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Biblioteca
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La bilioteca de noche, de Alberto Manguel, extractos.
“Las bibliotecas siempre me han parecido lugares gratamente disparatados.” “Durante el día,
en la biblioteca reina el orden (…) La estructura de la biblioteca es evidente: un laberinto de
líneas rectas, no para perderse sino para encontrar (…) Pero de noche, el ambiente cambia.”
“De día o de noche, sin embargo, mi biblioteca es un territorio privado, muy distinto de una
biblioteca pública, grande o pequeña, y diferente también de esas bibliotecas electrónicas
fantasmagóricas acerca de cuya famosa universalidad sigo abrigando un escepticismo
moderado. La geografía y costumbres de cada una de ellas son diferentes, aunque las tres
tienen en común la voluntad explícita de armonizar nuestro conocimiento y nuestra imaginación,
de agrupar y parcelar la información, de reunir en un lugar nuestra experiencia indirecta del
mundo y de excluir, al mismo tiempo, las experiencias de otros muchos lectores, por tacañería,
ignorancia, incapacidad o temor.”“Me gusta imaginar que, en el siguiente al último de mis días,
mi biblioteca y yo nos desmoronaremos juntos, de forma que, aun cuando ya no exista, seguiré
junto a mis libros.”
“Al entrar en una biblioteca, siempre me sorprende la forma en que ésta impone al lector, a
través de su clasificación, una cierta visión del mundo.”
“Algunas noches sueño con una biblioteca totalmente anónima en la que los libros carecen de
título y no tienen autor, sino que forman una corriente narrativa continua en la que convergen
todos los géneros, todos los estilos, todas las historias; una narración en la que ningún
protagonista, ningún lugar, está identificado, una corriente que me permite lanzarme a ella en
cualquier punto.”
“Toda biblioteca es excluyente, ya que la selección que supone su contenido, por vasta que
sea, deja fuera de sus muros innumerables estantes de escritos que, ya sea por motivos de
gusto, conocimiento, espacio o tiempo, no han sido incluidos en ella. Cada biblioteca evoca su
propia sombra; cada ordenación crea, en su estela, una biblioteca fantasmal hecha de
ausencias.”
“Una mitad de mi biblioteca está formada por libros que recuerdo y la otra por libros que he
olvidado.”
“Los libros soñados a través de los tiempos por narradores tan libres de trabas forman sin duda
una biblioteca más vasta que aquéllos que resultan de la invención de la imprenta, quizá porque
el reino de los libros imaginarios permite que pueda existir un libro, aún no escrito, que escape
a todos los errores e imperfecciones a los cuales sabemos que estamos condenados.”
“Podemos imaginar los libros que nos gustaría leer, aunque no hayan sido escritos
todavía, y podemos imaginar bibliotecas llenas de libros que desearíamos poseer,
aunque estén fuera de nuestro alcance, porque nos gusta soñar con la existencia de una
biblioteca que reflejara todos nuestros intereses y nuestras pequeñas excentricidades,
una biblioteca que, en su variedad y complejidad, respondiera exactamente a los lectores
que somos.”
Prologo del libro:
El punto de partida es una pregunta.
Aparte de los teólogos y los que cultivan la literatura fantástica, pocos pueden dudar de que los
rasgos principales de nuestro universo son su carencia de significado y su falta de propósito
discernible. Y sin embargo, con un optimismo desconcertante, continuamos reuniendo en un
estante tras otro de las bibliotecas, ya sean materiales, virtuales o de cualquier otro tipo, todo
fragmento de información que podemos encontrar en forma de rollos, libros y chips,
patéticamente empeñados en conferir al mundo una apariencia de sentido y de orden, sabiendo
perfectamente, al mismo tiempo, que, por mucho que queramos creer lo contrario, nuestros
esfuerzos están lamentablemente condenados al fracaso.
¿Por qué lo hacemos entonces? Aunque desde el principio sabía que muy probablemente la
pregunta no encontraría respuesta, me pareció que la búsqueda en sí merecía la pena. Este
libro es la historia de esa búsqueda.
Menos interesado en la ordenada sucesión de fechas y de nombres que en nuestros
interminables esfuerzos por coleccionar, me propuse hace varios años no compilar una nueva
historia de las bibliotecas ni añadir un tomo más a los ya dedicados en número alarmante a la
bibliotecnología, sino sencillamente dar cuenta de mi asombro. «Sin duda encontraremos tan
conmovedor como estimulante —escribió Robert Louis Stevenson hace más de un siglo— que
la raza humana no deje de trabajar en un campo del que ha sido desterrado el éxito.»
Las bibliotecas, ya sea la mía o las que comparto con una mayor cantidad de lectores, siempre
me han parecido lugares gratamente disparatados, y hasta donde alcanza mi memoria siempre
me ha seducido su lógica laberíntica, la cual sugiere que la razón (si no el arte) gobierna una
acumulación cacofónica de libros. Siento el placer de la aventura cuando me pierdo entre
estantes atestados de volúmenes con la seguridad supersticiosa de que una jerarquía de letras
o de números me conducirá algún día al destino prometido. Durante largo tiempo los libros han
sido instrumentos de las artes adivinatorias. «Una gran biblioteca» —observa Northrop Frye en
uno de sus muchos cuadernos de notas—, «posee realmente el don de lenguas y un gran
potencial para la comunicación telepática.»
Bajo el influjo de tan agradables ilusiones me he pasado medio siglo coleccionando libros. Ellos,
inmensamente generosos, no han exigido nada de mí, sino que me han ofrecido todo tipo de
revelaciones. «Mi biblioteca —escribió Petrarca a un amigo— no es inculta aunque pertenezca
a un inculto.» Como los de Petrarca, mis libros saben infinitamente más que yo y les agradezco
que incluso toleren mi presencia. A veces creo abusar de ese privilegio.
El amor a las bibliotecas, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo. El que entra
por primera vez en una habitación hecha de libros no puede saber instintivamente cómo
comportarse, qué se espera de él, qué se promete, qué se permite. Puede verse dominado por
el horror —a la acumulación o a la magnitud, al silencio, a la admonición burlona de que es
mucho lo que ignora, a la vigilancia—, y parte de esa sensación abrumadora puede seguir
aferrada a él una vez aprendidos los rituales y las convenciones, una vez cartografiado el
territorio, una vez comprobada la actitud amistosa de los nativos.
Con la temeridad de la juventud, mientras mis amigos soñaban con hechos heroicos en el
campo de la ingeniería o el derecho, las finanzas o la política nacional, yo soñaba con llegar a
ser bibliotecario. La inercia y una mal reprimida afición a los viajes decidieron otra cosa. Hoy,
sin embargo, cumplidos los cincuenta y seis años («la edad» —como afirma Dostoyevski en El
idiota—, «a la cual puede decirse con razón que comienza la verdadera vida»), he vuelto a ese
temprano ideal y, aunque no puedo decir que sea propiamente bibliotecario, vivo entre
estanterías cada vez más numerosas cuyos límites comienzan a desdibujarse o a coincidir con
los de mi casa. El título de este libro debería haber sido Viajes alrededor de mi cuarto.
Desgraciadamente, hace más de dos siglos, Xavier de Maistre se me adelantó.
Alberto Manguel, 30 de enero de 2005