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Epistemología de las ciencias humanas. (Garikoitz Gamarra)

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Page 1: Epistemología de las ciencias humanas. (Garikoitz Gamarra)

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Garikoitz Gamarra Quintanilla1

Epistemología de las ciencias sociales El lugar de las humanidades en el conocimiento

Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo

vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica

tira a reducirlo todo a entidades y a géneros, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo

contenido en cualquier lugar, tiempo o relación en que se nos ocurra. Y no hay nada que sea lo mismo en

los momentos sucesivos de su ser. Mi idea de Dios es distinta cada vez que la concibo. La identidad, que

es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere

cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla. Para analizar un cuerpo hay que menguarlo o

destruirlo. Para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio

de ideas muertas, aunque de ellas salga vida. También los gusanos se alimentan de cadáveres. Mis propios

pensamientos, tumultuosos y agitados en los senos de mi mente, desgajados de su raíz cordial, vertidos a

este papel y fijados en él en formas inalterables, son ya cadáveres de pensamientos. ¿Cómo, pues, va a

abrirse la razón a la revelación de la vida? Es un trágico combate, es el fondo de la tragedia, el combate

de la vida con la razón. ¿Y la verdad? ¿Se vive o se comprende?

Miguel de Unamuno

La naturaleza se explica, la vida del alma se comprende.

Wilhelm Dilthey

A la hora de formar a futuros maestros en la materia de Conocimiento del medio

natural, social y cultural es necesaria una buena fundamentación epistemológica. El

maestro debe conocer qué es la ciencia y por qué es necesario un estudio especializado,

al menos, de ciencias naturales por un lado y sociales, por el otro. El modelo de ciencia

por excelencia, que maneja la mayor parte de la sociedad, se identifica con el de las

1 Es doctor en filosofía por la Universidad de Deusto, profesor de secundaria y profesor asociado la UNIR.

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ciencias naturales, también llamadas a veces ciencias puras, incluso exactas (aunque, en

verdad, exactas sólo son las formales, la lógica y las matemáticas, aquellas que tratan de

los entes ideales y no de la realidad empírica). El imaginario popular conecta la palabra

“ciencia” con batas blancas y laboratorios, experimentos minuciosamente preparados,

máquinas de medición exactas, aparatos de observación sofisticadísimos, aceleradores

de partículas, telescopios espaciales. La ciencia, además, es para la mayor parte de las

personas un saber demostrativo, autorizado, objetivo, construido sobre números, sobre

cálculos: la ciencia no interpreta, la ciencia constata, describe hechos. Y lo que dice la

ciencia va a misa.

Si la ciencia es esto, ¿dónde quedan las ciencias sociales? ¿Dónde metemos a la

historia, la geografía? Y más aun ¿la sociología, la antropología, las ciencias políticas?

¿Son en verdad ciencias? ¿Qué sentido tiene incluir ciencias que parecen mucho más

prácticas y exactas, como las económicas y jurídicas en este mismo saco? ¿Qué

hacemos con otras que no son naturales y que tampoco parecen exactamente sociales,

como la psicología o la lingüística? ¿La pedagogía es también una ciencia social?

Hablar de “sistema de las ciencias” en pleno siglo XXI suena a jerga trasnochada

pero, si queremos traer un poco de luz a esta cuestión, no nos queda otra opción que

arriesgarnos a mostrar una imagen un tanto esquemática, casi caricaturesca de las

ciencias. Con la finalidad de establecer un criterio clasificatorio claro y útil vamos a

desarrollar en estas líneas una posible y actual definición de qué es la ciencia y qué son

las ciencias sociales, reconociendo desde el principio que la ciencia es algo mucho más

complejo, que sólo podemos hablar, en realidad de ciencias en plural, que sólo se

comprenden y explican en última instancia en su labor específica y en su momento

histórico concreto y no como un gran sistema universal, que sobrevuela la historia y las

sociedades.

Tampoco negaremos, desde el comienzo, que nuestra postura es abiertamente

crítica con el Positivismo y con todo intento de reducir la metodología científica al que,

impropiamente, se ha dado en llamar método científico –método parcial y pobre cuando

tratamos de abarcar el conocimiento en toda su complejidad, como trataremos de

mostrar–. Más que de ciencias sociales, preferimos hablar de ciencias humanas, porque

esta clasificación establece un criterio mucho más nítido, indicando desde el principio la

especificidad de nuestras ciencias, nuestro objeto propio de estudio: el ser humano. Las

ciencias humanas se definen por estudiar lo humano en tanto que humano, es decir,

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al ser humano en tanto que actúa y produce guiado por las leyes que se da a sí mismo

(Nomos), sea responsable o irresponsablemente, sea consciente o inconscientemente. No

estudiaremos, por tanto, ni las leyes naturales ni el ser humano en tanto que sujeto a las

leyes naturales (Physis), como hacen, por ejemplo, la ciencia natural de la medicina, la

socio-biología o la ciencia de la conducta. Las ciencias humanas estudian al hombre

individualmente (psicología) pero también colectivamente (antropología); en sus

comportamientos (psicología, sociología, geografía humana, pedagogía) pero también

en sus producciones (derecho, economía, historia del arte), lo estudia sincrónicamente

(antropología) pero también diacrónicamente (historia); lo estudia en sus producciones

conscientes pero también en las inconscientes, en su exterioridad pero también en sus

ideas y concepciones.

El maestro debe comprender que las ciencias humanas no son ciencias

imperfectas, ciencias inexactas, que no son ciencias menos objetivas y menos

explicativas que la física o la matemática, sino un saber incuestionable, de una urgencia

incluso mayor que ninguna otra. Cuando ponemos las ciencias humanas en un plano

secundario, como unas ciencias de segundo orden, estamos haciendo de lo humano un

residuo. Desconocer nuestro imperativo de “conocernos a nosotros mismos”, aquel

principio délfico que impulsaba la filosofía de Sócrates y reeditó Kant con su “Sapere

Aude” (“atrévete a pensar”), es convertir nuestros medios en fines y nuestros fines en

medios, hacer de nuestras herramientas nuestros señores y a nosotros mismos en

esclavos de la tecnología. El docente debe conocer el objetivo de las ciencias que

fundamentan sus materias para comprender el objetivo de su enseñanza.

1. Gnoseología y epistemología clásicas: del realismo al silencio

místico

La gnoseología es aquella parte de la filosofía que investiga los fundamentos del

conocimiento. Se hace preguntas del tipo: ¿es posible el conocimiento? ¿Qué tipo de

conocimiento es posible? ¿Cómo podemos alcanzar un conocimiento fiable? Etc. La

epistemología, que a veces se confunde con lo anterior, es una parte más concreta de la

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gnoseología, aquella que se pregunta ¿qué es la ciencia? ¿Cómo puedo llegar a un

conocimiento científico? ¿Qué puede llegar a conocer la ciencia?

Platón llamaba Episteme al conocimiento universal y necesario, válido siempre y

en todo lugar, demostrativo. Podemos traducir Episteme como “ciencia” y Platón la

diferenciaba de la Doxa, de la mera opinión, del conocimiento singular y contingente,

válido ahora y en este lugar, no demostrativo, sólo justificado por su utilidad, no en sí

mismo. El buen panadero sabe cómo hacer buen pan, pero no tiene un conocimiento

demostrativo de su arte; científico, por el contrario, será quien conozca el por qué antes

que el cómo.

A pesar de todo esto, el aristocrático pensamiento de Platón no estaba exiliado ni

de la práctica ni de las cuestiones humanas. Todo lo contrario. La auténtica vocación de

su filosofía era la revolución política que estableciera un reino de justicia

inquebrantable. Extrajo su modelo de verdad científica de las matemáticas, pues sólo

sus teoremas demuestran con una validez absoluta, pero su sueño era lograr para los

asuntos humanos, para las cuestiones éticas y políticas, una ciencia tan demostrativa

como la matemática, una ciencia política deductiva a partir de principios evidentes para

cualquier ser humano.

De cualquier modo, la gnoseología clásica no fue establecida por Platón, sino

por su discípulo Aristóteles. Realista frente al idealismo de su maestro y políticamente

moderado, frente al infructuoso radicalismo de Platón, Aristóteles concebía la verdad

como adecuación entre la mente y la realidad. Esta teoría, tan sencilla como influyente,

ha lastrado gran parte de la teoría del conocimiento posterior. Describe el conocimiento

como la relación entre un sujeto y un objeto ontológicamente (absolutamente)

diferenciados, en la cual el primero es la parte activa, mientras que el objeto es

puramente pasivo, apenas se resiste a mostrarse tal y como es. Por otro lado, la

gnoseología realista entiende, además, como condición que hace posible el

conocimiento científico, que los distintos sujetos cognoscentes compartimos un

instrumento, el lenguaje, que nos permite transmitir de modo adecuado, objetiva, la

forma del objeto conocido. Todo esto, finalmente, partiendo de un supuesto básico: que

tanto sujeto como objeto y lenguaje comparten una estructura común que hace que la

forma de la realidad sea conocible y transmisible, a esta estructura común la llamaremos

razón.

El conocimiento científico quedaba definido como un conocimiento

demostrativo, universal y necesario, para todo sujeto, no importa su condición ni

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lugar, no importa su tiempo. Según la gnoseología clásica estas son las condiciones que

nos permiten alcanzar un conocimiento que es fiel reflejo de la realidad, de este modo,

para Aristóteles, el conocimiento era algo así como un “espejo de la naturaleza”. Siglos

después, a pesar de las vueltas que daría la Modernidad a la “subjetividad”, Galileo

Galilei seguía sosteniendo un dogma semejante “Dios ha escrito el libro de la naturaleza

con caracteres matemáticos”; el mismo Einstein, en pleno siglo XX, actualizaba esta

idea con su famoso “Dios no juega a los dados”. Por tanto, la ciencia moderna parece

conservar aquella gnoseología clásica realista, sólo que donde ponía “razón” ha escrito

“matemáticas”. Si presuponemos que la realidad está estructura matemáticamente, es

necesario creer que la ciencia empírica, siempre y cuando se exprese en lenguaje

matemático, podrá conocer la realidad en sí, lo cual es lo mismo que decir que la

realidad verdadera se reduce a lo matematizable.

¿Qué ocurre entonces con todo aquello que queda fuera del alcance de las

matemáticas? ¿Qué ocurre con las emociones, con los principios morales, con los

sentimientos, con la belleza, con la pasión? ¿Qué ocurre con el yo, con todo lo que tiene

que ver con el ser humano y que, por principio, nos negamos a reducir al simple

número? ¿Qué hacemos con nuestra libertad, dónde queda en un mundo escrito con

caracteres matemáticos? Éste ha sido el gran problema de la filosofía moderna pero, a

finales del siglo XVIII, Kant parecía llegar a una solución satisfactoria que salvaba la

fiabilidad del conocimiento científico y a la vez que dejaba a buen recaudo nuestra

libertad: había nacido el Humanismo.

Según Kant, de un lado quedaba el “reino de la necesidad”, todo aquello que la

razón humana, a través del método científico desarrollado por Newton, descubre

sometido a las leyes de la naturaleza. Gracias a este conocimiento podemos predecir y,

por tanto, dominar la naturaleza a nuestro antojo. Sin embargo, a diferencia de lo que

había creído toda la filosofía racionalista anterior –es decir, prácticamente toda la

filosofía excepto los empiristas anglosajones–, éste no es un conocimiento de la

realidad en sí (Noúmeno). La realidad en sí no es accesible, se nos escapa y se nos

escapará. No sabemos, por mucho que lo afirmase Galileo, si la estructura de la realidad

es matemática o no, sólo sabemos que, utilizando las matemáticas y los experimentos

descubrimos leyes que se cumplen. Entonces ¿qué valor tiene el conocimiento

científico? La ciencia se justifica, sencillamente, por su aplicación práctica para la

mejora de la vida de los hombres.

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Del otro lado queda, justamente, el ser humano: el “reino de la libertad”, el

libre albedrío que la ciencia no puede explicar ni conocer. El obrar humano depende de

la libre determinación de la voluntad y sólo se conoce, en cierto modo, mediante el

efectivo ejercicio de la moralidad, esto es, actuando. La libertad es, a la vez, algo que la

ciencia no puede admitir pero de cuyo supuesto no podemos prescindir nosotros, los

seres humanos concretos de carne y hueso que vivimos nuestras vidas concretas. Pues,

si no soy libre, ¿por qué seguir escribiendo estas líneas? ¿Por qué esforzarme si todo

está férreamente determinado por las estrictas leyes de la naturaleza? Ante la alternativa

de decidir qué es más auténtico y real, si nuestra libertad o el cosmos, tal y como lo

conoce la física, Kant lo tiene claro: el hombre más humilde e ignorante, cuando actúa

guiado de buena fe, es tan libre y tan digno como el mayor científico de la tierra.

Parece que hemos salvado al ser humano, parece que con Kant se abre una senda

para las ciencias humanas: todo lo contrario. Esa realidad que somos no la conocemos,

no es objeto de nuestro conocimiento, sino que, simplemente, la practicamos, en nuestra

bondad cotidiana. El misterio de la vida se resuelve en esto, en tratar de ser, en el buen

sentido de la palabra, buenos. Kant respondería la pregunta que nos hacía Unamuno al

comienzo de este artículo diciendo que, efectivamente, el hombre no comprende su

verdad sino que, simplemente, vive su libertad. Definitivamente, el “conócete a ti

mismo” de Sócrates queda aparcado o quizás transformado en un “practícate a ti

mismo”. Más de un siglo después Wittgenstein2, uno de los filósofos más influyentes

aun en la actualidad, actualizaba las tesis de Kant con la sentencia mística que cerraba

su Tractatus Logico-Philosophicus: “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”.

Tras Kant, no sólo parecía quedar fuera del ámbito científico y, por tanto, del

auténtico conocimiento (del conocimiento que no es una mera opinión) el yo racional,

sino todo lo “tocado por la libertad”. El obrar histórico del ser humano, las fundaciones

de los imperios, su caída, las grandes batallas, los distintos modos de organización

social, las leyes, la tecnología, los idiomas, los sistemas económicos… todo ello es en

parte fruto de la libertad, de decisiones contingentes que podían haber sido unas u otras.

Ya dijo Platón que de lo contingente no cabe ciencia, pues no caben afirmaciones

absolutas, universales y necesarias. Su estatuto epistemológico queda en un limbo 2 Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Filósofo austriaco, muy influyente en la filosofía del lenguaje anglosajona e inspirador del Neopositivismo Lógico. Sus seguidores, como Carnap, defendían que el conocimiento científico se reducía a las ciencias experimentales y que todo conocimiento que se saliera de este método carecería de sentido.

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incierto, ni se trata de realidades en sí –esto es, incognoscibles–, ni de fenómenos que se

puedan estudiar con rigor: son fruto de la libertad humana, son fenómenos que no están

completamente sujetos a leyes naturales, por tanto no cabe explicación certera, ni

predicción posible–. El conocimiento almacenado de estos fenómenos caería en

descripciones parciales e interesadas, en opiniones prejuiciosas, indiscernible de los

mitos y habladurías populares, como la Vida de los doce césares de Suetonio, un teatro

de monstruos, “un cuento contado por un idiota, llena de ruido y furia, que no significa

nada”, como escribiera Shakespeare. Una experiencia parcial, conocida por sujetos

particulares, transmitida en un lenguaje ambiguo… el escepticismo del sofista Gorgias,

uno de los grandes enemigos de la verdad para Platón, parecía quedar justificado, al

menos en lo tocante al saber sobre los asuntos humanos.

2. El paradigma sociológico, el lastre positivista y el relevo

antropológico

Intentar trazar una epistemología fundamental de las ciencias sociales equivale,

en gran medida, a apartar la sombra alargada del Positivismo que aun se cierne sobre

nuestros estudios. Las razones son múltiples, muchas tienen que ver con el papel

hegemónico de la sociología como ciencia social por excelencia. En los años sesenta se

decía que si se tiraba un ladrillo por una de París, había un cincuenta por ciento de

posibilidades que impactase sobre la cabeza de un sociólogo. Hace décadas que la

sociología ha perdido ese lugar, algo de lo que la merma de las facultades y

matriculaciones dan fe, sin embargo, su influjo sigue sintiéndose cuando tratamos de

definir qué son las ciencias sociales.

La sociología fue inaugurada como ciencia con mayúsculas a mediados del siglo

XIX por Auguste Comte3 y es a él a quien debemos en última instancia la

denominación de “ciencias sociales”. Comte concebía la sociología como una suerte de

“física social”, un saber tan indiscutible y exacto como la física de Newton. Debía

ocupar la cúspide de su sistema de las ciencias y estaba llamado a ser la guía para la

3 Auguste Comte (1798-1857). Filósofo y sociólogo francés, padre del positivismo, su filosofía es muy representativa del pensamiento cientificista y de la idea de progreso ilimitado, propia de la burguesía industrial del XIX. Concebía la historia de la humanidad como un desarrollo evolutivo en tres estadios consecutivos, partiendo del pensamiento arcaico o religioso, pasando por el metafísico o filosófico para llegar, en su tiempo, al estadio científico, auténtico y genuino acceso a la verdad.

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reforma y mejora científica de la sociedad. El Positivismo continuaba una tradición de

origen anglosajón que se remonta a Francis Bacon, quien ya en el siglo XVII postulaba

que la investigación científica sólo se justifica por sus aplicaciones prácticas para la

mejora de la vida de la sociedad y por su lucha contra los ídolos, contra las mentiras que

mantienen presos a los hombres: sólo el método empírico-racional demostrativo de la

ciencia nos librará de la superstición del mito y la religión.

La sociología superó rápidamente los estrechos y estériles –en el mejor de los

casos– planteamientos de Comte, con la obra de autores tan interesantes e influyentes

como Marx, Durkheim o Weber. Pero el espíritu positivista, reciclado a través de

múltiples movimientos científicos y filosóficos (Neopositivismo Lógico,

Fisicalismo…), y la inclusión de métodos cuantitativos más allá de su efectivo interés,

en muchos casos se convirtió en el único signo de validez e imparcialidad de la ciencia

de la sociedad frente a la caída en la charlatanería y la mera opinión. Hoy en día

podemos comprobar los efectos de este discurso en la proliferación de empresas y

especialistas en estadística aplicada al análisis social, a lo que muchas veces parece

reducirse la labor sociológica, a una mera cuantificación al servicio de intereses

extraños al saber. El número sigue despuntando como autoridad indiscutida.

Este lastre positivista no se lo debemos exclusivamente al viejo y lejano Comte.

Cierta sociología marxista4 (y cierta historiografía marxista) es igualmente culpable de

idolatría de la ciencia, una ciencia que concibieron de modo casi idéntico al positivismo

más reduccionista. Igual que Comte, Marx quiso desarrollar una ciencia del hombre, sin

embargo, su modelo no era el de las estructuras sincrónicas de la sociología, sino el del

cambio histórico (“materialismo histórico”) y su concepción del saber estaba

fuertemente impregnado de la dialéctica hegeliana, por mucho que su materialismo se

quisiera distanciar del idealismo de su maestro. El método de Marx no era el

experimental- justificativo, de Comte y la tradición empirista, sino el dialéctico-crítico.

Pero esto no fue obstáculo para que gran parte de sus herederos no se diera o no quisiera

darse cuenta del abismo que separaba a Marx del positivismo. También en esta tradición

la sociología buscaba el número y los lenguajes formales como la clave de la

cientificidad; la “interpretación” era un resto metafísico que debía ser superado, un resto

de oscurantismo y superstición, pre-ilustrado.

4 Se llama “marxismo” a todo pensamiento afín a la obra de Karl Marx; no se entiende como una escuela o un grupo completamente coherente. Karl Marx (1818-1883) es considerado, junto a los dos anteriores, otro de los padres de la sociología como disciplina científica autónoma.

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Desde hace más de cuarenta años la sociología está “de capa caída”. Además,

podemos afirmar ya que en el siglo XXI es la antropología cultural quien viene a

ocupar la plaza vacante de la sociología, en tanto que ciencia social o, mejor,

humanística, puntera. La palabra “sociedad”, tan de moda en los sesenta y setenta, deja

paso a la palabra “cultura”; frases populares como “la sociedad es la culpable”, son

sustituidas por otras del tipo “es un problema de tipo cultural”. Y, a pesar de que

tampoco la antropología ha permanecido ajena a los influjos del positivismo, cuando en

los últimos tiempos se ha planteado su propia fundamentación epistemológica ha

retomado una antigua disputa contra el positivismo que debemos remontar a un filósofo

clave para entender la filosofía del siglo XX, Edmund Husserl5.

Gran parte de la antropología ha comprendido que su trabajo es necesariamente

interpretativo, que cuando explicamos otra cultura, en realidad, nos estamos

explicando a nosotros mismos, que en verdad, cuando conocemos al ser humano no lo

explicamos, como un objeto exterior al sujeto del conocimiento, sino que nos

comprendemos. El “horizonte de comprensión”, concepto propio de la Filosofía

Hermenéutica, está necesariamente determinado por nuestro propio punto de vista, el

conocimiento es, por tanto, interpretación. Pero este límite no se plantea como carencia,

como pecado, como impotencia, frente a la neutralidad, a la objetividad, de las ciencias

naturales. La interpretación es el límite del conocimiento en tanto que el lugar desde el

que el conocimiento cobra un sentido, es el único e ineludible modo de “conocernos a

nosotros mismos”. Esto no quiere decir, de ningún modo, que toda interpretación valga

lo mismo, que toda opinión sea aceptable; las ciencias humanas son tan racionales como

cualquier saber científico y convencen como cualquier saber racional, a través de

argumentos y pruebas. Diré más aun, son más racionales que las ciencias naturales,

porque además de racionales pretenden ser razonables, cosa que las ciencias naturales

no siempre se plantean.

5 Edmund Husserl (1859-1938). Filósofo alemán, padre de la escuela denominada Fenomenología. Fue maestro e inspirador de autores tan importantes como Heidegger, Sartre, Zubiri u Ortega y Gasset. Su filosofía fue un intento de superación de las limitaciones del cientificismo de su época, ahondando en el carácter “intencional” de la conciencia. Escuelas posteriores, como el Existencialismo o la Hermenéutica, son deudoras de a Fenomenología.

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3. El hombre en busca de su sentido

Si partimos del viejo esquema realista, ciencias como la antropología, la

sociología o la propia historia se encuentran en una situación imposible, en un círculo

vicioso, pues el sujeto cognoscente y el objeto conocido no se diferencian claramente,

se entremezclan, se confunden. Al estudiar, por ejemplo, la sociedad esquimal

tradicional, estoy estudiando una sociedad humana, pero resulta que el que la estudia, el

sujeto cognoscente, es a su vez humano y, por tanto, vive en una sociedad determinada

que tiene sus propias instituciones, normas y esquemas de organización. ¿Cómo puedo

no tenerlos en mente a la hora de estudiar esta sociedad? ¿No estoy realizando

comparaciones y juicios de valor etnocéntricos constante y necesariamente?

Cuando hablamos de ciencias humanas, el viejo esquema de la gnoseología

clásica que diferenciaba sujeto cognoscente y objeto conocido, que concebía el lenguaje

como medio neutral de transmisión de conocimiento y que presuponía una estructura

lógico-matemática del mundo (sujeto, objeto y lenguaje como racionales), no nos sirve.

En ciencias humanas podemos decir que, ni sujeto y objeto están ontológicamente

diferenciados, dado que el objeto que quiero conocer es, a su vez, un sujeto que conoce

y que tiene conocimientos sobre sí mismo (autoconciencia), ni el lenguaje a través del

cual transmito ese conocimiento es un simple medio neutral, ni, por supuesto, puedo

aceptar la reducción a lo cuantificable del objeto de estudio.

La cuestión del lenguaje es una de las más peliagudas en este sentido. Partimos

de que en ciencias humanas contamos, al menos, con dos lenguas, la que habla el sujeto

cognoscente y la que habla el sujeto conocido. ¿Son equivalentes? ¿Significan las

palabras para mí lo mismo que significaban para él? Cuando trato de comprender la

“religión” de las tribus de Polinesia ¿no estoy utilizando un término, “religión”, que

posiblemente ellos no poseen? ¿Cuando llamo “arte” a una escultura griega, estoy

queriendo decir lo mismo que entendían los clásicos por arte, o estoy realizando una

clasificación que no se corresponde con su visión del mundo? ¿No son en el fondo los

distintos idiomas humanos, especialmente los de tiempos históricos o culturas aisladas,

intraducibles? ¿No equivalen cada uno de ellos es en sí mismos a la “visión del mundo”

que tiene esa cultura?

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A finales del siglo XIX, Husserl revolucionó la teoría del conocimiento

inaugurando la escuela filosófica llamada Fenomenología. Esta escuela, que está en los

fundamentos del Existencialismo y la Hermenéutica Filosófica, arremete contra los

presupuestos del Positivismo pero también contra las limitaciones del Criticismo

kantiano. En esa misma época, el historiador y filósofo Wilhelm Dilthey pondrá las

bases de una epistemología de las ciencias humanas (o ciencias del espíritu, como

prefería llamarlas él) muy influyente y que nos sirve a nosotros para comprender la

diferencia y valor de las ciencias humanas.

Lo revolucionario de Dilthey es que, frente a la epistemología anterior, no

situaba en el centro de la ciencia ni a la física ni a las matemáticas, sino a la historia.

Acepta la diferenciación kantiana entre el reino de la necesidad (naturaleza) y el reino

de la libertad (espíritu o ser humano), sin embargo, al contrario que Kant, Dilthey sí

cree que se puede desarrollar un conocimiento científico de lo humano. Piensa que no

nos debemos limitar a actuar y callar, sino que es nuestro deber investigar, conocer y, a

partir de este conocimiento, actuar.

Como en Kant, el ámbito de estudio de las ciencias naturales queda constreñido

al reino de la necesidad y su objeto de estudio son las leyes naturales, que el científico

busca descubrir con la finalidad de poder explicar y predecir los fenómenos naturales.

¿Qué valor, por tanto, tiene ese conocimiento? Principalmente, una vez más, un valor

práctico: dominar la naturaleza y hacer cada vez más fácil la vida al hombre. Por otro

lado, las ciencias humanas (o ciencias del espíritu, como las llama él) estudian al ser

humano en tanto que humano, es decir, en tanto que sujeto a las leyes que se da a sí

mismo, y no en tanto que sujeto a las leyes dadas por la naturaleza. Por supuesto, el

conocimiento de lo humano no puede ser similar al de lo natural y, por supuesto,

tampoco podemos prescindir de los conocimientos que las ciencias naturales nos

aportan a la hora de abordar lo humano. No olvidamos que, además de seres libres,

somos seres materiales, por tanto, gobernados por las leyes físicas y biológicas. El saber

que nos proporcionan la biología, la medicina, la genética, son imprescindibles a la hora

de interpretar qué es el ser humano, son saberes necesarios, pero no suficientes. Cuando

estudiamos, por ejemplo, las diferencias entre el comportamiento al volante entre

hombres y mujeres, es interesante tener en cuenta sus diferencias materiales, cómo es el

sistema nervioso de cada uno de los sexos, si es que existen diferencias fundamentales,

cómo pueden incidir las diferencias corporales, los influjos hormonales sobre la

conducta. Sin embargo, ese conocimiento natural no es suficiente para comprender esa

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cuestión. Sería necesario introducirnos en el campo de la historia y de la sociología,

cómo se han configurado históricamente los roles, cuál ha sido el significado del

“coche” en sentido de género y cómo pesa esto sobre el modo de auto-percepción de

cada uno como conductor…

Cuando tratamos de conocer lo humano en sí mismo, buscamos un tipo de

conocimiento mucho más complejo que el propio de las ciencias humanas, buscamos

reconocer valores y principios propios (o contravalores y contraprincipios) que

reconocemos en los actos y circunstancias de la persona estudiada, del personaje

histórico, de la cultura, de la civilización. Tratamos de comprender a una persona que a

su vez se auto-comprende, de hacernos uno con su “visión del mundo”, y sólo entonces

sentimos que la ciencia nos ha sumergido en una nueva verdad que nos servirá, a su vez,

para abrirnos unos nuevos ojos hacia el presente.

Las ciencias humanas no buscan explicar ni predecir desde el conocimiento de

las leyes, sino comprender, dotar de sentido, esto es, humanizar lo inhumano,

reconocer y reconocernos o criticar y criticarnos desde el auto-descubrimiento en el

otro. Cuando miramos los horrores de la guerra, queremos evitar que vuelvan. Cuando

nos adentramos en el complejo lenguaje de los sueños, buscamos hacer significativa

otra faceta de nosotros mismos que permanecía encerrada en la oscuridad. Cuando

miramos de cerca el cambio en la estructura y las funciones de nuestras ciudades, no

queremos explicar ni predecir, no buscamos dominar, sino comprender y, en todo caso,

corregir desde la clarividencia de nuestro proyecto de justicia. La ciencia busca traer la

luz, ordenar el caos y, en el caso de las ciencias humanas, iluminar desde los principios

y valores que orientan nuestra vida. Conocemos los aspectos más desconocidos de

nuestra cultura o de otras sociedades completamente desconocidas para ensanchar

nuestro yo, para reconocernos en nuestra humanidad o criticar nuestra inhumanidad.

El método de ambas ciencias es, igualmente, distinto. Las ciencias naturales

investigan mediante el método hipotético-deductivo experimental y, a poder ser,

traduciendo todas las variables a lenguaje matemático. Las ciencias humanas investigan

utilizando un método hermenéutico; la experiencia en las ciencias humanas no se

puede ni debe reducir al experimento, es atroz pensar que lo humano se puede

comprender en un laboratorio. La experiencia humana es concreta e irrepetible, se

realiza en el acontecimiento vital e histórico, es cualitativa, no cuantitativa. Nuestro

lenguaje de ningún modo se puede reducir al lenguaje formal de las matemáticas o la

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lógica. El lenguaje de las ciencias humanas no es el lenguaje ambiguo de la poesía pero,

como en aquella, las verdades humanas sólo pueden ser dichas en un lenguaje rico,

simbólico. Por supuesto, razonado y argumentado, igual que sometido a una rigurosa la

investigación, a un análisis pulcro y a una supervisión exhaustiva. Pero no podemos

prescindir del momento final y definitivo de la investigación: la interpretación, el

momento del sentido.

Las ciencias naturales analizan la naturaleza en sus componentes últimos, se

busca averiguar sus leyes, pues una vez conocidas todas las variables podremos explicar

cómo sucedieron las cosas (la extinción de los dinosaurios, la separación de los

continentes, las glaciaciones, el origen del universo) y cómo sucederán (si lloverá

mañana, si habrá un terremoto, que ocurrirá si se destruye la capa de ozono). En

resumen, una vez más, las ciencias de la naturaleza buscan dominar la realidad pero

¿para qué? ¿En qué sentido queremos dominar la naturaleza? ¿Qué queremos hacer con

ella? ¿Queremos dominar la materia para lograr una fuente inagotable de energía, y

hacer con ella qué: inmensos rascacielos, aviones supersónicos…? ¿Queremos tal vez

dominar las leyes de la vida para recrear nuestra propia naturaleza biológica, para

clonarnos, para mutarnos en seres con doce piernas y nueve ojos? ¿O sólo queremos

tumbarnos sobre la hierba una tarde de sol? Eso lo tendrán que determinar los humanos,

desde su identidad, desde sus valores, desde sus principios y, sobre todo, desde su auto-

conocimiento. Tal vez sólo las ciencias humanas nos puedan decir qué es lo que buscan

en realidad las ciencias naturales. Tal vez sólo ellas puedan alertarnos de que nuestra

relación con la naturaleza no puede ni debe ser de simple dominio, sino que dominar la

naturaleza es someternos a nosotros mismos, arrancarnos de nuestra tierra, como

advertía el filósofo alemán Martin Heidegger, uno de los más importantes del siglo

pasado, inspirador de la hermenéutica.

Las ciencias humanas saben que no van a descubrir leyes exactas, tal vez sí

ciertas regularidades, pero en último extremo hay voluntades en acción, leyes que se

acuerdan pero se traicionan, nuevas leyes que nacen para superar las anteriores.

Confundir el método y la finalidad de las leyes humanas con los de las leyes naturales

significa querer dominar al ser humano, someterlo a la predicción. ¿Para qué? ¿Al

servicio de quién? ¿Qué interés tenemos en predecir la conducta de los hombres? ¿Qué

interés tengo en predecir mi propia conducta?

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En un artículo ya clásico de los años setenta, el filósofo alemán Jürgen

Habermas6 defendía, en contra de la idea del saber por el mero saber, que todo

conocimiento está motivado por determinado interés, que el saber siempre persigue

algo: defenderse, atacar, justificar o criticar determinada situación, comunicarse,

construir un mundo más justo, liberarse del miedo, aterrorizar. No podemos perder de

vista esa unión del saber teórico y el práctico, lo queramos o no, esta relación, de un

modo u otro, se lleva a cado. La ciencia natural nos ha enseñado cómo hacer la bomba

atómica pero ¿para qué? ¿Debemos hacerla? ¿Quién quiere hacerla y por qué?

¿Debemos permitírselo?

Si se reduce la finalidad y metodología de las ciencias humanas al de las

ciencias naturales, como hace el Positivismo, nos encontramos con que el ser humano

estudia al ser humano con la finalidad de dominarlo, de explotarlo, de sacarle partido. El

maestro debe tener claro el fundamento de las llamadas ciencias sociales, de por qué

hay que educar al niño en el conocimiento de un medio natural, social y cultural, no

como una adición, donde los socio-cultural va después de lo natural, sino, al contrario,

como una comprensión del medio cargado de valores, de sentido social, político,

estético, humano, en su globalidad. El ecologismo es quizá la última llamada de

atención de la necesidad de replantearnos no sólo el modo de relación del hombre con el

hombre, que tiende a reducirse en nuestra sociedad a una relación de dominación, sino

nuestra relación con una naturaleza que ha quedado reducida a mero recurso que

explotar. No se trata simplemente de que nos quedemos sin recursos, de que peligre la

continuidad de la vida humana., sino de que, al concebir el planeta como mero

instrumento, nos degradamos a nosotros mismos, nos deshumanizamos, vivimos una

vida indigna, pues tierra y hombre son indisolubles, el desprecio del medio es desprecio

de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, de nuestro ser material.

Los propios niños nos dan una lección de cómo se puede y se debe tener otro

tipo de relación con la naturaleza. Desde que tiene conciencia, el niño humaniza el

entorno natural y artificial. El niño es por naturaleza animista, ve los montes, los

animales, las casas, los coches, los teléfonos móviles como seres con alma y

sentimientos, que a veces trata con crueldad, es cierto, pero sabiendo que sufren,

sabiendo que debe cuidarlos si quiere conservar su amistad, sabiendo que necesitan

6 Jürgen Habermas (1929-actualidad). Filósofo alemán, perteneciente a la tercera generación de la escuela de Frankfurt. Ha evolucionado desde el marxismo hacia posiciones republicanistas que actualizan los ideales políticos de la Ilustración.

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descansar porque a veces los oye bostezar y los ve dormir y otras veces los oye reír,

llorar, les hablan, pues se preocupan por él, lo mismo que él se preocupa por ellos. El

medio natural, social y cultural no es para el niño un simple medio, es también y a la

vez un fin. Por supuesto, la labor de la educación consiste en desarrollar un

pensamiento racional en el niño, en hacerlo cada vez más autónomo, pero esto no

significa deshumanizarlo, convertirlo en un depredador. Debemos aprender a conservar

un rastro vivo de aquella primera mirada humanizadora y la escuela debe ser el lugar

encargado de esa misión.

El filósofo madrileño José Ortega y Gasset, cuando se planteaba qué es el

conocimiento, qué es la auténtica verdad, si es más verdad la verdad del científico o la

del poeta, hablaba de una verdad situada, de una verdad como “perspectiva”. Ortega

concebía la verdad más esencial, la que nos hace llorar y reír, la que nos hace

sacrificarnos por otros, como “mi verdad concreta”. Las verdades matemáticas son

puras verdades formales, pueden ser fascinantes pero generalmente, a no ser que uno

sea matemático y le vaya la vida en ello, poco nos dicen de nuestra vida, poco ante la

muerte de un ser querido, ante el nacimiento de un hijo. La auténtica verdad es “mi

verdad”, definida desde mis vivencias, desde mi propia “vida”. El médico sabe cómo

marcha mi cuerpo en tanto que organismo vivo pero sólo yo, desde “mi vida”, decidiré,

sólo yo pensándome a mi mismo, aceptando la responsabilidad de mi libertad, puedo

decidir sobre mi futuro. Ningún técnico puede indicarme para qué vivo, sólo podrá

indicarme cómo hacer mi vida más duradera, con menos sufrimiento, pero en última

instancia yo decido qué tipo de vida debo llevar. Claro que, además, no vivo solo, yo

soy un ser social y a la vez que un yo “soy un nosotros”. Ese nosotros, en el que se

encuentra envuelto incluso el medio natural, es el dato fundamental desde el que juzgo y

en el que integro el saber, pues el fin último del saber es hacer la vida mejor, vivir más

plenamente, con más justicia, con más belleza, con más verdad.

“No hay hechos, sólo interpretaciones de hechos”, escribió un gran filósofo. El

medio del niño, del ser humano, es un gran libro en caracteres que no son precisamente

matemáticos, son caracteres llenos de belleza, que sugestionan, y si sabemos leerlos

pueden ser un espejo que reduplique nuestro brillo.

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