncito que prestaba
servicio entre el municipio y la capital.
Sintió que estaba preñada, desde la primera hora, después que Adrenalino, vació toda su
potencia, en ella. Tal parece que la abundancia del líquido grisáceo, la inundó. Y Así no
hay anticonceptivo que valga. Parece que ese fluido hermoso buscó en donde quedarse.
Cuando Adrenalino lo supo, hizo un aspaviento. Volcando en el su felicidad. A los tres
meses, el feto fue expulsado hacia afuera. Un aborto no provocado. Adrenalino estuvo largo
tiempo abstraído. Las palabras volaron. No atinaba a nada más. Cierto día, mientras
Parentela atendía a varios clientes en el almacén de insumos agrícolas, su amiga Herculea
Romero, llegó acezante. Le comunicó que Adrenalino había muerto tres días atrás.
Simplemente se desbarrancaron; cuando él llevaba un viaje café. Hercúlea lo supo, a través
de una llamada que recibió de don Jeremía Ibarbo,, alcalde del municipio la Tatacoa.
Encontraron, en el bolsillo de la camisa, que llevaba puesta Adrenalino. Unos apuntes
sublimes que hacía casi a diario; y el número telefónico de ella (Hercúlea), ya que en la
casa de Parentela no tenían teléfono.
Sintió que se desmoronaba. Lloró toda la tarde, hasta que don Casimiro, el dueño del
almacén. Le concedió permiso para retirarse más temprano. Ya en casa, Parentela, empezó
a delirar. Su padre no pudo hacer mucho. Ya que, como el mismo lo decía, una frustración
amorosa es la peor enfermedad terminal que existe.
Valeriano crecía, raudo, de cuerpo. Y de pasión. No siguió estudiando. Solo estaba pleno y
satisfecho cuando estábamos juntos. Y eso era posible cada mes. Todo por cuenta de mi
oficio de tornero en el taller de propiedad de don Humberto Sinisterra. Además estaban las
lecturas con Evarista. Asunto que, por ningún motivo podía ni quería dejar. Doña Benilda,
se sentía muy preocupada con esa relación. No era una actitud moralista. Simplemente
viendo pasar el tiempo. Y con el las manifestaciones, cada vez más evidentes en el cuerpo
de Valeriano. Hemorragias sucesivas, cada vez más abundantes. Sentía que su hijo se le iba,
Por eso habló con Jején. Le expuso, de una lo que ella pensaba. Le sugirió que dejara de
verse, de manera tan frecuente, con su niño.
Yo empecé a sangrar, también. Una inmensidad de sangre, cada día. Sin que mamá lo
supiera, estuve varias veces donde el doctor Clemenito Borrasca. Un amigo de la familia.
Me juró mantener en reserva lo mío. Me examinó largo rato. Tenía una hendidura
pronunciada en mi ano. Además, mi pene, estaba enrojeciendo cada día más. Lo único que
recetó, coincidía con la opción asumida por la madre de mi Valeriano.
Tanto tiempo que ha pasado, desde que vi a Valeriano por última vez. De esos sueños
tormentosos en los cuales veía el cuerpo de mi amor. Al lado de empalizadas, en todos los
caminos. Nos amábamos en el parquecito que vio nacer nuestro idilio. Volábamos hacia el
infinito cuerpo planetario. Desventurada era mi vida, a partir de la obligada soledad. Lo
sentía. Escuchaba palmitar todo lo que él era. Como sujeto pristino, absoluto.
Entretanto, Eufrasio, seguía con su cantaleta viciada. A sus hijas las forzaba a estudiar
ingeniería hídrica. Para ellas, su rol de estudiantes, pasaba por las humanidades.
Portuguesa se sentía atraída por la antropología. América expresó su empatía con la
filosofía. Lo cierto es que, ninguna de las dos, se sentía a gusto con los pregrados en los
cuales fueron matriculadas.