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Las 13 Tumbas

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LA PROMOCIÓN DE LA LECTOESCRITURA SECTOR EDUCATIVO No. 6
GOBIERNO DEL ESTADO DE DURANGO
SECRETARÍA DE EDUCACIÓN
LAS 13 TUMBAS por: M. Roberto Pérez Rosales
La tarde caía en la jacalera y las mujeres del pueblo iniciaron la marcha hacia el llano de tres marías, donde habían quedado los cuerpos de los revolucionarios caídos, y que ante la premura de la batalla, se enterraron sin cruces, ni honores, sin testigos, junto con sus sueños, ideales, esperanzas.
Ahí quedaron sepultados ancianos, hombres, jóvenes y niños que dieron su vida por la tierra que tanto amaron y que soñaron que algún día sería suya.
La tarde se acomodaba entre los matorrales para presenciar en primera fila la procesión de las mujeres, que como fantasmas se acercaban a las 13 tumbas. Las campanadas del pueblo se sumaron a la peregrinación con el más tenebroso repicar, que como ecos macabros de la lucha --recordaban con cada campanada-- las balas que les cortara la existencia.
Un viento helado agitaba las faldas del fúnebre cortejo, al igual que a sus corazones al estar frente a los mártires de la revolución. Silenciosamente fueron rodeando los montículos que desalineados describían dantescos rostros como si los cuerpos quisieran escapar de esa prisión y trascender al paraíso, el tantas veces prometido por sus tatas.
El viento al acariciar las ramas de los huizaches producía un triste lamento que parecía salir de las 13 tumbas, como reclamando su desafortunado destino, y contra el que nada pudieron hacer. Los rosarios relucieron con los destellos de la tarde, y como única arma, al unísono se escuchó la plegaria rogando por el eterno descanso de las almas perdidas en ese desolado paraje.
Los rostros cansados de tanto llorar, no derramaron una sola lágrima, sus ojos como sus esperanzas se habían secado, y sin parpadear, impasibles miraban las desoladas tumbas, preguntándose una y otra vez,--y otra vez- ¡hasta el cansancio! si había valido la pena.
Las plegarias fueron anegando el ambiente, sólo los murmullos se podían escuchar --y en un interminable eco-- las voces se fueron impregnando de una densa melancolía que en más de una ocasión obligó al grupo a suspirar como queriendo arrancar de sus tumbas a los atormentados seres cuya luz se había extinguido.
Plegarias que ansiaban abofetear el rostro de quienes por la ambición y el poder, no se habían tocado el corazón para enfrentarlos en una terrorífica lucha de hermanos, quienes con afilados machetes cortaron no solo los cuerpos, sino los sueños y esperanzas para espaciarlos en el olvido, hasta desangrar sus recuerdos en un dantesco festín de idolatría, intolerancia y el más perverso sentimiento de soberbia.
Hubo un momento en que el silencio se apoderó del solitario paraje, tal parecía que los rezos habían exorcizado las almas de los difuntos, que ahora más tranquilos, deambulaban entre los vivos buscando el camino a casa, ese hogar que los recibiera como cada tarde después de las faenas del campo, cuando con algarabía al ver sus jacalitos, el corazón daba brincos de alegría al saber que en unos momentos tendrían entre sus brazos a su amada esposa llenándola de besos al igual que a sus hijos.
Entrar a casa y disfrutar de un jarrito de aromático café endulzado con piloncillo y un buen plato de frijoles --con arto chile-- para finalmente arrullarse con el canto de los grillos y las caricias de su mujer.
La noche acompañó a las desconsoladas mujeres en su pesar, arrastraban los pies levantando senda polvareda, parecía que querían ser enterradas vivas, ¡y que más da! finalmente estaban dejando atrás lo que era su vida, la lúgubre procesión continuó hasta que la noche la devoró completamente.
El silencio de la noche era interrumpido constantemente por sollozos, lamentos, maldiciones, reclamos de las mujeres, que se fueron desojando como flores marchitas, tal como su espíritu, pues ya no sabían que esperar de esta lucha, donde los que en un abrazo de hermandad pelearon unidos para derrocar al tirano, posteriormente envilecidos de soberbia, hacían nuevos bandos para --como jauría-- arrebatarse a la presa en esa hambre insaciable de poder.
Las 13 tumbas quedaron en silencio, el gélido viento las acariciaba una vez más, como queriendo consolar a los que habían vuelto a sus entrañas y con apagados silbidos, rezar también por ellos: hijos, hermanos, esposos, ¡mártires de la insaciable ambición! ¡Mexicanos que amaron a su patria más que a su vida! Y que como la mayoría de los que lucharon, estaban sepultados – no en la tierra de esa desolada parcela—sino en el corazón y pensamiento de los que lograron sobrevivir y que ahora luchaban con sus propios fantasmas, tratando de recuperar sus desoladas almas de los escombros de la infernal lucha de hermanos.
Fin