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Europa y la amenaza de las minorías culturales Una recusación a La sociedad multiétnica de Giovanni Sartori
Carlos Arturo Caballero
La fragmentación de los Estados-nación
Cuando Hernán Fuentes declaró que la región Puno debía constituirse en una nación
independiente, Santa Cruz y otros departamentos del oriente boliviano decretaban
unilateralmente su autonomía frente al centralismo paceño, hecho que reforzó la postura
separatista del presidente regional de Puno. Amparado en la existencia de una nación
aymara —discurso apoyado por el partido nacionalista de Ollanta Humala y
seguramente, con fines más estratégicos que ideológicos, por el bolivarianismo chavista
— además de la postergación histórica en la que el Estado ha mantenido a las zonas
altoandinas y en los recursos logísticos que le permiten su calidad de presidente
regional, Fuentes pretendió sacar provecho de la crisis boliviana.
Estas declaraciones motivan, en primer lugar, una reflexión sobre el matiz ideológico
detrás del discurso separatista; en segundo lugar, acerca de lo referente a los límites del
pluralismo y la tolerancia; y, finalmente, en torno a la interpretación de los medios de
comunicación sobre el particular. Toda reivindicación de la identidad lleva implícita
una lucha por el equilibrio del poder, es decir, en la medida que busca contrarrestar la
hegemonía que la oprime. El problema surge cuando, en aras del pluralismo y la
tolerancia, se distorsiona el sentido de la convivencia multicultural, lo cual da lugar a
que las minorías recurran a la intolerancia y a la negación del pluralismo para aquellos
que no comparten sus valores culturales. Visto así, un proyecto confrontacional de las
minorías es tan perjudicial como la aplastante hegemonía cultural que las sojuzga, pues
solo traslada el conflicto hacia el otro lado, si es que no lo multiplica en todas
direcciones: la aspiración de reconocimiento, el pluralismo y la tolerancia no deben
entrar en conflicto con el respeto mutuo que cada cultura requiere para que la
convivencia intercultural no derive en enfrentamiento multicultural. En otras palabras,
nadie desea una balcanización de los andes.
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Para ciertos analistas políticos, si la desintegración del Estado-nación está teñida de un
tinte neoliberal, como efectivamente ocurre en Santa Cruz, es positiva; pero si aquella
posee un sesgo “izquierdista”, debe combatírsele sin cuartel. La efervescencia mediática
y el beneplácito con que fue recibida la noticia del referéndum por las autonomías en
Bolivia, en determinados sectores del periodismo político ultraneoliberal, y, por otro
lado, la andanada de críticas a la propuesta de Fuentes, merecen un análisis detenido
para otro momento, ya que tal optimismo y censura, respectivamente, no son casuales
ni espontáneos, sino que obedecen a un reflejo sintomático de los medios de
comunicación que cierran filas en defensa de una ideología dominante: medir el
progreso de una nación por el grado de apertura económica de sus mercados, la
inversión privada y la cantidad, mas no calidad, de trabajo. Por supuesto, ningún
analista político desea que el presidente lo llame “perro del hortelano”.
Lo acontecido en Bolivia y las pretensiones de Hernán Fuentes podrían ser el preámbulo
de un proceso de desintegración de los Estados-nación latinoamericanos. En Europa,
dicho proceso se ha ido acentuando progresivamente en los últimos 20 años; luego de la
caída del muro de Berlín y del colapso de las repúblicas socialistas de Europa Oriental,
el mapa del viejo continente ha cambiado mucho: nuevas repúblicas se erigen allí donde
antes existía una confederación o una nación aparentemente integrada. Es el caso de la
naciente república de Kosovo, escenario de una cruenta guerra de carácter étnico-
religioso, la cual ha tenido que enfrentar el rechazo de un sector de la población serbia
que no admite su soberanía.
¿Cuándo el multiculturalismo alienta la desintegración?
En este sentido, cabe preguntarnos ¿Cuándo el multiculturalismo alienta la
desintegración? Giovanni Sartori elabora una respuesta en La sociedad multiétnica
(2001). Sartori es reconocido internacionalmente como un experto en los problemas de
la democracia occidental. Entre sus trabajos más importantes se encuentran Ingeniería
constitucional comparada (1994), ¿Qué es la democracia? (1997), Homo videns: La
sociedad teledirigida (1998) y Política: lógica y método en las ciencias sociales (2007).
De otra parte, alterna la investigación política con la docencia universitaria.
Actualmente, es profesor emérito de la Columbia University de Nueva York, donde ha
enseñado durante los últimos veinte años.
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En La sociedad multiétnica, Sartori aborda el tema del pluralismo y el
multiculturalismo, afirmando al inicio que la comprensión de ambos términos está
sumergida en un profundo malentendido cuyo desenlace deriva en la acentuación de los
conflictos culturales. El objetivo del ensayo consiste en definir y, a la vez, diferenciar
ambos conceptos para que quede claro el riesgo que implica, en primer lugar,
confundirlos, y en segundo lugar, exaltar el multiculturalismo. La primera parte,
“Pluralismo y sociedad libre” trata sobre los límites que debe establecer una sociedad
abierta para no verse socavada a sí misma debido a las excesivas concesiones otorgadas
a las minorías en favor de un pluralismo ilimitado. La segunda parte,
“Multiculturalismo y sociedad desmembrada” desarrolla el concepto de
multiculturalidad en directa oposición al de pluralismo con el objeto de diferenciarlos
para luego destacar los peligros que entraña una sociedad multicultural: su
desintegración.
Si bien la noción de pluralismo es difícil de precisar, ya que, a través del tiempo ha
adquirido diversos significados, ello no debe ser pretexto para evadir su explicación. Es
por ello que Sartori pretende reconstruir el justo valor de este concepto. Considera que
el pluralismo no consiste simplemente en la existencia de variedad o diversidad, sino,
además, de reconocimiento de los derechos propios como extensivos a los otros.
También implica interacción entre los elementos diversos mediante la discrepancia. En
relación con esto último, destaca que la democracia liberal se ha construido sobre la
base del reconocimiento de la diversidad, en la cual se practica el disenso en oposición a
las ideologías del pensamiento único.
A través del rastreo histórico que hace del término pluralismo, el autor resalta que este
concepto perdió su sentido original cuando se lo redujo a una teoría de la sociedad
multigrupo y a una teoría política de los grupos de interés. En ambos casos, subsiste la
idea de que la sola existencia de la variedad asegura el pluralismo, lo cual es errado
porque, afirma, pluralismo no es sinónimo de plural. Sartori entiende el pluralismo
como una cualidad de las sociedades en las que la diversidad de sus miembros no es
obstáculo para la interrelación, el consenso ni las concesiones recíprocas. En cambio, lo
plural (pluralidad) enfatiza la multiplicidad de lo diverso, mas no la interrelación de los
elementos constituyentes de la diversidad.
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Tal precisión es requisito para explicar el multiculturalismo, debido a que este, según
Sartori, distorsiona el recto sentido del pluralismo al convertirlo en pluralidad. Y es que
el multiculturalismo equivale a una fragmentación en cadena en la que cada grupo
enarbola la bandera de su propia identidad confrontándola con las que la rodean. Al
inicio de la segunda parte, aclara que pluralismo y multiculturalismo no son en sí
mismas nociones opuestas. Si el multiculturalismo se entendiera como multiplicidad de
culturas, no representa problema alguno para una sociedad pluralista; sin embargo, si se
considera como un valor prioritario, surge el problema, ya que entran en pugna
pluralismo y multiculturalismo cuando se fuerza lo multicultural allí donde una
sociedad es heterogénea.
La diferencia entre pluralismo y multiculturalismo radica en la espontaneidad presente
en aquel y ausente en este. El pluralismo no se siente obligado a diversificar la
pluralidad si esta no es espontánea y si es que no se desenvuelve mediante asociaciones
voluntarias. El primer problema con el multiculturalismo, en la acepción de Sartori, es
que divide a una sociedad más allá de los límites razonables (tolerancia y reciprocidad)
porque cada grupo buscaría afianzarse al margen de los otros, sin establecer vínculos
solidarios con los demás. Según Sartori, esta autoreivindicación tiene su origen en el
marxismo (que reemplazó la lucha de clases por la lucha cultural), en Foucault (las
redes de poder a nivel de microgrupos) y en los estudios culturales (hegemonía,
dominación, subalternidad). A estas tres las considera como los pilares del
multiculturalismo estadounidense de sesgo antipluralista. El segundo problema, para el
autor, es que la noción de multiculturalismo lleva una carga ideológica, algo así como el
caballito de batalla de las minorías raciales, sexuales, religiosas, etc., y aquí es donde
surgen mis discrepancias con las ideas de Sartori. ¿Acaso no es inevitable que todo
discurso esté impregnado de ideología? ¿Es por ello descalificable todo proyecto
reivindicatorio por la identidad? En lo que Sartori no indaga es que las identidades,
contrariamente a lo que piensa, no son esencias fijas, sino relaciones que se definen
mutuamente mediante entramados de poder. Es el otro quien afianza la identidad del
sujeto, debido a que lo individual no puede existir sin lo colectivo. Cada identidad
particular adquiere sentido dentro de un sistema de diferencias. Se es peruano en tanto
existen diferencias respecto a los mexicanos, ecuatorianos, chilenos y demás. Sin la
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presencia del otro, es decir, sin un elemento diferenciador, es inviable definir la
identidad.
Por ello, la aspiración al reconocimiento, si bien como lo explica Sartori puede derivar
en la confrontación multicultural, debe canalizarse por otros medios, pero, de ninguna
manera, debe renunciar a su realización. Es necesaria porque el solo hecho de buscar ser
reconocido significa que la relación identidad/diferencia no está funcionando en la
medida que alguno de los componentes ignora al otro y lo anula. Siempre existirán
diferencias culturales; no obstante, la distancia entre la convivencia armónica y la
confrontación cultural pasa por comprender que mi identidad existe a la vez que
reconozco y respeto la diferencia. Las consecuencias de negar estas condiciones las
podemos apreciar en África, en los Balcanes y cada vez más notoriamente en
Latinoamérica.
De otra parte, Sartori sostiene que el reconocimiento no debe entenderse como respeto
por igual a todas las culturas y es en este punto que critica a Charles Taylor.”Atribuir a
todas las culturas ‘igual valor’ equivale a adoptar un relativismo absoluto que destruye
la noción misma de valor” (79-80). También lo critica en lo referente a la noción de
reconocimiento. Sartori está convencido de que la falta de reconocimiento o el
desconocimiento hacia las identidades culturales minoritarias no genera daño ni puede
ser una forma de opresión. Es decir, a su entender, la indiferencia del Estado y de cierto
sector de la población peruana hacia las víctimas del conflicto armado interno en el Perú
no sería un factor determinante para comprender por qué durante veinte años dimos la
espalda a nuestros connacionales y permitimos que se vulneren los derechos humanos
de los más desprotegidos. Por otro lado, afirma que no todas las culturas merecen el
mismo respeto porque si partimos de la premisa de que toda civilización atraviesa
periodos de decadencia, es lícito afirmar que en algún momento existirán culturas
superiores a otras, por lo tanto, no podrían ser valoradas ni respetadas por igual. Sartori
apoya estas ideas mediante la distinción que Michael Walzer establece entre un
liberalismo neutral ante la diversidad cultural y un liberalismo comprometido con los
derechos particulares de todas las culturas. La segunda versión de liberalismo es
deleznable para él porque favorece a ciertos grupos que antes no recibieron un trato
preferencial.
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Para demostrar los efectos devastadores de esta última versión de liberalismo, elabora
una distinción entre trato preferencial (affirmative action) y política de reconocimiento.
El trato preferencial brinda igualdad de oportunidades a través de la eliminación de las
diferencias y su objetivo es obtener un ciudadano indiferenciado, o sea, asegurar un
mejor trato para los desiguales con el fin de que no se le diferencie del resto que antes le
llevaban cierta ventaja. En cambio, la política de reconocimiento considera que las
diferencias no se deben eliminar, sino resaltar y valorar. El objeto es lograr un
ciudadano diferenciado y un Estado sensible a las diferencias, es decir, que no solo
asegure preferencias para nivelar a los desiguales con los demás, sino que facilite
mayores ventajas por encima de los demás. En ambos casos se discrimina, sin embargo,
en el trato preferencial, se discrimina para borrar las discriminaciones, mientras en la
política de reconocimiento se discrimina para diferenciar/acentuar diferencias. Sartori
evalúa que las consecuencias de ambas políticas son graves, ya que los discriminados
reclamarán por las ventajas concedidas a los otros o que los favorecidos exijan más
privilegios en perjuicio de los no favorecidos. Por lo tanto, la identidad atacada se
resiente y reafirma su identidad. La responsabilidad de esto la atribuye a los
multiculturalistas porque fomentan las diferencias culturales allí donde no había
conflicto, lo cual, si bien es cierto, no es exclusividad de ellos, sino, también, de los
nacionalistas y de buena parte de ciertos liberales recalcitrantes partidarios de un
liberalismo avasallador más que integrador.
Otro defecto que Sartori halla en el multiculturalismo, y que se desprende de lo anterior,
es que distorsiona la noción de ciudadanía al negar los tres principios básicos del
constitucionalismo liberal. Los multiculturalistas no respetan la neutralidad de la ley, ya
que exigen la protección del Estado para determinados grupos minoritarios. Esto, a su
modo de ver, atenta contra la noción de igualdad ante la ley que deben tener los
ciudadanos, debido a que se crean privilegios para unos en perjuicio de otros. Añade
que tanto el trato preferencial como la política de reconocimiento provocan esta
distorsión. Sin embargo, admite que solo se puede establecer un trato desigual dentro de
ciertos límite, pero no explica exactamente en qué circunstancias podría ocurrir esto.
Asimismo, el autor plantea la siguiente cuestión: ¿si todos somos diferentes por qué la
diferencia se torna un problema? Concluye que algunas diferencias adquieren mayor
importancia que otras y ello, a su vez, ocurre porque ciertos grupos reclaman por sus
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derechos de identidad hasta lograr que su reconocimiento se imponga. Sartori considera
que ciertas diferencias no fueron siempre importantes, sino que adquieren relevancia en
ciertas circunstancias, reforzada por cuestiones ideológicas. “Estas consideraciones nos
hacen redescubrir la ya conocida verdad de que las diferencias son opiniones que están
en nuestra mente, y que de vez en cuando se perciben como ‘diferencias importantes’
porque así se nos dice y nos lo meten en la cabeza” (87). En su perspectiva, el trasfondo
ideológico del multiculturalismo radica en que convence a los miembros de un grupo de
que sus diferencias con los otros son más reales que virtuales, cuando, según el autor, es
todo lo contrario.
¿Con ello Sartori pretende desbaratar la legitimidad de los movimientos por el
reconocimiento de las minorías? Sí, ya que afirma que la lucha por el reconocimiento es
producto de una elaboración mental, ideológica y, por consiguiente, que no tiene
vínculo con la realidad, o al menos no un correlato que la justifique. O sea, lo que nos
quiere decir es algo así como que la lucha de los mártires de Chicago por la jornada
laboral de las ocho horas (reclamo de un sector social) era más ideológica, o solo
ideológica, que real: la denuncia de una situación injusta de explotación laboral. Sartori,
a mi modo de ver, falla al entender las reivindicaciones de la identidad solo como
productos ideológicos porque a nadie en sus cabales se le ocurriría afirmar que
alrededor de las luchas por los derechos civiles de la población negra en Sudáfrica no
existía un contexto real de opresión y que tan solo reclamaban por combatir o defender
una ideología segregacionista o de reconocimiento respectivamente.
Migrantes, extraños y desintegrados
Pero el punto más cuestionable de la tesis de Sartori tiene que ver con los inmigrantes a
los que califica como “extraños”: “El inmigrante es, pues, distinto respecto a los
distintos de casa, a los distintos a los que estamos acostumbrados, porque es un extraño
distinto (…) En resumen, que el inmigrado posee (…) un plus de diversidad, un extra o
un exceso de alteridad” (107). De entrada, sitúa a los inmigrantes en una posición de
amenaza potencial per se contra la sociedad que los acoge. Tal extrañeza la atribuye a
determinadas diferencias radicales (religión y etnia) respecto a otras superables (lengua
y costumbres). Entonces, habría algunos más y otros menos distintos. Curiosa distinción
la de Sartori: “una política de inmigración (…) que no sabe o que no quiere distinguir
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entre las distintas extrañezas es una política equivocada destinada al fracaso”. Pero
¿acaso no existe extrañeza entre europeos y, sin ir muy lejos, al interior de sus
naciones? El ex candidato a la presidencia en Francia, Jean Marie Le Pen, manifestó no
sentirse representado por su selección de fútbol en alusión a la cantidad de jugadores de
raza negra. Antes del partido por la final de la Eurocopa 2008, catalanes y vascos
hinchaban por el equipo rival de España. Los migrantes de Europa Oriental son un poco
más reconocidos que los africanos, árabes o latinoamericanos, pero solo un poco porque
también representan una buena parte de la mano de obra barata que realiza los trabajos
que la mayoría de europeos occidentales no quiere realizar. Antes del milagro
económico español, era común el adagio “África comienza al otro lado de los Pirineos”,
lo cual evidencia que la aceptación de que España y Portugal son tan europeas, como el
resto de naciones, es reciente.
Cuando evalúa las causas de la migración europea hacia América, las justifica en tanto
Europa exportaba migrantes hacia tierras despobladas y acogedoras en momentos que la
explosión demográfica generaba una gran crisis. A ello cabría agregar las oleadas de
refugiados por las guerras mundiales y la persecución a los judíos; sin embargo al
analizar la migración hacia Europa concluye que las causas principales radican en la
riqueza de las naciones europeas —es decir, los migrantes del Tercer Mundo llegan a
Europa “como moscas a la miel” seducidos por la bonanza económica— y por la
desidia de los europeos ante trabajos de menor jerarquía, los cuales son asumidos en
gran parte por los migrantes. De esto se desprende que los europeos llegaron a un
continente americano pobre, pero abundante en oportunidades, mientras que los
migrantes actuales llegan a un continente rico, pero escaso de oportunidades. Lo que
Sartori olvida mencionar es el estado de devastación en que las antiguas potencias
dejaron a sus colonias. Salvo las naciones integrantes de la Commonwealth, después de
obtener la independencia, las naciones descolonizadas se debatieron en luchas intestinas
por el poder entre caudillos que eran alentados según los intereses de la antigua
metrópoli colonialista. Tampoco dice que las empresas transnacionales instaladas en los
países subdesarrollados difícilmente aseguran el bienestar económico de la población
local. (Las empresas europeas que extraen pescado del lago Victoria en África
centroriental proveen ingentes cantidades de este alimento a los mercados europeos; sin
embargo, el panorama alrededor de ellas es desolador: miseria, hambre y explotación).
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Ni de los regímenes totalitarios apoyados por gobiernos que perpetúan su influencia a
través del dictador de turno.
Dentro de este panorama nada auspicioso, es lógico que la migración no solo sea una
vía para lograr una calidad de vida mejor, sino, sobre todo, una lucha por la
supervivencia; en este caso, el término “migración” se convierte en un eufemismo de
“huida” o “salvación”. En resumidas cuentas, tanto los europeos como los africanos y
latinoamericanos migraron porque en sus tierras de origen no existían posibilidades de
desarrollo: muy aparte de que el lugar de destino fuera próspero o miserable, la invasión
del paraíso ajeno resultaba mejor que la conservación del infierno propio.
Respecto a la cesión de ciudadanía a los inmigrantes, opina que no garantiza en absoluto
su integración a la sociedad que los acoge. Y en vista que los conflictos culturales
tienden a agravarse en Europa debido a que los inmigrantes insisten en conservar sus
costumbres, muchas de las cuales entran en conflicto con la sociedad occidental,
propone que se restrinja la ciudadanía europea a los inmigrantes a condición de que se
integren. Aunque no lo dice abiertamente, de este planteamiento se deduce que la
integración de los inmigrantes pasa por renunciar a manifestaciones culturales
consideradas conflictivas: “… el hecho es que la integración se produce sólo a
condición de que los que se integran la acepten y la consideren deseable. Si no, no. La
verdad banal es, entonces, que la integración se produce entre integrables y, por
consiguiente, que la ciudadanía concedida a inmigrantes inintegrables no lleva a
integración sino a desintegración” (114). El temor de Sartori es que los inmigrantes se
conviertan en ciudadanos diferenciados debido a que no se sienten obligados a
integrarse pese a que fueron beneficiados por la ciudadanía. Cita como ejemplo a los
latinos que prefieren votar por sus similares durante las elecciones e interpreta esto
como una señal de resistencia a la integración, en contraste a sus compatriotas italianos
que “se integraron a la perfección” (115).
A continuación, mis observaciones. En primer lugar, define la integrabilidad según el
grado de retribución del inmigrado para con la sociedad que le otorga ciudadanía; de
ello se implica que esta es para Sartori una especie de bendición para el inmigrante o
letra en blanco mediante la cual empeña su identidad a cambio de determinadas ventajas
administrativas, civiles, políticas pero no culturales. Con ello, contradice su
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argumentación a favor de los derechos del ciudadano frente a la sujeción de los súbditos
y los privilegios de las élites. Tal como lo expone en sus ejemplos, la ciudadanía no
aparece como un derecho consustancial al ser humano, sino como un favor que
determinados estados-nación otorgan a los migrantes, a los “extraños” para que sean
menos raros a los ojos de los locales. Los migrantes deberían entonces sentirse
agradecidos y no pecar de ingratos, puesto que adquirieron el privilegio de “ser
europeos”. El error en su razonamiento es que, paradójicamente, convierte a la
ciudadanía en un privilegio que los europeos otorgan a los migrantes, deslegitimando su
propia argumentación de la ciudadanía como derecho.
Sin embargo, en segundo lugar, lo más grave es que siendo un intelectual de la
izquierda liberal no contemple en absoluto la noción de ciudadanía universal, un
proyecto que la izquierda democrática contemporánea no debe soslayar y que, de hecho,
diversos académicos, intelectuales y activistas sociales están esforzándose por
consolidar para sacar del marasmo a aquella izquierda anquilosada en el nacionalismo
confrontacional, en la teoría cultural o en las excesivas concesiones a la globalización
de tinte neoliberal1.
En tercer lugar, los ejemplos que utiliza para fustigar la resistencia a la integración son
bastante cuestionables. Si bien la adquisición de la ciudadanía no garantiza la
integración del migrante, tampoco garantiza su reconocimiento de parte de la sociedad
muy aparte de formalidades administrativas como poseer una cédula de identidad o un
pasaporte. ¿Acaso la libre asociación por afinidades espontáneas no es un postulado del
liberalismo político? A gran parte de los inmigrantes latinos, africanos o árabes no les
queda otra opción que asociarse entre sus similares al interior de una sociedad que los
discrimina con o sin ciudadanía y frente a un gobierno como el actual en los Estados
Unidos que pretende solucionar la inmigración ilegal con un muro de contención. El
error consecuente de la apreciación que expone sobre los latinos es la generalización
con la que los trata, es decir, como un bloque que rechaza la integración a la sociedad
norteamericana y no como la estrategia de un sector de los inmigrantes que no ha
obtenido la ciudadanía cultural a pesar que sus documentos digan que es estadounidense
o ciudadano comunitario. Por otro lado, Sartori pierde de vista la responsabilidad de las
erradas políticas gubernamentales para enfrentar el problema migratorio. El gobierno de
1 Iglesias 2004:15
10
los Estados Unidos bajo la administración Bush ha promovido la paranoia entre los
ciudadanos por el tema de la seguridad nacional después del 11 de septiembre, a tal
punto que los extranjeros más “extraños” por la raza, lengua, costumbres y religión son
considerados una potencial amenaza. Esta situación diluye la dicotomía entre extrañezas
superables y radicales expuestas por el autor: al final el extraño será siempre una
amenaza si se lo aprecia con los ojos de quien ve a un alien. ¿Cómo espera entonces
Sartori que reaccione un latinoamericano si en Estados Unidos o en Europa lo tratan
como ciudadano de segunda clase?
El cuarto error, en relación con lo anterior, es que el connotado politólogo italiano
confunde ciudadanía con nacionalidad. Por ello, no me extrañaría que los
parlamentarios europeos hayan leído a Sartori antes de aprobar la criminalización de la
inmigración, ya que plantear que Europa cierre la inmigración y exija a los inmigrantes
que se integren sí o sí —sin tomar en cuenta los obstáculos existentes desde la sociedad
occidental que se ve a sí misma como el único centro— es una medida tan arbitraria
como la resolución del parlamento europeo. Esta propuesta que salvaguarda los
intereses europeos sí es realmente arbitraria porque exige como condición para otorgar
ciudadanía la renuncia a la identidad cultural propia sí esta es conflictiva (¿podemos
meter en un mismo saco el velo islámico y la muerte por apedreamiento a las
adúlteras?). Lo otorgado en el análisis de Sartori no es la ciudadanía, sino la
nacionalidad, es decir, la documentación necesaria que sustenta la pertenencia a
determinado estado-nación con los consecuentes deberes y derechos contemplados para
tales ciudadanos. En cambio, la ciudadanía es una categoría mucho más amplia que la
nacionalidad, sobre todo en un contexto de globalización como el actual en el que los
estados-nación se encuentran en crisis y las fronteras económicas y culturales se
derrumban. Tal amplitud provee al ser humano de una ciudadanía global cuyos
antecedentes más importantes son la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano en 1789 en el marco de la Revolución Francesa y la Declaración universal
de los derechos humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948. Por lo tanto, la
ciudadanía no se puede otorgar como quien emite un pasaporte porque ya es un derecho
humano universal. No obstante, sorprende que un liberal de izquierda como dice ser
Sartori desconozca que la universalidad de los derechos humanos fue una reivindicación
liberal.
11
Si su análisis sobre el problema migratorio en Europa era en mucho censurable, su
explicación sobre las causales del racismo se llevan el premio mayor. Luego de concluir
que de la ciudadanía no se deriva la integración, afirma que si se concede el derecho de
voto a los más extraños “este servirá, con toda probabilidad, para hacerles intocables en
las aceras, para imponer sus fiestas religiosas (el viernes) e, incluso (son problemas en
ebullición en Francia), el chador a las mujeres, la poligamia y la ablación del clítoris”
(118). Sartori teme que los inmigrantes islámicos adquieran las libertades políticas y
civiles que les permitan amurallarse contra cualquier acción en contra de sus costumbres
a pesar de que estas sean conflictivas para los europeos. Tiene la certeza de que los
problemas sociales generados por los inmigrantes vienen de los ilegales y de los
legalmente instalados, pero no dice un ápice sobre los skin heads neonazis y los partidos
de ultraderecha que alientan una confrontación directa contra los inmigrantes. ¿Acaso
los cientos de casos de ataques contra inmigrantes fueron precedidos por la pregunta
acerca de la situación legal de la víctima? Los racistas y xenófobos no distinguen
documentos, sino colores de piel y afinidades culturales (lengua, religión, costumbres,
etc.) Gozar de la ciudadanía francesa o comunitaria no le garantiza inmunidad a un
africano, latinoamericano o árabe contra agresiones vedadas o directas. De esta manera,
pierde de vista la agresión proveniente desde los sectores más radicales de la sociedad
europea, pero a la vez, resalta solo los perjuicios —justificados muchos de ellos—
generados por los inmigrantes ilegales, lo cual es muestra de un pensamiento jerárquico
imperante que se autoconsidera central sin contemplar la posibilidad de que en otros
contextos es periférico.
De las afirmaciones de Sartori, se infiere que las víctimas del racismo son quienes lo
provocan porque habrían excedido los límites cuantitativos requeridos para una
convivencia armónica. “Una población foránea del 10 por ciento resulta una cantidad
que se puede acoger; del 20 por ciento, probablemente no; y si fuera del 30 por ciento es
casi seguro que habría una fuerte resistencia frente a ella. ¿Resistirla sería “racismo”?
Admitido (pero no concedido) que lo sea, pero entonces la culpa de este racismo es del
que lo ha creado” (121).
Y más adelante agrega: “el verdadero racismo es el de quien provoca el racismo” (122).
Nuevamente, Sartori deja algunos vacíos sin explicar. ¿Qué se entiende por resistencia?
¿Cómo resistir? ¿Contra quién? Indignarse por la delincuencia generada por los
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inmigrantes ilegales y, por lo tanto, resistirse a su permanencia no es el mismo tipo de
resistencia que oponen ciertas discotecas limeñas para evitar el ingreso de algunas
personas o la de aquel desadaptado que golpeó a patadas a una inmigrante ecuatoriana
en el metro de Madrid o la de los skin heads contra estudiantes turcos en Alemania.
Existen, pues resistencias y resistencias. Y aunque expresa que se refiere a la
inmigración ilegal, su argumentación falla en el sentido de que en la práctica —como lo
señalé líneas arriba— los discriminadores actúan sin tomar en cuenta la documentación
del migrante. El rechazo hacia la delincuencia sectorizada en los inmigrantes ilegales
tiene como agravante el que sean “extraños” racial o culturalmente. Lo que Sartori no
analiza es que el desprecio racial o cultural hacia los inmigrantes legales se extiende en
España, Francia, Alemania y Rusia. Entonces, siguiendo su razonamiento ¿Estos
inmigrantes formales también tienen la culpa del racismo?
El resto es silencio…
A lo largo de todo el ensayo, no hay alusión alguna a la interculturalidad como posible
vía de solución a los conflictos derivados del multiculturalismo. Sartori entiende la
integración como absorción y abandono, mas no como mutuo enriquecimiento entre las
partes antagónicas. El autor de La sociedad multiétnica se encuentra en las antípodas
del multiculturalismo, pero sus planteamientos no resuelven el problema, ya que
sataniza a todas las reivindicaciones culturales por igual y agrupa a todos los
inmigrantes en una misma categoría: los “extraños”.
Cuando el Parlamento Europeo (y Sartori) acepten que la ciudadanía no es (o no debería
ser) un privilegio otorgado mediante un pasaporte, sino un derecho humano global,
cambiará su perspectiva respecto a los “extraños” que llegan al Viejo Mundo. La libre
circulación no debe restringirse solo al comercio de productos, sino, también, a los seres
humanos, por supuesto, respetando las normas internacionales vigentes. En este punto,
Evo Morales estuvo muy acertado al declarar, en la reciente cumbre ALC-UE, que la
prioridad era discutir el libre tránsito de seres humanos por el mundo antes que la
premura por firmar tratados de libre comercio. Y el tiempo le dio la razón: Europa
propinó un cachetazo a Latinoamérica al criminalizar la inmigración ilegal mediante la
“directiva de retorno”, es decir, convertir una infracción administrativa en un delito
penal.
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Finalmente, con este ensayo, Sartori nos deja un análisis bien sustentado de los
perjuicios del multiculturalismo fragmentario, pero muchas ideas sueltas y
cuestionables en torno a la inmigración y el racismo. Por mi parte, encuentro mayores
respuestas a estas interrogantes en los planteamientos de la ética intercultural, la cual
puede servir de mucho al liberalismo para establecer nexos con aquellas culturas que
poseen una visión distinta de la libertad y del progreso, pero sin verse a sí mismo como
la ideología del saber superior y reconociendo que cada cultura tiene el derecho de
construir su propio liberalismo.
BIBLIOGRAFÍA
IGLESIAS, Fernando A. (2004) ¿Qué significa hoy ser de izquierda? Reflexiones sobre la democracia en los tiempos de la globalización. Buenos Aires: Sudamericana.
SARTORI, Giovanni (2001) Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros. Barcelona:
Taurus.
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