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Los duenos del mundo eduardo sacheri

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E

PRÓLOGO"CASI" LA VERDAD

ste libro habla de mi vida y de la vida de misamigos, cuando éramos chicos y vivíamos en

Castelar, en los años que siguieron al Mundial deFútbol de 1978.

Sin embargo, este libro no dice la verdad. Y nodice la verdad por varios motivos. Primero, nocreo que uno pueda encontrar la verdad, si es queexiste, en las páginas de un libro común ycorriente como este. Un libro que habla, apenas,de algo tan doméstico e intrascendente como unavida suburbana.

Segundo, nuestros recuerdos siempre son uninvento, una ficción, un relato que nos hacemos anosotros mismos. Nuestros recuerdos son un

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cuento que nos contamos. Y en los cuentos larealidad tiene, sí o sí, que abandonar sus certezasy sus exactitudes.

Tercero, a los escritores nos gusta contarhistorias, y aunque nos propongamos mantener lospies sujetos a la tierra y las palabras atadas a loshechos, tarde o temprano sucumbimos al deseo deque lo que contamos tenga cierta belleza. Y labelleza exige atajos, trampas, exageraciones uocultamientos.

Cuarto, yo no sé si este libro, en una de esas,puede terminar cayendo en las manos de quienesprotagonizaron, junto a mí, estas historias. Y sisucede semejante cosa, puede ser que los chicos ychicas que se criaron conmigo no quieran que esashistorias salgan a la luz. Y están en todo suderecho. Aunque yo haya crecido –mis enemigosdirán que, en realidad, he envejecido–, conservola fe en ciertos principios inquebrantables. Demanera que jamás me convertiría, por simpleplacer, en un delator, en un buchón, en un cobardeque manda al frente a sus amigos.

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Abuelita Nelly, que vivió 103 años, me enseñómuchísimos refranes. Y uno de ellos enseña que“se dice el pecado, pero no el pecador”. Nada máscierto. Yo no voy a delatar aquí a ninguno de lospecadores que pecaron conmigo. Sí voy a contarnuestros pecados. Nuestras maldades y nuestrashazañas. Me regodearé con nuestras victorias.Confesaré, hasta con cierto orgullo resentido,algunas de nuestras derrotas. Pero conservaré elsecreto de quién fue quién, en ese pasado quecompartimos. Haré un revoltijo de nombres, unamezcolanza, para que nadie sepa del todo a quiénle tocó qué papel, en esa vida que tuvimos.

Sin embargo, casi todo lo que se cuenta en estelibro es verdad. Pero es ese “casi” el que locambia todo. “Casi” todo es verdad y, por eso, loque hicimos se mezcla con lo que pudimos haberhecho, con lo que nos faltó hacer porque no nosanimamos, con lo que merecimos haber hecho perola vida, que muchas veces es injusta, nos privó dehacer. Casi todo es verdad y, por eso, nadie salvonosotros mismos puede saber dónde están

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exactamente sembradas las mentiras que están ahí,entre otras cosas, precisamente para que nadiepueda seguirnos del todo el rastro.

Así, mis amigos y yo estaremos a salvo. Ningúnvecino podrá venir a reclamarnos por nuestrasantiguas fechorías. Ningún antiguo rival podráexigirnos explicaciones. Y nuestro pasado podrásoltarse y correr por las veredas, esas mismasveredas en las que corrió y jugó nuestra niñez.

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E

PELOTAS PERDIDAS

l peor árbol que existe, para que te crezca enun campito, es una palmera. Lo digo así de

claro y contundente. Es un axioma. Un principioindiscutible. Puede ser que, además de serindiscutible, sea un principio inútil. Uno de esosconocimientos que no sirven para nada. Y eso, pormuchas razones: por empezar, porque es probableque para cualquiera que tenga menos de treintaaños la palabra “campito” no signifique nada. Yno signifique nada, precisamente, porque loscampitos están virtualmente extinguidos, como elasno salvaje sirio o el leopardo de Zanzíbar (antesde seguir adelante aclaro que los ejemplos queacabo de anotar los sé por internet, y no porque

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sea especialista en zoología).En mi niñez existían, en los barrios, dos tipos de

canchas de fútbol en las que los pibes podíamosjugar: las canchitas y los campitos. Hoy, como yasoy un adulto y por lo tanto se me han agarrotadolos reflejos para captar el mundo completo, tengoque hacer un esfuerzo para fundamentar ladiferencia entre unas y otros.

¿Qué era lo que volvía campito al campito ycanchita a la canchita? Digamos que cuando elterreno era más bien salvaje, cimarrón, apenas unpoco más evolucionado que un baldío, recibía elnombre de campito. En cambio, cuando se tratabade un territorio más cuidado, con postes de maderapara los arcos, o con pastizales y yuyos solo en laperiferia del campo de juego, por ejemplo,alcanzaba el rango mucho más honorable decanchita.

En Castelar existían, por supuesto, unas cuantascanchitas, y numerosos campitos. La mejorcanchita era la de Presente, que se llamaba asíporque estaba a una cuadra de una tienda que

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vendía uniformes escolares, con ese nombre. Nose imagine el lector que era una canchitademasiado preparada. De hecho, la canchita dePresente –a la que acabo de definir como la mejorde todo Castelar– tenía un árbol de treinta metrosde alto que le crecía en el vértice de una de lasáreas. Un verdadero obstáculo. Cuando te tocabaatacar hacia ese lado, no solo tenías que eludir atus rivales, sino al tronco desmesurado del malditoeucalipto que había tenido la pésima idea decrecer en ese sitio.

Ahora: si esa era la mejor canchita, se podráimaginar, querido lector, cómo debía ser el peorde los campitos. Pero éramos gente deconformarnos con poco. En mi barrio, de hecho, enese barrio que florecía alrededor de la esquina deGuido Spano y Blanco Encalada, no teníamos nicanchita ni campito. Una combinación de muchascasas y poca suerte nos volvía indigentes en lamateria, y nos condenaba a jugar únicamente en lacalle. Cerca de nuestro barrio estaba la canchitade la calle Buchardo. Linda canchita, con un arco

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de madera y todo. Pero ahí está el asunto: quedaba“cerca” de nuestro barrio, pero no “en” nuestrobarrio. Y eso hacía que les perteneciera a otrospibes, y no a nosotros. A veces nos aventurábamosa usurparla, pero tarde o temprano sus legítimosdueños nos sacaban carpiendo.

Sin embargo, no hay mal que dure cien años nicuerpo que lo resista, como bien decía AbuelitaNelly. Una tarde cualquiera estábamos ahí, tiradosen círculo en la vereda, lamentándonos por nuestrapenuria de campos de juego. Un colectivo acababade despanzurrar la última pelota de cuero queteníamos, y Fabio le daba vueltas al cueroaplastado y descosido, que dejaba ver los restosde la cámara de goma estallada sin remedio.

—¿Tendrá arreglo? —preguntó, con una voz enla que la angustia se sobreponía a cualquier otrosentimiento.

Esteban le hizo un ademán para que se laalcanzara. Cuando la tuvo, la giró, la palpó, laanalizó con ademanes de entendido.

—Cámara nueva. Costura. Arreglo tiene, pero

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va a salir unos cuantos mangos.Los demás asentimos. Esteban era un

especialista en saber esas cosas. Fabio recibió losrestos del balón y siguió dándole vueltas, aunqueahora con un atisbo de esperanza.

—Oigan —dijo Sergio, de repente—. Si quierenpuedo conseguir un campito para que juguemos.

Se lo hicimos repetir, como para descartar unainsolación o una imperdonable intención deburlarse de nosotros. Volvió a decirlo, con unparpadeo de absoluta inocencia.

¿Era posible? ¿Cabía la posibilidad de queSergio supiese la manera en que podíamoshacernos de un campito? Nos costaba creerle. Esanoticia sonaba igual de inverosímil que si el tiponos hubiera dicho que era amigo personal deMario Alberto Kempes, o que era capaz de cruzarla avenida Irigoyen con los ojos vendados y sinque lo aplastaran los camiones. Le exigimosaclaraciones y las brindó de inmediato.

Resultaba que sus tíos eran dueños del terrenode la esquina de Victorino de la Plaza, en el punto

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límite del barrio, pero adentro. Y que les habíapreguntado si podíamos usarlo y le habían dichoque sí; que si lo limpiábamos y cuidábamos,podíamos usarlo sin problemas. La explicación deSergio sonaba tan sincera que no nos pareció quetratase de engañarnos. Además, si realmente nosestaba tomando el pelo, siempre nos quedaba elrecurso de hacerle pagar la broma moliéndolo apatadas. Y difícilmente el tierno infante estuviesedispuesto a correr semejante riesgo.

De manera que ahí nos fuimos, a inspeccionarnuestro dominio recién adquirido y los trabajosnecesarios para ponerlo en condiciones. Era unterreno en esquina, bastante grande, rodeado porun alambrado alto y cubierto de ligustro. En uncostado se podía pasar saltando un portón demadera cerrado con candado. Hasta los másescépticos tuvimos que aceptar que era,verdaderamente, la tierra prometida. Sobre uno delos lados, además, alguien había plantado un parde naranjos, a unos cinco metros uno del otro.Estaban apestados y se habían ido en vicio, pero

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nosotros no los queríamos para comer naranjassino para que sirviesen de postes para un arco.Dicho sea de paso, ese arco nunca resultó unamaravilla: los árboles no tenían un tronco únicoque saliese recto hacia arriba, sino un montón deramas gruesas que se abrían desde el tronco hacialos lados, muy abajo. Cada “poste” por lo tanto,era un berenjenal de ramas, y era una discusiónperpetua entre atacantes y defensores, cuando lapelota pegaba en esas ramas, decidir sicobrábamos gol, rebote en el palo, córner o saquede arco. Los que atajaban ahí, además, sufríanespecialmente. A todos nos maravillaba el modoen que el Pato Fillol, arquero de la seleccióncampeona del ’78, volaba de palo a palo sacandobalones imposibles de los ángulos. Pero cuandonos poníamos a imitarlo en ese arco,indefectiblemente terminábamos llenos deraspones, estrellados contra el ramerío comomariposas en el radiador de los micros de largadistancia.

De todas maneras, teníamos problemas más

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urgentes: el terreno estaba abandonado desdehacía mucho tiempo, y donde no crecían los yuyostan altos como nosotros se acumulaban montañasde basura abandonadas ahí desde tiempoinmemorial. Como nos sobraba de voluntad lo quenos faltaba de herramientas, los más grandes nospusimos a arrancar los yuyos con las manos. Ypusimos al personal a nuestras órdenes –es decir,los pibes más chicos– a cargar manojos de basurahasta el cordón de la vereda. Cuando la fatigaamenazaba con derrotarnos –nuestros jóvenesesclavos amagaban a dejar el trabajo y parecíaninmunes a todas nuestras amenazas, y los mayoresteníamos las manos enrojecidas cuando noampolladas–, el papá d e Nicolás vino asalvarnos: trajo la máquina de cortar pasto, uncable de cincuenta metros para enchufarla en lo deun vecino, y dos machetes enormes y filosos paraatacar la espesura.

Mientras su papá se dedicaba a manejar elcatafalco y a gritarnos que no pisásemos el cable ariesgo de “quedarnos pegados” –recuerdo que en

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mi niñez me costaba conciliar la noción deelectricidad con la de pegamento–, Nicolás y yonos dedicamos a sacudir los machetes en el yuyalcon mucho más entusiasmo que conocimientos.Creo que nunca estuve tan cerca, a lo largo de mivida, de perder unos cuantos dedos de las manos.

Nos llevó un par de tardes dejar todo limpio ylo suficientemente liso como para que la pelotarodase. Desde entonces, el “campito de Sergio” seconvirtió en nuestro campo de juego. Y pudimosjugar a salvo de los colectivos y de las viejasdeseosas de dormir la siesta.

Pero, como en la vida no existen las solucionesperfectas, tuvimos que aprender a convivir con lapalmera.

Y ahora regreso al principio de este relato, pararepetir que no hay un árbol peor para que te crezcaen un campito, que una palmera. De entrada, comotantas cosas en la vida, nos pareció inocente,inofensiva. Claro que la vimos. Como para no

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verla. Enorme. Altísima. Tan gruesa que noalcanzábamos a rodear su tronco con los brazos.Con el penacho de hojas pinchudas en la cima, y eltronco áspero y recto, sin ningún sitio paraagarrarse e intentar treparla.

Nos bastaron unos cuantos partidos para darnoscuenta de que la dichosa palmera era unadevoradora insaciable de pelotas. Siempre sucede,cuando uno juega al fútbol en la naturaleza, quealgún jugador rústico te cuelga el balón en lasramas de un árbol. Es inevitable. Pero, cuandosucede, uno supone que tarde o tempranoconseguirá recuperar la pelota. Trepando por lasramas, haciéndose pie con los amigos, tirándolecascotazos, sacudiendo el follaje… Esasestrategias funcionan en todo tipo de árboles: ensauces, en pinos, en fresnos, en paraísos, en tilos,en cedros. Pero son inútiles cuando se trata de unapalmera. Porque la pelota se encaja allá arriba, enel centro del penacho ese de hojas pinchudas, ysalvo que uno tenga un helicóptero no hay modo dellegarle a ese corazón lleno de trampas. Escalar el

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tronco es imposible. Tirarle piedrazos es inútil. Yzarandear las ramas, impracticable, porque comomucho lo que vas a lograr es que se desprenda unay se te venga encima con todas esas agujas filosasque te pueden dejar cosido a pinchazos.

Parece mentira cómo la vida parece dispuesta atorcer sus caminos. Porque nosotros, que con elcampito de Sergio nos habíamos librado de losreventones de pelotas bajo las ruedas de loscolectivos, empezamos a verlas desaparecer en lasfauces hambrientas de la maldita palmera. Cuandoa los arqueros desprevenidos se les daba por sacaralto, las caras de todos quedaban estáticasclavadas en el cielo. El aire se quedaba quieto ydejaban de escucharse los sonidos, salvo algúnaullido de pánico mal contenido. Si el balónpasaba lejos de la palmera, o si le tocaba la puntade las ramas y caía, festejábamos con aplausos yseguíamos el partido. Pero si con un rumor verdeel balón se encastraba en las alturas, nosagarrábamos la cabeza o nos quedábamos quietosy fríos, a medida que nos colmaba el desconsuelo.

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Para disuadir a los arqueros irreflexivosestablecimos una regla categórica: “El que cuelga,garpa”. Y como “dura lex, sed lex” –ese dicho noes de Abuelita Nelly, porque nunca supo latín–, losincautos se acostumbraron a la fuerza a sacar conla mano y más bien bajito. Pero el fútbol tienepulsos y exigencias que van más allá de los deseosde los hombres, y de tanto en tanto, algún balónirreflexivo partía, como un cañonazo, hacia elinfierno final de la cima del árbol asesino.

Nuestra guerra contra la palmera empezó aterminar un día como cualquiera, cuando nostopamos con un cartel sobre el alambrado. “Sevende”, en grandes letras blancas, y el apellido yel teléfono de un martillero de la zona.Consultamos a Sergio sobre el asunto y resultó queel campito no era de Sergio ni de los tíos deSergio ni de ningún miembro de la parentela deSergio. Como éramos indulgentes, no lo fajamospor haberse mandado la parte en vano. Y comoéramos optimistas, seguimos jugando sindetenernos a pensar en el día en el que, tarde o

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temprano, nos arrebatarían el campito.Unos meses después llegaron unos obreros que

construyeron una empalizada. El dueño legítimodel terreno lo había vendido para construir unosdúplex. Y nosotros, dispuestos a encontrarrastrojos de alegría en la desgracia, optamos porver el lado bueno: nos quedábamos para siempresin campito, pero para construir los dúplex iban atener que derribar a nuestra enemiga, y nosotrosrecuperaríamos de un saque todas las pelotas que alo largo de tres años la palmera nos había idoarrebatando.

El día fijado para la tala estuvimos todos.Encaramados en una medianera, vimos a losobreros rodear el tronco con sogas gruesas yemprenderla a los hachazos. Cuando horadaron lamitad del diámetro enorme, cincharon todos juntospara torcer el tronco y quebrarlo como el espinazode un dinosaurio o de un gigante. No nos tembló unmúsculo cuando la palmera golpeó contra la tierra:esos no eran días de conciencia ecológica sino depura y simple venganza.

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Después del topetazo feroz contra el suelo, losoperarios nos permitieron acercarnos. Vimos, porprimera vez, el alto corazón de la bestia: elenmarañado centro del follaje, un par de nidosabandonados, un amontonamiento de frutos ysemillas, el imán hambriento que se habíaengullido cada uno de nuestros balones. Concuidado, para no clavarnos las agujas atroces delas hojas, estiramos los brazos para recuperar laspelotas perdidas.

Y con un asombro en el que se mezclabanel horror y la admiración, comprobamos que lapalmera había vuelto a derrotarnos. Después demeses, de años de tenerlas suspendidas ahí arriba,a sol y sereno, empapadas de lluvia y resecas enlos soles del verano, todas, absolutamente todas,las doce o quince pelotas que encontramos estabaninservibles: con los gajos rotos, el cuero podrido,las costuras abiertas, las cámaras desintegradas.

Para irnos, saltamos por última vez el portón demadera del campito. A medida que pasábamos laspiernas por encima de los listones, echamos un

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último vistazo al gigante abatido. Los obreros sedisponían a cortar el tronco en pedazos, a separarlas ramas para apilar los restos en el cordón de lavereda. Eso sí: entre todos cargamos con nosotroslos restos, inservibles y despellejados, de todaslas pelotas. Aunque la palmera nos hubieseganado, también, esa última batalla, no íbamos aobsequiarle, además, el placer postrero dequedarse con todos nuestros muertos.

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U

COLECTIVOS

na de las mejores cosas que tenía el barrio demi niñez era que, por la esquina de mi casa y

todo a lo largo de Blanco Encalada, pasaba elcolectivo. En esos tiempos de autos escasos ycuadras silenciosas, que por esa calle angosta ymansa apareciesen, cada quince o veinte minutos,esas moles rugientes y veloces, a nosotros nosparecía una aventura y un privilegio.

La línea era –sigue siendo– la 238. Lo decíamoscortado, como si fuera un número de teléfono queuno separa según su gusto: todo el mundo lallamaba “dos treinta y ocho”. No decíamos“doscientos treinta y ocho”, como hubieracorrespondido. A unas cuadras pasaba el 136 y,

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tampoco sé por qué, la gente lo decía bien:“Ciento treinta y seis”.

Las dos líneas pertenecían a empresasdiferentes: la 238 era de “Transportes Unidos deMerlo”. La TUM, para los íntimos. La 136 era de“Transportes del Oeste”. Los 238 eran rojos, los136 eran celestes. En mi escuela cada empresatenía su hinchada y sus fanáticos. Sosteníamosdebates acalorados –y estúpidos– sobre cuál delas dos empresas era mejor, cuál hacía unrecorrido más largo, cuál tenía colectivos másnuevos y mejor pintados. En mi barrio, porsupuesto, todos éramos hinchas del dos treinta yocho, y reconocíamos cada interno (el interno es elnúmero chiquito que tienen al lado de la puerta yen la parte de atrás, y que lo identifica dentro de laempresa) a dos o tres cuadras de distancia.Verdaderos peritos en la materia. Festejábamos lacompra de un colectivo nuevo como si fuera unéxito personal o de toda la barra, y en la escuelanos llenábamos la boca como si la enorme flotanos perteneciera. En realidad, eso de “enorme

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flota” nos quedaba un poco grande. Lo cierto esque la TUM era mucho más chica que laTransportes del Oeste, y hacía un recorridominúsculo, comparado con el del 136, y susinternos lucían en general una cierta tendencia aldestartalamiento.Pero el amor es el amor, y noconoce de razones. De manera que estábamossiempre dispuestos a defender al 238, converdades, con mentiras o a puño limpio, si hacíafalta.

Yo tenía un motivo personal para querer al 238,que no compartía con mis demás amigos salvo conEsteban: sus colectivos eran rojos, completamenterojos, parecidísimos a la camiseta deIndependiente.

Los veíamos aparecer cuando doblaban desdeVictorino de la Plaza (justo pegándole la vuelta alcampito de Sergio). Giraban en segunda y enseguida metían tercera, con una aceleración quenos parecía pavorosa y mientras proferían sonidosde exterminio. Llegando a la esquina de GuidoSpano (donde una de las cuatro casas era

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precisamente mi casa) soltaban la cuarta velocidady aceleraban todavía un poco más. Cruzaban esaesquina como si lo único que pudieran tener pordelante fuera el porvenir. Eso sí, tocaban un largobocinazo a diez metros de Guido Spano, comobuques a punto de adentrarse en la niebla espesade mares inhóspitos, como única precaución por sialgún incauto tenía la mala idea de venir hacia laesquina por esa otra calle.

Porque allí se ponía en juego la otra mitad de lahistoria. Desconozco el motivo, pero en elCastelar de los años setenta los automovilistastenían una peligrosa tendencia a considerarsesolos en el mundo. O solos en la calle, por lomenos. Y afrontaban las esquinas con unaconfianza ciega en la benevolencia del destino.También ellos se conducían como si lo único quepudiera existir por delante fuese el futuro. Tal vezhabía en esa época tan pocas cuadraspavimentadas en Castelar que los conductoresquerían experimentar un poco del vértigo de lavelocidad. O tal vez el aspecto inofensivo de las

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veredas arboladas disipaban hasta la propianoción del peligro. O todos éramos tan cándidos eingenuos que suponíamos que nada demasiadomalo podría jamás ocurrirnos. Lo cierto es que losautos que venían por Guido Spano lo hacían con elmismo desparpajo, con la misma estúpidaconfianza que los colectivos.

La consecuencia lógica e inevitable era que,cada dos por tres, colectivos y autos se pegabanunos virulazos de padre y señor nuestro. Desde elinterior de nuestras casas, el universo de lossonidos se torcía y nos anunciaba el desastre: enlugar de escuchar el rugido creciente del 238lanzado a sesenta por hora, oíamos un chillidosobrecogedor, un raspar helado de neumáticossobre el asfalto, y un topetazo brutal de metalesdescalabrados y cristales hechos trizas. Entonceslos pibes abandonábamos todo, cualquier cosa queestuviéramos haciendo, deberes, juegos, televisióno merienda, y corríamos a la calle al grito de“choque”, “choque”. Aunque no podíamosconfesarlo –porque nuestros padres nos decían que

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no había que alegrarse de la desgracia ajena–, elespectáculo de los choques nos encantaba, nosseducía, nos emocionaba y nos conmovía.

La ventaja de vivir en la esquina era que podíallegar antes que cualquiera de mis amigos, yconseguir un lugar privilegiado en la crecienteronda de curiosos. El automovilista siempre era elprimero en bajarse, con expresión desorbitada yademanes enlentecidos. Con paso inseguro, dabados o tres vueltas alrededor de su vehículo,golpeándose los muslos o la frente, con cara de“no puedo creerlo, me hizo pelota el auto”. Loscolectiveros, en cambio, se manejaban con unacalma admirable. Duchos en estos avatares viales,los tipos bajaban a las cansadas, como aristócrataso pontífices, después de haber permanecido largorato todavía sentados al volante de sus navesrepentinamente inmóviles, con la espalda recta y lamano derecha abandonada sobre la expendedorade boletos que se usaba antes de las máquinas paramonedas. Vistos así, desde nuestra modestia depeatones, sus ojos fijos en algún punto indefinido

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del horizonte, la respiración calma y el gestoinescrutable, uno podía confundirlos concomandantes de una escuadra de tanques, en plenabatalla en el desierto. Recién cuando se sentíanlistos y dispuestos, descendían taconeando sobrelos escalones de chapa, mientras la corbata azul seles balanceaba como un péndulo sobre la camisaceleste.

Para entonces, todo el barrio se había hechopresente. No faltaba el comedido que ofrecierahielo para los contusos, consuelo para las señorasangustiadas o recomendaciones para las averías.Es verdad que en aquellos tiempos uno veía confrecuencia a todos sus vecinos. Pero a nosotrosnos maravillaba verlos a todos ahí, al mismotiempo, hermanados en la contemplación de latragedia y en el comentario de sus causas y susefectos.

Era usual que el encuentro cara a cara entreautomovilista y colectivero derivase en unrecíproco achaque de responsabilidades. “Fueculpa suya”, “¿Qué? ¿Cómo dice? ¡Culpa suya!” y

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así sucesivamente, hasta que la cosa se deslizabaal terreno de los insultos. Esa era para nosotrosuna de las mejores partes de la ceremonia.Escuchar, hilvanadas una tras otra con unaprecisión litúrgica y proferidas con la entonaciónestentórea del Himno Nacional, todas las malaspalabras que nuestros padres nos teníansolemnemente prohibidas, era un deleitemayúsculo.

Tarde o temprano los ánimos se calmaban y loscontendientes volvían a sus vehículos a buscar lospapeles que necesitaban para denunciar elsiniestro a las compañías de seguros. Esa secciónya nos aburría. De manera que los chicos noslanzábamos, como buitres con escaso disimulo, arevisar el asfalto palmo a palmo, en busca dealgún trofeo. Los vidrios en general no, porque ennuestras casas nos los tenían prohibidos. Pero enuna de esas podíamos hallar un farolito lateral, untrozo de pintura saltada o el tesoro de todos lostesoros: una de esas insignias metálicas –ahora sonde plástico– con la marca y el modelo del auto,

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que casi todos tenían en los guardabarrosdelanteros o sobre el paragolpes de atrás.

No nos parábamos a considerar que esa liturgiareiterada pudiese encarnar un peligro para nadie.La muerte era, entonces, algo que solo sucedía enlos diarios o en las películas de guerra.

Y si el choque se producía un sábado –no digoun domingo porque creo que los domingos habíatan poco movimiento callejero que la probabilidadde que se cruzaran dos en mi esquina eradirectamente nula–, la cosa tenía el atractivoadicional de que mi papá estaba en casa. Y si mipapá estaba, asumía siempre un rol protagónico.Odiaba a los colectivos con un fervor, con unaenjundia, con una entrega, dignos de un fanático oun apóstol. Los acusaba de destrozar el pavimento,de meter un batifondo insufrible, de correr avelocidades imprudentes. Más de una vez intentójuntar firmas de los vecinos para reclamar en laintendencia que cambiasen el recorrido, quedisminuyeran la frecuencia o que les prendieranfuego a esas máquinas del demonio.

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Y como las autoridades nunca jamás le llevaronel apunte, cuando los choques le ponían a tiro, caraa cara, a un colectivero, no perdía la oportunidadde hacerlo objeto de su ira y su venganza. Y salíade mi casa más rápido que yo mismo, dispuesto ahacerles pagar a esos imprudentes cada uno de susatropellos. Me generaba una admiración lindantecon el miedo ver a mi papá, con el dedo índice enalto, arengando a las masas de peatones yautomovilistas contra esa plaga homicida que, a susanto criterio, constituían los colectiveros.

Yo no lo vi, pero me contaron que una vez sefue a las manos con un colectivero que lucía unpucho en la comisura de la boca y que resultódemasiado sensible a sus críticas. Todavía hoylamento habérmelo perdido. Parece que mi padrelo trató, iracundo, de “delincuente”. Eran otrostiempos, en los que había tanta gente honrada quedecirle a otra persona que era un delincuenteconstituía, de verdad, un insulto. No sé quién ganóla dichosa pelea. Pero como es un recuerdo hechoa la medida de mis deseos, y por lo tanto un poco

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más mentiroso que los otros, me tomo la libertadde construirlo como quiero.

Me gusta imaginármelo a mi papá así: con suuniforme de los sábados consistente enpantaloncitos cortos, camisa sport y calzado conchinelas, con sus cuatro pelos locos desordenadosen el tole tole, lanzándole iracundos y certerosmanotazos a un colectivero de la dos treinta y ochoque termina por huir despavorido hacia las alturasde su castillo de hierro, mientras el públicopresente aplaude la venganza del odontólogojusticiero.

Podrá decírseme que el recuerdo no esprecisamente la verdad, y es cierto. Pero, a fin decuentas: ¿existe alguna utilidad mejor, paranuestros recuerdos, que embellecer las accionesde aquellos a quienes hemos amado?

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E

EL DIABLO CON UNA SOLAMEDIA

l mejor lugar para nuestro fútbol callejero eraa mitad de cuadra, sobre Guido Spano: poco

tránsito, arboleda frondosa y buenas franjas dealquitrán para usar como líneas de fondo y comolímites de las áreas. Blanco Encalada, con suscolectivos, quedaba tranquilizadoramente lejos, ysolo muy de tanto en tanto algún despejedemasiado rústico ponía los balones en peligro.Poníamos cascotes para los arcos y marcábamos lalínea de gol con un filo de ladrillo. Podían pasarhoras sin que un auto nos interrumpiera. Si pasabaalguno, el primero de nosotros en verlo debíagritar para que los demás se quedaran quietos.

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Supongo que éramos un raro espectáculo para elconductor del auto: diez o doce pibes, haciéndoleapenas sitio para que pasara, quietos comoestatuas de sal.

La calle Guido Spano era un remanso de paz,pero de paz aparente. Porque encerraba, comoesas aguas cristalinas y tibias que ocultanhambrientos tiburones, el peligro bestial deAlejandrito Miranda.

Supongo que todos los barrios, en su folclore,tuvieron el suyo: ese ser despreciable, empeñado atoda costa en estropear el sano esparcimiento delos chicos. Miles de viejos cascarrabias, legionesde solteronas irascibles, regimientos de gordasintolerantes poblaron, alguna vez, las calles de losbarrios. Y persisten, todavía, agazapados ennuestros recuerdos más oscuros. Desde el limbode nuestras pesadillas, aún alzan un puño iracundo,fruncen el ceño en un gesto amargo, vociferanimpiadosos “¡Rajen de acá, mocosos deldemonio!”.

Ahora bien, sin ánimo de pasar por jactancioso,

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me atrevo a desafiar al lector: dudo mucho quehaya tenido que enfrentarse con un enemigo de latalla de Alejandrito Miranda. Y ojo que lo quedigo de su talla no lo hago en sentido figurado: eltipo medía cerca de dos metros, y tenía unosbrazos de orangután que terminaban en manos conaspecto de tenazas que hacían temblar al máspintado. Y la cara tampoco lo ayudaba. Corrijo, enrealidad, para lo que él se proponía –aterrorizarnos hasta la parálisis–, sí que loayudaba: esa expresión de loco, ese aura decriatura tenaz y sanguinaria. Si uno tenía ladesgracia de topárselo frente a frente, si uno sedaba de bruces con esos ojos fríos y negros comoel caño de un revólver, solo le quedaban dosopciones: echarse a correr o echarse a llorar.

No sé si el lector se hace una idea del monstruoque estoy describiendo: no estoy hablando de unviejo artrítico ni de una vecina torpe de andar yentrada en carnes. Hablo de un hombre en laplenitud. Andaría por los treinta o los treinta ycinco años. Era flaco y lo sospechábamos ágil.

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Esos brazos como tentáculos parecían más queeficaces para perseguir, atrapar y triturar, encuestión de segundos, el delicado espinazo de unniño. No sé si soy suficientemente claro:Alejandrito Miranda era un predador nato. Encomparación, enfrentarnos con viejos gruñones ocon gordas irascibles hubiese sido comoenfrentarnos a la madre Teresa de Calcuta.Además, Alejandrito nos odiaba con unadedicación exquisita. Era de esos adultos queencuentran un placer inagotable en infundir temoren los chicos. No fue el único que conocí, desemejante calaña. Pero como fue el primero surostro me quedó grabado para siempre: los ojoshelados, las cejas partidas, los labios en unamueca de amenaza perpetua.

Muchas veces, entre los pibes, hablábamos deél. Como siempre es más emocionante lo queimaginamos que lo que en realidad sucede, en lasanécdotas truculentas que compartíamos solíamosmezclar lo que sabíamos a ciencia cierta conescenas de las películas de terror que daban los

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sábados a la noche y con nuestras más floridaspesadillas. Y el producto era al mismo tiempotétrico y atrayente. Estábamos convencidos de queenvenenaba perros ajenos y los enterraba en eljardín del fondo, de que escuchaba long-plays demúsica satánica y de que pintaba extrañossímbolos herméticos en una de las habitaciones desu casa.

Otras versiones menos fantasiosas –y menosdivertidas–, que nos llegaban a través de losmayores, lo pintaban como un treintañero vago ylevemente excéntrico, que vivía con la mamá y seconsideraba becado con la pensión de viuda. Hoypor hoy, que un grandulón de dos metros y treintaaños se haga llamar “Alejandrito” y siga viviendocon su mamá es pan de todos los días, pero en losaños setenta esa circunstancia nos sonaba extraña.Alejandrito Miranda nos hacía acordar a esascriaturas siniestras que los villanos de laspelículas a terror mantienen en oscuras mazmorraspara acentuar su salvajismo y usan como sicariospara encargos imperdonables.

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Y ahora retomo el hilo de lo que contaba alprincipio: porque precisamente a mitad de cuadrade la calle Guido Spano, en ese lugar inmejorablepara jugar al fútbol a la hora de la siesta, estaba lacasa de Alejandrito Miranda. Y para nosotros esoera casi una burla del destino, un sarcasmo deDios.

Para peor, el energúmeno estacionaba confrecuencia su auto en la calle. Y el auto ese era,para él, la porción más entrañable del universoentero. Alejandrito era de esos tipos que entablancon su auto una relación casi física, de ensoñacióny de ternura. Y, como jamás trabajaba, teníatiempo de sobra para lavarlo, pulirlo, lustrarlo,mimarlo y enternecerse contemplándolo.Concedamos que era un lindo auto: un Peugeot 504blanco e impecable, que seguramente era laenvidia de vecinos más trabajadores y con menostiempo libre.

Pero a nosotros el auto nos importaba un cuernoo, más bien, el auto era un obstáculo: uno no puedearmar una cancha en la calle con semejante

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artefacto en el medio. A veces nos demoraba elinicio de los partidos, porque había que esperar aque Alejandrito saliese de su casa para poner loscascotes. Otras, nos cortaba el match en elmomento más inoportuno, porque retornaba a suhogar y nos plantaba su joya en plenomediocampo. Y por más que eso nos enfureciera,no éramos suicidas: creo que si alguna vez lehubiésemos pegado un pelotazo al Peugeot, estelibro no existiría, porque Alejandrito nos habríaasesinado en masa, como hizo, en esa época, elloco de Jim Jones con su secta de Guyana. Demodo que cuando nos estacionaba en plena canchano quedaba otra acción que tragar saliva paradeglutir la indignación, levantar los cascotes ymudar la cancha a otro sitio.

Una sola vez nos atrevimos a desafiarlo. Era lahora de la siesta, y el resto de la calle GuidoSpano estaba inusualmente cargado de autosestacionados. Quedaba libre, eso sí, un hermosoespacio de veinte o treinta metros a la mitad de lacuadra. Libre, descontando el maldito Peugeot de

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Alejandrito Miranda. Con el auto diez metros másallá, pegado a los otros, la cancha quedabaperfecta. No sé de quién fue la idea de empujar elauto para sacarlo del medio. O de quién fue lavalentía como para decir que sí y convencer a losdemás. Lo cierto es que allí fuimos y endisciplinado pelotón nos pusimos a empujar lajoya de la corona. Como estaba en punto muerto, elPeugeot se deslizó con la suavidad de un trozo demanteca a medio derretir sobre una sartén caliente.Concluida la operación, nos pusimos a jugar con lainocencia y la naturalidad de Adán antes delasunto aquel de la manzana.

No habían pasado ni veinte minutos cuando nosparalizó un rugido. De las profundidades de sucasa, ataviado apenas con un calzoncillo y unamedia (no sé por qué, y claro que jamás se meocurrió preguntarlo, pero el tipo vestía una solamedia), emergió Alejandrito al grito de “¡Chorros,chorros, me afanaron el auto!”.

Tal vez acababa de despertarse de su siesta, o alo mejor una oscura intuición lo hizo interrumpir el

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sueño. Para el caso es lo mismo. Alejandritoseguramente se había asomado por el visillo delgarage y habia notado que la carne de su carne noestaba en su lugar. Por eso el alarido enajenado yla frenética irrupción en paños menores. Apenasvio que su bebé se encontraba sano y salvo, veintemetros a un costado, detuvo su carrera en pañosmenores y giró la cabeza hacia donde estábamosnosotros, paralizados de miedo y de sorpresa. Susojos quemaban el aire.

Creo que el lector convendrá conmigo en que eltal Alejandrito era un ingrato. Porque, cuandoavanzó unos pasos en la vereda y divisó, ahínomás, a unos metros, a su bendito Peugeot tancampante y enterito, lo lógico hubiese sido que sealegrase y le agradeciera al Señor la buena nueva.Durante cinco segundos había pensado que se lohabían robado y sin embargo ahí estaba suprecioso Peugeot, sin un rasguño. ¿No era motivomás que suficiente para ponerse contento?

Nosotros supusimos que sí, pero nosequivocamos. Porque en lugar de decir algo

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alegre, al estilo de “Qué suerte, ahí está mi auto”,o algo así, Alejandrito nos miró iracundo yvociferó “¡Los voy a cagar a patadas en el culo,mocosos del diablo!”, mientras cerraba los puñosy ponía los brazos en jarra, en un gesto igualito alque poco después inmortalizaría Lou Ferrigno enla exitosísima serie de “El increíble Hulk”.

Debo reconocer que nuestra retirada careció demétodo y de elegancia: cada cual rajó como mejorpudo, como cucarachas al encenderse la luz. Talvez en otra ocasión, en alguna de las historias deeste libro, pueda limpiar un poco mi honor y el demis amigos, narrando la venganza que alumbramospara la Nochebuena siguiente. Pero hoy no seríajusto. Aunque me duela, el relato debe detenerseaquí: con Alejandrito en calzones y con una solamedia puesta, dueño y señor de la vereda de lacalle Guido Spano, mientras nosotros disparamoscada cual a su cucha para ponernos a cubierto.

Agrego un último trazo, que me asalta ahora que

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termino este recuerdo. No hace mucho, después devisitar a mi mamá en la que fue mi casa, caminéhasta la parada del 238 en la esquina de GuidoSpano. Mientras esperaba, sentí crujir una ramita amis espaldas. Me di vuelta. Un escalofrío súbitome recorrió la piel. Allí, de pie frente a mí, estabaAlejandrito, con sus dos metros de fieraincandescente y sus ojos satánicos, escrutándome apocos pasos de distancia. Cuando estaba a puntode echarme a correr o a llorar, Alejandrito abrióla boca. “Buen día”, dijo. Y después se apoyó enun tapial para esperar, él también, el colectivo.

Dudé un poco, hasta que por fin entendí. Habíanpasado veinte años y yo ya no era un chico, demodo que carecía de motivos para odiarme. A míme hubiese gustado decirle algo, devolverle unpoco de su crueldad inútil, de su patético sadismosuburbano. Pero no me animé. Claro: yo estabasolo, y esa ya no era mi cuadra. Entoncescomprendí que cuando uno está sin sus amigos notiene a quién pedirle prestada la valentía.

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L

LA CASA ABANDONADA

a casa era tan vieja que la habían construidoantes de trazar las calles, y antes de que

Castelar se llamase Castelar. Decían que habíasido el casco de una estancia o una quintagigantesca. Lo cierto es que después, cuandolotearon todo, la casa quedó arrinconada contra laesquina de una manzana y no quedó lugar para lavereda. A duras penas, entre el cordón del asfaltoy el seto de ligustro, se abría un sendero escuálidode medio metro de ancho. De todos modos, comocada cinco metros habían plantado un paraíso, nohabía manera de caminar por ahí sin hacerlo por lacalle, como si la casa tomase, con cada transeúnte,una muda y digna venganza contra todos los

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horrores del progreso.Sobre el porche se leía el año de construcción,

en un bajorrelieve de yeso: “1912”. Siendo muychico, cada vez que pasaba de ida o de vuelta,hacia el almacén o el despacho de pan, me deteníaa mirar esos números grabados. Me parecíaimposible que existiera algo tan viejo. Yo sabíaque el mundo era un sitio mucho más antiguo. Perolo sabía a través de los libros o de lo que decíanlas maestras. Esa casa era la cosa más vieja queyo había visto, o eso creía. En realidad, AbuelitaNelly había nacido en 1907 y era cinco años másvieja que esa casa. Pero como mi abuela no teníala fecha escrita en ningún lado me resultabaimprobable datarla tan lejos en el tiempo. Además,mi abuela sonreía a menudo, cocinaba riquísimo ycuando venía de visita desde Flores me traíachocolates, y todo eso le otorgaba un aireirrenunciable de juventud y lozanía.

La casa no. En ella vivían dos mujeres solas,madre e hija, pero nadie las veía nunca. La madre–decían– era una anciana que no salía jamás a la

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calle. La hija era maestra, pero nunca la vi. Lacasa parecía dormir. Por entre los ligustros seveían de vez en cuando los postigos abiertos en lasenormes ventanas laterales, o la ropa tendida enuna soga, al fondo del jardín.

En la primavera de 1978, y mientras gastábamosla tarde con los chicos en la vereda de mi casa,vimos un inusual movimiento en esa esquina.Gente que entraba y salía. Algunos hombres detraje, que fumaban junto al portón. En el barrio lasnoticias viajaban rápido. Era un velorio. Decíanque el de la vieja, aunque alguno sostenía, endisidencia, que la que había muerto era la hija.Dijeron además que la velaban ahí, en la propiacasa, en la sala principal que daba al frente, a eseporche que tenía el 1912 grabado en el dintel.Algunos fueron a cerciorarse. Volvieronasegurando que era cierto. Que habían puesto elataúd en el living, nomás entrando. Me dijeron deir, pero me hice el tonto, porque sabía demasiadobien de qué se trataba todo aquello.

Con los más rezagados nos acercamos nomás al

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atardecer, cuando se hizo la hora del entierro.Estacionaron como cinco Ford Fairlane, azulmetalizado, sobre la calle Guido Spano. Volví apensar que era una locura que usaran esos autostan lindos para algo tan feo como llevar a alguienmuerto al cementerio. El auto largo, el que se usapara transportar los ataúdes, atravesó el portónhacia la casa, y estacionó sobre las baldosasamarillas y marrones de la explanada, justodelante de la puerta. Desde el ligustro vimos cómoalgunos hombres cargaban el ataúd, una mujerlloraba, y todos salían en caravana mientras seescondía el sol.

Olvidamos la casa por un tiempo, hasta que nosllamó la atención lo altos que estaban los yuyos.Alguno reparó en que los postigos no habíanvuelto a abrirse. Y cuando metimos la cabeza porentre el ligustro para espiar, vimos los techosaltísimos, las ventanas idénticas y estrechas, peronada más. Algunos decían que la casa estaba

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abandonada. Otros decían que la hija todavía vivíaen esa casa, pero no estaba casi nunca. Otrosdecían que era la vieja la que seguía con vida, yque aguardaba en la sala a oscuras, esperando alprimer incauto que se atreviese a entrar, paramatarlo del susto.

Unas semanas después ocurrió lo del perro. Lovi por primera vez un mediodía, mientras volvíacaminando de la escuela. Era un caniche negro,que yacía de costado justo en la esquina, entre lospastos, a un lado del portón. Casi no podíamoverse, y tenía las fauces abiertas y cubiertas deespuma. Fue el único animal que vi morir de rabia.Claro que en mi casa no dije nada. Esperé la horade la siesta y salí a buscar a los demás. Salvo losque iban al turno tarde, vinieron todos. Ningunoquería perderse al perro moribundo. Hicimos uncírculo alrededor del animal, que apenas se movía.Su abdomen subía y bajaba, cada tanto, cuandorespiraba. Esperábamos verlo morir, pero nohabía sadismo alguno en lo que hacíamos. Noéramos responsables de aquello. Nosotros no lo

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habíamos contagiado. No le habíamos hecho daño.Era una fatalidad que nos excedía, y que nosdespertaba una recóndita y tácita piedad. Pero elasunto era entre el perro y su propia muerte.Supongo que si nuestras madres hubieran sabidoque pasamos la tarde sentados en el suelo,formando una rueda sobre la vereda, alrededor deun perro negro que estaba muriéndose de rabia,nos habrían sacado de ahí entre aullidos de pánico.Pero no estaban. Recién nos levantamos y nosfuimos cuando estuvimos seguros de que el animalhabía dejado de respirar.

En los días que siguieron volvimos varias vecespara ver, fascinados, la manera en que ibacorrompiéndose el cadáver del caniche. Debehaber sido en invierno, porque pasaron varios díasantes de que nos molestase de veras el olor. Detodos modos ninguno propuso dejar de ir, porquenos atrapaba ese espectáculo macabro y porqueninguno quería pasar por blando delante de losotros. Por fin los vecinos se percataron de losucedido, corrió la voz, y nuestras madres nos

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prohibieron acercarnos a esa esquina, y no nosquedó otra que mentirles que obedeceríamos.Como resultaron infructuosos los llamados que losvecinos colindantes hicieron al municipio para queretiraran los despojos, uno de ellos se armó decoraje, de un bidón de kerosene y de unos listonesde madera, armó una pira y le prendió fuego.Después siguió arrojando desperdicios sobre lasbrasas hasta que no quedaron rastros del animal nide su desgracia.

Lo del perro nos llevó a sumar uno más uno yconcluir que la casa estaba abandonada. Nadie ensu sano juicio hubiera podido aguantar el oloremponzoñado que se apropió durante todos esosdías de la esquina. Los yuyos, que en el parquehabían crecido hasta la altura de nuestras caderas,o las hojas de los árboles que se pudrían sobre laexplanada, nos dieron la misma impresión.

No fueron los chicos de mi barra, sino otros másgrandes, los primeros que se atrevieron a entrar.Forzaron la puerta de alambre que se abría en elligustro, sobre el jardín del fondo, y se metieron

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adentro. Esa tarde hablaron de habitaciones vacíasy malolientes, y de una sala donde persistía elhálito de la muerta. Naturalmente, nos corrió unfrío por la espalda. Y naturalmente, nosjuramentamos entrar. Nadie confesó que tuvieramiedo, pero nos aseguramos de elegir un mediodíasoleado, y de caminar bien cerca unos de otros,para alejar a cualquier espectro que hubiesequedado vagando por las habitaciones vacías.

Pasamos el portón de alambre, medio vencidopor los empellones de los pibes más grandes quenos habían precedido, y avanzamos por entre losyuyos humedeciéndonos las pantorrillas. Entramosa la casa por atrás, porque los grandes habíanforzado esa entrada y no la principal, que se veíadesde la calle. Un pasillo atravesaba la casa depunta a punta, y a los lados se abrían todas lashabitaciones. Lo primero que me llamó la atenciónfueron los techos. Eran altísimos. De tanto entanto, los oscurecían tupidas telarañas, o enormesmanchones de humedad, que bajaban por lasparedes hasta el suelo. Vimos la pileta de la

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cocina partida en dos. Y una bañera, a la que lefaltaba una pata, escorada contra una de lasparedes del baño. Aunque entonces no loentendimos del todo, nos llamó la atención la edadde ese abandono. Había empezado mucho antes deque muriera una de las mujeres, y de que la otra sefuera de la casa. Como si el caserón hubieramuerto antes, mucho tiempo antes, y hubiera idocorrompiéndose como le había ocurrido al perro.Aquí y allá quedaban algunos muebles. Una camadesvencijada, una cómoda rota, una silla con elasiento desfondado. Cargaban con el desamparo yla soledad que quedan en los objetos que nadie haquerido llevar.

Cuanto más avanzábamos hacia el frente, másoscura se volvía la casa. Los postigos de todas lasventanas permanecían cerrados y nosotroshabíamos dejado el sol en el hueco de la puertadel fondo, a nuestras espaldas, cada vez más lejos.Cuando llegamos al salón principal, la penumbraera más honda todavía, porque los árboles deljardín delantero eran muy frondosos.

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—Acá velaron a la muerta —dijo Esteban, quehabía estado el día del velorio, y nadie agregópalabra.

Avanzó hasta el centro y marcó una altura conlas manos, un poco por encima de su ombligo.

—Acá pusieron el ataúd. Así. Con los pies paraallá. Yo lo vi —supongo que disfrutaba de nuestropasmo. Señaló una de las paredes—: ahí apoyaronesos cosos de flores que parecen escudos. Lamuerta tenía puesto un camisón blanco, todo así.

Acompañó el “todo así” con un gesto de frotarel pulgar con el índice y el mayor, como quienroza una tela finita, como un tul. Yo sabía que esono era un camisón. De hecho sabía que su nombrecorrecto era mortaja. Y sabía que los arreglosflorales no eran escudos, sino que se llamabancoronas. Pero contrariando mi costumbre dedemostrar mis abundantes conocimientos teóricospermanecí callado. No quería demostrarles a misamigos que yo era, de los que estábamos ahí, elque más de cerca había sido rozado por la muerte.

De todos modos esa muerte no dolía. Solo

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asustaba. Una muerte ajena, de una mujer a la queno habíamos conocido. Esteban nos hacía de guía ynos dejábamos llevar.

—Ahí los sillones con gente conversando. Ahílos tipos parados, que fumaban y hablaban en vozbaja.

Nos quedamos lo suficiente como para quenadie pudiera acusarnos de miedosos, perohicimos más rápido el trayecto de vuelta que el deida, porque ahora teníamos la luz del solllamándonos desde la puerta del fondo, y anuestras espaldas se cernía esa sala oscura yhúmeda en la que todavía se palpaban lasceremonias de la muerte.

Pero cuando ganamos el jardín enmalezado nonos fuimos. Rodeamos la casa hasta el frente,hundidos hasta la cintura en el yuyal yarriesgándonos a que alguien nos viese desde elportón de entrada. Esteban se plantó delante de unade las ventanas altas. Como todas las otras, teníalos postigos cerrados. Se agachó para recoger unabaldosa floja, desprendida de su sitio por la

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presión de las raíces de los árboles. La sopesó enla mano derecha. La levantó y la arrojó contra lospostigos. Saltaron algunos pedazos de maderapodrida. Esteban levantó de nuevo la baldosa yvolvió a tirarla, casi sobre el mismo sitio. Quedóun boquete un poco más grande que su mano.Forcejeó hasta que hizo saltar la traba y consiguióabrir los postigos, o lo que quedaba de ellos.Levantó la piedra por tercera vez. El ruido avidrios rotos me erizó la piel. Alguno le dijo aEsteban que la cortara, que iban a retarnos. Pero lohizo por cumplir, no porque de verdad quisieradetenerlo.

Enseguida Sergio empezó a imitarlo. Damiántambién. A los dos minutos eran varios los que seagachaban para aflojar baldosas. Las tablas demadera de los postigos saltaban de su sitio casi sinruido. Soltaban un rumor apagado, como quiengolpea un felpudo mojado, de tan podridas queestaban. Yo fui de los últimos, porque hacía pocoque andaba callejeando con mis amigos, y todavíame costaba un arduo trabajo interior caer en la

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tentación, portarme mal y disfrutarlo.Pero cuando me decidí, me entregué al festín de

piedras con alma y vida. Encaré una de lasventanas que seguían intactas y me aboqué a sudestrucción con la energía de un converso. Cuandologré abrir la persiana, rompí con primorosaaplicación los diez paños cuadrados de vidriorepartido. No sé en qué pensaban los demás, pordetrás de sus gritos y sus risas. Yo no tenía tiempo.Ni de gritar ni de reír. Necesitaba destrozar todoslos vidrios. Y detrás de los vidrios, todos losataúdes, las coronas y las mortajas.

Salimos disparados como liebres cuandoescuchamos los primeros gritos de la vecina,aunque los yuyos enormes nos dificultaban lamarcha y, de vez en cuando, nos hacían caer.Mientras me encaramaba en el portón de alambre,que ya casi yacía en el piso a fuerza de empujonessucesivos, me di vuelta para ver otra vez la casa.Ya no le tenía miedo, y creo que los demástampoco.

Ojalá a la muerte siempre se la pudiese hacer

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recular así. A pura fuerza de pedradas.

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N

BICICLETAS IINTRODUCCIÓN

o sé si éramos demasiado ingenuos o si nosfaltaba imaginación, pero muchos de nuestros

juegos nacían de lo que veíamos en la tele. De latelevisión uno obtenía enseñanzas fundamentalespara jugar a la guerra o para besar a una chica opara convertirse en cantante melódico. Más deuno, estoy seguro, soñó con ser el nuevo JulioIglesias, el más reciente Raphael o lareencarnación criolla del pianista RichardClayderman. Y puedo jurar que miles de chicasque hoy tienen cuarenta y tantos años se pasaronhoras frente al espejo ensayando las canciones ylas coreografías de Rafaela Carrá.

Y en los deportes pasaba lo mismo. Después de

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ver un partido de fútbol de la selección argentina auno le quedaba circulando tanta adrenalina por eltorrente sanguíneo que sí o sí necesitaba salir a lavereda a patear una pelota fingiéndose MarioKempes o Daniel Passarella. Con el boxeo no nospasaba. Primero porque éramos un grupo pocodado a la beligerancia y, sobre todo, porque laépoca de oro del boxeo argentino estaba en elatardecer. Monzón, Galíndez o Nicolino Loccheemocionaban a nuestros padres pero no a nosotros,y nos parecía un desperdicio de tiempo tener queesperar un montón de rounds para que algunoaterrizara en la lona.

Lo que no esperábamos del boxeo sí loesperábamos del automovilismo. En esos años,Carlos Alberto Reutemann corría en la Fórmula 1y toda la Argentina suponía que, tarde o temprano,tendríamos un nuevo campeón mundial. Nosotroshabíamos oído hablar de Fangio, pero Fangiohabía sido campeón tanto tiempo atrás que suscarreras en blanco y negro nos parecían de otromundo que no era el nuestro. Las de Reutemann, en

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cambio, nos llegaban en directo vía satélite, y conla televisión en color recién estrenada podíamosidentificar las escuderías por el color de los autos.El rojo de las Ferrari, el negro de los Lotus, elceleste de Ligier, y así con todas. Y las carrerasde autos nos entusiasmaban, sobre todo, porque,aunque no teníamos autos Fórmula 1 parareproducir las competencias, sí teníamos, desobra, bicicletas.

No era solo por Reutemann que correr en biciera emocionante. Esas carreras incluían a laschicas y, a una edad en la que la compañíafemenina nos entusiasmaba y atemorizaba, nosrepugnaba y nos seducía con idéntica intensidad,correr en bicicleta nos obligaba a estar en sucompañía sin remordimientos de género y a salvode que cualquiera nos dijera “maricón”.

No obstante, esas carreras masivas eran unproblema. Teníamos, doce, trece, catorce años,pero muchos tenían también hermanos más chicos,que se encaprichaban en participar. Es fácildesatender los reclamos de un hermano más chico.

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Pero es difícil ignorar los reclamos de una madre,no tanto porque nos acuse de egoístas o deangurrientos (uno a esa edad puede tranquilamentelidiar con el acoso moral de una progenitora), sinoporque es mucho más difícil escapar de laecuación “o te llevás a tu hermanito a jugar convos o te quedás adentro de casa”. Fin de lasopciones.

En consecuencia, la heterogeneidad departicipantes en las competencias ciclísticasgeneraba un caos lastimoso: junto a los verdaderosprofesionales del asunto –nosotros– estaban laschicas y, peor que eso, los mugrosos y entusiastashermanitos menores.

Otra fuente de diversidad alarmante venía por ellado del parque rodante: había bicicletas de adultoy bicicletas de chicos, bicicletas de paseo ybicicletas de carrera, bicicletas con cambios ybicicletas sin esperanzas. Aunque todos nosmovíamos, económicamente hablando, en unamedianía parecida, había entre nosotros algún queotro potentado. Atemorizaba un poco, la verdad,

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cuando alguno de esos privilegiados se aparecíacon una bicicleta nueva, con el cuadro brillante ylas llantas cromadas. Esas bicicletas parecíanaviones: livianas, aerodinámicas, ligeras, loúltimo del ciclismo mundial, a nuestro criterio. Laventaja, no obstante, era que en el barrio nadie erademasiado rico, y ninguno de los que tenían bicisnuevas estaba dispuesto a arriesgar la pinturaflamante en pos de tomar una curva bien cerrada.Eso emparejaba las cosas. Los que teníamosbicicletas berretas podíamos emparejar, a fuerzade temeridad, la superior aerodinamia de nuestrosrivales.

De todos modos, las carreras tenían un costadoaburrido. Así como en el boxeo lo lindo de vereran las piñas, en el automovilismo loemocionante eran los sobrepasos. Esas carreras enlas que nadie pasaba a nadie eran un bodrio. Ynosotros corríamos el mismo riesgo. Los varonesmás grandes picábamos en punta y el resto delpelotón quedaba desde el inicio a nuestrasespaldas. Creo que fue a Fernanda –supongo que

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fue ella, o Pía, o Camila, porque el sistema erademasiado complejo e inteligente para quenuestras rudimentarias mentes varoniles lohubieran alumbrado– que se le ocurrió el muyingenioso sistema de pruebas clasificatorias a lainversa, para armar la grilla de partida.

En cualquier competencia normal existen esaspruebas de tiempo. Cada auto, en esas pruebas,intenta dar una vuelta lo más rápido posible, paraempezar la carrera en la pole position o lo máscerca posible de ella. Pues bien, Fernanda sugirióque lo hiciéramos exactamente al revés. Cuantomejor fuera nuestro tiempo en las pruebasclasificatorias, más atrás había que largar en lacarrera propiamente dicha. Una especie de “lastposition” difícil de justificar frente a los ojos delos extraños. Tonto, pero emocionante: uno sepasaba todo el primer tramo de la carrerasobrepasando rivales y sintiéndose cada vez másinvencible.

Otro aspecto importante de nuestrascompetencias era el circuito. Otra vez un problema

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de madres. Como parte de los competidores nocontaba con la autorización correspondiente, porsu minoría de edad, para andar en bici por la callehabía que correr, sí o sí, por la vereda. El ladobueno era que ese cuadrado tenía toda laapariencia de un circuito. Lo malo era el riesgo deque a algún adulto despistado se le ocurriera salirde su casa precisamente en el momento de lacarrera. Sobre todo en la primera vuelta. Despuésera más sencillo porque el pelotón de ciclistas seiba desgranando. Pero..., ¿al principio?

Evoco nuestra imagen y debo reconocerle uncostado intimidante. Veinticinco chicos enbicicleta, entre la línea de las casas y la de losárboles, lanzados a todo pedaleo como almas quepersigue el diablo y sin la menor voluntad paratolerar obstáculos humanos que puedan entorpecersu camino hacia la gloria. Ahora lo pienso y mepregunto: ¿cómo fue que nunca matamos a nadie?

Y me veo obligado a concluir, como las vecinasque nos miraban crecer en las veredas: “Estoschicos deben tener un Dios aparte”.

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A

BICICLETAS IIEL FACTOR HUMANO

decir verdad, una vez estuvimos a punto dematar a una vieja en esas carreras

enloquecidas con las bicis.Le sucedió a Nicolás, en la esquina de Bahía

Blanca y Mitre, y las dos cosas tienen muchalógica. Es normal que le sucediera a Nicolás,porque tenía una bici de carrera que los padres lehabían comprado y que le quedaba un poco grande.Los padres a veces hacen esas cosas, con la ropa ocon las bicis: prefieren que al principio nos quedeun poco grande, para que nos siga sirviendocuando peguemos el estirón. Y cuando la bici esgrande, frenar te cuesta el doble: por el envión queagarra la bici y porque, hasta que conseguís bajar

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un pie hasta el piso, seguís un par de metros porpura inercia y, llegado el caso, te llevás unobstáculo puesto. Y también es normal quesucediera en la esquina de Bahía Blanca y Mitre,porque Bahía Blanca a esa altura toma unapronunciada pendiente, y uno llega a la esquina enplena aceleración, no sé si me entienden.

El asunto es que el pobre Nicolás, al tomar atoda velocidad la curva de Bahía Blanca y Mitre,se topó con una anciana que venía de frente y sinaviso. La vieja llevaba una bolsa de compras,repleta, en cada mano, lo que aumentaba a todasluces la superficie del obstáculo. Mi amigo hizo lalógica: iba segundo o tercero, y frenar en esacircunstancia hubiera significado renunciar altriunfo. Y eso no estaba en nuestra naturaleza. Poreso optó por elegir el lado de la calle (unadecisión no exenta de caballerosidad) giró apenasel manubrio y balanceó el cuerpo para acompañarel viraje.

Lo cierto es que estuvo a punto de lograrlo.Claro: “a punto” siempre implica el prólogo de un

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fracaso. Yo estuve “a punto” de ser futbolistaprofesional o “a punto” de ponerme de novio conMiss Castelar 1984 o “a punto” de ganar la lotería.Bueno, en los hechos eso significa que fracasé enlos tres casos.

Pero es justo decir que Nicolás estuvo a puntode esquivar a la vieja: porque no la atropelló conla rueda delantera, no le cayó encima con todo elpeso de su masa multiplicada por su empuje y laenergía cinética resultante, sino que apenasenganchó con el extremo del pedal de su piederecho la bolsa de compras que la vieja traía enla mano derecha. Hoy en día creo que los pedalesde las bicis son distintos, pero en ese tiempo elúnico modo de asegurarlos sobre su eje era con unclavito transversal a ese eje, que solía engancharseen las zapatillas y los pantalones largos cuandouno no tenía el suficiente cuidado. Fue así queNicolás se enganchó, apenas con el clavito delpedal, en la tela plástica de una de las bolsas de lavieja.

Pero claro, “apenas” tiene aquí el alcance

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opuesto al que tenía “a punto” un par de párrafosmás arriba. Porque ese “apenas” fue suficientepara desestabilizar la marcha de Nicolás, y paraalterar el centro de gravedad de la vieja –situado,calculo yo, en medio de sus muy generosascaderas–, la cual, dicho sea de paso, demostróbastante poca agilidad y limitada prestancia.Porque, si la vieja suelta la bolsa apenas se laengancha Nicolás con el pedal, todo resuelto,desgracia con suerte: la bolsa cae al piso,probablemente se desengancha del pedal,probablemente Nicolás puede acomodar ladirección de su bici y continuar la carrera y hastarecuperar esos preciosos segundos desperdiciadosen el abrupto viraje, probablemente parte delcontenido de la bolsa de compras (salvo lo queesté más abajo y deba actuar como colchón) salgaindemne del percance y, más probablemente aúntodo lo que la vieja lleva en la bolsa de su manoizquierda no sufra daño alguno.

Pero no. Porque la vieja, en lugar de dejar fluirlas circunstancias, se aferró a la bolsa como a

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veces nos aferramos a los recuerdos ingratos o alos amores perimidos. Y esa acción de la viejaresultó fatal para el posterior devenir de losacontecimientos. Porque, al asir la bolsa con todasu determinación, la vieja impidió que el pedal (ycon el pedal la bici, y con la bici Nicolás) sesoltaran de su prisión de hilos de nylon. Enconsecuencia, Nicolás y la vieja se enredaron porpuro efecto de la fuerza centrífuga. La vieja girósobre sí misma y Nicolás perdió totalmente elcontrol de su vehículo. La vieja trastabilló antesde perder el pie y Nicolás se dio de frente contraun tapial de lajas. La vieja terminó sentada de culoen la vereda, y las bolsas despanzurradas a sualrededor.

Cuando giré, a mi vez, en la esquina, me topécon un espectáculo extraordinario: la vieja parecíaun ídolo pagano, sentado con callada majestad yrodeado de ofrendas obsequiadas en sacrificio. Yun poco más allá, Nicolás, en el aturdimiento deno conseguir que el alma, sacudida por el impacto,volviese a acomodársele en el cuerpo, y pálido de

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terror ante la previsible reacción iracunda de lavieja.

A medida que fuimos llegando, nos apeamos delas bicis en el afán de ayudar, pero no era fácil.Primero porque la vieja, una vez que se puso depie, empezó a retarnos con toda la hiel de suresentimiento. Y segundo porque, puestos arecoger el tendal de provisiones, nos encontramoscon la cruda realidad de que una de las dos bolsas(la que Nicolás había enganchado) tenía un tajo dearriba abajo que la hacía inservible. Tanta eranuestra buena voluntad, pese a todo, que hicimostodo lo posible por acomodar todo dentro de labolsa ilesa, pero de nuevo nos aturdieron losgritos de la vieja, que, en lugar de valorar yagradecer la solidaridad de nuestro proceder, seempeñó en describirnos como una manga desalvajes que habíamos estado a punto de matarla yque, por añadidura, estábamos aplastándole lalechuga.

Paciencia. El mundo está lleno de gente así.

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H

BICICLETAS IIICEMENTO FRESCO

ay gente que, la verdad, no sabe dónde estáparada. De lo contrario no se entiende que

una vez, en el invierno de 1979, un vecino de lacalle Bahía Blanca haya tenido la pésima idea dehacer a nuevo su vereda. Supongo que el incautoignoraba que mis amigos y yo estábamosatravesando, para esa época, una de nuestrasfrecuentes fiebres ciclísticas. Y como vivía sobreel lado opuesto de la manzana no sabía –no podíasaber– que su vereda era parte de una de las cuatrorectas que tenía nuestro circuito.

Cuando levantó las baldosas viejas nos provocóun problema grave: al llegar a la altura de su casahabía que bajar a la calle en la casa anterior, y

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volver a subir en la siguiente. Y creo que ya hedicho que los más chicos no tenían permiso decorrer en bici por la calle. Supongo que fue Sergio–que no tenía hermanos menores pero sí unafrialdad de miras admirable– el que nos enfrentócon la única solución posible: mentir. Como esacasa estaba al otro lado de la manzana, nuestrasmadres ignoraban la circunstancia. Así las cosas,los menores fueron adoctrinados con consignasespecíficas, al estilo de “si le decís una palabra amamá, yo te reviento”. Santa solución. Ninguno delos chiquilines resultó un soplón, y el nuevotrazado del circuito, además, le dio un toqueinteresante: ahora dispondríamos de un frenaje conchicana en plena recta, al mejor estilo delAutódromo de Buenos Aires. Es cierto que existíala posibilidad de que un auto nos atropellase enplena maniobra, pero nos parecía una chanceremota. En esos años, por la calle Bahía Blanca noandaban ni los perros.

Hallada la solución, perdimos interés por lavereda del vecino, y nos habituamos al frenaje, la

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maniobra y la nueva aceleración, al bajar a lacalle y volver a subir. Y mientras tanto, y sinmayor interés de nuestra parte, el vecino cumpliólas etapas para renovar completa su vereda: tomólos niveles, hizo un contrapiso nuevo de cemento ypiedra, lo dejó fraguar. Cuando lo tuvo listocolocó en su sitio las baldosas nuevas. Alterminar, clavó unos palitos les ató un piolín pararodear el trabajo recién concluido y advertir a lospotenciales transeúntes que no lo pisaran.

Hasta ahí, todo perfecto. El problema fue lasiguiente carrera. Porque a mitad de la primeravuelta resultó que Sergio, que andaba puntero ycarecía en general de mayores escrúpulos, inicióla recta de Bahía Blanca seguido de cerca porvarios de los otros. Muy de cerca.

Nunca se lo pregunté, pero estoy seguro de que,al llegar a la zona del desvío, dudó entre lasopciones que se le abrían. Primera opción: bajar ala calle, arquear el cuerpo, apretar el freno,levantar la cola para evitar el golpe de la bajadadel cordón, dar un par de pedaleadas para no

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perder tanta velocidad, virar otra vez hacia lavereda, inclinar de nuevo el cuerpo pero hacia elotro lado, erguirse otra vez para no pegar en elcordón y de nuevo a la vereda. Segunda opción:seguir derecho, de largo, a toda velocidad, sin otroobstáculo que dos piolines miserables cruzados delado a lado al principio y al final de la veredanueva. Las hileras rectas, exactas, húmedastodavía, de baldosas amarillentas y acanaladas.Lisas, perfectas, aguardando el trazo veloz de lasruedas de su bicicleta.

El bueno de Sergio optó por la segundaalternativa, claro está, cortando piolines yatravesando la vereda recién hecha. Los que loseguíamos no teníamos tiempo de dudar: sibajábamos a la calle le dábamos al tramposo unaventaja imposible de descontar. De modo quefuimos detrás. Tuve un momento de duda: ¿y si lasbaldosas se hundían en el suelo y terminábamosenchastrados de cemento hasta las rodillas, comoveíamos a veces a los villanos de los dibujitosanimados?

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Aliviado, advertí que no, y que mi biciavanzaba sin mayores sobresaltos sobre la veredafresca del vecino. Una sola cosa me alarmó: elsonido. Mi bici, nuestras bicis, no estabansoltando el típico rumor de la goma sobre lasuperficie ondulada de las baldosas. Ese rumorregular, ese murmullo casi callado. No. Lo quesoltaban era un tac-tac-tac desconocido, como sialguien estuviese cincelando rápido una piedra.

Miré hacia atrás y comprendí despavorido porqué uno no tiene que pisar las baldosas reciénpuestas: al apretarlas con el peso de nuestras biciscontra el cemento fresco, las baldosas se partíanpor la mitad como galletitas de agua. Una grietarecta, lúgubre y vertical. O tres grietas, mejordicho: la que había abierto Sergio, luego la deEsteban y después la mía. Y otras veinte, cuandola manada de los que nos seguían atravesó tambiénel lugar.

Dios, el instinto de conservación o la suerte noshicieron tomar algunas decisiones veloces yacertadas. Nadie se detuvo a comprobar los

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alcances exactos del estropicio. Salimos de ahícomo si nos persiguiera un alma en pena y no nosdetuvimos hasta llegar al lado opuesto de lamanzana, donde la carrera quedó cancelada singanadores. No hizo falta amenazar a los máschicos con la importancia crucial de su silencio: aveces, la experiencia directa vuelve superfluas lasvolutas conceptuales del lenguaje.

Nos desbandamos con el rigor y la presteza quereservábamos para las grandes conmociones. Cadacual disparó para su casa, repentinamente ávido detomar la leche, deseoso de acomodar los útiles dela escuela para el día siguiente, desinteresados devolver a salir a aprovechar lo que quedaba de soly de tarde, y dispuestos a irnos a bañar por nuestrapropia voluntad.

Tal vez a nuestras madres les haya llamado laatención semejante predisposición al sosiego. Sialguna de ellas recuerda aquel lejano domingo deinvierno en el que mudos, y mirando de tanto entanto por encima del hombro como perseguidos,entramos a nuestras casas horas antes de que nos

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obligaran a hacerlo, aquí está la pura verdadacerca del motivo.

Y si aquel vecino de la calle Bahía Blanca, queen el invierno de 1979 tuvo que hacer dos veces suvereda nueva, todavía vive y, por uno se esosazares inauditos que a veces tolera la historia, setopa con estas páginas, le ruego que aceptenuestras tardías pero sinceras disculpas.

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T

BICICLETAS IVLA ESPIRAL DE LA VIOLENCIA

odos los juegos gustan, y todos los juegoscansan. Por eso, de vez en cuando, las

carreras de bicis nos aburrían y pasábamos a otronivel de competencia: la “cerradita”. Aquí sí, lasmujeres estaban excluidas. Aquí sí,definitivamente, los chiquilines se quedaban conlas ganas. La cerradita, señores míos, era solopara nosotros, los hombres.

A la cerradita se jugaba en la calle, en unespacio reducido: el ancho de cordón a cordón, yel largo de una sola losa de pavimento. Unrectángulo de quince metros por ocho, más omenos, delimitado por los cordones y las líneas dealquitrán.

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En la cerradita había una sola regla básica: unotenía que permanecer dentro del perímetro,siempre andando en la bici, sin salirse y sinapoyar los pies en el piso. Quien pisaba las líneasdel límite, perdía. Quien bajaba un pie al asfalto,también perdía. La base del juego (y el motivo desu nombre) consistía en encerrar a los otroscompetidores contra los límites de la cancha, paraobligarlos a pisar afuera con las ruedas o a bajarun pie para no caerse. El jugador que conseguíapermanecer sobre su bici, sin tocar las líneas nibajar los pies, cuando todos los demás hubiesenhecho una cosa o la otra, era el ganador.

En este juego cambiaban los roles en relacióncon las carreras: acá tenían ventaja los que usabanbicicletas chicas y maniobrables, aunque fueran undesastre de óxido o de abolladuras. Las bicis decarrera resultaban perezosas y torpes. Y los quetenían bicicletas nuevas rehuían el contacto. Másde una vez, dos bicis terminaban con losmanubrios y los cables de los frenos enredados, ysus dueños despatarrados en la calle: nadie en su

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sano juicio arriesgaba las bicis nuevas ensemejante competencia. Es cierto que los dos otres pibes de la barra con más plata que el restotenían dos bicis: una para correr como el viento enlas carreras, y otra para llenar de rayones y degolpes en las cerraditas. Paciencia, que así se viveen el mundo capitalista.

La cerradita era un juego de precisión, deestrategia, de paciente cacería. Atacar era unriesgo: uno tenía que disminuir la velocidad,aparear su bici a la del contrincante, darlelevísimos toques al pedal para evitar lainmovilidad total, mover el manubriofrenéticamente para que la bici no se fuese enbanda. Con todo eso, el atacante corría tantopeligro de caerse como aquel al que pretendíasacar del juego.

El problema era cuando quedaban pocoscompetidores, porque los menos osados –en elfragor del juego uno no los llamaba “menososados”: usaba el más televisivo “cobardes” o elsiempre efectivo “cagones”– podían huir en

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círculo, esquivando el ataque de los másagresivos, durante ratos muy largos. Y los quehabían sido eliminados al principio, –y estabanesperando afuera, impacientes, a que terminase larueda para empezar otra vez con los jugadores–reclamaban a los gritos contra ese comportamientodefensivo y rogaban que alguno perdiera de unabuena vez por todas.

Tal vez por esa impaciencia de los eliminados opor sucumbir sencillamente a la dulce tentación dela violencia, terminamos por incorporar una nuevaregla: valía patear la bicicleta de un rival, parahacerle perder el equilibrio, siempre y cuando uno(el que pateaba) no apoyase los pies en el piso.Nuevo riesgo: no sé si el lector ha intentado,alguna vez, lanzar una patada desde arriba de unabici: la tendencia a perder el equilibrio es muydifícil de solventar, se los aseguro. El solo hechode levantarte del asiento, con la bici casi detenida,y estirar la pierna violentamente hacia el costado,te predispone a la caída. Si errás la patada, lacaída es casi inevitable. Pero cuidado que, si

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acertás, el riesgo también es alto: el cimbronazode tu propio puntapié ejerce una fuerza dedirección opuesta que bien puede lanzarte de nucahacia el otro lado.

La nueva regla de “está permitido patear alrival” le dio una vida nueva a un juego que corríael riesgo de aburrirnos en su creciente letargo.Desarrollamos un verdadero virtuosismo en eso dequedar casi detenidos, girar el torso hasta quedarcasi de espaldas al rival, y lanzar una patadadescendente que hiciera impacto en la bici, en lapierna o en el pecho del contrincante. Eso depatear casi de espaldas nos daba el aspecto decaballos en plena escaramuza, la verdad. Cuandolas chicas del grupo nos vieron golpearnos de esamanera salvaje dijeron que éramos unas bestias yque íbamos a lastimarnos. Y nosotros tomamos sudesprecio como un elogio y sus temores como unamuestra de que, tal vez, alguna de ellas seestuviera enamorando.

Sin embargo, y como decía la canción de VoxDei: “Todo concluye al fin, nada puede escapar,

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todo tiene un final, todo termina”. El juego de lacerradita terminó para nosotros cuando Nicolás lepuso a Esteban, en pleno pecho, la mejor patada enreversa que vi aplicar sobre la calle Guido Spano.Cosas que se dan: el equilibrio exacto, la fuerzaconcentrada en un punto (en este caso, el esternóndel pobre muchacho), la sorpresa de un Estebanque no se vio venir el ataque y que lo esperódemasiado liviano… cosas así. Lo cierto es quesalió disparado hacia atrás, como si acabasen deametrallarlo en un capítulo de “Combate”. La biciquedó parada unos cuantos segundos, tal fue laviolencia del impacto y el modo en que Estebansalió eyectado de su sitio.

Lo bueno del caso fue que el susodicho, que seiba de nuca al asfalto, tuvo la intuición, el actoreflejo o la buena fortuna de torcer el cuerpo yevitar el golpe en la parte de atrás de la cabeza. Lomalo fue que, al girar, quedó de jeta al piso y diode lleno con la cara en el pavimento. Porañadidura, la bici le cayó encima del trasero y dela espalda. Cuando se puso de pie, parecía un

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vampiro recién almorzado, porque la sangre lechorreaba por las comisuras de la boca mientras eltarado sonreía. Sonreía porque se había dado talporrazo que el dolor de la boca no habíaencontrado todavía el camino correcto parahacérselo saber a su cerebro, y porque pensabaque había salido airoso del peor golpe de toda lahistoria de la cerradita. “No me hice nada,¿vieron?”, alcanzó a decir, hasta que el gustometálico que debía estar dejándole la sangre en laboca lo puso a recapacitar.

Como hijo de odontólogos (yo era el único delgrupo que sabía que las paletas delanteras no sellaman paletas sino incisivos, y que a los colmillosno se les dice colmillos sino caninos) tomé lainiciativa y me aproximé, para verificar lamagnitud del daño. A la instrucción concisa de“Abrí la boca, boludo” Esteban me obedeció,sumiso, no sé si porque estaba entrando en shock oporque confiaba en mis dotes odontológicas. Entrela sangre, pude verificar que tenía todos losdientes en su sitio. Buena señal. Pero cuando se

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los toqué advertí, escandalizado, que los incisivossuperiores se le movían como si fueran sábanastendidas a secar. “Quedate quieto”, le dije, másque nada por ganar tiempo.

Se ve que el propio dolor le anestesiaba laencía, porque yo le movía los dientes para todoslados y el tipo ni se mosqueaba. Tenía que pensarrápido. Mi mamá estaba trabajando lejos de casa.Enviarlo a Esteban a la suya con ese aspecto depelícula de terror de Vincent Price era enviarlos, aél y a su sonrisa inocente y sangrienta, derechito ala guillotina. Su madre, cuando lo viese así deestropeado, iba a castigarlo. En realidad, si uno lopiensa, no tiene mucho sentido que a uno lo retenpor lastimarse. Pero la lógica materna opera sobresenderos inescrutables, y a uno lo retan un pocopor lo que le pasó, otro poco por lo que no le pasópero pudo haberle pasado, y otro poco porque, siuno sigue siendo así de estúpido, lo que no le pasóesta vez terminará pasándole la próxima. Demanera que mandarlo a su casa tampoco era unaopción.

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Al final tomé la decisión que, me parece,terminó salvándole la dentadura. “No hagamosnada”, sugerí. “Esperá un rato a que te pare desangrar, y vemos”. De manera que subimos lasbicicletas a la vereda, nos sentamos en el cordón,y nos dispusimos a esperar la evolución delpaciente. El susodicho, a medida que se le pasabael pasmo, empezó a tocarse los dientes con lalengua y a verificar, aterrorizado, que se le movíancomo las teclas de un piano. “Se me van a salirtodos los dientes”, aseguró, aterrorizado.“Tranquilo, tranquilo, vas a ver que no”, le dije. Ycomo yo era el mejor alumno del grupo y el másserio, Esteban habrá supuesto que tendría razón,porque trató de dejar la lengua quieta y los dientestambién.

Al rato, y por sugerencia de quien escribe estaslíneas, alguno le acercó una botella de agua y sehizo unos buches. Tranquilizados, verificamos quehabía dejado de sangrarle. Esteban nos preguntó siya estaba en condiciones de volver a su casa. Lomiramos. Tenía la nariz un poco hinchada, un

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raspón bastante feo en la frente, y la boca y laremera llenos de sangre seca. Un zombie a mediomorir por segunda vez. Le dijimos que se lavara lacara y le dimos un buzo para ocultar la remeraenrojecida. Antes de despacharlo, volví a hurgarleen los dientes. Para mi asombro, estaban un pocomás firmes que antes, como si les hubiésemospuesto Plasticola y el pegamento estuviese a mediosecar.

Lo acompañamos hasta la puerta de su casa yesperamos hasta que cerrase. Aguzamos el oído.Un minuto. Dos. Tres minutos. No se oía nada.Ningún alarido de madre angustiada. Nosretiramos en orden.

Por lo que supimos después, en la casa ni seenteraron del asunto. Un poco porque, cuandoEsteban entró, su mamá estaba ocupada dándole decomer a la hermana más chica. Y sobre todoporque los dientes, como por milagro, terminaronpor acomodársele.

Mi propia madre odontóloga me explicó,cuando la consulté sobre la maravilla, algo sobre

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la inflamación del periodonto y la suertedescomunal que Esteban había tenido con que lahemorragia cesara tan pronto y no se le hubieseinfectado. Por mi parte me acordé de mi consejode mantener el sitio quieto y los buches de agua, yme sentí orgullosísimo de mis primeros auxilios.

Así que, por favor, que no se me quite mérito enel feliz desenlace de los acontecimientos. Si hoyen día, treinta años después, Esteban puede andarpor las calles de Barcelona –adonde lo terminóllevando el viento de la vida– y lucir sucarismática sonrisa, me lo debe un poco a mí, y ami receta de quietud, paciencia y buches. Que, alfin y al cabo, para algo tiene que servir eso denacer hijo de odontólogos.

Como no hubo castigo de por medio, Estebanpudo regresar a la calle esa misma tarde, y la cosano tuvo más secuelas que obligarlo a comerblandito por unos cuantos días. No le guardóningún rencor al pobre Nicolás. Primero, porque

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Esteban no era dado a cultivar resentimientos, ysegundo porque todos, hasta él mismo, tuvimos queaceptar que Nicolás había alcanzado un nivelsuperior en el arte de la cerradita violenta. Quépatada, Dios mío. Pura poesía.

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C

FERROCARRILES

uando nos aburríamos de nuestros juegoshabituales, una de las distracciones que

teníamos a mano eran los trenes. A dos cuadras delbarrio pasaba –sigue pasando, de hecho– elferrocarril Sarmiento, y eso nos llenaba deorgullo. Primero porque éramos proclives asentirnos orgullosos de lo que teníamos. Nosparecía que el Club Morón era maravilloso, que laesquina de Guido Spano y Blanco Encalada eraestupenda y que Castelar era el mejor lugar delmundo. No nos entraba en la cabeza que la gentequisiera vivir en otro barrio, en otro país, hablarotro idioma. Lo que teníamos, lo que hacíamos,nos parecía lo “natural”, lo deseable para

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cualquier adulto y cualquier chico. Noconcebíamos que pudiesen existir otrascostumbres, otros gustos, otras realidades.Cualquier argumento nos servía: en Castelarmucha gente tenía teléfono (y eso, en la Argentinade los años setenta, sí que era un verdaderoprivilegio). Y nuestro ferrocarril era eléctrico. Elúnico de la Argentina, junto con el ferrocarrilMitre, que corría en la zona norte del Gran BuenosAires. Pero la zona norte nos quedaba lejos y nostenía sin cuidado. Puertas neumáticas, ochovagones cada formación, trenes al Centro cadamenos de diez minutos. No teníamos nada queenvidiarle a nadie.

Y encima, las vías eran un lugar de juego. Unlugar prohibido, por cierto. Nuestras madresignoraban que frecuentábamos la barrera deZapiola o el paso peatonal de Máximo Paz, o quesalíamos a la vía en la calle sin salida de BahíaBlanca. Nos habían hecho prometer que jamás,pero jamás de los jamases, nos acercaríamos a lasvías sin la debida custodia. Pero nosotros, que

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considerábamos que sus remilgos eran excesivos yque nuestras existencias eran inmortales,desobedecíamos sin remordimientos. En las víaspodían hacerse un montón de cosas. Para empezar,ubicarse en el paso a nivel, encaramados en loscaños de los andariveles para peatones, bien cercadel paso de los trenes, para sentir el vientito y lavibración de su peso de gigantes, era toda unainyección de adrenalina.

Pero lo mejor, lo mejor de lo mejor, era ponercascotes en la vía para que el tren los destrozara.Como éramos cándidos pero no estúpidos,teníamos la precaución de poner las piedras acincuenta o sesenta metros de distancia, paraponernos a salvo de alguna esquirla que pudierasaltar y vaciarnos un ojo. Escondidos a mediasentre los yuyos del terraplén, veíamos a los trenesaproximarse a nuestra emboscada. En el momentode aplastar nuestras piedras, los trenes hacían unestruendo a bombardeo que nos parecía sublime.Hoy en día, algunos de los que viajan en esostrenes dejan caer latas de gaseosas vacías a las

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vías, y cuando alguna de esas latas quedaenganchada en el tercer riel (el que conduce laelectricidad, una especie de banquito de maderalarguísimo, que esconde una viga de hierroelectrificada que corre paralelo a las vías), generaun corto circuito y puede desatar un incendio.Nosotros jamás hicimos eso, porque una cosa esser ingenuo, pero otra muy distinta es ser idiota.

Creo que fue Esteban el que vino con el dato deque podíamos poner monedas en lugar de cascotes.Como Esteban era un adelantado a su tiempo (noen vano era el más grande del grupo y había vividovarios años en Morón antes de recalar en elbarrio, y eso le daba una amplitud de horizontes dela que los criados ahí carecíamos), tuvo queexplicarnos varias veces. Si uno ponía una monedaen la vía, el peso del tren la achataba hasta dejarladel grosor de un papel, y la estiraba como si fueraun chicle. Una moneda aplastada por el tren podíaalcanzar el doble de su tamaño original, y susrelieves se alisaban sin borrarse. De ese modo elescudo de la patria, o el perfil de San Martín o de

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Belgrano, quedaban como un dibujo a lápiz sobreuna pulida superficie de metal. Un poco deformes,eso sí, porque el impacto de las ruedas del tren lescambiaba un poco las facciones a los próceres odesacomodaba el gorro frigio del escudo nacional,pero el efecto fantasmagórico no hacía más queagregarle valor estético al asunto. Nicolás, que erael más respetuoso de los deseos maternos y sesentía culpable en esas expediciones al mundoferroviario, sugirió que por qué no generábamosesas monedas achatadas a martillazos. Le dijimosque estaba loco, porque las monedas erandemasiado resistentes como para eso.

Nicolás no nos hizo caso y decidió intentarlo.La siesta siguiente puso unas cuantas monedas enel piso del patio y entró a darle sin asco con elmartillo y con la maza que encontró en la caja deherramientas de su padre. El resultado fue funesto:despertó a su mamá, cascó un par de baldosas delpatio, y a las monedas apenas les hizo algunasmuescas y raspones. Cuando su madre por fin lelevantó la penitencia y pudo salir a la vereda,

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exhibió con timidez el resultado. Eradescorazonador, por cierto: las monedas tenían elmismo tamaño que antes, y el único cambio eraque ahora Belgrano, Sarmiento o San Martínparecían enfermos de sarampión o varicela. Hastael propio Nicolás tuvo que aceptar que el únicomodo de hacerlo bien era en la vía. Y allí nosfuimos.

Pusimos tres o cuatro monedas de distintostamaños y valores en fila, y nos agazapamos aesperar. Yo había supuesto que si uno ponía en lavía algo tan chato como una moneda, todas lasruedas del tren le pasarían por encima. Pero meequivoqué. Apenas la primera rueda del trenaplastó la hilera, las monedas cayeron a uncostado. Mientras esperábamos que el trenterminase de pasar, nos miramos desilusionados.Seguro que no era suficiente. Y sin embargo,cuando nos acercamos a recogerlas, vimos que elresultado era inmejorable: con un solo impacto, eltren las había dejado del grosor de un papel, y losrelieves eran como dibujos, y las efigies de los

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próceres eran retratos lisos con cierto vaivénpsicodélico.

Ese día, todos fastidiamos a nuestras madreshasta el cansancio para que nos diesen monedas detodos los tamaños y colores, sin explicardemasiado el porqué de nuestras urgencias. En unpar de horas y con unos cuantos trenes,completamos colecciones de monedas deformadasque nos parecían el colmo de la originalidad y labelleza.

Lástima que al atardecer nos llevamos un sustomayúsculo. Mientras preparábamos una nuevatanda de monedas (llevados por el entusiasmo,ahora achatábamos las achatadas, con la idea decomprobar el límite de expansión del metal delque estaban hechas), frenó un Ford Falcon gris, overde, del que se bajaron cuatro tipos con aspectode mala gente, y se vinieron al humo hacia dondeestábamos.

A veces uno sabe las cosas, y a veces uno no lassabe pero es como si las supiera. Nosotrosteníamos diez o doce años, y nadie nos había dicho

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que energúmenos como esos andaban por lascalles del país secuestrando gente y llevándosela acárceles clandestinas. No sabíamos que detrás deesos bigotes, de esos lentes oscuros, de esosademanes prepotentes, había asesinos auspiciadospor la Dictadura.

Por suerte para nosotros, estábamos a mitad delterraplén, con las vías entre ellos y nosotros. Yapenas pegaron un par de gritos, y les vimos lacara (o lo que de sus caras no quedaba oculto porsus anteojos y sus bigotes) y entendimos que eranese tipo de personas de las que no puede esperarsenada bueno, corrimos todo lo rápido que nosdieron las patas hacia el lado opuesto, dejamosatrás el terraplén y nos metimos en la casa deNicolás, que era el que vivía más cerca. Seguroque no pensaban hacernos daño. O mejor dicho, elúnico daño que pensaban hacernos era darnos unsusto mayúsculo, disfrutar nuestro miedo, reírse denuestra desesperación. Hay gente así de hija deputa, y esos cuatro seguro que eran muy malaspersonas.

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Esperamos un rato, temiendo que esos forajidosnos hubiesen visto y vinieran por nosotros. Nosucedió. Fuimos saliendo de a poco, como ciervosque olfatean el viento para ver si hay leones en lascercanías. Cuando estuvimos seguros nosatrevimos a volver hacia las vías. En el fondo losabíamos, pero nos dio rabia confirmarlo: nuestrasmonedas achatadas habían desaparecido. Esosdelincuentes, porque las monedas les gustaron osimplemente para molestarnos, se las habíanrobado.

El de las monedas no fue, sin embargo, nuestroúltimo plan de aplastamiento. Una tarde cualquierame vino a buscar Esteban que era, por lejos, eltipo con más imaginación y recursos de todanuestra barra. “¿Te acordás de lo de las monedasen la vía?”, me preguntó. Le dije que sí. “Tengoalgo mejor para aplastar”, agregó, disfrutando elsuspenso. Le pregunté qué tenía. “Una rata”,concluyó.

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No hacía falta nada más para convencerme. Lasola idea de aplastar a uno de esos malditosroedores (a los que les tenía pánico, deboconfesar) me pareció sublime. Seguí a Estebanhasta el terraplén de la vía. Ahí tenía a la rata. Porsupuesto que la rata estaba muerta (difícilmenteuna rata viva se hubiese prestado a nuestrosexperimentos silvestres), y era de un tamaño másque respetable: parecía un gato mediano. Lo únicoque no me resultaba tan atractivo era que la rataestaba como… desecada. Quiero decir, estabachata, como en esos dibujitos animados en los quea uno de los personajes les cae algo muy pesadoencima, y conservan su apariencia pero solo endos dimensiones. Claro que a Esteban no le dijenada, porque, encima que se había tomado eltrabajo de conseguir la rata, no me parecía justoempezar con objeciones. En realidad el propioEsteban se anticipó, y levantando con dos palitosel cadáver, dijo, como pensando en voz alta:“Hubiera estado mejor que no estuviese seca, paraverla explotar”. Todo un esteta, Esteban. Por algo

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era uno de mis dos mejores amigos. Le dije que nose preocupara.

Lo que fue todo un problema fue acomodar larata sobre la vía, porque sucedía lo mismo que conlas monedas. La primera rueda del tren la pisaba,pero la vibración hacía que se cayera de la vía. Ellector podrá pensar: ¿para qué querían estos pibesque todas las ruedas del tren le pasaran por encimaa la rata? ¿No alcanza con que la primera rueda laaplaste? Y si el lector se formula esa pregunta esporque nunca ha hecho la prueba de aplastar conun tren una rata desecada. Nomás que le pasara untren por encima, advertimos que la rata seca iba aser un hueso duro de roer, o mejor dicho deaplastar. En realidad estaba tan aplastada que erauna especie de cartón con forma de rata. La pisóun tren, un segundo tren, un tercero y un cuarto. Aese ritmo, íbamos a necesitar cincuenta trenes paracortar la rata al medio (que era nuestro objetivoprioritario).

Menos mal que yo me acordé de que mi abuelaestaba tejiendo un pulóver para mi hermana. Pasé

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por mi casa, tomé prestado un ovillo de lana, y conun poco de paciencia pudimos atar la rata al rieldel ferrocarril como para que todas las ruedas deun tren le pasaran por encima. A mí se me dabanbien las matemáticas. Cuatro ejes por vagón, ochovagones por tren, significaban treinta y dosaplastamientos sucesivos sobre nuestra rata seca.

No es por mandarme la parte, pero la verdad esque me mandé una linda artesanía atando el cuerpoplano de la rata a la vía del tren. Lástima que enesa época no existían los teléfonos celulares ni lascámaras digitales como para sacarle una foto quediera testimonio de mi obra. De todos modos, nohubiese habido tiempo. Terminamos los últimosnudos cuando la vía empezaba a vibrar con lainminencia del tren acercándose.

Esta vez sí, treinta y dos ruedas mediante, nosdimos el gusto de cortar la rata a la mitad. Apenasel tren se alejó, ovillé como pude la lana que mehabía sobrado, para devolverla a casa antes de quemi abuela la echase en falta. Y Esteban se lasingenió para levantar, con dos palitos, las mitades

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de la rata. No terminé de preguntarle por qué lohacía cuando entendí: Esteban no pensaba dejar anuestra enemiga ahí, en medio de la vía, sinovolver al barrio con sus pedazos. Porque apenasvolviésemos al barrio íbamos a mandarnos laparte, frente a todos los demás, de que habíamoscortado una rata en dos mitades usando al trencomo guillotina involuntaria. Y nuestros amigos,naturalmente, iban a desconfiar. Perfecto: ahíestaría mi amigo Esteban para tirarles, en los piesmismos, los dos pedazos de rata, para dejarlostiesos de admiración y de envidia. Después detodo, son lindas las hazañas, pero más lindo esapabullar con ellas a tus amigos incrédulos.

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U

LA LAGUNA

na de las mejores decisiones que tomó laMunicipalidad de Morón en 1980 fue

destrozar doscientos metros de la calle BlancoEncalada y demorar seis meses en volver apavimentarla.

Ya he dicho en alguna de estas historias que porla calle Blanco Encalada pasaba el colectivo, yque esa fue una de las tantas bendiciones con quecontamos en nuestra vida de vereda. Porque loscolectivos nos brindaron –contra su voluntad, porcierto–, un montón de momentos excitantes yfelices. Muchas veces los hicimos objeto denuestros ataques, porque eran grandes ypoderosos, y nos parecían un enemigo digno de

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tener enfrente.Pero el mejor regalo que pudieron hacernos los

colectivos fue precisamente ese: día tras día y añotras año, fueron despedazando el pavimento hastaconvertirlo casi en piedra volcánica.

Desde el punto de vista de los adultos, con susautos, eso de que los colectivos hubiesendestrozado la calle era todo un contratiempo. Peronosotros, los pibes, carecíamos de las dos cosas:de auto y del punto de vista de los adultos, así quenos daba lo mismo.

Mejor dicho, nos dio lo mismo hasta esamañana, distinta a las demás, en que la cuadrillade la Municipalidad acordonó el extremo de lacalle, bajó las máquinas de los remolques yempezaron a pulverizar lo que quedaba de asfalto.

Lo primero que hicieron fue pasar una máquinaque tenía montada, al frente, una especie deguillotina. Y digo “una especie” porque esta, adiferencia de su pariente de la RevoluciónFrancesa, no dejaba caer un filo sobre cuelloscontrarrevolucionarios, sino una enorme maza de

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acero que agrietaba el pavimento de trecho entrecho. Ese único espectáculo ya valía dejar delado cualquier otro juego. Cuando uno es chico,siempre es bonito ver la destrucción de algunacosa, y cuanto más sólida la cosa, mejor elespectáculo. De modo que presenciar el modo enque la máquina avanzaba y dejaba hecha trizas lasuperficie de la calle, como si en lugar dehormigón aquello fuera vidrio, nos dejó pasmados.

Después vino una topadora clásica, de esas conpala mecánica y enormes ruedas traseras, alevantar los pedazos de calle que la otra había idoaflojando.

De repente, frente a nuestros ojos empezó acrecer un pozo cada vez más extenso, de lado alado, que se llevó hasta los cordones. Impactados,vimos cómo quedaban colgando los desagües,cómo emergían las raíces de los árboles. Depronto germinaba un mundo subterráneo quesiempre había estado ahí, pero que habíamosignorado.

Una parte de los grandes trozos de pavimento se

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la llevaron en camiones, pero a cierta alturacambiaron de idea y empezaron a arrojar lospedazos de piedra en los extremos de la calle y enla intersección con Guido Spano. Hasta esemomento el nuestro había sido un barrio llano:ahora tenía cuatro altas y prometedoras montañas,rodeando el espacio de la calle desmantelada.

Por unos días, la cuadrilla municipal trabajó abuen ritmo. Alisaron la superficie y la cubrieroncon una buena capa de tosca, esa tierraamarronada que hay debajo de la tierra negra. Perodespués, nunca supimos bien por qué, losoperarios desaparecieron hacia más altos destinos,y dejaron las cosas a la mitad: las montañas en losextremos, el piso de arcilla bien liso, casi unmetro debajo de las veredas.

A veces me causa gracia, ahora, cuando escuchoalgún fascista nostálgico alabando las virtudesadministrativas de los gobiernos militares. Si“como muestra basta un botón”, como diríaAbuelita Nelly, sirva el ejemplo de la calleBlanco Encalada: demoraron seis meses en

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pavimentar dos cuadras, y lo hicieron tan mal quecasi enseguida la calle volvió a rajarse y allenarse de baches.

Nosotros, los chicos, igual no teníamos ningúnapuro. Si hubiese sido por nosotros, que la dejaranasí para siempre. Para el fútbol y la bici, de todosmodos teníamos Guido Spano. La calle rota y lasmontañas de cascote eran una novedad más queinteresante. Y eso que todavía nos faltabadescubrir la mejor parte del asunto. Porque unanoche de esas, cuando ya los operarios habíanalisado el subsuelo y se habían tomado el alíscafo,resulta que llovió.

Llovió bien, llovió tupido, una de esas lluviasprimaverales que parecen dispuestas a vengar lassequedades del invierno. Y cuando salimos denuestras casas, a la mañana siguiente, quedamosextasiados ante el espectáculo: nos había nacido lalaguna.

Recuerde el lector que nuestro barrio, hastaunas cuantas semanas antes, era un anodino barriode clase media suburbana. Manzanas en damero,

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árboles y casas con jardín. De repente y sin pagarun centavo, teníamos montañas y un lago artificialque reíte de los Alpes suizos. Porque losprohombres de la cuadrilla municipal no tomaronen cuenta, o no recordaron, o no les importó, quela capa de tosca –la que habían colocado comobase para el futuro pavimento– era tanimpermeable como la mejor de las lonasPelopincho. Así que de buenas a primeras en mibarrio nos encontramos con un espejo de agua dedoscientos metros de largo por diez de ancho ycasi un metro de profundidad. Es cierto que lasaguas se veían un tanto turbias, pero en fin:siempre fuimos más de agradecer que de seguirpidiendo. Y ahí nos fuimos, a desplegar nuestrashasta entonces aletargadas capacidades náuticas.Bien valdrá, cualquier día de estos, que medetenga a rememorar alguna de aquellas aventuras.

Pero no quiero cerrar estas líneas sin una últimareferencia. Mientras las escribo, me asalta elrecuerdo de Miguel, el último de los pibes que seincorporó a nuestra barrita.

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El primer día de aquel baile, cuando noscongregamos a ver trabajar a las máquinas viales,Miguel se acercó también a mirar pero, como noera uno de los nuestros, se mantuvo quieto a veinteo treinta metros. Al mediodía, cuando a misamigos los llamaron a comer, yo me quedé un ratomás, desoyendo los llamados de mi abuela. Lastopadoras me gustaban demasiado como paradesprenderme de ellas tan rápido. En una de esasgiré la cabeza y lo vi, no a treinta metros, sinomucho más cerca. Se había bajado de la bici ymiraba trajinar a las máquinas pero también memiraba a mí, con esa cara inconfundible de quientiene ganas de ponerse a charlar.

Hice memoria. Muchas veces, jugando en lacalle, lo había visto pasar en la bici. Yo sabía quesu casa quedaba cerca, llegando a la esquina deBahía Blanca, es decir, todavía dentro de lo queconsiderábamos el barrio nuestro, aunque cerca dela frontera. Supuse, con la claridad que se tiene,tal vez, gracias a la honestidad de los doce años,que ahora se había animado a acercarse y

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detenerse porque yo estaba solo, y con lo de lastopadoras tenía una excusa para hablar de algo, yporque debía darle menos miedo encararse conuno que con toda la barra al mismo tiempo.

Era más chico que yo. Supongo que entoncestendría nueve o diez años. Le dije algo acerca delas máquinas y para poder responderme porencima del estruendo se acercó hasta donde yoestaba. Después le pregunté si era de San Lorenzo.Me miró como si yo fuese un oráculo y me dijoque sí. Me pareció inútil aclararle que una vueltalo había visto pateando, contra el portón de sugaraje, con una pelota de gajos azules y rojos.Preferí dejar que me admirase.

Después me acordé de todas esas veces en quelo habíamos visto pasar solo, y le dije que a latarde seguro nos juntábamos a patear a la vuelta, yque si quería que viniese. Parece mentira todo elbien que puede hacerse a veces con diez palabras.No terminé de invitarlo que ya estaba aceptandomi ofrecimiento. Casi enseguida se fue pedaleandorápido hasta su casa, porque era la hora de

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almorzar o porque estaría tan feliz que tendríaganas de contárselo a alguien.

Me da gusto que este recuerdo, de cuando noslevantaron la calle completita, me haya conducidoa Miguel. Si no le cambió la suerte a lo largo de lavida, tiene que haber sido un tipo afortunado. Esode entrar a nuestra barra de amigos justo cuandonos disponíamos a conquistar un mundo nuevo, conlago propio y montañas empinadas, lo señala comoun tipo mimado por los dioses.

Y me alegra haber tenido, aquella vez, laperspicacia de detectar su soledad, y laespontaneidad de invitarlo a venir, y la intuiciónde saber que, con ese gesto, estaba haciéndole unfavor de los grandes. Claro: yo tenía doce años, ya esa edad uno no se anda con tantos miramientospara eso de si le digo o no le digo, si le ofrezco ono le ofrezco. Ojalá uno de adulto no perdiese losreflejos, y siguiera siendo así de generoso.

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T

FIGURITAS

odos nosotros, mis amigos y yo, estábamosconvencidos de que Carlitos era un imbécil.

Para mis ojos de adulto resulta un pocoembarazoso rastrear los motivos de esaconclusión. Pero lo cierto es que estábamosrotundamente convencidos. Carlitos no jugaba alfútbol, no andaba en bicicleta, no perdía su tiempoen la vereda. Y sobre todo, cometía el pecado deno intentar formar parte de la barra. Supongo queparte de nuestro desprecio nacía, por eso, en eldespecho.

Nuestros encuentros siempre acababan poradquirir un carácter tumultuoso y, si no seiniciaban a los insultos, terminaban a los

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piedrazos.Carlitos no estaba solo. Disponía de una corte

de hermanos y primos que le servían de séquito yque emparejaban los enfrentamientos. A nosotrosnos parecía ridícula la devoción que le profesabana su líder. Lo seguían como perros fieles. Lefestejaban los chistes y le cumplían las órdenes.Por eso los juzgábamos como idiotas por partidadoble: seguir a alguien como un perro nos parecíade imbéciles, pero si ese alguien también era unimbécil, eso los convertía en imbéciles elevadosal cuadrado.

En otras palabras: los odiábamos. No losodiábamos con ese odio visceral, primitivo,básico, que solíamos sentir por los desconocidosque vivían en otros barrios. No era esa inquietudrápidamente traducida en desprecio. No. Era algomás elaborado o, por lo menos, algo que nacía deconvivir en la misma cuadra y respirar en elmismo aire, pero sin compartir ninguna de las doscosas.

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Hechas las presentaciones pasemos a loshechos. Lo que voy a narrar ocurrió un domingo ala tarde, durante esa primavera lluviosa durante laque el barrio tuvo su laguna, cuando levantaroncompleta la calle Blanco Encalada parapavimentarla de nuevo. Como llovía casi día pormedio, la laguna nos duró todo noviembre.

Que fuese domingo a la tarde tiene suimportancia, porque las cosas ocurrieron en mediode esa pesadez de siesta, de ese fastidio de lunesinminente. Para peor, tarde de domingo sin pibes,porque de vez en cuando el azar se ensañaba connosotros y a casi todos se los llevaban a visitartíos y padrinos distantes.

Esa tarde éramos Sergio y yo: del resto de labarra no quedaba ni señales. Antes de resignarnos,hicimos la ronda de rigor por el resto de las casas,pero fue inútil. Estábamos solos, y no teníamosánimo de jugar un fútbol de uno contra uno.Terminamos despatarrados en la vereda de micasa, con la espalda apoyada contra el cerco demadera blanca, tirando con escasa convicción, y

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de tanto en tanto, piedras a la laguna.Así estábamos, a la deriva, cuando vimos salir a

Carlitos y a los suyos. De inmediato nos pusimosde pie. Tampoco era cuestión de dar esa imagen denáufragos. En la comparación, estábamosderrotados de antemano, porque eran como diez,aunque no estoy seguro del número preciso. Nuncales prestábamos tanta atención como paracontarlos con números exactos. Nos alcanzaba unvistazo a la volada, como el que acabábamos dedar, y concluir que acababa de salir Carlitos conun número indeterminado de secuaces.

Caminamos hasta el borde del agua y seguimoscon lo de las piedras, como para dar la impresiónde que estábamos divertidísimos. Fue entoncescuando Sergio detectó la figurita. Estaba sobre elpasto, a poca distancia del agua, y aunque habíadejado de llover un rato antes estaba bastante seca.Una figurita común y corriente, un rectángulo depapel lustrado de cuatro por seis. No recuerdo aqué álbum pertenecía. A nosotros se nos habíapasado la época de las figuritas. Supongamos, por

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la época en que acontecieron los hechos, que setratara del Chavo del Ocho.

No quiero mandarme la parte con laurelesajenos: la idea la tuvo Sergio. Yo lo secundé, hicemi parte, y en algún momento me tocó asumir elprotagonismo. Pero la genialidad primera salió desu rubia cabecita. Y su inspiración fue tanrepentina que yo fui el primer sorprendido. Seagachó, levantó la figurita y la arrojó al agua. Y deinmediato empezó a gritar “¡Se me cayó, se mecayó la figurita!”.

Yo no habría tenido la idea, pero compartía lamalicia de mi amigo, de manera que rápidamenteme sumé a su iniciativa. Así que también empecé agritar, con la voz estrangulada de angustia yhúmeda de lágrimas inminentes, “Se nos cayó, senos cayó, me quiero matar”. Seguramente completémis alaridos con una coreografía, improvisadapero verosímil, consistente en emprenderla a lossaltitos, con apertura de brazos y palmas al cielo,congruente con el pensamiento de “Por qué, Dios,por qué a nosotros nos sucede esto”.

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El resultado fue inmediato. Carlitos y su tribu seaproximaron como moscas a un pedazo de bofedejado al sol. Supongo que vernos tan tristes ypreocupados era para ellos, y de por sí, tanplacentero como entretenido. Cuando se acercarony se hicieron una idea de lo que ocurría seolvidaron por un rato de odiarnos, porquenecesitaban dirigirnos la palabra para obteneralgunos datos que les permitiesen disfrutar mejornuestra desgracia.

—¿Qué figurita se les cayó? —preguntóCarlitos, que por supuesto llevaba la voz cantante.

—Ehhh… —Sergio dudó. Bueno, no sé si lapalabra “duda” corresponde para referirse a algoque, sencillamente, se ignora por completo. Porsuerte a nuestros enemigos los devoraba el placerde la desgracia ajena y no estaban para sutilezas.

—¿Es del álbum del Chavo? —preguntó uno delos laderos de Carlitos, con expresión de quedeseaba fervientemente que fuera.

—¡Síii! —tomé la posta, porque la maldad delalma me florecía mucho más fácilmente de lo que

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le reconocía al padre Johnny en la parroquia—.¡La más difícil de todas! —creo que hasta extendílas manos hacia el agua, como queriendo atraer ala figurita, con la misma desesperada devociónque si se hubiera tratado de mi hermanita de ochomeses (es un decir, porque para entonces mihermanita tenía casi veinte años).

—¡¿La difícil?! ¡¿Se te cayó al agua la de “ElChavo dando lección con Jirafales”?!

La pregunta la había hecho Carlitos, y yo asentímoviendo la cabeza con ademanes desesperados, yabriendo mucho los ojos.

—¡Síiii! —repetí, desolado.En realidad, hubiera dicho que sí aunque

hubiera sido la de “La Chilindrina en Saturno” o“Ñoño en la playa con una biquini a lunares”. Loimportante era que me creyeran, que me miraranasí esos diez pares de ojos redondos, extáticos.Pero todavía faltaba. Estaban un poquito crudos.

—¿Y por qué no la vas a buscar? —inquirióCarlitos, haciendo gala de una sagacidad que(confieso) nunca había sospechado que poseyera.

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Me quedé mudo. Pero Sergio me hizo el relevo.—No, lo que pasa es que ya la tenemos.—¡¿Tenés repetida “El Chavo con Jirafales”?!

¿Pero cuántos paquetes de figus compraste?Sergio lo miró plácido, calculando una cifra que

resultara más o menos verosímil.—Seiscientos… seiscientos cincuenta —afirmó,

con la misma cara que ponían Paul Newman yRobert Redford en El golpe para que el gángsterpisara el palito.

—Eso él —acoté, y los diez pares de ojosviraron hacia mí—. Yo ya casi llego a los milpaquetes.

La constatación de que éramos dos millonarioslos dejó pasmados. Pero a Carlitos le quedaban unpar de cartuchos para disparar, antes de rendirse.

—¿Y entonces para qué se hacen problema? Siya la tienen…

Con Sergio nos miramos. O hasta entonceshabíamos subestimado erróneamente la capacidadintelectual de Carlitos o esa tarde gozaba de unabrillantez excepcional pero superlativa.

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—Porque la tenemos vendida. A un pibe de laescuela —Sergio era tan mala persona como yo,pero mucho más rápido.

—¿A cuánto? —preguntó uno de los primos máschicos, sin pedirle permiso a su jefe para hablar.Se ve que la codicia los hacía saltarse lasjerarquías.

Contesté yo, aunque no recuerdo cuál fue lacifra que inventé. Además eran “pesos ley” o“pesos argentinos”, intraducibles a los actuales,con sus miles de ceros. Sí me aseguré de barajarun número posible como para que no advirtieranque les estábamos mintiendo, pero suficientementealto como para que la cabeza se les incendiase enlas llamaradas de la ambición.

—¿Y por qué no se meten a buscarla? —Carlitos estaba echando mano a sus últimasreservas de inteligencia.

—Yo no puedo porque me arruino las zapatillas—adujo Sergio, que calzaba unas Adidas de cueroque en esa época estaban al alcance únicamente delos potentados.

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—Yo estoy saliendo de una pulmonía —meapresuré a tomar por la variante de la salud,porque nadie me hubiera creído que quisieraproteger mis Flecha de lona con la puntera hechapolvo.

Y como tenían muchas ganas de dar el siguientepaso, nos creyeron.

—Y si la buscamos nosotros… —Carlitos hizouna pausa, supongo que con la idea de generarcierta intriga. Y yo, aunque nunca fui partidario deponer trampas para pajaritos, entendí el placer quedebía sentirse, con el piolín en la mano, listo parael tirón, cuando el bicho picotea el alpiste a diezcentímetros del centro de la trampa—, ¿qué nosdan?

Nosotros mantuvimos la sangre fría. Nada deabrazarnos y empezar a los saltos, al grito de“cayeron, los pelotudos cayeron”. Nada de eso.Apenas un mirarnos, un fingirnos dubitativosprimero, magnánimos después, para decirles que sila sacaban se merecían quedársela.

—¿Cuánto dijiste que te pagaban por esa

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figurita? —Listo. Carlitos acababa de malgastar suúltima bala, y de aquí en adelante solo seescucharía el click del percutor sobre los alvéolosvacíos, como en las películas de tiros.

Repetimos la cifra. Estaba hecho. Ya Carlitos seencaraba con los suyos y cerraban el corro. Ya eldedo del líder señalaba al primo más chico, ya losmandos intermedios palmeaban al candidato y ledeseaban suerte.

Tendría seis o siete años. Medía poco más deun metro y tenía una cara de boludo que invitaba ala piedad o al sadismo. Supongo que lo eligieronpor eso, aunque en voz alta dijeron que tenía que irél porque estaba vestido para lograrlo. Es verdadque tenía puesto un impermeable de plásticoamarillo grueso, suelto como una capa, sin mangas,coronado por un gorro del mismo color. Teníabotas igual de amarillas, que le quedaban un pocograndes y le daban justo a la altura de las rodillas.

—Pero me voy a mojar igual —afirmó elpequeño, con extraordinario sentido común.

—No te creas —dije yo, mientras nos

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aproximábamos.—Y menos con esas botas. —Sergio lo palmeó,

admirativo.El enano sonrió.—Bajá por aquel lado que es menos profundo, y

tenés piedras para ir pisando —señalé vagamenteun sitio de la orilla.

—¿Es muy hondo? —el infante, a medida que seaproximaba al líquido elemento, parecía flaquearen sus certezas.

—Así —dijo Sergio, dibujando con las manosun espacio de unos veinte centímetros.

—Como mucho así —corregí, aumentando aunos veinticinco. Yo sabía que en el centro lalaguna llegaba cómodamente a un metro y noquería un ahogado en mi conciencia. Me consolépensando que a lo mejor el impermeable loayudaba a flotar.

El petiso abandonó la orilla con cautela, dandopasitos muy cortos, casi sin levantar los pies delpiso. Pero cuando llegó al borde de la piedra queestaba pisando, trastabilló y tuvo que seguir con

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menos miramientos. Casi enseguida el agua lellegó a los tobillos y el petiso nos miró a nosotros,como aguardando respuestas. Le devolvimos unpar de sonrisas cálidas, confiadas, indicándole conlas manos que siguiera confiadamente haciadelante. La tribu de Carlitos se lanzó a estimularlocon gritos alegres y esperanzados, temiendo tal vezque el enano reculara y les tocase a ellosencabezar una segunda expedición.

El pibe hizo caso y siguió avanzando. Deinmediato el agua, que le había seguido trepandopor la pierna, llegó a la altura del borde de susbotas.

—¡Ya llegás! ¡Ya llegás! —gritamos, intuyendoque estábamos en un momento límite.

Dio un paso más y el agua comenzó a invadirlela caña de las botas. Yo me acordé de una películade naufragios que había visto en “Sábados deSuperacción”, porque el agua le hacía un embudoparecido a medida que se le metía por las piernas.

—Ayyy… me mojo… Ayyyy —la verdad que elenano tenía un vocabulario más bien rudimentario.

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—¡Dale, dale, no te frenes! —ahora era la tribula que lo azuzaba.

El petiso obedeció. Ahora el avance era máslento todavía porque las botas llenas de aguadebían pesarle como plomos. La ventaja era que,con los pies inundados, le había cambiado latemperatura corporal, y apenas se daba cuenta deque el agua ya le llegaba a los muslos y seguíasubiendo hacia la cintura.

—Mirá bien dónde pisás. Mirá bien dónde pisás—me pareció que decir eso me hacía quedar comoun muchacho sensible. De todos modos era unconsejo inútil, porque en el agua fangosa no seveía absolutamente nada.

—Dale que ya estás, te falta repoquito —Sergiohablaba mientras el capote amarillo, que tendía aflotar, se iba abriendo como los pétalos de una flormañanera.

La verdad es que el espectáculo era bellísimo.El agua quieta y brillante, el capote amarilloextendido sobre la superficie, la cabeza del enanoemergiendo como el peristilo de una flor, y el

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lento avance como si una brisa tenue la condujerahacia el centro de la laguna.

Cuando el agua le llegó al pecho confieso quetuve un instante de inquietud. ¿Y si el candidatoterminaba pereciendo en las aguas oscuras? Unacosa era vengarnos de Carlitos y otra cargar conun muerto en la conciencia. Confié en que hubiesellegado a la máxima profundidad. Le faltaban unpar de metros, y el petiso estaba decidido apenetrar en los anales de la gloria.

Entonces me asaltó una duda de carácter casicientífico. ¿Cómo se desempeñaría el enano en unmedio acuático con oleaje? De manera que meacerqué a la orilla, levanté un enorme pedazo delasfalto viejo que había quedado sin retirar y se lolancé un metro adelante, al grito de “¡Esperá,esperá que con las olitas te acerco la figu!”. Sergiome imitó de inmediato. Y piedras de esas sobrabanen la orilla. De modo que casi de inmediato elenano se vio bombardeado por decenas deproyectiles que le salpicaban hasta empaparle laúnica parte del cuerpo que conservaba seca.

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Hay que reconocer que el enano tenía temple: enmedio de una salpicadura parecida a la quesufrieron los aliados en la evacuación deDunquerque, seguía avanzando con la porfía de losconversos.

Por fin, con el agua a la altura del mentón,consiguió estirar la mano y adueñarse de lafigurita, mientras el clan de Carlitos vociferaba sualegría. Enseguida se dio la vuelta (enseguida esun modo de decir, porque con las botas llenas deagua sus movimientos se parecían a los de un buzocon escafandra, caminando en el fondo del mar) yvolvió hacia la orilla. Alguno de su tribu lo ayudóa salir. Huelga decir que estaba calado hasta loshuesos y sucio como si hubiera hecho cuerpo atierra en un chiquero. Pero extendida la manoderecha, amplia la sonrisa, altivo el mentón,mostraba la figurita millonaria. Los otros lorodearon. El enano entregó la joya a lacontemplación colectiva, mientras nosotrosadvertíamos, íntimamente, que se acercaba elmomento de partir.

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Entonces ocurrió lo que tenía que pasar. Anuestras espaldas sentimos la voz de Carlitos,estrangulada por la confusión, aterida por elespanto, iracunda por la sospecha:

—¡Pero esta es de la Chilindrina con DoñaFlorinda!

Pudimos habernos quedado. Pudimos fingir unadiscusión entre nosotros, en la que nosachacásemos recíprocamente el error o el dolo.Pero algo nos dijo que la cosa ya se situaba másallá de nuestras posibilidades, y que lo mejor erasalir corriendo hacia las vías para ponernos acubierto. Diez contra dos es mucha ventaja, aunqueel jefe de los diez fuese Carlitos y otro de los diezfuera un enano con pinta de duende amarillo y conlos labios violetas de frío.

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S

CURSO DE INGRESO

alí de mi casa resoplando de fastidio. En unamano llevaba las monedas para el colectivo.

En la otra, la bolsa de plástico con “las cosas delingreso”. Durante séptimo grado, aquello del cursode ingreso se me convirtió en una involuntariaobsesión. En mi colegio no teníamos nivelsecundario, y para poder seguir estudiando en unaescuela buena tenía que rendir examen con otromontón de pibes, y aprobarlo con una notasuficientemente buena como para asegurarme unavacante. El plan familiar era que fuese a la mismaa la que había ido mi hermana: Escuela NacionalNormal Superior Manuel Dorrego de Morón. Conese nombre así de largo ya resultaba intimidante.

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Pero más intimidante era que se presentaban alexamen como mil pibes, pero había nada más quetrescientas vacantes. De cada diez, siete sequedaban afuera. Sonaba difícil el asunto.

Yo era un buen alumno, pero en mi casa lafilosofía dominante era “Más vale prevenir quecurar” –otro de los dichos de Abuela Nelly–. Poreso mi vieja me anotó en un curso de ingreso acontraturno de la escuela, dos veces por semana,una para estudiar Lengua y otra para Matemática.Si había algo que odiaba yo a los doce años (y esoque a los doce años odiaba un montón de cosas,empezando por mi panza de gordito pacífico) eramalgastar dos tardes por semana en esa especie deescuela paralela. No es que tuviera demasiado quehacer durante la tarde. Básicamente, mi idea deuna tarde perfecta consistía en ver unas cuantasseries en televisión y liquidarme una opíparamerienda. Pero precisamente eso, que en lugar dedejarme hacer lo que me daba la gana memandaran, después de estudiar, a seguirestudiando, me resultaba imperdonable.

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Cuando salí de casa, insultando entre dientes,los vi: sobre la montaña de escombros de la callea medio pavimentar, Esteban y Sergio jugaban atirar piedrazos. Estaban apuntando a blancos fijos,escogidos al azar: un árbol, una columna dealumbrado público, alguna de las máquinas vialesque descansaban ahí, hasta el día siguiente.

Yo no podía creer mi mala suerte. Habría dadolo que fuera por quedarme ahí con ellos,rascándome, tirándole piedras a lo que me diera lagana, en lugar de viajar hasta Ituzaingó a lo de laseñorita Hilda para descubrir el maravillosomundo del análisis sintáctico y el modificadordirecto.

Alcé la cabeza y orienté la mirada al frente, alhorizonte, como si no los hubiera visto. Estúpidaactitud, porque los tenía a veinte metros. En lugarde gritarme, ellos decidieron cambiar de un blancofijo a un blanco móvil. La primera piedra que metiraron picó un par de metros adelante. La segundame pasó rozando el hombro izquierdo. Mecontuve. Iba con el tiempo justo y a la señorita

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Hilda le gustaba que fuéramos puntuales. Quince,veinte pasos más y me pondría fuera del alcancede las piedras. Los di sin que lograran golpearme.Pero estar fuera del radio de las piedras era unacosa, y estar a salvo de sus gritos era otra.

—¡Dale, Eduardo, vení a jugar! —me gritóEsteban.

Claro, pensé: este porque es más bruto que unavaca y terminó entrando en una escuela deporquería. Hiel. Rencor que me corría por eltorrente sanguíneo.

—No puedo. Tengo que ir al ingreso —declaré,sin darme vuelta, como Lot, el de la Biblia, parano tentarme.

—¡Dale, no seas traga!Ese había sido Sergio. Todavía le faltaba un

año para la secundaria pero no tendría problemasal respecto. Iba al San José de Morón, que salía unojo de la cara pero tenía secundaria. Seguícaminando.

—¡Dale, Eduardo! —Reclamo aceptable. Meordené seguir caminando.

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—¡Dale, gordo traga! —Todo hombre tiene unlímite.

Me di vuelta. Me devolvieron una sonrisaalborozada. Para completar la invitación, Estebanme tiró una piedra de asfalto que traía bastantefuerza. El último rebote lo dio a un escaso par demetros de mis pies.

Dejé la bolsa junto al tapial de una casa.Analicé mis posibilidades. Los que estaban sobrela pila de escombros de la calle vieja eran ellos.De modo que disponían de todos los proyectilesque quisieran. Además, el fin de semana anteriorhabíamos construido una especie de búnker en lacima. Nicolás había traído un par de carteles dechapa, de esos que usan los martilleros paraofrecer las casas con un “VENDE” en grandesletras. No le preguntamos de dónde los habíasacado porque, si el rematador venía areclamarlos, preferíamos ignorar la verdad. Peroentre los dos carteles y alguna que otra maderaadicional, habíamos conseguido edificar una lindafortificación sobre la montaña, que hacía que los

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que estaban arriba gozaran de una posición seguray casi inconquistable. Yo, desde la vereda deenfrente, tendría únicamente las piedras que ellosme tiraran, más alguna que hubiese quedado deanteriores enfrentamientos. Pero me habían dichogordo traga, y esas ofensas hay que pagarlas, quétanto. Por eso, después de dejar la bolsa con losútiles del curso de ingreso contra el tapial pintadode blanco, me agaché a recoger tres o cuatrocascotes y me parapeté detrás de uno de losárboles, un tilo de tronco grueso que me permitiríadispararles desde escasos diez metros dedistancia.

La batalla empezó como debía, es decir, mereventaron a cascotazos durante varios minutos sinque yo pudiese asomar la nariz desde atrás deltronco. No había problema. Podía esperar. Enrealidad, la que no podía esperar era la señoritaHilda, pero ella desconocía que uno de susaspirantes estaba en un duelo mortal de artillería, amás de media hora de su casa de la calle Soler.Cuando calculé que mis rivales tenían que tener el

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brazo cansado, me asomé como para lanzar miprimera andanada. Error. No estaba jugando contraun par de aficionados, sino con un dúo perspicaz.Puede ser que a Esteban no se le diera bien laciencia escolar, pero los desafíos a pedradascarecían de secretos para su mente siniestra.

Desde el comienzo se estaban turnando.Mientras uno tiraba piedra tras piedra, el otropreparaba una pila de cascotes para cuando letocara el turno, y de paso descansaba. De maneraque cuando salí de mi escondite, se dedicaronentre los dos a surtirme con piedras de todos loscolores. Volví a esconderme. Miré el reloj. Claroque podía volver sobre mis pasos y escapar. Comomucho, soportar algún cascote trasnochado en laespalda o en la nuca. De lo que no podría librarmesería de los gritos. Y a los poco gentilesapelativos de “traga” y “gordo” debería sumar elde “cobarde”, en su versión doméstica de“mariquita”.

Imposible. Aunque la señorita Hilda mereprendiera por la tardanza. Como pude, yendo y

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viniendo desde la intemperie hasta el tilo,conseguí reunir un arsenal respetable. Me llené depiedras chicas los bolsillos. Separé las mejorespara llevarlas en las manos. Y salí rumbo a lamontaña de escombros. O no se esperabansemejante ataque o de verdad estaban un pococansados, porque en lugar de molerme a pedradasse escondieron en el búnker.

Eufórico, empecé a descargar mi munición. Conextraordinario regocijo, escuchaba el bochincheque metía cada piedrazo al dar contra las chapasde los carteles de “vende”. Algún insulto ahogado,alguna orden de Esteban que Sergio de inmediatoretrucaba, me hacía sentir que el enemigo habíaentrado en pánico. No me atrevía a escalar lamontaña de cascote. Eran unos cuantos metros y, simis enemigos salían de su escondite, conservabanla ventaja de tirar desde arriba. Por eso desde elpie de la montaña de escombros, seguíadisparando y sacudiéndoles el búnker.

Pero yo también empezaba a cansarme. Ycuando uno se cansa pierde precisión, en el brazo

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y en el intelecto. Mi primer error fue pensar que, silograba tirarles una piedra suficientemente grande,el búnker terminaría por derrumbarse y mi victoriasería definitiva. Mi segundo error fue suponer quesería capaz, pese al cansancio, de dirigir esabomba atómica con la precisión necesaria.

Empecé por buscar el proyectil adecuado. Elegíun trozo de pavimento con forma casi cúbica, deunos quince centímetros de lado.“Paralelepípedo”, pensé. No en vano tantas horasdedicadas a la geometría. Pesaba tanto que tuveque usar las dos manos para levantarlo. Debíhaber sospechado que, con semejante pesoespecífico y esa masa irregular, y la obligación deimpulsarlo con ambas manos, iba a salir cualquiercosa menos un disparo certero. Pero ya hablé de loconfuso que estaba mi entendimiento. Levanté lapiedra con ambas manos sobre mi cabeza. Estebany Sergio se asomaron en ese momento, con lasospecha de que la calma repentina augurabainminentes tempestades. No se equivocaban, y susperplejas expresiones de pánico terminaron de

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envalentonarme.Me di ánimo con un grito, como había visto

hacer a los levantadores de pesas. Llevé ambosbrazos hacia adelante con su carga mortífera, y enel momento de mayor ascenso y aceleración, soltéla piedra. Alborozado, vi cómo mi proyectilaterrador se dirigía hacia la cima, hacia el búnker,hacia esas tiernas cabecitas. Grité de felicidad. Ibaa lograrlo. Mi cascote desmesurado iba aderrumbar el búnker arriba de esos dos. Habíavalido la pena tanto sacrificio. Pero en física lascosas tienen que ser exactas, y no es lo mismo doscentímetros más que dos centímetros menos, treskilogramos/fuerza que sobren o treskilogramos/fuerza que falten. Y en la diferenciacabe un mundo.

El cascote sideral pasó a escasos centímetrosdel techo del refugio de mis amigos, y se perdiódel otro lado de la montaña. Y hay veces que unotiene mala suerte, la verdad. ¿Qué le costaba a esecascote, ya que había fallado, aterrizar un pocomás allá, sobre la pila de piedras, y rodar cada

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vez más manso hasta la base? ¿Qué le costabaprovocar un daño mínimo, un breve alud sobre lapared de la montaña opuesta a la que ocupábamos?No le costaba nada. Pero el muy taimado siguióotro recorrido.

Se ve que le había impreso una fuerza más querespetable. Porque lo que hizo el dichoso proyectilfue seguir planeando un buen trecho, sobrevolandola montaña, para aterrizar en el parabrisas delcamioncito de Zaldívar.

Pobre incauto, el tal Zaldívar era un vecino quetenía un Rastrojero en regular estado deconservación, y lo estacionaba contra la montañade escombros porque le parecía la mar de seguro:era como dejarlo al final de una calle sin salida.Se ve que el pobre tipo ignoraba que estabadejando su querido Rastrojero al lado de nuestroteatro de operaciones misilísticas. En realidad,por lo que me contaron después, el cascote rebotóprimero en el capot, después en el vidrio, ydespués en el techo de la cabina, donde detuvo sumarcha destructiva y quedó como muda evidencia

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de la crueldad de la guerra. Previamente, en sucamino, había hecho un lindo bollo sobre la chapadel capot, y un contundente astillamiento sobre elvidrio, a la altura del acompañante. Creo que en eltecho no quedaron marcas.

Los tres combatientes quedamos sumidos en elsilencio que siguió al estrago del últimobombardeo. Sabíamos lo que venía. Zaldívar,atragantado con el mate, saldría como unaexhalación para cerciorarse de que su bebéestuviera a salvo. Y cuando advirtiera que no, queel Rastrojero estaba de cualquier modo menos asalvo, buscaría de inmediato a los culpables. Y nonecesitaría ser un genio para advertir el cubo depavimento sobre la cabina de su bebé ni paradeterminar de dónde había salido y quiénes eranlos culpables.

Tuve que actuar rápido. Giré sobre mis talonesy salí disparando. Levanté la bolsa de plástico conmis útiles para el curso de ingreso y seguícorriendo a todo lo que me daban las piernas, asabiendas de que, si era capaz de doblar la

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esquina de Mitre antes de que Zaldívar detectarami presencia, estaría a salvo.

Esteban y Sergio, pobrecitos, no tendrían esasuerte. Primero tenían que levantar el techo delbúnker y ponerlo a un costado. Después, pasar laspiernas por encima de la otra chapa, la que servíade frente al refugio. Y todo eso, con Zaldívarparado al pie de la montaña, esperándolos con lasmanos a la cadera, como si fuera el destino o lamuerte misma.

Me derrumbé en el primer 238 que pasó por laparada y recién entonces me convencí de que mehabía salvado. Esteban y Sergio podían ser cruelesa la hora de iniciar un enfrentamiento a piedrazos,pero no iban a buchonearme. Dirían que estabanjugando entre ellos o, como mucho, que se habíanenfrentado a algún desconocido que pasaba por ahíy los había desafiado. Zaldívar se encargaría deque recibieran castigos ejemplares. Pero a misamigos no iba a cruzárseles por la cabezaincluirme en la redada. No les serviría de nada. Niacortaría sus penitencias. Ellos enfrentarían con la

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cabeza alta el “daño colateral”, comoaprenderíamos después que se llaman esas cosas.En su lugar, yo habría hecho lo mismo. Son cosasque pasan. Cosas de la guerra.

Al curso de ingreso llegué tardísimo. Pero creonunca disfruté tanto del análisis sintáctico.

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Y

NAVIDADES IROMPEPORTONES

o no soy de esos adultos que suponen que“todo tiempo pasado fue mejor” y que nuestra

juventud fue mejor que la actual, en todos susaspectos. No. Creo que hay cosas que eran máslindas y cosas que eran más feas. Y cosas que eranmás peligrosas, como esos cohetes quecomprábamos para las Fiestas. En aquellos años lapirotecnia era peligrosísima, y todavía hoy mepregunto cómo fuimos capaces de atravesar todasnuestras Navidades sin dejar ojos y dedos por elcamino. Hoy en día –por suerte– uno puedecomprar cohetes, cañitas voladoras y fuegosartificiales fabricados legalmente y mucho másseguros a la hora de estallar.

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Los nuestros, los de esos años, se vendían encualquier kiosco y tenían toda la apariencia de serpeligrosos y clandestinos. No tenían marca ninombre del fabricante ni nada, y estabanrecubiertos de papel ordinario y áspero, y rellenoscon pólvora del tipo peligroso. Para colmo, nosdejaban salir a encenderlos sin que ningún adultonos ayudara o nos echara un ojo, por lo menos. Poreso comenté recién que, si crecimos con todos losdedos y todos los ojos sanos, es casi un milagro.

Tirábamos los primeros cohetes a principios dediciembre, para festejar el final de las clases de laescuela, pero después nos dedicábamos a acopiarun arsenal gigantesco para las Fiestas.Subrepticiamente, nos quedábamos con los vueltosde los mandados, andábamos a la pesca decualquier moneda suelta en un bolsillo, todo lo quenos permitiese ir acopiando cohetes en cantidadcasi para iniciar una guerra.

Como en tantos otros rubros, había muchamenos variedad de cohetes para elegir. Además delos petardos tradicionales y las cañitas voladoras,

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estaban los triangulitos y los rompeportones. Lostriangulitos se llamaban así porque teníanexactamente esa forma y la mecha cortísima. Poreso era tan peligroso tirarlos, porque corrías elriesgo de que te estallara en las narices apenasencendido. Los rompeportones eran mispreferidos. Tenían el tamaño de un dado, estabanhechos de papel madera atado con un piolín, yrellenos de pólvora y piedritas. Una especie dechasquibum nuclear, porque era veinte, treinta,cincuenta veces más potente que un chasquibum.

A mí me encantaban porque uno los tiraba comouna granada, contra una pared o contra el piso, yhacían un estruendo descomunal y un fogonazoperfecto. Con los rompeportones, yo me sentíacomo los soldados de la serie “Combate”,arrojando granadas a los enemigos. Eso sí, habíaque tener mucho cuidado para elegir las paredessobre las cuales arrojarlos, porque esos petardoseran tan potentes que quemaban la pintura con losfogonazos.

La primera vez que tiré un rompeportones me

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llevé un susto mayúsculo. Fuimos a comprarloscon Nicolás, sin que los demás se enterasen. Nofue porque sí, que lo hicimos de ese modo.Algunos de los pibes (Esteban, Sergio, o los hijosdel oculista) tenían mucha más experienciapirotécnica que nosotros. Y no teníamos ganas deque se mandasen la parte en nuestras narices. Poreso fuimos solos, para tirar unos cuantos antes detener que hacerlo delante de ellos y poder, así,fingir veteranía. Nicolás había visto a algúncompañero de su escuela arrojándolos, y tenía eldato de que metían un bochinche tremebundo.

Después de comprar tres o cuatro cada uno(esos rompeportones costaban una fortuna) nosfuimos al frente de una casa abandonada.Atardecía, faltaba un día para Nochebuena ynecesitábamos comprobar la potencia de nuestraartillería. Con la casa no había problema: llevabatantos años vacía que ninguno de nosotros habíavisto jamás entrar ni salir gente de ella. La veredaestaba desierta, aunque varios autos habíanestacionado junto al cordón de la calle. Un par de

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tipos estaban apoyados contra uno de esos autos –un Renault 12 azul marino, flamante–, tomando elfresco del final de la tarde. No los conocíamos y,por lo tanto, no nos preocupamos. Como mucho,podría disgustarles un poco el estruendo cuandosonaran los rompeportones.

Con una mirada nos dimos a entender quecomenzaba la prueba. Sacamos, cada uno, unrompeportones del bolsillo (como verdaderosidiotas, guardábamos los cohetes en el bolsillo delpantalón, con lo cual corríamos el riesgo de queestallasen todos juntos y nos provocaran terriblesquemaduras). Apuntamos a la pared. Echamosatrás el brazo derecho. Y a la cuenta de tres losarrojamos contra la pared de la casa. Losrompeportones estallaron casi al unísono,metiendo un batifondo de infierno. Hasta ahí, todomagnífico.

Pero no contábamos –no sabíamos– cómo eraque funcionaba el mecanismo de esos artefactos.Cuando uno los arrojaba contra una pared,provocaba que las piedritas que contenía el cohete

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oprimieran la pólvora hasta hacerla estallar. Peroesas piedritas, naturalmente, salían volando paratodos lados como parte de la explosión. Y eso nolo tomamos en cuenta. En este caso las piedritasvolaron, en su mayoría, hacia el inmaculadoRenault 12 azul marino sobre el que estos dostipos estaban apoyados, a diez metros de nosotros.Se escuchó, a medida que las piedritas impactabancontra la chapa del auto, un “tiqui-tiqui” fúnebreque nos heló la sangre, y que hizo que esos dosfulanos nos encarasen furiosos.

—Oíme, pendejo —empezó uno de los dos, queseguramente era el dueño de la joya inmaculada—.¿Vos sos pelotudo o te hacés? —La pregunta deese señor, como ustedes podrán apreciar, no ibadirigida a ninguno de nosotros en particular. Y nosé si la pregunta esperaba una respuesta. PeroNicolás, que era un chico muy educado yconsideraba una falta de respeto dejar a losadultos con la palabra en la boca, respondió desdela más absoluta sinceridad:

—Soy.

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Se ve que el tipo no estaba listo para unarespuesta tan meditada y autocrítica, porque lasorpresa le diluyó el enojo, o por lo menos lo peordel enojo. Parpadeó un par de veces, alzó la manoindicando el horizonte y nos dijo, con ciertohastío:

—Rajen de acá, mocosos.Y nosotros, naturalmente, nos apresuramos a

obedecer.

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C

NAVIDADES IILA CASITA

reo que ya comenté que nuestro peor enemigoera ese gigantón odioso llamado Alejandrito

Miranda. Ese vecino alto, desgarbado, gruñón,molesto, que ponía su auto en medio de la callepara impedirnos jugar al fútbol, se quejaba delruido que metíamos a la hora de la siesta ydisfrutaba arruinando todos nuestros juegos. Noshabía denunciado más de una vez con nuestrasmadres, nos había gritado cosas horribles en másde una ocasión y nos había pinchado con uncuchillo más de una pelota que había tenido ladesgracia de aterrizar en su jardín.

Pero nosotros no éramos proclives a rendirnos.Podíamos huir de vez en cuando, pero siempre

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estábamos dispuestos a regresar al campo debatalla.

A veces es curioso el modo en que Dios o lascircunstancias nos colocan, en nuestras propiasnarices, las ocasiones para tomar revancha. Una deesas Navidades o más bien, en uno de esos díasprevios a la Nochebuena en que nos dedicábamosa comprobar el poder destructor de los petardosde ese año, se suscitó una acalorada discusiónentre Darío –el venezolano grande– y Sergio,acerca de cuál era el tipo de petardo másdestructivo. Según Darío eran los rompeportones ysegún Sergio eran los triangulitos.

Como todas nuestras discusiones, estaamenazaba con volverse perpetua, hasta quealguno tuvo la buena idea de proponer unexperimento para zanjar el diferendo. Sergio seofreció a probar primero y, ante nuestraestupefacción, se dirigió muy campante hacia lacasa de Alejandrito Miranda. Eran las tres de latarde, de modo que el mastodonte debíaencontrarse en plena siesta. Sergio, como un

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venado que otea el peligro, se mantuvo dos o tresminutos en silencio, frente al tapial de la casa,como si el tiempo se hubiese detenido para él ypara siempre. Hacía bien. El muy maldito nos olía,nos palpitaba, nos intuía, de modo que si estabadespierto, dando vueltas por su casa, no tardaríaen asomarse con mala cara para decirle a Sergioque se mandase mudar. Como los minutos pasarony eso no sucedió, pudimos concluir que,efectivamente, Alejandrito dormía la siesta.

Entonces Sergio, amorosamente, extendió lamano hacia la casita buzón de AlejandritoMiranda, y a nosotros se nos erizó la piel en unamezcla de pánico y regocijo. En esa época, lamayoría de las casas carecía de buzón para lascartas. El cartero simplemente las tiraba en losporches o las hundía en una hendija de los tapialeso los portones. Solo algunos tenían buzones. YAlejandrito, en particular, tenía un buzónsumamente coqueto: una casita de madera, deltamaño de una caja de zapatos grande, con techo ados aguas, chimenea, paredes blancas y ventanitas

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coquetas. Nunca nos lo había dicho (de hecho,apenas nos dirigía la palabra para gritarnos), perosabíamos que esa casita-buzón era su orgullo.Colocada más o menos a un metro del piso, sobreun poste de madera, a unos veinte centímetros dela línea municipal, tenía una hendija con tapa demetal para que entrasen los sobres. Del otro ladode la casita, la pared del fondo era una puertitacon llave por la cual el dueño de casa retiraba lacorrespondencia. Una casita de cuento de hadas,que contrastaba un poco con el aspecto cavernoso,levemente demoníaco, que tenía la fachada de lapropia casa de Alejandrito. O a lo mejor no erademoníaca, sino que su contenido –Alejandrito–era lo que nos parecía demoníaco. Pero sí era unacasa oscura, lúgubre, poco adornada. Y la casita-buzón, con su techo rojo brillante, parecía unasonrisa luminosa presidiendo el jardín deAlejandrito como una flor cultivada junto a laguarida de un ogro sanguinario.

Pues bien, hacia ese objeto de culto, hacia esamaterialización de la belleza y la coquetería

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postal, adelantó Sergio sus dedos criminales. Sinhacer casi ruido, levantó la tapa metálica delbuzón. Apoyó el triangulito en el borde, para tenerambas manos libres. Encendió la mecha. Cuandoestuvo seguro de que estaba prendida, empujó elpetardo hacia el interior de la casita. La tapa secerró con un chasquido. Y después caminó losveinte metros hasta donde nosotros lo estábamosesperando.

Pasaron unos segundos que se nos hicieronlarguísimos. Hasta alguno preguntó, a media voz,si la mecha se habría apagado.

—Capaz que sí —dijo alguno, con los ojos fijosen la casita.

—Esperen —dijo Sergio, con la certeza de losentendidos—: Adentro del buzón hay poco aire.Por eso tarda.

Y entonces estalló. En realidad, lo que sucediófue que la casita salió volando. Todavía hoydesconozco el fenómeno físico que la hizo adoptarsemejante comportamiento. No fue que sedespedazó o que se le hizo un agujero a través del

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cual se liberó la potencia de la explosión. No.Hizo un ruido apagado, cavernoso, y se desprendióde su base de madera. Lo único que quedó fue elpiso de la casita, adherido al poste. El resto, esdecir, el techo y las paredes, se elevó como tresmetros y voló hasta el medio de la calle. Aterrizósobre el techito rojo y después rodó, a los tumbossobre el pavimento. Ahí sí, pobre casita, se fuedespedazando.

Aquel que haya leído algunas de las historiasque se incluyen en este libro puede anticiparse anuestros inmediatos comportamientos. Rápidocruce de miradas, giro de ciento ochenta grados,carrera despavorida hasta la primera esquina en lacual girar para perdernos de vista, manotazos parasacar de ahí a los rezagados, alocados proyectosde alistarnos en la Legión Extranjera opresentarnos voluntarios en la primera misióntripulada al planeta Marte, con tal de no tener quevolver a cruzarnos con el iracundo Alejandrito.

Cuando nos pusimos a salvo, y recuperamos elaliento, y decidimos escondernos en el terraplén

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del tren hasta que cayera la noche, y nosjuramentamos silenciar la verdad o morir en elintento, Sergio nos miró con superioridad y nospreguntó qué pensábamos del poder destructor desu petardo. Y Darío, con una sinceridad no exentade hidalguía, le dijo que sí, que tenía razón, que eltriangulito era el mejor petardo sobre la faz de laTierra.

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U

NAVIDADES IIIANTICAPITALISMO

n último capítulo de historias de cohetes, meviene a la mente apenas termino de hablar

sobre la destrucción de la casita-buzón deAlejandrito Miranda. Será que los recuerdos sonasí: cuando vienen, vienen en manada.

Este incidente sucedió unos años después,cuando en el barrio quedábamos muy pocos deaquella antigua multitud: apenas Sergio, Nicolás yyo. Los demás se habían mudado o habían crecidodemasiado, que es otro modo de mudarse.Tendríamos quince, dieciséis a lo sumo.

Después de brindar con la familia de cada cual,en la casa correspondiente, nos juntamos para daruna vuelta por el centro. El “centro” de Castelar,

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que es como decir, en esa época y siendogenerosos, dos cuadras para un lado y una para elotro. Allí nos fuimos, con las manos en losbolsillos, charlando un poco nomás, soltandopalabras de tanto en tanto, en medio de largossilencios. No lo decíamos, pero supongo queextrañábamos esas Navidades que habíamosvivido cuando éramos más, cuando éramos quinceo veinte, cuando pensábamos que íbamos a ser asípara siempre. Pero Sergio, que siempre fue másdado a la acción que a la nostalgia, se detuvo en unkiosco con aspecto de tugurio, que en el fondo dellocal vendía petardos de todas las especies.Cuando salió otra vez a la calle, sonreía. En lamano llevaba un tubo de cartón rústico, de unoscuarenta centímetros de largo por tres de diámetro.

—Bomba brasilera —declaró, y el alma nosvolvió al cuerpo.

—¿Suena fuerte? —preguntó Nicolás.—No te das una idea —aseguró Sergio—. El

año pasado mi primo tiró como cuatro —y elmodo en que lo dijo nos sonó a que el universo

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había crujido, víctima de esos artefactos.Me lo alargó, como obsequiándome el

privilegio. Tragué saliva. Me sentía armado, derepente, con un bazooka.

—¿Y la mecha? —me atreví a preguntar, porqueno la veía. Sergio me señaló un agujerito en uncostado, cerca de la base. Entendí entonces queesa bomba brasileña no se arrojaba como unpetardo ni se metía en una botella como lascañitas, sino que debía encendérsela y sostenerlaen la mano. Tragué otra vez. No estaba en misplanes ver cómo mis dedos salían volando,pulverizados. Pero tampoco podía pasar por uncobarde.

Tal vez Sergio advirtió mi vacilación, porquedijo:

—No te preocupes. Sentís un sacudón cuandosale el petardo del caño, pero explota lejos.

“¿Y por qué no lo tirás vos, si es tan sencillo?”,pensé. Pero dije que sí, que muy bien, que todoperfecto.

Estábamos sobre la vereda de la calle Arias, la

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más céntrica de nuestro minúsculo centro. Sergioencendió el fósforo y lo alargó hacia la bombabrasileña. Yo entrecerré los ojos y estiré la mano,como si con eso pudiese minimizar los daños. Enmi mente, mis dedos salían desperdigados en todasdirecciones, o era directamente mi mano derechala que, completa, salía despedida junto con lamaldita bomba.

Tan atento estaba a completar mentalmente losdetalles de mi pesadilla que no me tomé el trabajode apuntar, de buscar un sitio hacia el cual soltarla dichosa explosión. Mucho menos cuando sentíel topetazo de la ignición en el caño de cartón.Como tenía el brazo en alto, la bomba saliódespedida en ascenso, cruzó la calle Arias y fue adar contra la fachada del Banco. Espero que ellector me disculpe si no digo el nombre del Banco.Porque el Banco sigue existiendo y se llama casiigual. Y pongamos que algún ejecutivo lee esterelato y me hace un juicio retroactivo por daños yperjuicios. Espero sepa disculpar entonces misilencio al respecto.

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El asunto es que la bomba explotó metiendo unestruendo de película. Aterrado, yo supuse que laenorme vidriera del Banco iba a venirse abajo conla explosión. Me equivocaba, porque los enormespaños de blíndex no sufrieron daño alguno. Lo quesí ocurrió fue que, de inmediato, empezó a sonar laalarma. Hoy en día uno se pasa escuchandoalarmas todo el santo día. Pero en aquellostiempos ni los autos ni las casas ni los comerciostenían esos artefactos. Solo la policía, losbomberos, las ambulancias… y los bancos.

Para colmo, era la madrugada del 25 dediciembre y era viernes. El sábado 26 nospegamos una vuelta, como quien no quiere la cosa,y comprobamos que la alarma, con intermitenciasde silencio, seguía sonando. Y volvimos a pasar eldomingo 27 y la alarma seguía atronando las callesvacías del feriado. Nos daba cierto orgullo, laverdad, mientras nos acercábamos al centro,empezar a escuchar, desde tres o cuatro cuadras dedistancia, el aullido de la sirena, pensando quenosotros éramos los autores de esa alarma de

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duración récord que se había iniciado tres díasantes. Fanfarronerías que uno tiene, qué se le va ahacer.

Eso sí: una vez que comprobamos,in situ, elferoz poderío de esas bombas brasileñas, juntamosmango sobre mango para comprar todas las quepudimos. El arsenal resultante lo dilapidamos enAño Nuevo, dando la bienvenida a 1984. Pero nonos fuimos hasta la estación a tirarlas. Como bienobservó Nicolás, las explosiones se lucíanmuchísimo más en el oscuro silencio de las callesdel barrio. Eso sí, el lector sabrá disculpar queevite entrar en detalles. Una cosa es atacar con unabomba brasileña a uno de esos símbolos delcapitalismo como el Banco que estaba en Ariasentre Carlos Casares y Rodríguez Peña, y otra biendistinta dar los nombres de las vecinas a las quehicimos saltar de la cama, ateridas, a las cuatro dela mañana.

¿Quién me garantiza que esas viejas no vuelvan,desde el lejano pasado, a acechar mis propiasnoches?

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A

CARNAVALES

nosotros nos tocaron unos carnavales viejos ygastados que a duras penas se resistían a

morir. Unos carnavales que poco y nada tenían quever con los de antaño, esos que los viejos delbarrio describían como llenos de disfraces y decorsos, y que a nosotros nos sonaban un pocoextraños y monstruosos, de tan desconocidos.

“Carnavales... eran los de antes”, decían, con ungesto despectivo, y nosotros en el fondo nossentíamos responsables de vaya uno a saber quéculpa, como si nos hubiesen encargado la custodiade algo, y ese algo lo hubiésemos perdido.

Tal vez esa sucia y difusa sensación de culpanos llevaba a preguntarles a nuestros mayores

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cómo habían sido esos dichosos carnavales, en unpueril intento de entender y tal vez de reparar, loque se había roto. Y los mayores recordaban ydescribían, con pelos y señales. Y aunque los ojosles brillaban a medida que se internaban en lossenderos de la evocación, de tanto en tanto lesvolvía a aparecer ese resentimiento, ese rencor,como si nos hiciesen responsables a nosotros deno haber sido capaces de mantener sus gloriosastradiciones.

Nos enteramos así de que, antes de quenaciéramos, en los barrios florecían auténticasguerras de agua de las que participaban losgrandes y los chicos, y que en los clubes seorganizaban bailes epopéyicos, y que en el centrode cada pueblo se armaba un corso al que todosiban disfrazados a seguir la parranda.

Un atardecer de febrero, Esteban me vino con lanoticia de que su papá había decidido llevarlos atodos al corso de Haedo, y me invitaba aacompañarlos. Me tomó desprevenido, porque yono había ido nunca a un corso, porque me pareció

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imposible que hubiese uno tan cerca de mi barrio,y porque cuando Esteban dijo “ a todos” entendíque ese todos incluía a su hermana Camila y,eventualmente, a mí. De modo que le dije que sí,aunque todavía me faltase pedir permiso en casa.Antes de despedirnos, Esteban me hizo unaadvertencia: “Hay que ir disfrazado”. “¿Vos dequé vas a ir?”, le retruqué. “De cowboy”, aseguró.Intenté pensar rápido, cosa que nunca me salía.“Yo voy a ir de soldado”, terminé por decir. Yotenía un casco verde, al que le había pegado dostiras de cinta aisladora blanca para ascender acapitán, y disponía de un buen revólver de cebita.Quedamos en estar listos en media hora y nosdespedimos.

En mi casa no me hicieron problema con lo dedarme permiso. Pero fue peor. Porque a mi madrey a mi hermana mi proyecto de disfraz de soldadoles pareció una paparruchada inadmisible. Unasco. Un desperdicio.

A propósito de mí, pero al mismo tiempo másallá de mí, como si mi partida al corso fuera una

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simple excusa, empezaron a barajar alternativas.Sopesaron y descartaron disfrazarme de árabe, dehormiga, de malevo y de pirata. Hasta que mimadre, alborozada, recordó que en algún rincón dela casa debía estar guardado el disfraz de PríncipeValiente que usara mi hermano mayor para unafiesta de fin de curso. Yo no conocía al personajeen cuestión, así que no me quedó más remedio queseguir a las mujeres hasta el dormitorio y verlaszambullirse dentro del placard. Al rato me visepultado en un mar de cajas de cartón, de perchasy de fundas para ropa, mientras el aire se llenabade olor a naftalina. En mi familia primaba elcriterio de que lo mejor era, en la medida de loposible, no tirar nunca nada a la basura, porquealguna vez podía resultarnos útil. Por eso no mesorprendió que al cabo de un rato emergiera, delas profundidades de los últimos estantes, eldichoso disfraz de príncipe valiente.

Bastó que lo encontraran para que, jubilosas, sededicaran a ayudarme a probármelo. Despavorido,comprobé que el tal príncipe usaba, en lugar de

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pantalón, unas medias blancas de los pies a lacintura, que se ajustaban al cuerpo como la mallade un bailarín clásico. Y una camisa de colorceleste brillante tan llena de volados que cortabael aliento, y una corona de papel dorado tancoqueta como el resto del conjunto. Cuando mehicieron verme en el espejo, de cuerpo entero, casigrito del espanto. Me veía menos masculino que laBella Durmiente. Supongo que habré esbozado unaprotesta, pero ellas estaban absolutamenteconvencidas de que estaba tan hermoso como lospríncipes de los cuentos.

Mientras me elegían un calzado acorde, mepregunté para mis adentros si a los príncipes decuento se les notaría la anatomía masculina tantocomo a mí, con esas calzas, pero mantuve la bocacerrada porque en esa época la timidez meaconsejaba evitar todos los conflictos. Para colmo,el disfraz se lo habían hecho a mi hermano cuandoestaba en tercero o cuatro grado. Y encima yo, queestaba por entrar en séptimo, distaba mucho de sermenudo y flaco; de manera que embutido en esa

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ropa me sentía una empanada con demasiadorelleno y mal repulgada.

Por suerte la bocina del auto del padre deEsteban sonó antes de que mi madre y mi hermanapudiesen ponerse de acuerdo sobre qué zapatosirían bien con el conjunto, porque en el apuro deúltimo momento tuvieron que conformarse con losmocasines del colegio, cuando al parecer lasseducía mucho más –llegué a escucharlas decirlo–encontrar algún zapato de mi hermana con un pocode taco. Ya era de noche, y al amparo de laoscuridad me acomodé como pude en el amasijode chicos que viajaba en el asiento trasero delFalcon.

Grande fue mi estupor al notar que ninguno delos miembros de la familia iba disfrazado, exceptoEsteban. Y eso de considerar que mi amigo sí loestaba es casi un gesto compasivo de mi parte: unasimple pistola de plástico y una cartuchera concinturón de cowboy tampoco son un disfraz comoDios manda. Pero los otros iban vestidos con ropade todos los días. Traté de consolar mis

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vergüenzas suponiendo que más tarde, cuandollegásemos al corso, yo podría disimularme en lamultitud de disfraces y enmascarados.

Pero al bajar del auto el alma se me fue a lospies. El dichoso corso de Haedo eran unos cuantoscuriosos que caminaban por las veredas de laavenida Rivadavia, comiendo un choripán o uncopo de azúcar. De tanto en tanto, alguna careta decotillón o algún antifaz solitario. Y en medio deesa gente tan normal y tan correcta, yo con miscalzas blancas y ajustadas de príncipe valiente.¿Nunca le pasó, lector, tener un sueño –o unapesadilla– en el que están en medio de un cine, conlas luces encendidas, desnudos o en ropa interior?Bueno. A mí me pasó exactamente eso, perodespierto y en el medio de la calle Rivadavia, enpleno centro de Haedo.

Nos compraron unos aerosoles de espuma queolían a jabón y ardían en los ojos. Tenía tantabronca contra Esteban por haberme metido en eseembrollo, que debo haberle vaciado buena partedel mío en plena cara.

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En algún momento desfiló una murga. Losupimos con tiempo, porque la gente que nosrodeaba se hizo sitio junto a los cordones y lospadres alzaron a las criaturas para que vieranmejor. Algo de todo eso me sonaba falso, y noeran solo mis calzas blancas y mi camisa brillante.Como si todas esas personas hubieran ido a buscaralgo sabiendo que no estaba. Por eso esperabancon desesperación el paso de la murga. Como simirar a alguien bailar o divertirse fuese un modode subsanar el triste equívoco de haber ido.

Pero la murga fue otro fiasco. Unos cuantosmuchachos que saltaban, con galeras de colores ytrajes brillantes, pero lucían cansados y pococonvencidos.

Fue una suerte que el padre de Esteban tuvieseque madrugar al día siguiente, porque después delpaso fugaz de aquella murga nos hizo pegar lavuelta a casa. Por lo menos, esa del regreso fue lamejor parte de la noche. Los azares del Falconubicaron a Camila a mi lado, contra una de lasventanillas. Y cuando el interior del auto se

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iluminaba, de trecho en trecho, con la luz de algúnfarol, nuestros ojos se cruzaban subrepticios. Paraentonces mi disfraz era un guiñapo. La coronahabía perdido tres o cuatro de sus puntas, y lacamisa estaba llena de manchas y mojaduras deespuma. Las calzas, eso sí, seguían tan blancas ytan ajustadas como al principio. Pero, porcostumbre o por resignación, había dejado deimportarme.

Al día siguiente me mandaron a comprar alkiosco de Esteban, y me atendió Camila. Comosiempre, ni ella ni yo levantamos la vista delmostrador mientras me despachaba. Pero cuandome iba, y ya había abierto la puerta de chapa delocal, escuché su voz atropellada. “Te quedabalindo el disfraz de príncipe”.

No supe qué decir. Saludé y me fui a mi casa.Yo sabía que ella había dicho una mentira. Queese disfraz de príncipe era tan feo como el corso ytan defectuoso como esos carnavales moribundos.Pero igual fui feliz. Que una mujer nos mienta poramor es, a pesar de todo, un gesto inolvidable.

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C

EL MEJOR GOL DE MI VIDA

reo que el mejor gol de mi vida lo convertí depenal, mientras anochecía, un sábado de

invierno, en el asfalto de la calle de mi casa, a losdoce años, para definir un partido de morondanga.

Es verdad que quien lea estas páginas tiene todoel derecho de matarse de la risa frente a lapequeñez de mi epopeya. Puede que se pregunte:¿Eso es todo? ¿Ese es su mejor gol? ¿Este señorno tiene nada mejor para mandarse la parte?

Les ruego, sin embargo, que me permitanexplayarme y, al final de mi relato, vuelvan apensarlo. Tal vez sigan sosteniendo que mishorizontes son imperdonablemente pequeños. O talvez no. Veremos. Porque una de las grandes

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cualidades que tiene el fútbol es su capacidad deconstruir un mundo aparte dentro del mundo. Ymientras la pelota rueda los límites del universoson los laterales y la línea de fondo, y no hay otrafrontera que las de las áreas y el mediocampo. Yla vida no tiene más extensión que la cancha. Y elgénero humano es la suma exacta de tuscompañeros y tus adversarios. Y entonces puedecambiar la escala de las cosas.

Pero vayamos a los hechos: un partido de cuatrojugadores contra cuatro, con quince o veintemetros de pavimento para todo el largo de lacancha y los cordones de la vereda como laterales.Dos cascotes para cada arco. Somos ocho y somoslos de siempre. En el barrio hay más pibes apartede nosotros. Pero a esa hora, y con ese frío, estosocho somos los únicos dispuestos a jugar a lapelota hasta que estalle el planeta o el oxígeno seextinga. Y no nos acobarda ni la oscuridad ni elinvierno.

El partido está parejo. Claro que no es unpartido de cero a cero. No existe –no puede

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existir– un partido que vaya cero a cero a los treceaños y en la calle. Un partido parejo es, paranosotros, diez a diez o quince a quince. No hemosdesarrollado aún la sospechosa virtud de laprudencia, y nos manejamos con la convicción deque para ganar hay que llenar de goles el arco deenfrente. Y el partido es parejo porque hemosarmado los equipos para que lo sean. Somoschicos, y tal vez por eso somos mucho más justosde lo que seremos cuando crezcamos. Y no se nosocurre armar un equipo que “tenga afano” paragolear a los más chicos o los menos capaces.

Por eso, por ese afán de hacerlo parejo, Estebanjuega de un lado y yo del otro. Porque Esteban esnuestra estrella, nuestro delantero, nuestrogoleador, nuestro amuleto. Y yo estoy del otrolado porque soy el arquero. Les pido que mepermitan considerarme un buen arquero. Volador.Con reflejos. Y con huevos, si me perdonan lamala palabra. Que de eso también tienen que estarhechos los arqueros. ¿O alguien puede decirmeque para llegar a una pelota bien esquinada, contra

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un palo, sobre el pavimento, dejando en el intentola piel del codo y la rodilla, no se requiere unabuena porción de hombría? Así que el másgoleador está de un lado y el más arquero del otro,y eso empareja. Pero no solo para emparejar esque jugamos Esteban de un lado y yo del otro.

Otro asunto nos enfrenta. Nos enfrenta unamujer. Una mujer de la que yo estoy enamorado, yque quiso mi mala estrella que naciese hermana deél. Se llama Camila, tiene once años y unos ojosmorenos que te hacen naufragar el alma. YEsteban, no sé si por celos o por orden de sumadre o porque sí, ha decidido prohibírmela.

Es doloroso que una cosa así se interponga enuna amistad como la nuestra. Hemos hecho grandescosas juntos. Hemos ganado desafíos memorables,gracias a sus goles y a mis revolcones postreros.Somos los dos únicos hinchas de Independiente detoda la barra. Hemos compartido lejanas yprohibidas travesías en bicicleta. Hemos cazadoratas junto a las vías del tren.

Pero todo eso es parte del pasado. Porque él

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hace todo lo posible por impedirme llegar aCamila. Lo hemos discutido. Nos hemos gritado. Ysi no hemos terminado a las trompadas es porqueél me quiere y yo lo quiero. Y nos unen todos esospartidos ganados y perdidos. Pero él sigueemperrado en oponerse a mis deseos y yo sigodispuesto a escalar el Himalaya para salir conCamila. Sueño con que ella me acompañe al centrode Castelar a una confitería a tomar una Coca Colaen vaso alto. Y con que a la vuelta caminemos,vergonzosos, turbados, tomados de la mano. Y conque, justo antes de doblar la última esquina haciasu casa, me deje besarla en la boca. Que en todoeso consiste para mí, a los trece, salir con unamujer.

Es por eso que en este partido del que hablo, yque lleva un tanteador de diez a diez o quince aquince, se ventila también todo el recíproco rencorque venimos incubando. Pero es tan parejo que nologramos definirlo porque ninguno logra sacar lanecesaria luz de dos goles de ventaja para darlopor concluido.

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Y la noche ya ha caído. Y la poca luz que hay esla de los focos de alumbrado público, que se cuelapor entre el ramaje desnudo de los árbolesenormes que crecen a ambos lados de la calle. Yason varias las madres que han salido a la puerta aordenarles a sus hijos que entren a bañarse y acenar. Pero ninguno de los ocho se ha movido. Porempezar, ni Esteban ni yo tenemos la menorintención de dejar ese partido inconcluso. Pero losotros seis tampoco. Ellos saben lo que se estájugando, y participar del desenlace bien vale pagarel alto precio del reto materno por ser un mocosodesobediente.

De repente Esteban propone definirlo porpenales. Es una buena idea la suya. En esaoscuridad, es muchísimo más difícil atajarlos quemeterlos, y mis virtudes de arquero volador van aservirme de muy poco. Pero acepto, para no dejarresquicio a que me acuse de miedoso.

Nos encaminamos todos, los ocho, hacia el arcomás iluminado, que es lo mismo que decir el queestá un poco menos a oscuras. Alguien cuenta doce

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pasos y raspa con una piedra una cruz en elpavimento para indicar el punto penal. Algunamadre sale a insistir con lo del baño y la cena.Nadie la escucha.

Nuestros seis compañeros patean por turno.Hacen su parte. Saben que no son protagonistassino testigos. Embocan y yerran, que así es elfútbol. Y al final llegamos empatados en dos, ycon un penal pendiente para cada equipo. El deEsteban y el mío.

Cuando acomoda la bola en su sitio, Esteban esuna sombra. No distingo sus rasgos, aunque puedopalpar su severidad, su fría determinación dederrotarme. La pelota es un dibujo borroso. Y siahí, a los pies de Esteban, consigo a duras penasdistinguirla, sé que en cuanto la patee dejaré deverla. Y en una fracción de segundo deberéadivinar, a intuición pura, el negro vacío de sutrayectoria a través del pozo frío del aire de lanoche.

Cuando entreveo que Esteban patea la pelota,me lanzo hacia la izquierda. Al principio –

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suponiendo que el lapso de un segundo pueda tenerprincipio– no siento nada. O sí: siento elpavimento en el codo, en la axila, en las costillas,en la cadera, en la oreja izquierda, en lamandíbula. Pero después –suponiendo que en ellapso de un segundo quepa, además de unprincipio, un después– siento en la palma de lamano la caricia rugosa de los gajos gastados.Porque acerté, o porque sí, consigo detener la bolajunto al cascote que sirve de palo izquierdo.Esteban murmura un “carajo” perfectamentecomprensible. Yo sonrío en la oscuridad pero nofestejo a los gritos. No corresponde. Todavía nohe ganado nada.

Esteban dice “Este lo atajo yo”, por el penalque me toca patearle. Nuestros andares se cruzan ala mitad del camino. Es mi turno de colocar elbalón en su sitio. Levanto la vista. Desde allí, loscascotes del arco y la figura agazapada de Estebanson siluetas. Siluetas negras porque mucho másatrás la luz de la avenida les crea un aura decontraste.

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No sé qué puede suceder si convierto el penaldefinitivo. Tampoco quiero distraerme con eso.Porque tal vez no cambie nada, y porque necesitotoda mi concentración para decidir el dónde y paradecidir el cómo. El dónde es abajo. Un tiro alrastrón que no se levante por nada del mundo. Y elcómo... Todavía me falta el cómo.

Retrocedo tres pasos para tomar carrera ypienso. Pienso que lo lógico sería pegarle unchumbazo colosal que, si se cruza con lahumanidad de Esteban, la meta en el arco conpelota y todo. Pienso que no soy habilidoso con lapelota en los pies. Pienso que lo mío es elsacrificio y los dientes apretados. Pienso que nopuedo andar improvisando en trance semejante.Pero también pienso que Esteban debe estarpensando lo mismo. Y que tal vez sea el momentoexacto para cambiar. ¿O acaso el amor de unamujer no merece que cambiemos?

Me decido y emprendo los tres pasos de micorta carrera. Abro el pie derecho y le doy albalón un toque sutil con cara interna. Al escuchar

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el sonido de mi pie pateando, Esteban se abre debrazos y de piernas. No se juega ni a derecha ni aizquierda. Espera, nomás, toparse con un proyectildotado de la furiosa velocidad de un meteorito. Nocuenta –es natural, porque si no fuese por Camilayo tampoco hubiese contado– con ese roce deartista, con esa bola que corre mansa y silenciosa,a pocos centímetros del piso, con esa pose en laque me quedo, ese ademán de goleador nato, detipo que sabe, de cirujano del área, de manos en lacintura esperando confirmar una certeza de gol.

Es el final, o casi. Falta que sepa –y no lo sabréesa noche– si, desde la mañana siguiente a suderrota, Esteban se cierra en el rencor o se brindaen la hidalguía. Falta que la pelota, la pelota mássuave de toda mi vida, se detenga veinte metrosmás allá, justo debajo de una de las luces de lacalle. Falta que muchos años después, cuando meponga a escribir estas historias de mi niñez, meacuerde de esa noche, ese invierno y esa calle.Falta que al narrar este recuerdo me encuentre otravez con Esteban y con los pibes, y con los arcos de

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cascote en el asfalto, y con la luz que se cuela enmanchones entre las ramas altas de los tilosdesnudos, y con los ojos negros de Camila.

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“H

EPÍLOGOLOS MEJORES AMIGOS DEL MUNDO

asta acá llegamos”, decía mi mamá, cuandole saturaba la paciencia con algo y quería

darme a entender que debía detenerme. Hasta acállegamos, digo yo, mientras termino de ponerle elpunto final al último de estos cuentos.

Como avisé al principio, casi todo lo queustedes leyeron fue verdad y nos pasó a nosotros.A mis amigos y a mí. Pero como no quiero ofendera nadie, ni poner incómodo a ninguno, cambiétodos los nombres.

Por eso en este libro ustedes no se encontraroncon ningún chico que se llame Andrés, Christian,Gustavo, Diego, Pablo, Mariano, Javier, Jorge,Gaby, Luis, Alejandro, Juan Pablo, Gabriel o

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Lisandro. Ni con ninguna chica que se llameCarolina, Graciela, Paula o Moira. Esos fueron losde verdad. Mis amigos. Ojalá, si alguno seencuentra y se reconoce en estas páginas, disfrutede estos recuerdos como disfruto yo, cada vez queando por esas calles de mi barrio, cerca de labarrera de Zapiola.

Así como una persona no dice las cosas porquesí, los escritores tampoco escribimos porque sí.Tenemos motivos. Razones para hacerlo. Escribireste libro fue, para mí, una manera de recordar mipropia infancia. Y de recordar a los que fueronmis amigos. A casi todos ellos he dejado deverlos. Muy de vez en cuando me cruzo conalguno, por las calles de Castelar, en la escuela ala que van nuestros hijos, o en llamadastelefónicas que viajan por encima del océano. Yeso, únicamente con algunos. Con la mayoría nosperdimos de vista para siempre. Son cosas quepasan. A medida que crecemos nuestras vidascambian, se hacen distintas, y se pueblan depersonas nuevas. Supongamos que hoy, treinta

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años después, volviésemos a juntarnos con losquince o veinte pibes con los que compartí miniñez. No sé si volveríamos a ser amigos. Tal vezno. Tal vez hemos cambiado tanto que nosresultaría imposible reconocernos.

Y sin embargo… creo que tuve los mejoresamigos del mundo. Les debo mucho. Cuando yotenía diez años se murió mi papá. Un papá que noera cualquier papá. Era, según me parecía a mí, elmejor papá del mundo. Un papá que hoy, treintaaños después, sigue pareciéndome el mejor papáque pude haber tenido. Y eso me produjo un grandolor, una enorme impotencia, y una rabiosasoledad.

Gracias a Dios, conocí a mis amigos. Ellos meayudaron a curarme esa soledad. A pensar queseguían existiendo cosas lindas para hacer, cosasdivertidas para compartir, y razones para volver,poco a poco, a ser feliz.

Eso, ni más ni menos, es lo que les debo a misamigos. Y es tanto, que nunca voy a poder pagarlestodo lo que les debo. Escribir este libro es, me

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parece, una manera chiquita de decirles gracias.Gracias por todo.

Ituzaingó, julio de 2011.

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EDUARDO SACHERI

Nació en Buenos Aires en 1967. Profesor ylicenciado en Historia, ejerce la docenciauniversitaria y secundaria. Publicó los libros derelatos Esperándolo a Tito y otros cuentos defútbol (2000), Te conozco, Mendizábal y otroscuentos (2001), Lo raro empezó después. Cuentosde fútbol y otros relatos (2004), Un viejo que sepone de pie y otros cuentos (2007), y las novelasLa pregunta de sus ojos (2005; Alfaguara, 2009), Aráoz y la verdad (Alfaguara, 2008) y Papeles enel viento (Alfaguara, 2011). Colabora en diarios yrevistas nacionales e internacionales. Su novela Lapregunta de sus ojos fue llevada al cine por JuanJosé Campanella, con el nombre El secreto de susojos, film que se convirtió en una de las películasmás exitosas de la historia del cine argentino, fuedistinguido con numerosos premios —entre losque se destaca el Oscar a la mejor películaextranjera (2010)— y cuyo guión estuvo a cargo

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de Sacheri y Campanella. Aráoz y la verdad fueadaptada al teatro por Gabriela Izcovich yprotagonizada por Luis Brandoni y Diego Peretti.Sus narraciones han sido publicadas en mediosgráficos de la Argentina, Colombia y España, eincluidas por el Ministerio de Educación de laNación en sus campañas de estímulo de la lectura.Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas.

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© Eduardo Sacheri, 2012© De esta edición:Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de

Ediciones, 2012Av. Leandro N. Alem 720 (1001) Ciudad

Autónoma de Buenos Aireshttp://www.librosalfaguarajuvenil.com/ar/

eISBN: 978-987-04-2324-9Primera edición digital: febrero de 2012Imagen de cubierta: ©espion-FotoliaFotografía de autor: Diego SandstedeConversión a formato digital: Cecilia Espósito

Sacheri, EduardoLos dueños del mundo. - 1a ed. - Buenos

Aires : Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara,

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2012.

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e-ISBN 978-987-04-2324-9

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