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JOSÉ ANTONIO PÁRAMO LOS NÁUFRAGOS DE URABÁ

Los náufragos de Urabá

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Page 1: Los náufragos de Urabá

JOSÉ ANTONIO PÁRAMO

LOS NÁUFRAGOS

DE URABÁ

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Aviso para navegantes

Parece innegable que la epopeya de la exploración y colonización de América por parte de los españoles constituye una de las más gigantescas e insólitas series de hazañas pródigas en esfuerzo, sufrimiento, violencia, valentía y esperanza que registra la historia universal; tanto por su carácter expansivo y revolucionario de usos, costumbres y concepciones cosmográficas y etnográficas, como por su audaz rapidez, su connotación polémica y su influencia en la Europa renacentista. La narración de tan descomunal aventura por parte de notarios, cosmógrafos, clérigos, comerciantes y simples soldados in situ mediante crónicas, cartas de relación y memoriales de absoluta precisión, no sólo desvela el convencimiento de emulación y conocimiento de los hechos, mitos y sabiduría de la antigüedad clásica, sino que, utilizando el lenguaje directo, sencillo y realista del habla popular transmuta para siempre la expresividad de la lengua castellana, reaccionando contra las formas retorcidas e idealistas de influencia latinizante.

A finales de los 80 del siglo XX, con ocasión de estar próxima la celebración se los fastos del V Centenario del Descubrimiento de América, las editoriales españolas se aprestaron a reimprimir de manera accesible una buena parte de semejante tesoro emocional, lingüístico, histórico, moral y cultural; logrando que lo que hasta entonces formaba parte casi exclusivamente del acervo académico se difundiese con generalidad, tal como correspondía. La rotunda oportunidad de la fecha no sólo afectó al terreno estrictamente literario sino al de muchos medios de expresión; entre ellos el cine y la televisión, en cuyo ámbito me movía yo de manera profesional. Contumaz lector y degustador cinematográfico impelido desde mi infancia de manera preferencial por cuanto supusiese un relato de aventuras, la difícil posibilidad de filmar cualquier gesta épica se abrió inopinadamente ante mis ojos como un sueño no del todo imposible por vez primera —y quizás única— en mi vida. De manera que resultó inevitable para mí pasar al menos cuatro años absorto en el deleite de la lectura minuciosa de las antedichas publicaciones, con tan inagotable apasionamiento que me hizo perseguir cualquier fuente referida a semejante cúmulo de proezas e implicaciones morales, por olvidada o perdida que estuviese. De ese modo encontré por casualidad un manuscrito titulado “Crónica privada, que versa sobre las vidas y aventuras de los Náufragos del Golfo de Urabá en Tierra Firme”, escrito por un autor enmascarado tras el pseudónimo de Sedetano de Salduie. Dicho narrador, evidenciando no ser coetáneo de los cronistas de Yndias, me brindaba no obstante una base literaria muy acorde con mis preferencias para articular un guión cinematográfico que ulteriormente se convirtiese en una serie televisiva de seis horas de duración. No poseía en modo alguno la virtud de la originalidad. Es más, testimoniaba con meridiano desahogo que para elaborar su redacción había entrado a saco en imágenes, aforismos y párrafos de autores antiguos o modernos, con la convicción de que todo ingenio le pertenecía porque cualquier narrador es el heredero y dispensador de todos los relatos del mundo. Puedo o no estar de acuerdo en que de ordinario no se persuade mejor por lo que uno mismo ha fabulado, sino por lo que viene del espíritu y la forma con que lo han hecho los otros; que las palabras diversamente ordenadas producen diversos sentidos, y que los sentidos diversamente ordenados producen diferentes efectos, pero sé muy bien que la literatura es una rama más del comercio y que su utilización plagiaria está protegida por leyes basadas en la inviolabilidad de la propiedad privada. Sin embargo, he decidido colgar en la red de internet la transcripción del manuscrito tal cual lo hallé fortuitamente; de manera absolutamente pública y sin ningún ánimo de lucro, únicamente con la intención de satisfacer la curiosidad de cualquier hipotético lector al que una historia como la que se narra en esta “Crónica privada” pueda agradarle.

El editor

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SEDETANO DE SALDUIE

Crónica privada

que versa sobre las vidas y aventuras de los

Náufragos del Golfo de Urabá en Tierra Firme.

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Para Mercedes, mi modo de respirar.

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y conocí a la mujer que fue dicha, que después de ganada la isla

se le quitó al cacique en cuyo poder estaba, y la vi casada en la villa de

La Trinidad con un vecino della.

Historia de la conquista de la Nueva España

Bernal Díaz del Castillo

...si veis una rosa distinta, deshojadla;

si veis un río distinto, cegadlo;

si veis un hombre distinto, matadlo.

Juan Ramón Jiménez

ay quien piensa que la memoria no tiene nunca el poder de resucitar nada; quizá sólo la

vergüenza o la humillación. Pero quienes sienten el presente como un tiempo arbitrario

suelen creer que el esplendor estuvo en el pasado y anhelan que esa mítica grandeza

vuelva a iluminar su oculto porvenir. De ahí que el pueblo, vejado siempre como súbdito, se

apreste con agudeza a escudriñar cualquier oculto signo de esperanza para difundirlo en veloces

rumores que conviertan sus deseos en realidad palmaria. Así sucedía en la península ibérica a

principios de 1469 con una letrilla que se tarareaba en todos los lavaderos y solanas: "Flores de Aragón dentro en Castilla son". Aludía, naturalmente, a los secretos amores entre dos primos

Trastámara: Isabel ─hermanastra de Enrique IV, rey de Castilla─ y Fernando, rey de Sicilia y

heredero de la Corona de Aragón. Un asunto nada nimio porque no soplaban buenos vientos para

las monarquías ibéricas. La idea de que la autoridad del rey provenía de la gracia de Dios se había

quebrado al desaparecer las dinastías legítimas y ocupar su puesto las líneas bastardas. Como

había sucedido en Castilla, un reino de seis millones de habitantes que había logrado mantener

sus arcas saneadas gracias a la producción lanera, sobreponiéndose a la crisis económica

provocada por la peste bubónica que asoló en el siglo XIV a todo el Occidente. Pero, como los

dueños de la lana eran una nobleza y una alta clerecía insaciables de privilegios, no es extraño

que hubiese nacido entre éstos el convencimiento de que ante el fulgor del oro que atesoraban la

legitimidad divina de la autoridad real suponía lo mismo que un escudo de cartón cubriendo a un

espantapájaros.

H

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Como su soberbia les apremiaba a demostrarlo, los más conspicuos mandaron levantar un

tablado ante las murallas de Ávila y colocar sobre él una silla en la que se sentaba un enlutado

pelele con corona, espada y cetro. Ante la mirada de la muchedumbre que se había congregado

excitada por la curiosidad, ordenaron leer un documento con cuatro amonestaciones a Enrique IV.

La primera, que merecía perder la dignidad real; y entonces don Alonso Carrillo, arzobispo de

Toledo, subió con gran prosopopeya al estrado y arrancó de un manotazo la corona de la cabeza

del estafermo. La segunda, que merecía perder la administración de justicia; y el conde de

Plasencia le arrebató la espada al monigote. La tercera, que merecía perder la gobernación del

reino; y el conde de Benavente despojó al muñeco de su cetro. La cuarta, que merecía perder el

trono; y el conde de Miranda del Castañar alzó violentamente de su silla a la marioneta y,

propinándole un fuerte puntapié, la lanzó sobre las cabezas de los escandalizados espectadores.

Aquella insólita enormidad obligó al rey de Castilla a desheredar a su hija Juana y proclamar

como heredera a su hermanastra Isabel, una reservada muchacha de dieciocho años a quien

pensaba casar con el monarca de Portugal, un reino floreciente porque controlaba el comercio

occidental de las especias. Los infatuados nobles castellanos celebraron triunfantes tal decisión,

ya que pensaban manejar a la princesa a su antojo.

Diferentes, pero no menos graves, eran las preocupaciones de Juan Il, monarca de Aragón; un

reino de un millón de habitantes que se encontraba sin mano de obra, con las arcas casi vacías, un

alzamiento de la aristocracia y una revolución de los campesinos adscritos a la tierra. Su imperio

comercial, que abarcaba todo el Mediterráneo, había sido diezmado por los estragos de la peste

negra; Francia le había tomado Gerona, ganado los condados del Rosellón y de Cerdeña, y estaba

a punto de arrebatarle Nápoles. Estudiando el severo ámbito en que debía mover sus piezas, el

rey aragonés llegó a la conclusión de que necesitaba aliarse irremediablemente con Castilla. La

apremiante urgencia le permitía únicamente la oportunidad de dos movimientos rápidos e

infalibles. El primero, contar con la anuencia de una figura de incalculable valor: el oblicuo alfil que

era su primogénito Fernando, un muchacho de diecisiete años que poseía la astucia de conseguir

mediante rumores e intrigas urdidos por él mismo que sus súbditos sicilianos le reclamasen llevar

a cabo en la gobernación del reino lo que él mismo deseaba. La segunda jugada parecía más

sencilla, pues es más difícil lograr la obediencia filial que seducir con el relámpago del oro

al ambicioso que predica humildad.

De manera que sobornó generosamente al arzobispo de Toledo para que aconsejase a Isabel

la conveniencia de que se desposara con el heredero de la Corona Aragonesa. Isabel, que

era lo suficientemente perspicaz como para darse cuenta de que la sugerencia arzobispal

enmascaraba una orden perentoria, aceptó el envite; pues suponía el único medio de alzarse sobre

su precaria posición ante la temible pujanza de eclesiásticos y nobles. Al aducir únicamente la

relación de consanguinidad que la unía a Fernando, el ladino clérigo esgrimió una bula papal que

allanaba el grave escrúpulo; aunque se guardó muy mucho de decirle que había falsificado la firma

y los sellos del Papa Pío II, que había fallecido hacía ya cuatro años. Lo que demuestra que es tan

grande el placer de ser engañado como el de engañar. Mientras tanto, la inocencia del pueblo

daba por hecho que la princesa había puesto los ojos en su primo debido a la fama de hombre

inteligente, gallardo y amante fogoso que lo precedía, pues a pesar de su juventud ya era padre

de dos hijos bastardos.

Cuando las hojas de los árboles comenzaron a ser sancionadas por el oro del otoño, Isabel de

Trastámara acompañó subrepticiamente al taimado prelado a Valladolid, adonde acudió el rey de

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Sicilia disfrazado de labriego. De ese modo, el 14 de octubre se conocieron personalmente por vez

primera los novios. Él se encontró con una joven cuyo porte insinuaba una austera circunspección

y poseía un agraciado rostro de mística palidez, aunque con la boca marcada por una triste arruga

que delataba una singular gravedad y esa paz interior de los que ni siquiera aspiran a la felicidad.

Ella reparó en que las manos de Fernando eran tan delicadas como las suyas, a pesar de estar

endurecidas por el manejo de las riendas y de la espada. Su rostro correspondía al de un guerrero

y un cortesano a la vez; en las comisuras de su boca se detenía una sonrisa a medio camino entre

el desdén y la ternura, mientras que entre sus anchos párpados se labraba profundamente el

entrecejo de quien lucha con pensamientos que dan vueltas alrededor de un punto fijo, como las

falenas alrededor de una lámpara. Ese mismo día firmaron el compromiso. Cinco días más tarde, y

con la asistencia de escasos y escogidos nobles, el arzobispo de Toledo los desposó. Tras

consumar el matrimonio, el príncipe aragonés mostró en público la sábana nupcial, no tanto para

atestiguar la doncellez de la esposa como para exhibir su propia capacidad sexual; un gesto nada

trivial ante un pueblo que motejaba a su rey Enrique IV como "el impotente". De los selectos invitados a aquel disimulado y venal matrimonio, el único aragonés que asistió

fue quien había sido el preceptor de la niñez del novio, don Pedro de Urríes, barón de L’Aínsa,

señor del honor de Broto, Boltaña y Gistain. Al alba del día 4 de octubre lo había despertado un

urgido y extenuado mensajero que, balbuciendo sílabas agitadas e incomprensibles por la fatiga,

entregó al barón un pasaporte a nombre de Giles Destraten, ciudadano de Lieja y fabricante de

encajes. Antes de que Urríes saliese de su estupor, el insólito correo picó espuelas a su casi

reventado corcel y desapareció en la neblina de blancas alas que ocultaba la cordillera pirenaica.

Tres horas más tarde, una paloma que había sido soltada en la enriscada villa de Sos le trajo

prendida en su pata derecha un diminuto papel con una orden inapelable: “En diez días os

reuniréis secretamente conmigo en Valladolid”. La ampulosa F que lo rubricaba le desveló el

misterioso autor de las dos extravagantes sorpresas matutinas y le torció el gesto; no porque

temiese adentrarse enmascaradamente en un reino cuyo monarca exhibía una enconada hostilidad

contra los aragoneses, a quienes hacía responsables de cualquier rebelión de sus propios

súbditos, sino porque trasladarse en aquel momento desde el Alto Aragón a Castilla le suponía un

gran inconveniente. Tras haber esperado durante ocho años el advenimiento de un primogénito

que fuese la bendición de su matrimonio, hacía escasamente un mes que su esposa, doña Blanca

de Alcíbar, había dado a luz un bebé que murió en el instante de nacer. Desde entonces, la

infortunada dama se había negado a abandonar el lecho y pasaba las horas con la mirada perdida

en el umbrío mar de castaños que se derramaba bajo su dormitorio, como si lo más inefable de su

alma se hubiese evaporado allí. Abandonarla en aquel desamparo abismaba el corazón de Urríes.

Mas como la urgencia aviva el ingenio obligándonos a elegir incluso lo más incongruente, se le

ocurrió que quizás la ocasional presencia en su casa/fuerte de cualquier niño influyese como un

talismán capaz de rasgar el velo de aflicción que nublaba el espíritu de su esposa. Esa fue la causa

de que a Miguel Aniés, el único hijo de Ramón y Orosia, labradores y feudatarios del barón, lo

despertasen al día siguiente antes del amanecer, lo bañasen dos veces en agua caliente

despellejándolo casi a fuerza de frotarlo con estropajo, lo vistiesen con ropa de domingo y lo

trasladasen a presencia del barón. Don Pedro lo condujo hasta el dormitorio donde reposaba doña

Blanca y le explicó que su único cometido consistía en estar de la mañana a la noche junto a su

esposa hasta que él regresase.

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Vistiendo ropas francesas y ocultando a buen recaudo el pasaporte flamenco, Urríes emprendió

viaje a Castilla para cumplir con su débito de amistad y vasallaje. Miguel se quedó plantado como

una estaca en la penumbra del elevado dormitorio sumido en denso silencio. Como doña Blanca

parecía ignorar su presencia, los minutos se le hicieron horas. Después de que el novedoso

entorno dejó de ofrecerle asombro, se atrevió a acercarse de puntillas hasta la enferma y musitar

por tres veces el nombre de la dama. Pero ella, con la mirada fija en el blanco resplandor de la

Peña Montañesa sobre los castaños, no acusó ni el más leve movimiento. Así que el zagal, tras un

instante de titubeo, desanduvo cautelosamente sus pasos, salió de la amplísima habitación,

descendió al patio y se entretuvo jugando con los seis leonados sabuesos italianos que poseía el

señor.

Era Miguel un guapo y flaco chico de seis años, con luminosa sonrisa, despiertos ojos grises

bajo una mata de pelo pajizo, e inquieto como un gorrión. Eficaz pastor de un rebaño de

doscientas ovejas, amaba recolectar cualquier especie de hongos, flores, espinas y hierbas del

monte; provocar a las ranas de las charcas; colocar cepos para cazar liebres y conejos; coger los

nidos que se balanceaban en las ramas de los árboles y tirar con la honda lo más lejos posible

cualquier objeto que pudiese rescatar su perro de blancas lanas.

Después de comer en el fogón con los criados, volvió a subir al dormitorio y se sentó en una

silla a los pies de la cama de la señora. A la media hora el aburrimiento le rompió el recato y,

haciendo caso omiso de la muda inmovilidad de la enferma, le lanzó un imparable alud de

preguntas sobre el barón, ella misma, los criados, el jardín, el huerto, los vinos de la bodega, los

caballos de las cuadras, los perros italianos, las armas de las panoplias y cuanto había observado

que albergaba la casa/fuerte. Al no obtener como respuesta ni siquiera el parpadeo de quien

parecía una estatua de alabastro amortajada por la decente blancura de las sábanas, acabó por

guardar un incómodo silencio y se dejó vencer por el sueño. Al día siguiente, la cinta rosada de la

aurora centelleó en la sonrisa que se abrió en el rostro del zagal al comprobar cómo nada más

traspasar la puerta del corral de la casa de sus padres cacareaban asustadas las gallinas y las ocas

protestaban asomando sus largos cuellos por la empalizada. Llegó en un vuelo ante doña Blanca y,

como el silencio y la pasividad fueron las únicas réplicas a su respetuoso saludo, con la mayor

desenvoltura comenzó a contar de viva voz cuanto se le pasaba por la mente; sin darse por

enterado de los escasos y leves gestos con que la señora lo conminaba a guardar silencio, a que

se estuviese quieto o a que desapareciese del dormitorio. Tras almorzar con los criados se demoró

jugando con los perros, inspeccionó cada fruto del huerto, desafió con gritos a los imaginarios

fantasmas que debían habitar la oquedad retumbante de la bodega, acarició lomos y crines en las

caballerizas, curioseó las salas en cuya oscuridad sesteaban insólitos y bruñidos arcones,

bargueños, sillas, mesas, armas y cobres. Finalmente, volvió a la penumbra del dormitorio donde

reinaba el silencio del tiempo detenido. Su animosa mente se puso a devanar una angosta madeja

de posibles remedios que pudiesen acabar con la indescifrable postración de aquella dama.

Cuando la luz que entraba por el balcón adquirió una finura de arena decidió recobrar la felicidad

singular de volver a escuchar su propia voz. Puesto que sus palabras fueron haciéndose tan

copiosas y agitadas como un torrente, doña Blanca le hizo por dos veces un cariñoso reproche,

más tarde una desmayada reprobación y acabó por requerir la presencia de los criados para que

obligasen al chico a que abandonase la casa/fuerte. Pero Miguel se burló de ellos zafándose de

sus persecuciones en una carrera que lo llevó de nuevo a cada rincón del lugar que ya se sabía de

memoria. Agotado el placer de la persecución, se encaró tranquilo y desafiante a los criados y les

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recordó que sólo estaba allí por voluntad del barón. Regresó al dormitorio de doña Blanca y

prosiguió desgranándole sus ocurrencias, como si tal cosa. Aquella insolente actitud logró que la

melancólica señora, por vez primera, mirase con atenta curiosidad a aquel crío favorecido por los

dispersos tonos del atardecer. Y comenzó a sentirse interesada en las pequeñas sabidurías que

pormenorizaba fogosamente sobre la geografía de la comarca, llena según él de secretos y

asechanzas; sobre los beneficios, peligros y belleza de sus flores, frutos, árboles y plantas que

cuajaban el valle; sobre las inauditas costumbres y ocurrencias de los animales que lo poblaban.

Aunque lo que realmente le atrajo de Miguel era su desbordada fantasía y la gracia con que

hilvanaba sus invenciones para convertirlas en realidades palpables.

El quinto día, doña Blanca se levantó de la cama y ordenó que le sirviesen el desayuno en la

planta baja. Esa mañana, el zagal logró que la sonrisa aflorase a los labios de la esposa de Urríes

mientras lo escuchaba imitar el rebuzno de los asnos, el ululato de los búhos, el parpar de los

patos, el croar de las ranas, el balido de las ovejas, el ladrido de los perros, el mugido de las

vacas, el graznido de las ocas, el zureo de las palomas, el aullido de los lobos, el cacareo de las

gallinas, el gruñido de los cerdos y el ufano canto del gallo. Pero fue al parodiar los aspavientos

de algunos peculiares habitantes de L'Aínsa cuando a la dama se le escapó una incontrolable

carcajada. Al chico le hacía gracia el sonido gutural con que la dama pronunciaba las erres y

comprendió por qué se le conocía en la villa como la señora francesa, a pesar de haber nacido en

la vecina Navarra. Almorzaron juntos y, después, ella le enseñó a jugar al tres en raya. A partir de

entonces, con el permiso de la señora francesa, Miguel se levantaba aún de noche para volver a su

habitual tarea de conducir monte arriba los rebaños de los vecinos del pueblo. A mediodía, cuando

lo relevaba un primo suyo, corría a casa de sus padres para presentarse de inmediato, limpio y con

su ropa de domingo, en la casa/fuerte. De vez en cuando entregaba a la cocinera hierba de san

Juan y hierbaluisa para que hiciera tisanas a la enferma; otras veces, saquetes con morronglas,

boletus y níscalos. A doña Blanca le traía diariamente ramos de flores silvestres. Ella jugaba con él

al balero, al tres en raya y a las damas, y se empeñó en enseñarle a leer y escribir.

Al cabo de tres semanas, Urríes regresó a L’Aínsa. Sus perros salieron a recibirlo rodeando el

carruaje con jubilosas carreras y saltos. El ama de llaves le dio la bienvenida indicándole que doña

Blanca se encontraba en el jardín, cazando mariposas con el zagal. Don Pedro se sintió calado

hasta las raíces de su orgullo al percatarse de que su insólita ocurrencia había fructificado en un

desgarrón de claridad que había liberado de la amarga noche a su esposa. Aduciendo que la

enseñanza de la lectura y escritura era una tarea dilatada, doña Blanca consiguió de su esposo

que llegase a un acuerdo con Ramón y Orosia para que, a cambio de dos florines1 mensuales,

Miguel siguiese frecuentando la casa/fuerte tres veces por semana. Al cabo de un mes, la alegría,

descaro y facundia del chico se ganaron también el afecto de don Pedro. Charlaban como amigos

del uso que hacía de su hermosa cuerna la cabra montés, de la sabiduría cobardía de la liebre y la

codorniz, de la astucia del zorro y el lobo, del peligro del oso y el jabalí, y del arte de atraer a

cualquiera de ellos hacia los cepos para cazarlos. Cuando la luz del atardecer exaltaba los

ventanales del salón y en la chimenea languidecían las horas en el fuego, la señora francesa vigilaba las tareas de escritura y de lectura del muchacho valiéndose de los ejemplares cuentos de

El Conde Lucanor, cuyos argumentos y máximas le esclarecía con voz tierna. Y la noche llegaba con

tal sosiego que cada vez les resultaba a los tres más penoso separarse.

1 Florín: moneda de oro aragonesa, con la que se podía comprar en el mercado 20 gallinas o 14 kilos de carne de oveja.

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Ahondando el regocijo del matrimonio pasó Miguel de la infancia a la adolescencia. Pero, ¿qué

hombre, por más afortunadamente que el azar lo guíe por el bosque de la vida, no llega a

enredarse en las aborrecibles ramas de la desgracia? El helador viento del norte flageló el

comienzo del nuevo año. Y una noche crucificada por la tormenta cayó un rayo sobre la casa de

Ramón y Orosia, dejando a Miguel huérfano y embebido en lágrimas amargas. Don Pedro y doña

Blanca lo trasladaron definitivamente a la casa/fuerte, abrumándolo de dulzura como si se tratase

del hijo que habían esperado desde siempre. La amistad y el deber de vasallaje con Fernando de

Aragón hicieron durante el tiempo venidero que el barón se ausentase varias veces de L’Aínsa: al

funeral de Enrique IV de Castilla; a la firma de la Concordia de Segovia, en la que se proclamó a

Isabel de Trastámara como reina y propietaria de Castilla; a la Guerra de Sucesión entre los

partidarios de Juana La Beltraneja y los de Isabel; a las exequias de Juan II de Aragón y la

subsiguiente coronación de Fernando como rey aragonés. En esos periodos, Miguel aliviaba la

soledad de la señora francesa haciéndole diligentemente cualquier tipo de recado, ayudándola en

el cuidado del jardín y del huerto, llevándola a pasear a caballo por el bosque en busca de setas y

plantas medicinales, contabilizando los gastos domésticos cotidianos que ella verificaba de su

puño y letra para entregar su resultado al barón a su regreso; saboreando y memorizando al calor

de la chimenea los hermosos Milagros de Nuestra Señora y las deliciosas aventuras del Libro de Apolonio que doña Blanca le narraba con melodiosos acentos.

Tenía Miguel diecinueve años cuando, al regresar con el barón de una otoñal partida de

caza, se encontraron a doña Blanca de Alcíbar con los ojos fijos ya para siempre más allá de los

ventanales del salón, en la neblina de la noche y sus umbrales de sepulcro. Ningún asombro vino a

mezclarse con la infinita tristeza de don Pedro y de Miguel, porque los últimos días de la señora francesa no habían sido más que un largo deslizamiento hacia el silencio y se abandonaba sin

luchar; era ya sólo uno de esos seres que uno se admira de ver existir. Don Pedro de Urríes pasó

el resto del invierno sumido en la negra melancolía de observar cada rincón de la casa/fuerte que

los amados ojos de su esposa ya no compartirían, paseando la retórica apacible del jardín al que

nunca ella volvería a infundir su ternura, durmiendo desasosegado en el lecho conyugal donde

tantas veces y tan intensamente unidos les acechó la trémula esperanza y el asombro del goce.

Con la llegada de la primavera, anhelando todo lo que pudiese augurar promesas de prodigio y

peligros de tumba, el barón de L’Ainsa decidió incorporarse a la guerra civil que el rey de Aragón

mantenía contra la Generalitat y el Consell de Cent por el control político de Cataluña. Miguel, que

ya no veía otro mundo que el que amueblaban los ojos de su señor, se ofreció a seguirlo. Pero

don Pedro, considerando la moderación de talante del joven, y comprendiendo que su disposición

sólo era de alma, lo disuadió de la dedicación a las armas. Considerando la sabiduría que su

ahijado poseía sobre los beneficios que podían deparar a las personas flores y plantas, optó por

pagarle estudios de medicina en la universidad de Nápoles, donde reinaba el hermano bastardo de

Fernando de Aragón.

Se embarcó Miguel en Valencia y tras cruzar maravillado la azul muchedumbre del mar llegó a

Nápoles, donde se hospedó en casa de un matrimonio amigo de Urríes. La vivacidad meridional,

aderezada siempre por un innato sentido de la representación, un alegre estoicismo y una pagana

sensualidad, estimuló la natural sencillez del antiguo pastorcico oscense e hizo que su inagotable

energía se fuese remansando hacia una serenidad epicúrea, que encantaba a sus condiscípulos

porque se dignaba no disimular un espíritu nacido para las emociones más nobles. Su

aprovechamiento en los estudios, el don de poseer unos ojos que descubrían los dolores y

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pensamientos ajenos con una sola mirada, y el amor de Sandra Tórtora ─una amalfitana de frente

clara como una fiesta, y una figura de tal perfección que frustraba a los sonetistas napolitanos─ lo

convirtieron en un hombre al que nunca le faltaban ni ideas claras y graciosas ocurrencias, ni las

palabras vivas y pintorescas para expresarlas sin perder nada de su acento respetuoso. Cuando

obtuvo el doctorado, Urríes le regaló una confortable casa de dos pisos con un mediano jardín en

el barrio zaragozano de La Magdalena, para que se instalase en ella como médico. El certero ojo

clínico de Miguel le labró pronto una selecta clientela. La afable cortesía de la bella Sandra y la

grata cordialidad de los esposos, que revelaban cómo el común objetivo de ambición de gloria y

riqueza podía ser vencido, les granjearon respetabilidad y firmes amistades. Los días del

matrimonio poseyeron el secreto de esa felicidad que no consiste en hacer siempre lo que se

quiere, sino en querer siempre lo que se hace. Sus noches fueron deseo y gozo de obtener una

descendencia que habría de ser el júbilo y la seña de sus mapas del futuro.

Para acabar con la desgarradora y sempiterna contienda civil entre banderías ibéricas, Isabel de

Castilla y Fernando de Aragón tuvieron que arrimarse a la ilusión deslumbrante que provoca

siempre una tarea común. La Guerra de Granada fue el cebo que sirvió para hipnotizar a los

altaneros señores anárquicos y a la soberbia Iglesia. A los primeros, distrayéndolos de sus

rencillas privadas y, a ésta, movilizando las espuelas de los obispos con el aroma incitante de una

guerra santa que acabase de una vez con el desdoro que suponía para la cristiandad la

supervivencia del culto coránico en medio de la cristiandad peninsular. La Iglesia y la nobleza

proveyeron el dinero; el estado llano, los hombres. Y con lo uno y con los otros Fernando puso en

marcha una infantería con una sola idea matriz en la que no tenían por qué pensar: la fe de Cristo.

Asestaban con ufanía sus golpes certeros como quien más que defender la legitimidad de una

causa se demuestra a sí mismo lo irrebatible de su sentimiento. Fomentaban su creencia con su

tormenta de hierro y fuego y, a medida que vencían, la embriaguez de sus almas se apoderaba de

su creencia rociándola con su mismo hervor. Era, por tanto, necesario para creer, ganar, ganar

siempre; por miedo cada vez mayor de dejar de creer si se era derrotado. En el fondo, no era más

que una realización personal llevada a cabo de una manera frenética, ciega; como su fe. De ese

modo, las tropas reales se afianzaron para siempre frente a las milicias municipales, señoriales y

de las órdenes militares. Victoriosas siempre, fueron apoderándose de Alhama, Ronda, Loja,

Málaga, Guadix, Baza, Almería y, por fin, terminaron por edificar el Campamento de Santa Fe, a

quince kilómetros de la ciudad de Granada, el último reducto musulmán en la península.

Y cuenta la leyenda que Isabel de Trastámara, al instalarse en él, juró solemnemente que no se

quitaría la cota de malla hasta arrebatar a Boabdil El Chico su Alhambra; para poder solazarse en

esa delicada geometría de surtidores, arrayanes y penumbras que era el reducto nazarí. Tal era su

urgida necesidad de poner fin a aquella guerra, bautizada como Cruzada, para así aunar

voluntades y tener controlada a la siempre enarboladas Iglesia y nobleza. Una guerra que se

infligía para culminar la unidad peninsular, consolidar la unión dinástica y reforzar el autoritarismo

monárquico. Una guerra llevada a cabo metódicamente por trece mil jinetes y cincuenta mil

peones, en la que, por vez primera, se empleaba intensamente la artillería. Una guerra que sólo a

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la Corona le costaría más de veinticinco millones ducados2. Una guerra que acostumbraría a los

españoles a colocar a Dios como juez único de su proceder. Pues la voluntad de Dios los había

creado tal como eran, sólo contaba el querer de Dios y el propio ímpetu personal de cada uno. La

misma leyenda afirma que la Reina Católica mantuvo hasta el final su extravagante promesa; pero

lo cierto es que, al menos una única vez, tuvo que quebrar su supersticiosa terquedad. Lo que no

habían conseguido ni la ferocidad del asedio ni la necesidad de higiene corporal lo logró la

vanidad semental de Fernando el Católico. La noche del 17 de octubre, fecha en que se

celebraba el vigésimo tercer aniversario de sus nupcias, el rey de Aragón exigió

contundentemente a su esposa que cumpliese con el débito conyugal. Aquel hecho baladí aceleró

el instante en el que la humanidad iba a poder descifrar por fin todo el orbe. Nunca sabremos si

fue porque, al dejarse llevar por el éxtasis del deleite, Isabel sintió que pecaba gravemente

durante la matrimonial fornicación o porque, al vulnerar su juramento de no desnudar su cuerpo

creyó que Nuestro Señor jamás le permitiría tomar la capital del reino nazarí. El caso es que, antes

de que despuntase el día, mandó secretamente un correo para que ordenase a su antiguo confesor

─fray Juan Pérez, prior del monasterio de La Rábida─ que se personase urgentemente en el

Campamento de Santa Fe. A pesar de no dudar de la inviolabilidad del secreto del sacramento de

la penitencia no quería revelar según qué faltas a alguien que perteneciese a la alta nobleza, como

era su confesor habitual, el jerónimo Hernando de Talavera. Tres días después, llegó fray Juan

Pérez a lomos de un caballo con las patas y el vientre ensangrentados. Sin haberse detenido ni a

dormir, venía el franciscano con los miembros agotados y el hábito y la boca asolados por el barro

salitroso de las marismas. Pero no sólo escuchó con misericordia la real confesión, sino que

aprovechó para recordarle el interés con que Su Majestad había acogido los quiméricos proyectos

del navegante Cristóbal Colón a quien él le había presentado hacía ya siete años. El sacramento de

la penitencia es una parcela del grandioso templo del favor, en el que hay que entrar

arrastrándose para que quien nos absuelve se apresure a exigirnos un pago recíproco. Así que

Isabel de Castilla prometió a su confesor que el mismo día de la toma de Granada convencería a su

esposo de que debían financiar el viaje propuesto por el navegante genovés. Si el prior de La

Rábida había rumiado lo suficiente aquellos planes como para sentirse plenamente convencido de

que significaban la ocasión de que el hombre dejase de sentirse prisionero en el estricto

espacio que limitaba el finis terræ, la reina demostró que el privilegio más soberano de los

monarcas es que nadie puede excederlos en las generosidades.

El rey nazarí firmó al fin la rendición, harto de que sobre la Alhambra volasen los buitres y de

que por las calles de Granada deambularan cada día más hombres hambrientos mientras en las

alfombras se bebía la copa del llanto y pululaban las ratas. El 2 de enero de 1492 el gemido del

viento despejó la mirada de los centinelas del adarve e hizo emigrar a los pájaros. Cristianos

nacidos del dolor de la tierra entraron por la Puerta de los Siete Suelos, cabalgaron las

enlosadas calles sobre briosos alazanes, resonaron atabales de muerte en las plazas desiertas y

una vez más fueron ejecutados los vencidos. El cardenal Mendoza mandó izar el pendón real sobre

la Torre de la Vela, mientras en los fragantes jardines ardían las verdes hojas. Boabdil huyó hacia

las Alpujarras. Los Reyes Católicos se instalaron en el palacio de Comadres, ordenaron que se

convirtiese al cristianismo a los derrotados y que se les presionase para que aprendieran la lengua

2 Ducado: moneda acuñada por los Reyes Católicos. Como referencia, ascendía a 13 ducados el sueldo anual de un capitán de

infantería.

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castellana. A esa doble tarea se dedicaron de lleno no pocos frailes vigilados por el recién

nombrado obispo de aquella nueva diócesis, Hernando de Talavera, La exultante Isabel la Católica

arrumbó su pestilente cota de malla y cumplió la promesa realizada al prior de La Rábida. Tres

meses más tarde, concedería a Cristóbal Colón el título vitalicio de Almirante sobre las islas y

tierras firmes que descubriese. El 3 de agosto zarparía el tenaz genovés hacia lo desconocido,

dirigiendo para exaltaciones y penas la incertidumbre de su tripulación, y antes de mediados de

octubre pondría el pie en un Nuevo Mundo que irradiaba mágicos rigores. Los efímeros hombres

creyeron que, por fin, comenzaban realmente a gobernar su propio destino.

El mismo día en que ondeó por vez primera el pendón cristiano sobre Granada, nacía en Zaragoza

la hija de Sandra Tórtora y Miguel Ainés. Pero, tras la enigmática oblación del parto, el pundonor

infamante de la muerte segó la vida de la linda amalfitana. El infortunado viudo suplicó a Dios que

le adelantase su última fecha y protegiese por siempre la vida de aquella bolita de luz hundida en

pañales. La respuesta se encarnó en Urríes, que llegó urgido de Granada para consolarlo, trasladar

el cadáver de la desventurada Sandra al panteón donde reposaban los restos de doña Blanca de

Alcíbar, y convertirse en padrino de la recién nacida. La bautizaron en la sobria iglesia de Santa

María de L’Ainsa y, anhelando que a aquel ser tan delicado jamás le faltase la clemencia, le

pusieron el nombre de Ana; que en hebreo significa mujer, gracia, amor, apostura y misericordia.

El barón de L’Ainsa compró una casa en el barrio zaragozano de San Pablo y se instaló en ella

para estar cerca de la criatura y de Miguel, en quien el pasmo implacable del dolor comenzó a

ahondar sus ojos grises y a perfilar las primeras arrugas en su frente.

La recién nacida sorbió la vida en los pechos morenos de Fatma, una joven musulmana que

acababa de perder de sobreparto a su bebé y a quien las leyes conminaron al bautismo para poder

cuidar del bebé. La morisca era una esbelta adolescente, delicada y alegre, que poseía la

franqueza de la gente sencilla que conoce las menudas sabidurías de la vida. De su desvelo, Anita

robó siempre suavidad, lumbre, complicidad y dulzura, como de un arca eternamente pródiga. Las

mañanas de la hija de Miguel eran revolotear como lluvia desordenada entre el trajín doméstico de

la aya y sus canciones de melodía tan dilatada como el tránsito de las caravanas por el desierto.

Después llegaban algunos hijos de amigos de sus padres, que convertían la casa y el jardín en un

torbellino de juegos, azares y risas. El primer tramo de sus tardes discurría entre labores de

plancha y aguja, que Fatma armonizaba con fabulaciones cuajadas de personajes de miradas

ardidas por la rimada prosa alcoránica. En la conmovedora luz del crepúsculo Miguel le enseñaba

a leer y escribir inculcándole el amor por las palabras, como si aleteara en cada una de ellas un

anhelo. De ese modo los hallaba el barón de L'Aínsa, que llegaba siempre a tiempo de descifrarle

a su ahijada la geometría fascinante de las estrellas y hacerla descender así al sosiego dulce del

sueño. Cuando la estatura de la pequeña sobrepasó la cintura de la morisca, Miguel le permitió

que acompañase a ésta al mercado. Jamás olvidaría Ana aquel primer día en que, al cruzar el

umbral de la casa de su padre, una vida nueva estalló ante sus ojos. Las mujeres tendían sus

coladas como frisos en las azoteas y balcones mientras recorría la calle un fragor de aldabas y

silbidos que ofertaban pan recién horneado, leche, queso y miel, afilar cuchillos y tijeras, varear

alfombras y colchones o desatascar chimeneas y fogones. Aquel vívido estremecimiento se

transfiguró en una perplejidad festiva bajo la absolución de los árboles que bordeaban la amplia

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avenida de El Coso; donde paseaban hidalgos esperanzados con compartidas fabulaciones de la

suerte, soldados de hablar recio que lanzaban estentóreas risotadas mientras sus manos

acariciaban la guarda de las espadas dispuestas a desenvainarse por cualquier futesa, mercaderes

que enredaban sus dedos con las treinta monedas del fraude, hidalgos jactanciosos de sus vidas

pudorosas como un delito, mozas casaderas que lucían su palmito ante la mirada vigilante de sus

dueñas, y severos ricoshombres lucrados con el ejercicio de oficios reales o la administración de

las rentas de la Iglesia. Semejante hervor nutrido de perpetua apariencia se remansó en las siete

calles que desembocaban en la iglesia de San Miguel: un barrio donde hasta hacía bien poco los

judíos ejercían su trabajo con humillación y angustia. Sus hogares habían formado una banca que

daba dinero a préstamo y a la que el rey permitía recaudar impuestos e intereses; lo que,

finalmente, determinó la expatriación de los afortunados que no fueron víctimas de un vasto

cadalso rodeado de jueces, esbirros y rencorosos espectadores. Al pasar a la vera del Arco

Cinegio, la diestra de Fatma tiró súbitamente de Anita para que apurase el paso; quería alejarla de

la oscuridad miserable de aquella calleja que discurría hacia el norte con muros demacrados por

noches en las que el vino movía cien peleas; en ella se enracimaban prostitutas y hombres de

rostros curtidos por el hambre, el ejercicio de la delación, el perjurio o la venganza, que se

enzarzaban en una marea de chismorreos, baladronadas, resquemores, augurios y malas noticias.

El aya y Anita traspasaron luego las sombras alargadas de los caserones en que habitaban los

nobles; sus arcillosas fachadas recordaban la amenazadora tosquedad de las fortalezas, aunque

sus patios estaban revestidos de primorosos azulejos, lucían columnas italianas y albercas

rodeadas de boj. Inmediatamente, el sol se transformó en una retacería de sombras imponderables

entre los tenderetes de El Azoque; donde los moriscos pregonaban el esmero de sus trabajos de

ebanistería, carpintería, tenería, forja, espartería y alfarería. A Fatma, que había nacido en la

morería del otro lado de la muralla que lo lindaba, se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar

aquel dédalo de calles donde las asustadas madres sellaban con el dedo los labios de sus hijos.

Sin embargo, un poco más adelante, los requiebros de los cenceños albañiles mudéjares que

labraban con hechizo de adobe el oblicuo perfil de la Torre Nueva le devolvieron el resplandor de

su sonrisa. Finalmente, llegaron a la plaza más bella y principal de la ciudad, en el borde del barrio

de San Pablo. Allí, en días señalados, se alanceaban toros y se realizaban autos de fe, pero los

martes acogía al mercado. En sus puestos, un océano de voces regateaba los precios y elogiaba

la frescura y calidad de los productos en oferta. La sombra de las lonas resguardaba todo tipo de

verduras en las que se licuaba el rocío; brillaba la suavidad de los organdíes, brocados,

terciopelos, damascos, sedas y pieles cebellinas junto a la excelencia de los piñones, orejones,

frutas escarchadas, almendras garrapiñadas, guirlaches y mazapanes; destellaba el vértigo de

los cuchillos entre sanguinolentas carnes; fulguraba la sal sobre la plata de los pescados;

reverberaba el sol en cerezas, uvas o ciruelas, y el aura del azúcar se traslucía jugosa en los

albaricoques y melocotones. Aquella delicia aconteciendo su fugacidad se convirtió para Anita en

una imprescindible liturgia semanal que fue despertándole una hojarasca de inaplazables

inquisiciones. Miguel Aniés, con el tesón y la paciencia de un arroyo que busca transfigurarse en

río, la conducía hacia las respuestas tendiéndole su mano mientras desgranaba el rosario de sus

personales convicciones, para que su hija conquistase su propio pensamiento eslabón a eslabón.

Ana lo evocaría ya siempre como aprendió a admirarlo en aquellas horas: vistiendo un tabardo de

color pardo y cubierto por el terciopelo granate de una gorra de media vuelta, cuya amplia sombra

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confería un aire de ausencia a su mirada gris y afabilidad a sus labios apenas dibujados en medio

de una descuidada barba rubia.

Suele decirse que el carácter es la mitad del destino de una persona porque es más

poderoso que la educación y aún incluso que la más sutil inteligencia. Pues bien, Ana tenía la

fortuna de poseer un carácter tan excelente que podría decirse que en él residía su belleza. Eso

hacía que le resultara natural desplegar una gracia y delicadeza singulares en su vida social,

porque era lo suficientemente optimista como para enmascarar su tenaz determinación de realizar

cuanto hubiera decidido. Cuando cumplió los catorce años empezó a ser asediada por diversos

jóvenes que se divertían con sus rápidas intuiciones y su espontánea franqueza. Gozaba

especialmente con el juego de pelota y del aro, aunque prefería las excursiones en barca por el

Ebro porque le ofrecían la posibilidad de mantener dilatadas conversaciones, en las que se

expresaba con tal claridad y vehemencia que provocaba perplejidad en las jovencitas, y decidido

encanto en los mozos. Menos gusto sentía por las fiestas, en las que sus amigas pasaban el

tiempo charlando únicamente de bordados, maquillajes, zapatos, puñeras y perfumes. Aborrecía

los bailes, porque en ellos las damiselas se apiñaban entre sí deshaciéndose en susurros, risas y

cotilleos que tenían por objeto una disimulada ansia sensual que las hacía temblar. Las noches de

su adolescencia estaban presididas por la dicha grave de mirarse en la hondura de los ojos de su

padre, que le leía en voz alta mitologías y especulaciones florecidas en la antigua Grecia,

comentándolas con un tejido de palabras precisas que caían sobre ella como una caricia

misteriosa. Así aprendió Ana a nombrar las formas de las nubes, a conocer el beneficio que flores,

animales y plantas pueden sembrar en nuestro cuerpo, a descifrar el canto del mirlo y el presagio

de la lechuza, a esperar sin cansarse en la espera, a poseer un corazón que vigilase y recibiese, y

a llenar cada minuto inolvidable con los sesenta segundos que lo recorren. No obstante, sus horas

más claras y tersas llegaban cuando se trasladaba con su padre y don Pedro a la casa/fuerte de

L’Aínsa. Allí, la melancolía de Miguel Aniés se transmutaba en alegre energía, como si la límpida

luz de aquel aire ancho y libre profundizase en el interior de su alma hasta restituirlo a su

plenitud. Los dos hombres reverdecían sus años jóvenes, afanándose por imitar a la naturaleza por

medio de esa libre y elegante renuncia a la supremacía de su humanidad que es la caza. Les

gustaba galopar contra el viento, porque la velocidad borraba las huellas de sus años. Era como la

embriaguez que suscita luchar contra un adversario que retrocediera sin dejar de resistir jamás;

dejando tras de sí sus preocupaciones en medio de la borrasca, como los pliegues de un largo

manto. Ana nadaba en los fríos y transparentes ibones, y paseaba a caballo por el plácido reposo

de navas y valles, contemplando extasiada las mudas montañas como esfinges sagradas,

deleitándose con el polifónico canto de los pájaros en el ramaje y el tintineo de las esquilas de

ovejas y novillos sobre los verdes prados. A la caída de la tarde, que borraba los contornos y

alejaba el paisaje de los ojos, cenaban los tres ante el fuego de la chimenea. Urríes y Miguel

repasaban con entusiasmo los lances de sus cacerías, que siempre los conducía a rememorar los

regocijos y las penas de su mutuo pasado, mientras Ana se dejaba penetrar embelesada por aquel

mago perfume que plasmaba vívidamente la ternura de doña Blanca y la alegría de su desconocida

madre amalfitana.

La última vez que disfrutó de tal epifanía fue en febrero de 1509, cuando Urríes regresó

agotado de la guerra que se había coronado con la toma de Orán. Ella acababa de cumplir los

diecisiete años y sabía gobernarse por sí misma con orden y claridad. Esa prevalencia propia la

denotaba en su porte de mujer alta, flexible y tan grácil que al caminar parecía sortear el aire para

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evitar rozarlo. Sobre una frente amplia y lisa, sus cabellos de un rubio pálido, tan finos como la

seda, caían sobre su cuello redondo, modelado con fuerza y delicadeza hasta la mitad de su

espalda recta. Su bella tez resultaba tan resplandeciente en la sombra que parecía formar un halo

alrededor de su cabeza. Los rasgos más notables de su rostro eran unos ojos azules, luminosos

como dos abiertas interrogantes, y su nariz recta sobre una boca de labios perfilados que

adquirían un voluptuoso sesgo en las comisuras. Ese año, Ana sólo pudo gozar durante una

semana de aquel apogeo máximo de L’Aínsa, pues la fatalidad acechaba como un torvo azor que

planta inesperadamente su nido de luto en la elipse caprichosa de su vuelo. Una mañana que

había amanecido bajo un lento cielo de amatista, el olfato de los sabuesos condujo al barón y a

Miguel por un profuso bosque de hayas hasta la madriguera del jabalí. Cuando ya en las puntas de

sus lanzas se había secado la escarcha, los canes alzaron sus orejas y se lanzaron a la carrera,

ladrando. Señor y vasallo picaron espuelas siguiendo su rastro sobre la hierba helada. Al cabo

empezó a sonar la tierra como un tambor y devolvió con furia el ladrido de los perros rehaciendo

el camino. Como una tromba acosada, corría hacia ellos y los jinetes un grisáceo jabalí de negro

hocico. Urríes, al galope, arqueó el torso y asestó un lanzazo tan vigoroso al cuello del feroz

animal que el chorro de sangre que brotó de su duro pelaje empapó el vientre de su corcel. Miguel

frenó su montura, echó pie a tierra y desenvainó la daga que llevaba al cinto. Con un agudo

gruñido que espantó a los pájaros del bosque, el jabalí giró sobre sí mismo y arremetió contra el

caballo de Urríes, con tal fuerza, que jinete y corcel cayeron derribados. Miguel se abalanzó sobre

la crin erizada de la fiera y le hundió en la frente la daga, hasta la cruz del gavilán. Pero la

violencia del golpe lo hizo resbalar sobre el grasiento animal y cayó volteando sobre la tierra

congelada. El jabalí, antes de morir, tuvo fuerza para seccionar con sus curvos colmillos la yugular

del padre de Ana. Miguel Aniés fue enterrado en el panteón familiar del barón, entre su amada

Sandra y doña Blanca. Ana, llorándolo con infinito desconsuelo, regresó con Urríes a Zaragoza.

Vistió de riguroso luto y suplicó a Fatma que no se apartase de ella ni un instante, pues tenía

miedo a desmayarse. Lívida como la ceniza, ordenaba una y otra vez cuantos objetos y libros

habían pertenecido a su padre. Se frotaba las manos continuamente, como para borrar lo que las

hacía temblar. Las habitaciones de la casa le parecían enormes desiertos por los que avanzaba con

el lento azoramiento de una ciega. Sin saber cómo llenar las horas, hojeaba con impaciencia algún

libro, leyendo algunas líneas y pasando a otros que abandonaba enseguida. Cuando se ponía a

bordar o a coser, su aya se instalaba frente a ella y las dos se quedaban en silencio. La morisca

observaba que las más de las veces la labor reposaba, al cabo, en las rodillas de su señora, entre

sus manos indolentes, mientras su rostro adquiría una plúmbea palidez resaltada por el ardor de la

fiebre titilando en sus ojos azules. Era evidente que ninguna posibilidad de porvenir se estremecía

en ella. Dejaba que las horas le resbalaran lentamente, gestando la soledad inexplicable de un

futuro oscuro y hondo. Ni siquiera la ternura de Fatma podía confortar su frente envuelta de vacío.

Apenas llegado el otoño, Don Pedro, apiadado de la inmensa desolación de su ahijada,

determinó alejarla hacia nuevos horizontes.

─Me marcho de la ciudad ─le dijo─. Y bien sabe Dios que nada me causaría más gozo que os

vinieseis conmigo a L'Aínsa, donde deseo reposar mis últimos días rodeado de una naturaleza que

he amado desde niño. Pero comprendo que la honra, tanto la vuestra como la mía propia, lo

impiden. Además de que, para vos, la continua presencia de un anciano no podría resultar grata ni

ventajosa. Compruebo que estáis abismada de dolor por la muerte de vuestro padre, pero, hija

mía, aún en lo más profundo de las tinieblas debemos defender nuestra vida. Y vos, tan joven,

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aunque el dolor os rezume como si fueseis un árbol recién cortado, tenéis que alzar vuestro ánimo

y defender vuestra vida. En una palabra, creo que debéis poner vuestra voluntad en casaros o en

entrar en un convento, si lo preferís así.

─Querido señor padrino, si estoy viviendo sin voluntad de ser monja ni de casarme es porque

el primer estilo de vida es muy ajeno a mi condición, y no me atraen los sinsabores que la otra

forma de vida podrían acarrearme.

─Pues, ¿qué pensáis hacer no queriendo tomar estado ninguno, de casada o de monja?

─Lo que deseo es estar sola en casa y así servir a Dios.

─Tened en cuenta que la soledad exaspera o apaga el corazón, y pervierte o debilita las

aptitudes.

─Quizá el Señor me ha procurado este destino para fortalecer a quien, como yo, ha tenido

hasta ahora una existencia demasiado regalada.

─Si buscáis fortaleza, os aseguro que no es poca la que una mujer necesita para contentar a su

marido. En cuanto a su obligación de servir a Dios, mejor lo hace obedeciendo a aquel que se le ha

procurado darle por esposo.

─Mi buen padre me enseñó desde niña que el mayor bien de esta vida es disfrutar de libre

albedrío.

─Y así es, en efecto. Pero la sociedad impone obligaciones inexcusables. La obligación del

varón es ganar la hacienda, y la de la mujer allegarla y guardarla. El oficio del marido es ser

amigable, y el de la mujer no serlo con todos. La virtud del marido es saber hablar bien, y la de la

mujer preciarse de callar. ¿Queréis faltar a vuestro decoro como hembra y andar en lenguas de

todos, o pasar la vida en un destierro de soledad y tristeza hasta la muerte rigurosa?

─Señor padrino, temo encontrar un marido tan apartado de mis deseos, que o me altere o

tenga muy penosa vida con él. En fin, de tener que casarme, querría hacerlo con alguien de quien

estuviera enamorada.

─Mirad que no es lícito y honesto a las mujeres escoger el marido que ellas quieren. Hasta la

misma Santa Madre Iglesia considera el amor una pasión desordenada y pecaminosa que no

puede entrar en el grave sacramento del matrimonio.

─Perdonadme, don Pedro, pero aprendí de mi queridísimo padre que lo único importante entre

casados es que se amen mucho, porque si el amor anda de por medio todas las cosas irán bien

guiadas.

─Y así debe ser. Pero para que los casamientos sean perpetuos, sean amorosos y sean

sabrosos, han de anudarse los corazones con la reflexión antes que las manos se tomen ─le

respondió Urríes, mientras pensaba que la agudeza de su ahijada no era común para la edad que

tenía. Mas, decidido a llevar a cabo el deber que se había impuesto, comunicó a Ana su voluntad

de conducirla al hospital de Nuestra Señora de Gracia para presentarle a un infanzón palentino que

estaba reponiéndose de algunas heridas de guerra.

Es gallardo, discreto en el decir, honorable de sentimientos y espléndido jinete. Y, aunque

huero de tierra o heredad alguna, supo alcanzar tal notoriedad de valentía en la conquista de Orán

que lo promoví al grado de capitán. Al día siguiente Ana se encontró en una gran sala entarimada

de castaño, oscura y triste, con puertas monásticas de paciente y arcaica ensambladura, y

angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas. En un extremo hablaban muy bajo

dos figuras, una dama y un caballero. Ella parecía sumida en una profunda meditación y se

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enjugaba los ojos sin ser dueña de ocultar una pena. Era todavía hermosa, prócer de estatura y

muy blanca de rostro, en el que destacaban unas mejillas tristes y altaneras. Vestía absolutamente

de negro, su frente marfileña brillaba en la oscuridad y entre sus dedos secos como los de una

momia temblaban las agujas de madera y el ligero estambre de una calceta. Él tenía una planta

arrogante y erguida, y cuando giró su rostro a los recién llegados sus facciones correspondían a

las de un varón enjuto y acrecido por un sentimiento interior de señorío. Callaron ambos. Los ojos

de la dama, aún empañados de lágrimas, interrogaron con afán a Ana, al mismo tiempo que sobre

sus labios marchitos tembló un mohín que intentaba ser una sonrisa amable y prudente de dama

devota. El caballero se adelantó con rudo empaque hacia Urriés y lo saludó con una ligera

reverencia. Don Pedro presentó a Ana y el otro hizo lo mismo con su madre, que no denotó más

ademán que entornar sus párpados y apenas sonreír con cortés desdén. Ana se percató de que al

caballero, bajo unas cejas sumamente arqueadas y de levantadas comisuras hacia la ancha frente,

le brillaban los oscuros ojos con una mirada llena de neutralidad que traslucía algo más que la

indiferencia pero menos que el vigor. En cambio, bajo su cabello negro y liso, las aristas de su

rostro provocaban una impresión de tremenda reserva de fuerza, y mantenía una leve sonrisa en el

rincón de los labios donde mueren las sonrisas. Cuando el barón de L’Ainsa le preguntó por la

evolución de sus heridas de guerra, el caballero, vencido por una distracción extraña, comenzó a

pasearse entenebrecido y taciturno, haciendo temblar el piso con su andar e hilvanando frases

siniestras y dolientes sobre la lentitud de la curación y sus deseos de abrirse camino en la vida.

Los ojos de Ana seguía inconscientes el ir y venir de aquella sombría figura; si se desvanecía en la

penumbra, le buscaba con ansia; si se acercaba a la luz de los ventanales, no se atrevía a mirarlo.

Le infundía miedo, pero un miedo sugestivo y casi fascinador. Le pareció como el héroe de un

cuento medroso y bello cuyo relato se escucha temblando y sin embargo, cautiva el ánimo hasta el

final, con la fuerza de un sortilegio. El caballero se detuvo frente a ella. Ana bajó los párpados

presurosa. Él se sonrió contemplando la rubia cabellera que se inclinaba, y después de un

momento llegó a decir.

─Miradme, señora. Vuestros ojos me recuerdan otros ojos por los que he llorado mucho.

Se llamaba Cecilio Támara y dijo que tan pronto terminase su convalecencia quería embarcarse

para Yndias.

De regreso del hospital, Urríes quiso que Ana lo acompañase a su casa del barrio de San Pablo,

para preguntarle qué impresión le había causado el infanzón.

─No os podría dar una respuesta justa, señor padrino.

─¿Habéis visto en él alguna falta?

─Ninguna y todas, don Pedro. He notado en él cierto donaire, una noble cortesía y buena

cordura. Pero, como suele decirse, querer a quien no te quiere hace una nada; y responder a quien

no te llama es vanidad probada.

─Comprended que, ni mi presencia ni la de su madre ni el lugar ni la sorpresa eran para hablar

de amores. Dadle permiso para que os visite en vuestra casa ─siempre en presencia de vuestra

aya, que os es bien leal─ y veréis cómo ante vuestra discreción y virtud pierde desazón, rabia y

temblores. Estoy seguro de que será un buen marido para vos.

─Sé que dais este paso por conmiseración y con la voluntad de proporcionarme lo que creéis

mejor para mí, don Pedro.

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─Así es. Que un ave sola ni bien canta ni bien llora. Si os recomiendo a Cecilio Támara como

esposo es porque no quiero poner vuestra fama en las lenguas maldicientes. Y porque creo que es

lo que mejor conviene a vuestra dicha.

─En todo caso, señor padrino, vuestra buena intención me obliga a hacer lo que queráis.

─Ana, hija mía, creedme que lo he meditado mucho y serenamente. Y lo hago bien en contra de

mi propio deseo. Pues, sabiendo que pronto embarcaréis a Yndias con vuestro esposo, conmigo

mismo me muestro cruel. Ya que me privo de vuestra querida y agradable presencia, que es lo

único que podría endulzar las escasas horas de vida que me restan.

Como nada respondió Ana y el silencio entre ambos alcanzó una inflexión insoportable, el barón

caminó hacia un bargueño y extrayendo de él dos arquetas se las entregó.

─Tomad. En esta pequeña hay mil ducados, que son vuestra dote. En esta más grande hay dos

mil, que son exclusivamente para vos. Usadlos si, ¡Dios no lo quiera!, ocurriese cualquier fatalidad.

Que, al fin y al cabo, el deseo de fama y fortuna llevan aparejadas las guerras; y éstas, los

accidentes, las heridas y la desgracia. Por lo demás, yo cuidaré de que vuestra casa se conserve

tal como la dejéis. Y, pasare lo que pasare, sabed que siempre podréis contar con mi más firme

protección.

La joven regresó a su casa escuchando el duro sonido de la realidad contra sus frágiles sueños.

La avidez de las calles, la hondura de las plazas, el brusco sol rompiéndose en esquinas

impacientes, el zureo de las palomas y el gritar de los niños estaban preñados de deseos

incompletos. A su pensamiento voló aquel pájaro del cuento que tantas veces escuchara en

palabras de Fatma. En él, la linda avecilla moría día a día de tristeza, encerrada en una jaula de oro

que había mandado construir el poderoso sultán para disfrutar de su gracia, su belleza y su canto.

Igual que aquel rey moro había extinguido de esa manera la vida del pájaro, el buen corazón de su

padrino acababa de perderla a ella, lanzándola a una inopinada altura en la que se hallaba tan

temerosa de un traspié, como un equilibrista sobre la cuerda tensa.

Al cabo de dos meses llegó el día de doble filo que todo lo cambió. La despertó el cierzo, que

anunciaba el invierno haciendo tiritar a la higuera del jardín. Un bullidor oleaje de sombras

alucinaba el rincón del arcón sobre cuya tapa se desmayaba un rico vestido verde con tiras de

randas de oro hilado. El apremiante ánimo de Fatma logró que a mediodía Ana estuviese lista para

participar en la liturgia religiosa que enmascaraba la ejecución de un elemental armisticio de

voluntades contrapuestas, como quien corre descuidado hacia un precipicio después de haber

puesto delante de él algo que le impide verlo. Antes de salir de casa miró su reflejo en el espejo:

ella y cuanto la rodeaba estaban en él al revés, como su propia vida.

─Yo os requiero y mando que, si os sentís tener algún impedimento por donde este matrimonio

no pueda, ni deba ser contraído, ni ser firme y legítimo... ─decía el oficiante mientras una pareja

de zalameras palomas, que se había arrullado levantando nubecillas de polvo en la sombra del

costado del altar, emprendía el vuelo en pos de inocentes alegrías. Cuando traspasaron los perfiles

del sol, sus sombras jaspearon la blanca dalmática del sacerdote. Ana, viéndolas ir, pensó que el

miedo al destino no turbaría el sosiego de su nido; para ellas hoy era mañana y era ayer. ¿Por qué

no había de ser tan confiada como ellas ─pensó Ana─ y dejarse ir? Esa era toda su libertad

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ahora, caer como la noche por las faldas de las montañas, sin saber lo que quería ni si habría una

red oculta que la acogería más allá.

─Ana Aniés y Tórtora, ¿queréis a Cecilio Támara y Olmedilla por vuestro legítimo esposo y

marido, por palabra de presente, como lo manda la Santa, Católica y Apostólica Iglesia Romana?

─Sí, quiero.

─¿Os otorgáis por su esposa y señora?

─Sí, me otorgo.

─¿Lo recibís por vuestro esposo y marido?

─Sí, lo recibo.

Unos minutos más tarde el viento que silbaba con furia al rachear el pórtico del templo heló el

último y fervoroso abrazo del barón de L’Aínsa a su ahijada. Desgarrada, Ana lo vio irse encorvado

y con lágrimas en los ojos.

─En adelante, señora mía ─le dijo Cecilio, con ese breve batir de pestañas que hacen la

lechuzas antes de abalanzarse sobre un ratoncillo─, prescindiremos de vuestra criada. Mi madre,

que ya es también la vuestra, bastará para nuestro cuidado.

El cierzo azotaba las alas de la toca de su suegra, oscureciéndole el áspero rostro donde un

humor rancio acechaba entre la blanda pulpa de los ojos. Un acelerado vértigo se alzó a las sienes

de Ana, para derrumbársele en las venas. Empezaba a comprender el alcance de aquel

contundente “vos, esposa, habéis de estar sujeta y seguir a vuestro marido en todo” que acababa

de jurar. Volvió su mirada en busca de la figura apacible de don Pedro de Urríes, sin saber si para

lanzarle un reproche o en busca de una desesperada ayuda. Pero el barón ya había desaparecido.

Ana se abrazó a su aya y ─temblando, atropellada, insistente y desesperadamente─ le contó a su

esposo con qué corazón, con qué aliento, con cuántos deseos y pasión había cuidado Fatma de su

vida. Entre lágrimas, suplicó a Cecilio Támara que permitiese a la morisca permanecer siempre a su

lado. Pero él, con rostro acorazado, se mostró inconmovible. Fatma, la besó con la desesperación

con que una madre besa a su hijo muerto. Escuchó que por su sangre transitaba solamente la ira

e, irguiéndose sobre desconcertantes torturas de un secreto pretérito, caminó de nuevo hacia la

iglesia y traspuso su atrio. Avanzó, impávida, hacia el altar mayor y, tras un instante de rigidez

basáltica, un bramido desencajó sus mandíbulas con una abjuración que resonó con mil ecos bajo

el ladrillo mudéjar de la bóveda:

─La galiba illa Allah! 3 Relumbró en su diestra la gumía que siempre guardaba en sus calzas. Y, de cinco cuchilladas,

se desguazó ante el Crucificado.

No hubo ni velatorio ni exequias. Dos de los amigos que habían asistido a la boda ayudaron a

Ana a transportar el cadáver a un carruaje y devolverla a casa. Sumida en un tiempo sin presente y

ciega de llanto, la desgraciada novia limpió con sus propias manos las mortales heridas que

manaban la sangre de su amada Fatma. Con aceite de saúco y naranja perfumó su suave y moreno

cuerpo. Lo amortajó con una blanca sábana de lino sobre la que colocó el ramo nupcial de peonias

y violetas que la propia aya había confeccionado el día anterior. Se desprendió de su traje verde y

volvió a vestir el luto de los últimos meses. El violento cierzo hacía rechinar la hoja de una ventana

mal sujeta. De pronto, una bocanada de aire penetró en la habitación. Con una mano, Ana encajó

bien la falleba y apoyó la cabeza en el postigo de madera. Así recostada, cerró los ojos. Ese viento 3 ¿No hay más vencedor que Alá!

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salvaje del oeste le recordaba cosas vagas, antiguas, en las que corrientemente ya no pensaba: la

casa/fuerte de L’Ainsa, el color blanquecino del ramillete de petunias que anualmente dejaba

sobre la tumba de su madre desconocida, la ávida emoción que le producían las historias que

Fatma le narraba a la sombra de la higuera, la magia de las mitologías de los griegos

desentrañadas por su padre. Abrió nuevamente la ventana contra la fachada del atardecer:

sombras, fuego y silencio. Ni siquiera silencio, sino su fuego, la sombra que arroja un respirar. Se

inclinó sobre la balaustrada y deseó estrellarse en las piedrecitas del suelo del jardín oscurecido

por la negra sombra de la higuera y la arcillosa tapia, sobre la que se columbraban los rojos

tejados de la colmena de casas y palacios que circundaban la torre de La Seo, cuyo chapitel

bulboso era tan violáceo como el crepúsculo. Todo lo que fueron sus días se habían detenido en

un vértigo que la abducía titánicamente hacia un fondo insondable, como si fuesen las estaciones

de un postrimero camino que jamás quisiera volver a recorrer.

─Vivir…¿es algo más que habitar los corazones que uno ha dejado atrás? ─se preguntó ─Mi Fatma, mi amada Fatma se ha llevado consigo el tiempo para siempre. Y para entrar en el silencio de ese muro debo dejarme atrás a mí misma.

El coche de caballos esperaba. Sus amigos descendieron el cadáver amortajado y lo colocaron

junto a Ana, que ya lo aguardaba hundida en el asiento, con la compostura de un árbol abatido.

Para abstraerse mejor de todo se cubría el rostro con las manos, que le devolvían el perfume de

aquella queridísima carne acariciada por última vez. El carruaje transitó por las calles, semivacías a

esa hora, hacia la fosa común del linde exterior de la muralla sur de Zaragoza. Algunos mendigos

gimoteando plegarias, y un par de niños chillones que se agarraban a los ejes de las ruedas a

riesgo de caer y ser atropellados o aplastados, fueron su comitiva. En el cementerio, apenas si

percibió la oscura herida agrandada en lo profundo de la tierra donde iba a pudrirse el corazón en

el que su amor de niña hiciera nido. Cuando escuchó el seco golpeteo de las paletadas de cal viva,

pidió a Dios una cosa que sólo se les concede a los más fuertes: el mutismo del corazón.

Esa misma noche emprendió camino hacia el sur, junto a su esposo y su suegra, envueltos en la

polvareda de un coche de postas cuyo permiso y pago había sido facilitado con antelación por el

barón de L’Ainsa. Obstinándose en el olvido y ceñida por el relámpago de días invisibles, atravesó

tierras malvas, trémulas de frío y viento impetuoso; abatidos robles irguiéndose en un aire

endeudado de sangre que prosperaba en torno a viñedos casi en sazón; yermos de piedra

sazonados de encinas achaparradas sobre las que las alas de las urracas giraban hasta perderse

en su sombra; inmensos páramos de tierra cenicienta bajo madejas de relámpagos desovilladas en

la noche escindida de invierno; escarpadas montañas de negra pizarra retumbando truenos tirados

por estrellas transparentes con la seda de la nada; pálidos ríos de olivares innumerables que

pasaban por los ojos de aguja del sol para llegar a sorber la baba amarga del mar. El extenuante

viaje duró más de tres semanas; cambiando cada tres horas de montura y acomodándose por la

noche lo mejor que podían en albergues miserables. Frente a Ana, la mirada estulta de su suegra

no cesó de vigilarla reprobadoramente hasta que se desmayó. Las sarmentosas manos de su

suegra sacaron del bolso un frasco con vinagre aromatizado y se lo alargó a Cecilio, que se

arrodilló para mojar el rostro de su esposa con manos trémulas, sin hablar ni insinuar siquiera un

gesto. Luego vino la inacabable travesía del océano, a bordo de una cáscara de nuez en

la que pasajeros y tripulación, llenos de piojos y acribillados por pulgas y chinches, se apiñaban

entre perpetuos zarandeos, arfares, ríos de vómitos, volatería de cucarachas y montería de

ratones. Comían en cuclillas sobre el suelo en platillos de madera donde les servían escasas habas

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guisadas con agua salada, abadejo, cecina o bizcocho reseco. Necesitaban perder olfato, vista y

gusto para beber el agua que se les repartía por onzas. Dormían junto a la pestilente sentina, a la

que se descendía por las escotillas abiertas en la cubierta, abrigados en diminutos y oscuros

aposentos donde se apiñaban veinte personas apretujadas entre baúles, arcones y atados de ropa.

El viento gimiendo y las olas bramando contra los costados del barco los acunaba. De cuando en

cuando, si la galerna zahería la nave, bultos y cuerpos chocaban violentamente. Dos meses

después de aquel calvario mugriento apareció a lo lejos una blanca playa orlada de luz tirante y

distinta, que besaba la maciza oscuridad de una selva cuyo misterio esculpía el chillido de miles de

pájaros desconocidos. Al día siguiente, los acogió un remedo de ciudad construida por el latido de

los sueños que empezaban a cumplirse bajo un cielo manchado de sangre. Finalmente, Ana sufrió

el desconcierto de un nuevo hogar: un exiguo corral y dos menguadas estancias entre muros de

adobe cubiertos por un techo de palma, con dos ventanas, y suelo terrizo. E imaginó que caía en

un aire sin fondo donde apenas pesaba su cuerpo. Ningún nacido de mujer que hubiese

atravesado tan enconadas pruebas podía albergar la insidiosa certeza de haber sido concebido a

imagen y semejanza de un Dios indescifrable.

La noche en que llegaron a Santo Domingo de La Española, Ana y Cecilio se acostaron solos por

vez primera. El silencio y la incertidumbre entre ellos se magnificaron, no obstante abrieron sus

respectivos arcones y extrajeron los camisones que tendieron sobre la sábana. Cada uno se sentó

a un lado en el borde del exiguo lecho, abatidos y escuchando el latido de sus corazones, dándose

la espalda para quitarse el calzado y la ropa endurecidos por la suciedad. La oscuridad era total,

cada uno escuchaba en la sombra el jadeo de una perplejidad y un temor similar al suyo. Ella, tras

embutirse en su camisón de lino, se despojó de la ropa interior y la dejó resbalar al suelo. En ese

instante, le pareció que su corazón se dilataba hasta el punto de llenar todo su ser. Atravesada por

bruscas sacudidas, castañeteando los dientes, juntando las rodillas se recogió en sí misma y

sintió vaciarse gradualmente su espíritu de todo lo que no fuera la espera de algo inminente e

irreparable que le helaba la sangre. Con moderación y temblor, Cecilio puso su mano sobre el

hombro derecho de ella, para girarla. Ana se dejó caer sobre el lecho, ingrávida, resignada a

rendirse a un hombre de quien, por lo menos, no temía enamorarse. De pronto una boca

ávida buscó la suya. Abriendo los ojos, vio el rostro de su marido, repentinamente más extraño y

duro que nunca. Ana sabía que tenía que sufrirle; ese era el rito, la obligación. Hubiese querido

imponerse a sí misma el consentimiento, pero una salvaje resistencia se lo impedía. Dos brazos la

aplastaban, los labios de Cecilio le obstruían la nariz. Cuando él aflojó su presión, Ana aspiró con

fuerza el aire ardiente y cerró de nuevo los ojos.

─¡Por favor!… ─susurró.

Su esposo la creyó aturdida por el amor y volvió a adelantar sus manos codiciosas para subirle

el camisón a la cintura. Ella se sintió invadida por el pánico y quiso dar un salto y huir. Pero él la

montó sobre el vientre con un peso que la asfixiaba. La cortó, como a una amapola cuando el

segador desliza su hoz sobre el oro del trigal, y se adentró en su cuerpo como el morir. Detrás de

la ventana, la selva hervía en crujidos, siseos reptantes, opacos gruñidos y huidas. Ana presintió

que los búhos se estaban abatiendo sobre sus presas, que las besaban primero con su lengua, les

clavaban después el pico y las estrujaban luego con sus garras. En la oscuridad de la alcoba era

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incapaz de distinguir en el rostro de Cecilio la mueca del miedo de la del deseo. Ella temblaba de

dolor y se preguntaba,”¿quién es él?”, mientras su esposo la embestía con furia, gimiendo hasta

las lágrimas, que le resbalaban por un rostro raptado por la dureza y la angustia de quien padece

la secreta esperanza de no obtener una esposa nunca. Sorpresivamente apiadada, Ana se encontró

deseando ceder a aquella obstinación más fuerte que la suya y renunciar al asco y la rabia. “El fruto de su vientre”, aquella frase de la Salve que tanto turbara su inocencia infantil restalló en su

mente como el latigazo de una orden que le recordaba su deber insoslayable para alumbrar una

nueva vida. Rompió en lágrimas y lloró larga y silenciosamente mientras sus miembros eran

agitados por una incomprensible tempestad de pasión. Por fin Cecilio la descabalgó y por un

instante la miró con un orgullo triste. Luego, se quedó dormido con la boca entreabierta. Ella se

perdió en un arduo laberinto que demoró su noche hasta el minucioso insomnio, mientras se decía

que le resultaría imposible acostumbrar sus días a aquella violenta contienda. Estaba segura de

que el amor verdadero era algo bien distinto de aquel paroxismo, de aquella persecución de

absolución por un pecado que no traía consigo la condenación. El amor debía ser la

espiritualización de la sensualidad; una dicha elegida, algo que tendría que despertarse cuando

los dos amantes deseasen, buscasen y encontrasen juntos la dulce copa elegida donde verter la

vida entera. No podía imaginarse cómo su espíritu y el de Cecilio podrían compenetrarse sin

reservarse nada del uno o del otro, enlazando sus almas y sus cuerpos de manera tan íntima que

no existiese forma de reconocer la trama que los resumiera. Durante veinte noches más Cecilio la

tomó con la misma liturgia de temblor e impaciencia, mientras ella aceptaba con resignación aquel

sacrificio cotidiano al que se prestaba sin demasiada repugnancia, sólo con una vaga emoción y

una espera enervante. La evidente conmoción de su marido en aquellos momentos le sorprendía,

le extrañaba. ¡De qué modo perdía el dominio sobre sí mismo! Era evidente que tenía necesidad

de ella, pero ella no tenía deseo alguno de él; aunque, perfectamente dueña de sus sentidos

adormecidos, se ofreciese a aquella violación de su libertad porque había jurado ante el altar que

sería hasta la muerte carne de la carne de su marido, y ni el mismo Dios podía separar aquella

unión. De manera que el único remedio para reparar aquella pusilánime dejación de su voluntad

cometida hacía menos de tres meses ante un ministro divino, era porfiarse en amar a su marido

con afección tan intensa como para confiar en él tanto como en sí misma. De ese modo

demostraría a Cecilio, y de demostraría a sí misma, que el buen matrimonio se basa en el talento

para la amistad.

Sin embargo, Cecilio Támara no le dio ni ocasión ni tiempo. A las tres semanas de su llegada a

La Española depositó el dinero de la dote en el despacho del abogado don Pedro Sánchez Farfán,

para que lo administrase en calidad de tutor de su esposa. Le encareció a Ana el cuidado de su

adusta y acechante madre, y se enroló en la tropa que partiría hacia Tierra Firme al mando del

gobernador de Nueva Andalucía, Alonso de Ojeda. Sus adioses fueron secos, aunque ella se

inclinó sobre él con una compasión desolada, queriendo decirle: “Llegaste a mí un día frío con los ojos vacíos y te marchas un día de pesado ardor, con el olvido en la frente. Buscabas una mujer y encontraste un alma. Estás decepcionado. Por eso me abandonas en medio de un torrente de hombres cuyas esperanzas, penas y acciones son casi siempre miserables”. Pero ni el aliento salió

de sus labios. Las palabras no sirven para mover montañas ni para hacer que unos forzados

esposos crucen de nuevo la puerta de su desconocida casa y vuelvan a empezar una vida digna.

Aunque Ana hubiera suplicado a Cecilio que se quedase y le dijese que con aquella huida le partía

el corazón en dos y quería hundirse en la tierra ─aquella tierra inasible donde ni el clima ni las

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tormentas ni los segundos entre el rayo y el trueno eran los mismos que hasta ahora habían

vivido─, él se habría marchado de todos modos. Cumplir con su anunciado deseo de gloria, con su

palabra empeñada desde un principio, le confirmaba en su de honor de caballero. Siempre que el

hombre, en lugar de dejarse llevar por la ingenuidad de su instinto, escoge sembrar la estrella de

su destino con el vértigo del poder, se esclaviza persiguiendo una estela de gloria que lo haga

protagonista de los himnos futuros. Se abrazaron. Él se alejó con pasos apremiantes, sin volver la

vista atrás, arrojándola a la incertidumbre de unos días merecidos para la soledad, sin otros

recuerdos que las ligeras huellas digitales que se lavan en agua. Una onda de indecible compasión

ahogó a Ana. Se sintió presa de una confusión extraña, pronta a llorar, no sabía si de ansiedad, si

de pena, si de ternura. Se giró sobre sí misma y traspuso el umbral, sorteando la circunspecta

figura de su suegra cuyo estatuario rostro corroían las lágrimas.

De los cuarenta mil nativos con que contaba La Española al descubrirla Cristóbal Colón ─a quien

apodaban el Almirante Viejo─, sólo quedaban cuatro mil, extenuados por un trabajo al que no

estaban acostumbrados, y afectados por enfermedades traídas desde el otro lado del océano.

Valles y quebradas se habían sembrado de horcas donde recibían ejemplar castigo los cimarrones

sublevados. Muchas indígenas mataban a sus recién nacidos, antes de criarlos para ser esclavos.

La lluvia de la fuerza había embebido aquella tierra, y las malezas muertas la enriquecían cocidas

en el caldo de la servidumbre bajo el látigo. Para los conquistados, ser bueno siempre consiste en

conservar y sostener a sus dominadores; su tragedia es no poder permitirse más que la

abnegación. En el seno de Santo Domingo convivían con los nativos, hidalgos de toda laya y

criminales a quienes se les habían conmutado las penas por servir en Yndias. Cualquier gentuza,

que hubiese sido azotada o desorejada en Castilla, señoreaba sobre caciques 4 indígenas y

participaba en todas las fiestas, todos los triunfos y todos los dramas. Cada uno de ellos era

feudatario de la Corona y poseía de cincuenta a cien esclavos, que se le habían encomendado con

la obligación de darles instrucción religiosa, protegerlos, alimentarlos y pagarles en vestidos el

equivalente a medio peso 5 al año; a cambio de labrar, cosechar y extraer oro hasta agotar las

minas. En Carnaval, Navidad y Pascua los bizarros conquistadores jugaban cañas 6 y corrían

sortijas7. En Cuaresma, celebraban castigos y ejecuciones. De mañana, realizaban aparatosos

alardes 8 exhibiendo la fuerza de sus armas y el dominio de briosos corceles. Por la tarde, en los

bohíos 9 que hacían las veces de tabernas, cultivaban el embuste, la ambición, la fantasía y el

chisme entre dados, naipes, vino y relumbrar de navajas. La noche era la hora propicia para

contemplar a las doncellas indígenas en sus dulces bailes llamados areytos; y, luego, amarlas o

violarlas. La crueldad es un signo de una insatisfacción interior que anhela cualquier narcótico.

En medio de aquel rugido tiránico Ana luchaba contra el vacío porque sabía muy bien que es la

forma cobarde de la desgracia. No obstante, su tiempo se perdía gota a gota dejándola más pobre

4 Cacique: señor de vasallos en un pueblo de indígenas americanos en el siglo XVI. 5 Peso: moneda de plata que equivalía al sueldo de un regidor municipal 6 Cañas: juego de a caballo en el que los jinetes se arrojaban cañas de las que se resguardaban con escudos. 7 Sortijas: juego de a caballo que consistía en ensartar la punta de la lanza en una anilla de 12cm. de diámetro. 8 Alarde: desfile militar. 9 Bohío: casa de indígenas americanos, con paredes de caña y techo cónico de palma cubierta de guano.

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de porvenir cada día. Se convirtió en aquella Penélope griega que de día tejía el amargo manto de

la espera, intentado no proclamar su nostalgia, su desolación y su destierro mientras, en la noche,

lo destejía en el sueño resignado que vislumbra la armadura de su esposo trayendo la sombra de

guerras en el rostro. Su suegra apenas si cruzaba una sola palabra con ella. Se pasaba las horas

bordando, toda desvanecida, con sus movimientos lentos que parecían responder al ritmo de otra

vida. Toda blanca y triste, flotando en un misterio crepuscular, y tan pálida, que parecía tener

cerco como la luna. Sólo a la hora del almuerzo, frente a Ana musitaba con voz apagada, para sí

misma.

—¡Cuántos trabajos nos aguardan en este mundo! ¡Hemos padecido los dolores del antiguo y

ahora tenemos este nuevo mundo para sufrir otros distintos!... Los hijos me fueron dados para que

conociese las penas de criarlos. Uno me lo quitó la muerte y el otro se alejó de mí cuando podía

ser ayuda de mis años…

Ana, consciente de que quienes carecen de amigos siempre tienen un aire sospechoso, se

esforzó por dispensar a sus vecinos las triviales finezas de la cortesía. Y aunque no se mostraba

locuaz sus palabras poseían el valor de actos de integridad, compasión y tolerancia. Los días se le

hacían interminables y, tan sólo en el fatigado atardecer podía evadirse de su amarga soledad

devorando las aventuras del caballero Amadís de Gaula, en aquellos tres volúmenes que su padre

le regalase por su decimoséptimo cumpleaños. Pero, al cabo, el abrasador enamoramiento de la

sin par Oriana por el virtuoso Doncel del Mar —quien jura consagrar toda su vida a la que desde

entonces constituye en señora de todos sus pensamientos y actos— la abocaba al arduo devanar

de la comparación con su matrimonio y llenarla de insufrible desdicha, esa especie de necesidad

del organismo de tomar conciencia de un estado nuevo que nos inquieta.

Algunas noches, cuando el viento zarandeaba la frondosa selva próxima escuchaba la congoja

de la marchita y asustada voz de su suegra desde la habitación contigua

—Dentro de la casa anda la muerte… ¿No la sentís batir las puertas?

—Es el viento —le respondía Ana— que viene con la noche…

—¡Vos pensáis que es el viento!... ¡Es la muerte!...

A Ana se le encogía el corazón de angustia, y al mismo tiempo que luchaba por serenarla,

pasaban por su alma, como ráfagas de huracán, locos impulsos de llorar, de mesarse los cabellos,

de gritar, de correr a través del campo, de buscar un precipicio donde morir.

—¿Toda mi vida— se decía— será ya como un largo día sin sol? Sin embargo, se encastillaba en convencerse a sí misma de que todo el dolor al que se

abandonase acabaría por convertirse en serenidad. La vida es un arco iris, una paleta con todos

los colores, un aquelarre en el que dancen todas las brujas. La soledad y el tedio, el llanto y la

risa, la razón y el delirio, absolutamente todo ha de participar en el festín de vivir. La variedad es

el verdadero aroma de la vida.

Así pasó Ana casi un año, que no fue más que humo, soledad, sumisión y vigilia. Pero, como lo

que no pasa en un año pasa en un instante, en la víspera de Todos los Santos el corazón de su

suegra acabó por detenerse, afectado por la sequedad de su propia alma. El caprichoso azar hizo

que las exequias de su ceñuda carcelera revistiesen un insospechado boato que hubiera llenado

de satisfacción al inflado ánimo de Cecilio. El fúnebre túmulo en el que reposaba el ataúd de la

difunta, enfundado en negro paño, ocupaba el pasillo central del humilde templo de adobe y tabla

de Santo Domingo. El virrey y su esposa, Diego Colón y María de Toledo, presidían la santa misa

de obligado cumplimiento. En el transparente claroscuro del lado del Evangelio, tres centenares de

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caballeros erguían su majeza como un rapto de fe de sus almas, al costado de la escasa veintena

de damas que raleaban el lado de la Epístola. En sus ricas vestiduras, acero, satén y brocado

cantaban una oda de lujo que contrastaba con la sencilla dalmática negra del dominico que

oficiaba la ceremonia. Un delgado rayo de sol mariposeó en el perfil de Ana, destacando la

naturalidad de su figura enlutada en medio de aquel éxtasis enfático. Tras acabar la lectura de la

Buena Nueva, el sacerdote se santiguó con la humildad de quien está acostumbrado a la

meditación, y dijo:

─Mi voz os será la más nueva, la más áspera y dura que nunca oísteis. La más espantable y

peligrosa que jamás pensasteis oír. Porque soy la voz de Cristo en el desierto de esta isla.

¡Escuchadme pues con todos vuestros sentidos! Estáis en pecado mortal, y en él vivís y morís por

la crueldad y tiranía que usáis con los inocentes indios. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia

los tenéis en tan horrible y cruel servidumbre? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables

guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, a las que habéis consumido

con muerte y estragos nunca oídos? ¿Por qué los oprimís y fatigáis con excesivos trabajos para

que os saquen y adquiráis oro cada día, sin darles de comer ni curarlos de sus enfermedades,

hasta que lográis matarlos? Y, ¿qué cuidado tenéis que se les imparta la doctrina para que

conozcan a su Dios y Creador, sean bautizados, oigan misa y guarden las fiestas y domingos?

La opacidad de la capilla distaba leguas de la sonoridad rotunda que refractaban las pétreas

sillerías del inmediato pasado de los fieles. Sin embargo, aquellas palabras hundieron las manos

en el silencio con la rectitud de una estocada. Las damas, petrificadas por aquella insólita

exaltación, miraban de soslayo a los esdrújulos caballeros que hervían como esquifes naufragados.

Todos aguardaban con urgencia un decidido gesto del virrey, en cuyo rostro de pálidas facciones

brillaba el resplandor trágico de los amarillentos cirios sobre el altar. En cambio, Ana sintió cómo

su corazón se henchía con el oleaje auroral que en ella sólo habían promovido las voces de su

padre y de Fatma. Se dijo que quien se atrevía a cuestionar tal forma de vida no provenía de

ningún convento de recoleto claustro perfumado de flores, con abarrotadas bibliotecas,

rebosantes bodegas y huertas ubérrimas. Debía haber nacido en una aljama.10 Y, aunque el

impuesto sacramento del bautismo le hubiese acendrado de tal modo su sangre como para

haberse determinado a profesar de dominico, ni siquiera usando hábito podía ocultar su rebeldía

de converso.

─¿Acaso no son hombres? ¿No tienen almas razonables? ¿No estáis obligados a amarlos

como a vosotros mismos? ¡Tened por cierto que, en el estado en que estáis, no os salvaréis más

que los moros y judíos, que no tienen ni quieren la fe de Cristo!

El hijo del Almirante Viejo se levantó con airado respingo y a grandes trancos ofreció la espalda

al altar. Su esposa lo imitó. Un revuelo de alivio y asentimiento, seguido de murmullos, retiñir de

espuelas y siseo de sayas, se convirtió tras la puerta de la capilla en un mar de indignados

denuestos. Cuando el predicador prosiguió con el ofertorio, Ana y el cadáver de su suegra eran los

únicos feligreses del primer templo construido en aquel Nuevo Mundo recién descubierto para la

cristiandad.

Después del escueto entierro, los pasos de Ana la dirigieron sin ninguna deliberación hacia el

límite de la ciudad donde el mar se detenía alzando penachos de agua y espuma sobre el lomo

rocoso de los arrecifes. Aquel fragor blanco y tumultuoso produjo en ella un estado de meditación

10 Aljama: judería o morería, situada siempre fuera de las murallas de la ciudad.

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que duró varias horas. Viéndose a sí misma al borde de los días se dijo que, puesto que la

voluntad frondosa de Dios ─sin la que no se movía siquiera la hoja del árbol─ la había deparado

la ausencia de su cancerbera y de su esposo ya no estaba obligada a no poder alzarse más allá de

acompañar con obediencia otros pasos. El destino, dejándola sola de absoluta soledad, no hacía

más que indicarle que sólo dependía de su libre albedrío; aquel resplandor por el cual, como le

enseñara su padre, había que estar presto a sacrificarlo y a soportarlo todo para que deslumbrase

el fondo de la propia alma.

El doblar de la campana llamando al oficio vespertino la hizo salir de sus emociones. Y se dio

cuenta de que la resaca hacía retroceder el mar, dilatando su blanco fleco de encaje con un feroz

estrépito. A su espalda, el heroico poniente se dispersaba en oro sobre el caserío de Santo

Domingo. Buscando un horizonte más irreprochable, su mirada se enfrentó al puerto de Beata.

Bajo una nube de gaviotas se erguían en él las arboladuras de una carabela y una nao con sus

velas y foques sin desplegar. Por sus jarcias subían y bajaban rudos marineros con canciones en

las que pregonaban no querer ligaduras de poder, tierra, astro o viento. Aquel deseo de

sobreponerse a la vida contrariada le sugirió a Ana que, para esquivar las espinas de su suerte

quizá también ella sólo necesitaba arrojarse a ojos ciegas en lo que le demandaba su inexorable

compromiso matrimonial. El único fin de la vida consiste en ser auténticamente lo que somos, y

llegar a ser lo que somos capaces de ser. Así que caminó hacia la ciudad, con la indiferencia

extraña de quien ha tomado una decisión definitiva.

─¿Qué son esas naves del puerto, señor Sánchez Farfán?

─La flotilla del lugarteniente del gobernador de Nueva Andalucía.

─¿Os referís a don Martín Fernández de Enciso?

─Ese es su nombre, doña Ana.

─¿Qué le impide levar anclas y partir a Tierra Firme?

─Una deuda elevada con la hacienda del rey.

─¿Bastarían dos mil florines?

─La cubrirían con creces.

─Si yo aporto esa suma, quiero que se me acepte como par en el mando de la expedición.

─Eso es imposible.

─No sé distinguir lo que es posible de lo que no lo es.

─Enciso no querrá ni hablar con vos.

─Pero sí con vos.

─No aceptará.

─¿Existe alguien más que quiera satisfacer su débito?

─No, que yo sepa.

─Entonces le interesará el trato. Está obligado a partir hacia el golfo de Urabá. Se lo prometió a

Ojeda.

─Enciso es abogado. Y muy estricto con la ley. Se enriqueció con ella.

─Pero ahora no posee el dinero suficiente para cumplir su compromiso. En cambio, yo sí.

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─No firmará un acuerdo con vos. No podéis obrar sin consentimiento de vuestro esposo.

─En mi matrimonio rige la separación de bienes, señor Sánchez Farfán. Soy aragonesa.

─Y, por tanto, extranjera. Os recuerdo que las Yndias son propiedad de Castilla.

─Su regente es aragonés.

─Aun así. Vuestra firma es papel mojado.

─Pero no la vuestra. Firmad ante Enciso por mí, don Pedro.

─Creedme, es un asunto muy delicado.

─Por eso recurro a vos.

─Me siento honrado con vuestra confianza, doña Ana. Pero...

─A pesar de vuestra juventud, habéis ganado fama de hombre justo. ¿Por qué no habría de

ponerme en vuestras manos? Desconfiar no es más que una muestra de debilidad. Y yo no soy

débil.

─Parecéis, cuando menos, persuasiva.

─La terquedad es mi esqueleto.

─¿Tanto os interesa ese negocio?

─Sólo quiero tener la seguridad de ir a Tierra Firme.

─¡Vos!

─Mi señor esposo está con Ojeda.

─Perdonadme, doña Ana, pero vuestro propósito me parece descabellado…

─Esa flotilla debería haber partido con socorros para la expedición hace ya un año. Y una

deuda logra que puedan estar pereciendo en este mismo instante trescientos hombres. ¿Os parece

eso más cuerdo?

─En caso de extrema necesidad, Ojeda hubiese mandado aviso.

─En estos mares hay muchos naufragios.

─Suponiendo que Enciso aceptase...

─Aceptará. Si llega a Urabá con las provisiones acordadas, será alguacil mayor.

─Pero, vos... Una mujer sola, ¡entre aventureros!...

─Todos lo somos en Yndias.

─Señora, no os imagino en tierras salvajes, rodeada de hombres a los que les falta...

─En Castilla, todos vivimos de lo que nos falta.

─¿No teméis el escándalo?

─Mi deber es seguir a mi marido, reunirme con él y compartir su suerte hasta que la muerte

rigurosa nos separe. Haced el favor de venir a mi casa. Os entregaré el dinero.

Formaban la expedición ciento cincuenta hombres en total. Sesenta iban a bordo de la “Virgen del amor hermoso”: una carabela de ciento veinte quintales, veinte varas11 de quilla, nueve de manga

y veintisiete de eslora, defendida por dos culebrinas. La tripulación se apretujaba hacinada entre

armas, herramientas, arcones, barriles, veinticuatro canes, cuatro yeguas y nueve caballos. El

11 Vara: Medida lineal equivalente a 83, 59 centímetros.

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33

resto llenaba “La Sanluqueña”: una nao de doscientas toneladas, cargada con seis falconetes12,

veinticuatro mulas, cincuenta gallinas, una piara de cerdos, un rebaño de cien ovejas, y veintisiete

arrobas de provisiones y simientes. Fueron necesarias seis jornadas de gran barullo para estibar

cada cosa en su sitio. Al amanecer de un día de mediados de septiembre, palpitando de emoción,

Ana subió a bordo de la carabela. Con la debida cortesía, el bachiller don Martín Fernández de

Enciso la recibió al extremo de la escala y la ayudó a saltar a bordo. Era un hombre digno y

reservado, cuyo rostro cetrino enmarcado en larga cabellera negra ensortijada estaba animado

por un profundo sentimiento muy difícil de definir; acrisolado en la expresión reprobatoria de sus

ojos castaños y sin huella alguna de alegría en la boca. Se le notaba un cierto desdén, como si

extendiera a su alrededor un círculo repelente a las aproximaciones. Pese a carecer de alguna

experiencia como capitán de navío, estaba considerado una autoridad en astronomía y un

excelente geómetra con habilidad especial para medir el aire. Había estudiado concienzudamente

los portulanos catalanes y los mapas italianos, y sabía de memoria el “Almanaque” de Abraham

Zacuto, el medio más avanzado para calcular con precisión la longitud en que debía navegarse.

Durante la única entrevista que había mantenido con él, Ana había percibido en la precisión de sus

palabras el sarcasmo de quien aguijonea a los demás para restañar las punzadas de su corazón

herido por el mundo. Mientras un grumete se ocupaba de acomodar el arcón de la joven en una

exigua cámara bajo la toldilla de popa, Enciso le presentó a once caballeros agrupados en el

castillo de proa: Juan de Vegines, Diego de la Tovilla, Bartolomé Hurtado, Diego de Albítez,

Esteban Barrantes, Jorge Sánchez-Gallo, Alfredo Bernaldo de Quirós, Juan de Valdivia, Benito

Palazuelos, Andrés Garavito y Hernando de Argüello. Sobre sus cotas de malla vestían ricos mantos

con capucha. En los graves modales de todos ellos se adivinaba que algo oculto les confería una

estoica determinación y que estaban acostumbrados a practicar el lujo del coraje. También la

cumplimentaron los tres jefes de la tripulación: el maestre Martín Zamudio ─un vasco de casi seis

pies 13 de altura, con rasgos de infinita vaguedad en un cutis que tiraba a pecoso, pelo castaño

lacio, ojos dormilones, con formas relativamente ligeras y músculos que prometían una fuerza

extraordinaria─; el piloto Codro Tarcento ─un friulano de cuerpo enjuto y correoso, modales

delicados y una expresión de veracidad sin reservas en el rostro─; y el contramaestre Sabino

Ábrego ─un navarro corpulento, de vasto abdomen y ancha bóveda craneal de idealista.

Finalmente, Enciso le presentó a fray Andrés de Vera, el capellán de la hueste: un franciscano

epiceno, fofo y de mirada bovina, con ademanes blandos y encarnadas manchas de goloso en la

nariz y las mejillas.

La voz del contramaestre, haciendo bocina con sus manos, gritó:

¿Somos aquí todos?

La tripulación le respondió:

¡Dios sea con nosotros!

A lo que replicó Zamudio:

Salve, digamos,

que buen viaje hagamos.

12 Falconete: Pieza de artillería de pequeño calibre que arrojaba bombas de kilo y medio. 13 Pie: Medida de longitud equivalente a 28 centímetros.

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En gran desconcierto de tonos cantaron la Salve. Sonaron luego sobre cubierta las órdenes

rápidas y los silbatos. El áncora se zafó del fondo y en un instante colgaba de la proa, goteando

agua y cieno. Un joven gaviero, llamado Cristóbal de Valdebuso, empezó una copla:

Galeras de Castilla surcan la mar.

Mis pensamientos las hacen volar.

La marinería, ascendiendo por los flechastes para fijar bolinas y obenques, continuó a coro:

Mis penas son como ondas del mar,

que unas se vienen y otras se van;

de día y de noche guerra me dan.

Tras desplegar las velas, las dos naves emprendieron rumbo a suroeste. La carabela se

balanceó en la gran ondulación del océano. La botavara tiró violentamente de las garruchas y todo

el barco crujió, rechinó y se movió. Ante los ojos de Ana el mundo entero dio vueltas vertiginosas.

Se asió con fuerza a la regala, pero el antepecho de la vela cangreja le golpeó la espalda,

haciéndola rodar sobre cubierta. Dos marineros la condujeron a su cámara, mientras zumbaba en

los masteleros un coro bronco y sincopado:

Salve el honor

del nacimiento de nuestro Salvador.

Salve Nuestra Señora,

que lo parió en buena hora.

Salve el señor san Juan,

que lo bautizó en el Jordán.

La guardia ha sido advertida:

la tierra ya quedó atrás.

Dios nos conceda buen viaje.

Para ello, todos, ¡rezad!

La joven pasó la jornada bajo el efecto de una inconsumible somnolencia, entre agobiantes

tiritonas y feroces arcadas. Temibles guiñadas y arfares la catapultaban de un lado y otro de la

minúscula cámara, que apestaba por el hedor de la sentina y acentuaba los ecos de las

persecuciones de ratones, los ladridos de los canes, los relincho de los caballos y los gritos, que

ordenaban con verbos desconocidos faenas que se llevaban a cabo con herramientas de nombres

incomprensibles. La fiebre la hacía verse reflejada en un imposible espacio de espejos infinitos

formando una vertiginosa telaraña. Se hallaba en el interior de una casa construida sobre el agua,

que tenía todas sus ventanas abiertas. Tenía conciencia de haber llegado hasta allí rodando, y aún

seguía rodando y girando sobre sí misma de habitación en habitación igual que una peonza,

lanzada con tal fuerza que finalmente la hizo precipitarse en el fondo del agua, donde trazaba

infinitos círculos que, a medida que descendía, formaban un embudo que buscaba

desesperadamente la superficie para estallar y llenarlo todo de oscuridad. Tras la primera

inquietud estaba fascinada con el deslizamiento hacia abajo por muy negro que fuese, con el

rumor de la sangre zumbándole en los oídos por el latido de su corazón.

Page 41: Los náufragos de Urabá

35

Al día siguiente comenzó a sentirse algo mejor. Desinhibida por la urgencia, evacuó los

retortijones de su vientre asomando con dificultad el trasero por la portilla. Cambió luego su

vestido de luto lleno de vómitos por un traje de color azafrán con mangas acuchilladas, por las que

asomaban las blancas holandas de su ropa interior. Se calzó unas chinelas sobre alcorques de

suela de corcho para no resbalar en cubierta. Ascendió al castillo de popa y solicitó al grumete un

barreño con agua; no importaba que fuese del mar.

─¿Os encontráis ya bien, signorina? ─le preguntó el piloto, con una sonrisa.

─¡Gracias a Dios! ─respondió Ana.

─In principio è successo a tutti. Ma quando uno llega a sentirse bene con la vida del mar ya

no puede vivir a gusto sulla terra.

Ayudada por el grumete, que le trajo dos barreños, la joven bajó a su cámara. Tuvo que

esforzarse en emplear un genio firme para impedir que el muchacho hiciese la limpieza del

camarote, como persistentemente pedía. Se quitó el traje recién puesto, fregó el entablado y

arrojó el agua sucia por el pequeño ojo de buey. En el otro barreño lavó con ahínco el pringoso

vestido de luto y lo tendió luego, sujetándolo con las fallebas de la portilla, igual que si se tratase

de un estandarte flameando al viento. Volvió a vestirse con el traje color azafrán y subió de nuevo

a cubierta. La tripulación la observaba con una zumbona sonrisa en los labios. El grumete había

girado la ampolleta del reloj de arena y cantaba con todo el aire de sus pulmones.

Cuatro horas se han pasado,

otras cuatro llegarán;

las anteriores se acallan,

las siguientes suenan ya.

Buenas fueron las que van,

mejor serán las que vienen,

pues buen viaje nos aguarda

si Nuestro Señor quisiere.

¡Ah de proa! ¡Buena guardia!

¡Alerta las cuatro horas!

¡Que sabe Dios cuántas quedan

por contar, por padecer,

y por volver otra vez!

Despaciosa y precavida con el balanceo de la “Virgen del amor hermoso”, Ana caminó hacia

proa observando los afanes de los marineros. Eran figuras ágiles de percudidos rostros,

encallecidas manos y ademanes febriles. Tenían la compostura de los árboles que reciben el

viento, la lluvia, la noche y el sol sin cambiar en el cambio. Vestían blusones de caperuza, calzas y

bonete de lana. Trabajaban con menos disgusto que orgullo. Sus ojos parecían iluminados por

afiebrados pensamientos no compartidos con nadie. Si sus almas estaban tristes, su expresión de

serenidad lo desmentía; aunque resultaba evidente que el sufrimiento era la médula de sus huesos

y que de la paciencia esperaban el prodigio que les abriera los cielos para que todo les fuese

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posible. Llegaron a oídos de la joven las voces de quienes amuraban las rastreras en uno de los

tangones de proa.

─Me dijeron: cinco años de galeras, o soldado en la flota de Enciso. Y, ¡qué fui a elegir!...

─Pero, ¿qué se nos ha perdido en el golfo de Urabá?

─¡Oro! Mucho oro. Y tierras paradisíacas repletas de árboles aromáticos, perlas y mujeres

desnudas.

─¡Menos palique! ─les gritó el contramaestre Ábrego desde cubierta.

El monito encaramado al hombro uno de los parlanchines se asustó con el bocinazo del navarro,

dio un brinco y ascendió de jarcia en jarcia. Cristóbal de Valdebuso lo siguió, y sólo pudo atraparlo

en la más alta verga de velacho.

─Tiene el rabo gangrenado. ¡Hay que cortárselo! ─gritó a los de abajo, que desde allí

parecían figuritas de mazapán.

─¡Eso, no! chilló Ortuño, el baracaldés dueño del monito.

El gaviero metió la embocadura de una bota de vino entre los dientes del mico y le hizo beber a

la fuerza. Los marineros reían mientras el animalillo se ahogaba en borbotones. Finalmente, logró

zafarse de las manos de Cristóbal y cayó de estay en estay, brincando entre cabriolas. De pronto,

un ruido sordo heló las carcajadas de la marinería. El gigantesco Ortuño descargó tal puñetazo

contra el palo de mesana que hizo sangrar sus nudillos. El franciscano se abrió paso entre el

grupo que miraba absorto la cubierta.

─¡Estaba borracho! ─dijo, displicente. Y volvió la espalda al animal despanzurrado. A los

marineros se les escapó una carcajada atroz. Ana comprendió que la violencia llenaba la sangre

de aquellos hombres; debían sentirse muy desgraciados para exteriorizar de aquel modo su

crueldad.

─Ni la falúa de Cleopatra llevaba a alguien tan bonita como vos─ voceó un sonriente marinero

con la cara picada de viruelas, antes de encajar un fuerte rebencazo propinado por el

contramaestre, que luego alzó la mirada hacia los gavieros y gritó:

─¡Levad el papahígo de trinquete y empalomadle la boneta!

Las lonas resplandecieron al sol, que emprendía su vuelo ascendente. El piloto había fijado el

timón y acodado sobre él, modulaba en una siringa de cañas enceradas una melodía dulcemente

melancólica.

Ana permaneció durante horas en el entrepuente, cruzada de brazos sobre la borda,

hipnotizada por el hechizo azul del océano. La abertura de espumas que se angostaba y

ensanchaba con suavidad a lo largo de los costados de la carabela le parecían abrazos de encaje

llenos de promesas. Pero, ¿promesas de qué? ¿Qué desconocida ventura le iba a deparar el

mañana y el día siguiente y el porvenir? El viento, soplando en ráfagas, alborotaba sus

cabellos, inflamaba los cuchillos de sus mangas y alzaba su vestido y sus enaguas, dejando ver la

palidez dorada de la mitad de sus pantorrillas y sus pies desnudos en sus chinelas de satén

marrón. Y deseó que aquella agua fustigante azotara la carne de su aventura, empapase con frío

oceánico los huesos de su existencia, flagelase, cortase, curtiese con vientos, espumas, soles,

todo su ser, y la condujese hacia el peligro, hacia la lejanía, hacia fuera del mundo y el sabor de

las cosas que se convierten en un desierto dentro de nosotros. Una distante voz estridente la

despertó de su largo lirismo. A proa, fray Andrés de Vera advertía a la tripulación:

Page 43: Los náufragos de Urabá

37

─...el rítmico balanceo de una nave ejerce sobre las mujeres un malsano hechizo que estimula e

inflama su lujuria. Por esa razón, los paganos de la antigüedad representaban a la diosa del

libertinaje saliendo de las espumas del mar. Y por eso es de mal agüero una presencia femenina a

bordo. En el caso que nos ocupa, no nos queda más remedio que soportarla pero, si por un acaso,

¡Dios no lo permita!, advirtieseis en sus maneras algún signo de concupiscencia, responded con la

helada espada de vuestro desprecio...

A Ana se le escapó el comienzo de una carcajada, que se apresuró a embozar con las manos. La

mañana fue sofocante y, sin embargo, cristalina. Los alisios inflamaban el trapo en rachas, tan

fuertes y continuas, que empujaban las naves a barlovento.

─Es hora de probar un bocado, señora ─le dijo el maestre Martín Zamudio, a mediodía─. Y la

condujo de la mano en el descenso de una escalerilla que daba a una sala medianamente amplia,

de paredes desnudas, soleada por parte de la claraboya de proa y amueblada únicamente con una

mesa y algunos asientos en los que ya estaban sentados el bachiller Enciso, el capellán y los

caballeros que, al verla aparecer, bromearon sobre su indisposición a consecuencia de los

primeros barquinazos.

─Pero tampoco le hagamos creer que fue la única en arrojar la papilla. ¿O no, señor

Palazuelos?, ¿O no, señor Sánchez Gallo? ─advirtió, sonriendo pícaramente, Zamudio.

─¡Ya lo creo! ¡Hasta la leche que mamaron, echaron éstos! ─corroboró, con una risotada

burlona, Bernaldo de Quirós.

─Siendo la segunda vez que se embarcaba, lo anormal hubiese sido que doña Ana aguantase

como si nada ─puntualizó Zamudio─. ¡Virgen Santa!... Aún recuerdo cómo fue mi primer vértigo.

¡Qué digo vértigo! ¡Terror!... Aunque aquel día no era la primera vez que lo sentía.

Era un hombre de natural paciente y reflexivo. Había surcado los mares durante muchos años y

le gustaba aquella vida, porque su silencio favorecía la meditación. Y sin embargo, pronto resultó

evidente que disfrutaba con una charla amistosa más que con el sobrio refrigerio que

servían con diligencia tres grumetes. Aunque su conversación fuese tan borrosa como la de un

desbordante palurdo, como buen solitario lo que esencialmente saboreaba era el sonido de su

propia voz.

─Empezando por el principio, como debe ser ─añadió─, diré que me llamo Martín porque fui

bautizado en la parroquia de San Martín de Arteaga, en el valle del Txorierri, en Vizcaya. Y como la

noción de padre nada tiene que ver con mi conciencia, me pusieron de apellido Zamudio, que es el

nombre del pueblo en el que nací. De mi madre recuerdo que era alta, delgada y morena, y que

trabajaba quitando piedras de los campos o manejando el estiércol con una horca, como si fuera

un hombre. Incansable. Vigorosa. Con los mechones de su cabello flotando alrededor de su rostro

huesudo.

Siguió contando que se acordaba de sí mismo cuando era un crío, corriendo descalzo junto a

una bandada de patos, prácticamente desnudo. Por la noche, y con el permiso del granjero, su

madre y él dormían en una especie de establo ruinoso con sólo medio tejado, acurrucados juntos

en el suelo sobre un poco de paja. Y precisamente sobre un haz de paja se encontró una noche a

su madre, muerta. En la oscuridad, su silencio y la frialdad de su rostro lo sobresaltaron de una

manera espantosa. Suponía que más tarde la había enterrado, pero no lo sabía a ciencia cierta,

pues echó a correr lleno de pavor y no se detuvo hasta llegar al mar. Los perros que vagaban por

la playa lo aterrorizaron aún más, y se escondió en un falucho donde no había nadie. Unos cuantos

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sacos vacíos sobre la cubierta le parecieron un lecho magnífico. Y, absolutamente agotado, se

quedó dormido como una piedra. La tripulación de la pequeña embarcación regresó en algún

momento de la noche y zarpó hacia alta mar. Entonces tuvo lugar el pánico más espantoso de

aquellas horas. Mientras un algo indefinible en el interior de su cabeza giraba como un molinillo

azotado por el viento, un frío con la fuerza de una garra de tigre le subió desde el recto hasta la

nuca, helándole la sangre de los músculos igual que si miles de alfileres lo hubiesen acribillado.

Notó cómo adquiría su piel la rugosidad de la carne de gallina y cómo se le erizaban los cabellos,

mientras parecía como si sus testículos se le hubieran izado hasta la garganta para ahogar allí

cualquier grito o gemido. Sus intestinos empezaron a batirle inclementemente, provocándole

incontenibles arcadas que terminaron en un arroyo de vómitos. Cuando recuperó el sentido, el

sol ya estaba en el mediodía, y se vio arrastrado por el cuello hasta que fue depositado junto a

unas redes. “Tú, polizón, ¡a trabajar!”, le espetó una voz áspera.

─Y durante ocho años ─concluyó Zamudio─ me acostumbré a contrarrestar con vaivenes de mi

cuerpo el subir y bambolearse de la estrecha cubierta sacudida por el capricho de mares

juguetones o coléricos. Ya no hice otra cosa que trepar por jarcias, aparejar velas y reparar redes

para echarlas luego al mar. Hasta que un día que llegamos a puerto, tendría yo entonces unos

quince años, me escapé de mis amos y me enrolé de grumete en la armada del rey, nuestro señor

Enrique el impotente, que en paz descanse. Y ya me veis. ¡Es la tercera vez que guío una carabela

como maestre! Durante las singladuras siguientes, los hombres, en parejas o tríos, se movían en silencio a lo

largo de las amuradas, hundiéndose en la opaca paz de la rutina. El vigía canturreaba una canción

interminable y mantenía los ojos clavados hacia el frente, con una mirada vacía. La carabela seguía

su marcha veloz como un diminuto planeta. Tenía su propio futuro; albergaba la vida de los seres

que pisaban su cubierta, poseedores de una intolerable carga de penas y esperanzas. La augusta

soledad del sendero de la nave otorgaba dignidad a la sórdida inspiración de su peregrinaje.

Avanzaba espumeante como si la guiase la valentía de una empresa. La sonriente grandeza del

mar empequeñecía la dimensión del tiempo. Los días se perseguían uno al otro, brillantes y

rápidos como los chispazos de luz de un faro, y las noches, sin peripecias y breves, parecían

sueños fugaces. El sol la contemplaba todo el día, y todas las mañanas se elevaba con una mirada

ardiente, redonda, de inmortal curiosidad. Ana no lograba acostumbrarse aún al hacinamiento de

objetos, animales y hombres; a los mareos provocados por el inexorable ebriedad de la nave; al

hediondo olor de la sentina y del agua pestilente que se extraía con bombas de achique; a la

fetidez de los excrementos de los animales y los malos olores que pasajeros y tripulación iban

acumulando; a las pulgas que saltaban por las tablas, a los piojos que se criaban en las costuras y

a los chinches que estaban en todos los resquicios; a las dificultades para hacer sus necesidades y

para lavarse; a las escasas raciones de agua y a la frugalidad de la comida; al continuo crujir de las

cuadernas y el gemido sin fin de los vientos. Sin embargo, se sentía con el entusiasmo de un

pájaro que despliega sus alas en la cima de un acantilado y permanece suspendido en el aire

intentando volar por vez primera. Aquella carabela empezaba a representar para ella un hogar

perfecto, por errante e independiente. Un hogar que sentía vivir en cada balanceo, en cada vaivén

de sus ahusados mástiles, y le infundía energía suficiente para arrostrar lo que el insondable azar

le deparase; no importaba cuán alarmante, terrible o amenazador fuese. La plenitud de su infancia

y su adolescencia germinaban en su recién estrenada libertad. Volvía a creer confiada en la

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felicidad de la vida, esa inocencia. Lanzándose a vivir sin un plan preconcebido, demostraba su

confianza en el azar, por si le quería hacer dichosa de una manera que no acertaba a comprender.

Antes de que amaneciera el séptimo día la “Virgen del amor hermoso” roló hacia el oeste,

dejando atrás las blancas cumbres de la que bautizó el Almirante Viejo como Sierra Nevada. La

brisa había amainado. Cuando el sol apenas nacía a sus espaldas, el maestre Zamudio cantó,

desde popa:

¡Bendita sea el alba

y el Señor que nos la manda!

El contramaestre le respondió desde proa:

¡Bendito sea el día

y el Señor que nos lo envía!

Los marineros se incorporaron a la brega, coreando:

¡Gloria al alba y su rosada luz,

y a la cruz donde murió Jesús!

¡Gloria a la muy Santa Trinidad

que es Dios mismo

en su santa unidad!

¡Gloria al cristiano corazón

que de Dios reclama el amor!

¡Gloria al día que está al llegar!

¡Dios ha aplastado la oscuridad!

Ana ascendió a cubierta con la rapidez de los niños que salen de clase cuando suena la

campana que anuncia el recreo. Se encontró con una calma absoluta. Hasta donde la vista le

alcanzaba nada había sino una solemne inmovilidad. Nada se agitaba en las aguas y, sobre ellas,

en el lustre intacto del cielo. La carabela flotaba, tranquila y erguida, como si estuviera atornillada

sólidamente a su propia imagen reflejada en el inmenso espejo sin marco del océano.

─Bella giornata, non è vero, signorina? ─le dijo el piloto. Estaba sentado perfectamente

inmóvil, con sus pies morenos de sol plantados con firmeza sobre el timón, esperando que

el destino hiciese levantar la brisa y permitiera a la nave abrirse camino a través del mar de

zafiro.

─Espléndido día, ya lo creo ─le respondió Ana─. Con demasiada calma, ¿no?

Una carcajada cristalina estiró los labios del piloto, y le respondió:

─Avete già perdido el miedo a los zarandeos, ¿eh? No os preocupéis, signorina Ana. A veces la

brisa tarda un po’ en levantarse, come los carpinteros en domenica.

Los impacientes pasos del contramaestre resonaban sobre la cubierta. Se detuvo ante Zamudio

y abrió de golpe seco los brazos para exclamar:

─¡Nada! No cambia...

─No ─certificó el vasco. Luego miró al cielo impasible, de norte a sur, y añadió ─Aunque no he

navegado nunca con ningún maestre que no lleve prisa cuando un condenado periodo de calma le

agarra por los talones. Y cuando sopla una brisa...

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Con gesto perplejo, giró su rostro hacia el bauprés proyectándose audazmente más allá de la

donosa proa, semejante a una lanza suspendida en alto en la mano de un enemigo. Se volvió hacia

el maestre y le puso la mano en el hombro.

─¿Oís?... ─exclamó, alborozado.

─Oigo, señor. Riza la marea.

─Dad la orden de que larguen el trapo. ¡Vivo!

Sobre el océano, hasta los más remotos límites a que la vista alcanzaba, apareció a barlovento,

avanzando, una faja hirviente de espuma, semejante a un angosto listón blanco arrastrado

rápidamente por los extremos, que se perdían en el fulgurante sol naciente ardiendo al nivel de la

lisa superficie de las aguas. Cuando apuntaba ya en el dorado horizonte la silueta de “La sanluqueña” con todas su velas desplegadas, el sedal de espuma llegó hasta la carabela, pasó por

debajo, alargándose a ambos lados; y a ambos lados el agua atronaba. El viento inflamó las velas.

Ya había rebasado el sol su cénit cuando la voz del vigía de turno en la cofa hizo que algunos

marineros se agrupasen con sobresalto en el pescante del ancla de babor:

─¡Tierra a la vista!

El ventarrón estaba cesando, y la carabela, como agradecida a los esfuerzos de la marinería

─que había estado ocho horas luchando denodadamente con cordajes y bombas de achique─

avanzaba. Ana, que se había guarecido en su camarote, volvió a ascender a cubierta para apoyarse

en la barandilla. Pero por más que escrutó en derredor no advirtió nada que no fuese la amplia

extensión del océano bajo el cielo que ya matizaba su blancura. Media hora más tarde aparecieron

uno o dos pájaros, planeando y chillando. Rápidamente se hicieron mucho más numerosos; se

suspendían y volaban en increíble densidad, como una bandada de mosquitos. A lo lejos, en la

línea de estribor, se divisó la miniatura de una playa que parecía orlada de blonda y coronada

por profundos boscajes sobre los que la niebla difuminaba cimas violáceas. Al cabo, Ábrego

mandó echar las sondas, con intención de fondear en aquella bahía, para proveerse de agua y

adobar la quilla de la carabela, que se había ido agrietando. Y durante un tiempo todo consistió en

que aquella sublime belleza se fuese agrandando hasta sus reales proporciones.

Estaban en tierra dos cuadrillas hacheando los troncos de los rugosos gigantes que se adentraban

en la playa, cuando los perros comenzaron a ladrar en la nave. Las profundas sombras del bosque

se llenaron de siluetas de hombres desnudos. Los leñadores corrieron a los esquifes, para

ponerse a salvo. El bachiller Enciso ordenó que veinte tiradores, resguardados por el empalletado

de las regalas, apuntasen sus arcabuces contra aquellos seres que le parecían brutos y no

hombres. Ana se fijó en los músculos alargados que daban esbeltez flexible a los cuerpos cobrizos

de los indígenas. Tenían casi seis pies de estatura, carecían de barba y llevaban sus negros

cabellos recortados a partir de las orejas. Se adornaban con tocados de plumas de pájaros de

colores chillones, y con collares, zarcillos y pulseras de conchas engarzadas. Blandían garrotes en

sus manos, y arcos de caña les cruzaban los torsos. Con silencio grave fijaban sus miradas de

azabache en la carabela. Brillaba la brisa y desde el interior de la verde fronda llegaba el eco de

miles de pájaros. Sin dejar de ladrar, los canes arañaban la borda con sus zarpas o recorrían la

cubierta atropellando a la tripulación. Cuando, con el susto aún en el cuerpo, ascendieron a la

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carabela las dos cuadrillas de leñadores, los indígenas se sentaron bajo los árboles y,

acompañando el retumbar de dos tambores, sus voces corearon una desconsolada salmodia. Al

cabo de un cuarto de hora, el piloto rompió aquel medroso instante lanzando al agua un esquife.

─C'è un lavoro da fare, no? ─dijo.

Y descendió por la escala. La tripulación volvió sus ojos hacia el bachiller esperando una señal

que nunca llegó. Codro Tarcento remó suavemente hacia la playa.

Hacía tiempo que había cumplido los cuarenta años, como evidenciaban las arrugas de su

abombada frente que desembocaba en una ancha calva. Era natural de Udine, en el Friuli italiano,

que estaba ahora bajo el dominio austriaco. Buen bebedor, nunca perdía los nervios ni el sentido

del humor. Se decía que las mujeres lo habían arruinado, a pesar de su rostro fiero. Tenía maneras

delicadas y estudios en cirugía y astrología, pero había nacido para navegar; al fin y al cabo, su

padre había sido arponero en el Mar del Norte; aunque un día en una apuesta hubiese ganado el

suficiente dinero como para pagar estudios a su primogénito. Su confianza en la dócil nave que

manejase adquiría la misteriosa dignidad del amor. Para él, un barco poseía todas las virtudes de

un ser viviente: ligereza, obediencia, integridad, resistencia, belleza, capacidad para obrar y sufrir.

La voluntad de la nave era su propia voluntad; su pensamiento, el impulso del velero. Convencido

de que no valía la pena vivir otra vida que la de la libertad de tomarle al sol su luz eterna, había

cazado focas en el Mar del Norte, naufragado en el Cuerno de Oro de Estambul, oído las sirenas en

las islas del Egeo y pescado perlas en aquella Tierra Firme. No temía más que a un Dios que no

perdonaba, y deseaba terminar sus días en una casita, con un huerto adjunto, muy en el corazón

de la campiña friulana, fuera de la vista del mar.

Nada más saltar a la playa comenzó a despojar de ramas uno de los árboles. Ábrego y media

docena de hombres se decidieron a secundar aquel gesto desafiante y descendieron a los bateles.

Cuando echó sus anclas a media milla “La sanluqueña”, otros veinte hombres echaron por la borda

su miedo y los imitaron. Al cabo, con el revuelto afán de sus hachas, golpeaban la corteza de los

troncos hasta hacerles aparecer su blanca enjundia. Trabajaban pendientes de su arma y de la

inmovilidad estatuaria de los indígenas, pero con la concentración de las abejas en un panal. Un

cerco de mosquitos los aguijoneaba cebándose en sus espaldas y torsos desnudos. En las naves,

los canes, agotados de ladrar, babeaban por sus fauces abiertas. Enciso daba zancadas de proa a

popa, con el rostro frenético de quien desmadeja un laberinto de indecisión.

─¿A qué esperamos para darles una lección? ─se exasperó Jacinto Pancorbo.

─¿Para qué, si no ─insistió el asturiano Bernardino de Cienfuegos─ se inventaron estos

arcabuces?

─¡Cuanto antes empecemos el jaleo, mejor! ─aventuró Juan de Ezcaray.

─Hay que demostrarles que Dios y nuestras armas nos dan derecho de señorío ─remachó el

caballero Andrés Garavito.

Con el fulgor rojo del crepúsculo, Tarcento, Ábrego y los otros veintiséis regresaron a las naves.

Los nativos encendieron hogueras que crepitaban turbulentos resplandores en sus ojerosas

facciones de vigilia. Aquella inmovilidad de tensos azores entró en la negrura de la noche,

tiránicamente intacta. La hoz del cuarto creciente se columpiaba en los mástiles desnudos de las

embarcaciones. El bachiller, en un corrillo formado por Zamudio, Ábrego y los caballeros, murmuró

una disculpa vaga de por qué no quería hacerles guerra a aquellos salvajes: no podía eludir en

modo alguno el cumplimiento de la cita que tenía con Ojeda en aquella rada que Colón había

Page 48: Los náufragos de Urabá

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bautizado con el nombre de Cartagena. Andrés Garavito dio a entender que una operación de

castigo sobre aquellos seres desnudos, sin más armas que porras y flechas de caña, sería tan

sencilla como ir de romería, y que el ruido de los tiros de escopeta serviría para mejor advertir de

su presencia al gobernador de Nueva Andalucía.

─No nos podemos permitir ni el más mínimo gasto de pólvora. No sabemos la circunstancia en

que pueda hallarse Ojeda al día de hoy ─sentenció Enciso─. Y por cierto que no le estorbarán las

armas y provisiones que traemos en su socorro.

El batir de los tambores y el fúnebre cántico de los indígenas estremecía la tierra como un

conjuro inacabable. Sin embargo, para Ana, aquellas voces poseían un no sabía qué de puro y

sobrenatural que penetraba su alma, manteniéndola en pie y apercibida igual que la necesidad.

Por la tripulación se extendía un sudario de tácitas preguntas, mientras el sonido de la mar

agotada sobre la playa los acompañaba con una monotonía somnolienta. No obstante, fueron

escasos los que lograron conciliar el sueño aquella noche de ira en el hierro dispuesto a acometer.

Aquel desazonado encantamiento ─roto únicamente por borboteo humeante de los negros

coágulos de brea sobre el fuego, el rechino de las sierras en las vetas de la madera, y los

martillazos restañando las heridas del casco de la carabela─ duró tres días. Cuando se terminaron

de clavar las bulárcamas de la quilla de la “Virgen del amor hermoso”, Tarcento avanzó con

serenidad hacia los nativos que, como impulsados por un resorte, se irguieron y tensaron sus

arcos hasta hacer que el tallo de sus dardos lamiese el borde. Los cincuenta carpinteros, con los

miembros agotados y la boca asolada por el sabor del óxido y el salitre, aferraron la empuñadura

de sus espadas. Pero el piloto, sin volverse a ellos, hizo un decidido gesto con su mano izquierda

para disuadirles de que desenvainasen. A lo lejos, los arcabuces que sembraban los antepechos

de las naves se aseguraron un primer blanco bajo las frentes perladas de sudor frío. La brisa libre

del mar ahuecó la sombra de los árboles, sobre los que una nube de pájaros refractó efímeros

resplandores. Tarcento alzó su diestra a la romana y, para pasmo de todos, saludó a los nativos en

lengua chibcha14. Un joven engalanado con la cabeza disecada de un jaguar, pectoral de plumas

multicolores, y en su mano izquierda un largo cetro donde brillaban unas abrazaderas de oro, alzó

su diestra tal y como había hecho el friulano. Los indígenas aflojaron los arcos. Los escopeteros de

las naves intercambiaron miradas sorprendidas y aliviaron el rostro. Pero ninguno de los

carpinteros de la playa soltó la empuñadura de sus aceros. El joven del cetro avanzó con

parsimonia solemne hacia el piloto que, distendido como si hubiese encontrado a un amigo, le

soltó en lengua chibcha una larga parrafada. Mientras, el joven del pectoral de plumas lo rodeaba

sin dejar de escrutarlo, como si fuese un sastre que estuviese tomando medidas a un nuevo

cliente. Finalmente se detuvo, le ofreció la diestra que Tarceto estrechó y hablaron durante un

tiempo nada breve.

─No hay dos como él, creedme, señor bachiller ─dijo, sonriendo, Zamudio─. Ese friulano es

capaz de llegar a un acuerdo con el mismo demonio. Os lo aseguro. Sabe utilizar la lengua que se

habla en cualquier sitio donde haya estado antes. Y en esta Tierra Firme anduvo pescando perlas

con el sevillano Rodrigo de Bastidas.

Ana observó que ninguno de los nativos enfrentaba la mirada con el joven de la cabeza de

jaguar; hasta tal punto que, cuando se giró para señalar con su índice un lugar hacia oriente, todos

14 Chibcha: lengua que hablaban los indígenas de la tribu Tairona, en Colombia.

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entornaron los párpados con reverencia. Sin embargo, Tarcento no dudó en darle la espalda para

gritar a los carpinteros:

─Dice che a cento pasos ci è un arroyo. Portate las barricas, y llenadlas.

El joven jefe volvió a estrechar la diestra del piloto y se internó en la selva. Los suyos

desaparecieron tras él, dando su rostro a los castellanos y con calculada lentitud. Al ascender el

piloto a la “Virgen del amor hermoso” contó a Enciso que aquellos indios pertenecían a la tribu

tairona, y que querían la paz. Cuando él les había dicho que sólo iban de paso, su quevi 15 le había

pedido perdón por haberlos confundido con los hombres de Ojeda y de Nicuesa. Los primeros

habían quemado vivos a hombres, mujeres y niños que defendían tres aldeas, llevándose más de

seiscientos cautivos. Los segundos habían saqueado y pasado a cuchillo a los habitantes de un

gran poblado. Al parecer, luego se habían trasladado ambos al golfo de Urabá. Pero ya no habían

sabido más de ellos, pues taironas y urabáes estaban en guerra desde el principio de los tiempos

y ninguno de ellos entraba en las tierras del otro.

─Naturalmente, ho detto que nosotros no sabemos quiénes puedan essere esos Nicuesa y

Ojeda. Que vamos de paso y sólo queremos encontrar l'acqua.

─¡Habéis tenido corazón de negar a nuestros gobernadores! ─le afeó el bachiller.

─Abbiamo bisogno di acqua, no? ─le respondió, serenamente, el piloto.

─¡Sois un Judas! ─apostilló Enciso.

Estaban las cuadrillas de marineros terminando de cargar los esquifes con una docena de pipas

rebosantes de agua, cuando volvieron a aparecer los nativos para ofrecerles pan de maíz, pescado

salado y vino de palma. Ante tan sencilla manifestación de amistad de unos seres sin

sometimiento, Ana sintió la vergüenza pesando en su alma. Aquellas terribles noticias dadas al

piloto por el jefe de los indígenas ardían en su interior como una llaga, iluminándolo de horror. Se

preguntaba qué espantosa ofensa podían haber hecho gentes como aquellas, que parecían

inocentes y bondadosas, que se mostraban desnudas y sin defensas, para que dos huestes de

gente armada con arcabuces, caballos, perros, espadas y lanzas tuviesen necesidad de sojuzgarlos

y matarlos tan bárbaramente. Dos horas más tarde la expedición de Enciso levó anclas con rumbo

al horizonte donde el sol se desangraba en el mar.

A media mañana del día siguiente, sobre un océano que comenzaba a rizarse, avistaron un

bergantín que casi desmantelado orzaba a sotavento dando continuas guiñadas. En su cubierta,

diez hombres desfondados estallaron en una marejada de gritos de socorro, con el

convencimiento de que al fin se libraban de una insoportable pesadilla. El bachiller mandó

arriar el trapo de su nave y les envió dos bateles con agua y víveres. Cuando aparecieron por la

borda del bergantín los marineros de la carabela, los náufragos se lanzaron sobre ellos igual que

una ola salida de la niebla. Al cabo, movían las mandíbulas sin cesar, con el lento esfuerzo de

quien mastica un trozo de cuero. Los bordes de sus párpados fueron adquiriendo un tono

escarlata. Uno de ellos, de mediana estatura, rostro cetrino y enjuto, descendió a un esquife que

retornó a la carabela. Aparentaba cuarenta años y, a pesar de sus harapos que desvelaban cien

cicatrices en los músculos tensos de una persona nerviosa, tenía un aire imponente de embriaguez

y grandeza. El rumor monótono del chapoteo de los remos lo ayudaba a devanar el médano de

anhelos tejido en el pretérito para un instante tan decisivo como el que se le avecinaba.

15 Quevi: gobernador de una tribu de indígenas colombianos en el siglo XVI.

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Se llamaba Francisco Pizarro. Había nacido en Trujillo y era hijo natural de un coronel que estaba

en las batallas de Nápoles. Su infancia había sido enhiestas torres y gráciles espadañas, vuelo de

cigüeñas surcando cármenes quemados de hielo y estío, gruñidos y podrido olor de cerdos. En las

noches frías de invierno, cuando él y sus hermanos formaban ronda al fuego del hogar, su madre

les contaba la impetuosa historia de El caballero del Cisne; en la que Bandoval asesinaba a la

hermosa Isoberta y convertía en cisnes a sus siete hijos, hasta que el conde Eustacio regresaba de

las cruzadas y deshacía el sortilegio en seis de ellos, llevándose luego consigo al primogénito en

su forma encantada de cisne, para que le proporcionase la facultad de vencer en todos los

combates. Una noche en que el firmamento refulgió de luces como espadas, Francisco se preguntó

por qué tenía que continuar sentado entre puercos si no había sombra más negra que ser

ignorado, ni existía delito más vergonzoso que la pobreza. Así que, venciendo al corazón del

miedo, echó a andar con la mirada tenazmente apuntada hacia ese lugar en que se le escapaba el

sentido de sus días. Hacia la lejana línea de las glorias póstumas; en busca de su padre. Durante

cinco huraños meses, con el firmamento por único tejado y midiendo su camino con las estrellas,

viajó aterido por el frío y empapado por flechas de lluvia. En la noche lo enloquecían el ímpetu de

los treinta y dos vientos, y por el día se perdía entre soles que no podían morir. Atravesó

profundas simas, exuberantes bosques, hermosos valles, escarpadas y nevadas cordilleras,

pueblos de balcones cerrados y silencio en los zaguanes, ciudades con grandes murallas y

hermosas catedrales donde la luz bruñía diamantes, y en cuyas calles de vago miedo y sinuosas

líneas se apretujaban gentes tiznadas por el sudor y la angustia diaria de las pequeñas cosas.

Robó en gallineros, casas de labranza y alquerías, mendigó en mercados que tenían sombras

verdes como el pecho de un pavo real muerto. Se acogió a la caridad de la sopa boba en

conventos y atrios de iglesia. Dejó atrás los grandes ríos que avanzaban entre plantas y altas

hierbas, entre animales que pacían y se saciaban, entre hombres que sembraban y cosechaban.

Exhausto de noches despiadadas, fiebre, cansancio, hambre y sed llegó a Nápoles. Y sus brazos

estrecharon, finalmente, la efigie de quien no había sido hasta entonces más que una sombra

fabulosa; una estatua cuyas formas no conocía y, sin embargo, sabía cómo eran. Pero el antiguo

coronel de los tercios apenas si recordaba sus pecadillos de juventud en Extremadura.

─Los soldados nos gastamos fácilmente en las guerras ─le dijo a Francisco─. Somos blandos

como haces de hierba, y nuestros labios y dedos necesitan un pecho blanco que acariciar. Nadie

puede tomárnoslo en cuenta.

Estaba casado con una rotunda napolitana que le había dado ocho hijos nuevos, y regentaba

una humilde osteria y una escuela de esgrima.

─Sabéis utilizar la espada, ¿verdad? ─le dijo, con una amplia sonrisa.

─Soy un caballero.

─¿Aceptaríais mediros conmigo durante un cuarto de hora?... Venid. Es aquí cerca. En un sitio

muy silencioso rodeado de pinos.

Mientras caminaba a su lado, Francisco pensó que la sonrisa de su padre era como una daga

amenazadora que, no obstante, cedía como el secreto que va a revelarse. Quizá su extraña actitud

era una forma de empezar a hablar de circunstancias que no querría que hubiesen existido.

Seguramente la abrupta aparición de Francisco le forzaba a abrir su corazón como quien abre un

Page 51: Los náufragos de Urabá

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viejo baúl cerrado durante mucho tiempo y encuentra deshecha la ropa que vestía en días

hermosos, de la que sólo queda el aroma de la ausencia de un rostro joven.

Las dos espadas se alzaron formando un fugaz arco de medio punto sobre el suelo entarimado.

─¡En guardia! ─ordenó el padre de Francisco.

Y, sorpresivamente, le tiró un botonazo directo al cuello. Francisco paró el golpe y alzó la punta

de su espada para arremeter a su padre con una cornada. El coronel detuvo la estocada, tan

tranquilo como si manejase una batuta con la que dirigiese el ritmo de un baile, cuyos metálicos

ecos resonaban en la sala forrada de madera. Paró con contras las cuatro estocadas de un

Francisco cada vez más enardecido, y le respondió con una peligrosa cuarta baja. Su hijo la paró a

duras penas, sujetándole el acero por encima de la empuñadura y liándolo en el del coronel, para

desarmarlo. Pero éste dio un paso atrás. Rápidamente estiró el brazo con la mano en tercera y

sólo con la muñeca le lanzó un estramazón. Francisco lo paró con una tercera alta y se tiró a fondo

en segunda. Su padre le ligó la espada en cuarta y dio tres pasos hacia él, para que las dos

espadas quedasen fijas por encima de los gavilanes. Sobre los aceros cruzados, el Pizarro viejo

sonrió a menos de un palmo del rostro del Pizarro joven. Luego, velozmente, dio tres pasos

sesgados hacia atrás, giró sobre sí mismo y le lazó una imparable estocada de fondo, que puso la

punta de su espada en el pecho de Francisco.

─¿Os habéis dado cuenta?... ─le dijo sonriendo─ Si queréis lo repetimos hasta que lo

aprendáis.

─No es necesario ─le respondió, desabrido, Francisco.

─Es una imbroccata infalible ─puntualizó orgulloso el coronel, tomando el acero que había

utilizado su hijo y colocándolo cuidadosamente junto a la suya en el armero─. Os regalo esa

inexorable estocada, por vuestro viaje hasta aquí. Espero que os aproveche. Ninguna otra cosa

más podréis conseguir de mí. Tengo que mantener demasiados hijos para añadir uno más. Ya en

su día cumplí con mi obligación bautizándoos.

El defraudado Francisco supo entonces que las estatuas se pueden doblar a veces dividiendo

los deseos en dos, como el albaricoque. Y se dijo: me han enseñado que el alma que pretende

conocerse a sí misma ha de contemplarse en otra alma. Pero si uno sólo ve en ese espejo una

estatua desmembrada y extraña es que es un bastardo. Ese es mi destino: ser un bastardo sin

alma donde contemplarse. ¿Y qué? Una estatua no es más que un cuerpo alzado sobre los

cimientos de otra época; una piedra sin significado. Yo soy un hombre de carne y hueso. Un

hombre que no debo nada al pasado. Para conocerme a mí mismo sólo tengo que dejar de ahora

en adelante huellas imperecederas; como un río, que nunca es el mismo y no obstante conserva

siempre el mismo cuerpo, el mismo signo y la misma orientación. No se puede llevar siempre

consigo el cadáver del padre. Igual que un enfebrecido enfermo que en la noche oye las exequias

del viento hasta escuchar el ansiado canto del gallo iluminando la amarga hora del amanecer,

Francisco Pizarro dejó que le creciera la ira. Una ira taciturna que le hacía brotar alas y músculos

de acero para habérselas con estatuas de cualquier envergadura, liquidarlas una por una y

ahondar bajo sus pies el pozo en que podría sumirlas. Nada es más peligroso que una idea,

cuando no se tiene más que una.

Empezó por alistarse en los tercios que mandaba, en Fornovo, Gonzalo Fernández de

Córdoba. Con la desesperación de quien tiene muerto el corazón, se lanzó de ojos cerrados a la

construcción de aquel nuevo Pizarro que soñaba remontarse por encima todas las criaturas nacidas

Page 52: Los náufragos de Urabá

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de mujer. Durante tres años, sus hazañas adquirieron algo del renombre que perseguía, pero sólo

recibió por ellas un largo tajo que le rasgó el pecho y una bala de arcabuz que le atravesó el pie.

La gloria no dura a menudo más que la hora que marca el péndulo.

─Lástima de vuestras heridas ─le dijo el Gran Capitán─. Os habría dado mando sobre 100

hombres, aunque andéis un poco corto de linaje para tal menester.

De regreso a España, luchó en Navarra. Luego, en Canarias y Mazalquivir. Más tarde, se

embarcó hacia el Nuevo Mundo y se puso a las órdenes de Alonso de Ojeda, a quien por su

devoción a la madre de Dios llamaban el caballero de la Virgen.

Era éste un conquense socarrón, pelirrojo, pequeño de estatura, brusco de maneras, gruñón en

el hablar, con carnoso labio, duros ojos de lobo audaz y, en su conjunto, de una fealdad socrática.

Movía su fornido cuerpo con la libertad de quien está acostumbrado desde joven a despreciar el

peligro y atravesar a zancadas y mandobles valles y montañas infestados de enemigos; el

paradigma del caballero cuya gloria todos envidiaban. Su deslumbrante carrera como aventurero

había comenzado en la toma de Granada. En Yndias acreció su fama de bravura al desbaratar a

más de treinta mil indígenas sublevados contra la invasión de Castilla. Al ser nombrado gobernador

de Nueva Andalucía, el famoso piloto Juan de la Cosa le financió una nao y un bergantín que se

unieron al bergantín aportado por el propio Ojeda. Reclutó trescientos hombres; entre los que

estaba Cecilio Támara, el marido de Ana. La expedición se hizo a la mar el 10 de noviembre de

1509, en busca de las áureas arboledas y ciudades encantadas de Tierra Firme. En ella iba

también Francisco Pizarro.

Seis días más tarde, los hombres del caballero de la Virgen pusieron pie en una bruma de tierra

estampada de pájaros, y fueron recibidos con un alud de flechas que hizo perecer a veinte de

ellos; aullando, blasfemando, con el sudor helado y convulsionados por los violentos espasmos de

dolor que provocaba el veneno con que los indígenas inficionaban la punta de sus dardos. Pero

lograron que los nativos retrocedieran a refugiarse en su aldea llamada Turbaco. Conociendo la

codicia española, los nativos les arrojaban desde su frágil reducto de caña brava lingotes de oro,

mientras gritaban que no deseaban ser cristianos ni estar bajo su obediencia. Enardecido de

indignación, Ojeda mandó hacer fuego a la artillería. Los caballeros, sobre sus corceles, saltaron

las llamas que incendiaban la aldea y segaron la vida que estaba aún en las primeras páginas del

Génesis. Hicieron prisioneros a los seiscientos indígenas que no habían podido huir de la

hecatombe, y Ojeda mandó que los enviaran a las naves para venderlos más adelante como

esclavos en La Española.

El miasma trajo el crepúsculo y se escuchó el silencio del horror en la lívida niebla. En el

polvo yacían amontonados centenares de cuerpos desnudos con pies y manos amputadas,

vientres abiertos, pechos desguazados y ojos arrancados. Extenuados por la criminal labor, los

españoles se encorvaban sobre ellos para desvalijar cuanto brillo dorado destellase. Su rapacidad

no respetaba oreja, muñeca, pene, tobillo o garganta donde el oro fulgiese. Si de un agónico

indígena surgía un último suspiro, el destello veloz de una daga que entraba de golpe en las

entrañas, o el tajo de la espada que segaba una cabeza, imponían el eterno silencio. Después, se

internaron en la selva y acamparon.

El capitán general Juan de la Cosa caminaba rezagado y solo entre rescoldos y cadáveres.

Llevaba de la brida a su caballo cargado con un serón repleto de zarcillos, collares, ídolos,

brazaletes y diademas. Agotado por la faena, se había desprendido de morrión, gorjal y coraza, y

avanzaba con pasos inciertos de beodo. De pronto, su vacilante silueta se detuvo ante un blanco

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manto de algodón que cubría un cuerpo femenino yerto bajo un tocado de plumas. Era la zipa16 de

la aldea. Llevaba cruzada en bandolera su aljaba de juncos, aún con dos dardos, y asía en su mano

izquierda un arco de caña. En los ojos grises del santoñés destelló una mirada de águila y un

rictus codicioso alargó las comisuras de sus finos labios. Sobre el pecho alanceado de la zipa, un

collar de esmeraldas fulgía como una rosa en un muladar. La diestra de Juan de la Cosa, de un

seco tirón que alzó el tronco de la reina, arrancó aquella joya singular. El cartógrafo inmortal la

sopesó y volvió a admirarla despaciosamente a la luz de las estrellas. Con aquel soberbio botín de

centelleante verdor aprisionado en su firme mano, caminó hacia las hogueras que sus compañeros

habían encendido en el cercano bosque. Una sonrisa afloró a su rostro ceñido mientras se decía

que, verdaderamente, los caminos del Señor son inescrutables. No le faltaba razón, pues

súbitamente lo detuvo un golpe seco en la nuca y un velo cubrió sus párpados. Un líquido ardiente

y denso se derramó en un copioso manantial que empapó de escarlata su espalda, mientras otra

flecha le cortaba la respiración penetrando entre sus omóplatos y seccionándole el diafragma. Sus

dedos se abrieron electrizados por un espasmo que lo obligó a soltar su precioso botín; pesaba

demasiado para aquel puño que nunca más guiaría el timón de nave alguna, ni trazaría con el

sextante y el compás ninguna carta de navegación que guiase a los hombres hasta virginales

costas de mares de ensueño. Sus vigorosas piernas flaquearon e hincó las rodillas en tierra. Las

entrañas se le retorcieron en fiero tormento inextinguible, y hasta el más mínimo de sus músculos

tembló desatando el estertor en su garganta. A treinta pasos detrás de él, en el rostro de la zipa

se había helado con majestad marmórea una definitiva sonrisa de venganza. Su aljaba estaba vacía

y su mano aún asía el arco. La venganza es una justicia salvaje, y un deleite para la mujer que se

siente reina.

Cuando la luna llena presidió lo más alto de la cúpula celeste, a pesar del agotamiento de la

victoria ningún hombre de la expedición podía conciliar el sueño. Encendidos y con los ojos

hinchados, contemplaban el tesoro robado a los indígenas. El vino pasaba de mano en mano;

tomaban cortos sorbos y sacudían sus cabezas echando afuera el recuerdo de los malos trances.

Se abrumaban sacando cuentas del montante total del botín y su equivalencia en ducados; lo que

supondría la quinta parte para el Rey, la tercera para Juan de la Cosa como capitán general, la

séptima para el caballero de la Virgen como jefe de la hueste, las dos que le tocaban a cada

caballero, la parte y media correspondiente a cada escopetero, y la sencilla obligada a cada peón.

Alejado en las sombras, Alonso de Ojeda dormía plácidamente tras haber violado a una

adolescente que aún temblaba acurrucada en las raíces brotadas de un árbol corpulento. De

pronto, una flecha envenenada atravesó el muslo del caballero de la Virgen. Rápidamente, los

conquistadores se pusieron a cubierto lejos de la claridad de las hogueras. El estallido de la

pólvora llenó de ecos el sueño de los árboles, alumbrando una incomprensible vaciedad.

Imprevistamente, sopló una ráfaga de viento y esparció los flabelos de las palmas dejando ver en

una de ellas a un nativo oculto y completamente inmóvil en la cima. Francisco Pizarro le disparó, y

el ruido sordo del cuerpo del indígena cayendo se confundió con un murmullo de hojas y crujir de

ramas.

─¡Baba! ─aulló la tairona violada─. Y echó a correr para abrazar desesperadamente a su padre

asesinado. Una flecha de acero, lanzada por la ballesta de Ojeda, la convirtió en una roja flor

muda. Impulsivamente, Pizarro dio la señal de avance y unos cincuenta hombres lo siguieron. A

16 Zipa: gobernadora de una tribu de indígenas colombianos en el siglo XVI.

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cada trecho, los árboles se distanciaban más entre sí, y sobre la tierra no había más movimiento

que el pálpito de los ojos de quienes iban tras el de Trujillo. Pasado un cuarto de hora, veinte

soldados volvieron sobre sus pasos. Viéndolos regresar al campamento, su improvisado jefe pensó

con desdén que no se podía esperar valor y tesón de quienes no habían sido desde muchos años

atrás héroes silenciosos y oscuros. Súbitamente se les interpuso un árbol de tronco recto y sólido

que orlaba sus pies con el desbordamiento de sus enormes raíces. Se elevaba sobre el terreno al

menos veinte varas17, y de la horquilla donde comenzaban sus ramas colgaba el cadáver de Juan

de la Cosa; con un negro agujero abriéndole el pecho, del que salía colgando su corazón. Pizarro

trepó al majestuoso árbol, cortó los hilos de pita que ataban al santoñés, y descendió con los

restos del piloto sobre sus hombros. Ordenó a 4 aterrorizados acompañantes que le diesen

sepultura y echó a andar con los demás hacia levante. Ante ellos, el oscuro mundo parecía yacer

herido bajo las estrellas temblorosas. Cuando al prisma deslumbrante que fue el hombre glorioso

yace bajo tierra y la hierba nocturna cubre su pecho, lo único que adorna ya su nombre es una

mísera fama tradicional.

Veinte minutos más tarde, la exigua partida cayó sobre una pequeña aldea, incendiándola y

acuchillando cuanto se movía. La fiebre hormigueaba en la sangre del extremeño, el sudor

empapaba sus miembros y el rechinar de sus dientes le entumecía las mandíbulas. Un nativo recio

y de fiero continente cayó sobre él, derribándolo y haciéndole caer su espada en el polvo. De una

veloz voltereta, Pizarro se enderezó con una daga en la mano, pero se encontró con que el

indígena le hacía frente blandiendo su propia espada. Con habilidad y rapidez, las manos libres de

los dos contendientes atraparon los brazos armados del contrario. Durante unos segundos eternos

permanecieron inmóviles, clavándose mutuamente los ojos y tratando de cansar el esfuerzo de los

músculos del oponente, para derribarlo. En derredor suyo seguía sembrándose el homicidio entre

las deflagradas chozas. Por fin, de un enérgico tirón, el trujillano se desprendió de la garra del

nativo y con certero golpe le hundió la daga en el pecho. A pesar de ello, su adversario cortó el

aire con un feroz mandoble que a punto estuvo de degollar a Pizarro, quien, tras evitar el tajo,

clavó su puñal en los testículos del corpulento cobrizo. La espada cayó entre los helechos. Las

manos del indígena hicieron presa en la garganta del extremeño, que sintió cómo sus fuerzas

cedían al horror de la agonía. En ese instante, el providencial brazo de un castellano asestó un

feroz mandoble en el costado del estrangulador, que al sentir el manantial de su propia sangre,

abrió los brazos. Pizarro recogió del suelo su espada y lanzó con toda el alma un tajo al cuello de

su contrincante. La cabeza del corpulento indígena, chorreando un torrente de sangre, voló hacia

el fragor hirviente de la matanza. Sin un respiro, el acero del extremeño centelleó en la luz infernal

de las llamas, cercenando alientos de nativos desnudos. Hasta que el retumbar del pulso en sus

oídos desapareció de golpe, haciéndolo caer de rodillas en la inmensa nube de polvo infamado. El

fuego se disolvía en pavesas cuyo humo nubló los ojos de Pizarro, arrancándole ardientes

lágrimas. Por su espada resbalaba la sangre inacabable. Los cadáveres de sus enemigos se

amontonaban hermanados con los de sus compañeros, que habían tenido la desgracia de seguir

los pasos de un héroe, de ser arrastrados por sus ambiciones y sacrificados por su vanidad. El

hedor de la muerte ascendía hasta el lucero del alba. La hueste de Ojeda halló a Pizarro impávido

ante el desastre. Traían al caballero de la Virgen sobre unas parihuelas, envuelto en sábanas

mojadas en vinagre. El paladín conquense ─que había conminado al cirujano Alonso de Santiago,

17 Vara: unidad de longitud equivalente a 90 centímetros.

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bajo pena de muerte, a que le aplicase en la herida emponzoñada su propia escarcela al rojo

vivo─ mandó que lo llevasen hasta el trujillano y le ofreció su mano abierta, diciéndole:

─Bien hecho, Pizarro. Os nombro capitán.

Francisco estrechó la mano de aquel soldado de quimera, mientras su mente volaba hacia

Nápoles para reunir en una sola imagen a su padre y al Gran Capitán y hacerles una higa,

espetándoles: “¡A partir de ahora, hasta un reino resulta demasiado estrecho para mí!”

Nada más saltar al combés, el trujillano comprendió que quien ostentaba el mando era aquella

oscura figura aislada del conjunto de los tripulantes que lucía al cinto una modernísima pistola

italiana de llave de mecha. Rondaba los treinta años y poseía la ardida delgadez de las personas

nerviosas y reservadas. Vestía todo de negro, aunque los blancos pétalos de una camisa blanca

orlaban su cuello otorgándole un cierto aire de elegancia rígida. Un pliegue surcaba su frente

estrecha, como si estuviese repleta de proyectos en turbia marejada. Sus ojos hundidos en las

órbitas tenían ese mirar opaco de quien ha vivido mucho tiempo en espacios cerrados.

─Soy Francisco Pizarro, capitán general de la expedición de Alonso de Ojeda ─se presentó.

─Estáis ante el licenciado don Martín Fernández de Enciso, lugarteniente del gobernador de

Nueva Andalucía ─dijo el bachiller, dejando en el aire la mano tendida por Pizarro. “El menosprecio es la gravedad en que se escudan los estúpidos”, pensó el extremeño, que sin

ninguna expresividad en el rostro alzó su diestra desangelada hacia el escote de su camisa, para

crispar en él su puño con la deliberación y fuerza de quien está acostumbrado a cascar de ese

modo dos nueces. Enciso hizo como que no reparaba en aquel gesto y le preguntó por el paradero

del caballero de la Virgen.

─Partió a La Española, en busca de provisiones ─contestó Pizarro, sin dejar de asaetearle la

mirada.

El bachiller, consciente de que se jugaba el respeto de su tripulación si no respondía

a aquel reto que cuadraba perfectamente a un tipo de hombres distraídamente atroces y

eventualmente heroicos, sembró el aire con una peligrosa inquisición.

─¿Abandonando a sus hombres?

─Dejándolos a mis órdenes.

─¿En alta mar?

─En la colonia de San Sebastián. La fundó en febrero de este año en el golfo de Urabá.

─Estáis a más de setenta millas de allí.

─Me dio licencia para que, si en cincuenta días no había vuelto, obrase según mi saber y

entender. Así que decidí regresar a La Española.

─¡Cincuenta días!... ─exclamó, irónico, Enciso─. Hace menos de diez que partimos de Santo

Domingo, y allí no había noticia del gobernador de Nueva Andalucía.

─¡Quiera Dios que el océano no lo haya devorado! ─musitó, sinceramente, el trujillano.

─Rogad para no hallaros vos en insubordinación y fuga ─dijo el bachiller, ascendiendo

indolentemente su diestra hasta la culata de la pistola.

─Doy mi palabra de honor que es cierto cuanto digo ─reiteró Pizarro, abriendo su puño y

extendiendo sus dedos a la altura del corazón.

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─Deberéis ofrecer una mejor prueba.

Sabedor de que para salvarse tenía antes que abrir un surco de simpatía en la tripulación, el

extremeño decidió aplazar la respuesta que merecía aquella flagrante ofensa, y se aplicó a

pormenorizar, con la precisión de quien pasa revista a un catálogo de objetos salvados de un

incendio, la odisea de la hueste de Ojeda. La vela cangreja zumbaba azotada por la brisa, las

cuadernas crujían con un chirrido de impaciencia y los marineros contenían la respiración, mientras

Pizarro teñía su relato con la vívida familiaridad con que un niño desvelado cuenta a sus padres la

pesadilla que lo inquietó en la noche.

La hueste había llegado de noche al gran poblado de Matarap, que encontraron absolutamente

vacío. Agotados y confiados, se desparramaron por las chozas, en busca de un reparador

descanso. Y más les hubiese valido haber regresado a las naves, pues los nativos ─que, alertados

por sus fugitivos vecinos, habían puesto a sus ancianos, mujeres, niños y alhajas a buen recaudo

en los montes─, tan pronto como el sol se alzó sobre las cimas, los atacaron con tal griterío y

nubes de flechas emponzoñadas que mataron a sesenta conquistadores. El resto, Ojeda y Pizarro

incluidos, huyeron como venados cercados. El que se ve en una situación peligrosa piensa con las

piernas, diciéndose: mejor que digan aquí corrió y no aquí lo mataron. La gente que había

quedado en los navíos, al no tener más noticia de sus compañeros que la llegada del botín y de

los cautivos, sospecharon que les había sucedido cualquier desastre y navegaron hasta fondear

en una próxima bahía en la que desembocaban cinco canales profusamente cubiertos de

manglares. Con el agua al cuello, temblando de fiebre e inanición, escondidos en uno de ellos

encontraron a Pizarro y cincuenta hombres; en otro, con la mano atenazada en los hierros de su

espada y cubiertas las espaldas por su escudo ensartado por más de veinte flechas, hallaron a

Ojeda. Los conquistadores no se adentraban mucho en tierra, para poder acogerse, en caso de

peligro, al resguardo de sus barcos fondeados en la costa. Eso hacía que cualquier nueva

expedición topase fácilmente con la precedente. De manera que, antes de que la expedición de

Ojeda tuviese tiempo de reconfortar a los fugitivos, avistaron los siete navíos de Diego Nicuesa.

Venía el gobernador de Veragua en ruta a su gobernación, y dispuesto a tomar represalias contra

el caballero de la Virgen por haberle robado en La Española el bergantín que había aportado a la

expedición pagada por Juan de la Cosa. Pero al saber el descalabro que había sufrido, no sólo

perdonó al aguerrido conquense sino que arremetió contra el poblado de Matarap, con la orden

de no hacer prisioneros. Cumplida la infame venganza mediante una sañuda matanza que redujo el

poblado a un mar de cadáveres ─y procuró a Nicuesa un botín de oro valorado en siete mil

ducados─, el caballero de la Virgen le devolvió el bergantín y le regaló los seiscientos indígenas

capturados. La generosidad entre rufianes heroicos sólo proviene de la vanidad; el que da tiene la

doble satisfacción de que se le reconozca el valor manifestado en adquirir, y la esperanza de que

el que recibe contraiga una obligación con el dador. Una semana después de que Nicuesa

continuase hacia Veragua, Alonso de Ojeda siguió ruta hacia la orilla oriental del golfo de Urabá,

para tomar posesión de Nueva Andalucía. Cuando los urabáes advirtieron su presencia en el

horizonte, abandonaron sus malocas18 y se internaron en los montes. Los castellanos ocuparon

aquellas chozas, y se aprestaron a construir una fortaleza de madera de ceiba 19 y a fabricar tejas

que les sirviesen de firme y protectora techumbre. Tras dos meses de arduo trabajo, la primera

18 Maloca: casa de indígenas colombianos, construida del mismo modo que los bohíos. 19 Ceiba: árbol bombáceo de gran altura, grueso tronco y ramas de color rojo cuya madera es muy resistente.

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colonia de Castilla en Tierra Firme estaba alzada; y Ojeda la bautizó con el nombre de San

Sebastián, en honor del mártir que murió acribillado por flechas igual que Juan de la Cosa. Pero

pronto las provisiones fueron escaseando tanto como fue creciendo el malestar de la hueste. La

prometida ayuda del bachiller Fernández de Enciso no llegaba, y por más incursiones que hicieron

tierra adentro no hallaron caza o alimento alguno que los satisficiese. Poco a poco, los huidos

urabáes fueron arrimándose a ellos con pacífica timidez, trayéndoles algún oro y frutas a los

castellanos les parecieron de escasa sustancia. Cuando llegaron las lluvias torrenciales empezaron

las protestas en voz alta, los insultos y las insubordinaciones. Una noche, el caballero de la Virgen

sorprendió a un grupo de soldados cocinando los miembros descuartizados de un indígena. A la

mañana siguiente, quiso la ventura que arribase a tan inhospitalaria costa el pirata Bernardino de

Talavera. Venía al frente de setenta hombres, en una nave robada a unos comerciantes genoveses.

Ojeda le pagó una elevada suma de oro por vino, cecina y galleta para sus hombres. Agobiado de

días inútiles, derrotado de infortunio y sin esperanza, decidió embarcarse con aquellos

filibusteros, que se comprometieron a llevarlo a La Española en busca de socorro. Antes de partir,

nombró a Pizarro capitán general de los hombres que quedaban en San Sebastián de Urabá.

—El mando ahora es vuestro, le dijo Ojeda. Haceos digno de él y de vuestros hombres.

Recordad que esta colonia pertenece a la Corona de Castilla; defendedla, por tanto. Sólo si en

cincuenta días no he vuelto, porque el océano se vengase de mis pecados devorándome, os doy

licencia para que hagáis lo que os dicte vuestro saber y entender.

─¿Y la nao y los demás hombres de la expedición? ─preguntó malicioso el bachiller, con

intención de cogerle la mentira.

─Perecieron en el mar ─dijo, sombrío, Pizarro. ─El feroz coletazo de una ballena hizo pedazos

el timón del barco que mandaba el teniente Valenzuela; y un golpe de mar se tragó hombres y

nao, en un gigantesco y horrible remolino.

El blanco hervor de las olas bajo la roda provocaba un gemido en los costillares de la “Virgen del amor hermoso”, y las garruchas rodaban dando bandazos sobre cubierta. Sin embargo,

ningún marinero se movió; estaban concentrados en rabiar mudas retahílas blasfematorias que

desahogaban el latido humillante de sus corazones. Ana se aproximó hasta Pizarro y se presentó

como esposa del infanzón Cecilio Támara. El trujillano la miró con perplejidad e inclinó luego su

torso, con reserva de caballero. Cuando ella le preguntó si se encontraba su marido entre los

supervivientes del bergantín, el extremeño le informó de que Támara, diez días antes de que

partiesen de Urabá, se había internado al frente de seis hombres en busca de alimentos.

─Nunca volvimos a verlos. Y dimos por cierta su muerte, por la sed, la rapacidad de las águilas

o las flechas emponzoñadas de los indios.

La joven recibió la noticia prendiendo su mirada en el resplandor de los infinitos reflejos del sol

sobre las olas que, inundando sus mejillas de una luz inflamada, parecían estarle murmurando:

No golpees tu pensamiento contra la puerta de la muerte; tu corazón se romperías como un

cántaro. La entereza de la dama le recordó al bachiller la terquedad con que había logrado

constituirse en socia suya. Y cayó en la cuenta de que acaso quisiera obligarlos a volver a La Española. Una proposición como ésa sería aplaudida por los supervivientes de la tropa de Ojeda y

prontamente seguida por los componentes de su propia expedición, dando al traste con sus

esfuerzos, ahorros y esperanzas de once años.

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─¡Prendedlo! ─gritó repentinamente. Sin embargo, nadie hizo el menor gesto, y Enciso sintió a

sus espaldas la amenazante perplejidad de la tripulación.

─¿Queréis hacernos creer ─prosiguió bajando la voz para hacer valer más su autoridad─ que

el gobernador de Nueva Andalucía ha cometido la vil traición de abandonar a sus hombres en el

estado de calamidad que nos habéis contado?

Centenares de pájaros volaban sobre los mástiles, lentamente, subiendo y bajando en el cielo.

La carabela dio una guiñada a babor, y dos obenques se soltaron de la mesana golpeando árbol,

garruchas y jarcias, al caer sobre el combés con el chasquido de una lluvia de latigazos. En ese

vertiginoso instante, la tapa de uno de los toneles agrupados en el entrepuente saltó por los aires.

De su interior, bajo una erupción de simientes, se irguió alguien que gritó con autoridad:

─¡Mentís, Pizarro!

El hombre era parecido a la voz: nudoso, seco y fuerte como el tronco de una vid. En sus labios se

perfilaba una sonrisa con esa clase de desdén del que remplaza a alguien. Poseía amplia frente,

ojos vivos, barba y melena del color del fuego. Enciso lo reconoció inmediatamente. Se llamaba

Vasco Núñez de Balboa, y era aquel deslenguado hidalguillo de Jerez de los Caballeros a quien

había hecho encarcelar hacía tiempo en Sevilla. Se jactaba entonces de ser escudero y aún ahijado

del señor de Moguer. En una pelea de naipes y taberna había causado algunos daños a don

Joaquín Cestino, el primer cliente que tuvo el bachiller como abogado. De tal rufián supo luego que

una deuda de juego lo había visto obligado a embarcarse a Yndias con Rodrigo de Bastidas, que

trabajó de agricultor al extremo occidental de La Español a y que Ojeda le había negado un puesto

en su expedición porque carecía del oro necesario para enjugar sus deudas de juego. Ahora, el

azar volvía a situarlo frente a él como polizón de su carabela. En un brusco ademán encañonó a

Balboa. mientras gritaba lo que prácticamente era una sentencia de muerte.

─¡Poned los grillos a ese polizón! ¡Y mantenedlo preso hasta que podamos echarlo en la

primera isla que encontremos!

Tres marineros desenvainaron sus espadas y dieron cinco pasos hacia Balboa. Pero éste

propinó un puntapié al tonel del que había salido y lo hizo rodar por la cubierta, atropellando a los

tres hombres y promoviendo un estallido de carcajadas en la tripulación. Con un ágil movimiento

de costado arrebató la espada a uno de los caídos, y acuchilló el aire con rápidos zigzags de

acero.

─Perdonadme, tinterillo —dijo—. Pero esta vez no os valdrá el palabrerío de un tribunal de

justicia. No voy a permitir que menospreciéis a un caballero que sabe manejar la espada, conoce

ya las tierras a las que navegáis y se os ofrece como simple soldado.

─¡Apresadlo, he dicho! ─aulló Enciso.

Sin el menor titubeo de facciones o de actitud, sus hombres parecieron no escucharlo. Ábrego y

Garavito, secretos cómplices del polizón, acariciaban la guarda de sus espadas con la ansiedad de

quien conoce la delgada abertura que divide esta vida de la otra. Sólo Tarcento, que conocía a

Balboa de su primer viaje a Tierra Firme, se sentía tranquilo, y presentía de qué modo se iba a

desarrollar el futuro;, apoyado de codos en la fijada caña del timón, comenzó a tocar una melodía

en su siringa. El bachiller, enrojecido de cólera, avanzó hacia un escopetero y lo empujó hacia el

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polizón. En un decir amén el asustado artillero se encontró la punta de la espada de Balboa en la

garganta.

─Ved, tinterillo, que a mí se me ha de tratar con más respeto ─previno Vasco Núñez a

Enciso─. Sería una lástima que cualquiera de estos hombres se viera privado, por vuestra ligereza,

de las riquezas del golfo de Urabá.

La codicia relampagueó en los ojos de la tripulación. Pizarro, con un desmayado manotazo bajó

al bachiller el cañón de su pistola.

─Dejadme hacer —dijo. Y se acercó a Balboa con medida parsimonia.

También él sabía quién era Balboa. Se decía hijo del mayorazgo de San Pedro de Trones, un

hidalgo de la frontera leonesa con Galicia que, tras alzarse contra la reina Isabel en favor de La Beltraneja, murió en la batalla de Albuera. Prohijado por el señor de Moguer, Vasco Núñez vivió

una asilvestrada mocedad en Jerez de los Caballeros y terminó por enrolarse en los tercios del

Gran Capitán. Allí lo había conocido, y admirado, Pizarro; pues se había hecho famoso por haber

cruzado su espada con el mismísimo Carlos VIII de Francia, que huía sin ninguna gallardía tras la

derrota de sus tropas. Sólo la oportuna intervención de una cuadrilla de espadachines gascones

libró al rey galo de la muerte a manos de Balboa, permitiéndole poner tierra de por medio a lomos

de un corcel. Ninguno de sus salvadores tuvo igual suerte, pues cayeron atravesados por el acero

de quien, ya para siempre se le conocería como el esgrimidor. Diego de la Tovilla lanzó al aire su espada. Pizarro la asió al vuelo

─¿Qué queréis demostrar, porquero? ─inquirió Balboa, dando un empellón al tembloroso

escopetero y poniéndose en guardia─. Parecéis extenuado.

La mitad de la tripulación, tras un instante de indecisión que aceleró el latido de sus

pulsos, optó por encaramarse a vergas y obenques, mientras los demás rodeaban a los

contendientes en un amplio corro de tensa expectación. Los ojos de los dos espadachines se

medían con fulgor extravagante. En un suspiro, Pizarro tiró a Balboa un primer corte a la cabeza,

que éste paró fácilmente. Y un segundo a las pantorrillas, que su oponente detuvo con igual

destreza. El trujillano siguió hostigando a su adversario con fieras embestidas, al tiempo que

Balboa cedía terreno hacia proa, parando y amagando con fintas incruentas. La tripulación se

enardecía y sonreía dándose codazos cómplices. De pronto, el acero de Pizarro hendió el aire con

un brutal silbido sobre la cabeza de Balboa y fue a estrellar su filo en el árbol de trinquete,

haciéndole saltar astillas. El esgrimidor ─que se había acuclillado para evitar el feroz corte─

brincó sobre el castillo de proa y dijo, sonriente:

─¡Tened ya la fiesta en paz, porquero!

─¡Nadie va evitar que regrese a Santo Domingo! ─gruñó Pizarro. Y saltó también sobre el

castillo, buscando de nuevo el cuerpo a cuerpo.

─¿Vais a entregaros a la justicia de Colón? ¿O creéis que ese tinterillo no jurará que sois un

prófugo? ─le inquirió Balboa, lanzándose en pleno hacia su adversario, con una serie de

rapidísimos cortes que arrinconaron al de Trujillo en peligrosa inestabilidad sobre el botalón. El esgrimidor, dándole un respiro, le volvió la espalda y caminó tranquilamente hacia el borde del

castillo.

─¡En cambio, en el golfo de Urabá, nos espera la fortuna! ─dijo, con la exaltación de un

capitán que arenga a la tropa─. Y brincó a cubierta.

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─Aunque así fuera ─respondió Pizarro a su espalda─. ¿De qué serviría? Allí no hay ni caza ni

alimentos. ¡Sólo flechas y agua emponzoñadas!

Saltó a cubierta y atacó al polizón con furor inusitado, logrando que retrocediese hasta el palo

de mesana. El esgrimidor se zafó al fin del encolerizado acoso, ascendiendo en dos zancadas a la

tolda.

─Yo conozco bien esa tierra. Estuve en ella con Bastidas. Y sé que no es tan maldita como

decís ─le espetó a Pizarro que, sin aliento, lo esperaba en guardia sobre cubierta.

Balboa agarró un obenque y, tras columpiarse en él, dio un brinco tan espectacular que se

colocó a la espalda del trujillano. Éste se revolvió y, tras una serie de cintarazos cada vez más

frenéticos ─que Vasco Núñez paraba con flexibilidad y experto dominio─, se tiró a fondo con un

terrible estramazón. El esgrimidor lo evitó arrojándose de bruces al suelo. Pizarro, abrazó con

ambas manos la empuñadura de su acero, y lo alzó sobre su cabeza para hincarlo con furia en los

omóplatos de Balboa. Un grito espeluznado surgió de la marinería. Pero el esgrimidor rodaba ya

como una peonza sobre el combés, tras evitar el letal golpe. Mientras el de Trujillo forcejeaba para

desprender la punta de su acero de la madera, Balboa, con una cabriola de funámbulo, se puso en

pie y caminó serenamente hasta el palo mayor.

─¿De dónde venimos tú y todos nosotros? ─preguntó, sonriendo─ De una tierra cuya mitad es

sólo piedra. ¿Por qué nos embarcamos a este Nuevo Mundo? Para alcanzar la fortuna que no

podíamos adquirir en esa tierra. Urabá es verde. Muy verde. Porque está llena de ríos. Ríos que

arrastran piedras de oro. ¡Oro, porquero! ¡Oro! ¡Mucho oro para todos nosotros!

Como el relámpago preludia al ensordecedor trueno de la tormenta, Balboa repetía de continuo

aquella palabra: ¡oro! Un exorcismo que hacía a los hombres semejarse a los pájaros hambrientos

que devoran cuanto encuentran, que se despedazan entre sí, que son perseguidos por otros que

les arrebatan sus presas y que al fin mueren entremezclados. La idea de aquel metal, presentido

tan al alcance, iluminaba de desbordante pasión los ojos de la marinería. En cambio, a Ana, aquel

duelo le recordaba una pelea de gallos que había visto con Fatma en un patio del Arrabal de

Zaragoza, también allí el mundo parecía detenerse por unos instantes, como si la esencia de la

vida dependiese de los feroces asaltos de dos animalillos que creían que el sol salía sólo para

oírlos cantar, mientras que en las sombras del corral hubiesen pasado desapercibidos para

cualquiera. El bachiller Enciso, de espaldas a la pelea, encendió la mecha de su pistola, dispuesto

a acabar con aquella mascarada. El viento clavaba sus agudos filos en los tibios costados de la

sombra, y la quilla rugía desasosegada por el embate de la mar que se estaba rizando. La carabela

derivaba. Pizarro, agotado y con los ojos inyectados de sangre, decidió intentar la fatal estocada

que le había enseñado su padre. Las espadas de los dos contendientes se trabaron. Sus rostros

estaban tan juntos que también sus alientos se mezclaban. El puño de Pizarro aflojó la presión.

Dio tres pasos sesgados hacia atrás, giró sobre sí mismo como una veloz peonza sobre sí mismo y

tiró con toda su fuerza la imbroccata contra Balboa. El esgrimidor dio un salto mortal hacia atrás,

y la punta del acero del trujillano le rasgó el capuz a la altura del pecho. Un ¡huy! vibrante hinchió

cubierta y arboladura. Balboa, con un definitivo tajo de abajo arriba desarmó a Pizarro, cuya

espada voló por los aires y cayó en lenta pirueta hasta clavarse de nuevo en el entablado. El

bachiller apuntó con su pistola al pecho del esgrimidor e hizo fuego. Pero su disparo se perdió en

el aire con un eco de jarcias azotadas por el viento. Ana, que había dado un revés al arma de

Enciso en el preciso momento del disparo, se abrió paso entre los estupefactos expedicionarios y

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capturó la empuñadura cimbreante del acero de Pizarro. De un seco tirón desclavó la espada y la

arrojó sobre cubierta.

─Caballeros ─dijo con tono vibrante─, no he gastado en esta empresa cuanto poseía, para

asistir a bizarrías que sólo persiguen una inútil reputación. Nuestro destino es San Sebastián de Urabá. ¡Y hace ya demasiado tiempo que el viento nos urge para seguir viaje!

Restalló la cangreja, como un asentimiento a esas palabras semejantes al destello de una alzada

antorcha sostenida en medio de la noche. La voz de Zamudio, gritando en el idioma que más

claramente entendían todos, corroboró la decisión de Ana:

─¡Levad anclas e izad todas las velas!

─Señora ─dijo Pizarro, sin resuello─, os repito que vuestro marido ha muerto. En esa tierra

maldita sólo encontraréis fiebres, locura y muerte. Os ofrezco doscientas onzas de oro si viramos

en redondo y volvemos a La Española.

─¿Y de dónde las sacasteis, porquero, sino de Urabá? ─le endilgó el esgrimidor, tras una

cáustica carcajada.

─¡Encadenad a esos dos hombres! ─ordenó con voz firme el bachiller.

Una ráfaga de ira detuvo a la marinería. Alrededor suyo, los abismos del cielo y el mar se unían

en una frontera inalcanzable. Una gran soledad circundaba la nave, eternamente cambiante y

siempre la misma, siempre monótona y siempre imponente.

─Os propongo un trato, señor Enciso ─instigó Vasco Núñez─. A cambio de esas doscientas

onzas de oro, dejad al porquero que guíe vuestra nao hacia Urabá. Yo conduciré el maltrecho

cascarón de nuez en el que vino. Si llega primero al golfo, dejadlo regresar libre a La Española.

Por lo que a mí respecta, os juro por Dios Todopoderoso que no me resistiré a que me hagáis

preso.

─¡Acepto el reto! ─apresuró Pizarro.

Durante un tiempo que se hizo eterno el bachiller midió al náufrago y al polizón, como quien

vende horas de escoria para comprar excelsos regalos. Estaba comprobando, por vez primera, lo

que significaba estar al mando de unos aventureros. Aquellos hombres sentían que no tenían que

adaptarse a la misión que su oficio les imponía, sino, al revés, que su misión debía redundar en

complacencia de ellos mismos. Para ellos lo menos importante era ejecutarla, y lo más, valer como

mero pretexto y venturosa ocasión para ir y venir, disputar y apasionarse. Sus vidas carecían de

trayectoria. Eran incapaces de representarse su propio futuro. Miraban al porvenir, aun el más

inmediato, y no veían nada. No reflexionaban; eran impulsivos. Su osadía procedía de no lograr

representarse el peligro. Su impulsividad creaba mecánicamente su destino. Deseaban realizar una

acción impremeditada, no importaba cuál. Si esa acción les ponía en un brete, afrontaban el brete.

Nada más. Para ellos lo primero no era reflexionar, sino al revés, hacer algo, sea lo que fuese. No

creían en nada: tenían dentro de sí una turbulencia sin orientación concreta, que les empujaba a

buscar aquellas situaciones peligrosas de las que sólo se puede salir poniendo a máxima tensión

sus energías. ¿Qué podía hacer él en esa situación, si quería continuar detentando el mando que

le correspondía legalmente y seguir su camino, que era llegar a Urabá? Era evidente que no

querían obedecerle, porque no era uno de los suyos; para conseguir que lo hiciesen debía aceptar

aquella manera irracional de vivir. No tenía más remedio; aun en contra de su voluntad, que

realizar uno de esos gestos que, cuanto menos espontáneos y más vacíos son, más atrapan la

devoción de los hombres de armas. De manera que, como la ambición de dominar sobre los

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espíritus es la más poderosa de todas la pasiones, dijo, finalmente, en voz alta:

─¡Sea!

Surgieron de nuevo en la arboladura las viejas canciones llenas de quimeras y anhelos. Y el

viento inflamó las velas. Vasco Núñez saltó a la batayola para descender al esquife que lo llevaría

al bergantín en el que había llegado Pizarro. Al girarse para asir la escala, su mirada quedó un

instante prendida en la joven, y sus ojos adquirieron la opacidad de quien medita el peligro de

abordar la dicha. Ana se sintió turbada. No por sentir los ojos del esgrimidor prendidos en su

figura, sino porque reparó, de pronto, que ni siquiera la noticia de la posible muerte de su esposo

le había provocado una lágrima, ni aplacado aquel extraño desvivirse. En lugar de preguntarse

hacia dónde extendería sus manos, ahora que ya no entraba en los cálculos del tiempo, había

exhibido con energía una vanidad que hasta entonces había esquivado siempre. Aquel Nuevo

Mundo le había hecho brotar una irreprimible temeridad que la empujaba hacia un llegar no sabía

adónde. Y experimentaba la exaltación íntima de quien presiente algo nuevo, ignoto, que la había

transformado. Como si una personalidad configurada de antemano, infinitamente más rica que la

suya propia, la estuviera sustituyendo. Siempre había oído que la adolescencia es el único tiempo

en que uno aprende algo, ahora se daba cuenta de que un adulto encuentra la madurez cuando

recobra la seriedad que tenía de niño al jugar. A esa seriedad intensa, placentera, y que no quería

juzgar, trataría de ajustarse de ahora en adelante. Al fin y al cabo todos hemos nacido para el

placer, Cualquiera lo siente y no necesita de otra prueba. Sea alabable o reprobable, verdadero o

falso, puede llenar igualmente el espíritu; pues ¡qué importa que ese placer sea falso con tal que

uno esté persuadido de que es verdadero!

Cuando Balboa subió a la cubierta del quebrantado bergantín, nueve rostros lo miraron sin

expresión bajo el sol que caía a plomo. El esgrimidor les expuso sucintamente la situación. Pero a

pesar de la energía de su voz no encontró otro eco que la sombra rota de quienes ya no deseaban

sino la eterna y ciega inmovilidad. No eran más que fantasmas de sí mismos, y su peso sobre una

driza tal vez no fuese mayor que el de un grupo de espectros. Cualquiera hubiera pensado que era

inútil tratar de combatir aquel sabor de destrucción definitiva, pero Vasco Núñez fue hasta el palo

mayor, desamarró brioles y bolinas, y comenzó a izar la vela. Las crestas de las olas se

encrespaban en el lado de barlovento. Tras un desconcierto de pesadilla, excitado por el chirriante

graznido de las garruchas, Joaquín de Muñoz ─la piltrafa de un gigante que estuvo siempre

desprovisto de nervios y fue duro como el diamante─ caminó hacia los cabos. Tambaleándose y

con un supremo esfuerzo, unió sus agrietadas manos a las de Balboa en la relinga. El viento azotó

el trapo hasta revolverlo igual que el arrancado penacho de una palmera. Poco a poco, los demás

los imitaron. Al menos durante una hora, aquellos guiñapos de hombres se bañaron en el ahínco

que dio fama a los héroes mitológicos.

Al percatarse Pizarro de que “La Sanluqueña” era veloz y manejable ─y que comparada con el

bergantín donde había venido de Urabá parecía un corcel árabe ante un caballo de tiro─, mandó al

timonel que le cediese su puesto. Se llamaba éste Pero Estremera y era de complexión rotunda. Su

piel encendida no terminaba de curtirse a pesar de haber conocido todos los soles y vientos. Su

rostro redondo parecía contraerse sobre el ceñudo entrecejo de quien ha padecido todas las

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violencias. Obedeció de mala gana; no le gustaba navegar sin asir la caña del timón. El de Trujillo

no podía ver otra mirada que la suya, pero se sabía observado con la misma intensidad por todos

los de a bordo. Por eso había determinado pilotar él mismo la nao; si tenía que volver al golfo de

Urabá, sería gozando de la admiración de los hombres de la hueste. La fuerza del lobo está en la

manada.

Enciso, sentado en la tolda de popa de la “Virgen del amor hermoso”, intentaba calmar su

alterado ánimo anotando las impresiones que su memoria había fijado de los días de navegación.

Juan, uno de los grumetes, le trajo el almuerzo: medio cuartillo de agua, algo de galleta y un tomín

de aceitunas. Sea por éstas o porque el día era tan blanco como un barrio de su tierra sevillana, le

asaltó el recuerdo de su infancia. Sus padres habían muerto en la quemazón de un auto de fe, por

vestir de blanco los sábados, no beber leche a la vez que comían carne y consumir pan ácimo.

Tenía entonces seis años y gracias a su blanca voz lo internaron como fámulo en la catedral, para

formar parte de la escolanía acogida a la advocación de Santa María de la Antigua. Allí, durante

siete años de sopa boba, recalentadas acelgas y duro jergón de tablas, padeció férrea disciplina

mantenida a gritos, golpes de vara de fresno y baños de agua helada. Sufrió más de una docena

de veces la violenta sodomización de un reputado canónigo y vivió asaltado por el horrible temor a

que alguien se percatase de que su necesidad de ternura, inexplicable y vergonzosamente, no se

inclinaba hacia las mujeres. Pero aprendió con notable suficiencia aquellos griegos y latines que le

abrirían, más tarde, las puertas del estudio de Elio Antonio de Nebrija; donde fue rellenando, con

paciencia y maneras de pendolista, varios centenares de fichas que habrían de servir para la

redacción de “La Biblia Políglota”, la obra que dio renombre a su maestro. El insigne humanista lo

llevó consigo a Salamanca, para que estudiase cosmografía y leyes. Allí, de los maestros Arias

Barbosa y Abrahán Zacuto ─que dominaban con su sabiduría las ristras de alumnos olientes como

ajos a medio secar─, aprendió que la tierra es un círculo perfecto, y que la naturaleza podía volver

a ser objeto de goce y dominación, como en la edad grecorromana.

Consciente de que le faltaba ese vigor, sencillez y simpática ingenuidad que son compatibles

con la adulación, la brillantez y el narcisismo necesarios para elevarse sobre la pobreza, aquellos

días fueron para él perpetuo anhelo y tesón, hasta quemarse las pestañas sobre los libros; aunque

desesperaba de que el esfuerzo lo hiciese llegar a poder tratar como igual a cualquier bravucón

nombrado caballero. Pero el azar le abrió de par en par las puertas de la esperanza cuando tuvo

noticia de que Cristóbal Colón ─de quien se rumoreaba que era de origen hebreo─ había sido

nombrado virrey y almirante ─con poder para legar tales títulos a sus descendientes─, por haber

descubierto una forma más rápida de arribar a Catay y Cipango, los reinos de las especias. Se

prometió entonces que también él desafiaría aquel mar tenebroso para que sus hechos lo hicieran

invulnerable. Sometido al desgarramiento de cilicios que evitasen su concupiscencia, soportando

las hablillas que lo tildaban de afeminado y marrano 20 y padeciendo los arañazos impíos del

hambre, obtuvo finalmente los bachilleratos en leyes y cosmografía. Una vez más, los buenos

oficios de Elio Antonio de Nebrija le proporcionaron en su natal Sevilla ventajosos pleitos, que

supo ganar con destreza, sabiduría y la venalidad inherente a los de su oficio. Siete años más

tarde ya tenía una economía desahogada y era respetado en el proceloso mundo de la Casa de Contratación, donde se dirimían los sustanciosos negocios referentes a la conquista de Yndias. Allí

lo convenció Alonso de Ojeda para que se trasladase a La Española. Deseoso de poner tierra de

20 Marrano: se decía del converso que judaizaba ocultamente.

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por medio a su manchado origen, no sólo hizo caso al caballero de la Virgen sino que le

subvencionó una parte de aquella expedición al frente de la que ahora se encontraba; una

aventura en la que se jugaba todo cuanto había logrado; y en la que tenía que soportar ahora a

unos aventureros que detestaban sus maneras de hombre de letras.

—Para colmo —se dijo—, dependo por mitad de la testaruda voluntad de una jovencita extravagante, y debo precaverme de la ambición de un gavilán criado entre puercos y un badulaque codicioso del oro que dejaría a riadas en la primera timba que hallase.

A proa de la carabela, los once caballeros parecían absortos en el minucioso azar de una partida

de dados, pero en realidad deliberaban sobre la forma de imponerse un porvenir irrevocable. Una

lentitud circunspecta demoraba tanto sus palabras como las alternativas del juego.

─¿Vamos a dejar nuestra suerte en manos de un tinterillo?

─Ha pagado la mitad de la expedición.

─¿Un puñado de ducados basta para que obedezcamos a un hombre sin linaje?

─La ley es la ley.

─La ley permite muchas cosas que prohíbe la razón.

─Pero debe ser respetada.

─¡Que se queden prendidas las moscas en esa tela de araña!...

─La ley se acata, pero no se cumple.

─¡Y menos, si encumbra a un cobarde!

─Apresuráis vuestro juicio.

─¿Dónde teníais los ojos cuando aparecieron esos salvajes?... ¡Temblaba como una mocita en

su primer baile!

─¿Por qué, si no, evitó el ataque a aquellos brutos emplumados? Una conquista debe llevarse a

cabo como una tempestad.

─¡Eso no se aprende en los libros! ¡Hay que nacer!

─No hay derecho a que dejemos llevarse los laureles a un hombre inaccesible al honor.

─¿Qué laureles? Ya lo han comido por la mano esos dos ganapanes.

─Son caballeros.

─Lo parecen.

─Balboa, puedo aseguraros que lo es ─afirmó Andrés Garavito, secreto cómplice del polizón.

─Todo se pierde con la timidez que ese tinterillo llama prudencia.

─Piensa demasiado.

─Ese tipo de hombres es peligroso.

─No debemos acelerarnos. Un paso en falso nos perdería.

─No os preocupéis, el tiempo pone todas las cosas en su sitio.

El sol, al caer sobre la bruñida superficie del océano, trazó una estrecha línea brillante; una

abertura de oro y púrpura que, lentamente, dio paso a la oscuridad. Las tres naves no dejaron de

navegar en la noche.

Ana soñó que la envolvía una luz verde repleta de pájaros que llenaban el espacio de gritos,

elevaciones y descensos. Caminaba por un sendero que se abría hacia adelante y se cerraba,

misteriosamente, detrás de ella. La guiaba una invisible mirada fría desde la lejanía. Obligándola a

ir a su encuentro, dirigía sus pasos atándole su voluntad. Era Cecilio, que venía hacia ella bañado

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59

por el fluir de torrentes de sangre de cien heridas que rasgaban su cuerpo. Una extraña atracción

más profunda que la del recuerdo hizo que corriese hacia su esposo, diciéndole: He navegado con serenidad entre hombres, pero nadie puede decir que os negué y no hice frente a mis obligaciones. Cecilio pasaba a su lado sin mirarla, pero ordenándole: Cruzad otra vez la larga enfermedad del océano y volveos a vuestro lugar de procedencia. ¡En esta tierra sin descanso, cualquier simiente germinará en sangre! Ella le obedecía y volvía corriendo hacia atrás, donde se

hallaba la casa/fuerte de L’Aínsa nimbada por la luz cegadora de la luna llena. Pero el edificio se

estaba hundiendo en un inextricable manglar y se convertía gradualmente en la casa de su

infancia, donde ella, aún una niña, recorría habitaciones de paredes blancas. Como

deslumbrantemente blanca era la figura de su padre, que se arqueaba sobre ella y le susurraba:

Que arrojasen la diadema de tu amor en el polvo no debe hacerte perder ni tu alegría ni tu libertad. ¡Sobre todo tu libertad! Ella, alborozada, quiso abrazarle, pero sus manos dieron en un

vacío blanco que era una mortaja adornada por un ramo de peonias y violetas. La voz de

ultratumba de Fatma, le decía: Caramba, niña mía, te han robado de mi caricias. No lo permitas más. No te dejes atrapar por las blancas paletadas de cal viva que se echan en la tumba del futuro. Ana giraba sobre sí misma buscando en la inmensa blancura a su aya. Pero se hallaba de nuevo

con la soturna figura de Cecilio, caminando a favor del viento que lo empujaba hacia ella. Ana le

decía: Mirad, no han pasado ni dos semanas desde ni salida de Santo Domingo y ya se me han puesto las manos rígidas, los dedos quebradizos y la piel agrietada. Pero sigo siendo vuestra esposa. Cecilo pasaba de largo a su lado, ordenándole: ¡Os he dicho que regreséis al sitio de donde vinisteis! Ella se giró hacia él para decirle que España no estaba ya a su alcance, pero lo

vio desparecer a lo lejos, en la blanquísima bruma del bosque que, poco a poco, se convirtió en un

gigantesco y asfixiante incendio. Jadeante y oprimida por el calor que inundaba su exigua cámara, Ana se despertó y, al alzarse y

mirar por el ojo de buey vio que la aurora golpeaba sobre la marejada produciendo un vapor de luz

rosada y deslumbradora. La brisa se levantaba. De cubierta descendían amistosos murmullos,

bostezos y carcajadas que fueron convirtiéndose en alboroto.

─Os haré mantener limpio este castillo de popa, jovencito.

─¿Es que no hay descanso para nosotros?

─¡No! No hay descanso hasta terminar la faena.

─¡Ya le enseñaría yo a darse aires!

─¡Cuidado!... ¡Soltad un poco!... ¡Tirad!... ¡Amarrad!

─Vamos… ¡Ahora la gavia!

─¿Estáis lerdos?... ¡Aferrad ese andarivel!

─¿Qué es eso de venir a gritar aquí?

─¡No os quedéis ahí como un pasmarote!

─¡Menos lobos, que soy leonés!

─¡A cerrar el pico todo Dios, y a la faena!

Tras una ráfaga de silencio, muchos y fuertes golpes asestados con un alzaprima en el puente

de arriba resonaron en la cámara de Ana como descargas de arcabuz. Chilló, imperioso, el silbato.

Empezaron las canciones que zumbaban el aire con energía. La nave se despertaba. Ana sonrió

imaginándose la brega de aquellos hombres duros de manejar, pero fáciles de inspirar. Hombres

impacientes y resistentes, turbulentos y delicados, indóciles y fieles. Hombres fuertes, como lo

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60

son los que no conocen la duda ni la esperanza. Hombres que sabían cómo existir más allá de los

límites de la vida y a la vista de la eternidad.

Cegado por el naciente día, Pizarro giró la cabeza hacia barlovento y observó la considerable

distancia que había sacado a Balboa. Una enorme ola avanzaba hacia el bergantín del esgrimidor, rugiendo enloquecida. Dos hombres treparon por el aparejo, gritando; el resto, con una convulsa

contención del aliento, se agarró al lugar en que se hallaba. El piloto Joaquín de Muñoz movía con

pericia la caña del timón para evitar el cabeceo de la proa, pero sin quitar la vista de la tromba que

llegaba y se erguía muy cerca, alta como una pared de vidrio verde coronada de espuma. Pizarro

reía viendo a aquella cáscara de nuez trepar y, por un momento, quedar detenida en la cresta de la

ola.

─¡Se hunde! ─gritó Estremera en el oído del trujillano, sobresaltándolo.

─¡Se levantará!

─Lleva mucha vela. Va a destrozar los palos.

El bergantín de Balboa había salido indemne de la ola gigantesca y venía a cuatro nudos de

distancia de la nao, escorado a estribor por el ventarrón que le lanzaba las olas de costado.

─El esgrimidor sabe lo que hace ─resolvió Pizarro. Y ordenó al timonel que mandase izar los

sobrejuanetes de velacho, gavia y sobremesana. La estupefacción hizo que los ojos de Estremera

se agrandasen como pompas de jabón.

─¿Los sobrejuanetes? ─gritó, incrédulo─. Pero, ¿queréis que naufraguemos?

─¿Quién es aquí el capitán?

─Lo siento, señor ─farfulló el timonel. E inmediatamente chilló las órdenes, haciendo bocina

con las manos. El cielo se llenó, inesperadamente, de nubes ocultando el sol naciente. Una de

ellas era la más negra que había visto Pizarro en su vida; mostraba pinceladas agrias que le daban

el mismo aspecto que el agua sucia de un abrevadero de puercos.

A mediodía Ana ascendió a cubierta de la carabela, y se vio gratamente sorprendida por el

cántico del piloto:

Voglio cantare d'un accidente

che sovente é fiero

Ed é sí altero ch'é chiamato amore.21

La compostura de aquel hombre distaba leguas de la del resto de la tripulación. Aquella

serenidad en realizar con alegría y decisión lo que tenía que hacer le gustaba a Ana. Caminó hasta

ponerse al lado de Tarcento y le fue lanzando una interminable ristra de preguntas sobre el arte de

navegar. Tras la inicial sorpresa, que lo hizo estallar en una sonora carcajada, el piloto le guiñó un

ojo y le dijo:

─Habéis nacido bajo il segno del Capricorno. ¿A que sí?

─¿Cómo lo sabéis?

─Porque estáis dominada dalla vostra volontà.

Ambos rieron, cómplices; y el friulano pasó las próximas dos horas descifrándole el misterio del

cuadrante de madera blanca con su plomada balanceándose al extremo del hilo de seda; el secreto

del astrolabio de bronce, cuya alidada se enfocaba hacia el sol para precisar en grados la latitud

en que se encontraban; la exactitud de la rosa que marcaba los treinta y dos vientos; la manera de 21 Quiero cantar sbre un afecto / muchas veces desoiadado / y altanero que se llama amor.

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61

conocer la dirección de la marcha relacionando la flor de lis de la brújula con la bitácora; el enigma

de las cartas de marear, que servían para estimar el rumbo de la embarcación; el modo de calcular

la velocidad con sólo mirar las burbujas de la estela de la nave o los sargazos que flotaban

inmóviles sobre la superficie del agua. Ana comprendió la diferencia que separaba a aquel hombre

del resto de sus compañeros. Amaba la técnica de su trabajo por sí misma, como amaba el vivir por

el vivir. Estaba bendecido por su trabajo, y no pedía otra felicidad. Mientras los hombres, por lo

general, dentro del laberinto de la vida se afanan en la prisa por encontrar la salida, Tarcento,

prefería disfrutar alegremente de cada recodo, de cada camino, de cada tentación, de cada

obstáculo o cada fruto del laberinto, sabiendo que el salario del noble esfuerzo está en el cielo.

─¡Ha largado la escandalosa! ─chilló el timonel de “La Sanluqueña”, señalando al bergantín de

Balboa, que ya se ponía a una distancia de dos nudos.

─¡Está loco! ─afirmó Pizarro, con risa cómplice─. ¿Qué pretende? ¿Hundir esa escupidera?

Estremera no dejaba de mirar a barlovento. Movía la cabeza con una continua negación muda,

mientras el bergantín desaparecía por completo emborronado en la inmensa negrura que

transformaba mar y cielo en una cortina ominosa.

─Sí. Está loco ─rezongaba el trujillano, alzando dubitativo la vista a la arboladura de la nao. Su

tripulación estaba echando apresuradamente todo tipo de cabos desde el castillo de proa hasta las

bitas del palo mayor, y desde allí hasta el castillo de popa y las escalas que llevaban a la toldilla.

El viento azotaba las velas con furia. Sobre cubierta balaban empavorecidas las ovejas, coceaban

feroces las mulas y cacareaban las gallinas que, con garras, picos y aleteos, luchaban

desesperadamente por escapar de sus jaulas de alambre, mientras los puercos se golpeaban entre

sí con horrísonos gruñidos. Pizarro se volvió hacia el cejijunto timonel.

─¡Izad la escandalosa y los cuchillos! ─le gritó, furioso─. ¡Soltad todo el trapo!

─¿Os habéis vuelto loco, capitán?

El de Trujillo le dio tal empujón, que Estremera trastabilló sobre cubierta y a punto estuvo de

romperse la crisma en la toldilla.

─¡Que nadie abandone su puesto! ¡Si es necesario, usad el látigo! ─le ordenó. Volvió su

cabeza y no vio nada a barlovento. Cuando se giró a estribor sus ojos se desorbitaron con la

estupefacción de un borracho ante su copa repentinamente vacía. Saliendo de la negra nube,

levantando gigantescas flores de espuma sobre su roda, venía el bergantín de Balboa con la proa a

diez brazas22 de la popa de la nao.

─¡Allá vamos, porquero! ─gritaba el esgrimidor. Pizarro soltó la caña del timón y tomó un cabo.

─¡Balboa!... ¡Coged esto y os remolcaré con él hasta Urabá!

─¡Ponéoslo vos al cuello! ─voceó Vasco Núñez.

Estremera había saltado sobre la caña del timón, y con esfuerzo sobrehumano intentaba

mantener el rumbo.

─¡Ese caballero se nos echa encima como una galerna! ─gritó, con el rostro desencajado.

─¡Aquí os espero! ¡Venid! ─desafiaba Pizarro a Balboa─ ¡Voto a Dios que voy a darme el gusto

de veros preso!

22 Braza: medida de longitud marina equivalente a 1,6718 metros.

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62

El bergantín cabeceó, arrojando un quintal de espuma sobre “La Sanluqueña”, que dio una

peligrosa guiñada a babor. El trujillano volvió su mirada al timonel, para espetarle:

─¿Queréis que nos vayamos a pique?

─¡Porquero!... ¿No padecisteis sed en Urabá? ¡Pues ahí tenéis un buen baño! ─gritaba Balboa,

riendo y palmeando en la cómplice espalda de su piloto Joaquín de Muñoz.

Un golpe de agua salada invadió el castillo de la nao y, a pesar de que Pizarro se unió en la

caña del timón al esfuerzo titánico del timonel, los mástiles de la nao crujieron.

─Eso no tiene ninguna gracia, esgrimidor. ¡Juro que os mataré en Tierra Firme! ─vociferó

Pizarro, encolerizado, empapado y deseoso de que llegase ese momento.

La “Virgen del amor hermoso” avistó Punta Caribana, una cala circundada por un acantilado rocoso

que se adentraba en el mar por el oeste y parecía prolongarse en una cadena de arrecifes

submarinos. De su selva profusa llegaba el singular estrépito de una enorme bandada de pájaros

que se habían detenido a descansar. El viento traía un denso aroma de frutas y podridas raíces. Un

rabihorcado planeó en vuelo majestuoso por la bóveda gris del cielo. La quilla de la carabela rozó

ligeramente un bajío y, al romper el mar contra él, cayó la rociada en el puente. Tarcento

convenció a Ana y al bachiller de que no apurasen la singladura. Zamudio y Ábrego ordenaron

lanzar las sondas. Al cabo, cinco enormes tortugas que estaban poniendo sus huevos sobre el

caliche miraron con ojos estólidos las maniobras de atraque. Los hombres no tuvieron más

remedio que disponer el campamento en un terreno circundado de mangles que desembocaban en

una zona pantanosa. El suelo estaba tan repleto de pitas y cactos, que durante tres horas fue

necesario segarlos. Ataron los canes, agruparon los caballos para limpiarles el salitre y

amontonaron armas, provisiones, herramientas, municiones y mantas. De pronto, señalando al

océano, un marinero quebró el riguroso afán con su voz:

─¡Balboa!

Todo el mundo abandonó la faena y contemplaron atónitos cómo a media milla sobre el

horizonte, jactanciosas y esbeltas, flameaban las lonas del bergantín; el viento chillaba un saludo

entre sus mástiles. A medio nudo 23, “La Sanluqueña” orzaba veloz bajo una negra nube que la

separaba de su caza. El regocijo general estalló, y ascendió el montante de las apuestas. Desde la

cubierta del bergantín, dos maromas cruzaron el aire silbando antes de golpear la mar, sus velas

se agolaron y el ancla cayó de la serviola al agua, con un estallido de espuma. La nao entró en una

negra nube y las sombras desaparecieron de su cubierta. Súbitamente, el eco de un golpe brutal

congeló de pavor los semblantes de la playa. La quilla de “La Sanluqueña” había chocado con un

arrecife. Su combés desapareció velozmente bajo una montaña de agua que despidió al aire las

costillas de babor. Pizarro rodó por la cubierta, entre blasfemias. Estremera intentó fijar la caña del

timón, cuyo martilleo enloquecido terminó por catapultarlo por la borda, y estamparlo contra el

pico de un arrecife, como un sangrante crucificado. Las aterradas mulas se lanzaron en el sollozo

furioso del mar y sus patas coceaban inútilmente los rompientes a medida que sus lomos se

hundían para siempre. Mientras la popa se iba a pique, tan suavemente como si fuese la de un

barco de papel empujado por el pie de un niño, la proa se erguía igual que una montaña

23 Nudo: Medida itineraria marina equivalente a 1,852 metros; es decir una milla marina.

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inexpugnable, entre el restallido de las velas perdiendo viento. El mástil de mesana se quebró en

dos tras un agónico y salvaje crujido. Lo mismo que un golpe accidental en una colmena hace que

el enjambre de abejas salga de ella volando torpemente, así saltaban los marineros al aparejo,

entre blasfemias y gritos de socorro. Algunos, desdeñando las escalas, subían a pulso por las

jarcias. Otros, corrían por el combés hasta aferrarse en cada vela y estay, voceando clemencia al

cielo. Los más se peleaban por la posesión de los bateles, porque no sabían nadar. Unos pocos

brincaron a las crestas hirvientes. En la playa, Ábrego, con un alarido, mandó echar cuatro esquifes

a las olas que se abrían en abanico. Saltó a proa del primero y bogó con energía sobre las veloces

espumas que ceñían la quilla. Ordenó virar el timón para tomar de costado el oleaje sin surcar sus

crestas. Cuando llegó a unas siete brazas de la nao se arrojó al mar embravecido. Nadó de

espaldas entre los pecios, para medir el ritmo preciso de las olas. Una vez que estuvo al compás,

se dejó alzar con el feroz embate hasta la altura del campanario de una iglesia. Resbaló con la

resaca del desplome e intentó amarrarse al mastelero del truncado árbol de mesana, pero un

borriquete le dio tal culatazo que fue a parar sobre la escotilla de carga. Desde ella ─a pesar de

estar magullado y chorreando sangre─, lanzó cabos a los esquifes para salvar a los náufragos.

Pizarro era zarandeado de babor a estribor por los embates feroces del océano. Una ola

gigantesca anegó la nao, de la perilla del tope hasta el puente. Las cuadernas volvieron a

encontrarse con el arrecife y las lonas atronaron como una andanada, antes de hacerse trizas.

Cadenas, barriles, cofres y cabos salieron desparramados por las bordas. Hacía ya tiempo que

ovejas, gallinas y cerdos se habían ahogado; ahora, algunos de sus cuerpos flotaban chocando

contra masteleros quebrados, baos y obenques. Una nube de cormoranes, con estridentes gritos,

giraba al contrario que el vórtice que succionaba a la embarcación; calculaban con precisión su

artera caza entre los restos del naufragio. Cuando los dos palos que le quedaban a la nao, uno tras

otro, se rompieron a causa de un nuevo golpe contra los arrecifes, Pizarro saltó sobre la

turbulencia de la vorágine. Braceó a ciegas con toda la potencia de sus músculos, pero una fuerza

ciclópea lo arrastraba hacia la nao, que giraba sobre sí misma cada vez a mayor velocidad, en el

centro de una espiral cuyo infernal ojo la iba abduciendo con voracidad. El agua salada inundaba

los pulmones del trujillano, pero braceaba como un poseso para avanzar un sólo codo 24 en medio

del hondo bramido de las olas. Un golpe en su cabeza le hizo abrir los ojos y notó, flotando sobre

su hombro, el extremo del cabo que lo había embestido. Con enorme esfuerzo lo asió y se dejó

arrastrar, labrando los feroces penachos de espuma hasta desembocar junto a una ondulante proa.

Dos vigorosos brazos engarfiaron su cuerpo por las axilas y lo alzaron de un brusco tirón. Cayó

sobre un esquife atestado de atemorizados expedicionarios. Casi exánime, tras la niebla que

cegaba sus ojos, vio a su providencial salvador remando endurecido mientras la sangre enrojecía

su blanca y pecosa piel de pelirrojo: era Balboa. El rabihorcado perseguía a cormoranes y gaviotas,

con ese planear incesante que lo convierte en el rey del mar.

Sabino Ábrego y veintitrés hombres más habían perecido. La sentina de la “Virgen del amor hermoso” estaba ligeramente abierta por el roce del bajío. El casco del bergantín, perforado por la

broma 25, hacía agua por todas partes. Los animales, semillas, armas, municiones y herramientas

de “La Sanluqueña” habían ido a parar al fondo tumultuoso de las aguas. De las provisiones,

22: Codo: medida lineal equivalente a 43,2 centímetros.

25 Broma: molusco con sifones desmesuradamente largos. Las valvas de su concha funciona como mandíbulas, que perforan la madera. Su manto genera una materia calcárea con la que llena los agujeros que ha practicado; causando así graves daños en los cascos de madera de las embarcaciones.

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únicamente habían podido salvar ocho toneles de harina, dos de higos secos, tres de cecina,

pocos quesos y exigua cantidad de galleta. Extenuados de agitación, superstición y esfuerzo, los

hombres encendieron hogueras para aviarse la cena mientras la voz de Cristóbal de Valdebuso,

acompañando el tañido de su vihuela y el dulce contrapunto de la siringa del piloto, desgranaba

pesimismo y dolor:

Todos los bienes del mundo

pasan presto y su memoria,

salvo la fama y la gloria.

El tiempo lleva a los unos;

a otros, fortuna y suerte.

Y al cabo viene la muerte,

que no nos deja a ningunos.

Todos son bienes fortunos

y de muy poca memoria,

salvo la fama y la gloria.

Procuremos buena fama,

que nunca jamás se pierde;

árbol que siempre está verde

y con el fruto en la rama.

Todo bien que bien se llama

pasa presto y su memoria,

salvo la fama y la gloria.

Sin probar bocado y arrebujada en una manta, Ana esperaba que el antiguo asombro de mirar el

fuego la amodorrase. Trataba de rezar, pero su corazón estaba seco como el polvo. La angustia la

oprimía como el peso de una losa empujada por las yertas manos de los cadáveres. Se preguntaba

por qué tantos hombres llenos de sufrimiento, necesidad y anhelos tenían que haber sido

crucificados bajo el mar, si no eran más que figuras del hambre, que huían hacia un mundo más

pródigo. Los perros, aún con el pasmo en sus músculos, ladraban a la luna. La serena pureza de la

noche envolvía a todos con su tibio aliento que fluía bajo las estrellas innumerables. El calor de la

noche aumentaba el perfume que exhalaban las plantas aromáticas de la negrura selvática. El

bachiller Enciso era el único que estaba de pie, con el rostro torvo e inexpresivo del contemplativo

carente de esperanzas. Los pensamientos de toda su vida podrían ahora resumirse en seis

palabras; pero como la agitación de lo acontecido y la palpitación de su corazón le provocaban un

incendio de cólera, empezó a caminar como en una burbuja de vacío.

─¿No queríais venir a Urabá a todo trance? ─le dijo, ácido, Pizarro─. Hacia suroeste, tras siete

leguas 26 de rocas, impenetrables selvas y un árido desierto, tenéis la hermosa ciudad de San Sebastián de Urabá : treinta chozas a la sombra de una sierra angosta llena de indios y águilas.

¿Qué más deseáis?

26 Legua: Medida itineraria equivalente a 5,572 metros.

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─Deberíamos ir allá, mientras el friulano y dos cuadrillas de marineros reparan las naves

─intervino Balboa. Enciso detuvo en seco sus pasos y lo miró encolerizado.

─¡Medid vuestra lengua, polizón! ¡Si no, os la mandaré arrancar!

─Soy tan libre como cualquiera. Disteis vuestra palabra.

─¡Sois culpable de un naufragio con treinta muertes!

─Pedidle cuenta a la naturaleza, no tiene sentimientos.

─Si los tuvieseis vos, escucharíais a vuestra conciencia desatada en alaridos.

─No es hora de discutir ─intervino Palazuelos.

─Sólo decía que ante nosotros no hay más que un espacio. Y un espacio se cruza ─dijo Balboa,

con deliberación.

─¿Queréis que conduzca a estos hombres a una muerte segura y cargue luego la culpa a la

naturaleza, como hacéis vos? ─le espetó Enciso.

─Un jefe debe actuar de manera que pueda mirar fijamente a los ojos de cualquiera de sus

hombres y mandarlo al diablo ─afirmó Palazuelos.

─¿Queremos, o no queremos apoderarnos de los tesoros de esta tierra? ─continuó el esgrimidor.

─¡Amordazadlo y encadenadlo a un árbol! ─gritó el bachiller.

Pero nadie se movió. La melodía de la siringa de Tarcento se había tornado más alegre, como

subrayando las palabras de Vasco Núñez, que eran todo lo que la hueste necesitaba oír. De tal

manera vive el valor en los aventureros que, cuando son muchos los testigos y aún en los peligros

de mayor importancia, se ven empujados a lanzarse a ojos cerrados a cumplir con su deber, si se

lo recuerda quien consideran que es el más valeroso.

─¡No consentiré la sedición! ─aulló el bachiller.

─Estamos agotados. Eso es todo ─terció Ana.

─Por lo que a nos respecta ─dijo Sánchez Gallo, con un gesto que abarcaba a los caballeros─,

consideramos que el plan expuesto por Balboa no carece de sentido práctico ni de audacia.

─¿Queréis que una dama atraviese la selva a pie? ─se excusó Enciso.

─Puedo llegar donde llegue cualquiera ─apresuró Ana.

Enciso les volvió la espalda y, despechado, caminó a grandes zancadas hacia los manglares,

como si estuviese seguro de que sólo en aquella ominosa oscuridad podría escuchar la música

perdida que convierte a los hombres en héroes. La hueste tenía la convicción de que su tiempo se

había colmado y no daba para más. Parecían cadáveres que respiraban con fuerza mientras sus

párpados se buscaban como dos amigos que deseaban abrazarse para ahuyentar los trágicos

recuerdos. Balboa se acercó a Ana, con el ánimo de convencerla; al fin y al cabo mandaba tanto

como el bachiller en la expedición. Le ofreció una fruta que parecía un diminuto melón de pulpa

amarilla y aromática.

─Tomad, señora. Los indios la llaman mamey. Es muy dulce.

Ella la rehusó, negando con la cabeza. El esgrimidor se acuclilló junto a la joven, hincó sus

dientes en el redondo fruto y chascó la lengua para saborear su jugo con desproporcionada

delectación.

─Vos os lo perdéis.

Page 72: Los náufragos de Urabá

66

Las llamas de la hoguera llenaron con su deslumbre hipnótico el denso silencio que se instaló

entre los dos. Sus rostros, petrificados, demostraban la irrevocable zozobra de quienes están

soñando claros laberintos.

─Habéis sabido ganaros la confianza de estos hombres ─dijo Ana, finalmente.

─No ha sido difícil. Cualquier mono sabe a qué árbol trepar.

─¿Me encarecéis vuestra astucia?

─La vida, señora, es un asunto de caballería andante, en la que sólo el rápido juicio y la pronta

acción son posibles y debidas.

─¿Aunque conduzca a los demás a la muerte?

─La muerte es cosa del destino.

─Y, por tanto, no merece ni una lágrima…

─Los hombres no podemos dejar que la piedad remueva nuestro miedo hasta volvernos

cobardes.

Nuevamente el silencio se instaló entre los dos. En algunos corrillos menudeaba el vino, hablado

en susurros para exorcizar el temor al futuro. Alguien jugaba con una daga. Los más temerarios

dormían con el rostro expuesto a la luna. Ana miraba el desaliento de aquellos hombres que

conocían el trabajo, la privación, la violencia y el desenfreno, pero no el temor. Pensaba que no

albergaban deseos de venganza en sus corazones y que se burlaban de las voces sentimentales

que lamentarían la dureza de su suerte. No conocían la dulzura del afecto o el refugio de un hogar,

quizás porque creían que su destino era único y propio, y su capacidad para soportarlo les parecía

un privilegio de elegidos.

─¿Por qué una dama como vos ─le preguntó Balboa a Ana, observando la compasión de su

mirada y desistiendo de su primer empeño de pedirle ayuda─ se ha embarcado con unos

buscavidas? ¿No tenéis un hogar que cuidar?

─Mi marido vino con Ojeda a Tierra Firme.

─Siento que no esté entre nosotros ─dijo Balboa, alzándose─. Necesitamos hombres

acostumbrados a bregar con lo imposible.

Viéndolo alejarse hacia el grupo formado por Zamudio, Joaquín de Muñoz, Pizarro y Tarcento,

Ana pensó que sólo Dios podía conocer la auténtica laya de aquel hombre incansable como si lo

encendiese el aire. Luego, su mirada pasó nuevamente revista a la hueste. Acostumbrados a que el

sueño los cogiese donde fuera, como a los infatigables perros de los ganados, estaban tendidos

sobre una pesadumbre parecida a un paisaje batido por pezuñas y osamentas rendidas.

─No os he dado aún las gracias, Balboa ─le dijo Pizarro al esgrimidor─. Me salvasteis la vida.

─Vos lo habíais hecho en la carabela, retándome con la espada.

─Ese tinterillo me hubiera puesto preso de todos modos.

─Estamos en paz, entonces.

Las sombras del grupo oscilaban por las llamas de las hogueras. Al notar en la distancia que la

mirada de Balboa se detenía en ella, Ana cerró los ojos, turbada, y se tendió en el suelo.

─No me gusta que una mujer esté metida en esto ─escuchó a Pizarro.

─De la mujer viene la luz ─dijo Balboa, sin dejar de mirar en la distancia a la aragonesa─.

Tanto las noches como los días se organizan a su alrededor.

─Le debemos estar en Urabá ─apostilló Zamudio.

─Por eso mismo ─puntualizó Pizarro.

Page 73: Los náufragos de Urabá

67

─A mí no se me ha perdido nada en La Española ─confesó el maestre─. Y en Castilla soy

menos que nada, como todos los marineros. Además, tener a una mujer cerca me da alegría.

─No me gusta que me mande una mujer ─sentenció Pizarro.

Sólo cuando el silencio se adueñó de la oscuridad, osó la joven incorporarse y correr hacia los

mangles, para evacuar su vientre y calmar el insoportable retortijón de tripas que la roía. “Entre

estos aventureros ─se dijo─, ¿qué voy a hacer con las imperantes necesidades de mi cuerpo? A una, cuando toma una decisión, no se le ocurren estas preguntas aparentemente nimias. ¡Qué alejados estamos de nuestra propia naturaleza, caray!... Bueno, ya lo resolveré sobre la marcha”… Súbitamente aterida, volvió a la carrera para arrebujarse en la manta sobre el suelo. En

su mente desconcertada y doliente floreció una súplica: “Por favor, querido padre, tendedme una vez más vuestra mano vigorosa que siempre me condujo hacia adelante. Y llevadme a una costa donde no existan culpas y ni aflicciones”. De ese modo pudo deslizarse serenamente en la

enigmática profundidad del sueño.

Al abrir los ojos, Ana comprendió que el suavísimo cosquilleo que había sentido en su rostro había

sido causado por la enorme mariposa que ahora se internaba entre los árboles. La aurora

comenzaba a calentar la hornilla del horizonte y las nubes se esponjaban como hogazas. Las aves

lanzaban sus finas y claras notas musicales. La hueste hacía tiempo que estaba diseminada por la

espesa fronda, hiriendo los árboles con el golpe seco del filo de sus hachas. El grumete Juan le

trajo una zafa con frutas y galleta, que Ana devoró en un santiamén. Luego se apresuró a

participar en aquella labor fatigosa, que suponía una manera fácil de arrojar fuera los

pensamientos que poblaban insoportablemente las mentes de todos. Apenas si detuvieron su

esfuerzo a mediodía, para rezar el Ángelus. Aunque algunos soltaron los perros y se internaron en

la fronda en busca de caza y otros se metieron en el borde del mar para pescar, el resto siguió con

aquella agotadora labor que era una forma de esperar sin esperar nada, de mantener la vida en un

fuego bajo un cielo implacable. Al borde de la noche miraron al poniente sin verlo, totalmente

rendidos y temblando de fiebre. Las manos de la joven estaban despellejadas y su cintura y sus

huesos no eran más que un puro dolor; pero se sentía orgullosa. Habían construido cuatro balsas

y aserrado tablas que servirían de sobreplanes para la reparación de la sentina de la carabela y el

casco del bergantín.

Al día siguiente, que empezó melancólico y negro, Enciso obligó a Balboa a quedarse con

Tarcento y dos cuadrillas de carpinteros para reparar las naves. Los demás emprendieron la

marcha por el espeso bosque, cuyos árboles se enlazaban mediante una maraña inextricable de

plantas parásitas. Se abrían paso a mandobles de espada y golpes de hacha, sonando como una

oscura tropa de mulos tercos. El terreno se alzaba en leves cumbres y descendientes cañadas cuyo

color pasaba por mil tonalidades de verde, coronado por un cielo encapotado. Llevaban dos horas

de marcha cuando un estruendoso chaparrón los embebió. Se agruparon protegiéndose bajo los

escudos durante veinte inagotables minutos. De improviso, el ruido del aguacero cesó y una

explosión de sol sofocante se filtró entre las hojas. Volvieron a caminar, deshaciendo en jirones las

nubes de vapor ardiente que brotaban del suelo. A cada paso, sus escarpes segaban millares de

telarañas entre las raíces y las hierbas. Sus manoplas, abriendo camino entre el tupido follaje,

rozaban destiños grisáceos enredados de avispas secas, restos de élitros, antenas y caparazones

Page 74: Los náufragos de Urabá

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a medio chupar que se adherían al hierro como melaza. Habían avanzado casi ocho leguas cuando

les cortó el paso una gran ciénaga en cuya verde superficie se reflejaban los macilentos troncos de

los mangles y sus correosas hojas. Al echar las balsas en el marjal, un agitar de alas espantadas

levantó el vuelo desde las sombras. Navegando en columna hacia sureste, se abrieron paso entre

un tropel de garzas hambrientas que descendían hacia el traidor espejo esmeralda; sus ecos

frenéticos y opacos hacían croar a las ranas y fruncir los ceños de los hombres con el surco del

mal humor. El cielo había vuelto a adquirir un esplendor agrio y equívoco. Ni una brizna de aire

removía las duras hojas del mangle. Ana, Enciso, Pizarro y una docena de hombres, y seis perros

atados a una estaca clavada en el centro, iban en la primera balsa. Marcaban la corteza de los

troncos para que sirviesen de señal. Las largas vergas se hundían en el cieno con gran esfuerzo y

monótono ritmo. Perdieron de vista la vecina sierra de levante a medida que se internaron en las

sucias aguas. Después, fueron engullidos por una frondosidad que ocultaba el firmamento; el sol,

los vientos y las lluvias no podían penetrar aquel dominio de ramas enlazadas que hacía

extremadamente dificultoso el avance. Una bandada de guacamayos 27 revoloteó con alharacas de

un lado a otro, manchando de fugaces sombras rojas las corazas de los expedicionarios y

sembrando con sus gritos estridentes el sobresalto en sus ánimos. Monos aulladores trepaban

entre el ramaje y se columpiaban de árbol en árbol utilizando el largo rabo como balancín. Los

canes les ladraban, provocadores e inquietos. Entre las sombras se mecían grandes hojas

agujereadas, semejantes a antifaces de terciopelo ocre, que eran plantas de añagaza y

encubrimiento. Una guerra sorda se libraba en los fondos enrevesados de culebras. Un gran

mutismo preñado de fatales augurios reinaba en la hueste, como el silencio de una ardorosa

mente pensadora. A Ana acudió el recuerdo de aquella Laguna Estigia de los cuentos griegos que

tanto gustaba comentar su padre, y comprendió por qué no era concebible que ningún ser vivo

pudiese resucitar tras atravesar el territorio de la muerte. Sin embargo, aquellos compañeros suyos

seguían avanzando; duros, afiebrados, sin cejar en adentrarse más y más en unas fauces

desconocidas que no podían parir la vida en las puertas del más allá, fuese éste Paraíso o Averno.

Como si la desesperación acrecentase sus esperanzas. Como si estuviesen convencidos de que la

única victoria era el propio esfuerzo. Como si creyesen que sólo conquistar al miedo era el

comienzo de la riqueza y la gloria. Al cabo de cuatro horas habían perdido la noción de

verticalidad, en una especie de mareo de los ojos. No sabían ya si la claridad venía de abajo o de

arriba, si el techo era de agua o el agua suelo, lo que era de los árboles y lo que era su reflejo.

Como troncos, ramas, pértigas y lianas se reflejaban en ángulos abiertos o cerrados, acabaron por

creer en salidas, corredores y orillas inexistentes. El aire se hacía cada vez más delgado y fugitivo

entre la suntuosa vegetación invadida de insectos pequeñísimos que les chupaban la sangre del

rostro hasta reventar hartos de ella. Bajo los arneses, se cocían en una humedad pegajosa como

un unto. Pero el terror más profundo era el fango; el fango sin sombra alguna, como la arena clara.

De pronto, las cabezas de tres cocodrilos surcaron la burbujeante superficie del hediondo marjal

en dirección a las balsas. Los perros babearon rabia, alzaron sus patas con frenesí y se hirieron el

cuello al tironear rabiosamente de los dogales. Enciso ordenó a los escopeteros que abriesen

fuego. Bajo la nube azulenca de la pólvora los cocodrilos se revolvieron con espantosos saltos,

abriendo sus violáceas bocazas con dos largas filas de enormes dientes afilados y golpeando las

27 Guacamayo: Especie de papagayo del tamaño de una gallina.

Page 75: Los náufragos de Urabá

69

aguas con atroces coletazos. Pero su piel acorazada había repelido los impactos y siguieron

avanzando con mayor rapidez hacia las balsas.

─¡Entre los ojos! ─gritó Pizarro─ ¡Hay que dispararles entre los ojos!

Y, dando ejemplo, con un tiro de ballesta atravesó con su acerada flecha la cabeza de una de las

bestias. Un mortal brinco catapultó al saurio herido a proa de la balsa de Ana, quien dio tal

respingo que cayó sobre los troncos cuan larga era. El bachiller, mudo de espanto, se apresuró a

izarla, mientras dos hombres clavaban sus picas en los ojos del monstruo, que se sumergió en el

agua con las garras abiertas. Pero aún dio otro espasmódico salto, y sus fauces atraparon a un

desventurado marinero, que con un horrible grito se hundió para siempre en la ciénaga. Un postrer

coletazo, que levantó una nauseabunda nube de insectos, anunció que la bestia y su desdichada

captura morían en la profundidad del fango. Una cerrada descarga de arcabuces acabó con la

existencia de los otros dos cocodrilos. Cientos de pájaros alzaron un vuelo escandaloso y

policromo. Las ranas cornudas croaron con sorna opaca. Una anaconda, de siete varas de longitud

y el grosor de tres falconetes, reptó para sumergirse en el fondo del marjal en busca de los

cadáveres.

Antes de que se repusiesen del sobresalto, una flecha atravesó el ojo izquierdo de un soldado

de la cuarta balsa, que cayó aullando en el lodazal. Todos se echaron de bruces sobre las balsas y

avizoraron la espesura en la que reinaba un silencio de tumba. Cinco nuevos dardos silbaron sobre

sus cabezas. Uno de ellos hirió a un perro que, aullando, trastabilló sobre los troncos y cayó

muerto en medio de tremendas convulsiones. Al comprender que el veneno inficionaba las puntas

de los dardos de los invisibles indígenas, los corazones de los aventureros temblaron de

impotencia, furia y miedo. La inmediata réplica de las armas de fuego, disparadas a ciegas sobre la

fronda que los embebía, hizo ensordecedora la general desbandada de los animales de la selva a

la que siguió el más inquietante mutismo. Tres nuevas flechas acabaron con la vida de otros tantos

españoles. La violencia de los arcabuces desató un blando quejido de ramas. La nube de pólvora

lo envolvió todo, sin permitir ver un cuerpo que desde lo alto de un árbol cayó sobre el agua tras

un zumbido de hojas que recordó al batir de una matraca. Cuando pudieron observarse

nuevamente, vieron el cadáver de un hombre flotando en la superficie de la ciénaga. Vestía

únicamente una pluma de tucán atada a una cinta que ornaba su cráneo. Los expedicionarios

siguieron inmóviles, presintiendo la muerte en el susurro de los árboles. Con el sobresalto en las

mandíbulas, las manos velozmente atareadas en limpiar los cañones de las armas de fuego para

volver a cargarlas, y el frío sudor perlando sus frentes, se miraban a hurtadillas espiándose

secretas reacciones. Inesperadamente, un grito inhumano retumbó en la fronda.

─¿Qué ha sido eso? ─susurró alguien.

Nadie le contestó. Al grito había sucedido un silencio aterrador. Escuchaban atentos esperando

que se volviera a repetir el chillido. Ballestas y arcabuces apuntaban con nerviosismo en todas las

direcciones.

─¿A qué aguardan?

─A que caiga la noche.

─No podrán vernos en la oscuridad.

─¿Estáis seguro?

─Habrán desistido.

─¡Nunca desisten!

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70

─Si conservamos esta posición no se acercarán a nosotros.

─Pero tampoco nosotros saldremos de aquí.

─Nos dan a elegir: cocodrilo, serpiente o flecha.

─¿Os fiais de los dientes de esos monos negros?

─Ni siquiera de las ranas. Tienen los ojos rojos.

─Salgamos de aquí de una vez por todas, ¡rediós! ─gritó Pizarro.

Nada más ponerse nuevamente en marcha las balsas se cruzaron con seis desnudos cadáveres

que flotaban con el azul de la muerte en sus labios. El destello del canuto con que cubría su pene

una de las víctimas deslumbró a alguien de la segunda balsa, que gritó:

─¡Oro!

Sobre la ponzoña inmóvil fulguraba el metal omnipotente que en los ensueños pretéritos había

rozado el corazón de todos aquellos hombres convirtiendo su pensamiento en un volcán en

erupción, y los había conducido al extrañamiento, la aventura, el dolor, el tesón heroico y la locura

en la que se hallaban. Sólo quien había sido capaz de pronunciar la mágica palabra tuvo fuerza

para lanzarse sobre la ciénaga, dar con el puñal un tajo en los genitales del cadáver y arrebatarle

aquella joya que lo divinizaba. Entre las soeces risotadas de los demás, alzó en su puño cerrado el

portapene que chorreaba sangre, mostrándolo con el éxtasis del delirio. Pero su alborozo se le

heló en los labios para siempre: una flecha surgida de las sombras le atravesó el paladar en el

instante en que volvía a gritar el nombre del metal portentoso. Nuevamente las armas de fuego

atronaron la selva. Y bajo la nube de pólvora el desgraciado favorecido por el oro se hundió en el

fango con su execrable trofeo, cuya diabólica potestad lo sujetaba en amistad tiránica que lo

conducía al sueño definitivo de la muerte. El chapoteo de las pértigas se hizo más afanoso.

Al empezar a flotar los anofeles sobre el asqueroso caudal del ocaso, los mangles empezaron a

doblar su hirsuta celosía ante una ensenada sincopada por ceibas, almácigas y plátanos salvajes,

que tenían la firmeza de un ejército silencioso presentando armas. Más allá, grandes masas de

negros nubarrones parecían bañarse en una neblina de sangre. Los expedicionarios saltaron a

tierra. Un caimán muerto, de carnes putrefactas, debajo de cuya escamosa piel se metían por

enjambres las moscas verdes, los aguardaba. Era tal el zumbido que resonaba dentro de la carroña

que, por momentos, alcanzaba una afinación de queja dulzona, como si una mujer gimiese por las

fauces del corrompido saurio. Una bandada de estorninos navegó entre ellos, buscando su

alimento entre las duras matas sembradas de rocas. La hueste se vio obligada a desbrozar con

hachas y espadas una vegetación trabada en intríngulis de bejucos, garfios y enredaderas que fue

desapareciendo lentamente, hasta que convirtió la tierra en un páramo calizo preñado de piedras

opalescentes que se hundían en una bruma cada vez más negra. El cercano bramido del mar

multiplicaba sus ecos en el cielo resonante y negro. La noche era oprobiosa.

─Ni aún las manos alcanzo a verme ─se impacientaba Ortuño de Baracaldo.

─Así no conoceréis vuestro porvenir ─bromeó Juan, el grumete.

─El Señor nos da las penas para que nos abracemos con ellas ─sentenció el orondo

franciscano.

─Entonces debió habernos dado ojos de lobo, para ver en lo oscuro ─le replicó Barrantes.

─¡No blasfeméis! ─riñó el fraile.

Un poco más adelante apareció ante ellos una agrietada salina cortada aquí y allá por simas

verticales. Una vieja y astrosa palmera de tronco grueso y deforme restregaba con seco rumor su

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lacio ramillete de flabelos muertos. Jacinto Pancorbo, natural del Bierzo, miraba con lástima una

cantimplora, aleteándola una y otra vez con desesperada desgana ante sus irritados ojos.

─Nunca creí que llegara a esto ─sollozó─. Voy a tener que cambiar mi orujo por un poco de

agua.

Pero nadie lo escuchó. Una fuerza imantada parecía llevarlos hacia delante, como el curso

montañoso de los manantiales en busca de la serenidad del valle, adentrándose en el abismo de

una noche que, enamorada de sí misma, esparcía el miedo por el aire. El berciano volvió a repetir

su llamada de auxilio:

─¿Nadie quiere cambiar mi orujo por un poco de agua?

─¡Pobre Pancorbo, tenéis el pensamiento cargado de oro y no podéis compraros ni un trago de

agua! ─murmuró una sombra que caminaba como un autómata tras él.

Una iguana miraba a la expedición; estólida, con la papada abierta en abanico y los codos en

jarras. Fray Andrés de Vera reparó en las bolsas hendidas de aquellos ojos fosforescentes,

mientras sobrepasaba al angustiado Pancorbo que se había derrumbado en tierra.

─Mirad ese lagarto, hijo. Se siente mucho mejor que vos. ¡No hay derecho!

Y descerrajó un tiro de arcabuz sobre el reptil, que se esparció por los aires convertido en una

repugnante lluvia gelatinosa y verde.

─¡No teníais motivo para hacer eso! ─se le enfrentó el gigantesco Ortuño.

─¡Estoy harto de lagartos! ─protestó el fraile.

─No os hacía ningún mal. ¿Por qué habéis tenido que matarlo?

─¡Que me aspen si os entiendo, hijo! ¿Qué demonios os pasa? ¡Sólo era un lagarto!

El baracaldés le volvió la espalda.

─¡Todo este jaleo, por un asqueroso lagarto! ─rezongó el franciscano.

Pancorbo, de rodillas, lloraba alzando su cantimplora a los compañeros que lo sobrepasaban

impertérritos.

─Si alguno de vosotros no tiene la caridad de darme un poco de agua, creo que moriré de sed.

─Es muy posible ─le dijo Botello. Y poniendo su mano en el hombro de fray Andrés de Vera,

añadió, socarrón:

─¿Por qué no bendecís esas piedras, santo fraile? ¡A ver si las convertís en un fresco manantial!

El franciscano relampagueó un cuchillo, y chilló:

─¡No blasfeméis u os parto el alma!

Una centella rasgó el firmamento y, tras el trueno ensordecedor, comenzó a llover a torrentes.

Pancorbo se dejó caer en la tierra yerma, con los brazos y la boca abiertos al cielo, riendo como un

poseso. El fraile alzó sus ojos a la negra vaciedad sobre su cabeza y, mientras se santiguaba con

obsesiva reiteración, clamó:

─¡Gracias te sean dadas, Dios omnipotente!

La intensidad de la lluvia arrancaba de la tierra un cinturón de vapor tan denso que creyeron

caminar entre nubes. Pero el peso de sus armaduras, por las que resbalaban regueros de agua, los

fue doblando hasta hacerlos avanzar arrastrando sus manos y rodillas sobre el barro. El grumete

Juan y Cristóbal de Valdebuso habían entrelazado sus manos para formar una especie de silla en la

que, sentada y asida a los hombros de los dos jóvenes, una Ana, desfondada, podía continuar la

aciaga jornada. Media hora más tarde, una luz extraña brilló en los ojos de Enciso, que iba al

frente. Se detuvo, zarandeó su cabeza y se restregó los ojos, como un enfermo que quiere

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distinguir entre el delirio de la vigilia y la realidad hueca de la noche. Pizarro se le aproximó con

parsimonia en el instante en que el bachiller musitaba, con la incredulidad de quien está siendo

tentado por un espejismo:

─Creo estar viendo...

─...San Sebastián de Urabá ─concluyó con infinita apatía el de Trujillo.

Los castellanos se detuvieron con la mirada absorta en aquel horizonte, tan hondo y

esperanzador como las lágrimas. Y, como cada uno cree fácilmente en lo que teme y en lo que

desea, sintieron ascender en sus entrañas un nuevo presagio de cumbre tocada con las manos.

No importa qué agotamiento, furia o miedo hayamos padecido en nuestro camino; lo peor es,

siempre, llegar a la meta. La primera colonia de Castilla en Tierra Firme no era más que un reguero

de astillas chamuscadas que flotaban en el barro de negros charcos. Durante diez días el cielo

siguió rasgándose en relámpagos, y una lluvia unánime y aborrecible anegó la tierra hasta

convertirla en un lago sin límites. La hueste se transformó en una envilecida bandada de pájaros

inmóviles en las ramas de los frondosos árboles. La tempestad de oro y gloria que se había

agitado un día en sus mentes era ahora una llaga que supuraba la fosca pululación del bochorno

de quien ha arribado extenuado a la república del fracaso. Cualquiera de aquellos hombres

hubiese aceptado una sentencia de muerte para huir de la sentencia de vida que la providencia les

había traído en la mano. “Estoy en el reino del espanto y vigilando su anegada ruina como una fúnebre lechuza”, se decía el bachiller Enciso temblando de cólera. Encogido como una oruga,

calado hasta los huesos y retrepado en la rama de una ceiba, se preguntaba si tanto esfuerzo

merecía aquella vergonzosa e intolerable derrota. Y maldecía al implacable Jehová de sus

antepasados porque había insuflado en el corazón humano la inseguridad, la incertidumbre y la

desconfianza como únicas verdades; porque no se cansaba de recordarles que su más acerbo

dolor consistiría siempre en aspirar a mucho más de lo que podía lograr; porque había anudado de

tal modo su destino, que jamás podrían desatarlo; porque con aquella feroz tragedia sin duda se

vengaba de quien había abjurado sinceramente de la fe mosaica para abrazar con determinación el

cristianismo.

Ana luchaba para no aceptar que aquella cabal ausencia suponía la desgarradura final, la

irrefutable evidencia de que las huellas del infortunado Cecilio Támara habían sido borradas para

siempre de la faz de la tierra. La esperanza y la terquedad, que desde que salió de Santo Domingo

contenía todos sus instantes, le ardían poderosas en su interior, intentando contradecir la ruin

revelación. “También las olas del constante mar ─pensaba─ se persiguen y acaban por romperse, pero el mar no se agota”. Y le pidió a Dios que, puesto que había cumplido su anterior

demanda de que secase su corazón como una hoja marchita, ahora lo aventase a todas las

zozobras, si de ese modo podía encontrar a su esposo.

Al cabo de tres días inagotables, un viento huracanado acarreó las nubes y un justiciero sol

embebió la tierra extrayéndole un vapor ardiente que disuadía a fieras y pájaros a abandonar su

exilio. Los conquistadores tuvieron que arrojar sus armaduras a aquella inmensa vaharada que los

abrasaba y les hacía fantasear con encontrarse cociéndose en el preludio de las puertas del

infierno y sus eternas ascuas. Sólo cuando una polícroma cohorte de aves comenzó a rodearlos

con su vuelo al sexto día, se arriesgaron a descender de sus improvisados cubiles arbóreos. Las

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botas del maestre Zamudio chapotearon con fuerza en el barro burbujeante hasta encontrarse con

Enciso.

─Señor bachiller ─le dijo─, vos diréis qué hacemos.

─Contad el oro que el maldito polizón os prometió que hallaríais en esta tierra.

El maestre se encogió de hombros, con la serenidad de quien sabe que ante el tumulto blasfemo

del mundo debía refugiarse en el silencio.

─Pero, antes ─añadió el bachiller─, volveremos a levantar esta ciudad.

─Hay que no acelerarse, señor. Herramientas y pólvora están empapadas.

─Se secarán, señor maestre, como se ha secado la tierra.

─Os recuerdo que andamos escasos de provisiones.

─Mientras unos construyen las casas, otros explorarán el entorno en busca de alimentos.

─Recordad, señor Enciso, que Pizarro nos advirtió de la inclemencia de esta tierra.

─Si dijo la verdad en eso, también será cierto que el gobernador Ojeda volverá con la ayuda que

fue a buscar. Y aquí lo esperaremos.

─¿Y los indios y sus flechas envenenadas?

─¿No confiáis en el temple de vuestra espada, señor Zamudio?

El maestre volvió a guardar silencio, con pudor estoico; pero los expedicionarios sintieron la

lisura de sus aceros bajo las lentas yemas de sus dedos. Aquel latigazo de ira colectivo no pasó

desapercibido para el bachiller, que encendió la mecha de su pistola y alzó la voz para ordenar:

─Quien tenga suficiente valor para declarar su cobardía, ¡que dé un paso al frente!

Una peligrosa sombra barrió el percudido rostro de la hueste. El berciano Pancorbo se rasgó su

escaupil y sus calzones. Desnudo de pies a cabeza, salió de en medio del grupo y echó a correr

hacia el horizonte festoneado aún de blancas gasas de ardiente vapor; como una figura de

ultratumba perseguida por el aterrador eco de sus bramidos. Enciso le disparó. Un rugido de

corazón roto rebotó en el rostro frenético del inmediato bosque y mil pájaros aterrorizados se

elevaron hacia el cielo. Ana dio tres zancadas y propinó una formidable bofetada al rostro del

bachiller. Los ojos de Enciso asaetearon la faz de la joven, cuya furia tremolaba en sus labios. Un

escalofrío presionó las espaldas de la hueste. El bachiller volvió su cara descompuesta hacia el

franciscano.

─¡Id a bendecirlo! ─le ordenó con voz estrangulada por la ira. Y señalando a los grumetes,

añadió:

─¡Ayudad a que tenga cristiana sepultura ese desgraciado!

Volvió a medir a Ana con el alcance feroz de sus pupilas y dijo con voz excesivamente

articulada:

─Señora, dad gracias a Dios por ser mujer... Aun así, os prevengo: no soy un caballero.

─¡Ni tenéis sentimientos!

─Ese pobre hombre se había vuelto loco.

─¿Estáis seguro de no estarlo vos?

─Después de morir no se sufre ─. Aquella verdad relució en las mentes de todos como una

moneda bajo la lluvia. Un vértigo en su imaginación les descendió a la última sombra, donde ya no

había ni necesidad ni afán; y envidiaron la suerte de Pancorbo.

─¿Habéis visto alguna vez agonizar a un loco? ─preguntó el bachiller a Ana.

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─Los estoy viendo vivir.

─Deberíais alegraros por ello ─resolvió Enciso.

Y dando la espalda a la joven tomó un hacha del montón de herramientas y anduvo con paso

firme hacia los árboles. Los hombres seguían inmóviles y con la mirada exasperada: parecían

criminales conscientes de sus fechorías y no hombres honrados atormentados por la desolación. El

filo del hacha del bachiller se hincó por tres veces en el tronco de un árbol. Entonces Zamudio

imitó la acción de Enciso. Lo siguieron los caballeros, Pizarro y la propia Ana. Era lo que

esperaban y odiaban hacer los demás: la llamada inexcusable del deber, que borra o mitiga la saña

de lo real, que agazapa la seguridad de la muerte. Esa era su vida, carente de trayectoria, a salto

de mata; una epopeya compuesta sólo de episodios que no formaban trama. Morían a diario para

renacer a otra vida de la que tampoco eran capaces de representarse su futuro. El simple impulso

creaba su sino; por él emprendían una acción impremeditada, no importaba cuál, con tal de que los

pusiese en un brete que tuviesen que afrontar.

Días más tarde arribaron la carabela y el bergantín. Balboa, Tarcento y sus dos cuadrillas de

carpinteros se unieron a la insensatez de aquella manada cocida por el barro, que intentaba

reconstruir con manos en carne viva una ciudad digna de llamarse San Sebastián. Iban y venían

entre el talado término del bosque y la ribera sinuosa, mientras el sol les encendía las caras y los

torsos. Se agachaban, se levantaban, clavaban con ahínco el filo de sus hachas, empujaban con

sus pies los heridos troncos, para que crujiesen expandiendo agónicamente las lonas de su follaje

en una lluvia verde sobre el mar de helechos. Actuaban a conciencia, sin preguntarse por la

utilidad de aquel trabajo; como si en aquella tarea agotadora encontrasen la paz. “Ninguno de

ellos cree aún estar aquí ─reflexionaba Ana, mientras utilizaba el serrucho para desbastar un

tronco recién talado─. Reniegan de esta tierra porque no creen que ella sea su futuro. Y hacen bien. Si perdieran esa ilusión y abrieran bien los ojos, aunque fuera un instante, se verían atrapados en un sueño imposible, lo mismo que estoy yo”. También Balboa consideraba que en

aquella labor extenuante no había ni porvenir ni nobleza. Ese desvivirse inútil no era sino una

demostración de vanidad que encubría miedo e impotencia. Y, como el zorro siempre cree que su

sombra es inmensa, cayó en la cuenta de que podía utilizar un ardid que, de salirle bien, no sólo

acabaría con aquella ocupación sin sentido para nadie, sino que podría abrirle las puertas de un

destino grandioso. Así que esperó a que la hueste se reuniese para cenar y dijo, con la serenidad

de quien está convencido de que en medio del infortunio se ha de tomar un camino osado:

─Yo me acuerdo de que los años pasados, viniendo por estas costas a descubrir con Bastidas,

Tarcento, Joaquín de Muñoz y el bravo Ábrego, que Dios tenga en su gloria, entramos a la parte

occidental de este golfo y navegamos un gran río que los indios llaman Darién, que arrastra

escamas de oro. Desembarcamos, y vimos un pueblo que tenía muy fresca y abundante tierra de

comida, donde la gente que lo habitaba no ponía veneno en sus flechas. Le dimos el nombre de

Santa María de Belén.

─Es cierto ─dijo Joaquín de Muñoz.

─Dice la verità ─corroboró el piloto friulano.

Los corazones de los expedicionarios latieron con tal violencia que parecían querérseles salir de

los pechos. A alguno se le atragantó el vino, cuya aspereza mitigaba la salazón de la cecina.

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─¿Recordáis, Balboa ─dijo Enciso, con tensa calma─, cómo se retira el mar de la playa y cada

vez se aleja más? Pues si abandonáramos esta tierra, haríamos lo mismo con el honor de Castilla y

con el nuestro.

─El honor es sólo la gloria que sigue a las acciones heroicas. Hagámonos fuertes primero allá

donde podamos realizarlas.

─Os consideráis demasiado, polizón. Queréis que vuestro deber como súbdito no os aparte de

vuestros intereses. ¿No es eso?

─Así es.

─Tendría que mataros por declararlo.

El lejano marfil de la luna lograba que la tranquilidad de lo que los rodeaba tuviese una

majestad tan augusta que las palabras se quedaron en los labios durante un largo instante, como

contenidas por el temor a una profanación. También en la mente del desdichado bachiller la

proposición de aquel maldito polizón había repercutido con más ecos que un disparo de arcabuz.

El torbellino de la duda se instaló en él, para inspirarle presunciones de naufragio; pero, ¿qué

podía conseguir negando lo que todos, y él mismo, anhelaban con desesperación?

─Espero, por vuestro bien ─dijo─, que lo que prometéis no sea una fullería más.

La sonoridad de un pedo, soltado por Ortuño con toda la fuerza y el hedor de la naturaleza,

rompió la tensión de los rostros; les pareció a todos una burla de los escrúpulos del capitán

general de la expedición.

─Ripeto che dice la verità ─volvió a testimoniar Codro Tarcento.

─Juro que es cierto lo que dice Balboa ─remachó De Muñoz.

Los once caballeros tenían sus ojos inquisidores prendidos en el bachiller, y ni siquiera el

crepitar de las hogueras hacía mover sus rictus estatuarios; esperaban de él las palabras

esenciales.

─Mañana partiremos hacia el otro lado del golfo ─resolvió Enciso, con la perplejidad de quien

es sorprendido porque el sonido de su voz afirmaba algo contrario a lo que le ordenaba su estricto

sentido del deber.

Esa inesperada decisión le demostraba a Ana que sólo lo extravagante convencía a aquellos

hombres con nervios deshechos, que se empeñaban en embriagarse de sí mismos. A ella no le

quedaba más que rogarle a Dios que tal desmesura no originase más tempestades. Había

aprendido en aquellos días que una liviana mariposa al posarse en una rama podía hacer caer todo

lo que había en el árbol.

Esa noche soñó que un pico desconocido se le clavaba en el pecho, inmovilizándola casi sin

dolor, mientras el pájaro hundía el pico en su sangre que chupaba con creciente intensidad. Ella ya

no sabía si se estaba desangrando o convirtiéndose en pájaro; uno de aquellos pájaros que

trazaban al volar los códigos indescifrables de su porvenir, que era ya sólo el azar.

Un espantoso grito despertó a todos, sobrecogiéndolos: Odón Valverde, un cenceño palurdo

burgalés, acababa de degollar a quien dormía a su lado, porque sus ronquidos le impedían

conciliar el sueño. Enciso, con inmediata indiferencia, mandó castigar con cincuenta azotes al

asesino. Cuando el sol aún no había salido y el firmamento aparecía iluminado por el fuerte azul de

las postrimerías de la noche, el desventurado Valverde se había librado del dolor de los días,

colgándose por el cuello en la rama de un árbol.

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Por segunda vez quedó Francisco Pizarro en San Sebastián de Urabá; al mando de setenta y

cuatro hombres y con el bergantín en la rada. Ana y los cuarenta y cinco restantes se hicieron a la

mar en la “Virgen del amor hermoso”. El puesto de Sabino Ábrego lo ocupó Hernán Muñoz, un

asturiano de treinta y pocos años, prudente, meticuloso y, en realidad, un lobo marino en quien la

dureza y el peligro de la vida naval nunca habían perjudicado a su instinto natural de disfrute

sensible. Había sido gaviero de proa a las órdenes de Juan de la Cosa en el segundo viaje de

Cristóbal Colón al Nuevo Mundo, y piloto en la carabela Santiago de Palos, en el cuarto viaje del

Almirante Viejo. Cuando Bartolomé Colón lo culpó injustamente del hundimiento de esa nave ─que

en verdad naufragó carcomida sin remedio por la broma─, fue visto por todos como un ave de mal

agüero, lo que le deparó no ser contratado en navío alguno durante casi cuatro años de incuria

extrema; hasta que Martín Zamudio lo escogió como gaviero para la expedición de Ana y Enciso.

Como toda la tripulación de la “Virgen del amor hermoso” respetaba su experiencia y bonhomía, y

se habían percatado de que en las faenas era infatigable, y tomando rizos a las gavias siempre

estaba el primero a caballo del penol a barlovento, nadie se opuso a su nombramiento como

contramaestre. Es mucho lo que se gana con un buen presagio, y hasta la superstición de ayer se

vuelve útil cuando está afirmada por la fe.

Las veinticuatro leguas de agua tersa del golfo de Urabá yacían refulgentes como un lecho de

joyas. Navegaron de espaldas a la aurora, con la arrogancia de los hombres azuzados por el

hambre; mordiendo el tesón como una fruta ácida. En lo hondo de sus angulosas y oscuras

delgadeces brillaban nuevamente las pupilas ofuscadas por la esperanza. Tras día y medio de

travesía la tripulación se reunión en el castillo de proa, a observar bajo el cielo del oeste una tierra

con contornos irregulares y quebradizos, como una sombría runa en la llanura basta y desierta del

mar. Cuando pudieron observar con más nitidez la costa plagada de corotúes, manzanillos, laureles

y caobas que eran el adarve de la profunda selva, reinó entre ellos el alborozo, sin saber por qué;

soñaban con que llegaban a las puertas de una ciudad en cuyas aceras ningún hombre mendigaría

ni reclinaría la frente ante sus señores. Cuando la carabela rozaba ya la costa, como un gran pájaro

que volase hacia su nido, el agua formó remolinos privados de la diadema de espuma del mar. Sin

dudarlo, Codro Tarcento se internó en la desembocadura de aquel río que venía del sur infestado

de escollos. Así como los aleros de una ermita se pueblan de golondrinas, aquellos torvos

arrecifes albergaban albatros, picogordos y gaviotas de todas las variedades. Zamudio y De Muñoz

ordenaron echar los escandallos de las sondas. El friulano fijaba el rumbo con tensa energía,

sorteando uno tras otro los grumos de corteza terrestre que semejaban galeones desarbolados y

encallados sin orden ni concierto. A lo largo del cada vez más estrecho caudal podía verse una

ligera neblina de pálidas nubes que no variaban nunca ni su forma ni su color. Todos los ojos

estaban pendientes de la menor sombra de coral, arrecife o banco de arena en el agua. Cada

embate de la corriente en la proa era un sobresalto, una presión helada en la nuca, una enorme

indecisión a la deriva.

Se habían alejado del golfo como media milla hacia suroeste cuando los perros comenzaron a

ladrar. Y, desde la cofa, Valdebuso alertó de lo que alcanzaba su vista, con una voz más

contundente que un epitafio:

─¡Indios!

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Se arrojaron de bruces sobre la cubierta y, a rastras, se enfundaron en lorigas y almófares.

Resguardados tras la amurada, los escopeteros se encararon los arcabuces y profundizaron con la

mirada en las sombras. Sólo entonces se dieron cuenta de que al menos cuarenta de aquellos

rojos troncos de hirsuta cresta que tenían enfrente no eran sino indígenas apostados entre los

repliegues de las rocas; su desnudez e inmovilidad de estatuas los confundía con el paisaje del

que formaban parte. Sus ojos atisbaban perplejos la carabela. Iban armados con garrotes, arcos y

jabalinas. Llevaban el cuerpo pintado con una geometría caprichosa y feroz.

─¡Que nadie dispare! ─gritó el bachiller, con esa altivez insultante de los hombres tímidos.

Repentinamente, los nativos deshicieron su hieratismo y comenzaron a caminar al costado de la

nave, con un andar suave de pasos elásticos y fuertes, como si cada una de sus piernas estuviera

cargada de saltos. Aquella marcha de fuerza y voluntad acompañó la derrota de la nave durante

una eterna media hora. Al ver que la niebla se les echaba encima a escape, Hernán Muñoz ordenó

agolar las velas y echar el ancla, que cayó al fondo con un ruido parecido al redoble de un trueno

lejano. Un instante más tarde, las armaduras dejaron de ser un oleaje de chisporroteantes reflejos,

al ser tragadas por un sudario sofocante que impedía a sus dueños contemplar mutuamente sus

tormentas de exasperación. Cuando, más tarde, el velo se disolvió, los indios habían desaparecido.

Y eso fue casi peor que si se hubiesen quedado. Los trancos de Enciso resonaron abriéndose paso

hasta el palo mayor. Se puso a media rodilla, desenvainó la espada y se encomendó a la santísima

Virgen de la Antigua, prometiéndole que, si le concedía la victoria, enviaría a su altar de Sevilla un

romero con los más ricos presentes que hallara, y pondría su bendito nombre a la ciudad que en

aquella tierra fundase. Transfigurado de solemnidad, mandó desplegar el pendón blanco y azul en

cuyo centro campaba una roja cruz. Señalándolo con la punta del acero, dijo en voz alta:

─¡Amigos, sigamos a la cruz! Y con la fe en este símbolo, ¡conquistemos!

La hueste saltó a tierra. Antes de abandonar la nave, el bachiller tomó a Balboa palabra de honor

de que permanecería a bordo, en compañía de Ana, Tarcento, cuatro artilleros y diez marineros.

─Si Dios nos obligase a una vergonzosa retirada ─dijo, mirando al piloto─, cubrid nuestras

espaldas con el fuego de las culebrinas.

Su tranquilo reposo era lo que más llamaba la atención de la franja de hierba abejera

comprimida en un marco de bosque empinado donde desembarcaron. Enciso mandó a Jorge

Sánchez Gallo y Alfredo Bernaldo de Quirós que se adelantaran como atalayadores. Luego, formó a

sus hombres en una relumbrante herradura; tal como había aprendido en Suetonio que hacían los

generales romanos. En vanguardia y al centro, dispuso a los caballeros, al abanderado Bartolomé

Hurtado, a los dos clarines de llamadas y a diez ramaleros con los canes. Montó al frente de todos

y mandó avanzar. Ana, en la barandilla de la carabela, alzó los ojos al cielo y se persignó.

─No desconfiéis, señora ─le dijo Balboa─. El temor atrae el peligro.

─Ya que Nostro Signore ─urgió Tarcento─, se tomó la molestia de colocar nuestras cabezas

sobre los hombros, hagamos tutto il migliore por conservarlas donde las puso. Preparemos quelle armi.

Con airados chillidos de protesta por la violación de su denso reino, un ejército de pájaros

revoloteó alrededor de los españoles, confundiéndolos con sus alharacas. El tórrido y pegajoso

calor parecía preñado de fatales augurios. La suntuosa vegetación estaba invadida de insectos

pequeñísimos que chupaban la sangre de las patas de los caballos y de los rostros de los

conquistadores. Los adalides hollaron la selva virgen con dificultad, pues los altísimos helechos

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que ocupaban el hueco entre los árboles hacían casi imposible el trote de sus corceles defendidos

con pecheras, testeras y costados de cuero. El estrépito de sus cascos y petrales de cascabeles

fue succionado por aquel verdor perfumado y exuberante. Al cabo de un tiempo llegaron a un claro

donde salieron a recibirlos unos cuarenta hombres cobrizos, medrosos, desnudos y con la

estupefacción fijada en sus ojos. Los dos adalides frenaron sus monturas y Sánchez Gallo requirió

en voz alta:

─¿Sois hombres, brutos o demonios?

Los nativos se miraron perplejos, y tras un vago rumor en sus labios temblorosos, echaron mano

a sus algabas y pusieron flechas en sus arcos de caña.

─¡Hablad, si sois hombres! ─gritó Sánchez Gallo, desenvainando su espada─.

Picó espuelas hacia los nativos. Brillaron en el aire dos dardos. Uno de ellos hirió el ojo derecho

de Sánchez Gallo. Corcel y caballero rodaron agitándose en un confuso amasijo de hierro. El animal

huyó al galope en dirección a la querencia de la carabela, arrastrando al infortunado jinete ─aún

con un pie enganchado en el estribo─, haciéndolo rebotar de árbol en árbol con mil siniestros

ecos. Salió disparada una nube de flechas y Bernaldo de Quirós midió el suelo con sus costillas. Al

intentar ponerse en pie, una azagaya lo hizo caer nuevamente. Sin embargo, aunque

trabajosamente a causa del peso de la armadura, volvió a alzarse. Pero una nueva azagaya le

atravesó el almófar y le quitó la vida. Los caballos espantados de los dos adalides muertos

abrieron una brecha en la herradura de la infantería mandada por Enciso. A pesar de que aquel

aviso llenó a la hueste de temor y superstición, continuó el avance. Sus vivas imaginaciones,

alucinadas por la engañadora luz, les hacían ver formas humanas en cada rama que oscilaba, o la

jaspeada mirada de un tigre en la sombra vacilante de cada flor o fruto. Aquel era el mundo de la

mentira, de la trampa y del falso semblante. Allí todo era disfraz, estratagema, juego de

apariencias. Los bejucos parecían reptiles y las lianas serpientes. Las cortezas caídas tenían la

consistencia del laurel en salmuera. Los hongos simulaban espolvoreos de azufre junto a la

falsedad de un camaleón demasiado rama, demasiado lapislázuli, demasiado simulación de

salpicaduras de sol caídas a través de hojas que nunca dejaban pasar el sol entero. En todas

partes parecía haber flores, pero sus colores eran mentidos por la vida de hojas en distinto grado

de madurez o decrepitud. Parecía haber frutos, pero su redondez era falseada por terciopelos

hediondos, bulbos sudorosos o vulvas de plantas insectívoras. De pronto, cuarenta hombres

desnudos y con sus armas prevenidas avanzaron hacia ellos. Los ramaleros soltaron el dogal de

los perros, y en un decir amén las mandíbulas de los lebreles se hincaron sobre las espantadas

carnes desnudas de los nativos, que intentaban salvarse a la carrera. Enciso dio orden a los

escopeteros de hacer fuego. Un terrible estruendo sacudió los helechos, plagando de verdes hojas

la nube de pólvora y dejando en el suelo quince atónitos cuerpos lanzando gritos y quejidos. Los

pájaros salieron a centenares por todas partes, volaron aturdidas mil multicolores mariposas. Tan

fácil victoria, y la seguridad de que las flechas de sus enemigos no estaban envenenadas, infundió

a los conquistadores el coraje necesario para seguir avanzando con obstinado porte, corazón

orgulloso, frente rebelde, oído atento, alma de sangre y la visera baja escondiendo el ansia. El

franciscano y los tres grumetes se encargaron de dar sepultura entre helechos y orquídeas a los

dos caballeros atalayadores sorprendidos por el definitivo abrazo de la muerte.

La marcha de la hueste duró al menos dos horas, sin hallar otra señal de vida que la densa

fluorescencia de la luz que cubría sus cuerpos con una ondulante retacería de sombras que les

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proporcionaba un aire espectral. Invadieron con su hierro la convulsionada exuberancia de raíces y

arbustos de intensa lascivia; perforaron con sus ojos avizorantes las profusas ramas de árboles

añosos; espantaron con sus escarpes el silencio de las larvas y la viscosidad de las orugas;

quebraron somnolientas sombras desde las que eran observados por cien mil ojos lentos de

gusanos, serpientes, roedores y pájaros. Era como si el mundo se hubiera despoblado

súbitamente y se ofreciese como un ámbito mágico que esperaba ser poseído por nuevos dueños.

En la mente de todos ardió la duda de si aquel fugaz y victorioso encuentro con los indígenas

había sido real y no el estupefaciente producto de una pesadilla colectiva. Sin embargo no cejaron

ni un segundo en adentrarse en aquella selva, que cada vez se hacía más empinada, y parecía

conducirlos a ninguna parte.

Mas como lo que nos desespera acaba siempre por revelársenos, de súbito resonó un gran

tumulto de voces dominadas por la más feroz de las pasiones. La selva se pobló con centenares de

hombres desnudos que atacaron a la hueste por todos los costados. Los aventureros acogieron

aquel horrísono griterío con el alivio de quien vuelve a sentir el latido de su sangre bajo la piel

erizada, cuando ya creía haberse convertido en inmaterial fantasma cuyos pecados le condenaban

a vagar sin rumbo por un mundo deshabitado. Esa certeza les confirió la furia y valentía necesarias

para convertirse en homicidas. Tras la alarmante llamada de los clarines, los canes fueron los

primeros en lanzarse frenéticos contra los enemigos; sus dentelladas y zarpazos desgarraron

espaldas y pechos desnudos, arrancaron narices y orejas, seccionaron yugulares que se convertían

en borbotones de sangre. Los cascos de los corceles patearon espaldas y aplastaron cráneos,

mientras sus jinetes ensartaban con sus aceradas lanzas cuerpos cobrizos desnudos. Apresurados

por matar para no ser matados, los infantes de a pie acababan la resistencia de los enemigos

acuchillándolos aún después de muertos. Los nativos, al ver que sus armas rebotaban inocuas en

los escudos y armaduras de aquel pavor herrumbroso que avanzaba sembrando la muerte,

desmayaron su ataque y volvieron a huir con pies de viento. Los caballeros galoparon tras su

rastro hasta que, inesperadamente, los cegó una deslumbrante explosión de luz que, irradiando

mil haces, logró que canes, caballos, jinetes e infantería se despeñasen por un precipicio de lajas

rocosas que levantaba la selva entera a treinta varas sobre un desnudo páramo. Cascos, espuelas,

pezuñas, arcabuces, lanzas, espadas y armaduras chisporrotearon su imparable descalabro en el

pedernal, como fuegos fatuos de una legión de espectros. Ya en tierra, la magullada hueste se

desperdigó como pudo por el yermo, perseguida por nubes de flechas que salían de las altas

copas de los árboles que lo circundaban. Corrieron aterrados, sin detenerse a mirar ni saber hacia

dónde huían, llorando y maldiciendo al Creador por haberles permitido vivir para sentir aquella

derrota; hasta que sus propias voces, gritando, pidieron tregua en la carrera. Terminaron por

apiñarse, humillados, en un compacto amasijo protegido por sus escudos, como un gigantesco e

indeciso puercoespín henchido de blasfemias y aislado en el centro de la llanura. Al sur, oeste y

este, la encumbrada selva. Al norte, un amplio y escarpado cerro con brusco perfil de enorme

animal mitológico. Un silencio imponente dominaba el espacio.

Los indígenas, que habían aprendido a no exponerse a la vista de sus enemigos, dispusieron

espías emboscados en lo alto del macizo, mientras a su espalda el resto tensaba sus arcos de

caña. A una señal de los observadores, los arqueros lanzaron contra el cielo sus flechas que, tras

describir un sibilante arco que rasgó la luz del sol, cayeron sobre el acerado puercoespín como

una lluvia letal. Tras seis fatales andanadas de dardos, un silencio de tumba volvió a tensar el

erial, y la despiadada hacha del sol golpeó aquella hirviente inmovilidad. Un alcatraz de largas y

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angostas alas planeó majestuoso en el limpio cielo y empezó a trazar círculos sobre las ocultas

cabezas de los expedicionarios. Cristóbal de Valdebuso miró a Cienfuegos mientras señalaba al

pájaro.

─¿Amigo vuestro? ─bromeó.

─Ese no viene por mí. Os busca a vos, que estáis tierno como una codorniz. ¿Por qué no echáis

una siestecita y os despierto cuando ya estéis muerto?

Sin poder distinguirse ni un solo movimiento en sus alas, el alcatraz descendió veloz hacia el

puercoespín acerado. Joaquín de Muñoz tiró al suelo su escudo, se encaró el arcabuz e hizo fuego.

Pero erró el tiro y el pájaro se elevó sin esfuerzo buscando refugio entre la enmarañada altura de

la selva.

─¿Dónde aprendisteis a disparar? ¿En casa del ciego?

─¿Queréis ver si acierto a picaros la nuez?

─Lo harán esos salvajes.

─¿Cómo se reza, fray Andrés?

─En silencio, ¡rediós!

Dos nubes incendiadas trazaron un arco zumbante que cayó sobre la hueste. Los indígenas

volvían a la carga; esta vez, con fuego en las puntas de los dardos. Tras la tercera lluvia de flechas

de fuego, un tremendo estampido llenó la explanada de ecos, tan estremecedores que hicieron

temblar la tierra. Como por encantamiento, del lado de levante apareció en el desolado escampado

la silueta de Vasco Núñez de Balboa. Avanzaba con paso decidido hacia el escarpado montículo; su

roja cabellera flotaba con un desplante suicida, la vaina de su espada relumbraba y sus botas

levantaban tras él vaharadas de polvo. La llegada de los caballos de los adalides a la carabela

había alertado al esgrimidor de que el avance de la hueste no estaba resultando tan irresistible

como había pensado el inexperto bachiller. Eso lo había determinado a ponerse de acuerdo con

Tarcento para virar la carabela hacia el norte. Cuando la nave dejó la selva al sur, había saltado a

tierra.

Desde la oculta cara del cerro, una docena de flechas chirrió en el aire buscando el cuerpo del

esgrimidor. Una de ellas atravesó su hombro izquierdo. Pero Vasco Núñez no demoró sus pasos.

Se desabrochó el cinto y dejó caer su espada en el polvo. Su propia sombra nubló un instante el

fulgor del arma.

─¡Deteneos! ─le gritó, histérico, Enciso, desde el frente del acerado puercoespín.

La cresta del pétreo cíclope se erizó de siluetas que empezaron a descender lentamente hacia la

planicie. Al frente de ellas iba un guerrero de poco más de cinco pies de estatura, pero fornido y

elástico. Cubría su cabeza una diadema de oro adornada de plumas, realzaba su amplio pecho un

pectoral de huesos y plumas, y portaba un cetro de áurea contera. Se llamaba Cémaco y era el

quevi de la tribu. A una señal suya, la fila de indígenas que lo seguía lo dejó que descendiese en

solitario. Ya en el erial, se detuvo, clavó la punta del cetro en tierra y cruzó sus brazos con

parsimonia grave. Cuando Vasco Núñez llegó frente a él levantando su brazo a la romana, los ojos

algo oblicuos del quevi avizoraron en el rostro de su enemigo un signo premonitorio. Desenlazó

los brazos, devolvió el saludo y circundó suavemente con su mano derecha el dardo que había

herido a Balboa. Sin dejar de escrutar el impávido rostro del hombre blanco, cerró el puño y con un

golpe seco quebró en dos el asta de la flecha; luego, se la prendió con empaque en el extremo en

su pectoral. Balboa sonrió con dignidad y ofreció al jefe cobrizo su mano derecha abierta. Sin

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retirar su penetrante mirada de los ojos del esgrimidor, Cémaco se la estrechó largamente. Y

ambos guerreros leyeron en sus respectivos semblantes tal firmeza, astucia y bravura que les llenó

de espanto pensar en su común futuro.

El toledano Luis Botello, que había regresado a la “Virgen del amor hermoso” para conducir a Ana,

Tarcento y el retén de soldados al poblado conquistado, les dio cuenta a éstos de lo sucedido, con

exagerados acentos épicos. Tan sólo habían sufrido diez bajas y algunos heridos, pero se habían

hecho dueños de una tierra que, tras la angostura de un yermo ominoso, había resultado

graciosísima; labrada y llena de huertas con todo tipo de frutas y hortalizas, pues la bañaba un río

de aguas cristalinas. En su aldea, que los indios llamaban Cutí, habían gozado de un merecido

festín en el que no faltó vino que los nativos hacían con maíz fermentado.

En la plaza central del poblado flameaba el estandarte con la cruz escarlata, y el notario

Hernando de Argüello levantaba acta de palabras, disposición y actitudes de aquella ocasión

solemne. Frente a los conquistadores se apretujaban tres centenares de nativos, en cuyos rostros

se presagiaba la ebriedad dolorosa de quien siente no haber muerto. Los caballeros Vegines,

Pérez, Tovilla, Albítez, Barrantes, Valdivia y Palazuelos circundaban al galope las treinta chozas,

marcando con el filo de sus espadas los troncos de los árboles y los macizos de juncos que las

ceñían, en un acto ritual de toma de posesión. Enciso pronunciaba con grave majestad unas

palabras que nadie traducía a los nativos, pero que restallaban en sus oídos como un látigo.

─En el nombre de Dios y de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que son tres

personas en un sólo Dios verdadero, y que viven y vivirán para siempre sin fin. En el nombre de

Jesucristo y de Nuestra Señora Santa María de la Antigua, yo, don Martín Fernández de Enciso, en

nombre de Su Majestad la Reina doña Juana Primera de Castilla y de su padre don Fernando

Segundo de Aragón, fundo la ciudad de Santa María de la Antigua en esta tierra del Darién, para

que en ella convivan españoles e indios, que servirán y obedecerán en todo a Sus Majestades de

quienes son legítimos vasallos. Y, para que dicha ciudad de Santa María de la Antigua del Darién

no decaiga y de continuo permanezca, mando: que en lo mejor de su solar y traza se tome sitio

para erigir la iglesia mayor, donde los fieles cristianos hallen doctrina y se les administren los

santos sacramentos. Otrosí, mando hacer un cabildo, donde las autoridades de la dicha ciudad

entenderán del buen gobierno de la misma. Señalados los lugares correspondientes a estos

edificios, mandaré que los demás sean repartidos entre los expedicionarios, del modo y manera

que se haya hecho en las ciudades y villas que en Yndias han sido ya conquistadas...

Botello, Ana y Tarcento, nada más llegar a Cutí, entraron en una maloca donde entre sudor,

sangre e interjecciones una treintena de conquistadores heridos eran atendidos por el cirujano

Alonso de Santiago, el grumete Juan López y el gaviero Cristóbal de Valdebuso; sin más ayuda que

agua, tijeras, serrucho, tenazas, daga, aguardiente y jirones de tejidos indios.

─¡Gracias a Dios, Codro! ─suspiró el cirujano, metiendo el gollete de una bota con aguardiente

en la quejosa boca del magullado abanderado Bartolomé Hurtado─. Disponeos a utilizar el

serrucho. Aquel zamorano del rincón, el de la nariz de pimiento, tiene la pierna gangrenada.

─¿Y Balboa? ─inquirió el friulano, caminando raudo hacia una zafa.

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─En la choza contigua ─respondió Alonso─. Una flecha le ha interesado el hombro. Confío en

que no le haya dado en hueso.

El piloto se lavó las manos con aguardiente, se armó con un serrucho, miró con dominio a

Valdebuso, y le dijo:

─Aiutatemi ─y, reparando en la inmovilidad acongojada de Ana, le pasó la bota de

aguardiente─. Tomad. Un trago no os vendrá mal. Y salid de aquí, signorina Ana. Los hombres

sentimos vergüenza de que nos vean sofrire.

─Si queréis ayudar, señora ─dijo Alonso de Santiago levantando la voz, id donde Balboa. Allí

encontraréis naguas 28 de las que usan las indias. Hacedlas trizas y renovadle el vendaje.

─Y haced que ese maldito esgrimidor ─puntualizó el pilote a Ana─ apure completamente ese

aguardiente. Lo va a necesitar.

La noche transfiguraba en formas fantásticas las siluetas del poblado. Ana halló a Balboa

dormido sobre una barbacoa 29 en el interior de un bohío. Frente a él, un tronco tallado agrupaba

verticalmente rostros y brazos de un animal imposible; era el enigmático talismán por el que se

derramaban los dioses en el hogar, y que los nativos llamaban zemí. Con la mesura de la

inexperiencia en los dedos, la joven limpió el borde de la herida del esgrimidor procurando no

tocar el asta quebrada de la flecha. Sin embargo, el herido se despertó. Su mirada tenía la

vaguedad de quien nace a un ensueño.

─¡Vos, señora!

─El piloto dice que debéis tomar esto hasta los posos ─dijo ella, ofreciéndole la embocadura

de la bota con aguardiente.

El esgrimidor sonrió irónicamente y apuró la bebida con la desgana de quien agota un gozo a la

fuerza. Antes de que Balboa entrase a fondo en el más profundo sueño, se anudó entre él y Ana

un silencio que tenía el desasosiego del aleteo de los pájaros desorientados que mueren en el

mar. La lejana voz de Enciso era un rumor tan negro como la noche. Decía a los nativos cómo Dios,

en Santísima Trinidad, había creado el cielo y la tierra y todo cuanto había en el universo. Después

había hecho a Adán, que fue el primer hombre, y sacado a su mujer, Eva, de su costilla; de donde

fuimos todos engendrados. Por desobediencia de esos nuestros primeros padres, caímos todos en

pecado y no alcanzábamos gracia para ver a Dios, ni ir al Cielo, hasta que Cristo, nuestro Redentor,

vino a nacer de una Virgen para salvarnos. Para ello sufrió pasión y muerte, y después resucitó

glorificado y estuvo entre los hombres un poco de tiempo hasta que se subió al Cielo; dejando en

el mundo, en su lugar, a San Pedro y a sus sucesores, que residían en Roma, y a los que los

cristianos llamaban Papa. Éste había repartido las tierras de todo el mundo entre los príncipes y

reyes cristianos. Y aquella Tierra Firme y el continente descubierto y por descubrir lo había

adjudicado a Sus Majestades los Reyes de Castilla.

Nada más aparecer Alonso de Santiago y Tarcento en el bohío, despertaron con gran esfuerzo al

esgrimidor.

─Os va a doler más la salida que la entrada ─le dijo el cirujano, palpando con sabiduría

profesional la herida.

─Estáis borracho, ¿eh? ─rio el piloto.

28 Nagua: saya interior de tela blanca que llevan las indígenas americanas del siglo XVI. 29 Barbacoa: tejido de varas o mimbres que formaban una superficie plana sostenida por puntales. Servía a los indígenas americanos

del siglo XVI de cama o de anadamio para vigilar los cultivos.

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─Micer Codro pondrá pólvora en lo que queda de flecha y le prenderá fuego ─advirtió De

Santiago a Balboa─. En ese instante yo golpearé el asta de la flecha, de manera que os atraviese

totalmente el hombro, para que el fuego cauterice la herida.

─Cómo vais a disfrutar, ¿eh, maldito friulano? ─balbució Balboa, con la desierta mirada

dispersa de los beodos.

─Ricordate : os encubrí como polizón en la nave.

─Cobraos esa deuda lo más raudo que podáis.

Y mirando a la silueta de Ana, suplicó con lengua de esparto:

─Pero antes quisiera que nuestra capitana general enlazase su mano con la mía, en señal de

perdón.

─No digáis más locuras y no os mováis─ ordenó el cirujano.

─¡Hierba mala nunca muere! ─bromeó Tarcento, mientras, con sereno pulso iba extendiendo el

oscuro reguero de pólvora sobre el borde del dardo. Alonso de Santiago aproximó la cabeza del

martillo al extremo de la flecha, mientras el piloto prendía un pabilo. Balboa engarfió sus manos en

la barbacoa. La llama se puso en contacto con la pólvora y el cirujano golpeó con fuerza precisa el

extremo del asta. El esgrimidor se desmayó. La voz de Enciso sermoneaba a lo lejos el debido

requerimiento en el que conminaba a los nativos al bautismo y a la obediencia a la Corona de

Castilla, bajo pena de prenderlos y reducirlos a la esclavitud.

Cuando Vasco Núñez despertó, asombrado de no ser un cadáver, le dijo Tarcento:

─Os habéis librado, una vez más.

─¡Gracias a Dios!

─Dádselas también a micer Alonso. Y a vuestra estrella ─añadió el piloto, señalando a un lucero

que brillaba junto a la media luna tras el umbral de la choza.

─Ni mi destino ni el de nadie están escritos, amigo.

─Los pájaros no cantan per nessun motivo. Incluso las flores y los bosques saben que la órbita

de la luna intorno alla terra es el itinerario de la morte. Lo creáis o no, todos tenemos una estrella

que teje su red intorno alla nostra vita. Os prevengo: si volvéis a ver ese lucero brillante junto al

cuerno de la media luna, correréis un gran pericolo ─sentenció Tarcento, y ofreció su brazo a la

dama.

─No os llevéis aún a doña Ana ─se apuró Balboa─. Si me lo permite, quisiera cambiar dos

palabras con ella.

El piloto observó el gesto de extrañeza en las cejas de la aragonesa, pero cuando las vio

distenderse y formar un leve arco de resignación deseó las buenas noches y salió del bohío.

Durante un instante se hizo audible el aliento lejano de la selva bajo el doliente cántico de los

nativos, que enumeraban las virtudes de tantos y tantos héroes que, desgarrados por los

inclementes invasores, habían alzado sus almas a la honda noche, para integrarse en el follaje de

estrellas. Hacia el sur, los árboles se estremecían.

─¿También vos, señora, creéis que dependemos de las estrellas? ─preguntó Balboa, mirando a

Ana con ojos tan opacos como los de los asnos agonizantes.

─Tiemblan demasiado para gobernar la vida de alguien como vos.

─¿Querríais compartirla conmigo?

─La herida y el aguardiente os provocan una insana fiebre.

─Decís eso por discreción.

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84

─¿Habéis requerido mi presencia para ofenderme?

─Perdonadme, os lo ruego. Pero ningún hombre sirve de nada hasta que se ha atrevido a todo.

─Dejaos de chanzas.

─Sois valiente, muy bella, y no tenéis la cabeza a pájaros.

─¡Por amor de Dios!...

─Uníos a mí.

─No soy la que vos creéis ─dijo Ana, serenamente. Y caminó decidida hacia el umbral.

─Permaneced a mi lado, doña Ana ─insistió Balboa.

La aragonesa se detuvo y se enfrentó al esgrimidor.

─Sabed que, si fuese un árbol, me arrancaría de cuajo bajo los pies del hombre a quien

pertenezco.

─Vuestro marido murió en San Sebastián.

─Buenas noches os dé Dios ─fue la respuesta de la joven.

Y salió a la taciturna noche. Corriendo apurado, con una antorcha en la mano, el grumete Juan

apareció ante ella.

─Señora, he preparado una choza para vos.

─Sois muy amable ─dijo Ana, enlazando el brazo al mozalbete y brindándole una sonrisa. Un

temerario guácharo de pico ganchudo se detuvo planeando como congelado en el aire,

inmediatamente después alzó el vuelo; pero ya no se podía confiar en él.

La joven sintió que una hormiga avanzaba arrastrándose por su frente. Era la brisa, que traía

corazonadas de bosque, dulzura de frutas, olor de orquídea, guayacán y azalea. Se despertó

agitada e imprecisa de ese dormir poco profundo con que los sueños preceden al sol. Su mente en

brumas reconoció con cautela el lugar donde se hallaba: un bohío con el arcón que trajera de

Santo Domingo, cuatro duhos,30 y un zemí en el rincón. El alba nacía llena de sueño, lejano

parloteo del agua del río, repiqueteo de hachas en la fronda y gemido de árboles cayendo sobre la

tierra que trepidaba luego en oleadas. La luz comenzaba a filtrarse por las paredes de caña,

volviendo compleja su sombra rasante. Una golondrina se posó en la viga central del techo. Al

poner su mano abierta sobre los labios para esconder un bostezo, Ana comprobó que su cuerpo

se balanceaba suspendido en el aire a cosa de un metro del suelo. Sonrió al recordar el esfuerzo y

la torpeza que había desplegado en la noche para lograr acostarse en una de aquellas redes de

fuertes hilos que colgaba de los palos del bohío, y que los indios llamaban hamaca. La golondrina,

al salir volando por la puerta, guio su mirada. Atados a los yareyes 31que florecían tras el umbral,

los caballos pateaban con sus cascos el polvo, sacudían las crines y meneaban la fusta de su cola

para espantarse los insectos que los rondaban. Ana se agarró al borde de la hamaca, puso los pies

en el suelo y salió al palenque. Se encontró en el centro de un poblado en el que la vida adquiría

misterio y peligro sin que nadie se hiciese visible. Se acercó a una maloca y miró en su interior.

Como impelidos por la presencia de un tigre, cincuenta cuerpos desnudos saltaron hacia atrás

buscando inútil refugio en las paredes de caña por las que el sol hendía espadas de polvo;

30 Duho: Asiento bajo de madera empleado por os indígenas americanos. 31 Yarey: Planta de la familia de las lamas, con troco delgado y hojas fibrosas.

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aterradas, las pupilas de todos titilaban impetrando misericordia. Una criatura prorrumpió en llanto

mientras se escondía tras las naguas de su madre. Ana echó a correr; avergonzada, sin rumbo.

─¿Buscáis a alguien, señora? ─oyó a una sombra a contraluz.

─A... al bachiller Enciso ─titubeó la aragonesa ante Hernando de Argüello, deteniéndose

azorada.

El notario giró sobre sus talones, y con el índice de su diestra señaló un bohío.

─Gracias ─le dijo Ana, y caminó hacia el lugar indicado. Argüello ajustó su paso al de la dama.

─Os acompaño. Por el momento, nada mejor tengo que hacer.

Hallaron al bachiller escribiendo, como un prócer de la edad antigua oculto a la vista del vulgo

en la habitación predilecta de su quinta de recreo cuya penumbra le inspira fechorías que podrían

luego resultar hazañas. Enciso recibió a la aragonesa poniéndose en pie y haciéndole una

reverencia. Ella pensó que tanto la actitud de los dos castellanos como la de los aterrorizados

nativos definían a la perfección la existencia en la que se había aherrojado: gestos circunspectos

en medio del pavor a la crueldad de la tiranía.

─Señor bachiller, no me andaré con rodeos.

─Nunca lo hacéis, que yo sepa. Y debo reconocer que ese rasgo de franqueza es algo que no

siempre me desagrada.

─Decidme, ¿a qué habéis venido a Yndias?

Enciso parpadeó, como un niño reprendido por su padre que lo ha pillado de improviso

cometiendo una falta. Luego, declaró una fórmula aprendida y repetida hasta la saciedad.

─A proveer la predicación del Evangelio.

─¿Sin distraeros en vuestro beneficio?

─A decir verdad, son dos mis razones: Dios y ganancia. Por ese orden.

─Supongo que ha sido ésa última la que os ha llevado a sembrar el terror entre estas pobres

gentes.

─Fueron ellos quienes nos atacaron a traición.

─¿Una gente desnuda, sin otras armas que flechas de caña? ¿Qué daño podían hacer contra

soldados armados de hierro?

─Señora, hemos tenido doce muertos y treinta heridos.

─Vuestros soldados han descuartizado al menos doscientos de ellos.

─La guerra no tiene más que un fin: vencer.

─Acabáis de decirme que habéis venido a traer la palabra de Dios…

─¿Recordáis, señora, estas palabras?: “Y envió Josué a requerir a los de Jericó que le dejasen y diesen aquella tierra, pues era suya porque se la había dado Jehová. Y, porque no se la dieron, los cercó y los mató a casi todos. Y después les tomó toda la tierra de promisión por fuerza de armas, en que mató infinitos de ellos y prendió muchos. Y a los que prendió los tomó por esclavos. Y todo esto se hizo por voluntad de Dios, porque eran idólatras”. ¿Podéis dudar aún de que la pólvora

contra los infieles sea incienso para el Señor?

─O sea, que habéis venido a hacer la guerra.

─Una guerra justa. Los paganos están a medio camino entre el hombre y la bestia.

─¿Acaso los antiguos griegos y romanos no fueron idólatras también? ¿Diréis por ello que no

eran hombres?

Page 92: Los náufragos de Urabá

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─De estos indios a aquellos antiguos hay la misma diferencia que de monos a hombres, señora.

Y, aun así, Dios tuvo que enviar a su propio Hijo para mostrarles la verdadera fe.

─Mandándonos sólo dos cosas: que amemos a Dios y que nos amemos los unos a los otros.

─Olvidáis que también dijo: “No he venido a traer paz, sino espada. Quien ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí”. Por eso, el Papa nos ha mandado obligar a los pueblos bárbaros a llegar al

conocimiento de Dios, por la fuerza de las armas si es preciso.

─Me parece que usáis a Dios más que lo reverenciáis.

─Quizás no sea todo lo buen cristiano que debiera, pero sé muy bien que el único significado

de nuestra conquista consiste en ayudar a que se establezca en este Nuevo Mundo el reino de

Dios. Y creedme, señora, sólo la previa sumisión logrará que podamos difundir la fe a estos

infieles. Si no, Dios no hubiese permitido el triunfo de nuestras armas.

Cuando Ana salió del bohío, angustiosamente confusa por la teología del bachiller, dos

cuadrillas de soldados habían agrupado a los indígenas en medio del palenque. Dos grumetes, con

cirios encendidos, flanqueaban a fray Andrés de Vera, que alzaba sus brazos extendidos al cielo,

declamando en latín la fórmula del sacramento del bautismo:

─Dios, Santo, temible y glorioso en todas tus obras y en tu poder inconcebible e inescrutable,

arroja de estos energúmenos el espíritu de error, el espíritu de maldad, el espíritu de idolatría y de

toda concupiscencia, el espíritu de mentira y de toda impureza inspirada por la acción de Satanás.

Y conviértelos en ovejas del santo rebaño de Cristo, en miembros de tu Iglesia, en vasos

consagrados, en hijos de la luz y en herederos de tu Reino; a fin de que, habiendo vivido según

tus mandamientos, reciban la bienaventuranza de los santos en tu Reino.

─Amén ─añadían los acólitos.

─¿Renunciáis a vuestros ídolos, que no son sino la forma adoptada por Satanás; a todas sus

obras; a todos sus malvados ángeles, a todos los inmundos espíritus que inficionan vuestras

casas, tierras, selvas y ríos; a todo su culto y a todo su orgullo?

─Sí, renuncio ─. Respondían los grumetes por los indígenas.

─¿Abomináis de vuestro torpe y pecaminoso pasado, que no es sino maldad y error, porque no

conocíais la voz del Evangelio de Cristo Redentor?

─Sí, abomino.

Los grumetes obligaban, uno a uno, a que los nativos inclinasen la cabeza para que el

franciscano trazase sobre sus frentes la señal de la cruz y derramase el agua de una damajuana

que recogía con una concha, diciendo:

─Ego te baptizo in nómine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Las miradas inmutables de los indígenas, su profundo silencio, su perpleja docilidad como de

quien va a regalar su vida, fueron una zarpa arañando las entrañas de Ana. Hasta ahora, la fe

cristiana y su sagrada liturgia habían sido para ella una enraizada costumbre llena de aliento,

confianza y paz. De pronto, comprobaba que aquel bendito andamiaje servía de disculpa para lo

que más profundamente detestaba: la crueldad y el sometimiento de los más débiles.

Al volver a entrar en el bohío donde había dormido la noche anterior, sobre el arcón alguien

había dispuesto una navaja, un cuartillo de agua, algo de queso y una papaya rosadamente

abierta. Su pensamiento voló agradecido hasta la amable disposición del grumete Juan, y devoró

aquellos alimentos con la voracidad de quien quiere borrar su desconcierto. Se preguntó qué hacía

Page 93: Los náufragos de Urabá

87

allí rodeada por aquel puñado de hombres. Reconocía su valor y ahínco. Pero la insatisfacción

perpetua de sus almas, la persecución de un rápida riqueza o un poco de esplendor ─que al fin y

al cabo se convertiría en un espejo expiatorio en el que la púrpura parecería sangre─ los impelía a

tiranizar al mundo ¡nada menos que en nombre de Dios Nuestro Señor! Sentirse uno de ellos la

hacía verse a sí misma derrotada y temblando de humillación. ¿Con qué rotas verdades iba a

sobrellevar la ceniza de su futuro, si lo único que llevaba consigo era un palpitante recuerdo de

traición? Percatándose de los harapos que la cubrían, abrió el cofre y revisó sus recovecos, como

si buscase la perdida inocencia de su luminoso pasado. Se cambió de ropa y caminó hacia el

bosque. Retrepados sobre un arrumbado tronco de ceiba, Zamudio, Ortuño y Valdivia enseñaban a

unos indígenas cómo manejar el hacha con la pericia de los aizcolaris. Con secos golpes iban

trazando entre sus piernas separadas una cuña en la que desfloraban la enjundia del árbol. En

medio del bárbaro esfuerzo los tres leñadores sonreían y se jaleaban. Tras ellos, la selva

destellaba de hachas que herían las gigantescas rodillas de los troncos hasta que crujían agónicos.

Siotes, loros, azulejos y guacamayas se escondían en los techos del bosque, entre los asustados

comadreos de los pericos.

─Onhartu dozu zer ederra dago Ane anderea? 32 escuchó susurrar a Zamudio, mientras se

internaba entre azaleas cubiertas de escarcha. Un lagarto dorado se desperezaba guiñando los

ojos. Las nubes cobraban hermosas formas. Cuando ya se perdió el eco del sacrificio de los

árboles, llegó al río. Sus aguas corrían con un ruido vasto, continuado y profundo. Su caudal se

ensanchaba hacia levante hasta esfumar su horizonte en una niebla verdecida de frondas, donde

se perdía precisamente en aquel instante una canoa con cinco españoles y Tarcento a popa;

bogaba sin duda hacia la carabela, para navegar luego hasta San Sebastián de Urabá en busca de

los hombres que habían quedado al mando de Pizarro. Ana avanzó hacia la oleada de gigantescos

helechos que se mecían ante los juncos y cañas de la orilla. Hundió su mirada en las traslúcidas

aguas que la reflejaban, y se quedó triste, vagamente sonriendo. Pero, transgrediendo su remilgo

de cristiana vieja, se desprendió completamente de las ropas y se zambulló rápidamente entre los

espejos del agua. Cada chapoteo era una agónica alegría con la luz del sol arremolinándose en sus

tobillos, encaramándose a sus muñecas, hinchando sus pezones, oscureciendo su cabellera dorada

y trazando lentos círculos en derredor de sus muslos separados. Una golondrina ─quizás la misma

de su despertar─ planeó hacia ella, observándola; luego, chirrió del lado de la selva y fue

devorada por la espuma de las nubes. Siguiendo su vuelo, vio a una nativa escondida entre los

juncos de la ribera opuesta. No tendría más de catorce años. Su rostro de manzana titilaba con los

dibujos de las ondas luminosas del río. Una ancha cinta violeta ceñía su frente. Su cuello estaba

circundado por un collar de oro que representaba un kiplo de alas abiertas y ojos de esmeralda.

Con sigilo y esa despaciosa sonrisa que acompaña a veces a la preñez, se desató el guayuco 33

amarillo que tapaba su sexo y lo extendió sobre la orilla. Puso sobre él una enorme caracola

mientras sus labios se movían con la monotonía insistente de quien recita una plegaria. Para

observar mejor sin ser vista, Ana, cautelosa y con el agua a la barbilla, se ocultó tras una roca. La

indígena se acuclilló en el agua. Tomó con unción la caracola y la hundió bajo el agua para

apretarla contra su sexo. Su vientre formidablemente hinchado comenzó, espasmódicamente, a

agitarse. Sus ojos se fueron agrandando por un llanto silencioso, mientras sus mandíbulas se

32 ¿Os habéis dado cuenta de lo guapa que está hoy doña Ana? 33 Guayuco: faldilla muy corta o taparrabos utilizado por los indígenas americanos del siglo XVI.

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apretaban para ahogar un largo estertor, inhumano, de bestia flechada, de parturienta. Sus manos

se alzaron al cabo de un largo tiempo hacia el sol, teñidas de púrpura y sosteniendo la magia de

un delicado cuerpecito ensangrentado. Los minúsculos labios del recién nacido serraron en dos el

riguroso silencio, con el agudo y feroz llanto de quien empieza a dolerle la vida. Al cortar con los

dientes el cordón umbilical, la indígena vio a Ana. Las pupilas se le llenaron de furia. Y, abrazando

al bebé contra su seno, dio un ágil salto hacia la orilla. El bebé gritaba angustiosamente mientras

la silueta de su madre corría entre la muralla de cañas alanceadas de rayos solares. De pronto una

sacudida, feroz como un latigazo, hizo trastabillar el cuerpo de la nativa que desapareció de la

vista de la aragonesa. El llanto del recién nacido se detuvo en una nota de exasperante quejumbre.

Ana, con el corazón en la boca, siguió los pasos de la indígena. La espesura de la ribera rasgó con

cien delgados surcos de sangre su blanca piel antes de que volviese a verla. Estaba tirada sobre el

barro orlado de musgo, con los ojos en letal languidez; sin sentido. El bebé, aprisionado entres

los brazos y el seno de su madre, lloraba convulsamente mientras pateaba el aire como una

garceta atrapada en las ramas de coral de un mar sombrío y escarzado. Una serpiente de dorso

negro resbalaba con helada pereza su blanquecino vientre por la pantorrilla de la madre; su lengua

bifurcada se limpiaba veloz una baba espesa teñida de carmesí. Ana, con una violencia surgida de

la zozobra de su sangre, atenazó al ofidio por la cola y lo lanzó con todas su fuerzas sobre el

rumor de la espesura. Arrancó luego una rama de helecho y con febril rapidez la despojó de sus

frondes, hasta dejar limpio el duro y flexible nervio. Lo ató en torniquete bajo la rodilla de la

pierna infectada de la nativa. La fuerte presión batió los párpados de la indígena, que se crispó y

revolvió como un felino acosado. Pero el cuerpo de Ana, con vigor inusitado y cargando todo su

peso, inmovilizó con sus manos la pierna herida. A pesar de que el talón de la pierna libre de la

madre le pateaba las costillas con la contundencia insistente del pico de un pájaro carpintero, Ana

aplicó sus labios a la mordedura de la serpiente y sorbió con fuerza el veneno, que escupía de

inmediato. Cuando después de hacerlo cinco veces creyó que había vaciado de ponzoña la herida,

la furibunda pierna de la indígena reposó suavemente en tierra. El bebé suspiró entrecortada y

largamente antes de prorrumpir en nuevo llanto. La madre se replegó contra el cañaveral. Ana

llenó el cuenco de sus manos con limo y lo extendió sobre la herida. La nativa, con la altivez

afirmada en sus ojos de azabache, se arrancó con un brusco tirón de su mano izquierda el collar

del áureo kiplo y se lo ofreció. La aragonesa se estremeció de vergüenza; pero no realizó otro

gesto que desanudar el nervio de helecho que comprimía la pantorrilla de la indígena en cuya

mano destellaba el oro del kiplo, aunque su mirada ya sólo denotaba una perpleja curiosidad. Ana,

afirmándose que ni el agua donde cabrilleaba el sol, ni la brisa de la mañana eran tan suaves como

las leves facciones, los gráciles pliegues, las extremidades diminutas y la piel aterciopelada de

aquel bebé de llanto inacabable, se señaló con el índice y dijo:

─Me llamo Ana.

Ante la impavidez de la india, golpeó suave y repetidamente su pecho mientras volvía a insistir

en su nombre.

─Ana... Ana... Ana.

Finalmente, la adolescente creyó ver un anhelo de paz en la exaltación que brillaba en aquel

rostro de color de luna, y, señalándose con el kiplo, musitó:

─Anagua.

El silencio se encendió inesperadamente en el pecho del bebé. Sorprendida y confusa, la

aragonesa se señaló insistentemente, diciendo de nuevo su nombre:

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─Ana.

La parturienta le respondió con un repetido gesto afirmativo de su cabeza. Después, apuntó con

su índice a la mujer blanca y precisó:

─Ana.

Y cimbreando el brazo se señaló a sí misma, diciendo su nombre:

─Anagua.

Ambas volvieron a repetir idénticos gestos, diciendo:

─Ana... Anagua... Ana... Anagua.

La aragonesa sintió que algo misterioso y definitivo acababa de unirla a la muchacha indígena;

como si el mástil de una nave, plantado en el corazón de un bosque, hubiese echado hojas y

ligase para el resto de su vida cada una de las venas arraigadas a aquella tierra.

Igual que los cuclillos, que ponen sus huevos en los nidos construidos por otras aves y no alegran

los días con sus gorjeos atropellados, tras la vuelta de Pizarro y los hombres que habían quedado

en San Sebastián de Urabá, Enciso mandó construir un nuevo poblado trazado a imagen y

semejanza de Sevilla. La iglesia, el cabildo, la casa de fundición, la vivienda del bachiller, la de

Ana, la del franciscano, la del maestre, la del cirujano y las de los caballeros deberían ceñir el

rectángulo de su plaza central ─de cuatrocientos pasos34 de largo y vez y media su anchura─ que

se proveería de soportales para comodidad de los futuros comerciantes. Entre sus muros de

ladrillo se celebrarían procesiones y ejecuciones, se correrían sortijas y cañas, y con el tiempo

incluso se alancearían toros. Partiendo de ella, formando un ajedrezado de cuadras rectangulares,

saldrían calles principales de catorce varas de ancho, creando a trechos plazuelas de buena

proporción para edificar en ellas parroquias. Tras repartir a cada soldado un solar de cien por

cincuenta pies, distribuyó el ejido entre hatos, estancias y tierras para labranza; a razón de una

peonía 35 por cada expedicionario simple, una y media por cada escopetero, y el equivalente a

cinco de ellas por cada caballero. Destinó espacio para eras, dehesas, matadero y todo servicio

maloliente y poco salubre. De tal repartimiento levantó acta y dio fe Hernando de Argüello. Cada

miembro de la hueste estampó su firma ─en la mayoría de los casos una simple cruz─ en el

documento. De ese modo, los doscientos cincuenta expedicionarios se convirtieron en

encomenderos 36, vecinos, señores, carpinteros, campesinos, rabadanes, alarifes y soldados a la

vez. Y se aplicaron a enraizar sus nuevas vidas con la intensidad apasionada que requiere todo

trabajo urgente y múltiple.

Tiempo y cambio pasaron sobre ellos en marcha presurosa. Con la ayuda obligada de los

indígenas, cavaron pozos negros en los principales solares, llevaron agua a la ciudad por acequias

y zanjas, talaron, aserraron, araron, sembraron, fabricaron adobes, cal, tejas y ladrillos. Siempre

armados, construyeron primero la iglesia, el cabildo y la casa de fundición; después, la vivienda de

cada cual. Al crepúsculo, cada vecino desherbaba y limpiaba el trozo de calle enfrente de su casa y

quemaba las basuras. Por la noche cumplían con la obligación de turnarse en las rondas y

34 Paso: Medida lineal equivalente a 140 centímetros. 35 Peonía: Porción de tierra equivalente a 10 hectáreas. 36 Encomendero: Quien tenía indígenas a su cargo, encomendados como catecúmenos y sirvientes

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guardias. Los nativos, que pernoctaban en la antigua Cutí ─llamada ahora el cercado, porque la

habían mandado rodear por una alta empalizada─, convivían con ellos sirviéndoles de peones y

criados, aunque su voluntad fuese de pájaro silvestre.

A pesar de trabajar como uno más en la construcción de la colonia, Ana logró que únicamente le

encomendasen a Anagua. Al terminar la jornada corría al cercado en busca de aquel bebé cuya risa

era tan lírica como un surtidor de inocencias. Su corazón se conmovía hasta el éxtasis mirando sus

límpidos ojos bendecidos por el milagro del asombro. Los brazos del niñito estaban

permanentemente dispuestos a abrirse al verdor de las horas, sus diminutos pies hacían zapatetas

que buscaban caminos de luz. La aragonesa hubiera dado la vida por abrazarlo un solo segundo,

pero sabía que no podía atreverse. Su sola presencia hacía que volase una sombra de pavor entre

Anagua y quienes la circundaban. Su blanco rostro, sus vestidos y sus palabras pertenecían a

aquella jauría que había estremecido su tierra fecunda, abatido los ancestrales altares y abierto la

tumba de sus muertos para otorgarles un desolado presente de esclavitud.

Mas, como lo novedoso no sorprende por mucho tiempo, cundió de nuevo el desánimo y la

irritación entre los colonos. El calor húmedo y las nubes de insectos transmisores de fiebres los

fueron mortificando y reduciendo a la inanidad. El tiempo ya no se dividía en cuatro estaciones,

sino en dos: lluvioso y seco. El trigo que habían sembrado se malograba en aquella tierra; y la

falta de pan blanco los hacía sentirse perpetuamente hambrientos. Estaban asqueados de

alimentarse de lo que veían comer a los indígenas, y añoraban las legumbres, embutidos y carnes

de tocino, oveja y vaca. Así que muchos caían muertos de pura hambre de alimentos habituales en

España. Al hombre le resulta más fácil cambiar de amigos y de convicciones que de costumbres.

Suele decirse que la providencia aprieta pero no ahoga. Y para corroborarlo, un capricho del

azar hizo que Cristóbal Daza encontrase el tesoro que la tribu había escondido entre los espesos

cañaverales que festoneaban la ribera del río Tanela. Eran figuras votivas, pectorales, collares,

diademas, broches y zarcillos que pesaron el equivalente a ochenta libras 37 de oro; un botín que

suponía dos veces y media la suma invertida por Ana y Enciso en la expedición. Por un instante,

los conquistadores imaginaron que llegaban los años futuros danzando al ritmo alegre de la

opulencia. Pero, como existen hombres a quienes aún la mayor fortuna les parece escasa, Enciso

mandó llamar a Cémaco y le preguntó si aquel era todo el oro que tenían. El quevi afirmó con su

cabeza. Pero el bachiller, que creyó ver en sus ojos el temblor de la indecisión, le puso la punta de

su espada en la garganta y le repitió la misma pregunta. Esta vez, Cémaco extendió su brazo en

dirección al cercado. Aquel gesto desató la impaciente avaricia de picos y azadones, que dieron

por fruto un nuevo botín equivalente a ocho mil pesos. La ira del bachiller, en lugar de amainar,

arreció; porque, al que quiere de sobras, el mundo entero no le cabe. Así que, tras suspender de

las ramas de una ceiba a una veintena de niños, amenazó a Cémaco con ahorcarlos si no le decía

dónde habían conseguido tanto oro. El angustiado quevi ardió en una palabra que le quemó los

labios:

─Coíba.

Durante los días siguientes, con la celeridad con que el águila desciende planeando hacia el

indefenso cordero en el valle, los encomenderos volvieron a vestir sus armaduras abolladas e

invadieron los poblados próximos para indagar dónde se podía encontrar aquella tierra tejida con

la urdimbre de los sueños. De cada expedición no trajeron más que alimentos abundantes, diez o

37 Libra: Peso equivalente a 460,06 gramos.

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doce esclavos y el equivalente a cincuenta o sesenta pesos de oro. Pero, en una de ellas, la

cuadrilla que capitaneaba Pizarro descubrió una mina aurífera a la vera de las opalinas aguas del

río Nutibara. Enciso la dividió en cuadras de dieciocho pasos y la repartió entre los vecinos de

Santa María de la Antigua.

Desvividos por volver pronto a Castilla con el oro suficiente para ser dueños de casas, tierras,

esclavos y honores hollaron el estupor sagrado del paisaje. Y, bajo la amenaza del látigo,

obligaron a los nativos a catar, extraer y lavar el oro desde el primer sol hasta su ocaso. En medio

de aquella efervescencia que llegó a hacerse costumbre, Enciso prohibió, bajo pena de muerte, el

libre tráfico con los indígenas. Y dispuso que todo el oro que se recogiera por extracción o saqueo

se le entregara para su custodia; era a Alonso de Ojeda a quien competía su distribución, cuando

apareciese. Los españoles repararon en que ni el oro hallado por Daza, ni el encontrado en el

cercado, ni el rescatado en las invasiones se había repartido aún. Las leyes de guerra establecían

que el botín había de dividirse entre los soldados antes de transcurrir los nueve días de librarse la

acción, así que nadie dejó de pensar que la verdadera intención del bachiller era planear su fuga

con lo rescatado.

─Quien ha adquirido el poder gracias al oro se halla dispuesto a hacer cualquier cosa por él

─opinó Juan de Vegines.

─Caballeros, bien sabe Dios que no me gustaría que tomarais mis palabras como semilla de

infundio ─zahirió fray Andrés de Vera─, pero, ¿no habéis observado que al bachiller jamás se le

oye rezar en voz alta? Se limita a mover los labios.

─Lo que es palmario es que, suframos lo que suframos, se las arregla siempre para usar camisa

blanca y limpia en sábado, como un marrano ─observó Juan de Valdivia.

─Conviene ser extremadamente cautelosos, pues el pecado de escándalo asemeja al agua

derramada en el suelo ─sermoneó el franciscano─. Pero la verdad es que he visto con mis

propios ojos cómo en su casa siempre hay dos candiles encendidos las noches de los viernes, para

alumbrar a los muertos en procesión, igual que hacen los hebreos.

─Yo presencié una discusión entre el bachiller y la aragonesa ─informó Hernando de

Argüello─, y juro que hizo gala de los Jehová o Josué con tanta familiaridad como un rabino.

Como nada hay más fácil de lanzar y aceptar que la calumnia, estuvieron tejiendo y destejiendo

conjeturas y enormidades hasta que en la plaza se demoró el día.

Ese era el momento y oportunidad que Vasco Núñez tan largamente había esperado desde que

lanzase la proposición de que la hueste navegara hacia la otra orilla del golfo. De manera que, al

alba, una veintena de hombres, con Palazuelos y Balboa en cabeza, avanzaron hasta la casa de

Enciso, aplastando bostezos y agonías.

─Han pasado cuatro meses desde el primer rescate de oro en esta tierra. Y aún no ha sido

dividido entre la hueste ─comenzó por decir Benito Palazuelos.

─¿Venís a mi casa, de madrugada y con ruido, sólo para atender a vuestra ganancia? ─inquirió

el bachiller.

─Queremos saber por qué guardáis lo que es nuestro ─dijo Diego de la Tovilla.

─Porque es Ojeda quien debe repartirlo. Es la ley ─respondió Enciso.

─¿Sólo es el conocimiento de la ley lo que os da esa seguridad? ─le interpeló Balboa.

─Mi seguridad proviene de mis méritos.

─¿Méritos de cristiano viejo? ─preguntó Bartolomé Hurtado.

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─¿A qué vienen esas inquisiciones?

─A que queremos saber quién sois ─espetó Esteban Barrantes.

─Vuestro alguacil mayor, nombrado por Ojeda.

─Mostradnos la cédula real que acredita ese nombramiento ─exigió Juan de Vegines.

─La perdí en el naufragio.

─Naufragó la nao. La carabela en la que íbamos, no ─puntualizó Diego de Albítez.

─De cualquier modo, la he perdido. Pero todos tenéis consciencia de que existía. Por ella pagué

la expedición.

─Decidme ─tanteó Balboa, sembrando el estupor en los caballeros─, ¿sabéis en qué lado del

golfo estamos?

─¡Dejaos de chanzas! Todos sabemos que he fundado esta colonia en la orilla occidental del

golfo de Urabá ─replicó, airado, Enciso.

─Quería que nos lo recordaseis vos mismo, que sois geógrafo ─continuó con firme seguridad el

esgrimidor─. Porque siendo también experto en leyes, como sois, reconoceréis que la concesión

real de jurisdicción otorgada a Ojeda comprende, exclusivamente, la orilla oriental del golfo. Así

que no estamos en la gobernación de Nueva Andalucía, sino en la de Veragua. O, lo que es lo

mismo, estamos bajo la jurisdicción de Diego Nicuesa. Y, por tanto, no os debemos ninguna

obediencia.

Aquel inopinado argumento creó un silencio que se tensó como un gato antes de saltar sobre un

ratón.

─No tenéis en Santa María de la Antigua ninguna autoridad ─afirmó, rotundo, Palazuelos─

Sois uno más. Y, por cierto, pretendiendo guardarse lo que es nuestro.

El conocimiento de este hecho anunció a Pizarro la seguridad de la inmediata destitución del

bachiller. Aquella revuelta del común bebía en las aguas del extrañamiento y la lejanía, que crean

el espejismo de la impunidad. Y de esa situación sólo podía producirse el desorden. Eso lo

entristecía. Estaba comprobando que lejos del poder real y de la ley, todas las prohibiciones caen.

La atadura social, ya disminuida, estalla no para rebelar la naturaleza primitiva, la bestia dormida

en cada uno de nosotros, sino un ser nuevo lleno de porvenir, sin moral alguna. Entonces ya no

existe la vieja moral del castigo y la venganza. Ese nuevo hombre mata porque siente placer en

ello. Él lo sabía muy bien por sí mismo. Enciso no era santo de su devoción, pero cualquier

empresa se iba a pique si se quebrantaba el respeto a la jerarquía. Sabía, como lo sabían todos,

que el bachiller había sido nombrado alguacil mayor por Ojeda, a quien había hecho gobernador la

reina, dueña de la Corona de Castilla por la gracia de Dios. La jerarquía era como el cristal de un

espejo, y ponerse del lado del desorden equivalía a echar el aliento sobre ese claro espejo para

borrar su esplendoroso lustre. Ningún hombre que quisiera elevarse por méritos propios, como él,

podía permitirse tal despropósito.

A mediodía, los vecinos de la colonia abarrotaron el cabildo y eligieron a Benito Palazuelos y a

Vasco Núñez de Balboa como alcaldes, con la abstención de Ana y la oposición firme de Pizarro.

Nombraron como tesorero al cirujano Alonso de Santiago, como alguacil a Bartolomé Hurtado y

como regidores a Martín Zamudio, Diego de Albítez, Esteban Barrantes y Juan de Valdivia. Las

flamantes nuevas autoridades de la colonia juraron su cargo con un acatamiento a las formalidades

lleno de escrúpulo. Y, como medida de seguridad, ordenaron vigilancia y rondas en las naves

ancladas en el desembarcadero, que llamaban El Playón. Por la tarde se retiró el quinto real del

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oro aprehendido y fundido en lingotes. Se entregaron cuatro mil seiscientos diecinueve pesos a

Enciso por el costo de la expedición, y dos mil quinientos a Ana por la deuda satisfecha para levar

anclas de Santo Domingo. Se pagaron los sueldos del maestre, el contramaestre, el piloto, el

clérigo, el cirujano, los caballeros y sus caballos. El resto se repartió entre toda la hueste, a razón

de ochenta y cuatro pesos por cabeza.

Aprovechando que todos los habitantes de la ciudad se comprimían en la casa de fundición,

Anagua salió del cercado y caminó hacia el río con su bebé en brazos, para lavarlo. Tres

centinelas que se ocupaban de dar comida a los perros la observaron a lo lejos, sonriendo con

lubricidad.

─Esa india huele a potrilla pichona.

─Huele a problemas

─¿Habéis visto qué tetas?

─Los piojos la devoran. Como a todos estos indios.

─¡Voto a Dios que esa potrilla está pidiendo que la monten!

─Cuidado… La protege la aragonesa.

─Si he venido a Yndias no ha sido a padecer, sino a devanar el día en el festejar, mozar y reír

de los caballeros.

─¡Bébete un sorbo de aguardiente para echar fuera ese ramo de fiebre!

Pero la urgencia en sus testículos hizo que el soldado que primero había hablado cortase el

dogal de un can, que avanzó presuroso en pos de la nativa. El hombre lo siguió.

─¡Vuelve acá, ladrón! ─le gritó uno de sus compañeros.

─¡Nos meterás a todos en un jaleo! ─chilló el otro.

Sintiendo tras de sí el ahogado resuello del perro, Anagua aceleró el paso. El lebrel la rodeó con

fieros brincos y fauces llenas de baba. Ella, sintiendo en su nuca ese vaho caliente que es el

vértigo del instinto, cayó de rodillas. Pero volvió a levantarse, para caer aún y rendirse al fin.

Suplicó al animal, hablándole como si fuese una persona.

─Señor perro, voy a lavar a mi bebé en el río. No nos hagáis mal.

El can se paró muy manso y la olfateó con parsimonia. El bebé chillaba como si su tierna boquita

fuese una zarza ardiendo. En los ojos de la indígena las lágrimas eran sólo un brillo furtivo que

apenas espejeaba, demasiado pesadas para rodar por sus mejillas.

─No nos hagáis daño, señor perro ─gemía Anagua, mientras el can daba dos vueltas completas

alrededor de madre e hijo. Cuando se detuvo, levantó su garra y orinó sobre la nativa. Volvió

luego, tranquilamente, hacia el primer centinela, que había detenido sus pasos para refocilarse a

gusto en un convulsivo ataque de carcajadas. Anagua se lanzó en desesperada huida hacia el río.

Eso hizo que el lebrel girara sobre sí mismo y la persiguiera de nuevo. Con un poderoso salto,

hincó sus fauces en la tierna garganta del bebé, devorándole el grito roto de la vida y el hilo dulce

del alma.

Media hora más tarde, al saber lo sucedido, Ana corrió al cercado con una nube de lágrimas

cegándole los ojos. Hoscos rostros escarnecidos la vieron llegar, sin romper el círculo que velaba

el montoncito de tierra donde dormía para siempre la tierna víctima de la ignominia. Musitaban una

plegaria que exigía de sus dioses una venganza inexorable. El quevi Cémaco y Anagua habían

desaparecido. La terca neblina en los ojos de Ana le despobló de luz la ruinosa tarde, le borró las

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líneas de las manos, y el suelo se volvió inseguro bajo sus pies. Cayó de bruces sobre la tierra

infamada.

Aquella noche, Ana soñó que tenía en su regazo al bebé de Anagua. Era de mármol y su cabeza

le oprimía el pecho de la aragonesa hasta aplastarla. Sin embargo le besaba la boca con frenesí,

hasta hacerle brotar un torrente de sangre de sus pétreos labios. Espantada, Ana intentaba alzarla

hacia el sol, pero le cansaba sus codos sin saber cómo restañar las heridas de aquella delicia

marmórea, ni dónde apoyarla. Besaba sus ojos abiertos, pero vacíos. Le hablaba a su boca

sangrante que parecía dispararle un denuesto espantoso. “Has sido tú, cara de luna. Tú y los tuyos, también del color de la yuca, aunque con barbas cizañosas”. Ana negaba, reiterada y

violentamente, pero convertida en un mar de lágrimas por los días viles, el crimen sin nombre y el

grito petrificado de aquellos labios amados. Se despertó, sobresaltada, con la maldición en sus

labios, enrojecida por un odio que emperlaba sus pestañas.

—¡Dios mío!... Acabamos de descubrir esta tierra — se dijo— y ya la hemos removido por el cañón, el acero, las llamas y los colmillos de los canes… ¿Dónde está ya el aceite para el candil de la Virgen? ¿Dónde, el incienso para Jesús crucificado? ¿Dónde, la caridad para nuestros hermanos?

A veinte leguas al norte de Santa María de la Antigua, las cimas repletas de bambúes se partían en

dos para delimitar con sus cuernos violáceos un abra donde hacían nido millones de mosquitos. El

Atlántico se adentraba en tierra formando entre helechos canales de luz donde se espejeaban las

nubes que morían en agujeros de lava hirviente: era la puerta azufrosa de Careta, la tierra de los

indios coíba. Pacientes agricultores que cultivaban bananos, batata, yuca, cacao, tabaco y maíz

eran también hábiles pescadores y certeros cazadores. Conocían la alfarería y la orfebrería con

aleaciones de cobre, oro y plata. Su poblado principal tenía más de ochocientas casas de caña

donde habitaban unas diez mil personas, de las que casi cuatrocientos eran esclavos raptados a

las tribus vecinas. El centro del poblado lo ocupaba un amplio espacio que los nativos

denominaban batey, En su extremo oriental se alzaba un alcázar de madera, caña y techo de palma

cercado de modo laberíntico por calles que conducían a almacenes, silos, santuarios, casas de

placer y de baños. Su interior se alhajaba de patios y aposentos primorosamente pulidos y

pintados con escenas de pesca y de batallas entre canoas. El señor de aquella tierra era el sáhila

Chimba, un hombre de cuarenta años, con trece hijos, ojos lentos, párpados rojos, nariz aguileña y

mejillas hundidas. Su boca de comisuras descendentes y su mentón puntiagudo en un rostro

enjuto delataban un carácter pesimista. Vestía sobre los hombros una túnica de algodón blanco y

ceñía su cuello un collar de oro con un kiplo cuyos ojos eran dos esmeraldas. Postrados de

hinojos ante él estaban Anagua y Cémaco.

─Benévolo, justo y sabio sáhila que nos mandas, riges y gobiernas ─dijo el quevi de Cutí ─ ,

un gran peligro te acecha. Hace cuatro lunas vimos que desde el lugar donde tiene su casa el

divino Tad-Ibe, que se levanta cada día para darnos calor, salud y vida, avanzó hasta nuestra costa

una forma terrible que aparentaba fuerza y sosiego; como quien causa el mal y no lo sufre. Era un

raro asombro del que no sé si podré darte perfecta cuenta, porque si digo que era un escollo que

navegaba no seré fiel, pues era violento. Si digo que era un enorme pez tampoco te doy cuenta

exacta, ya que tenía tantas alas y tan blancas como una bandada de guácharos. Si digo que era un

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pájaro que nadaba, también podrías desmentirme, pues parecía un pez en el nadar y un pájaro en

el volar. Cuando se detuvo, esa gran bestia parió otras figuras execrables. Unas, con cuatro patas y

dos cabezas; otras, con rostros greñudos como monos blancos como la yuca. Llevaban a su vera

feroces bestias parecidas a jaguares, que jugaban y hacían fiestas con ellos. Cuando uno de los

nuestros alcanzó con su flecha a uno de aquellos espantos de dos cabezas partiéndolo por el

centro, ¡sus dos mitades se repusieron en el suelo! ¡Y, cada una por su lado, salieron corriendo en

la misma dirección! Al cabo de un tiempo en el que de nuestras frentes temblorosas caían gotas de

agonía, todos los seres espantosos se unieron en multitud como surgida del abismo. De nada

sirvió la ira de la espesa nube de azagayas y flechas que les mandamos; rebotaban sobre ellos

como lluvia en una ciénaga. Ellos bostezaban truenos y estornudaban rayos que nos cegaban, con

tal bramido y tal humo que nos pasmaron. Al poco, nos bañaron la cabeza haciendo la señal de la

golondrina en la frente y nos convirtieron en esclavos. Cercaron nuestro poblado, quisieron

ahorcar a muchos de nuestros hijos, y durante diez veces diez soles nos obligaron a herir la madre

tierra y lavar las aguas del Nutibara, en busca de oro. Finalmente, uno de aquellos jaguares que

conversan con ellos descuartizó al hijo de tu querida hija Anagua.

Chimba mandó alzarse a Cémaco y Anagua, y abrazó con fuerza a su hija. Luego, se quedó en

silencio durante largo tiempo; sus ojos parecían desfallecer acuciados por marañas de terribles

augurios. Finalmente, volvió su rostro al sacerdote y dijo:

─Kantule, ¿qué es lo que piensas?

El sacerdote le hizo una profunda reverencia y dijo:

─Sáhila de Careta, poseedor de tantas lanzas como árboles crecen en la selva. Tad-Ibe creó el

mundo y todo lo que contiene. Pero también creó a los neles que, nacidos de una mujer virgen,

descienden del cielo de tiempo en tiempo para recordamos nuestros deberes. Ellos dominan los

vientos, las olas, el rayo y el trueno. Pueden resucitar a los muertos y hacer venir a su conjuro el

espíritu de nuestros difuntos padres, de nuestros abuelos, de los padres de nuestros abuelos y de

los abuelos de nuestros abuelos. Conversan con los animales, las piedras y las plantas y pueden

tener amistad con monstruos espeluznantes, así como vencer a demonios y animales dañinos. Lo

que nos ha contado Cémaco supone pena y enigma. Pero demasiados enigmas pesan sobre el

hombre. El tiempo, el destino, el azar y el cambio no nos pertenecen. Esos seres blancos y

terribles pueden suponer para nuestro pueblo las sombras de un destino más espantoso que su

aspecto, pero también pueden ser las envolturas desconocidas de unos neles que conduzcan

nuestras almas hacia la dicha.

─Yo sólo quiero añadir una palabra, admirable y querido sáhila ─dijo, urgida, Anagua─ Y es

esto: que te prepares. Pues el malvado blanco llegará a nuestra tierra. No lo dudes. Y traerá la

tristeza y el peso aborrecible del dolor.

Las terribles noticias llegaron hasta el taller donde los esclavos vaciaban el oro dulce para

afinarlo, alearlo, pulirlo y cincelarlo. A uno de ellos ─un hombre que sacaba a los demás un palmo

de estatura y era delgado y elástico, de ojos acuosos bajo unas cejas sumamente arqueadas─ se

le iluminó el rostro mientras se decía: “Ojeda, ¡al fin! ¡Nadie sino él, con esa valentía y fiereza!... ¡Gracias, Dios Todopoderoso, por haber escuchado mis plegarias!”

Era Cecilio Támara. Y su mente voló hacia la tarde aciaga en que, al frente de una cuadrilla en

busca de alimentos, se sintió incapaz de responder con las armas al ataque de los urabáes. Las

muertes de sus compañeros por dardos envenenados le volvieron a desatar el más paralizante y

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atroz de los terrores. Huyó a internarse en las ciénagas, temblando como un cascabel en el collar

de un alazán lanzado a la carrera. Con el agua hasta el cuello pasó tres días y sus noches

escondido entre los manglares. Pero cuando la lluvia comenzó a martillar las correosas hojas de

los árboles descubrió que venía a resguardarse en su escondite otro soldado. No lo conocía, pero

su encogimiento, su ansioso mirar de un lado a otro y el tiritar de sus labios le revelaron que

también padecía la aguda comezón del pavor. Se llamaba Juan Alonso y era un pacense de la

hueste de Nicuesa, que había sido esclavo de los urabáes. Como el secreto de toda fuerza reside

en creer que los demás son más cobardes que nosotros, el infanzón dio por descontado que su

nuevo compañero era un pobre de solemnidad cuyo miedo tenía que ser por fuerza más grande

que el suyo; pues, al fin y al cabo, quien ha nacido donde no existe lo necesario para vivir carece

también de coraje y dignidad. Sin embargo, le propuso que fuesen juntos a San Sebastián de Urabá. Al cabo de extenuantes horas, y sin haber cruzado entre ambos ni una sílaba, pudieron

divisar la costa del golfo a través de la lluvia torrencial. Pizarro se había embarcado con la hueste

hacia La Española y los indios habían quemado la colonia. Hambriento, humillado y desesperado,

Támara cayó de rodillas sobre la ceniza embarrada y la golpeó con sus puños. Pero, como la

desgracia abre el pensamiento a insospechadas luces aún a los más débiles, Alonso le sugirió un

ardid para pasar desapercibidos de los nativos. Con la daga de Támara se afeitarían la barba y el

cráneo, dejándose en medio de la cabeza una cresta a la manera de los urabáes. Quemaron luego

sus ropas y embadurnaron sus cuerpos de bija 38. De esa guisa, e impulsados por los presagios

del miedo, caminaron hacia el sur. De cuando en cuando, entre los árboles oían gritos de alarma

de indígenas que les recordaban lo que les esperaba: la opacidad de la muerte. Vigilando

siempre, furtiva y ansiosamente cualquier sombra sospechosa, vadearon con el agua al pecho

marjales atestados de caimanes, serpientes, sapos y un hervor de insectos; salvaron profundos

barrancos, peñascos rugosos como coágulos de lava y hendiduras que respiraban nieblas;

caminaron sobre angostos bajíos, recibiendo las cuchilladas de los ostiones sobre los que pisaban,

y temiendo con aprensión el momento en que serían alcanzados por la flecha o la jabalina de

algún indígena; bordearon poblados con silos repletos de fruta, pescados ceciales y maíz seco,

que hicieron efervescer los jugos en sus hambrientos estómagos, inútilmente, pues en las paredes

de hojas de moriche 39 colgaban ominosas aljabas con dardos envenenados; atravesaron infinitas

selvas de boscajes aéreos e intrincadas raíces que abrían cráteres infestados de hormigas, y con

tantos y tan grandes árboles caídos que les hubiesen impedido el avance a no ser porque los

dominaba la obsesión de mover las piernas hacia delante para marchar más aprisa que el tiempo.

Amparados en la negrura de las noches trepaban a las ramas de cualquier árbol, para que los

ocultase con sus hojas y así poder descansar algo tras comer frutas desconocidas. Hasta que una

terrible mañana, al cruzar el claro de un bosque, se toparon con una roja silueta que nada más

verlos se llevó las manos a la boca y lanzó un aterrador chillido. Como por encanto, más de

cincuenta indígenas brotaron de entre los árboles y acudieron a la señal, con una presteza y un

vocerío ensordecedor que llenó la selva. Támara y Alonso, presos de espanto, corrieron con las

escasas fuerzas que les quedaban, al menos media hora; el pulso retumbaba en sus oídos de tal

modo que ni se dieron cuenta de que las voces y la persecución habían cesado tras ellos hacía

tiempo. Entonces fueron detenidos por una masa de altas cañas, tan recias y duras como barras de

38 Bija: árbol de poca altura cuyas semillas, cocidas, dan un jugo rojo que aún hoy se emplea en tintorería. 39 Moriche: árbol de la familia de las palmas, grandes y anchas hojas.

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acero. Támara se lanzó desesperadamente contra aquella muralla, aplastando con la furia de un

poseso las cañas que encontraba en su camino. Después de una hora de violento ejercicio, Alonso

tomó la delantera, relevándolo en el titánico esfuerzo; pero debido a su débil complexión, el

avance se hacía cada vez más lento. Cuando comenzaron a pensar que nunca saldrían vivos de

aquella dura jaula amarilla, una luz los encegueció y se encontraron en la ladera de una colina

cubierta de una suave alfombra de verdura, que se deslizaba hacia las tersas aguas del golfo. Ni

siquiera el canto de los pájaros hollaba el impresionante silencio que reinaba en aquel paraje de

ensueño.

Alonso, inánime, se tumbó a la sombra de un alto árbol. Respiraba fuerte, como si de golpe se le

hubieran venido encima todos los días atroces de su vida.

─Seguid sin mí, si es que sabéis a dónde vais ─dijo, con voz estrangulada.

─¿Qué demonios estáis diciendo?

─¿Por qué os empeñáis en seguir?

─Huimos de la muerte.

─Y vamos hacia ella.

─Nuestro destino es el otro lado del golfo.

─Nuestro destino es la tierra. ¿Por qué tanta prisa por llegar a ella?

─No podemos derrumbarnos.

─Eso exige una gran energía que yo no poseo.

─Tenéis que defender vuestra vida.

─¿Para qué?

─¡Sois un soldado!

─Y, ¿qué significa eso?

─Que debéis luchar. Así se hace nuestra vida.

─Así nace nuestra muerte.

─No me obliguéis a dejaros aquí.

─Seguid vos. Yo no os obligo.

─No os conforméis con la derrota.

─Creedme, el que no acepta su derrota está vencido.

Por el tronco del árbol, en lenta procesión, ascendía una línea de hormigas. Azuzado por el

hambre, Alonso las cogió y las masticó despacio. El silbido de una flecha que se clavó entre los

dos les hizo brotar una ola de pánico en los labios. Estaban rodeados por cincuenta indígenas que

los miraban fijamente; algunos, con trozos de carne en la mano. Eran exploradores del sáhila de

Careta.

─¿Queréis comer?─ dijo un coíba menos achaparrado y más sólido que el resto; panzudo, con

gran cabeza, ancha cara de color de polvo y de una cierta serenidad borrosa. Cecilio sintió una

dolorosa punzada que le espeluznó la piel y agostó cualquier balbuceo en sus labios. El indígena

tuvo que repetir sus palabras. Alonso movió afirmativamente la cabeza y se le ocurrió hacer señas

con sus manos para anunciar que Támara era mudo. La treta tuvo éxito.

─¡Viche! ─pidió el pacense.

─Quieren comer. Son urabáes ─dijo uno de los coíbas, reconociendo la palabra que acaba de

pronunciar Alonso─. Han debido sufrir alguna desgracia.

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─Éste está casi muerto ─dijo el más fornido, acercándose a Cecilio, que jadeaba con el pecho

subiendo y bajando espasmódicamente.

─Los caribes ─dijo el pacense en lengua urabá─ quemaron nuestro pueblo y robaron nuestras

mujeres.

Señaló a Cecilio y volvió a mentir.

─Sobí ─. Y se golpeó con el índice repetidamente la lengua, para indicar que Cecilio era mudo.

─Takune, coíba ─dijo el indígena fornido, señalándose y sonriendo vagamente. Los demás

fueron diciendo uno a uno sus nombres. Les dieron alimentos y observaron en silencio cómo

trataban de comer. El estómago de Alonso se contrajo en una arcada que lo hizo vomitar bilis y

hormigas. Cecilio, aterrorizado de despreciar el ofrecimiento, se metió la carne en la boca y la

masticó. Pero, al hacerlo, lo medio masticado empezó a salírsele por las comisuras de la boca.

Babeó por la barbilla, por el pecho y, al cabo de un rato, dejó de mover las mandíbulas y cayó en

el suelo; los ojos dilatados, su garganta jadeando y jadeando. Los coíbas los observaban,

pacientes, implacables; esperando. Más tarde, los trasladaron en sus canoas a Careta. Como dos

más de sus esclavos vivieron en medio de aquella raza exultante y grácil. Aprendieron a modelar

figuras en arcilla mezclada con carbón y a recubrirlas de cera; a afinar el oro poniéndolo al rojo

vivo hasta que la sílice producía el color dorado que convertía al metal en oro puro; a fundirlo en

crisoles de arcilla refractaria y lograr el vaciado por medio de la cera perdida; a martillarlo con

piedras sobre yunques redondos.

En las ardorosas noches, el reflejo especular de la memoria del infanzón volaba hacia la

blasonada casa de su padre en Revilla de Santullán, donde él y su inseparable mellizo Andrés

soñaron ser caballeros de leyenda. Hombro a hombro podía vérselos con su juventud vibrando de

eternidad en los torneos y justas. Desde Cervera a Peña Rubia, los respetaban y temían. Pero un

día el azar transformaría sus vidas despreocupadas. Con el rostro ensombrecido de quien ha

cometido algo enorme, Andrés le confesó que había violado a la prometida del hijo de don Pedro

Villalobos, señor de Aguilar de Campoó. Para esquivar la inevitable venganza, huyeron y se

enrolaron en las tropas del cardenal Cisneros, que luchaban por ganar Orán. No habían pasado tres

meses cuando les llegó el día del gran asalto al baluarte. Los dos mellizos, codo con codo,

vigilaban las mesnadas musulmanas que plagaban el adarve de la ciudad. Podían escuchar el

ondear de seda e ira de la bandera verde del cardenal, y esperaban la orden de ataque. El caballo

de Cecilio, nervioso, tiraba de bocado y riendas y rascaba impaciente el suelo con el casco ardiente

de su mano diestra. A sus espaldas ululaba la tensa espera de los infantes divididos en líneas; más

allá, se agrupaban las acuclilladas culebrinas. Cecilio oyó de pronto un leve quejido, y supo que

era el gemido que le nacía del miedo. Le ardían las nalgas y sentía un retortijón en el escroto. Le

dolía la cabeza, y un zumbido en sus oídos comenzó a resonar cada vez con mayor intensidad. Se

dio cuenta de que aquel sonido no era sino el latido furioso de su corazón, que batía en su pecho

como el redoblar de un tambor estimula el coraje de la infantería. El general don Pedro de Urríes

desenvainó su sable, y la caballería lo imitó con un fragor de metales que se disolvió en un largo

silencio. La artillería retumbó con una llamarada que sobresaltó a los corceles. Los proyectiles

pasaron por encima de sus cabezas para convertirse en un hondo latido con rumor de trueno, que

reventó parte de la muralla argelina. Sonó el clarín tocando a rebato y los caballos salieron de

estampía. Mientras Cecilio se dejaba arrastrar hacia adelante por su montura, los labios del

corazón le atenazaban la garganta. El terror lo helaba hasta los huesos impidiéndole mover un

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solo músculo, mientras un espantoso eco ahondaba su pecho, enloqueciéndolo. Su alazán escaló

la pronunciada colina, para que su jinete de aguda espada dispersase a los paganos y los

centinelas le abriesen el portón. Cecilio compartió la muerte con la muerte para devolver su

corazón al vacío, y el vacío a una ferocidad que lo borraba todo hasta no dejar detrás nada entero.

Al término de una niebla de denodado esfuerzo, escaló al mástil que coronaba el adarve, arrió el

estandarte de la media luna ensangrentada, y se la entregó al capitán de su tercio, el baezano

Diego Nicuesa. Ambos lo tremolaron sobre los cadáveres de vientres rajados que obstruían las

calles, y se lo ofrecieron al barón de L’Aínsa. Urríes felicitó el heroísmo del infanzón palentino y,

reparando en la sangre que chorreaba por su armadura, ordenó que el cirujano curase sus heridas.

Pero la mirada de Cecilio se paralizó de espanto: a veinte varas, lo miraba su mellizo Andrés, con

la espalda apoyada en la silla arrumbada de su cabalgadura. Sus ojos líquidos tenían el tono

apagado que se ve en los costados de un pescado muerto, y sobre la piel gris de su cara

descansaba el vuelo de una docena de moscas. Una, que caminaba a lo largo del labio superior, se

adentró en la hendidura violácea que daba paso a los dientes. Cecilio, lanzando un aullido, se

abalanzó sobre Andrés, le espantó con sus manos las moscas y cerró con aterrada unción aquellos

ojos que parecían habitar un lugar arbitrario en el que para nada servía una mirada.

Urríes lo llevó consigo a Zaragoza y ordenó trasladarlo a un hospital. Allí tuvo noticia de que el

hijo del señor de Aguilar de Campoó, al percatarse de que las facciones de su hijo reproducían con

increíble exactitud las de Andrés Támara, había acorralado a su esposa hasta que confesó la

fechoría del mellizo de Cecilio. La consecuencia fue que el padre de los dos Támara fue alanceado

y descuartizado por cuatro jinetes enmascarados en las sombras del bosque de Barruelo. La madre

de Andrés y Cecilio huyó a Alba de Tormes, donde se refugió en un convento, y el primogénito de

del señor de Aguilar de Campoó repudió a su esposa y a su hijo. Aquellas noticias hicieron que el

infanzón temiese al sueño como si fuese un verdugo revelador de una desconocida culpa. Siempre

cedía al insomnio, una nada espantosa tomaba la imagen de su hermano Andrés que, con su rostro

devorado por un enjambre de moscas asquerosas, saltaba sobre su pecho, le agarrotaba el cuello

con manos invisibles y lo oprimía y oprimía hasta estrangularlo. Cecilio se despertaba, sudoroso y

estremecido de horror, pero vergonzosa e inmerecidamente vivo; escapado de una muerte

equivocada. La frecuencia de tan espantosa pesadilla lo decidió a conseguir exclaustrar a su

madre, para embarcarse con ella a Yndias. Creía que sólo enrolándose en cualquier tropa

colonizadora, podría liberarse del miedo nocturno con visiones diurnas de horror y aflicción. No

contaba con el miedo del amor, que le llegó por obra de la magnanimidad de don Pedro de Urríes.

La placidez de su esposa, Ana Aniés, su serena belleza e inocente alegría lo absorbían con

intensidad; pero, al mismo tiempo, lo oprimían, señalándolo como el marido no deseado. De

manera que se embarcó con Ojeda en busca del narcótico que sólo podía encontrar participando

en catástrofes, pueblos en llamas y razas en fuga.

La continua impostura de su mudez y la cruel resignación habían colmado en Cecilio su deseo de

ir hacia abajo, en busca de esa seguridad que se siente al saber que no se puede caer ya más. De

ese modo, había recobrado la embriaguez de las lágrimas: esa claridad capaz de arrumbar el

miedo. Igual que hasta la más espinosa rama muere, desapareció el terror de sus noches, y su

corazón comenzó a consumirse sin arder en la esperanza.

─“Pero, ahora ─meditaba Cecilio, entre los áureos centelleos del adorno labial que estaba

fabricando─, volveré a La Española. Y, de allí, a Castilla. Tengo al alcance de la mano más oro del

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100

que nunca ningún castellano pudo soñar. Así que sólo necesito un plan. Y paciencia: esa planta amarga cuyos frutos son dulces”.

Benito Palazuelos comunicó al concejo de Santa María del Darién que presentaba su irrevocable

dimisión como alcalde. La aragonesa había ordenado que se dieran treinta latigazos al centinela y

al perro causantes de la muerte del bebé de Anagua, y él se había opuesto, enfrentándose a ella.

Su honor de caballero le impedía obtener satisfacción de los denuestos que tuvo que soportar por

parte de Ana. Así que prefería no asumir mando alguno y ser uno más. El concejo, tras cortas

deliberaciones, nombró para el puesto vacante al maestre Martín Zamudio. Apenas si dio tiempo a

que el vizcaíno estampase su firma en el acta: unos cañonazos arrasaron las nubes del horizonte,

y el golfo de Urabá atronó de una parte a otra. Con espanto, corrió toda la colonia hacia El Playón, donde estaban atracadas sus dos naves. Pero el temor se trocó en júbilo al ver hacia levante

inconfundibles señales de humo, que anunciaban la presencia en San Sebastián de tropas

castellanas. El nombre de Ojeda relampagueó en todos los labios. Balboa mandó responder a las

señales con ahumadas en los cerros más elevados. Zamudio ordenó que se hicieran veinte salvas

de falconete.

Pero quien desembarcó al amanecer del día siguiente no fue el caballero de la Virgen, sino el

ayudante de Nicuesa, Rodrigo de Colmenares. Venía con dos naos y una carabela, y les contó que

Alonso de Ojeda, tras una épica travesía con el barco de los piratas haciendo agua por los cuatro

costados, había arribado a Isla Juana, donde fue socorrido por Juan de Esquivel; a pesar de que

éste era jurado enemigo del gobernador de Nueva Andalucía. Más tarde, Ojeda se había trasladado

a Santo Domingo y había andado días y días mendigando alguna ayuda que llevar a su hueste.

Pero como Diego Colón no había querido ni recibirlo, todo el mundo le volvió la espalda y lo

escarneció. Incluso tuvo que padecer tres intentos de asesinato. A consecuencia de uno de los

cuales, enfermó tan gravemente que murió en la miseria y olvidado. Aquellas execrables nuevas

plasmaron en la mente de todos la paradójica urdimbre de los efectos y las causas; que alcanzó

tintes de tragedia cuando Colmenares relató lo que le había acontecido al gobernador de Veragua.

Había navegado Nicuesa hasta una Tierra Firme cubierta día y noche por una bruma azulenca, y

se adentró en ella. Cuando perdió la cuenta del tiempo transcurrido entre sus canalizos y

enfoscaderos de agua fangosa sin hallar ni oro ni alimento alguno, regresó a la carabela e intentó

seguir la huella del resto de su expedición, que, al mando del teniente Olano, se había

resguardado en unas islas. Durante seis días, una galerna terrible tuvo a Nicuesa sin esperanza de

vida, zarandeando su carabela, quebrando dos mástiles, rompiendo el castillo de proa, haciendo

trizas casi todo el trapo y ahogando a dieciséis de sus hombres. El séptimo día sobrevino una

densa manga de niebla, torcida en forma de torbellino, que anegó la nave de tal modo que les

provocó dos jornadas de agotadora faena de achique. Al cabo, se toparon con una isleta en la que

desembarcaron. Aún no se habían acomodado cuando salieron a recibirlos centenares de

indígenas, trayendo cada uno al cuello un disco de oro que pesaba el equivalente a catorce

ducados. Por media docena de cascabeles, diez de alfileres, algunas tijeras, peines, bonetes de

colores y abalorios, entregaron a los españoles más de trescientos de aquellos valiosos collares.

Al comprobar el contento de la hueste, los nativos se fueron a sus malocas a buscar gran número

de lingotes y polvo de oro. Lo depositaron todo sobre la arena para tentar a los expedicionarios,

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haciendo ademanes de lucha y señalando con el dedo las copas de los árboles. El gobernador de

Veragua preguntó, incrédulo, a los suyos: “¿Nos piden que combatamos para obtener ese oro?” Por toda respuesta, el teniente Pedro de Badajoz se adelantó y, de una cuchillada de su espada,

cortó al quevi por medio. En la cabeza del jefe indio, ya en tierra, sus dientes aún chirriaban bajo

los ojos desorbitados por el asombro. Cuando los demás huyeron despavoridos, Nicuesa mandó

cargar el montón de oro en el esquife que les había servido para desembarcar. Pero, antes de

poder llevar a cabo la orden, el redoble de unos tambores formó mil ecos en la selva, y en el linde

aparecieron unos veinte guerreros mirándolos desafiantes. Rechinaban los dientes y se golpeaban

el pecho con los puños, al compás del eco de los timbales. Las aceradas flechas de las ballestas

castellanos atravesaron sus gargantas y pechos. Cayeron rugiendo, entre las carcajadas de los

españoles; que no habían reparado que estaban cercados por una verdadera nube de indígenas

enfurecidos. En el instante en que el gobernador de Veragua gritaba:“¡Desenvainad!”, el garrotazo

de un nativo le arrancó el casco de acero de su cabeza.

─¿Murió Nicuesa? ─inquirió Palazuelos, con premura.

─No ─informó Colmenares─. La atronadora andanada de la culebrina de la nave puso en fuga a

los salvajes, dando tiempo a los españoles a embarcar y huir rumbo a levante, buscando aquella

maldita Veragua que tan caro les estaba costado; y que aún más les costaría. Porque, a mitad de la

travesía, dos de la carabelas tocaron en un arrecife y se abrieron en cien partes. Perdieron cuantas

provisiones traían. Y quienes no sabían nadar perecieron ahogados; entre ellos, los seiscientos

esclavos que le había regalado el caballero de la Virgen. La nueva isla a la que llegaron los que

lograron salvarse estaba tan despoblada de consuelo y remedio alguno que ni siquiera tenía agua.

Durante cinco meses anduvieron por ella con desespero y atribulados; vadeando ciénagas

anegadizas, comiendo hierbas y bebiendo el agua de los marjales. Nicuesa juraba que

despellejaría vivos al teniente Olano y a los demás que con él habían dejado de socorrerlo. Una

mañana, descubrió que cuatro de sus marineros habían escapado con el oro en el esquife.

─Uno debería recordarse cada día al despertar que va a estar rodeado de ingratos y traidores

─meditó en voz alta Enciso.

─¡Imaginaos su alegría cuando vieron venir la nao de Olano! ─dijo Colmenares a los

emocionados colonos─. Creyendo que el gobernador de Veragua había perecido, el teniente

vizcaíno había establecido una colonia en una tierra deshabitada, en la que encontraron un río en

cuyo lecho rodaban pepitas de oro en gran cantidad. Pero cuando se les acabaron los alimentos

que traían en las naves, el hambre los había obligado a tener que comer sus caballos y a beber sus

propios orines.

─¡Mala ventura nos trajo a este sitio del mundo! ─exclamó Valdivia, con rabia incontenible.

─Venturosamente, los cuatro marineros que habían escapado con el oro ─prosiguió

Colmenares─ habían arribado a la colonia de Olano y refirieron el padecimiento de la hueste del

gobernador de Veragua. Inmediatamente, el teniente vizcaíno mandó en su socorro aquella nao

cuya vista hizo resucitar a la gente que quedaba viva con Nicuesa. Sin embargo, el gobernador

prendió a Lope de Olano acusándolo de querer alzarse con la gobernación de Veragua, y mandó

levantar el asiento con rumbo a la tierra de los chuchureyes, que Nicuesa bautizó como Nombre de

Dios. Allí, Olano se salvó de ser ajusticiado, sólo por las súplicas de los hombres de Nicuesa,

quien cambió la pena de muerte por quinientos azotes y la orden de que el teniente vizcaíno

permaneciese encadenado y moliendo maíz día tras día, como un indio.

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─¡Si estoy allá, cuelgo a ese Nicuesa! ─bramó Zamudio.

─¡Feliz vos, si teníais una cuerda en aquel yermo! ─le dijo Colmenares.

─¡Lo ahorco con las riendas de un caballo!

─También ésas se las habían comido ─replicó Colmenares.

─Antaño, Nicuesa era un hombre muy cabal, bravo y honorable─ afirmó Barrantes.

─¡Gran señor y con gran corazón! ─recordó Albítez.

─Un caballero a la antigua, como ya no quedan ─apostilló Andrés Garavito.

─Pero las penalidades y el hambre le sorbieron el juicio ─afirmó Colmenares.

Y continuó su relato diciendo que, consumido por el paludismo y abrumado por las tempestades,

el gobernador de Veragua comenzó a tratar a sus hombres con tal aspereza y crueldad que sólo

pudo evitar la rebelión enviando un esquife a La Española, para pedir auxilio.

─La misericordia divina quiso ─concluyó el ayudante de Nicuesa─ que ese bote llegase a

Yaquimo, donde yo aguardaba con las naves llenas de víveres y dispuestas para acudir a Veragua.

Así que me hice a la mar. Cuando llegué a San Sebastián de Urabá y la vi convertida en ruinas,

ordené disparar tiros de artillería y hacer hogueras sobre las peñas más altas, por si había algún

cristiano a la redonda que viese el humo u oyese los cañonazos. Y así di con vosotros.

Al cesar las palabras de Colmenares, la pesadumbre que les había sobrevenido a los vecinos de

Santa María escuchándolas se transformó en vívido agradecimiento a Dios, por haberles permitido

erigir una nueva ciudad en la que una vida holgada se extendía diariamente ante sus ojos. Sólo

cuando se conocen las desgracias ajenas nos damos cuenta de que debemos conformarnos con lo

que el destino nos ha deparado.

Ana preguntó al ayudante de Nicuesa si tenía noticia de que su esposo hubiese regresado a

Santo Domingo. Él le respondió que no. Sin embargo, el abogado don Pedro Sánchez Farfán sí le

había encomendado un recado para ella: un tal don Pedro de Urríes, que había sido enterrado

cristianamente en L'Aínsa, en Aragón, la había designado heredera universal de sus bienes.

Semejantes noticias suponían para Ana la confirmación del arrumbamiento total de todo su

pretérito. Nunca volvería a abrazar a aquella figura cuyos labios le enseñaron la ruta insondable de

los astros, y que, ahora, desde la lejanía, le lanzaba un generoso destello de fúlgida estrella en

una marejada. En cambio, el anhelo de hallar a su marido con vida se convertía en un imposible

evidente, con el que el inapelable destino la liberaba de aquel “habéis de estar sujeta y seguir a vuestro marido en todo” que había jurado ante el altar de Dios. La Providencia le enviaba una nave

con la oportunidad de volver a La Española, y de allí a Aragón, donde la generosidad de su

padrino le brindaba la oportunidad de empezar una nueva vida. Ya no tenía por qué avergonzarse

de sentirse como uno más de quienes, no contentándose con lo que eran, querían vivir en el

pensamiento de los demás una vida imaginaria, convirtiéndose en una ciega máquina de guerra

que funcionaba inexorablemente, como el terremoto o el huracán. Aquellos que donde quiera que

iban llevaban consigo la desolación y el contorno se estremecía, porque nada estaba seguro, ni el

oro en su sólito escondrijo, ni la doncellez, ni siquiera un tierno bebé en brazos de su madre. La

suerte ponía a su alcance la ocasión de dejar atrás a aquellos que cifraban su sentido vital en la

soberbia del “yo, como el primero”, aunque el dolor y la muerte entrasen y saliesen por los

agujeros de sus jubones. No obstante, si elegía huir de aquella capacidad de improvisación y

valentía que la habían contagiado hasta transformarla ¿no significaba manejar sin prudencia la

propia felicidad reencontrada? Para ella, su vida ya no podía ser creerse débil y no atreverse. No

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estaba dispuesta a convertir su libertad recién adquirida en un angosto anillo que la volviera

cautiva. Prefería ser un salto hacia la casualidad, una llama inquisitiva e intrépida cuyo lema fuese:

“Nada es para mí más firme que lo incierto”. Así que tomó una decisión audaz.

─He llegado hasta aquí. No pensé nunca ni hubiera querido llegar hasta aquí. Pero he llegado aquí. Y aquí me quedo.

La noticia de la muerte del caballero de la Virgen le hizo sentir a Enciso que nunca había visto

su porvenir con tan negros colores, ni siquiera en la mezquina y torrencial noche de su llegada a

San Sebastián de Urabá. Estaba convencido de que cuando Nicuesa se hiciese cargo de la

gobernación de Santa María no tendría en cuenta la promesa de Ojeda, rubricada por don Diego

Colón, de nombrarlo alguacil mayor de la colonia. Preferirá mantener en su puesto a Balboa. Sin

embargo, la ley le protegía y había demostrado con creces valor y energía suficientes para cumplir

lealmente con Ojeda, con la Corona y con Dios Nuestro Señor. Había conquistado una nueva tierra

para la Corona, convirtiéndola en una colonia cada vez más próspera, aunque el voluble común lo

hubiese despojado injustamente del poder, por las malas artes de un infatuado tahúr que quería

convertir la predicación del cristianismo a los paganos y la conquista de nuevas tierras para la

gloria de Castilla en una farsa en beneficio propio. Sin embargo, no debía ser pesimista

anticipadamente. Quienes conocían al gobernador de Veragua decían que era hombre cabal,

honorable y con gran corazón. ¿Por qué presumir que no iba a atender sus razones y hacerle

justicia? Aunque que otros lo tildaban de crueldad para con su hueste, ¿acaso los Balboa y Pizarro

no murmuraban a sus espaldas otro tanto de él? Sólo haber mencionado aquellos dos nombres le

hizo arrepentirse de inmediato de aquel repentino desahogo. Estaba demasiado acostumbrado a

que la inseguridad, la incertidumbre y la desconfianza fuesen sus únicas verdades. Y sabía que,

por mucha firmeza y mucho valor con que un espíritu que sabe aspirar a las altas posiciones

soporte todos los dolores de los sentimientos vulgares, hay una clase de desgracia que un

corazón noble tolera difícilmente: el equivocarse en un cálculo. “Es una insensatez ─se dijo ─

dejar que sea el albur quien rija mi suerte. A un pájaro de mal agüero, capaz de provocar por bravuconería el naufragio de una nao repleta de víveres y armas, y la muerte de treinta hombres valerosos, alguien debe cortarle las alas. Y, por Dios, que nadie mejor y con más causa que yo para hacerlo. Sé ir donde la marcha de los acontecimientos me conduzca irremediablemente. Si no quiero que mi porvenir se haga añicos, sólo puedo confiar en una determinación: embarcarme urgentemente rumbo a La Española y contar al virrey cuanto ha sucedido en esta Tierra Firme.“

“¿Qué me ocurrirá cuando llegue Nicuesa a la colonia?” ─se preguntaba Balboa. Necesitaba

convertirse en alguien verdaderamente imprescindible para el común, si quería que el gobernador

de Veragua no lo considerase únicamente como uno más. No había llegado hasta allí para

conformarse con un puñado de oro; había oído demasiadas veces que en aquella Tierra Firme

había caciques a quienes sus vasallos les llevan en canastas las pepitas de oro que pescaban en

las aguas de los ríos. Pero, ¿cómo arrancárselo? No por la fuerza, pues tarde o temprano los

indígenas perderían el miedo al látigo, al fuego y al acero, y se rebelarían. ¡Y eran legión!...

Únicamente había un camino para impedirlo: imitar el discurrir de los ríos, que avanzan, retroceden

y se curvan dando un rodeo para llegar a su meta; es decir, ofrecer amistad a aquellas gentes

bronceadas de tanto sol brusco. Pero para llevar a cabo esa estrategia necesitaba que Diego Colón

le diese un nombramiento antes de la llegada de Nicuesa. Y mejor que el virrey, el propio rey. “Les

escribiré a ambos ─concluyó─ contándoles las riquezas que la Tierra Firme posee. Les pediré mil

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hombres de La Española, porque los de Castilla no están hechos para este clima, ni resisten la falta de pan de trigo. Eso sí, les advertiré que no haya entre ellos ningún bachiller en leyes; no sirven más que para crear pleitos”.

Rodrigo de Colmenares hizo un suculento negocio vendiendo a los colonos ─a cinco veces su

precio─ la mitad de las cuatro mil arrobas de víveres, gallinas, cabras, vacas, mulos, yeguas y

caballos que había traído consigo. Al saber que Joaquín de Muñoz había navegado hacía tiempo

aquella Tierra Firme lo persuadió de que condujese como piloto una de las naos en su marcha a

Nombre de Dios, en busca del gobernador de Veragua. El concejo de Santa María decidió poner la

colonia a disposición de Nicuesa, y eligió como representante suyo al notario Hernando de

Argüello. Enciso entregó a Colmenares seiscientos pesos para que un bergantín lo llevase a La Española. El ayudante de Nicuesa sólo cerró el trato bajo la promesa de que su piloto, el gallego

Hernán Farias, gobernase la nave y la llenase de más víveres en Santo Domingo, para llevarlos de

regreso a Nombre de Dios. Cuando se enteró Balboa, convenció a su amigo Diego de Albítez para

que embarcase en ese bergantín, llevando tres cartas que debía guardar con precaución y en

secreto. La primera la entregaría personalmente al virrey Diego Colón. Luego, continuaría viaje a

Castilla, para entregar la segunda al franciscano fray Juan de Quevedo, predicador de Fernando el

Católico y buen amigo de Balboa. El fraile lo conduciría ante Su Majestad, a quien entregaría la

tercera carta. Cuarenta colonos hartos de aquella tierra, estimando que sus sueños de adquirir

fortuna estaban ya colmados, se enrolaron como tripulación en la nave. En cambio, treinta de los

hombres que habían llegado con Colmenares prefirieron incorporarse como encomenderos a la

colonia. Y, como la gente cierra su puerta ante el sol que declina, sólo Ana se despidió

formalmente del bachiller Martín Fernández de Enciso.

Tan pronto como las naves de Colmenares partieron, Balboa consideró que no debía perder

tiempo en realizar sus propósitos. Así que mandó a Tarcento y a Hernán Muñoz que aparejasen la

“Virgen del amor hermoso”. Reunió una tropa de ciento treinta soldados y les arengó.

─Cuando considero, amigos y compañeros míos, cómo nos ha juntado en esta Tierra Firme

nuestra felicidad, cuántos estorbos y persecuciones dejamos atrás y cómo se nos han deshecho

las dificultades, conozco la mano de Dios en esta obra que vamos a emprender. La causa de Dios y

la de nuestros reyes, que es la misma, nos obliga a conquistar regiones no conocidas. Debemos

intentar entrar en ellas, no a sangre y fuego sino ofreciendo nuestra amistad. Sus almas necesitan

nuestra fe para salvarse del infierno y nosotros precisamos su ayuda para nuestra ganancia. Pero

no está en mi ánimo facilitaros la empresa que acometemos. Nos esperan seguramente las

miserias de la necesidad, las inclemencias del tiempo y las asperezas de la tierra. Acaso también, y

pese a nuestra pacífica intención, tengamos que sufrir combates sangrientos, acciones increíbles y

batallas desiguales. En todo ello habréis menester socorreros de todo vuestro valor, y os será

necesario sobrellevar el sufrimiento, que es el segundo valor de los hombres y tan hijo del corazón

como el primero; que en la conquista más sirve la paciencia que las manos. Hechos estáis a

padecer y a pelear, pero ahora es mayor nuestra empresa y debemos ir prevenidos de mayor

osadía: que siempre las dificultades son del mismo tamaño de los intentos. Pocos somos, pero la

unión multiplica los ejércitos, y en nuestra conformidad está nuestra fortaleza. Del valor de

cualquiera de nosotros se ha de fabricar y componer la seguridad de todos. Yo seré el primero en

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aventurar mi vida por el menor de vosotros. Más tendréis que obedecer en mi ejemplo que en mis

órdenes. Y puedo aseguraros de mí, que me basta el ánimo para conquistar un mundo entero. Por

tanto, amigos, ¡a convertir en obras las palabras! Y no os parezca temeridad esta confianza mía,

pues se funda en que os tengo a mi lado y dejo de fiar de mí todo lo que espero de vosotros.

Con viento sobre la cuadra de popa, a mediodía del día siguiente llegaron a Careta. En la grisalla

lluviosa llena de la voz del mar saltaron a una tierra plagada de rocas, que se ofrecían sonoras e

imperturbables al paso del viento. Dejaron atrás peñascales entre los que se arraigaban viejos

árboles, que se inclinaban sobre el mar y sufrían el embate de las olas que entraban en los

socavones del monte. Ceñidos por el viento, atravesaron una tan frondosa como peligrosa

garganta, tras la que llegaron al enorme poblado. Una gran multitud de nativos salió a recibirlos

con temor y aspavientos de asombro.

Al conocer la noticia, Anagua prorrumpió en un sollozo que le permitió ver en su cercano pasado

el inmediato porvenir de su pueblo. Sabía que colmillos y metales abrirían tarde o temprano

cráteres en su carne, que el odio agotaría el número de veces que le había sido dado a su corazón

latir, que oiría el último pájaro antes de morir y que no quedaría en la noche ni una estrella. Ni

siquiera el divino Tad-Ibe, que premeditaba el silencio anterior a la primera noche del tiempo,

podría destejer aquel destino de fuego y hierro.

Tensos y alerta, los españoles se abrieron paso entre los coíbas hasta avistar a Chimba, que los

esperaba con solemnidad. Balboa descabalgó. Dejó caer sobre el barro su espada y avanzó. El

sáhila lo esperó inmóvil, con los brazos cruzados bajo el áureo kiplo. Valdivia, Palazuelos y

Pizarro palmeaban el cuello de sus corceles inquietos y temerosos del cada vez más azotador

temporal. Por un instante las miradas de Chimba y Balboa se escrutaron con impenetrabilidad, bajo

la furiosa lluvia. Un esclavo más alto que el resto de los coíbas salió de entre la desnuda y

estupefacta multitud. Señaló al jefe indígena y dijo:

─Estáis ante el gran sáhila de Careta.

El asombro no sólo se reflejó en los rostros de Balboa y de la tropa castellana, también trazó un

profundo surco entre las cejas de Chimba. Al darse cuenta de la dilatada impostura del esclavo, las

descendentes comisuras de sus labios formaron un verdadero círculo sobre su barbilla puntiaguda.

Cecilio Támara sonreía con la satisfacción de quien ve realizado el inicio del camino que se ha

propuesto seguir.

─Os ofrece la paz ─añadió.

La mirada de Pizarro se iluminó de recuerdo y, señalando al indígena alto, dudó un instante en

voz alta:

─¿Vos no sois?...

─...Cecilio Támara, infanzón de Revilla de Santullán. Estos malditos salvajes me hicieron

prisionero al sur del golfo de Urabá.

La mirada de Balboa, fija en la de Chimba a pesar de que el agua chorreaba por su celada y

goteaba en su roja barba, se disparó hacia Támara como un fugaz dardo que ordenaba precaución.

Aquel gesto hizo que el palentino explotase en una carcajada.

─No tengáis cuidado. No entiende una palabra ─dijo otro eslavo que salió de entre la multitud,

extremando una mendaz cortesía hacia el sáhila.

─Es Juan Alonso ─dijo Támara─. Soldado a los órdenes de Nicuesa, y hecho prisionero por los

urabáes primero y por estos coíbas después.

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─¿Habláis su lengua? ─inquirió, con sequedad, Balboa.

─¡Qué remedio! dijo Cecilio.

─Decidle al sáhila que queremos la paz. Que aquí estamos menos de la octava parte de quienes

poblamos Santa María de la Antigua, en el Darién, y que necesitamos cuantos alimentos puedan

proporcionamos.

─Y que queréis el oro que poseen, ¿no es eso?

Balboa, sin mover su mirada clavada en los ojos lentos de Chimba, dijo ásperamente:

─¡Decid sólo lo que he dicho!

El infanzón transmitió el mensaje al sáhila, que otorgó su respuesta midiendo la expresión del

hombre de reluciente armadura que tenía enfrente.

─Dice que está en guerra con la gente de Ponca ─tradujo Támara─ Que sus hombres no han

tenido tiempo ni de recoger la cosecha ni de sembrar. Y que no posee oro, pues se saca muy poco

de estas tierras.

La mirada de Vegines se detuvo en el contrariado rostro de Valdivia.

─Pero, naturalmente, miente ─puntualizó el pacense.

─Lo mejor que podéis hacer ─añadió Cecilio, sin dejar de sonreír ─es intentar una falsa

despedida y caerles de noche por sorpresa. Yo os conduciré donde guardan el oro y los alimentos.

Rodeándolos bajo el chaparrón, con un balanceo inquieto que recordaba a una ola crispada, los

nativos gesticulaban su estupor señalando las corazas, caballos, rostros, barbas y armas de los

españoles. Balboa ordenó a Támara, con voz suave pero contundente:

─Decidle que quiero que seamos buenos amigos y que prometo ayudarle en la guerra contra

Ponca. Decídselo sin una sola palabra de vuestra cosecha.

Aquella noche el buen humor le desapareció de golpe a Cecilio Támara. Pizarro le contó que su

esposa se hallaba en Santa María de la Antigua, a pesar de haber sido designada como heredera

por un noble aragonés. Tras la perplejidad, el insomnio se le deslizó entre los nervios hasta que

presintió el aliento de la aurora. Llegó entonces a la conclusión de que aquella situación

inesperada podía formar parte beneficiosa de sus planes. Con el oro que podía robarle a los indios

se embarcaría hacia España mucho antes de lo que había imaginado.

Al día siguiente, dos cuadrillas de escopeteros al mando de Benito Palazuelos y Juan de Valdivia

se quedaron en Careta protegiendo a fray Andrés de Vera, que estaba dispuesto a bautizar a toda

la tribu. Con Támara y Alonso de traductores, partió el resto de la hueste y cuatrocientos indígenas

hacia el territorio de los vainoras. Anduvieron durante cuatro jornadas atravesando los montes de

poniente, sobre las guijas ásperas de la huracanada sabana y entre bosques profusos. De noche,

las nubes balanceaban la luna sobre las fogatas alrededor de las que descansaban los

expedicionarios, metidos hasta el cuello en tierra para evitar las picaduras de los insectos; sus ojos

entreabiertos vigilaban el sueño de los coíbas y el vuelo de los vampiros, hasta que el escalofrío

de las hojas de los árboles terminaba por sumergirlos más allá del sueño que confunde los rostros.

Finalmente, la claridad rompía en lo alto por detrás del colosal y aserrado murallón de montañas,

ofreciéndoles una visión nítidamente perfilada de picos que erguían sus escarpadas vertientes

sobre un alto pedestal de bosque asentado entre aglomeraciones desnudas de enormes rocas.

Tras éstas, y brotando en el verdecido lado de una quebrada semejante a una cuña, el río Sautatá

hendía el valle en el que se alzaba el poblado de Ponca.

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El esgrimidor mandó a Támara y a Alonso que los coíbas se dividieran en dos mitades, para

formar las alas del cuerpo central de españoles. Llegaron a las puertas del poblado a mediodía.

─¡Sin cuartel! ─gritó Balboa.

La hueste exhaló rojas nubes de poder y de dominio. La descarga de las armas de fuego

estremeció el cielo e incendió el poblado. Los hombres de Ponca, cogidos por sorpresa y

estupefactos por el súbito incendio que convertía su poblado en pavesas, salieron de su malocas,

asfixiados por el humo. Al retroceder en desbandada, toparon con las alas de los coíbas, que

cargaron sobre ellos con macanas 40, cerbatanas y jabalinas. Los más afortunados ─entre ellos, el

propio Ponca─ se refugiaron en las montañas; mientras que más de la mitad de los hombres,

ancianos, mujeres y niños sembraron de ultrajada muerte la tierra vainora.

Mientras tanto, en Careta, Chimba había caminado solitario hasta los agujeros de lava hirviente

que desembocaban en la ensenada del Atlántico. Había elegido aquel lugar para interpretar los

secretos augurios que burbujeaban los dedos de fango que brotaban a chorro desde las grietas de

los farallones. El sáhila, que se ahogaba en bilis, podía allí gritar su desesperación y su odio sin

que nadie lo oyese. La luz del alba le chamuscaba los ojos, y maldijo la llegada de aquellos

espectros de barbas cizañosas que, tejiendo mentiras, querían alzarse sobre su pueblo. No. No

eran demonios ni tampoco neles, como había creído el kantule. Sólo eran hombres que se

pavoneaban irguiendo necesidad. Él no era más que una hormiga en la frente de Careta, pero la

hormiga procura comida para los suyos en medio de los peores peligros de la selva que conoce

muy bien. No era más que una mano que guiaba llena de dudas el destino de su pueblo, pero la

mano actúa como le dictan los pensamientos, que son la lengua de los dioses. Para cerciorarse de

poder cumplir bien su misión quería conocer totalmente a los hombres mentirosos; y escuchar de

noche en el barro, y de día en la blancura de sal marina, la lengua de los dioses. Para ello se sentó

al borde del acantilado y fijó su mirada en el oriente, donde tiene su casa de oro y niebla el divino

Tad-Ibe. Los atronadores mitos del océano quebraron el roción que avanzaba desde el encaje del

mar hasta la estatua en carne viva del sáhila. Su achicharrado rostro estuvo viajando, inmóvil y

aproado, durante una semana; mientras la luz sabia de Tad-Ibe apartaba las telarañas de su frente

hasta dejar sus dudas a la zaga. Cuando se dijo que ya creía compartir el privilegio del kiplo ─el

pájaro señorial y sereno que desde las alturas puede ver el parpadeo de la iguana, y cómo el

diminuto totí limpia los carniceros colmillos del caimán─ se alzó del promontorio y volvió a Careta.

El regreso de la victoriosa hueste de Vasco Núñez fue mucho más lento que la ida; el paso de

los indígenas era necesariamente más pesado, agobiado por el enorme botín de alimentos,

animales, joyas y oro conquistados. Cinco sorpresas aguardaban a Balboa en Careta. Chimba había

ordenado a los habitantes de su pueblo que se dejaran bautizar por fray Andrés de Vera en las

cristalinas aguas del Sautatá. Había querido cambiar su nombre de Chimba por el de Fernando, en

honor del regente de Castilla. Otorgó a Balboa el sobrenombre de Tibá-Yu ─que en lengua coíba

quería decir: Campeón Blanco─, y le regaló todo el rescate de oro y joyas robado a los vainoras.

La quinta sorpresa, y la más extravagante, tuvo lugar en la cena ofrecida en el alcázar. Presidía la

mesa Fernando/Chimba y lo flanqueaban el kantule y los principales de la tribu. Frente a ellos, el

Tibá-Yu, Pizarro, fray Andrés de Vera, los caballeros, Alonso y Támara. Antes de dar por acabado

el banquete, el sáhila le ofreció por esposa a la mediana de sus siete hijas, que se llamaba

Anayansi. Támara estalló en una carcajada. Chimba lo atravesó con su mirada.

40 Macana: Especie de porra de madera muy dura, que utilizaban como arma los indígenas americanos del siglo XVI.

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─¿De qué os reís? ─dijo, impaciente, Balboa.

El rostro de Chimba tenía la impenetrabilidad de una roca que soporta el azote incomprensible

del viento.

─Os ordena que os caséis con Anayansi, una de sus hijas.

─¿Qué?... ─logró balbucir Balboa.

A sus compañeros se les contagió la risa, pero cesaron de inmediato, al sentir su mirada

asaeteadora.

─Dice que no es bueno que un Tibá esté solo. Que necesitáis una esposa ─añadió Alonso.

─¡Yo no quiero una esposa! ─farfulló Balboa.

Pero Támara le transmitió a Chimba que Vasco Núñez decía que se lo agradecía mucho y que

estaría encantado de desposar a su hija. El sáhila levantó hacia el esgrimidor la palma de su

diestra, y las descendientes comisuras de sus labios se alzaron en una mueca que quiso ser una

sonrisa. Una vez que fue avisada, Anayansi entró en la gran sala, avanzó con timidez hacia su

padre y observó a Balboa con elocuencia. El esgrimidor reparó en la belleza de la joven: sus

frutales labios enmarcados en el súbito rubor de las mejillas exhalaban un aire místico, sus

hermosas caderas anunciaban que podía parir un mundo más justo y hermoso. Chimba dijo algo

que tradujo Támara:

─Pregunta que si os gusta.

Anayansi había bajado la mirada mientras su padre parloteaba orgulloso.

─Dice que posee la serenidad de los árboles y la alegría de los pájaros, y que se llama Anayansi

─añadió el infanzón─. Claro que vos podéis llamarla como os venga en gana. Según dice su

padre, es fuerte, obediente, sabrá cuidar bien de vuestra casa y os dará muchos hijos.

De pronto, la sonrisa burlona del infanzón palentino se transformó en un rictus de profunda

seriedad y alarma, para añadir:

─Si la rechazáis, nos matan ahora mismo. Recordad que el sáhila manda a tres mil hombres,

que en cualquier momento pueden sacar sus macanas y jabalinas y dejarnos el cuerpo con más

agujeros que un cedazo.

Sin esperar la respuesta de Balboa, Támara se levantó sonriendo, rodeó la mesa, tomó de la

mano a la hermosa coíba y con los más delicados modales cortesanos se inclinó ante ella en una

exagerada reverencia.

─Señora del Tibá-Yu, a vuestros descalzos pies ─dijo con sorna.

Cuando las estrellas, en hileras tímidas, comenzaron a florecer en el cielo, el sonido melodioso

de las flautas y caracolas se acopló al ritmo trepidante de los tambores. Los pasos danzarines de

las muchachas coíbas marcaron el compás pletórico y extraño del areyto. Sus senos mecían el

aroma penetrante de los sahumerios. Los expedicionarios contemplaban el espectáculo con un

cosquilleo lujurioso entre las ingles, que intentaban apagar desmoronándose en ríos de vino de

maíz fermentado, hasta que la risa y el llanto terminaban por rendirlos de deseo y extravío. Támara

aprovechó para desvelar a Alonso sus planes, guardados hasta entonces en secreto. Se había

puesto de acuerdo con una docena de urabáes para ir ocultando día a día la mayor cantidad de

oro posible, persuadiéndolos de que, a cambio, los castellanos los regresarían libres a su tierra.

Ahora, pensaba pedirle a Balboa que lo enviase al Darién para encontrarse con su esposa. Y allí

aviaría una nave con la que volver disimuladamente a Careta, recoger a Alonso con el oro y

navegar, los dos ricos, a España.

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─¡Por nada del mundo me quedo yo aquí!... ─dijo, temblando, el pacense.

─¿No soñasteis, cuando embarcasteis a Yndias, con regresar como hombre afortunado para el

resto de vuestros días?

─Chimba mandaría que me matasen.

─No, si permanecéis siempre al lado de Balboa y lejos de Careta, haciéndolo rico y respetado

por las demás tribus. Yo me encargo de que ese Vasco Núñez someta a jurás y abraimes. ¿Conocéis a un castellano que haga ascos al oro y a la gloria?

─No conozco a ninguno que se meta de hoz y coz en su muerte.

En el interior de un bohío alfombrado de rojas flores de ceibo, dos mujeres maduras peinaban a

Anayansi mientras una tercera adornaba con blancos pétalos de magnolia la hamaca que ocupaba

el centro del ámbito. Sobre una barbacoa había ordenadas ropas de color jacinto, esponjas,

raspadores, cepillos, y punzones de antimonio para pintarse los ojos. La novia vestía una holgada

túnica amarilla y azul sin mangas, bajo la que se le erguía el seno. Dos brazaletes de oro rodeaban

sus brazos, como reacios a perder lo que apresaban.

─Es un hombre fuerte. De piel blanca como la yuca ─dijo una de las mujeres.

─Te dará muchos hijos ─prosiguió la segunda.

─Tiene mirada de mar ─ensoñó en voz alta la primera.

La tercera puso sus manos extendidas sobre la hamaca y la balanceó delicadamente, mientras

sonreía pícaramente, diciendo:

─La hamaca se moverá mucho esta noche…

Cuando apareció Chimba en el umbral, las tres salieron de la choza, riendo cómplices.

─Tu belleza es más valiosa que nuestras armas, Anayansi ─le dijo el sáhila a su hija─. Al

mando de cuatro de tus hermanos haré que cincuenta de nuestros mejores guerreros vayan con el

Tibá-Yu, para velar siempre por ti. Recuerda siempre el sufrimiento que esos hombres blancos

infligieron a tu hermana Anagua, y el que pueden causar a nuestro pueblo. Que no se quiebre la

luz para nuestro pueblo depende de que descubras los pensamientos del hombre blanco y me los

hagas saber, como las ramas conocen el pensamiento de los troncos y lo comunican a las

tremolantes hojas.

Al claro de luna, padre e hija se abrazaron, llorando.

Tan pronto amaneció, Cecilio Támara le pidió a Balboa que lo enviase con de su esposa; de ese

modo podía llevar a Santa María de la Antigua del Darién el fabuloso botín adquirido en la derrota

de los vainoras, y ponerlo a buen recaudo. Por supuesto que se apuró en sembrar en el corazón

del esgrimidor la idea de que, mientras tanto, podía fácilmente dominar a las tribus circundantes,

muy ricas y poderosas pero pacíficas. Se mostró convencido de que el prestigio adquirido al

vencer a Ponca y su alianza con el poderoso sáhila de Careta habrían recorrido ya esas cercanas

tierras, y le recomendó vivamente que llevase consigo a Juan Alonso como guía, porque las

conocía muy bien y sabía su lengua, pues había participado como ojeador de las tropas de Chimba.

Como las palabras del infanzón palentino cuadraban perfectamente con los planes de Vasco

Núñez, éste ordenó que se embarcase cuanto se había conseguido, para llevarlo a Santa María de la Antigua. Mandó a Tarcento que pilotase la nave, con dos cuadrillas de marineros, quedando de

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acuerdo en que regresase inmediatamente a Careta para recogerlo a él y a su expedición. Ninguna

orden mejor que aquella podía haber recibido el piloto friulano. Aunque fuese por un tiempo tan

breve, le encantaba reencontrar se con sus juguetes de ensueño: quilla, mástiles, velas, caña del

timón, cordajes y gavias en el ancho aire del mar; su codicia febril, sangre en las venas de su

inteligencia.

A la hora del crepúsculo del día siguiente ─ya que el viento era bueno y hendía la mar─ la

“Virgen del amor hermoso” llegó al Playón, y Cecilio Támara sintió que comenzaba a erigir un

porvenir hasta entonces disgregado en miedo, hambres, afanes y tormentas. Una resaca de gritos

de aviso se levantó en cada hogar, y la plaza de la colonia se abarrotó de encomenderos para

admirar el formidable botín. Todo el mundo corrió hacia la casa de fundición para pesar el oro y

tasar las joyas. Los pájaros hilvanaron el cielo con entrecruzantes puntadas. El piloto friulano

condujo a Cecilio Támara hasta casa de Ana y regresó a la carabela. Al abrir la puerta la aragonesa,

la sorprendente presencia en el umbral de aquel indígena de oscura cresta la confundió. Pero al

reparar en sus facciones, temblando, lo reconoció. Sacudió su cabeza para arrojar lejos la

perplejidad y lo estrechó entre sus brazos, con el resuelto arrebato de una ola.

─¡Dios sea loado! ─gimió. ─¡Le he rogado tanto para que llegase este momento!... Llevo tanto,

tanto tiempo buscándoos que os creí muerto, mi señor.

─¿Y mi madre? ─preguntó Cecilio, deshaciendo el abrazo.

─Falleció en Santo Domingo. Hace más de un año, que ha sido una eternidad ─respondió Ana,

limpiándose con el dorso de su mano las lágrimas.

─¿Cómo sucedió?

─Fueron los años. Murió en paz y gracia de Dios.

Y, secretamente aturdida por el estupor que le causaba aquel glacial encuentro tan perseguido,

pero mostrándose tan resplandeciente como el más encantador instante de la tarde, le señaló la

cálida penumbra que se alargaba tras el umbral.

─Entrad. Es vuestra casa.

Saludó efusivamente a Tarceto y lo invitó también a entrar. Pero él reusó, con una sonrisa, y le

dijo que se volvía a la nave, para partir de nuevo.

─Ricordate che vi ho detto ─añadió, discretamente─ che quando si arriva a sentirsi bene con la vita di mare, non si può vivere comodamente a terra.

Con un torrente de palabras que se despeñaban en gozo y plenitud, le contó cuanto le había

sucedido con la urgida esperanza de hallarlo. Cecilio observaba que la suave atmósfera de la casa

estaba hecha con la ilusión de que algo fuera a empezar. La disposición de los escasos muebles,

de cada objeto, revelaba el limpio atrevimiento y el velar inagotable de quien tiene el alma en la

piel. Escuchando las palabras de su esposa, tan desnudas, tan continuas y sencillas, sintió que el

mundo podía volver a ser una fábula habitable. En Ana residía la delicia como está la crueldad en

las espadas. Confiaba ella tanto en su eterno presente, y la adornaba de tal manera un ver hondo a

través de la esperanza, que lo conmovió hasta las lágrimas. Y, por vez primera, se sintió feliz y

deseoso de aprehender para siempre aquel inmerecido regalo que la vida le devolvía. Su quieta

silueta a contraluz ─como esculpida a martillo sobre la noche que empezaba a nacer tras la

ventana─ tembló como una hoja recién brotada y acariciada por la brisa. Cerró los ojos y pidió a

Dios con todas sus fuerzas que le diese el valor necesario para encadenarse a aquella ternura,

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hasta que su mirada pudiera ver con los ojos de su esposa. Y pidió perdón a Ana por haberse

marchado tan súbitamente, abandonándola a aquel furor del destino que le acababa de desgranar.

─Sólo quería mereceros ─mintió Cecilio.

Ella le enlazó la mano y la guio hasta dejarla en su regazo, donde la piel se tendía a la

compasión y el embeleso. “Bebed el calor de mi mano ─quiso decirle Ana─, mi mano tiene la misma sangre que la primavera. Coged mi mano. Coged mi brazo, coged la añoranza de mis hombros… Sería maravilloso sentir, esta noche, el peso de vuestra cabeza sobre mi pecho”. Pero

el deseo de Cecilio dio un inopinado rodeo, derrochando aquel mórbido regalo; cambiando su

tumulto en la simple reverencia de besar el temblor de aquella mano y alzarla al rostro conmovido

de Ana, dejarla solitaria sobre la anhelante mejilla. Los dedos de Cecilio sólo supieron apartarle

hacia atrás el rizo dorado que le cubría la oreja. Sintiendo en su alma un estremecimiento de hoja

esquivada, pero sabiéndolo tan frágil y tan al borde de sí mismo que se quebraba su sombra al

respirar, ella lo abrazó con la fuerza de quien desea unirse como nieve a punto de ser agua.

Quería despertar a su esposo a una desnudez como la de la noche de afuera, donde se

derramaban las estrellas. Quería convertir sus fríos ojos en un espacio abierto de par en par,

dispuestos a llenarse. ¡Qué no hubiese dado porque él hubiese descansado la cabeza en su

regazo y, resignado, le hubiese dicho: “por mal que me haya ido, por mal que me vaya, dejadme vivir a vuestro lado. He sido, soy y seguiré siendo egoísta, huraño, vanidoso, ávido, astuto, cobarde, malo; el lobo, la rata y la serpiente ni faltan ni faltarán en mí, pero, os amo!” Entonces

ella le lo habría arrullado como a un recién nacido y le hubiera respondido: “Acepto la corona de espinas que me entregáis, la corona que dobla mi cabeza hacia mi corazón. Dejad que yo os agrade y lloraremos juntos por la improsperidad de los males sufridos, y por las horas cobardemente inútiles en esfuerzos perdidos; hasta borrarlas del todo y para siempre. Abridme vuestro corazón como un auténtico amigo, para que pueda hacer de vuestras debilidades el nuevo amor que nos merecemos como esposos. Arrastradme al don del amor con dulzura, como un claro arroyo de austera verdad, y mi alma será una ola tranquila que os entregará mi cuerpo enamorado perseverando en nuestra mutua dicha. Juradme que no volveréis a creer que no hay otra tierra más fértil para vos que aquella que pisen mis plantas, y seremos fuego y agua en unión sincera sin condiciones. Decidme: ¡Aprovechemos, porque el aire suave y el bosque misterioso que nos envuelve lleva el nombre de amor! ¡Abrazadme, abrazadme con tal fuerza que yo no necesite nada más.” Sin embargo, Cecilio sólo había traído consigo el rastro de un dolor tan hondo como el

brillo de una estrella en un puñado de sal, y la fragilidad amarga de las personas incapaces de ser

verdaderas. Y ni siquiera volvió a cogerla de la mano antes de caer rendido en el lecho. “Ha adquirido la tristeza del animal montaraz y el resplandor en el rostro del agua temblorosa

─pensaba Ana─, y mi sangre ya no está en las venas de sus sueños”. Los mochuelos

despertaron, y sin ruido remaron el aire de la noche inevitable, que se desbordó en el recuerdo de

aquel único y lánguido abrazo que contenía únicamente la tristeza más honda y se iba hundiendo,

como hierro, ahí al lado. Ana, como un insecto inmóvil en la rama, quiso ser algo semejante que

nadie buscase, viese o persiguiese.

Durante los días siguientes no hablaron mucho; como si fuesen estatuas de un jardín junto a las

que se pasa mirando y siguiendo camino. Cecilio Támara, comprendiendo que el concejo de Santa

María no lo dejaría embarcarse en el único bergantín que fondeaba en El Playón, se incorporó a la

vida de la colonia con la desgana de saber que, una vez redondeado su plan, lo que aconteciera

en el tiempo de aquel Nuevo Mundo nada le importaría. Deseaba estar ya en España y siendo

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dueño, por fin, de un destino verdadero; una vida sin azares, sin agravios, penas o terrores no

buscados, labrada únicamente por su propia voluntad. Se engañaba a sí mismo convenciéndose de

que sólo entonces podría sentirse libre de enlazar a su esposa del brazo y sacarla a la fiesta de los

días. De que sólo entonces sería posible que ambos fuesen una misma energía que apagaría

definitivamente su angustia incontenible. Ana, a su vez, pensaba que, si su pena humease, la tierra

estaría cubierta de humo. Sin embargo aquella aflicción también tenía debajo un fuego; su corazón

ardía pero no se consumía, porque había recuperado un esposo secreto, en cuyo pecho desnudo

no había otra señal que la sangre del desdén. A veces, mientras participaban ambos en la faena de

todos bajo el brusco sol, sus miradas se cruzaban y parecían interrogarse: “¿Qué sabéis vos de mí?” De noche, la luna tejía en su alcoba un vaivén de silencio palpitante en el que se buscaban

como ciegas sus dos soledades, sin saber que la dulce amargura que bebían los dos en sus bocas

era el fruto de un sueño coincidente, la frescura tenaz de un espejismo.

Vasco Núñez, acompañado por Alonso y cien coíbas se había puesto al frente de la hueste en

dirección al río Matumagantí, donde estaba la tierra de los jurás gobernados por Comogre. Al salir

de Careta, en medio de la geometría telúrica de rocas desunidas que salpicaban la enorme sabana

en la que el sol caía a plomo, se dio cuenta de que Anayansi lo seguía a distancia, con la mirada

fija en el deslumbrante fulgor de su armadura.

─¡Vete! ─le gritó─. ¡Regresa a tu pueblo!... ¡Vamos, vete!

Pero Anayansi siguió caminando tras él.

─¡He dicho que te vayas! ¡No quiero verte! ─gritó el esgrimidor, desatando la risa de su

hueste.

La joven continuó su voluntariosa marcha. Un cuarto de hora más tarde, Balboa volvió a girar su

cabeza para contemplar a Anayansi un instante; pero muy pronto su mirada se perdió en la

soledad del mundo anterior al hombre. Sin embargo, quizá porque se le metió en el alma aquella

vaciedad y desorden de la tierra, detuvo su montura. Cuando llegó corriendo Anayansi hasta él, la

alzó a la grupa. Soportaron durante una semana un sol que tapaba el firmamento. Atravesaron

quebradas y desfiladeros empavesados de cascadas como largos y refulgentes estandartes con

flecos de neblina colgados de sus cimas. Rodearon la curva montañosa que circundaba por un lado

el perfil azul de elevados picos, y por otro una costa selvática y brava donde batía el oleaje, llena

de rocas y con amplias playas guardadas por un ejército de bajíos y acantilados. El octavo día

Alonso anunció la proximidad del poblado jurá y pidió permiso para adelantarse, con el fin de

preparar la llegada de la hueste. Cabalgó día y noche y, finalmente, anunció al quevi Comogre que

estaba a punto de llegar el Tibá-Yu, venido desde el lugar donde tiene su casa el divino Tad-Ibe

que se levanta cada día para darnos calor, salud y vida. Ese Tibá-Yu había hecho la paz con los

coíbas, derrotado a los vainoras de Ponca y desposado a una de las hijas del sáhila de Careta a

cambio de que se le ofreciera el fulgor del oro y de que su pueblo se dejara trazar con agua sobre

la frente la señal de la golondrina, que llamaban los cristianos bautismo. Comogre le respondió

que aquellas noticias ya eran viejas para él, y que hacía mucho que esperaba este momento. El

martilleo de las macanas en los troncos de los árboles, el silbido sobre los barrancos y el retumbo

de enormes caracolas se expandió por todo el valle anunciando la llegada de la hueste. Anayansi

señaló hacia el blanco horizonte, y exclamó:

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─¡Jurá! Y apareció ante los castellanos un enorme pueblo con las mejores y más grandes casas que

habían visto hasta entonces en Tierra Firme. Rodeado de sus siete hijos y los guerreros

principales, Comogre recibió con regia solemnidad a la expedición. Era un hombre aún joven, de

corto busto, ancho de espaldas y miembros atléticos que cubría con un manto de rojo algodón.

Ceñía su cabeza de largos cabellos una mitra de plumas de guacamayo, ceñía su cintura un

faldellín blanco, y sus brazos y tobillos estaban adornados de brazaletes de oro; el mismo metal

del que estaban fabricados sus zarcillos, nariguera y pectorales. Un alertado temor sobrecogió a la

expedición ante tal alarde de fastuosidad y, sobre todo, al verse rodeada de un auténtico bosque

de jabalinas blandidas por tres mil guerreros. Comogre se acercó al Tibá-Yu y lo abrazó. Después,

invitó a los castellanos a entrar en su espaciosísima casa, que les mostró con orgullo. Dividida en

amplios espacios, un gran zaguán ─cuyas paredes lucían pinturas de escenas de caza, ceremonias

religiosas y batallas─ daba paso a una despensa llena de pan cazabe 41, carne de venado, hutía42,

pecarí 43, pescados ceciales y toda clase de hortalizas. Junto a ella había una gran bodega llena

de vasos de barro, barricas de madera rebosantes de vino de palma, y cuencos desbordados de

frutas. Las cinco enormes habitaciones siguientes servían de granero. Más allá, otro diáfano

ámbito albergaba platos de madera con pinturas; cucharas de cáscara de coco pulidas, con

extraños tallados; piedras de moler con figuras de jaguares y galápagos; pilones para triturar el

maíz, y anafes de piedra. Finalmente ─y ante la repulsión disimulada de los conquistadores─,

Comogre les mostró ufano un espacioso ámbito donde humeaban los sahumerios y de cuyo techo

colgaban los cuerpos embalsamados de los más egregios de sus antepasados, cubiertos por ricas

mantas entretejidas con joyas de oro, perlas y esmeraldas. Tras el almuerzo, el quevi ─siempre

con la ayuda de Alonso, que ejercía de traductor─ confesó a Balboa tres fervientes deseos:

brindarles su hospitalidad el tiempo que quisiesen, ser bautizado, y sellar una paz duradera

basada en la mutua colaboración y respeto. La alegría de Vasco Núñez sólo fue comparable al

entusiasmo de fray Andrés de Vera, que se apresuró a impartir el sacramento del bautismo a todo

el pueblo jurá. Comogre solicitó que le impusiese el nombre de Carlos, en honor al príncipe

heredero de España. Durante dos semanas, los conquistadores disfrutaron de los placeres de la

copiosa y excelente mesa, colmaron su insaciable sed de vino y apagaron la lava de su sangre

bebiendo los suspiros y jadeos de las nativas, que se entregaban a ellos con la naturalidad y

generosidad con que las misteriosas estrellas vierten su plata sobre la negra sombra de la noche.

Cuando Balboa confió a Carlos/Comogre su deseo de partir, éste le regaló setenta esclavos, y

piezas de delicada hechura labradas en oro, que suponían el equivalente a más de cuatro mil

pesos. El esgrimidor se lo agradeció y, en el mismo zaguán de las pinturas murales, mandó pesar

el oro, para separar el quinto de la Corona y dividir el resto en partes iguales entre sus soldados.

Mas, así como la bebida sacia la sed, el amor extingue la pasión y el alimento aburre el deseo de

nutrirse, el oro no satisface nunca la avaricia. Así que el brillo del metal precioso sobre la balanza

despertó en la hueste disputas encrespadas que estaban dispuestas a saldarse por medio del

acero. Antes de que Balboa lograse calmar los ánimos, Panquiaco, el hijo mayor de Comogre, dio

41 Cazabe: Harina de la yuca. 42 Hutía: Roedor de unos 45 centímetros de largo y pelo rojo. 43 Pecarí: mamífero parecido a un jabato de seis meses, pero sin cola.

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un golpetazo en la balanza, convirtiendo el suelo en una dorada e informe sementera. Un azarado

Alonso tradujo las palabras que dijo el primogénito del quevi.

─¡Qué es esto, cristianos! ¿Tan pequeña cantidad de oro estimáis tanto? Si es tal vuestra

hambre de ese metal que por él os perturbáis de tal modo, yo os daré noticia de una región,

llamada Birú, donde podréis saciaros de esa sed incomprensible. Pero es preciso que acometáis tal

empresa con mucha más gente, padeciendo molestias y calamidades, luchando con vuestras armas

hasta la muerte; pues, si saliereis con vida del furor de los feroces y erráticos caribes, que comen

carne humana, se os opondrán los valerosos dulenegas, y los quevis de Pocorosa, Cubanamá,

Secativa, Terarequi, Penonomé y, sobre todo, Paris y sus cincuenta mil guerreros panamáes, que

pueblan las montañas del poniente, a seis soles de Jurá, y están bañadas por un pacífico mar.

Los castellanos estallaron en contento y tomaron a chiste la inicial violencia y temeridad que

desparramó su oro en el suelo.

─¡Buena labia pinta el mozo!

─¡Es más arriscado que un león!

─Un adarme ha faltado para que le rebanase el cuello, por su desplante.

─Luego, se ha merecido el perdón con creces.

─¿Será engaño eso del oro?...

─Ha dado razón suficiente: el poniente a seis jornadas y otro mar.

─¡Y que allí los indios hacen de oro cuanto quieren!

─Pero también que hay salvajes que comen los hombres crudos.

─Nadie me va a hincar el diente mientras me cuelguen redaños.

─¡Ni al hijo de mi padre!

─Vos estáis hecho a escote entre varios.

─¡Rebuznó el hideputa!

─¡No encisméis, que os pico la nuez!

─¡Pedid permiso a esta daga, piojoso!

─¡Puñales y espadas, al tahalí! ─ordenó Balboa.

─Y no estéis tan agudos. San Pedro no deja entrar criminales en la Gloria ─añadió el

franciscano.

─Yo sigo sin fiarme mucho.

─¿De qué no fiais?

─Del salvaje.

Como si entendiese las palabras de la hueste, Panquiaco, con la grave majestad de quien intenta

persuadir, volvió a hablar:

─Oíd, cristianos. También nosotros conocemos las guerras. Las tuvieron nuestros antepasados y

las tuvo mi padre. Y siempre por ambición y por mando. Ya habéis visto que tenemos esclavos.

También el jaguar ataca al pecarí, la serpiente a las hutías, y los vientos a las nubes. La ambición

es la virtud de los grandes. Y vosotros lo sois. Así que, para que sepáis mejor lo que antes os he

referido y no sospechéis que os engaño, acometed la empresa guiándoos yo, llevándome como

testigo dispuesto a morir si entendiereis que mis palabras se han apartado un punto de la verdad.

Balboa tomó buena nota del ofrecimiento, como una incitación a empresas imprevistas. Pero no

quería que la corriente lo arrebatase deprisa hacia el final. Se sabía sólo una onda que aún no era

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campanada porque le faltaba la fuerza que hace vibrar el aire. Necesitaba el reconocimiento real

para que fuesen verdaderamente suyos su esfuerzo y el viento de sus naves. Había que medir

paso a paso el hoy para que comenzase pronto, e hinchado de preñeces, el mañana.

Los expedicionarios emprendieron el camino de vuelta, con la sensación de haber conseguido al

fin la dicha de ser conquistadores. Cuando llegaron a Careta fueron obsequiosamente recibidos por

Chimba; a quien Anayansi contó en secreto cuanto había sucedido en tierras jurás, y la intención

que tenía Balboa de hacer una nueva expedición a tierras de los panamáes, para allegarse hasta el

Birú en busca del oro que allí había. Estaba convencida de que el Tibá-Yu consideraba firme la paz

con el pueblo coíba. Lo necesitaba para sus planes.

─Quiera el divino Tad-Ibe que lo que dices esté dictado por tu razón y por el amor a tu pueblo

─le dijo su padre─. Pues en algunas mujeres la razón se encuentra en la parte de su cuerpo que

disimula el pudor, porque están hechas para el amor; y el amor es como una niebla que ciega y

todo lo cubre.

─No desconfiéis de mí por ser mujer, amado sáhila. Sé para qué me entregaste al Tibá-Yu. Y

para eso sacrifico mi vida. Porque siempre os he obedecido, os obedezco y os obedeceré. Y

porque tengo presentes la muerte del bebé de Anagua, y el peligro que puede cernirse en

cualquier instante sobre el pueblo coíba, que tan sabiamente gobiernas. Pero si conozco las

intenciones del Tibá-Yu es porque fía de mi docilidad y no conoce mi gran cólera. Y porque mi

razón me dice que él necesita estar a bien con el pueblo coíba, igual que el cocodrilo que desea

comer comienza por no enturbiar el agua.

Zamudio le sugirió a Vasco Núñez que debía apresurarse en volver a la colonia. Hernando de

Argüello había traído de Nombre de Dios malas noticias. Comisionados para preparar la inmediata

llegada del gobernador de Veragua, habían llegado el fraile Jerónimo de Aguilar y un bachiller

llamado Diego del Corral, a quien Nicuesa había prometido nombrarlo alcalde. Y así como Del

Corral se limitó a contar las infinitas desgracias sufridas en Nombre de Dios, el fraile había

confiado al concejo de Santa María que el infortunado gobernador había perdido la gracia y

compostura de antaño para caer en el delirio de venganza. Había jurado que tomaría todo el oro

que hubiesen rescatado los expedicionarios de la colonia y que los castigaría por desacato a su

autoridad. Con la velocidad de la sombra de los pájaros en vuelo habían corrido por la Santa María

esas noticias, provocando alarmas, rencores y dudas. Y cuando Martín Zamudio le había

preguntado a fray Jerónimo de Aguilar qué pensaba que debían hacer, el fraile le había replicado:

─Yo, hijo mío, sólo os digo que no sé cómo habéis incurrido en el error de llamar a un tirano

para que os gobierne, siendo libres y habiendo jurado lealtad sólo a Ojeda. Dos espadas no caben

en una misma vaina. Aunque os recomiendo que seáis prudentes al tomar una decisión.

Balboa se presentó en Santa María de la Antigua del Darién, y fue aclamado con entusiasmo por

sus vecinos; alborozados no sólo por la magnificencia del botín, sino porque confiaban en que él

desenhebrase la madeja de dudas que los aprisionaba. Tras la ceremonia de la misa, se colocó un

paño ante el altar y sobre él un cojín bajo el crucifijo. Hernando de Argüello expresó su opinión

sobre Nicuesa, con contundencia en la que no faltaron los exabruptos. Lo mismo hicieron el

cirujano Alonso de Santiago y los caballeros. Balboa, con la energía de un predicador que se

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emplea en demostrar que la religión es ante todo una ascesis, desgranó un discurso trufado de

refranes y alegorías, haciendo gestos con la cabeza para solicitar la aprobación a sus palabras y

remachando cuanto habían dicho los oradores anteriores, asegurándose que nadie pudiese ni

desconocer su responsabilidad al tomar una decisión ni volverse atrás más tarde. Al terminar sus

palabras, en la capilla se espesó un silencio que pareció tan infinito como el anterior a la primera

noche del tiempo; nadie dudaba ni tejía proposiciones dispares. Así que, finalmente ─con la

excepción de Ana Aniés, Cecilio Támara y Francisco Pizarro─, todos los colonos juraron

solemnemente por la cruz no admitir como gobernador a Diego Nicuesa.

El sábado 1 de marzo de 1512, diez salvas de culebrina advirtieron que la nave del gobernador

de Veragua se divisaba en el remoto horizonte. Cecilio Támara voló al encuentro de Juan Alonso y

le dijo que tomase el esquife que había robado de la “Virgen del amor hermoso” y desembarcase

secretamente en Careta. Había llegado el momento de ultimar el plan previsto.

─¡Quiá! Tan pronto ponga mi planta allí, el sáhila mandará asesinarme ─respondió el pacense,

a quien el terror de volver a la tierra coíba se le hundía en el alma.

─¿Os sentís incapaz de hacerlo sin que os vea quien no debe?

─Sabéis que esos indios tienen mil ojos.

─Y vos, prudencia de serpiente.

─¡Sólo pensar lo que me decís me hace temblar las carnes!...

─Mirad que tanto rodar y penar bien merecen la fortuna.

─Acá poseo ya más fortuna que la que nunca soñé. Y no quiero soñar más; que los sueños

terminan en pesadillas.

─¿Ni siquiera lo haríais para vengaros de quien os ha robado los mejores años?

─De cualquier manera hubieran sido malos. Desde que nací, lo fueron.

─¿Y qué pensáis hacer en esta colonia donde no sois sino uno más?

─Lo que siempre hice: labrar la tierra. Pero, esta vez, gobernando con el látigo a veinte

esclavos.

─Muchos de ellos, coíbas. Pensadlo, Alonso. ¿Estáis seguro de que ninguno acabará con

vuestra vida cumpliendo órdenes de Chimba?

El rostro del pacense se ensombreció de pronto, y sus ojos se detuvieron por un instante en un

infinito de espantosa niebla. Támara aprovechó para convencerlo:

─¿Por qué creéis que estoy yo tan empeñado en desaparecer de esta tierra?

Un ligero pero incontenible temblor se instaló en los labios de Alonso.

─Ninguna ocasión mejor que ésta que Dios nos pone en la mano para huir, amigo Alonso.

Recordad que ahora celebran los coíbas el Kaborr Igala, y que pasarán una semana sin dejar de

fumar y beber chicha. Así que si llegáis a Careta oculto en la noche es imposible que alguien os

vea.

─¡Soy incapaz de vencer mi miedo!... Vos sabéis muy bien de lo que hablo.

─Por eso mismo, sé que sólo los actos desesperados lo vencen. Id a Careta, Alonso. Os juro

solemnemente que pasado mañana estaré allí a bordo de una nave. Apenas vais a tener tiempo de

transportar todo el oro escondido. Luego, lo embarcaremos, y... ¡a España!, Alonso, ¡a España!

Desoyendo lo que la razón le dictaba, y temblando, Juan Alonso partió en un amén, dispuesto a

salvar las veinte millas que lo separaban de Careta.

Page 123: Los náufragos de Urabá

117

Cuatro horas más tarde, y con sesenta hombres a bordo, fondeaba en El Playón el bergantín de

Nicuesa, iluminado por un sol que se dispersaba en oros y sombras. El choque de dos esquifes

arrojados por la borda levantó surtidores de espumas. Descendieron a ellos cincuenta ballesteros y

chapalearon las aguas del Darién. Tan pronto como los hombres de Nicuesa pusieron pie en tierra

fueron recibidos por una cuadrilla al mando de Diego de la Tovilla. El piloto del bergantín, Gonzalo

Runyero, le dijo al caballero que venía como embajador del gobernador de Veragua, quien invitaba

a las gentes principales de la colonia a almorzar al día siguiente, pues tenía gana de intercambiar

novedades y opiniones con ellos. La nueva fue recibida con precaución e incertidumbre por los

vecinos. Támara robó quinientos pesos del arcón de su esposa y se los entregó a Tarcento, para

que acudiese al almuerzo del gobernador. Sabía que el friulano estaba harto de las intrigas y la

rutina de la colonia.

─Yo conseguiré de Nicuesa ─le dijo─ que gobernéis su nave hasta Santo Domingo, donde

podréis elegir la aventura que os plazca. Estoy seguro de que, cuando compruebe el menguado

estado de Santa María, querrá trasladarse de inmediato a La Española. Necesita que Diego Colón le

proporcione gente experta para poder convertir esta tierra en un dominio digno de su gobernación.

Cuando regresó Cecilio a su casa se inclinó sobre Ana y, con la ternura súbita de un amante, le

dio un beso en la frente. Su esposa, acostumbrada al desamor y a la desgana de recolectar horas

vacías, lo miró con perplejidad.

─Señora, me parece que os he contado alguna vez que Diego Nicuesa y yo somos uña y carne,

desde la ganada de Orán ─dijo, alborozado─. Era el capitán de mi tercio, a la órdenes de don

Pedro de Urriés y el cardenal Cisneros. Los meses de paciencia y tensión que preludiaron el asalto

final a la ciudad crearon una franca camaradería entre nosotros. Y cuando me apoderé de la

bandera mahometana, Nicuesa fue el primero en abrazarme. Así que no me será difícil convencerlo

de que nos envíe a Santo Domingo. Argüiré, y perdonadme señora por esta leve mentirijilla, que os

encontráis en estado, y no deseamos que deis a luz en un lugar sin ningún tipo de recursos. Así

que nos embarcaremos hacia La Española y, de allí, ¡a España! Si lo deseáis, nos instalaremos en

Aragón, donde, según os he escuchado, habéis pasado los mejores años de vuestra vida.

Creedme, señora, este Nuevo Mundo sólo merece la presencia, el esfuerzo y los sinsabores de los

ganapanes. De manera que enfardelad vuestro ajuar y el oro que habéis adquirido para

transportarlo a su nave. Hacedlo con la más absoluta reserva; recordad que a quien se dice un

secreto se le da la propia libertad. Por fin, nuestra dicha es visible y palpable. Mañana, ¡volvemos

a España!

Aquella decisión tan súbita y expresada con un vehemente entusiasmo que desconocía en su

esposo, dejó a Ana más estupefacta que si la hubiese colocado frente a un espejo, y obligándola

a mirarse en él hubiese visto que sus hombros estaban hechos de polvo y se desmoronaban. Se le

había consumido el tiempo en que se atrevía a decir no puedo, no quiero. Desde el reencuentro

con Cecilio su espíritu se ahogaba en brumas infinitas y sólo deseaba desaparecer. No poseía ya ni

estímulos ni palabras que lograsen que el estrecho anillo de hielo que la tenía cautiva se licuase.

No alteró un ápice su rostro silencioso, como si callar y escuchar se hubiesen fundido en sus

facciones de modo indefectible. No le importaba nada deslizarse hacia atrás. Tal vez fuese mejor

que arrastrarse lentamente hacia una meta que, en cualquier caso, no existía para ella. Quizás, con

esa decisión, con ese mandato, de su marido, algo podría manifestársele espontáneamente; algo a

lo que poder aferrarse. Empezar otra vez desde el principio, y aunque fueran cincuenta veces, ¡qué

importaba! Si miraba a su pasado veía que había sido sólo lo que fue quien tenía al lado, salvo un

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incógnito deseo de ser ella misma. Su presente ya no conservaba nada de verdad de sí misma,

salvo un ansia que no acababa ni empezaba. No conocía en quien era a quien creía haber sido.

Dispuestos a que los acontecimientos discurriesen según el destino dispusiera, Balboa y Pizarro

salieron de caza al día siguiente, antes de que el sol se elevase solitario y espléndido en el cielo.

A media mañana, Ana, Cecilio y Tarcento ascendieron los primeros por la escala del bergantín y

fueron cumplimentados por Nicuesa, con cortesía y buen humor. Era don Diego un noble con

modales de hombre competente, cristiano viejo y con un alma rebosante de zozobras. Ruinoso y

monumental, tenía el pescuezo corto, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y largos, la

nariz rota, la cara, aunque historiada de cicatrices, menos importante que el cuerpo, y las piernas

estevadas como de jinete que estriba derecho sobre el caballo, a la andaluza. Vestía de negro y en

su porte tranquilo y presuntuoso todo era gravedad: el tipo de caballero que los poderosos de

este mundo encontraban inapreciable y en quien estaban dispuestos a confiar, aunque mostraba

huellas evidentes de recientes inquietudes y preocupaciones que le quitaban el sueño. Los

condujo a la mesa, dignamente dispuesta bajo las velas agoladas, con frascas de vino y fuentes

con mameyes, guayabas, y carne de pavo y de tucán. Támara le recordó y encomió con todo tipo

de pormenores las tribulaciones, penas y heroísmo de la victoria en Orán. Habían apurado el tercer

brindis cuando aparecieron por la borda Palazuelos, Vegines, Tovilla, Barrantes, Hurtado, Valdivia

y Zamudio. A pesar de su rumor de armas, sus rostros curtidos les daban una apariencia de

hermandad campesina, como esas cuadrillas de segadores que devoran el pan moreno a la sombra

de un camino castellano.

─¡Hola! ─saludó el gobernador de Veragua, alegre, sin levantarse, y con los ojos encarnizados

por el reflejo de la cabrilleante luz sobre el mar─. Ya tenemos aquí a los grandes que se ríen de

todos los gobernadores.

Los colonos se miraron con perplejidad, pero sonrieron con cortesía.

─Sed bienvenido a Santa María de la Antigua del Darién, vuecelencia ─saludó Zamudio, con una

ligera reverencia.

─¿Vuecelencia? ¡Cuánto respeto! ─dijo con sarcasmo Nicuesa.

─Por Grande de España, no por gobernador ─precisó Vegines.

─Todos los hombres de buena voluntad son aquí bienvenidos ─matizó Valdivia.

Nicuesa apuró una copa de vino que destelló el fulgor de la luz.

─¡Qué farsantes sois, malditos! ─exclamó, luego. Y rió con una risa violenta que le volvía el

vino a la boca y le amorataba la cara llena de cicatrices.

─¿Cuándo habéis dejado de comer mierda? ─preguntó, empalideciendo de repente. Hablaba

sin despecho, orgulloso de poder decir aquellas audacias.

─Yo, en Castilla, ¡nunca! ─bramó Zamudio.

─Lo suponía ─sonrió Nicuesa con marcado énfasis de cinismo. Y extendió su brazo derecho con

la palma abierta, en gentil invitación.

─Sentaos a mi mesa y probaréis por fin una buena comida. Incluso trincharé un ave en el aire

para vos.

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119

Incrédulos y exasperados, los colonos tomaron asiento a boleo. Palazuelos sonrió tímida y

cortésmente, para decir:

─Celebramos encontraros de tan buen humor, don Diego. Así, todo será más fácil.

─¡Imbécil! ¿Quién eres tú para celebrar que mi humor sea malo o bueno? ─dijo Nicuesa,

bruscamente, sacando el pecho con aire fanfarrón─. El anfitrión aquí soy yo.

─Y nosotros, huéspedes libres de beber una copa con vos o no ─le espetó Barrantes.

─La vida en esta parte del mundo es difícil ─intervino Támara─. Como lo era en Orán.

¿Recordáis, don Diego?

─Orán no nos importa ahora, Támara ─repuso Nicuesa, mordiéndose una uña y en voz

melodiosamente baja─. Se supone que todos somos aquí compañeros para poder hablarnos

dejando que el corazón salga a los labios… Confiando, acaso más que debiera, en ese

compañerismo os he dejado a vuestras anchas en mi gobernación. Pero ahora ha llegado el

momento de hacerme cargo de ella.

─Che fortuna ha la volpe, le portanno la gallina tra i denti! 44 ─susurró el friulano.

El gobernador lo miró de soslayo y no pudo contener una risa nerviosa que hizo perlar en su

frente un sudor enfermizo.

─Esa expresión es rara en un marino. ¿O es que sois también cazador, como yo? ─dijo.

Ana intercedió ante lo que creyó que podía ser comienzo de otra disputa:

─Creo que estáis considerado uno de los grandes justadores de Castilla...

─¡Y un magnífico tañedor de vihuela!... ¡Además de ser el mejor trinchante de la corte!

─abundó Támara, adulador.

Nicuesa terminó su copa de vino y, en silencio, se la volvió a llenar y apurarla de un trago.

Luego, con letal languidez, tomó una guayaba y la partió con un seco golpe de su daga. Con un

hábil movimiento de muñeca rebanó la hilera de pepitas que orlaban su pulpa y se la ofreció a Ana

clavada en la punta de su puñal, mientras decía con voz extraviada:

─¡Justas!... ¡Torneos!... Sí, he fiado mi vida en los intentos audaces. Pero una ambición mayor

me llamaba: conquistar tierras para Castilla y extender la luz del Evangelio por el orbe. Traje

conmigo a este Nuevo Mundo segadores con hoces, pastores con hondas, boyeros con picas,

escopeteros con arcabuces, soldados con espadas y caballeros de valor probado. Mi alma se

comunicaba en silencio con el alma de todos ellos. Sabía cuáles eran los más fuertes, los que se

consumían en una llama fervorosa, los que peleaban ciegos y los que tenían ese don antiguo de la

astucia. ¡Jamás hubo capitán que reuniese más el alma colectiva de sus soldados con su propia

alma!.. Era toda la sangre de la raza castellana llenando mi cabeza de paladín. Cómo iba a contar

con los mosquitos, las hormigas, las galernas, los naufragios, el hambre, la sed, el veneno en los

dardos, el barro, la traición, la muerte..., la muerte..., ¡la muerte!...

Su mente parecía trastornada, si no afectada aún más seriamente. Su nariz rota aleteaba y su

cabeza se inclinaba sobre el hombro con una afectada complacencia en el desvarío. Jadeaba

mientras su mano crispada blandía la daga ensangrentada con el jugo de la guayaba, y sus ojos

extraviados parecían cristales heridos por una luz remota. Ana lo observaba con la parálisis que

produce una perspectiva desesperada, mientras notaba que el germen de una piedad profunda

echaba raíces en ella.

44 ¡Qué suerte tiene el zorro, le llevan la gallina a los dientes!

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120

─Estáis afectado de melancolía, señor ─le dijo.

De pronto, la mirada de Nicuesa escrutó los rostros suspensos de los colonos, y la cólera se

cebó en él. De un golpe seco ensartó la daga en la mesa.

─Me llamasteis a vuestro lado y estoy viendo que era un cepo para que cayese. ¡Villanos!

─chilló, exhausto.

─Volveos a Veragua ─soltó a bocajarro Barrantes.

─¡Esto es Veragua ! ─gritó, histérico, el gobernador.

Inopinadamente, lo asaltó un súbito ataque de tos, que logró dominar a fuerza de vino.

─¡Dios mío!... ─suspiró entrecortado y como en sueños─. Antes de pasar por lo que he pasado

habría recibido con alegría las más terribles...

La tos le volvió con violencia acentuada. Al disminuir, se dejó caer en el respaldo de la silla; con

labios enrojecidos, la frente inundada de sudor y los ojos cerrados. Su pensamiento y su voluntad

se desvanecían en él, perdidos como en el hueco de una cueva. Los colonos se miraron sin saber

cómo comportarse.

─Don Diego, ¿os encontráis bien? ─le susurró Ana.

─Lo suficiente para hacer rodar las cabezas de estos traidores ─dijo Nicuesa en un ronco siseo

que se transformó de inmediato en una risa extravagante.

─Antes perderíais vos la vuestra ─dijo, tranquilamente, Zamudio.

─Apostados en la orilla tengo cincuenta ballesteros que acabarán con vuestras vidas.

─Esos ballesteros os han abandonado y se han acogido ya a Santa María ─dijo Zamudio.

─¡Traidores!.. ¡Ordenad entonces a vuestros esbirros que me maten ahora! ─suspiró Nicuesa.

─La decisión del común ha sido sólo que no pongáis en la colonia vuestra planta ─concretó

Palazuelos.

─¡Conque hay un común que dicta sentencias!... ¡Ralea de criados!... ─chilló el gobernador. Y

explotó en una carcajada nerviosa que devolvió energía a sus miembros. ─¡Un atajo de cobardes!

─ volvió a chillar.

─No nos tentéis las cosquillas ─advirtió Zamudio.

─Presumís de dos hileras de dientes blancos, como un mastín de la muerte. ¡Pero, os ensuciáis

en las calzas, de miedo! ─dijo Nicuesa riendo hasta las lágrimas.

─¡Rezad el “Yo, pecador” ! ─le espetó Zamudio, con indignación tranquila y resuelta.

─¡Huid por la selva como los indios! Las alimañas y las ciénagas os abrirán un camino. Escapad

por los montes, entre peñas y plantas carnívoras, como los cimarrones esclavos. Y si os veis

cercado por amigos traidores, echaos en una hoguera... ¡Pero no vayáis contra un Grande de

España!

Mordiéndose las uñas hasta la carne, lanzó una mirada fulminante, primero a Zamudio, luego, al

resto. Y de pronto se echó a llorar desconsoladamente.

─Volved a España, señor ─dijo Ana─. Lo necesitáis.

Se hizo un silencio imponente y larguísimo, apenas roto por el monótono choque del agua

contra la roda de la nave.

─Si no me queréis como gobernador ─dijo Nicuesa, entre sollozos─, tomadme por compañero.

Si no por compañero, tenedme aprisionado con hierros. Prefiero morir entre vosotros, que en

Castilla con deshonor.

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121

Y, bruscamente, se alzó y corrió hasta el castillo de popa. Abrió una arqueta apostada en la

bitácora y extrayendo de ella un pergamino enrollado y sellado con el lacre real, les gritó como un

poseso:

─¡Mirad! ¡Mirad! ¡Aquí está la cédula del rey en que se me nombra gobernador de Veragua !

─Dejadme hacer ─susurró a los demás Támara, levantándose de la mesa. Y caminó decidido

hacia su conmilitón. Durante más de un cuarto de hora habló el infanzón con Nicuesa. De cuando

en cuando, los labios del gobernador, lívidos de indignación, alzaban una protesta inaudible para

los que, a distancia, con pétrea inmovilidad, aguardaban. Finalmente, don Diego avanzó hacia ellos

con parsimonia y, en un tono tan cordial como el de un padre que se despide de su familia antes

de retirarse a dormir, dijo:

─¡Marchaos en paz!

Enlazó la diestra de Ana y, con elegancia cortesana, le dijo:

─Vos, no, doña Ana. Os ruego que vos y vuestro esposo permanezcáis conmigo. Y lo mismo os

pido a vos ─dijo mirando sonriente a Codro Tarcento─. Os recompensaré espléndidamente. Os

ruego que gobernéis mi nave. Y os juro que no os arrepentiréis.

Una indecisa perplejidad paralizó a los colonos. Don Diego abrió sus manos en un gesto de

cordial despedida y añadió:

─Podéis decirles a vuestros convecinos que el gobernador de Veragua ha levado anclas rumbo a

España con estos amigos y esos leales marineros que ahí veis. Y que les perdono los cincuenta mil

pesos que gasté en esta malhadada expedición.

Ensombrecidos, pero aliviados por la facilidad del desenlace, los dirigentes de la colonia

descendieron al esquife. Los dos marineros que habían traído a Ana, Támara y Tarcento cargaron

sus arcones en los pañoles del bergantín. Nicuesa ordenó que levasen anclas y la proa se alejó de

la colonia. Ana, una vez más, sentía que toda su dicha se le alojaba en el pasado; y se preguntaba

si la brisa del futuro podría borrarle la inocencia terrible de la resignación y prepararla para lo que

no había sido nunca. La voz amenazadora del gobernador de Veragua gritaba desde popa a Santa María de la Antigua del Darién:

─¡Volveré! ¡Juro ante Dios Todopoderoso que volveré! ¡Levantaré horcas en todas las plazas y

calles de vuestra maldita colonia durante un año entero! ¡Y os colgaré a todos, como corresponde

a traidores!

El empuje del viento abombaba furiosamente las velas, haciendo que la quilla del débil bergantín

partiese las olas. Tarcento guiaba con pericia y tino. Pero a la milla y media de singladura el agua

empezó a anegar la nave por todos los costados. Los diez marineros que componían la tripulación

no daban abasto para achicarla; sin embargo, navegaron incluso durante la noche. Antes de que la

luz de un amanecer estremecido pugnase por abrirse paso entre cendales opalinos, una llovizna

de pájaros que circunvalaba los mástiles de la nave preludió el encuentro con doce largas canoas

que venían veloces hacia ellos chapaleando un agua más transparente que el cristal. A dos millas

tras ellos se columbraban los cuernos violáceos de la bahía de Careta. Támara corrió hacia el piloto

y le ordenó que mandase arriar las velas y soltar el áncora.

─Dapprima desembarcaremos en Careta. Necesitamos reparar la nave.

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122

─Allí es imposible ─dijo Cecilio.

─Imposible perchè? Así no podemos navegar. El casco está lleno de lapas.

─Hay que llegar como sea a Punta Caribana. Allí podremos reparar el bergantín.

─No llegaremos. ¡Son sesenta y seis millas!

─Os repito que en Careta es imposible. ¡Nicuesa nos atravesaría con su espada!

─È la stessa cosa sucumbir atravesado sobre el puente que devorado por el mar ─rezongó el

piloto. Pero mandó recoger velas y echar el ancla.

El gobernador, apoyado en la batayola, con los hombros hundidos y el rostro entre las manos,

parecía estar perdido en un abstruso problema de matemáticas. Las canoas abordaron la nave al

pairo. Al ver el fulgor del oro en ellas, Ana y el friulano comprendieron cuáles habían sido los

argumentos empleados por Támara para lograr que Nicuesa abandonase Santa María. La ira taladró

los párpados de la aragonesa al comprobar que la ambición de su esposo no tenía diques. A él le

daba igual convertir en atroz y gigantesco fraude su propia dignidad. Era experto en extender con

sigilo la falsedad, para corroer las convicciones en que todos nos apoyamos al pasar del pretérito

al futuro. En el férvido relampagueo de aquel oro lo veía con la claridad de una revelación.

Juan Alonso ascendió la escala y el gobernador se estremeció al ver aquel ser de hirsuta cresta

en su cabeza pelada. Por una fracción de segundo voló en su mente la posibilidad de arrojarse por

la borda, pero desenvainó con furia su acero. Al retroceder para ponerse en guardia, su espalda se

clavó en el palo de mesana, paralizándolo sin aliento. Eso salvó al pacense que, atropelladamente,

se presentó como soldado suyo, y le recordó las desgracias que juntos habían pasado. Jadeando

desde el borde de las lágrimas, Nicuesa devolvió su acero a la vaina y explotó en una estridente

carcajada cuyas convulsiones terminaron en un desesperado abrazo al atemorizado Alonso.

─Alonso... Alonso... ¡Alonso! ─resolló, con la voz tan quebrada como el croar de una rana─.

Creímos que os habían asesinado en Urabá... ¡Alonso! ¡Mi tembloroso andarín! ¡Tuvisteis siempre

tan mala suerte!...

Mientras el sol naciente producía un vapor de luz deslumbradora, los urabáes, almacenando el

dorado botín, llenaban la bodega anegada de la nave. Tarcento tronaba que era demasiada carga

para un bergantín ruinoso con el casco plagado de lapas.

─¡No sabéis qué inventar para hacerme la vida imposible! ─chilló Nicuesa.

─La nave está anegada, e con questo peso no navegará ─insistió el friulano.

─Necesito ese oro. Voy a armar con él la más potente expedición que jamás haya surcado estos

mares. ¡Y no dejaré a nadie vivo en esa maldita colonia!

Aquella ruindad trasparente levantó en Ana una tormenta de vergüenza, que se encrespó en su

pecho, con tal furia, que deseó que el cielo y el mar se estremeciesen antes de permitir tamaña

felonía. Cuando los urabáes se aposentaron en la bodega inundada, Támara echó el candado en

sus puertas. Nicuesa ordenó a Tarcento soltar el trapo. Y el viento impulsó al bergantín por los

desfiladeros del mar.

─¿Por qué habéis consentido que subiesen a bordo esos salvajes? ─le reprochó el gobernador

a Támara.

─No había otro remedio.

─Sois un inepto.

─Les prometí dejarlos en Punta Caribana.

─¡Pueden asesinarnos en cualquier momento!

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─Ya habéis visto que sellé la bodega. Confiad en mí, don Diego.

─Sois la clase de hombre en quien menos me sentiría inclinado a confiar.

─Hacéis mal. Soy vuestro amigo. Y mi vida es el precio de la vuestra.

Durante un una hora el cielo estuvo limpio, pero, de pronto, como si la naturaleza cumpliese el

deseo iracundo de Ana, unas densas y negras nubes ocultaron el sol y volcaron sobre el golfo de

Urabá una lluvia torrencial. El viento, con cambio súbito, comenzó a zarandear al bergantín, y el

firmamento se estremeció en relámpagos. Tarcento mandó arriar las velas. La nave, tras una pausa

de relativa firmeza, inició una serie de rolidos, uno peor que otro. Nicuesa, atento a los gestos del

piloto, se plantó en dos zancadas ante él, cuando vio que el friulano llevaba la caña del timón a

babor.

─¡Qué hacéis, imbécil! ─le gritó, rojo de ira.

─La marejada empeora, eccellenza !

─¿Sois o no sois buen piloto?...

─Aviamo cargado demasiado peso, ya os lo dije.

Una zambullida del bergantín terminó en feroz sacudida. El elevado vuelo de espuma cayó sobre

la cubierta en una enorme ola, y en medio de su vuelco la nave comenzó a sacudirse y a hundirse.

Un rayo rasgó el firmamento.

─¿Queréis que naufraguemos? ─bramó, histérico, Nicuesa.

─Tenemos los puentes anegados, eccellenza. È migliore da metterla proa all'nord.

─¿Proa al norte? ¡Eso es más de cuatro puntos de desviación de nuestro rumbo!

─Cincuenta grados. Hasta que se calme la galerna.

─¿Hacia dónde creéis que vamos?

─No hay más remedio. Si no, nos estrellaremos contra Punta Caribana.

─Una galerna es una galerna. ¡Y un buen piloto tiene que hacerla frente!

─Os repito que llevamos demasiado peso. ¡Habría que soltar lastre!…

─¡Os ordeno que mantengáis el rumbo! ─y volviéndose hacia Cecilio, le gritó:

─¡Arrojad por la boda a esos salvajes!

Entonces apareció lo auténticamente grave. Fue algo formidable y veloz. Una acometida, igual

que el reventón de una enorme presa, estalló a barlovento con una sacudida abrumadora. Tarcento

vio desplomarse la cresta de la ola con un tremendo rugido y, casi en el mismo instante, le arrancó

la caña del timón de las manos. El piloto cayó sin sentido sobre el puente, sacudido y arrollado

por grandes volúmenes de agua. El bergantín cabeceó, y el vórtice de un cono de espuma lanzó a

Támara contra el palo trinquete; su caja torácica se aplastó como si sus costillas fueran de cartón.

Nicuesa resbaló por la cubierta envuelto en una sábana de agua, entre velas arrancadas y toldillas

desgarradas. Ana ató un grueso cabo a su cintura y se amarró al palo mayor dando vueltas sobre

él, hasta convertirse en una madeja ensartada. Las puertas de la bodega saltaron hechas astillas y

los urabáes hormiguearon en la nave, como abejas en una rama. Con gritos empavorecidos, se

atenazaban a cualquier cosa, la perdían, la volvían a encontrar, la perdían una vez más, y

terminaban por derramarse como una masa de piedras rodantes por una ladera, chocando contra

amuras y escotas. Nicuesa se levantó con un fuerte impulso y se metió brutalmente entre los

indígenas embistiéndolos con su espada y su puñal; pisando sus pechos, sus caras, sus dedos.

Pero volvió a caer, hundido en una multitud de manos que eran zarpas. Juan Alonso, para salvarlo,

se introdujo entre la ferocidad de los urabáes, propinando puñetazos, patadas y mordiscos a

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diestro y siniestro, hasta aislar a Nicuesa que, en el suelo, chorreando sangre y blandiendo sus

dos aceros, esquivaba golpes invisibles. El pacense le atrapó un brazo y lo alzó. La espada del

gobernador traspasó hasta la empuñadura al infeliz Alonso. Una ola rodante estalló con un fuerte

rugido que ahogó el agudo estertor del desventurado extremeño. La serpenteante masa de

urabáes volvió a atacar a Nicuesa, con pánico ciego. El gobernador detuvo la embestida a

mandobles; ensartando pechos y cercenando gargantas, hasta que terminó por derrumbarse con el

nuevo golpe de mar que provocó un peligroso arfar de la nave. La centelleante luz de un

relámpago fulguró en los ojos enloquecidos del gobernador de Veragua, antes de salir volando por

la borda como un muñeco de papel que pudiese lanzar el más terrible alarido de espanto.

Recuperado el sentido, Tarcento trastabilló hasta la caña del timón y se aferró a ella con toda la

fuerza de sus manos. El viento bramó con energía, y columnas de espuma se elevaron rectas para

estrellarse sobre el casco del navío. El oro rodaba por la cubierta; ojos de estatuas votivas,

colgantes en forma de pájaros, jaguares, lagartijas y serpientes destellaban como fuegos fatuos.

Cecilio Támara, con un aullido, ordenó a la tripulación que abriera fuego contra los indígenas. Las

arcabuces vomitaron su espanto retumbante. Los urabáes que no cayeron acribillados se arrojaron

a las voraces aguas. La nave cabeceó una vez más y la caña del timón dio un bandazo tan

descomunal que arrojó a Tarcento por la borda. Támara, en una especie de reyerta personal con la

galerna, con el pecho aplastado, el rostro ensangrentado y las manos en carne viva, se arrastraba

sobre el entablado, para aprisionar el resplandor áureo de las joyas indígenas que rodaban

entrechocantes. Una acometida del viento dejó un instante inmóvil la nave. Entonces Ana vio a

Cecilio. Tenía atravesado su pecho por un garfio de hierro y estaba siendo barrido por masas

apiladas de espuma que se precipitaban de un lado a otro; en sus manos brillaba el maligno

resplandor del oro. La aragonesa giró alrededor del palo mayor, para desamarrarse y correr en

ayuda de su desgraciado esposo. La nave cabeceó y se hundió de proa. Bajo el agua tronó un

estruendo pavoroso y, tras un súbito respingo parecido al de un caballo puesto de manos, el

bergantín fue abducido por un voraz remolino de olas.

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Gaviotas blancas y negros cormoranes revoloteaban graznando en el cielo, donde una trama

blanquecina que se deshilachaba hacia levante era cuanto quedaba de la galerna de la víspera.

Desgarbadas palmas que agitaban sus verdes abanicos sobre un enmarañamiento de lianas y

troncos de árboles podridos, formaban el umbral de un profuso arcabuco emanador de

penetrantes aromas a frutos y flores. A sus pies se extendía una pequeña cala tapizada de peces

reventados, crustáceos rotos y mechones de sargazos. Sobre ella se derrumbaban purpúreos

acantilados rocosos. Rompió una ola, resbaló sobre la fina arena blanca y lamió los pies de Ana

Aniés, que yacía de bruces. Medio inconsciente aún, se encogió sobre sí misma y, a pesar de un

agudo dolor en su pierna derecha, se arrastró impelida todavía por una terca voluntad de

salvación. Al llegar junto a una enorme caguama 45 que estaba desovando, se detuvo asustada

ante la mirada estólida del reptil. Se arqueó como un gato, giró sobre sí misma y cayó de espaldas

sin sentido.

Seis horas más tarde unos ojos luminosos la examinaban con extraordinaria intensidad, en

silencio. Pertenecían a un desnudo joven de color cobrizo que estaba a media rodilla apoyándose

en una jabalina de caña brava. Fornido, de algo más de cinco pies de altura, lucía alrededor de su

cuello una sarta de cuentas de cuarcita y coronaba su cabeza con una diadema de plumas de

papagayo. A su espalda, una docena de indígenas sostenían en sus manos yaguasas 46 y hutías

recién cazadas. Al entornar los ojos, a Ana le cruzó por su mente la idea de que se hallaba entre

caníbales. Cuando los dedos del joven acariciaron su rostro, le heló la sangre un pánico

vertiginoso, que se convirtió en estupefacción al oír un susurro que decía nítidamente:

─¡Ana!... ¡Ana!

Las pestañas de la aragonesa se abrieron del todo y dejaron ver el miedo en el azul de sus ojos.

Con la delicadeza de quien sopesa una rara joya, el indígena arrodillado sostenía entre el pulgar y

el índice de su diestra un delgado bohordo en forma de corazón, con pequeñas semillas amarillas

y coronado por una delicada flor blanca. Con una sonrisa en la que retozaba el sol, se lo ofrecía a

la joven mientras repetía en su lengua el nombre de la flor de mariposas.

─¡Ana!... ¡Ana!

Los demás, agitando en exhibición orgullosa sus piezas recién cobradas, y hablando todos a la

vez, rodearon a la náufraga. Ella hizo un esfuerzo supremo para incorporarse, e inmediatamente el

dolor punzante de su pierna se transmitió a todos sus miembros. Cautelosa, tomó en su mano la

dádiva silvestre. El joven acercó hacia Ana su diestra con lentitud, la hundió entre sus rubios

cabellos y los alzó suavemente; el sol los enhebró en lenta cascada con cien haces de áurea luz.

Con la mano abierta, el indígena arrodillado se golpeó por tres veces su amplio pecho, y dijo:

─Tabey, taíno 47.

Luego, señaló uno por uno a sus compañeros y desgranó sus nombres:

─Guabró, taíno. Taguax, taíno. Caimó, taíno...

Ana apuntó su índice hacia sí misma, y dijo:

─Ana.

El joven tocó levemente la blanca flor de mariposas, y repitió:

─Ana.

45 Caguama: Tortuga marina que mide 1 metro de longitud. 46 Yaguasa: Especie de pato silvestre. 47 Taíno: Indígena amerindio del grupo lingüístico arahuaco, que en el siglo XVI habitaban La Española, Puerto Rico, La Martinca y

Cuba.

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127

Después señaló a la náufraga y sus cejas se curvaron en una muda interrogación. Como quien

reconoce una música o una voz, la aragonesa supo que ya le había ocurrido aquello. El recuerdo

de Anagua relució melancólico en su mente. Sonrió desmayadamente y, señalando a la flor,

preguntó:

─¿Ana?

Poniendo luego el índice sobre su seno, dijo:

─Ana.

Por cuatro veces repitió palabra y gestos, iluminando al nativo que, señalando a la flor y a la

náufraga, repitió sonriendo el idéntico nombre.

Con la celeridad y destreza con que los pájaros marinos cazan a los incautos peces voladores,

los indígenas fabricaron con cañas y bejucos 48 unas angarillas en las que transportaron a la joven

por una depresión, entre desprendimientos rocosos salpicados de chumberas. Poco a poco la selva

se fue espesando. A cactos, mangles y palmas sucedieron árboles que, cuando sus ramas se

alzaban y curvaban, vigorosas, hacían que el grupo se deslizase bajo largos túneles vegetales; si

se amontonaban, muertas y podridas, los obligaba a caminar a una vara del suelo. La maraña de

lianas y ramajes los rodeaba como una gigantesca red en la que fosforecían los coloridos vuelos

de higuacas 49, guacamayos y tocororos 50. El hambre ahondaba en Ana un vacío estragador. El

agotamiento la fulminaba en un desfallecimiento angustioso y el dolor oprimía cada uno de sus

músculos. Su febril pensamiento se obstinaba en revisar el montón de espejos rotos que constituía

su memoria del naufragio: el viento tiznado, el punzón de la lluvia, el tambor de los truenos en la

cueva celeste, el empuje de las gigantescas olas, los ojos vacíos de los muertos sumergiéndose en

las fauces del océano, la chirriante ira de gavilán en el rostro enloquecido de Nicuesa, el titánico e

inútil esfuerzo muscular de Tarceto, la mueca de pánico eterno en los violáceos labios de Cecilio

Támara, su desgraciado esposo. Todos ellos yacerían ahora sobre las escotillas naufragadas o

habrían sido despedazados ya por los dientes de los monstruos marinos.

Al llegar a una depresión que esclarecía la selva, Tabey gritó una extraña llamada que fue

contestada por una sinfonía de caracolas al otro lado de los árboles. Finalmente, entraron en un

terreno abierto que daba a un valle de verdes vertientes donde florecían cultivos de yuca y maíz

salpicados de ceibas, caobas y granadillos. Descendiendo de las colinas del fondo, un límpido

torrente que tomaba acá y allá la forma de pequeñas cascadas se convertía en caudaloso río. El

norte tenía el aspecto de un elevado anfiteatro derruido y cubierto de trepadoras aéreas que se

agarraban a las copas de los árboles con sus raíces colgantes, pugnando por alzarse hacia un

gigantesco macizo. Los barrancos que surcaban sus faldas aparecían como enormes grietas

causadas por los estragos del tiempo. Una de ellas tenía el aspecto de la embocadura de una

enorme cueva. El suroeste, antes de abrirse a un sao de árboles frutales, estaba ocupado por un

cercado de tierra amarilla festoneado de flores. En medio del valle se agrupaba el gran poblado de

Huionacoa, donde habitaban cerca de cuatro mil taínos en unos doscientos bohíos. Su centro lo

dominaba un batey elipsoidal cuyos puntos cardinales ocupaban cuatro caneyes 51.

Tan pronto como avistaron sobre las parihuelas a la mujer blanca de cabello dorado, los

habitantes desperdigados en el batey huyeron a esconderse en sus casas. Pero al poco rato todo

48 Bejuco: Planta trepadora muy fuerte. 49 Higuaca: Especie de cotorra. 50 Tocororo: Pájaro de plumaje blanco en el pecho y rojo y azul en el resto del cuerpo. 51 Caney: Gran casa rectangular, con pórtico y techo piramidal, construido con los mismos materiales que los bohíos.

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128

el valle resonaba de clamores, y los nativos se adunaban sobre los recién llegados, con miradas

perplejas, y ardientes deseos de contemplar de cerca aquel fenómeno singular. Quienes habían

recogido a la náufraga precisaban con extraordinaria vehemencia el lugar y las circunstancias en

que la habían encontrado. La densa muchedumbre apenas si los dejaba avanzar. El caney donde

Tabey y sus amigos depositaron a Ana se llenó por completo de gente excitada de curiosidad. Los

que no cabían en el interior observaban con atención aturdida y severa a la mujer blanca a través

de las paredes de cañas entrecruzadas, mientras quienes habían formado parte del grupo de

salvadores no daban abasto para contestar las innumerables preguntas que, con frenética

gesticulación y vivaz griterío, formulaba todo el pueblo a la vez. De repente, se hizo un silencio

denso: Ana había acabado por perder nuevamente el sentido.

Lo que más la torturaba era el olor de aquel venerable hombre desnudo, macerado de hambre,

mitrado de plumas y ferozmente tatuado de pies a cabeza, que con sus manos héticas le estrujaba

cada uno de sus miembros. Ana quería huir de él, pero unas palabras vegetales la hacían

encogerse y quedar inmóvil, temblando. Muy lejos, un resplandor rojizo teñía la noche sin

estrellas. Tuvo la certeza de que llevaba encerrada en aquel oscuro lugar al menos una semana,

condenada sin comida y bebida, para mejor ser descuartizada e ingerida por los caníbales. Ya no

le dolía la pierna, pero sus entrañas la succionaban hasta la náusea. Hubiera querido echar a

correr, pero escalofríos, pálpitos y convulsiones se lo impedían. Sentía que sus hombros y piernas

se enmohecían bajo hierbas putrefactas. La espera se le hacía insoportable. Quiso enderezarse y

sintió las ataduras en las muñecas brazos y tobillos. Estaba estancada sobre una hamaca,

condenada en una nube de humo picante que penetraba en sus pulmones quemándolos

lentamente, mientras el anciano brujo la rodeaba una y otra vez, chupaba su cerviz, echaba por la

boca espumarajos con los que untaba su clavícula y sus piernas. Haciendo cien visajes con la

cabeza, le soplaba su cuerpo y le retorcía cada músculo, en un habilidoso intento de ablandarlos.

Ninguna plegaría podía salvarla. Tras convulsivas toses, oía unos aullidos que rebotaban en las

tinieblas con un quejido; era ella misma, que tosía y gritaba porque estaba viva y todo su cuerpo

se defendía de lo que iba a venir; del final inevitable. Muchísimo tiempo después, le llegó el

deslumbre de la antorcha que portaba el desnudo acólito del hechicero acercándose para mirarla

con deseo, curiosidad, ira o piedad. El resplandor escarlata reverberaba en su cobrizo torso, en

sus vigorosos brazos tatuados, en el pelo negro coronado de plumas. Apartó las hierbas de los

apósitos que cubrían sus tumefactos miembros y con un cuchillo de sílex cortó las sogas. Luego,

desapareció. Ana supo que el fatídico momento había llegado. Sin embargo, columbrado en el

umbral, apareció el joven que la había encontrado en la playa. Sus manos la alzaron y la

transportaron a una brisa limpia y fresca que acarició sus mejillas, mientras un coro innumerable

hacía pedazos el silencio con risas y palmoteos de regocijo. La inclemente luz que la desbordó de

pronto alivió sus pulmones. Cautiva su espalda y sus piernas en los brazos de Tabey se alejaba de

los bohíos, del humo azul de los corrales, de las varas de bambú dobladas por las redes, de las

canoas alineadas bajo la fresca sombra de un cañizo enramado de parras monteses. Su

balanceante cabellera rubia acarició rojos campeches de agudas espinas y nidales de hormigas en

los troncos de los árboles caídos.

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129

Finalmente se encontró depositada en la suavidad de la canción del agua en el río. Una

bendición de frescor y delicia llevó su cuerpo inerte hacia el fondo de aquel seno puro. Cuando su

cabeza volvió a la superficie se encontró circundada por un vocinglero enjambre de taínos que

nadaba en la corriente y se deslizaba por las pequeñas cascadas que orlaban las rocas. Los

muchachos salpicaban a las chicas de empapadas cabelleras traspasadas de luces y pechos vivos

con la carne de gallina. Tabey ciñó la frente de Ana con una guirnalda de flores amarillas. Las

manos de ella, bajo el agua, se cercioraron de que su cuerpo estaba aún cubierto por los andrajos

de su vestido. Las yemas de los dedos del taíno acariciaron las mejillas de la mujer blanca y se

entretuvieron en recoger las gotas de agua que le caían del rostro, para luego extenderlas

lentamente sobre su propio torso, como si fueran un bálsamo. Tenía el rostro esculpido

enteramente para la risa y una frente amplia que parecía huir hacia atrás. Su cuerpo exhibía los

músculos con una ostentación soberana. En su mirada florecía una intensidad que hizo palpitar el

busto de Ana, con tal fuerza, que el corazón se le detuvo. Como evitando el rumor de un abismo,

ella se ocultó en el fondo del río. La corona de flores quedó flotando y meciéndose al capricho de

la corriente. Más tarde, los nativos le ofrecieron pescados ceciales y fruta, que comió hasta

hartarse. En el instante en que volvía a pisar el poblado, un zumbido de trueno segó la vida de una

verdinegra corúa 52 que había volado en la gloria de la luz cambiante. Entonces, vio a Codro

Tarcento.

Congregada con superstición, la gente de Huionacoa formaba un enorme círculo de temor y

asombro. En medio, con el cañón de un arcabuz aún humeante, y proyectando su correosa sombra

sobre un arcón y una caja de herramientas, el piloto friulano ofrecía al cacique de la tribu el

cadáver del pájaro con blancas rayas en su cuello. Era el cacique un hombre maduro y espigado,

con mirada interpeladora bajo una frente coronada por una diadema de plumas. Su pecho estaba

decorado por un lirio de oro que colgaba de un collar de madreperlas. Se llamaba Tureygua y era

hermano de la madre de Tabey. Ana corrió hacia Tarcento igual que una cigüeña vuela hacia la

espadaña para hacer nido tras la emigración invernal. Al fundirse en un abrazo, sus sienes

palpitaron. Un susurro de estupefacción entre los lugareños cubrió los trinos alegres de las aves

en la fronda, y una melodía evocadora de tiempos ya marchitos floreció en el espíritu de la

aragonesa haciéndola desear que aquel instante durase eternamente.

El piloto le relató de qué manera, flotando a la deriva sobre el botalón de foque, había arribado

milagrosamente a tierra. Tras algunas horas de escalar promontorios volcánicos, había llegado a

un macizo rocoso en cuya base se abría la negra garganta de una gruta. Allí había caído exhausto,

y pasado la primera noche en un sueño sin sueños. Una bandada de pájaros lo había despertado al

día siguiente. Desde el promontorio en que se hallaba vio pecios flotando sobre el mar calmado y,

a cosa de setecientas brazas de la playa, la popa y la mitad del casco de la nave del infortunado

Nicuesa, encallada en un banco de coral. Creía estar al oeste de La Española, así que había

desechado su primer impulso de llegarse hasta el barco naufragado y hacerse con herramientas

suficientes para fabricar una pequeña embarcación con la que avistar Santo Domingo. Pero más

tarde, determinado a elegir lo cierto por lo probable, prefirió actuar en vez de descansar confiando

en la suerte. Nadó hacia la nave varada para cerciorarse de las provisiones con las que podía

servirse saciar su hambre y su sed. Le costó una semana, transportar a la cueva una arcón lleno de

higos secos, cecina y galleta, dos odres de agua, un mediano pellejo de vino, la caja de

52 Corúa: Ave palmípeda parecida al cuervo marino.

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herramientas, dos arcabuces y el arcón de Ana. Eligió éste porque supuso que contendría

abalorios, alfileres, tijeras, algún espejo y vestidos con bordados, que podría utilizar como moneda

de cambio con los indígenas que pudiesen salirle al paso. Al alba del octavo día lo despertó el

chapoteo de unos remos y las voces de unos cuarenta hombres con el rostro acicalado. Tras

alinear seis largas canoas sobre la arena de la playa desaparecieron en el interior de la selva. Al

darse cuenta de que los visitantes no hablaban arahuaco, llegó a la conclusión de que debía

hallarse en La Dominica o en cualquier otra isla de las Pequeñas Antillas que habitaban los caribes.

Se preparó para responder a un eventual ataque. Durante dos días permaneció en la boca de la

cueva con las armas dispuestas, alerta por el temor a ser sorprendido. Finalmente, treinta

indígenas regresaron a sus embarcaciones, cargados de frutos y abundante caza. Se hicieron a los

remos de cinco canoas y bogaron hacia el horizonte, dejando sobre la arena una embarcación.

Cuando los visitantes se habían perdido ya en la luz amarilla que preludiaba el ocaso, se dispersó

por la playa una algarabía de gritos. Los diez acicalados indígenas que restaban de la expedición

llevaban consigo a tres muchachas que culebreaban con ira y orgullo entre los brazos de sus

raptores, intentando vanamente escabullirse. Antes de que llegasen a la solitaria canoa,

aparecieron corriendo entre los árboles una decena de perseguidores que reconoció por sus voces

como arahuacos. Los secuestradores arquearon sobre ellos una llovizna de flechas que hirieron

brazos y muslos de algunos perseguidores. Pero éstos, dispuestos por encima de todo a rescatar a

sus mujeres, corrieron con pies de viento hacia los saqueadores, desplegándose en abanico,

lanzando gritos de mandril e irguiendo sobre la arena una encarnizada pelea. La ferocidad de los

invasores hizo que el fiel de la balanza se inclinara a su favor. Habían dado muerte a casi la mitad

de los invasores cuando una de las prisioneras logró soltarse de su raptor, y asir una piedra con la

que le rajó el cráneo, salpicándole el pecho con los sesos. La muchacha echó a correr con increíble

velocidad hacia los promontorios volcánicos que conducían al macizo rocoso donde se hallaba el

refugio del friulano. Un valiente arahuaco se abalanzó contra dos de los raptores enemigos que,

tras arrojar al suelo a sus presas, habían seguido el rastro de la muchacha homicida. La macana

del arahuaco aporreó una mandíbula y una sien, derribando a sus dueños, con la muerte

llenándoles hasta el borde la mirada. Cuando un tercer invasor alzaba su jabalina para ensartar la

espalda del valeroso arahuaco, Tarcento apretó el gatillo de un arcabuz. El raptor cayó fulminado

con el pecho veteado de sangre y los intestinos colgando, mientras su jabalina surcaba el aire con

un vuelo que fue vencido por el tiempo. El estruendo del arma había provocado tal consternación

entre los contendientes que congeló sus gestos sin saber de dónde provenía la muerte. Un nuevo

disparo dio en tierra con otro de los raptores; los demás, despavoridos y con gritos que se

impusieron al sordo eco de la descarga, saltaron a la canoa, dispuestos a huir. Pero los arahuacos

se lo impidieron, cayendo sobre ellos en vengativas marañas de un impenetrable bosque de

letales golpes de macana. Cuando el silencio se adueñó de la playa, el friulano se descubrió ante

los vencedores que, con su espíritu arrasado de pánico, pusieron sus manos en tierra y la besaron

en señal de respeto a aquel dios barbado, blanco como la yuca, y poseedor del trueno que

provocaba el fuego y la muerte. El piloto descendió a la playa. Iba a hablar, cuando un enemigo

agonizante se alzó y levantó su hacha de sílex contra el piloto. El joven arahuaco que matase

primero a dos invasores lanzó su azagaya, y el filo del hacha del raptor hizo una pirueta que rasgó

el talón de su propio dueño. Con el cuello atravesado por la azagaya del arahuaco, el desdichado

cayó definitivamente sobre la espuma, desparramándola con un siseo de sal.

─Te debo la vida, arahuaco ─dijo Tarcento en la lengua de los indígenas.

Page 137: Los náufragos de Urabá

131

El valeroso joven le sonrió y, golpeándose el pecho con la mano abierta, dijo, orgulloso:

─Guabí, taíno.

Precavidos, los demás fueron uno a uno diciendo sus nombres y el de su pueblo. De nuevo la

duda se albergó en la mente del piloto: si aquellos hombres eran taínos, ¿dónde se encontraba?

─¿Haití?, ¿Quizqueia? 53, ¿Borinquén? 54─les preguntó.

Pero los indígenas, que no conocían el significado de tales palabras, negaban con sus cabezas.

─¿Cubanascnan? ─aventuró el piloto.

Los nativos afirmaron sonrientes y con grandes movimientos de cabeza.

─¡Cubanascan!, taínos. Cubanascnan, Huionacoa ─afirmó Guabí, señalando hacia el norte. Y

preguntó a Tarcento si venía del cielo y había ido a aquella tierra a unirse con la diosa blanca de

cabellos rubios y ojos de mar. De ese modo sospechó el piloto que la aragonesa se había salvado

del naufragio. Ambos habían ido a parar a Cuba, la isla que el Almirante Viejo había bautizado con

el nombre de quien era ahora la reina de Castilla: Juana. Estaban por tanto a unas pocas leguas del

extremo occidental de La Española. Maquinando que la ayuda de aquellos indígenas podría serle

de gran utilidad para salvar cuanto necesitase del navío naufragado para fabricar una embarcación,

con lo que dirigirse en compañía de Ana a Santo Domingo, aceptó de mil amores la hospitalidad

que le ofrecían.

La alegría había inundado Huionacoa cuando se supo que los guerreros de Guabí habían

derrotado a los invasores guanahacabibes y rescatado a las adolescentes raptadas. La noticia de la

providencial aparición del blanco dios barbado, que venía de levante y poseía dos macanas

provocadoras del fuego y la muerte, hizo que el bojike 55 ─que era el curandero que había sanado

a Ana de las heridas de su pierna─ se afirmara en su primer presentimiento. La náufraga era en

realidad Aicayía (el pecado de la belleza), llegada de Matininó 56 sobre la caguama en que cabalga

buscando el mal para los hombres. Tanto Tabey como Guabí, Guabró y los demás habían visto la

tortuga junto a la joven blanca en la playa. Quien regresaba ahora en su busca era sin duda

Guahayona, que en la noche de los tiempos, cuando la tribu taína aún habitaba la cueva de

Cacibajagua, había enseñado a los hombres a cultivar en conucos la yuca, el maíz, el aje, el

boniato, la batata, el tabaco y el maní; y a amarse los unos a los otros, sin recurrir a la violencia, a

no ser por defenderse. Los relatos de los abuelos de los abuelos de los taínos narraban cómo dos

amigos, Guahayona y Anacacuya, habían salido un día a pescar y se perdieron. Al no poderse

ocultar antes de que saliese el sol, Anacacuya se convirtió en ruiseñor, y desde entonces entonaba

su bellísimo canto al amanecer implorando el auxilio de su amigo Guahayona. Éste, que se había

ocultado en la cueva de Iguanaboina, había sido apresado por las mujeres sin sexo que habitaban

la tierra de Matininó; donde nacen el sol y la luna. Para salvarse, pidió ayuda al pájaro Inriri Cahubabayael y el pájaro le hizo caso y con su agudo pico hizo un agujero entre las ingles de las

mujeres. Guahayona, con la ayuda de cuatro enormes caracolas, las mantuvo una por una con

brazos y piernas separadas y las poseyó hasta volverse del color de la yuca. De esa manera, no

sólo consiguió salvarse sino que obtuvo descendencia. Ahora, regresaba al pueblo taíno para

preservarlo de nuevos posibles enemigos. Al comprobar el color blanco de Tarcento, el poder de

su macana de fuego, escuchar la complicada melodía de la siringa de pequeñas cañas con que el

53 Quizqueia: La actual República Dominicana. La Española era lo que hoy son Haití (occidente) y La República Dominicana (oriente). 54 Borinquén: La actual Puerto Rico. 55 Bojike o Behíque: Sacerdote, hechicero y médico de los taínos. 56 Matininó: La Martinica.

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piloto hizo su entrada en Huionacoa, y tener noticia de la gran canoa hundida en el mar de

Bayaguarabo, todos comprendieron la veracidad de las premoniciones de su bojike. Por tanto, el

friulano había sido acogido con cándida reverencia, superstición, curiosidad y esperanza.

Dispuesto a preservar aquella veneración en su favor, el piloto repartió entre los nativos tijeras y

cintas de colores, regaló una botella de cristal a Guabí, cascabeles y cuentas de vidrio a los

principales de la tribu ─a quienes llamaban nitaynos─, la siringa de cálamos unidos con cera

blanca a Tabey, un espejito al bojike y el arcabuz al cacique Tureygua. La desenvoltura y jovialidad

de Tarcento se había ganado en un instante el respeto y el agradecimiento de todos. Mas como el

espíritu sacerdotal se parece a la pupila de un ojo, que cuanto más intensa es la luz más se

contrae, el bojike, que había estado muy atento al efusivo encuentro de Ana y Codro Tarceto,

previno a los nitaynos de que los seres blancos podían no ser Aicayía y Guahayona, sino sus

malévolas almas; contra las que sólo tenía algún poder el cuchillo de pedernal negro clavado en

sus corazones.

─De no sacrificar esas almas terribles ─amonestó el bojike─ arderán las pezuñas de los

animales, los bosques y la orilla del mar; será mordido el resplandor del sol hasta oscurecer y

apagar su rostro; temblará la tierra; y a la luz de la luna vendrán los demonios escarabajos para

derramar hasta la última gota de sangre taína sobre la tierra.

Al observar que tras sus palabras una sombra nublaba la emoción de los rostros de Tabey y de

Guabí, el sacerdote, tras un suspiro, barbotó:

─Quizá el anciano bojike se equivoca en sus presentimientos. También la golondrina se olvida a

veces de que no está dotada para el canto y eleva un débil y molesto chirrido. Hasta que vuelva a

brillar la luna llena me alimentaré solamente con zumo de jícama 57 y aspiraré sin cesar la cohoba58

para ser digno de que Yocahu Bagua Maorocoti 59 me envíe desde su casa celeste de humo y

resplandor su inequívoco oráculo. En tanto, recordad que sólo hay un medio para saber si estoy o

no en lo cierto: averiguar si tienen ombligos. En caso contrario, pensad en la felicidad del pueblo

taíno y destrozadles el corazón. Sólo de ese modo la larga noche de la muerte se llenará del

sonido de la benéfica luz.

El caney que les habían destinado a Ana y Tarcento estaba lleno de nativos expectantes. El centro

lo ocupaban dos bandejas con carne cocida de pecarí, boniatos, batatas y pan cazabe; un dornajo

con higos chumbos y guayabas; y cuencos con agua de coco y vino de maíz. Mientras la aragonesa

y el piloto comían sentados en duhos, los nativos se fijaban en sus más pequeños gestos,

proporcionándoles temas abundantes para sus jocosos comentarios. Enfrente de los dos blancos,

en cuclillas, y más reservados que el resto, los nitaynos los observaban con una intensa curiosidad

que devanaba en sus mentes el peligroso hilo de la superstición. Junto a un vehemente Guabí, que

no paraba de abrumar al friulano con mil preguntas, una mujer de unos treinta años, pero de

cuerpo flexible y una belleza que era la perfección de la gracia femenina, tenía prendidos los ojos

en el piloto. Se llamaba Guanaroca y cuando la mirada de Tarcento reparaba en su rostro redondo

las mejillas de la mujer se le inyectaban de sangre, hasta transparentar un ligero bermellón. Tabey 57 Jícama: Tubérculo comestible y medicinal parecido a la cebolla, aunque más grande, duro, blanco y jugoso. 58 Cohoba: Mezcla de semillas alucinógenas y tabaco, que se aspiraba ante el zemí en un ritual mágico/religioso. 59 Yocahu Bagua Maorocoti: Eterno señor de la yuca y el mar, dios creador del mundo según los taínos.

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estaba colocado frente a Ana, observándola con una intensidad grave; ni una vez abrió sus labios,

sino que mantuvo su rígida compostura sin desviar de ella la mirada un sólo instante. Ana sólo

ante Cecilio se había sometido a examen tan profundo y curioso de alguien que no dejaba entrever

ninguno de sus pensamientos, pero que parecía leer con mucha atención los suyos. Mas, en vez

de sentirse alerta, se sorprendió a sí misma pensando que aquel joven tenía ojos que atraían como

la luz a los insectos en las tinieblas. Cuando en el horizonte recortado por el pórtico del caney

ascendió brillante la hoz del cuarto menguante, la comida y el vino le habían prodigado a Tarcento

su fuego, su júbilo y su música. Paternalmente, pasó un brazo por los hombros de Ana y la obligó

a un suave vaivén mientras entonaba una canción española.

Dadme del tu amor, signorina,

siquiera una rosa;

dadme del tu amor, galana,

siquiera una rama.

Ana ─a quien la embriaguez del piloto le confirmaba que la única cosa sin misterio es la

felicidad, porque se justifica por sí sola─ se unió a él en el estribillo:

A sombra de mis cabellos

se adurmió.

Si la despertaré yo.

Si la despertaré yo.

Mientras el friulano bebía reverentemente el vino de una totuma, Ana continuó con una nueva

estrofa:

Yéndome y viniendo

vóime enamorando:

una vez riendo

y otra vez llorando.

Ante los ojos de los indígenas, encendidos por lo insólito, Tarcento volvió a abrazar a Ana con

la sonrisa del hombre que hace ya tiempo ha aprendido a agradecer las modestas limosnas de los

días; y coreó el estribillo final:

A sombra de mis cabellos

se adurmió.

Si la recordaré yo.

Si la recordaré yo.

Los nitaynos se despidieron y, tras ellos, el grupo que los rodeaba se fue dispersando

gradualmente, dejando a Ana y al piloto con Tabey, Guabí, Taguax, Guabró, Caimó, Guanaroca y

dos de las muchachas que habían sido raptadas por los guanahacabibes; se llamaban Naibe e Inna.

Tendieron hamacas y se aprestaron a dormir. Las paredes exudaban una humedad vaporosa. Una

sinfonía de olores amalgamaba la masa de figuras humanas: tufo rancio de axilas y cabelleras

aceitosas, frutas a medio comer, alientos con especias, sudor franco de los hombres, ungüentos

que se derretían en el pecho de las mujeres, respiración exultada y agobiante de las flores de la

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selva. Ana daba gracias a Dios por haber recuperado aquella paz que la hacía disfrutar de una

tranquilidad de absolución. Le latía la sangre en los párpados, y, sobresaltada de lo poco que le

importaba el futuro, le pidió al Creador que le concediese el don de volver a adquirir la ligereza y

la aceptación sonriente de los dones de cada día; sin esperanza, sin gratitud, sin miedo.

Escuchó a sus espaldas sordas risas y sílabas susurradas. Dos cuerpos descendieron de sus

hamacas y avanzaron con callados pasos. Silueteadas por la luz de la luna sobrepasaron a la

aragonesa las sombras del piloto y Guanaroca saliendo fuera del caney. Ella iba delante,

llevándolo de la mano. Mientras andaba, los rizos negros de su cabello se le desprendieron y

cayeron lentamente sobre la nitidez de su espalda, que se prolongaba hasta la bahía de sus

glúteos resistentes. El ritmo de su respiración era anhelante, y el sudor, que el calor de la noche le

depositaba en cada una de las hondonadas de su cuerpo, parecía arder. Tarcento la seguía con

torpeza beoda y risa contenida. Pero, de pronto, tomó en sus brazos a la india, que se enroscó

alrededor de su cuello y le mordió suavemente el lóbulo de la oreja. La pareja desapareció del

umbral hacia las sombras de la noche. Ana se ordenó a sí misma no juzgar. Se dijo que la vida es

un misterio y que cada cual obedece a leyes diferentes. Al fin y al cabo era incapaz de saber qué

fuerza de las cosas empujaba a los seres humanos, ni la clase de sufrimientos o deseos que

trazaban su camino. Sonó el ululato del sijú 60, al que calló el alegre canto del cardenal 61, que, al

cabo, fue burlonamente sustituido por el melodioso sinsonte 62. Sobresaltada, la joven recordó que

Tabey dormía a menos de tres varas de ella. Volvió el rostro y lo vio acostado de espaldas, con las

piernas alegremente abiertas como una lejana burla sagrada. Ella sintió de pronto en la raíz del

pelo una especie de agradable punzada que irradiaba calor hacia sus hombros y axilas. Se dijo que

aquella excitación tenía que deberse al vino indígena y a la acumulación de acontecimientos de los

últimos días; pero intuía el laberinto a que le podía arrastrar la fascinación que sobre ella ejercía

aquel taíno.

El amanecer no era aún rosa y el gran concierto de pájaros e insectos todavía no se había

iniciado, cuando la aragonesa empezó a notar movimiento a su alrededor. Se desperezó

voluptuosamente en la hamaca. Se levantó y, al darse cuenta de que estaba completamente sola

en el caney se dirigió a la puerta. A suroeste, los colibríes 63 chupaban con voracidad las flores

que cercaban el amarillo terraplén. El desvanecimiento de dicha que la embargó la obligó a

apoyarse con el hombro en una de las jambas. En medio de aquella especie de éxtasis se dio

cuenta por vez primera de que para ella el tiempo había quedado suspendido. Inna y Naibe le

trajeron una batea con mamey, batata, un huevo cocido de carey y un cuenco de agua, que Ana

desayunó con inusual voracidad. Las jovencitas le alejaban los insectos que a veces iban a posarse

sobre los alimentos o en sus brazos y frente, mientras observaban con curiosidad incesante hasta

el menor de los ademanes de la mujer blanca. Cuchicheaban entre sí, riendo excitadas, señalando

sin pudor o recato alguno las expresiones de extrañeza, disgusto o placer que, al degustar los

alimentos o sentir la intromisión de un insecto, hacía Ana. Al preguntar por Tarcento, comprendió

por gestos que había ido con Guanaroca, Tabey, Guabí y muchos jóvenes de la aldea al lugar

donde estaban encallados los restos de la nave naufragada de Nicuesa. Ana aprovechó para iniciar

una complicidad con ellas. Abrió su arcón rescatado por el friulano y, ante los encandilados ojos

60 Sijú: Ave rapaz muy coloirida, de un 16 cm. de largo. 61 Cardenal: Pajarillo ceniciento y con un penacho rojo. 62 Sinsonte: Pajarillo de canto muy melodioso, de color pardo y penacho blanco. 63 Colibrí: Pajarillo insectívoro muy pequeño y de pico muy largo.

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de las chicas, fue exhibiendo su contenido, del que más de la mitad estaba empapado. Inna quiso

envolverse en un vestido orlado por amplios cercos de sal. Intentó meter la cabeza por una de las

mangas, sacó ambos brazos por el escote, y la seda cayó dejándola nuevamente desnuda y

desatando la hilaridad de Ana y Naibe. La aragonesa levantó el vestido en sus manos para ayudar

a Inna. Pero a la taína le costó hacer pasar el brazo por la manga; poco a poco fue avanzando la

mano hasta que asomó un dedo por la puñera, de un tirón volvió a sacar el brazo de la manga y se

miró la mano como si no fuese suya. Naibe batía palmas y saltaba alrededor, entre risas jubilosas.

Inna introdujo el otro brazo en la otra manga, intentando que fuese más sencilla la operación, pero

pronto sintió que la mano apenas avanzaba y que sin alguna extraña maniobra no conseguiría

hacerla llegar a la salida. Comenzó a patear en el suelo, irritada, mientras las otras dos jóvenes se

desbordaban en carcajadas. Bajo la seda del vestido sonaban las protestas de Inna, opacas,

rabiosas. Tras empujar con todas sus fuerzas, su cabeza se abrió paso en el escote, sofocada, casi

sin respiración. El alborozo de Ana y de Naibe se le contagió y comenzó a girar sobre sí misma

como una peonza; los aljófares de las mangas le azotaban el cuerpo y la cara. Y terminó por caer

en el suelo, mareada y envuelta en varas de seda. Naibe y Ana, radiantes, metieron las manos por

los puños en busca de las de Inna y, cuando las hallaron, dieron un seco tirón que levantó del

suelo a la taína, embutida definitivamente en el vestido. Ana, con resuelta ternura, la ayudó a

ponerse en línea los senos. Mientras Inna paseaba por el caney gesticulando cómicamente, la

aragonesa sacó del arcón un espejito de mano y se lo puso ante el rostro de la indígena. Por un

instante el estupor deshizo el entusiasmo de la chica. Naibe se lanzó a por el espejo y miró su

rostro en él con incredulidad. Ana tomó el espejo y lo puso frente a las dos, que se abrazaron

mirándose en el azogue; luego, mostraron los dientes, se alzaron el cabello, tiraron de sus orejas,

sacaron sus lenguas, permanecieron hieráticas como estatuas, e hicieron todo tipo de visajes,

muecas, rictus, mohines y pantomimas ante la pequeña superficie pulida. Hasta que cerraron los

ojos y se les llenó la cara de lágrimas. Más tarde, se colgaron collares de abalorios y zarcillos de

granates y plata; se calzaron borceguíes de piel de ciervo y zapatos de pico de pato. Anduvieron

sobre la arcilla del suelo del caney, como funámbulas borrachas sobre una sirga tensada. Se

probaron guantes de cabritilla con botoncitos dorados. Se perfumaron con agua de rosas y

violetas. Ana se quitó los andrajos, para vestirse con una camisa de cambray. Pero las taínas al

verla en faldilla, con sus níveos muslos desnudos, se lanzaron sobre ella para desnudarla del todo.

Maullando como gatas a la luna le levantaron la faldilla y admiraron su cándido vientre en el que se

hundía la florecita del ombligo. La aragonesa se defendió, escandalizada y pudorosa, como una

gallina aterrada. Las taínas, con inocente desahogo y asomando el pinchazo de su sonrisa, le

mostraron a Ana sus pubis redondos como codornices apelotonadas bajo el plumón. Ana se puso

apresuradamente la camisa. Las chicas se asombraron de su destreza y rapidez en el vestir, y la

enlazaron de las manos para hacerla girar como un molinillo movido por la brisa.

Todo el día fue un alborozo. Chuparon la resina en el rosado tronco del cuajaní 64 y mezclaron su

seco sabor con el gusto aceitoso del anón65 y el dulcísimo de los mameyes. Se tendieron en la

espesura entre el zumbar de las avispas, rameando el cuerpo de luces deslumbrantes mientras

observaban cómo se despereza guiñando los ojos la iguana envuelta en el sofocante perfume de

las guayabas corrompidas. Se coronaron con guirnaldas de mórbidas orquídeas. Subieron a una

64 Cuajaní: Árbol parecido al cedro, del que se extrae una especie de goma arábiga muy dulce. 65 Anón : Árbol de un 4 m. de altura, cuya fruta parece una manzana, con escamas convexas que cubre una pulpa blanca y dulce.

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colina entre el planear de águilas y siguapas 66. Y se detuvieron en la cima, con los brazos libres,

el corazón latiendo salvajemente y el rostro sereno al sol, mientras la brisa volaba su ropa y

alborotaba sus cabellos. Ana experimentó junto a sus nuevas amigas el asombro que las cosas

elementales provocan; y recobró la conciencia de que la tierra es la tersura exultante del mundo.

Se sentía rodeada por una verdadera vida, luminosa, reposada y virginal ─acendrada de tristezas,

angustias y ensueños─, que brotaba de las gargantas felices de las aves, del perfume cálido del

aire, de la disponibilidad de las flores y frutos, de la complicidad de las mujeres y del candor de

los hombres. Y se preguntó si no sería posible que el Divino Creador hubiese hurtado a aquellas

almas inocentes el conocimiento de Jesucristo porque no necesitaban su redención para sentarse

a la vera del trono de Dios.

La llamada de las caracolas en el crepúsculo anticipó una enorme excitación. En cabeza de tres

docenas de jóvenes, Tarcento llegó a Huionacoa, entusiasmado, ebrio y cantando:

Onde si move e donde nasce Amore?

Qual è suo proprio luogo, ov'ei dimora

Sustanza o accidente, o ei memora?

È cagion d'occhi, o è voler di cuore?

Da che procede suo stato u furore?

Come fuoco si sente che divora

Di che si nutre domand'io ancora?,

Come, e quando, e di cui se fa signore? 67

Lo abrazaban Guabí y Taguax, tambaleantes, y con la sonrisa petrificada por el aguardiente

cuyo escaso resto relumbraba de oros en el cristal de la botella que exhibía orgulloso el primero. A

dos pasos los seguía Guanaroca, con todas las maneras de los pájaros en su cimbreo. El resto de

la comitiva traía en las manos hachas, sierras, martillos, picos, formones y cuchillas que

relampagueaban su hierro al sol poniente. Entusiasmados y vencidos por la admiración,

comenzaron a contar las nuevas a la gente del poblado, con interminables y vehementes discursos

adornados de aspavientos, mientras mostraban la dureza y utilidad de las herramientas que habían

aprendido a manejar. Tabey, haciendo sonar una melodía torpe en la siringa que le regalara el

friulano, caminó hacia el caney del cacique; pero sus ojos, abismados en el oleaje exultante de una

dicha muda, estaban detenidos en la silueta de Ana como si saludaran la belleza del mundo. Ella,

calada del indio hasta el tuétano de la luz, sintió la tristeza del amor ensordeciendo su corazón. Y

para no caer en aquel abismo entreabierto corrió en busca del piloto y lo saludó con fingida

severidad.

─¿No os da vergüenza, micer Codro? ¡Estáis como una cuba!

66 Siguapa: Ave de cuerpo negro, capaz de elevar sus vuelo hasta 3.000 metros. 67 ¿A dónde se dirige y dónde nace el amor? ¿Cuál es su esencia, su substancia, su accidente o recuerdo? ¿Es una debilidad de la

mirada o una voluntad del alma? ¿De dónde procede su carácter y potencia? Puesto que arde con llamas que devoran, me pregunto yo, ¿de qué se nutre? ¿cómo, cuándo y por qué domina?

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─Sono a Cuba...nascnan! Borracho, aún no, signorina Ana ─dijo el friulano arrastrando las

palabras como si fuesen cuerpos informes que hubiera de modelar con sumo cuidado─. Ma puede

que lo esté antes dell'alba. La tierra bebe l’acqua que la fecunda y el árbol bebe la humedad de la

tierra. El aire es bebido por las olas, y las olas por el sol al ponerse. Al sol se lo beben la luna y

las estrellas, e quelle son bebidas nuevamente por el sol. Entonces… ¿por qué un humilde

navegante no puede regar su garganta con aguardiente indio?...

─Creí que erais un hombre prudente y no un parlero sin razón ─le increpó Ana.

─Al menos poseo ocho razones para beber ─advirtió Codro, con la prosopopeya de un

comediante─. Dapprima, porque vos y un servitore nos encontramos sanos y salvos. Segundo,

para calmar mi sed de náufrago. Después, porque he conquistado de la brava Guanaroca un amor

que se parece al fuego del desierto. Ulteriormente, porque quien puede reír come il vento,

estrechar la mano de un desconocido y encontrarse con la fermezza que no tuvo la mano del

amigo, y ver que, aunque uno ya es vecchio, todavía puede sorprenderse con el asombro del

deleite merecen no desdeñar un respetable aguardiente indio. Además, porque estos indígenas

son capaces de arrancarle bajo el agua las barbas al mismo Nettuno, con la facilidad y alegría con

que los perros corren detrás de la liebre. Y, sobre tutto, porque dentro de una settimana estaremos di ritorno a La Española, de la que nos separan no más de veinte leguas; y volveré a

pilotar una nave como corresponde a mis méritos. E finalmente, cara signorina, para evitar que más

tarde me sienta sediento.

Ante la risa y los palmoteos desmadejados de Taguax y Guabí, que se comportaban como si

hubiesen entendido al friulano, Codro escanció en su garganta un largo trago de aguardiente.

─Entonces, ¿creéis verdaderamente que seréis capaz de tener lista esa nave? ─inquirió Ana.

─Tan seguro como que los hombres sólo recordamos a las mujeres que nos ha hecho llorar, y

que las mujeres sólo a los hombres que las hicieron reír... O que les obsequiaron valiosos regalos.

Yo tengo uno para vos.

Abriendo el morral de cuero que como un presente extraordinario llevaba en bandolera Guabí,

extrajo de él una tablilla en la que estaba pintada la Virgen, y se la entregó a Ana.

─Estaba en el camarote del disgraziato Nicuesa ─dijo.

Ana se santiguó, ató la imagen en las cañas de la puerta del caney y se hincó de rodillas ante

ella.

─¿Querríais ayudarme?... ─rogó la aragonesa al piloto.

─Sólo soy un povero peccatore, signorina Ana.

─Todos lo somos, micer Codro. Pero vos conocéis las palabras de estas gentes.

─Per carità!.. Os repito que... ─balbució el friulano, como si la fiebre del aguardiente se le

hubiese convertido en una niebla que volvía vaga su mirada.

Los nativos se estaban arremolinando ante la pintura, escrutando los rasgos de la imagen

sagrada. Ana se alzó y, mirando afablemente a los cariacontecidos rostros indígenas, señaló a la

imagen y dijo que aquella Señora era la madre de Dios. Tarcento, conteniendo un malestar que lo

impulsaba a echar a correr, tradujo aquellas palabras. Los taínos se miraron, escandalizados. Ana

prosiguió diciendo que el Sumo Creador había hermoseado de virtudes a aquella Virgen y

encendido su pecho de amor y humildad, pues estaba destinada a ser la madre de Jesucristo, el

Hijo de Dios, que quiso hacerse hombre para que todos los hombre pudiesen salvarse y ascender

al reino de los Cielos.

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Tabey y Tureygua se habían acercado al perplejo grupo de nativos. El cacique miró con atención

la tabla y luego preguntó si aquel Jesucristo era el nombre que las gentes de piel blanca daban a

Yocahu Bagua Maorocoti, que había creado a los taínos. Ana le respondió ─y el piloto tradujo, no

sin cierto temor agorero─ que Dios era el único Creador de todos los hombres que habían vivido,

vivían y vivirían en el ancho mundo; que Él era el eterno amor, la misericordia, el Supremo Hacedor

del sol, las estrellas, la luna y la naturaleza.

─¿Y cómo los adoráis, a Él y a Ella? ─inquirió Tureygua, tras un largo y meditativo silencio.

Ana y el piloto se arrodillaron ante la imagen y, lentamente, se santiguaron y oraron:

─Ave María, grátia plena, Dóminus tecum: benedicta tu in muliéribus, et benedictus fructus ventris tui, Iésus.

El cacique se postró ante la Virgen; y con él, el resto de los taínos. Más tarde, Guabró contó al

bojike cuanto había sucedido en la jornada.

─Así que Guanaroca, Inna y Naibe han confirmado que tanto Guahayona como Aicayía tienen

ombligos... ─meditó el sacerdote.

─Vinieron del mar, es cierto. Pero también lo hace el malvado Yayael, que quiere matar a su

padre ─dijo, vehemente, Guabró.

─Todo lo diferente viene del mar. También los padres de los padres de nuestros padres. El

origen de toda vida está donde nace el sol. Por eso, cuando llega la noche el miedo se tiende a la

puerta del caney y del bohío, y cuando amanece el día se marcha a las colinas.

─Pero estos son blancos, como el rayo destructor.

─Primero fue la oscuridad, donde la noche era la dueña de los colores. Luego vino un rayo de

luz que había estado escondido del poder de las tinieblas en un gigantesco caracol. De su sonido

salieron los recuerdos y borraron lentamente las sombras. El blanco es el color de los heraldos de

los dioses, por eso es blanca Maroya, la luna.

─También es blanca la faz polvorienta de Huracán, que arranca los árboles, estampa contra las

rocas pájaros y peces, y echa por tierra los caneyes y bohíos del pueblo taíno.

El bojike, tras fumar silencioso la cohoba, dijo a su acólito:

─Yocahu Bagua Maorocoti, aquel que recuerda al hombre que es difícil la vida en el mundo para

quien quiere ponerse en el afán de aprender, es quien da lo bueno y lo malo entre los buenos y

los malos.

Ante el áureo zemí que presidía la estancia fumaron los dos la cohoba en silencio, como si un

hierro hubiera vaciado sus rostros para convertirlos en ascéticas máscaras. Meditaban hundiendo

sus cabezas entre los brazos sobre las rodillas, escuchando la nada e intentando ver en el fondo

del hoyo de sí mismos, el espacio en el que no hay espacio. Su piel se granulaba en carne de

gallina y, sin embargo, el calor era sofocante en torno suyo. Ni la perplejidad de un curiel, que

penetró desorientado en el interior del caney, y desapareció raudo en asustada carrera hacia la

quietud de la selva que rezumaba un ruido de deglución fangosa; ni la proximidad a sus pies de

una gran araña salpicada de manchas rojas, quebraron la inmovilidad del sacerdote y su discípulo.

El zureo de un pájaro hizo que Guabró alzase su mirada al bojike y le susurrase con desasosiego:

─No puedo dejar de sentir que todo ha cambiado desde que Aicayía y Guahayona llegaron.

─La vida es continuo cambio.

─Pero tú me has enseñado que la vida, el tiempo en el que podemos elevar las plegarias y en el

que podemos recordar los días venturosos, es exacta. Y que, medido con igual exactitud, está el

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tiempo en que vigilan sobre nosotros las estrellas, desde cuyo interior, velando por nosotros, nos

contemplan los dioses. ¿Cómo puede cambiar lo que es exacto?

─Todo día, toda luna y todo tiempo son exactos. Pero también caminan y pasan.

─¿Entonces, si lo diferente es semejante a lo igual, dónde hallaré una certidumbre que me

sosiegue y me consuele?

─Al hombre que piensa no lo domina el sentimiento de la claridad. El pensamiento y el corazón

son soberbios, caprichosos y crueles.

─¿Para qué nos los dieron entonces los dioses?

─Para amar y ser diligentes en descubrir las cosas. Una vida sin curiosidad no es vividera para

el hombre.

─Pero para saber hay que pensar. Y, a mí, cuando pienso, el amor se me convierte en sombra.

¿Es que me han condenado los dioses a la tristeza de la duda?

─Has tenido el privilegio de ser elegido por ellos bohití 68, y serás, por tanto, el futuro bojike de

los taínos. Ser bojike supone, a cambio de presentir la causa de lo que sucede, soportar en el

corazón una carga pesada y más llena de espinas que los erizos marinos.

─Me da pena echar de menos la inocencia que tenía antes de que Aicayía y Guahayona vinieran

a Huionacoa.

─Cuando te domina la pena no deberías pensar: se ve demasiado justamente. La tranquilidad

del corazón está en la persecución de la sabiduría. No en poseer la certeza, que es muchas veces

madre del orgullo.

─Pero, ¿cómo puedo borrar de mi mente la certeza de las cosas que veo? Sería engañarme…

─Conocer a los demás es saber; sin embargo, conocerse a sí mismo es comprender.

─No veo bien la diferencia, bojike. Dímela.

─Cuando un hombre sabe, todas las criaturas se convierten en enemigos. Así que, saber sólo y

no amar a los hombres es como encender una antorcha y cerrar los ojos.

─¿Quieres decir que la diferencia está en el corazón?

─No somos más que corazones que sustentan un cadáver.

─Necesito que me des una norma que seguir en mi modo de obrar, bojike.

─No una, sino tres, te doy: domina tus impulsos, piensa y haz todas las cosas como si alguien

leyese tus pensamientos y viera tus actos, y eleva sagradas invocaciones a las cuatro esquinas del

cielo. De ese modo, Yocahu Bagua Maorocoti, que da su luz sobre la tierra, desentrañará la tiniebla

de tus dudas.

Incansables en sus atenciones, los taínos trataron con respeto, confianza y generosidad tanto a

Ana como a Tarcento. El tiempo discurrió sin que se acuñara en días. En un clima, y sobre un suelo

donde la subsistencia podía conseguirse con sólo agacharse para coger los productos de la tierra

o alzar la mano para obsequiarse con el fruto de los árboles, la diversión era una necesidad

primaria. Las personas y las cosas, al no tener que inclinarse unas hacia otras orientadas por su

ambición o utilización, existían por sí solas, ingenuamente, en una especie de deleite cálido y

68 Bohití: Discípulo. Es decir, el elegido por los dioses para ser el próximo bojike de la tribu.

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fraternal. Cuando rayaba el alba, el friulano y tres docenas de jóvenes caminaban a la playa de

Bayaguarabo para construir la nave en la que el piloto pensaba secretamente regresar con Ana a

La Española. Durante días, con la minuciosidad de quien pierde las horas en un juego, el filo de las

hachas fue abriendo en un árbol de tres varas de diámetro una cuña que, finalmente, gimió antes

de dejar que el tronco cayese sobre una tumba de helechos. Los taínos rasparon su gangrenoso

musgo y arrancaron las enredaderas que lo enlazaba todavía a la tierra. Lo amarraron con cuerdas

de cabuya69 y henequén70, y lo hicieron rodar hasta la playa. Vaciaron y abrasaron sus canales,

rebajados a golpes de hacha, para que los rescoldos royesen el centro del gigante muerto, que

vaheaba como para alcanzar el mar. El calor, dilatando la madera, lo convirtió en costillaje de

borda. Mientras tanto, las mujeres enseñaron a Ana a convertir los pescados en ceciales,

cubriéndolos con un palmo de tierra; a sembrar maíz los primeros días de la luna nueva, y a

plantar la yuca los primeros días del cuarto menguante; a rayar ésta, prensarla en un costal,

destilar su amarillo zumo venenoso y cocerlo en tarteras de barro para que se transformase en pan

cazabe; a fabricar vinagre que, con ajíes, servía para sazonar las comidas. Los niños le mostraron

cómo tendían trampas a los roedores con bejucos y tierra removida; y cómo, camuflando sus

cabezas con hierba y valiéndose de una varilla, un lazo y un papagayo atado ─al que hacían

chillar hasta que acudían los pájaros en su ayuda─, apresaban a las aves incautas. La aragonesa

ayudó a los jóvenes en el torneado, coloración y cocimiento de objetos de barro y de madera.

Recorrió las colinas con algunos ancianos ─la mayoría de ellos apenas se levantaba de sus

hamacas, en las que pasaban las horas reclinados fumando tabaco, bebiendo aguardiente y

conversando─, para aprovisionarse de hierbas y resinas con que hacer medicinas. Enseñó a una

cuarentena de jovencitas a desarrollar la aplicación e hilaridad suficientes como para unir varias

mantas de algodón y formar una gran vela latina, valiéndose de agujas de hueso e hilo de cabuya.

No obstante, la hora más dichosa de Ana era la del baño en el río, con las jóvenes taínas.

Imitándolas, desnudaba su cuerpo para sentir la vida ferviente entre hojas y ramos. Se decía que

aquella absoluta libertad poseedora de la embriagadora nitidez de la inocencia no podía contener

el temeroso nombre del pecado ni el turbio espesor del remordimiento. Aprendió a escurrirse casi

a flor de agua sin apenas mover ni sus manos ni sus pies, ladeándose, hendiendo suavemente el

caudal. A veces, cuando se proponía sumergir bajo el agua a alguna de aquellas nuevas amigas,

las demás se lanzaban sobre ella como un banco de delfines y, apoderándose de sus brazos y

piernas, la volteaban y la hundían entre carcajadas bajo los rayos dorados del sol. La tierra y los

hombres habían cambiado de sentido para Ana; la sombra y la vergüenza habían cedido a la luz. El

peso de la vida se había aligerado y hecho gozo.

Cuando verdecieron los prados y se abrió la espita de todos los pájaros de la selva, los taínos

que trabajaban con Tarcento en la construcción de la nave hacharon las durísimas ramas de los

acajúes para tallar los remos, la larga y encorvada entena que soportaría la vela gigante, el

bauprés, el botalón, el timón y el único palo con sus jimelgas y su mecha. Los constructores del

falucho aprovecharon los zunchos del bergantín naufragado y fabricaron jarcias con henequén,

para que todo ensamblase. Aseguraron el palo en la carlinga y dejaron la nave, ya terminada,

acurrucada en la arena. Mientras se llevaba a cabo aquel enfebrecido trabajo, tanto el bojike como

el bohiti Guabró descifraron con perspicacia y alivio que los turbadores extranjeros preparaban su

69 Cabuya: Fibra de la pita, con que se fabrican cuerdas, hilos y tejidos. 70 Henequén: Fibra de una planta amarilidácea tan dura y resistente como la cabuya.

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huida de Huionacoa. Al correr la noticia por el pueblo, la inquietud y la tristeza ensombrecieron la

expresión jovial de Tabey. Eso lo decidió a llevar a Ana a Mayarí, donde la enorme cascada de

Guayabo formaba las aguas tranquilas de una laguna. Acompañados de Inna, Naibe, Taguax y

Caimó remontaron con una canoa el río Jibacoa hasta llegar a aquel paraje, que era el sitio más

fresco de toda la región. Multitud de aves acuáticas planeaban en busca de pececillos y ranas. Al

llegar a la grandiosa cascada donde el sol alzaba los estribos del arco iris, Tabey puso su índice en

los labios para mandar callar a las bulliciosas taínas. Los hombres embutieron sus cabezas en

grandes calabazas vacías, con agujeros para los ojos, y se sumergieron en el agua. Alejándose

presurosos del torbellino de encaje en que se deflagraba la cascada sobre el caudal del río, se

detuvieron hundidos hasta la barbilla. Ana pudo contener a duras penas la risa que le produjo ver

a los nativos convertidos en tres calabazas que cortaban con sus ligeras oscilaciones las ondas,

acercándose a las aves. Cuando una yaguasa picoteó a uno de los redondos frutos, una mano

fuerte salió presurosa del agua, agarró las patas del palmípedo incauto y, sumergiéndolo, lo hizo

desaparecer. Yaguasas y corúas de oxidados gritos ─suponiendo que su compañera buceaba en

busca de comida─ la imitaron y cayeron en la trampa de los cazadores. De ese modo, hasta quince

aves fueron a parar a las cestas de los astutos jóvenes. De regreso, Inna y Naibe se colocaron de

pie a proa y a popa de la canoa. Se deshicieron de las naguas que las cubrían y las izaron

manteniéndolas alzadas en sus manos, como velas al viento. Bajo la firme copa de sus caderas, las

columnas rotundas de sus piernas reverberaban con un fulgor fugitivo el reflejo de la luz sobre el

rumor del agua. El azabache de sus cabellos ondeaba sobre sus hombros redondos, y la canoa se

deslizaba con rapidez. La aragonesa levantó los ojos al cielo para recibir la amarilla pasión de las

luces húmedas del final de la tarde. Cuando los posó distraídamente en el semblante de Tabey,

que la devoraba con su mirada, se creyó transportada a una región en la que podía olvidar su

cordura. El rubor le llegaba hasta el último confín, y allí se quedó temblando con la presión del

éxtasis. Sentía que la vida la circundaba pletórica, con el pasmoso significado de la implacable

unión que enlaza la alegría de uno con la del otro, como una cerilla ardiendo en una planta de

azafrán. Tabey dejó caer sobre las rodillas de ella una orquídea y la besó en los labios. Ana le

golpeó la espalda con los puños, mientras los demás reían y palmoteaban, divertidos. Tabey

deshizo el beso e intentó sonreír, pero su mirada triste lo traicionaba. Una nube comenzó a llover

sobre ellos mariposas pequeñas, de un amaranto profundo, y los chorlitos blancos se elevaron

chirriando.

Al llegar de noche a Huionacoa, una entusiasmada aurora ardía en el pecho de Tarcento: había

terminado su empresa y sólo necesitaba envergar la vela en las relingas de la entena, amurar los

cuchillos en el botalón y el bauprés, y deslizar la nave a las olas.

─¡Tan sólo un día, y nos haremos a la mar! ─dijo, alborozado, a Ana─ ¡Y en menos de tres

jornadas estaremos en La Española!

Ana dio gracias a la estampa de la Virgen. Aquel beso robado sorpresivamente por Tabey en la

canoa era para ella igual que una nube que pasa sobre la luna y la desvanece con su oscuridad;

por muy inocentes que fueran los sentimientos del taíno, de haber tenido que permanecer más

tiempo en aquel valle no hubiera podido tolerarlos. Tuvo que hacer acopio de toda la fuerza de su

carácter para tenderse en la hamaca a escasos pasos de Tabey. Volvió el rostro hacia la pared de

cañas entrecruzadas, y antes de entregarse al sueño oyó a las higueras abrazándose. La noche

penetró en sus ojos con tal hondura que no se dio cuenta de que el taíno, cuando ya cantaba el

ruiseñor, le enjugaba con un copo de algodón el sudor de sus brazos y la fiebre de sus mejillas. El

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enamorado pensaba llevarla ese día al mar, para mostrarle cómo sabía pescar las terribles y

sabrosas barracudas utilizando el pegajoso disco de la cabeza del guaicán 71. Estaba seguro de

que cuando ella comprendiese que era valeroso y que la podía proteger siempre, desistiría de

abandonar Huionacoa. Cuando Ana se despertó y vio tan cerca el rostro de Tabey, los latidos del

corazón le lastimaron el pecho. Le dio con fuerza la espalda para que el beso no franquease sus

labios, ni el amor sus rodillas apretadas. Él susurró algo que ella no pudo comprender y le besó

los cabellos, abrasándola con su aliento. Luego, taciturno, salió del caney. Ana miró el umbral; y el

vacío en él la destrozó de un golpe, como a un cristal.

Una ola se estiró con suavidad sobre la arena de la playa de Bayaguarabo, jugando con un

cangrejo muerto, y se retiró decepcionada. Las hojas de las palmas habían cobrado una pesadez

de hierro forjado. Tras ellas, la selva alentaba como un animal, y en la espesura de invisibles

arroyos se dejaba oír un rumor inhabitual. Los pájaros guardaban silencio y los insectos habían

desaparecido. Guabí embarcó los remos y los puso paralelos en la borda. Tarcento aflojó los nudos

de las camisas de la vela ya envergada. Tabey colocó la caña del timón acostada en el centro de la

nave. Cuando saltaron al suelo, cincuenta y seis nativos arrastraron la embarcación por la alfombre

de guano sobre la arena; la vela latina apenas vibró con los empujones. La cabeceante proa acordó

con las olas olvidar que una vez fue árbol y, mientras los taínos se frotaban las manos,

emocionados, cabalgó las olas del mediodía, traqueteando los remos. Tarcento, Guabí, Taguax,

Caimó y Tabey chapotearon los senos de las ondas y embarcaron. El friulano metió la caña del

timón en las cuñas del codaste y veinte taínos levantaron con enorme esfuerzo la pesada áncora

del navío de Nicuesa, y la dejaron resbalar al agua con un estruendo de sal y cien surtidores de

blancas gemas líquidas.

─¡Parece una mariposa! ─gritó, jubiloso, Taguax, admirando la tersura de la vela.

─Sí. Una mariposa blanca que podrá llevarnos en busca de otras mariposas más grandes y

firmes ─pensó, emocionado, el piloto.

─Algunas noches ─confesó Guabí, sonriente─ he soñado que yo era una mariposa. Y, cuando

me despertaba no sabía si seguía siendo Guabí que había soñado que era una mariposa, o una

mariposa que entonces soñaba que era Guabí.

Sus compañeros estallaron en jubilosa carcajada.

─El aguardiente te pone estupendo, Guabí ─rió Tarcento.

El resto de los nativos nadaban rodeando el falucho o buceaban bajo su casco; los más osados

trepaban por los obenques, subían a la gavia y desde allí resbalaban por la curvada verga, con una

enorme felicidad. Cuando regresó a la arena Tarcento, Guanaroca acababa de prepararle en una

concha enorme rodajas de serpiente. El piloto contuvo una arcada de repugnancia.

─¡Mmm!.. Huele que alimenta... ─dijo con sorna.

Guanaroca, complacida, le acercó la concha a los labios. Él, con un respingo de asco que se

apresuró a dulcificar con una forzada sonrisa, cogió la valva en sus manos, diciendo:

─Un manjar como éste debe ser bien regado. ¿No te parece?

71 Guaicán o Rémora: Pez de 1 m. de longitud y cuerpo tubular que se fija a los objetos flotantes, con una especie de ventosa que

tiene en la cabeza.

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143

A Guanaroca le relampaguearon los ojos de complacencia y echó a correr hacia la botella de

Guabí. El friulano dio gracias al Cielo porque los jóvenes, protestando como mirlos, hurtaran

durante algún tiempo el refulgente frasco de aguardiente a Guanaroca, toreándola y haciéndola

rabiar. De ese modo pudo Tarcento vaciar la concha y tapar su contenido bajo la arena. Cuando

regresó la taína con la botella y vio la valva vacía, se detuvo extrañada y escrutó con incredulidad

el rostro del friulano. Pero éste, aspaventando sus manos abiertas sobre el vientre, para indicar lo

lleno que lo había dejado el guiso, se acercó a sus caderas en pleamar y la abrazó, susurrándole:

─Era tan exquisito y tenía tanto hambre que no he podido esperar al aguardiente. Vas a hacer

de mí un glotón, amore mío. La besó en el cuello antes de apoderarse de la botella y casi apurarla de un largo trago.

Después, volvió el rostro para admirar la nave fondeada en el suave oleaje y pasó su brazo por

cintura de la nativa, atrayéndola con fuerza.

─Es realmente hermosa ─ dijo, lleno de orgullo.

Guanaroca le sonrió. Y en una exaltación, con melancólicos ojos salpicados de la luz del mar,

reclinó su rostro en el hombro del piloto. Sobre el falucho, un rabihorcado vaiveneaba la lenta

sierra de sus alas falcadas.

─¿Sabes, ojos de garza?, parece como si siempre hubiese escuchado tu voz, sin saberlo.

Tarcento se quedó helado después de decirlo. Un pasmo de silencio, roto tan sólo por los

chirridos del rabihorcado, estremeció a la pareja enamorada. Ella tomó la mano del piloto, la puso

sobre su vientre y dijo en un murmullo:

─Te voy a dar un hijo.

El friulano pensó que no existía ninguna mujer que no supiese atar lazos; y que a veces la

naturaleza consagraba toda la belleza de una raza en una sola de ellas.

Ana había pasado el día sopesando las consecuencias que para ella tendría volver a un mundo

del que había terminado por repugnarle la ostentación violenta de sus actos. Se preguntaba

cuántos antiguos caminos tendría que volver a repasar para acostumbrarse de nuevo a aquel

griterío violento y seco que casi había olvidado. ¿Quería, realmente, renunciar a un mundo que se

tendía inefable a la luz generosa de la inocencia?

Soñó que era otra vez una niña que jugaba a escondecucas con Fatma. Corría por el jardín y por

toda la casa de su padre buscando un lugar donde zafarse de la persecución simulada de la

morisca. Dudando de si el escondite escogido era el más adecuado, cuando escuchaba cercanos

los pasos de su aya salía precipitada a buscar otro refugio más seguro. Después de repetir varias

veces aquel rito excitante, desandaba sus pasos para regresar al jardín y decidía encaramarse a la

más alta de las ramas de la higuera; donde esperaba con una emoción tan intensa que la sangre le

zumbaba en sus oídos. Y, de pronto, caía. Pero era ya una mujer hecha y derecha la que caía y

caía, con un enardecimiento que le provocaba el vértigo desasosegante y dulce del éxtasis.

Resbalaba entre la airada espuma de la cascada de Guayabo, que la conducía hacia el remanso del

agua del lago, que luego era el ancho mar, en el que navegaba una carabela cuyas alas eran una

enorme orquídea que un Tabey de resplandeciente y acogedora sonrisa pilotaba. Las olas la

alejaban de la nave y Ana gritaba: “¡No renuncio a ti!”

Cuando el campo chispeó verdes cocuyos en la oscuridad nocturna del caney, Tarcento

vislumbró que Ana se roía con meditativa obstinación el borde de las uñas de su diestra. A su

alrededor, Inna, Naibe, Caimó, Taguax y Tabey dormían plácidamente. Hubo un ligero crujido, un

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vago rumor de pasos descalzos sobre el suelo húmedo de escarcha, y la figura de Guabí se

columbró en el umbral. Guanaroca y Tarcento se alzaron con sigilo de la hamaca. El piloto extendió

la mano hacia Ana y le susurró con urgencia:

─Andiamo, signorina!... Ni siquiera la estribación boscosa que rodeaba Huionacoa podía atisbarse en el ciego

firmamento de la luna nueva. Cuando desapareció de su mirada la silueta de Tabey, arrojado

seráficamente sobre la hamaca, el corazón de Ana sufrió un desgarramiento. El caney se le alejaba

de sus ojos igual que una pieza de ajedrez movida por la mano inexorable de un destino cargado

de desconcertante y obstinada previsión. Se internaron en la jungla, entre las raíces de los árboles

y el mareante respirar de las flores.

─Pisad donde yo haya puesto mis pies, signorina ─oyó al piloto.

Guabí, para ganar tiempo, había decidido no hacer el camino acostumbrado y echar por un atajo.

Anduvieron a buen ritmo durante más de tres horas. El aleteo de cinco murciélagos perseguidos

por una bandada de pájaros rojinegros los detuvo con sobresalto. La bruma que se levantaba de la

tierra flotaba como una muralla fantasmal. Tras bordear un cerro, siguieron el curso de un torrente

sulfuroso que apresuraba su carrera hacia el mar. Bajo sus pies se quebraban los juncos, sentían

las raíces, el barro de la rutilante superficie grumosa del terreno salpicado de rocas y cantos

rodados. Al cabo, se abrió ante ellos la sima de un profundo barranco cuyos flancos estaban

festoneados por árboles y matorrales. Por encima del sombrío tumulto de laderas, una peña

desnuda elevaba su negrura hasta confundirse con la oscuridad del cielo. El descenso era muy

empinado y, el último tramo, realmente duro. Lo bajaron arrastrándose de espaldas. Las piedras

desplazadas rebotaban bajo sus pies, sin ningún ruido perceptible. De pronto, les cortó el paso

una enorme catarata.

─No hay más remedio que atravesarla ─susurró Guabí, señalando una delgadísima cornisa en la

pared sobrevolada por el alud de agua y espuma.

─Porca miseria! ─farfulló Tarcento ─¡No nos quedemos aquí pensando!

Sacó su daga y, con brío y enorme esfuerzo, cortó una larguísima liana que anudó fuertemente

al tronco de un arbusto. Avanzó el primero por la resbaladiza cornisa, tensando la liana, empapado

por los flecos de la torrencial caída de agua. Ana y Guanaroca imitaron los cautos movimientos del

piloto, aferradas a la liana y con los rostros lívidos por el brillo de las toneladas de agua que las

encajonaba. Guabí fue el último en pasar la catarata. El costado del agua se despeñaba en un

precipicio cuyo negro final no se percibía, y tuvieron que descenderlo caminando de costado,

calculando cada paso, examinando cada rugosidad, agarrándose a cada rama, raíz o mata.

─¡No miréis abajo! ─ordenó el piloto─ Si caemos al vacío, è la morte.

Poco a poco, el descenso fue mejorando y, a pesar de que espinas, hierbas y arbustos azotaban

sus piernas y arañaban sus manos, al fin llegaron a ver los altos helechos en que parecía acabar la

quebrada, como un hirsuto mechón de pelo en la frente de la blanca playa de Bayaguarabo. El

último tramo se les convirtió únicamente en una respiración ronca; algo así como la paz que sigue

al grito. Cuando saltaron a la arena sus pulsos latían deliciosamente.

─Eccoci arrivati! ─exclamó el friulano.

Echaron a correr hacia las leves manchas lívidas del tamaño de una mano que aparecían entre el

cielo y el agua del mar. A medida que avanzaban, aquellos levísimos destellos de luz se fueron

haciendo más anchos y paseaban su perfil de montículo entre la continua ondulación de las dunas.

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145

Ante ellos, recortado contra el fondo índigo, estaba el falucho apuntando su proa hacia un mar

plano, con colores fantasmales. Ni la más ligera brisa campeaba sobre la nave; su envergadura

refulgía con una lividez espantosa.

─¡No hay viento ni para hinchar la vela de una barca de juguete! ─refunfuñó Codro.

Guabí exploró el espacio con la persistencia del águila.

─Hay una mancha blanca hacia poniente ─dijo─. ¡El viento amanecerá!

Tarcento le sonrió, como un paciente padre que se percata de la mentira con que oculta su hijo

una travesura.

─Tienes razón, Guabí. Hay una mancha blanca. Eso quizá sea suficiente.

Y cortó el cabo que ataba la nave a una estaca clavada en la arena. Empujaron el falucho y

saltaron a su exigua cubierta. Entre los cuatro, con enorme esfuerzo, izaron el áncora. Guabí y

Guanaroca sumergieron las palas de los remos. La embarcación hizo un ligero rizo y dejó de tocar

fondo. Se alejaron de la costa en declive, internándose en una neblina que los envolvió igual que

una nube corona la cresta de una montaña. Tarcento iba de pie junto a la escota de popa,

manejando la espadilla. Guabí, a proa, sin dejar de remar con una ágil torsión que angulaba la pala

del remo para la siguiente remada, volvió la cabeza y señalando con la barbilla hacia poniente

sonrió, radiante, diciendo:

─¡Ya viene! ¡La brisa ya viene!

El friulano lo miró con paciencia, gratitud e incredulidad, pues sus ojos veían claramente que no

había ni un solo rizo en el mar. Pensó que era peor no darle la razón, así que dio una guiñada con

la caña del timón y ordenó al taíno que ciñese la vela empapada de rocío. El nativo se frotó las

manos con entusiasmo y empezó a desbaratar los nudos del trapo. Ana y Guanaroca se aprestaron

a ayudarlo. La alborada se abría paso entre las tinieblas, y algunas gaviotas volaban en círculo

tierra adentro. La aureola del sol, aún bajo el agua, caminaba por el cielo con la precaución de un

gato por la cornisa de una fachada. Ana se fijó en cómo un alcaraván dibujaba un semicírculo sobre

el agua y terminaba por flotar siempre a la misma distancia de la proa. Sintió que estaba

guiándolos, y eso la hizo sonreír. Tiraron de las jarcias y amarraron los apagapenoles verificando

que el aparejo estuviera bien. La diminuta embarcación elevó su ala desplegada, pero con una

inmovilidad de muerte. No había ni el menor soplo de viento bajo el cielo, ni el menor movimiento

en el aire, ni el menor signo de esperanza. El sol no iba a brillar, las nubes que se habían ido

formando de repente y por todas partes, ahora lo cubrían. La escasa luz, aislada del origen de la

vida, parecía consumida por un extraño debilitamiento. La vela de la frágil nave, inmóvil, destacaba

con palidez cerúlea en la universal penumbra. Guabí tendió a Tarcento la botella de aguardiente,

diciéndole, con una sonrisa cómplice:

─Hay que estar preparados para cuando llegue la primera ráfaga de viento.

La estampa de la Virgen cayó al suelo y rodó hasta el interior del caney. Tabey se despertó

sobresaltado, e incorporándose en su hamaca, masculló:

─¡Huracán! Reparó en la ausencia de Ana, y la sangre se le agolpó en su pecho hasta ahogarlo. Con la

velocidad de una flecha salió al batey, que era ya un río de agua fangosa, cenizas, basura y hojas

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146

muertas. Un chubasco innumerable arremolinaba el aire en torno a los nativos que habían salido

asustados de sus bohíos. Un vasto rumor envolvía el valle, y el sonido del agua concertaba el

trémolo de las hojas hostigadas de los árboles del bosque. Ráfagas de viento desacompasadas se

fueron apretando en sostenido embate. Al darse cuenta que del techo del caney del cacique

temblaba, Tabey corrió hacia allí. Intentó sacar a Tureygua de aquel turbión, luchando contra el

vendaval que, finalmente, hizo al armazón entero salir volando por los aires como un vilano

anunciando el invierno. Mientras las negras nubes hacían estallar los límites del cielo, el huracán

giraba sobre sí mismo con un violento bramido que no tardó en lanzar derrumbes de ramas y

fragores de hojas sobre los aterrados indígenas, que corrían hacia las colinas con niños y enseres

en los brazos. Volaban frutos desgajados y pájaros, que terminaban por estamparse contra las

paredes de los bohíos. Se estremecían los árboles, gimiendo en sus raíces que se empezaban a

alzar sobre torrentes de agua. Un flabelo entró por el umbral del caney del bojike, azotando

iracundo la imagen del zemí. Hamacas, barbacoas, paredes de cañas entrecruzadas, techos de

palma, duhos, piezas de algodón y hatos de plumas invadían el aire y golpeaban en su feroz vuelo

a los nativos, que luchando contra el ciclón intentaban ascender al refugio de la cueva. En la

puerta de su caney, enhiesto y solemne, pero con el rostro descompuesto, el bojike era una

estatua de estupor. Guabró lo abrazó, para oponer un peso más compacto a la fuerza del viento.

Uno de los techos desprendidos cayó sobre cuatro mujeres y cinco hombres que dilataban su

huida para salvar cestas de alimentos. El fuste central de uno de los bohíos se derrumbó

mortalmente sobre el pecho de una mujer y un adolescente. Apoyándose en los árboles,

cogiéndose a las matas y raíces, la turba de taínos ascendía por el sendero de la quebrada hacia el

alvéolo de piedra en el que la luz reverberaba la incandescencia muerta del amanecer. Las

mujeres, trabadas como si estuviesen anudadas por una fuerza salida de sus entrañas, caminaban

con niños en brazos sobre montones de ramas que formaban palpitantes y erizadas pirámides bajo

un cielo ceniciento. Los hombres, asiéndose de hito en hito en los árboles, avanzaban encorvados

sobre sí mismos entre torbellinos de hojas y musgos lacerados. Tropezaban entre sí, vapuleados

por la violencia del viento. Muchos perdían el contacto con los demás, y más de dos docenas

cayeron rodando por el barranco. Remontando la ladera, por la que descendían con fuerza terrible

manojos de yucas, guamas y bejucos arrancados, Tabey corría a ponerse en cabeza e indicar el

camino que debía seguir aquella aterrada masa humana. Cada falla, cada pliegue, cada arruga de la

piedra eran cauce de un torrente. La tempestad, furiosa, atacaba a los nativos tratando de derrotar

sus cuerpos y sus espíritus. Una explosión de furia desencadenada arrancó de la tierra las

enormes raíces de una caoba, que con el estruendo y sobresalto de un terremoto aulló por todas

sus astillas y cayó sobre el cacique Tureygua. Abajo, en el valle, centenares de bohíos quedaban

reducidos a los horcones, entre fangales. El batey era un foso de lodo donde navegaban paredes,

caballetes, pórticos y palmas embestidos bestialmente por una cólera que parecía querer devastar

cualquier resquicio donde se hubiese amado, llorado, gozado, padecido o vivido. El rayo martillaba

con acoso tan pertinaz que no terminaba una centella de alumbrar el horizonte cuando ya otra

nacía enfrente, abriéndose en garfios que se hundían entre los árboles. Tabey descendía hacia los

restos de Huionacoa. El ruido cada vez mayor de las piedras al caer rodando lo acompañaba. Un

turbión de agua lo empapó con un empellón tan brutal que lo hizo resbalar entre flores aplastadas,

restos de aves reventadas y caparazones de tortugas como armaduras de guerreros

descuartizados. Sin aliento, magullado y trastabillando se puso de nuevo en pie y siguió a la

carrera. De vez en cuando, un pájaro o un roedor, en alguna parte, emitía un débil y lamentable

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chillido. Al evitar un enorme fragmento de roca que rodaba hacia él, sus ojos dieron con la enorme

caoba derrumbada, que aplastaba el cuerpo de Tureygua. El huracán ululaba y se convulsionaba,

gigantesco y omnipotente. Cuando Tabey le acercó el rostro, Tureygua abrió lentamente sus

párpados y lanzó un gemido agónico.

─¿Está a salvo el pueblo taíno? ─preguntó el cacique, con un hilo de voz.

─En la cueva de Guamuhay.

─Ha llegado para mí el día en que todas las cosas deben reunirse para volver a ser una sola─.

Hablaba lentamente, masticando cada sílaba que salía de su garganta con un esfuerzo increíble.

─Soy viejo. Y un viejo está de más en este mundo. No lo siento. Planté, coseché, cacé, pesqué,

enseñé, construí y he cuidado de los taínos... Ahora, volaré hasta donde me espera el pájaro

Yahubaba para llevarme donde el dios Mautiatihuel cierre para siempre los ojos de mi alma. De tus

decisiones dependerá el destino de nuestro pueblo. Busca a la mujer color de luna y, cuando seas

viejo, entrega el mando al primer hijo que ella te dará.

Tras un profundo estertor que se superpuso al horrísono temporal, Tureygua expiró. Tabey

sintió cómo el espíritu del cacique abandonaba su cuerpo de tierra y, pasando por su lado, volaba

hacia el Cielo.

En alta mar, la lluvia se desplomaba en sábanas sobre el falucho del friulano, con fuerza

constante. Los truenos retumbaban a lo lejos. Tarcento luchaba denodadamente por mantener la

caña del timón en dirección levante. Con la vana esperanza de amainar la vela, Ana, Guanaroca y

Guabí se aferraban al aparejo para no ser deglutidos por los montones de espuma que borbollaban

alrededor de la pequeña nave. La borrasca de poniente, gigantesca y despótica, golpeaba el trapo

con frenético aleteo. El falucho, con la arboladura oblicua y la proa inclinada, era catapultado

sobre las crestas de las olas. La eslora se agitó con un espasmo angustioso y la débil embarcación

dio un súbito respingo. Ana resbaló de espaldas, con los ojos abiertos de terror y esforzándose

por asirse a alguna parte. Guanaroca cayó contra la borda, con la cabeza entre las piernas y las

manos apretadas en un ovillo fetal. El ventarrón desgajó la vela en cien banderas que restallaron

como fogonazos entre los rugidos del trueno. Guabí rodó por la cubierta barrida por el mar y se

golpeó la cabeza contra la bancada. Cuando la proa volvió a caer sobre el agua, una ola que se

levantó a estribor alcanzó a todos de lleno. De pronto, el viento había cambiado y arrastraba el

falucho hacia el sur. En ese instante, la entena se cimbreó salvajemente y un zuncho de hierro

golpeó violentamente al friulano en el plexo solar, haciéndolo rodar sobre cubierta. Guabí,

arrastrándose entre bandazos, se introdujo en la fuerza del viento y llegó hasta él. Los relámpagos

dejaban su rastro de luz fantasmal en septentrión, sobre una línea de islotes que parecían una

pequeña pulsera de piedras preciosas entre las hirvientes aguas que erguían grandes cascadas de

espléndida blancura.

─¿Sabes... aquello? ─el tumulto del viento devoraba las palabras de Codro.

─...Caicos de Baraguá ─le respondió, asustado, el taíno.

Una oleada hizo perder al falucho su inestable nivel de flotación. Los ojos de Tarcento

adquirieron la opacidad de la mirada de las tortugas, mientras decía al taíno:

─... orden... a marinero...

─¡Marinero Guabí! ─chilló el nativo, golpeándose orgullosamente el pecho con sus puños. Un

duro embate cayó de arriba con una sacudida ensordecedora, y Codro vio la cabeza de Guanaroca

chocando contra la borda de proa. Sus manos atenazaban la escota de la vela hecha trizas. Zumbó

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feroz el viento, y un crujido de madera partida se destacó espantoso sobre el retumbar del trueno;

la mitad de la entena y la verga volaron a las aguas encrespadas. El taíno abrazó con fuerza al

piloto para oponer a ambos a la fuerza tiránica del viento.

─¡Salva... mujeres! ─chilló Tarcento.

Guabí, luchando denodadamente contra el ventarrón, corrió hacia Ana y, rodeando su cintura con

un cabo, la ató a la entena truncada. Guanaroca, arrastrándose, llegó hasta el piloto y se abalanzó

sobre él como un gato sobre su presa. Lo besó desesperadamente y le gritó al oído:

─¡No me abandones!

Ni siquiera el ímpetu de una ola, que cayó sobre ellos como un terraplén desmoronándose, pudo

desunirlos. El esternón del friulano se sacudió en un violento espasmo, al que siguió un vómito de

sangre. Guanaroca atrajo hacia su pecho la cabeza de Codro, que susurró en un arahuaco casi

inaudible:

Guanaroca mía, corazón alegre:

mira cómo llora toda la naturaleza

y el iracundo mar se alza y nos circunda.

¿Qué sepulcro existe más parecido a la cuna?

Aleja la turbación de tu pensamiento, ojos de garza.

No desesperes, no temas, no recuerdes,

no sufras, amor mío. La muerte es justa

dispensadora de gloria para las almas generosas.

Con estrépito desgarrador, una tonelada de agua cayó sobre la fragilísima embarcación. Cuando

el falucho volvió a aparecer entre la descomunal espuma, ni Guanaroca ni Codro Tarcento estaban

ya sobre su cubierta.

Ana y Guabí hicieron pie en un pegajoso fondo azotado por la resaca. A sus espaldas, los restos

del falucho yacían en el mar como un animal devorado por los buitres. El desgarrado vestido de

Ana estaba tan empapado que su peso le entorpecía sus pasos. La vigorosa mano de Guabí tenía

que arrastrar a la joven con todas sus fuerzas. Tras salvar la playa, avanzaron por un suelo rocoso

y resbaladizo, y se internaron entre los árboles. La aragonesa sintió la bendición de estar

resguardada por las mil techumbres de follaje que la lluvia no traspasaba, aunque tamborileara con

un ruido contumaz y ensordecedor. En aquel refugio el suelo se hacía cada vez más fangoso, y de

él subía un vapor caliente que se perdía en las bóvedas de hojarasca. Un olor de fecundidad y

podredumbre flotaba en el aire. Miles de mosquitos muertos cubrían el légamo como una costra y,

a medida que el suelo se fue convirtiendo en marjal, Ana y Guabí se percataron de que lo que

creían fango era la inmovilidad de varias manadas de pecaríes que habían establecido su pocilga

en aquella zona pantanosa. La debilidad, el cenagal y el miedo hicieron a la aragonesa seguir el

ejemplo de los paquidermos, y se sentó en el lodo. De cuando en cuando, de las ramazones llovía

un intolerable hollín vegetal impalpable, pesado, como puñados de barro que alguien arrojase

desde lo alto. A un largo trueno, que entró desde el mar y voló sobre sus cabezas preludiando el

tiempo abundante de la noche, siguió la perenne caída de frutos muertos, de simientes velludas

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que hacían llorar, de hebras que encendían la piel. Las tinieblas se estremecían de sobresaltos y

deslizamientos. Comenzaron a surgir de todos lados gritos, silbidos que subían y bajaban, cosas

que se zambullían, martilleaban, crujían o aullaban. Perdida toda razón, incapaz de sobreponerse

al miedo, Ana se abrazó a Guabí buscando el calor de su cuerpo, como si fuese un escudo

protector del infierno que los circundaba. Estaban en la noche de las noches, en el tiempo donde

el tiempo se terminaba.

Dos días más tarde, la tormenta se llevó sus últimos relámpagos, cerrando la tremebunda

sinfonía de sus iras con el acorde de un trueno prolongado. Cuando la aurora ahondó el laberinto

de árboles con su luz rosada, se llenó la ondulante superficie del bosque de un vapor atosigante.

Mojados hasta el tuétano y temblando de frío, Guabí y Ana anduvieron penosamente entre los

charcos, breñas, zarzas, arrancadas raíces retorcidas y montones de ramas desguazadas que

conducían a la playa. Sobre el cuerpo tranquilamente derramado del mar, volaban pájaros de alas

multicolores que esparcían dulces trinos saludando a la luz solar que comenzaba a izarse sobre la

melancólica inclinación de los montes. Ana se dijo con exaltación: “Todos mis deseos se han extinguido. El miedo, la pena y el dolor están ahora lejos de mí. Lo que he perdido lo he olvidado. Lo que me ha dolido se ha desvanecido. A lo que he renunciado no existe. ¡Esta mañana de felicidad rosa me basta!”

Ella y Guabí echaron a andar hacia poniente, sin perder de vista el mar infinitamente azul.

Durante más de tres horas salvaron rocas amontonadas al pie de pequeños cerros que reposaban

como cuerpos cansados. Atravesaron bosquecillos con árboles brillantes de savia encendida y

flores pujantes que abrían sus misteriosos labios al sol que, poco a poco, empezaba a tornarse en

blanca luz que abrasaba. Cuando avistaron una vasta llanura que orlaba el horizonte marino con

ardientes guijas, decididamente extenuada y dolorida, Ana cayó desmayada al suelo. La

despertaron los gritos de júbilo de Guabí, que señalaba el horizonte del mar de Jibara. Bogando

frenético a bordo de una canoa, llegaba hacia ellos Tabey.

Cuando el nuevo cacique de Huionacoa puso sus plantas en el playa, Ana, como impulsada por

un resorte, corrió hacia él, ganando el espacio y el tiempo. Y se arrojó en sus brazos, sintiendo

cómo el latido de la sangre ruidosa en sus sienes llenaba de fulgor el mar, la tierra y el cielo,

mientras pensaba: “Quiero que cada ciega partícula de mi cuerpo, cada tembloroso movimiento de mi alma lleve dentro de sí este instante; te lleve a ti.” Cuando aflojó la presión de sus brazos,

como para cerciorarse de que no vivía un ensueño, su mirada nublada de lágrimas contempló la

lumbre que crujía en la cabellera de Tabey y restallaba de resoles en su frente y en sus mejillas,

ofreciendo la vida vibrante en su boca, y haciéndose brasa en sus negras pupilas. Los labios de

Tabey se acercaron al lóbulo de la oreja de Ana, susurrándole unas palabras que a ella le

recordaron todo el rumor de la dicha. El corazón de ella latía tan fuertemente que le golpeaba,

zumbando, el pecho. Tabey le sorbió la sal de sus lágrimas, encerrando en ávidos besos sus

párpados. Ebria en la música de su aliento, Ana le atrapó los labios con su boca y se dejó penetrar

hondamente por un fuego que convirtió en lumbre su alma, despeñándose en gozos de brillo y

plenitud, hasta saciarla. En sus labios quedó una clara señal de gloria. Cuando llegaron a la ruina

que era Huionacoa, Ana se tumbó, se desnudó, se convirtió en el animal de Tabey, por un instante,

con los sentidos tensos entre nuca y tobillo. Su cuerpo fue un arco de deseo en el que Tabey pudo

oler la sangre bajo el nácar su piel, en golpes inmensos, como un agua viva de felicidad que

brillaba por todas partes, que por todas partes se abría para que él hiciese con ella lo que

quisiera; porque en todas partes estaba más ceca del sol, con puras gotas de luz en un creciente

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abismo de deseo. Y supo que ya nunca su vida carecería de la luz del amor. Que, día tras día,

serían su risa, su pasión y sus lágrimas del corazón de Tabey. Que los alegres ojos y las enérgicas

manos del taíno la acompañarían hasta el fin.

Al tiempo que en la estación seca el resplandor de los almendros representaba una degradación,

el pueblo taíno, sin más herramientas que azuelas de piedra e hilos vegetales, taló árboles, cortó y

desmochó ramas, cepilló parales y cabrios para construir nuevos bohíos y caneyes. Aprovechando

las madrigueras que marmotas y hutías habían excavado a través de raíces de zarzamora, cavó

sótanos que sirvieran de despensas. Sembró maíz, yuca, frijoles, batatas, maní, malanga y

chayotera. Ana trabajó como un taíno más; confiada, intensa y tan verdadera que acabó por

aprender su idioma arahuaco: palabras que le revelaron que las cosas tienen ojos para mirarnos,

lengua para decirnos, dientes para mordernos y voluntad de perdurar. Tabey demostró ser el

mejor compañero para pasar la vida: tierno y firme como una espiga de acero, todo corazón y alma

libre. A través de los árboles de las laderas la tierra expandió su jugoso verdor modelado por el

viento. Los poros conmovidos de la tierra se abrieron para dar paso a las doradas mazorcas de

maíz, al verde surtidor de alfanjes del henequén, a las blancas flores de la yuca de anchas pencas,

a las jugosas frutas cuyo aroma ascendía en columnas y se esparcía en círculos. Ana dio a luz un

hijo que reproducía los rasgos de Tabey, a excepción de dos luminosos ojos del color del mar.

Guabró, el nuevo bojike, puso al recién nacido el nombre de Alabado sea Dios; es decir, Miguel.

Bajo la tendida luz de seis otoños, las horas se convirtieron en estados de gracia como praderas

nacientes. Y todo lo que había sobre la tierra, el mar y lo que veían las blancas estrellas en

Huionacoa cantaban, alentaban y florecían alrededor del amor de Ana y Tabey.

Pero todo cambió cuando una tarde las caracolas ulularon detenidas en una sola nota de

exasperante quejumbre y, despavoridos y sin aliento, llegaron dos vigías con media docena de

ciboneyes que habitaban la fértil desembocadura del río Toa. Anunciaron que unos hombres

nacidos del huevo de las auras o del dolor de la tierra se empeñaban en vanagloriarse de haber

sido creados a imagen y semejanza de un dios desconocido y sembraban su estrella con el vértigo

del poder. Se llamaban cristianos y traían escolta de más de trescientos esclavos cargados con

voluminosas cestas sobre sus hombros.

─Son cien hombres con rostros greñudos igual que los monos, pero blancos como la yuca

─explicó uno de los ciboneyes─. Visten conchas plateadas para volverse inmortales.

─He conocido a uno de ellos ─les dijo Tabey─. Ha sido mi amigo, y amigo de nuestro pueblo.

Era un hombre bueno.

─No sería cristiano. Los cristianos son tan rapaces como carairas 72 ─afirmó uno de los

ciboneyes.

Atropelladamente, y quitándose la palabra uno a otro, contaron los nativos del Toa que, hacía ya

tantas lunas como suele vivir un hombre, aquellos cristianos habían llegado primero a la aldea de

Guajaba, en la isla de Haití, cinco soles al levante de donde rompe el mar en Bayatikeri. Nada más

poner pie en tierra advirtiendo que se enseñoreaban de ella, habían cautivado a las gentes y

tomado a sus mujeres e hijos. Así se lo había contado a ellos Hatuey, cacique de aquel pueblo de

Guajaba, que tuvo que desterrarse a bordo de una canoa y, arriesgándose en las espumas del

siempre peligroso mar, se había refugiado con los ciboneyes.

─¿Sabéis por qué fueron tan crueles? ─les preguntó Tabey.

72 Caraira: Especie de gavilán leonado, con cabeza negra y alas robustas y largas.

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151

─Porque tienen un señor a quien sirven y por el que angustian y persiguen a los demás ─dijo

uno de los heraldos─. Ese poderoso señor es el oro.

Y señaló el dorado lirio que cubría el pecho del nuevo cacique. La estupefacción que se instaló

en la frente de Tabey se convirtió en grave y alertada preocupación a medida que se sucedieron

con rapidez las nuevas de los ciboneyes. Hacía diez lunas que aquellos hombres blancos habían

desembarcado en Baracoa.

─¿Cómo los recibisteis?

─Les hicimos guerra.

─¿Por qué no les disteis la bienvenida, como es costumbre?

─Porque, según Hatuey, deseaban cuanto poseíamos, nos enseñarían el miedo y nos

convertirían en esclavos.

Los habían atacado con macanas que producían el estampido del trueno y perpetuaban su eco, y

con lanzas fulgurantes y durísimas que convertían los cráneos en crujientes vainas. Les habían

hecho cientos de muertos y heridos y, con el tesón sañudo de las carairas, habían buscado al

cacique Hatuey en las montañas, para, finalmente, quemarlo vivo en la hoguera. Habían

destrozado los zemíes, robado el oro y la comida que tenían, y prendido fuego a su poblado. Más

tarde, habían invadido Bayamo, Cumanayagua, Batabanó, e incluso las tierras de los

guanahacabibes. Ahora dominaban como señores toda la tierra de Cubanascnan, desde Guane

hasta Bayatikeri. Sólo porque la voluntad de Yocahu Bagua Maorocoti lo había permitido, el valle

de Huionacoa había permanecido a salvoy las aves habían continuado marcando protectoras

cicatrices a su espacioso cielo. Entre tanto, los muy cristianos habían mojado las frentes de todos

y trazando sobre ellas la señal de la golondrina, para convertirlos en esclavos.

─Por eso, muchos de nosotros ─concluyó uno de los ciboneyes ─todos nos hemos quitado el

agua del bautismo, lavando nuestra cabeza y exclamando luego en secreto: “¡Ahora, ya no soy cristiano!”

─¿Por qué se llaman hijos de Dios esos hombres tan crueles? ─inquirió Tabey.

─Sólo sabemos que con ellos nos llegó la miseria, el tributo y la muerte. Si os advertimos todo

esto es porque los cristianos están viniendo a Huionacoa. Ya deben andar por Caracusey. Si hemos

podido venir a avisaros ha sido por orden suya. Para que os anunciemos su llegada y os pidamos

que les cedáis los mejores caneyes, bohíos, bebidas y alimentos. Como amigos de los taínos que

siempre hemos sido, os aconsejamos que los obedezcáis en cuanto ordenen. Quizá de esa manera

el pueblo de Huionacoa sea más afortunado que los demás de Cubanascnan, y no veáis sobre

vuestra tierra cómo arden las cosechas y se quiebra el rostro del sol sobre los dioses.

Meditando que la temeridad es peligrosa en un cacique, y que el verdadero valor consiste en ser

prudente, Tabey ordenó a Guabí que, cuanto antes, trajese a Ana, que había ido al mar de

Bayaguarabo, con el pequeño Miguel y los niños del poblado; necesitaba su consejo. Apenas

habían tenido tiempo de extender sobre el centro del batey una amplia estera con frutas, en señal

de bienvenida, cuando descendieran por las colinas una docena de caballeros enfundados en cotas

de malla y a lomos de corceles andaluces. Tabey, previendo que el azaroso encuentro fuese

desafortunado, dijo a sus nitaynos:

─Recordad que, por superiores que parezcan esos cristianos, ningún nacido de mujer es tan

grande como la tierra, ni tan alto como las montañas. Así que cubrid vuestra cólera con alegría,

como las aguas tranquilas de la ciénaga ocultan al caimán. Se sentó en la estera, vigilante, aunque

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152

en perfecto reposo e inmutable. Lo imitaron los nitaynos y el bojike, adornados con sus cascos de

plumas, petos y collares. En pie, tras ellos, hombro con hombro, el resto del pueblo taíno era un

enjambre atónito.

En cabeza de la hueste, sobre una airada yegua roana que mordía el espumoso bocado sin querer

doblegarse a la barbada, destacaba su capitán: el vallisoletano Pánfilo de Narváez. Era un guerrero

de al menos cuarenta años y alto de estatura, que a causa de su ascética severidad poseía aspecto

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153

noble y distinguido. Llevaba loriga, fuertes armas y escudo en los que se veían aún añejas huellas

de heridas profundas, marcas crueles de muchos campos ensangrentados. Tenía fama de valiente,

pero poco prudente y lascivo. Poseía las manos fuertes y rasposas de quien está acostumbrado al

trabajo del campo. Su poblada barba que ocultaba una boca recta aumentaba el carácter tenaz que

sugería el prognatismo de su barbilla. Pero en su faz curtida y cubierta de pecas destacaba, junto

a unos ojos pequeños de color azul oscuro bajo hirsutas y rojas cejas, una larga cicatriz en la

mejilla, que lo precedía y seguía como un aullido. Cabalgaba medio adormilado, con la vista

perdida en la torva cavilación y en el ensueño. Pero la cicatriz hablaba por él, miraba por él, le

volvía despierto y terrible. Ante su vista, los demás rostros de la hueste parecían palidecer como

bajo el sol en un eclipse. Fue el primero en descabalgar. Tres caballeros lo imitaron, con aire de

negligencia que bien podía ser consecuencia de un cansancio excesivo, y se colocaron a sus

costados. Uno de ellos vestía ropas talares, los otros dos se quitaron las manoplas, alzaron su

visera y se desprendieron del yelmo; tal como había hecho su capitán. El sol aureoló la bermeja

melena de Narváez. Tabey lo invitó a sentarse sobre la estera, con el mudo gesto de adelantar los

brazos y extender las palmas de sus manos hacia el lugar vacío frente a él. Aunque los otros dos

hombres blancos permanecieron de pie ─debido seguramente a la escasa movilidad que les

permitían los quijotes y grebas de sus armaduras─, el cacique, el bojike y los nitaynos arquearon

sus torsos hacia sus negras sombras, pusieron las manos en la tierra y la besaron.

─Mi nombre es Tabey y soy cacique del pueblo taíno de Huionacoa. Sed bienvenidos.

─¡Ha... Habláis... nuestra lengua!... ─tartamudeó, estupefacto, el más joven de los caballeros.

Poseía éste una mirada color de miel en una tez pálida con despejada frente perlada de sudor,

expresión melancólica, actitud lánguida y nariz de perfil recto sobre una boca de labios carnosos.

Parecía cortés y afable, y se le habría tomado por cualquier cosa menos por un caballero de armas.

Tenía el aspecto de un hombre del que pueden esperarse prudentes consejos y sentimientos

morales, entremezclados oportunamente a una o dos vaciedades inspiradas por una honrada

convicción. El repentino silencio de Tabey ahondó en Narváez la inquietud que le había asaltado al

escuchar las palabras castellanas. Guabró, ceremonialmente, le pasó la cuerda de tabaco para que

fumase, pero el paladín declinó el honor con un gesto. Abruptamente, hubo en el centro del batey

una calma parecida al sosiego del aire entre un jadeo de borrasca: las miradas de los caballeros

medían a las de los jefes nativos. La numerosa infantería, a medida que llegaba mascullando un

rosario de maldiciones y chanzas, se esparció en pequeños grupos tras los caballeros, que

permanecían en sus sillas con la lanza en ristre. La compacta masa de taínos, tras un instante de

estupefacción, se fue esponjando poco a poco, desparramándose temerosa y curiosa hacia los

caballos y los soldados fulgurantes al sol del mediodía. Reparando Narváez en el brillo de algunos

cascabeles y cuentas de vidrio ensartados en los collares de los nitaynos, echó mano a su bolsa de

cuero y extrajo de ella dos camisas, algunas cintas doradas, dos jubones, dos pares de zaragüelles

y dos gorras de grana que entregó con cierta solemnidad a Tabey. Éste obsequió al capitán con

una manta de algodón sobre la que estaban colocadas ciertas preciosas joyas de oro. Los

habitantes del valle, lentamente, fueron rodeando a las cuadrillas de infantes, admirando con

temerosa curiosidad, plagada de exagerados gestos y continuo parloteo, el resplandor del sol en

los almófares, camisotes de malla, espadas y lanzas. Los más arriesgados se acercaban a los

corceles, con precaución y risa nerviosa; observaban, elogiaban, comparaban, medían y se

maravillaban de la estatura y corpulencia de los animales, del brillo acerado de sus cascos al

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154

patear inquietos el polvo, de las proporciones de cada uno de sus miembros, de sus piafidos, de la

largura y textura de sus crines y colas que azotaban nerviosamente el aire para espantarse los

mosquitos.

─Es una bendición de Dios ─dijo el capitán Narváez a Tabey─ que podamos entendernos

directamente y sin ayuda de farautes, que nunca llegan a decir con exactitud lo que ambas partes

exponen y sugieren. Soy el capitán Pánfilo de Narváez y os traigo noticias y órdenes del

adelantado Diego Velázquez, gobernador de esta Isla Juana y representante de Su Alteza el Rey de

Castilla, de quien somos todos fieles vasallos. He venido a daros la paz en su nombre, y a

requeriros que reconozcáis su legítima soberanía sobre vuestro pueblo y vuestras tierras, de lo

que no os puede venir ningún daño sino mucho provecho.

─No entiendo ─dijo el cacique.

─El capitán Pánfilo de Narváez quiere deciros... ─farfulló el caballero de ropas talares.

─No he oído tu nombre ─le interrumpió, deliberadamente impertinente, Tabey.

─Perdonad ─barbotó, nervioso y contrariado, el clérigo─. Me llamo Bartolomé de las Casas, y

soy sacerdote.

Era un hombre de unos cuarenta años, acento sevillano, calvicie avanzada en un apepinado

cráneo, y grandes ojos acuosos e inteligentes que lo distinguían como persona emotiva y tenaz,

pero dotada de sencillez.

─Hemos venido para tomar amistad con vosotros ─continuó el clérigo─. Para enseñaros a vivir

políticamente, conocer a Dios y mostraros la ley de Jesucristo, por la cual os salvaréis.

─Me parece bien lo de la amistad y cualquier conocimiento. No sé qué significa vivir

políticamente, ni comprendo de qué tenemos que salvarnos ─repuso Tabey.

─Significa ─dijo con urgencia Narváez─, que en este poblado manda el rey Carlos Primero.

─Yo soy el cacique de Huionacoa.

─Y lo seguiréis siendo. Aunque, ahora, sois también vasallo del rey de España.

─¿Qué es ser vasallo?

─Que el rey está obligado a trabajar con diligencia para el bien de vuestro pueblo.

─¿Por qué?

─Porque serviréis en las cosas que más convenientes sean para ese gran señor.

─Yo sólo sirvo al pueblo taíno de Huionacoa.

─Los taínos de vuestro pueblo servirán desde ahora al rey de España y le darán cuanto en

vuestra tierra tengáis, como lo hacen ya todos los pueblos de esta isla y otros mucho más grandes

pueblos de la tierra.

─Los taínos de Huionacoa son libres. No sirven a nadie.

─Y seguirán siendo libres. Pero, además, vasallos del rey de España ─remarcó con impaciencia

el capitán.

─Mi pueblo no quiere ser vasallo.

De las Casas medió, con el insufrible paternalismo del maestro que recita una lección aprendida

de memoria:

─Dios ha elegido graciosamente al rey de España para que os gobierne, como nos gobierna a

nosotros. Él, a través de su adelantado Diego Velázquez, os entregará en manos de excelentes

cristianos que estarán obligados a vuestro suficiente mantenimiento.

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155

─El pueblo taíno está gobernado por sus nitaynos y por mí ─le respondió Tabey, mientras

hacía un seco gesto para espantar a una hutía que mordisqueaba las frutas de la estera─. No

quiere nada que no pueda obtener con su inteligencia, destreza o fuerza. Y no necesita que

ningún cristiano intente conseguir para él lo que sus dioses le dan día a día. Al nacer al mundo,

Yocahu Bagua Maorocoti proveyó a cada taíno de los medios que necesita para vivir, hasta el día

en que el sagrado pájaro Yahubaba le cierre los ojos y lo lleve al lugar que Yocahu Bagua

Maorocoti le tiene preparado en su gran caney de humo.

─Os repito ─dijo agriamente Narváez─ que pertenecéis al rey de España. Si queréis ser sus

vasallos, seréis honrados y favorecidos. Si os mostráis rebeldes, seréis castigados conforme a la

justicia.

─Vuestro rey debe ser muy pobre, pues pide.

─El rey de España es el más grande y poderoso monarca de la tierra ─espetó Narváez.

─Yo digo además que es muy atrevido, pues, a quienes no conoce, amenaza con tomarles la

tierra y querer hacerles esclavos.

─Nadie ha hablado de esclavitud ─intercedió el joven caballero de mirada amielada─, sino de

trabajo. El hombre tiene que trabajar hasta que muere, como los pájaros.

─Poco sabéis de pájaros y sus trabajos, que no son ningunos. A ellos, como a los taínos, los

mantiene Yocahu Bagua Maorocoti.

Una iguana se plantó junto a ellos. Con su mano izquierda Tabey hizo un gesto que asemejó al

aleteo de una golondrina aturdida, y el saurio lleno de arrugas se retiró lánguidamente hacia los

árboles. Algunos adolescentes taínos habían perdido ya el temor, y se atrevían a acariciar los

lomos y las crines de los corceles; la risa floreció en sus rostros cuando un caballo alzó ufano su

cola y cagó dos bostas del color del cobre. En cambio, la expresión de Pánfilo de Narváez había

adquirido la crispación de quien contiene un furor nacido de no soportar que le lleven la contraria.

─En todo caso, Su Majestad no amenaza. Pero, porque puede, y porque vela por la salvación

eterna de vuestras almas, exige el cumplimiento de sus deseos. En el preocuparse por vosotros,

como lo hace por nosotros, no debéis ver atrevimiento sino un derecho.

─El pueblo taíno no sufre cosquillas ante las demasías de cualquier otro pueblo, ni de sus

guamiquinas 73.

─Mirad que ─intervino veloz el clérigo, para anticiparse al seguro estallido del capitán─, el rey

de España es un gran padre y todos somos sus hijos; vosotros y nosotros.

─Mi padre fue Guaracabuya, hermano de Tureygua, el anterior cacique de Huionacoa.

─Pero Su Majestad Carlos Primero es también, ahora, vuestro padre.

─Yo no quiero otro padre.

─Quiero decir..., ¿Cómo explicaros?... Un padre en espíritu...

─En espíritu, los padres del pueblo taíno son los hermanos y los hijos de nuestros dioses.

─Mirad que esos dioses son falsos. Adoráis a unos ídolos impuros que entregan vuestras almas

a la perdición eterna.

─Yocahu Bagua Maorocoti ─intervino, serena y gravemente, Guabró─ es la luz que alumbró la

vacía extensión del cielo, el agua en reposo o saltarina, el mar apacible o encolerizado, la

inmovilidad y el silencio en la oscuridad de la noche. Así se originó Huracán, el corazón del cielo.

73 Guamiquina: Entre los taínos del siglo XVI designaba al más poderoso de los jefes.

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156

Yocahu Bagua Maorocoti y Huracán hablaron entre sí y meditaron hasta ponerse de acuerdo y

juntar sus palabras y su pensamiento. Dispusieron la invención del tiempo y de dioses y diosas

que les hicieran compañía. Juntos, formaron la tierra, las montañas, los valles, los ríos, los árboles,

los bejucos, los animales y los alimentos. Y establecieron el nacimiento de la vida y la creación del

hombre.

─Estáis equivocado, hijo.

─No soy vuestro hijo.

─Tenéis razón en eso, hermano.

─Tampoco soy hermano vuestro.

─Todos lo somos en el amor a Dios, el Único, Verdadero, Eterno y Omnipotente Padre Creador

del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible. El Dios de Dios que encarnó por obra del

Espíritu Santo en la Virgen María y se hizo hombre con el nombre de Jesucristo. Él nombró como

representante suyo al Papa, haciéndolo señor del universo. Y éste dio a España todas estas tierras

con sus habitantes, a fin de que su poderoso rey introduzca aquí la fe cristiana.

─En lo que dices de no haber sino un solo Dios ─respondió Tabey─ y que éste gobierna el

cielo y la tierra y que es señor de todo, me parece bien, y así debe ser. El pueblo taíno también lo

cree. Pero en lo que dices sobre que el Papa es señor de todo, como si fuera Dios, y que él ha

hecho merced de nuestra tierra al rey de España, ese Papa debía estar seguramente borracho

cuando lo hizo, pues ha dado lo que no es suyo. En cuanto al rey, que pide y toma un regalo tal,

está loco; ya que pide y quiere tomar lo que es de otros.

Como impulsada por un resorte, la mano del capitán Pánfilo de Narváez aferró la empuñadura de

su espada. Tabey hizo caso omiso del brutal gesto y sus ojos se detuvieron en la acalorada y

tensa faz del clérigo.

─Por último, quiero deciros que el pueblo taíno no quiere disputas. Sabed que la Ave María es

amiga de nuestros dioses.

─¿Quién os ha enseñado el santo nombre de Nuestra Señora? ─preguntó, asombrado, De las

Casas.

Tabey observó cómo los resplandecientes caballeros ponían sus aceradas lanzas en posición

horizontal, sopesándolas con excesiva inmovilidad. Dudó si dar o no un definitivo paso que podría

llevar a la hecatombe a su pueblo. Lo más difícil para un cacique no era cumplir su deber, sino

conocer ciertamente ese deber. Pero, para ayudarlo en eso, para que pusiera su lengua allí donde

su corazón golpeaba, para que soplara cálidamente en su espíritu de desconcierto repentino, para

pensar y fraguar una paz que se abriese camino con el vigor de la luz de la luna entre la negra

humareda de nubes, necesitaba a Ana. Así que, se levantó de la estera, con tranquilidad, y pidió a

los españoles que lo siguiesen a su bohío, en cuya puerta destacaba la tablilla con la imagen de la

Virgen, profusamente adornada de flores.

Guiados por la estrella que primero asoma en el cielo al oscurecerse, alborotadores guabairos

volaban hacia la resaca vespertina cuando Ana apareció en el batey llevando de la mano a

Miguelito. Se había engalanado con el vestido de luto, el único que le quedaba en buen estado. El

joven caballero de ojos amielados la vio llegar como si su mente estuviese perdida en esa isla de

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niebla que nos protege del recuerdo de quien estamos seguros que no vamos a volver a ver nunca.

Cierta nostalgia cruzó por la mente de Ana al reconocerlo. Era el abogado que la había ayudado en

La Española a ponerse al frente de la expedición del bachiller Enciso: don Pedro Sánchez Farfán.

─Son mi mujer y mi hijo ─dijo el cacique con orgullosa naturalidad. Al ver que el capitán de la

cicatriz acariciaba la guarda de su espada, sacudido por un espasmódico movimiento de vindicador

de doncelleces y honras holladas, Sánchez Farfán se apresuró a reverenciar a Ana y besarle la

mano. Ella lo saludó afablemente y le dio las gracias por el recado que había recibido de él en

Santa María del Darién de labios de Rodrigo de Colmenares. Pánfilo de Narváez descompuso su

automático gesto y, a regañadientes, imitó la cortesía del abogado, presentándose:

─Soy el capitán Pánfilo de Narváez, y me pongo rendidamente a vuestros pies, señora. No

dudéis en pedirme lo que deseéis. Os satisfaré con diligencia y plenitud.

Ana le estrechó la mano. Hizo lo mismo con un viejo conocido de los días de Santa María del Darién, Andrés Garavito, y con los otros nueve caballeros de rostro aborrascado. Tuvo que

esforzarse para ocultar la risa que iba a aflorar en sus labios al darse cuenta del mayúsculo

escándalo que Bartolomé de las Casas reflejaba en su mirada de fija en el pequeño Miguel.

Los taínos habían dispuesto un caney para los caballeros y sus monturas, seis bohíos para la

infantería, y dos para los ciboneyes y su carga. Durante la cena ─a la que asistieron Narváez, De

las Casas, Sánchez Farfán, los caballeros, los nitaynos, el bojike, Tabey y Ana─, la aragonesa

contó sucintamente sus aventuras y desventuras desde que había salido de La Española, concluyendo que cada alma que había conocido era un río que, discurriendo con un enérgico

murmullo, a veces alegre, a veces sombrío, había convertido a una muchacha de infancia mimada

en una llama ascendente. Tabey se emocionaba tanto al observar con qué gracia y fluidez

expresaba la aragonesa sus pensamientos, que temía ruborizarse ante aquellos intempestivos

visitantes cada vez que los azules ojos de su esposa se detenían en él. Aprovechándose de la

reserva que le brindaban los instantes en que Tabey conversaba con sus nitaynos o con los

caballeros, que alardeaban de sus proezas de matones sangrientos, Narváez, en voz baja, ofreció

a Ana rescatarla de aquellos salvajes que andaban desnudos.

─Los conozco bien, señora. Da igual que sean lucayos, ciboneyes, caribes, guanahacabibes o

taínos. Son unos haraganes, borrachos de vino y humo, que no tienen en nada el matarse ni matar,

y son incapaces de doctrina. Me apena sobremanera pensar que habéis tenido que sobrevivir más

de seis años con una gente tan cocida en vicios y bestialidades como nunca crio Dios.

─Os agradecería vuestra compasión, capitán Narváez ─respondió sosegadamente Ana─, si no

fuera porque he encontrado en los taínos de Huionacoa a las personas más inocentes, humildes,

pacientes, pacíficas y sin rencores, odios o deseo de venganza que jamás he conocido. Todo su

defecto es que son y desean ser pobres.

El vallisoletano sospechó que aquellas palabras eran hijas del miedo a que Tabey la escuchase o

leyese en sus labios. Mas, como su intención era sonsacarle información sobre las riquezas que

poseía el poblado, en vez de contradecirla, le dijo que se felicitaba de que los taínos de Huionacoa

no fuesen como los demás indígenas. Eso ayudaría al buen entendimiento de su tropa con aquella

gente que, evidenciando su pobreza, ataría las manos a la posible codicia de los soldados.

─Ya sabéis que, por mucho que un capitán se esfuerce, los hombres de armas no tienen a veces

todas las virtudes que serían necesarias en ellos.

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─Sí. Suele decirse que la espada inspira el crimen, hasta envainada ─comentó, irónicamente,

Ana.

─Sin embargo, gracias a ella y a quienes la utilizan en nombre de Dios se puede confiar en que

los paganos abran los ojos un día u otro, y sean fieles a quien los protege; sin rebelarse contra

quien los anima a otra forma de vida.

─Veo, Narváez, que ante todo creéis en la intimidación.

─Soy un soldado, señora. Mi labor es el heroísmo.

─Pero como cristiano estáis obligado a la caridad. Y esa virtud entraña comprensión.

─Toma largo tiempo comprender nada, señora.

Cuando, más tarde, caminaban hacia el terraplén amarillo para asistir al desarrollo del areyto,

Bartolomé de las Casas confió a Ana que viajaba a Santa María de la Antigua del Darién, con objeto

de vigilar el exacto cumplimiento de la instrucción dada por el rey Carlos I acerca del buen trato

que debía darse a los indios. Había tenido conocimiento de que el nuevo gobernador, un tal Pedro

Arias de Ávila, no era muy estricto con la ley. Por orden suya, un Diego de Almagro había matado a

Chimba el jefe de Careta, y su sobrino había asolado las tierras del Cenú. Un Juan de Ayora había

eliminado a Comogre, el jefe de Jurá y al cacique de Pocorosa. Un cierto Gaspar de Morales había

robado de Isla Rica oro por valor de más de cuatro mil pesos, y dos libras y media de perlas.

Cuando, al hacer escala en Xagua, le habían contado que en Isla Juana aún quedaba una aldea sin

cristianizar, le había insistido a Narváez para poder acompañarlo a Huionacoa y bautizar a sus

habitantes.

─Lo comprendo ─dijo Ana, amargamente─. Queréis evitar que se vean privados de entrar en el

Reino de los Cielos, puesto que bastantes de ellos no quedarán vivos muchos meses tras el trato

con los soldados.

─Desgraciadamente, mi experiencia no puede llevaros la contraria, señora. Así sucede

demasiadas veces. Pero comprended que lo hago fundamentalmente porque es obligación de mi

ministerio sacerdotal. Y, por cierto, supongo que habréis bautizado vos misma a vuestro hijo.

─Sí. Y lo he educado en nuestra fe, tanto como mi esposo lo ha hecho en la suya.

─Sabéis que no se puede servir a dos amos: el verdadero Dios, y los falsos ídolos.

─Para ellos es el mismo Dios, con nombre distinto.

─Siento compasión por vos, hija mía, que sufrís la sinrazón que aqueja a quien ha vivido mucho

tiempo alejada de su religión, su familia y sus costumbres. Mañana mismo administraré el

bautismo en el poblado. En cuanto a vos, recordad que si vuestra situación pretérita es digna de

misericordia, a partir de ahora, si no consentís en que yo sea imprescindible testigo del

sacramento del matrimonio entre vos y el cacique, tened en cuenta que viviréis en pecado mortal.

─Contestadme, reverendo padre. Una vez bautizados los taínos, ya no hay razón para que

Castilla pueda justamente requerirles sus tierras, ¿no es verdad?

─Cuando los paganos se ponen en contacto con el conocimiento de Dios, todos los poderes y

derechos de dominio poseídos por ellos pasan a Cristo, Señor de la tierra en sentido espiritual y

temporal. Ahora bien, como Cristo delegó este dominio en sus sucesores...

─...y el Papa Borja partió el mundo en dos mitades, como a una calabaza ─interrumpió,

agriamente sarcástica, Ana─, y una se la concedió a Castilla... Tened buenas noches, mosén

Bartolomé.

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159

Una luna protectora y propicia bañaba los pasos y hermosos dorsos arqueados de las nativas

ritmando la cadencia dulce de la siringa que tocaba Tabey, y acompañaban caracolas y tambores.

Los labios frutales de las danzarinas desgranaban un cántico que les servía para el balanceo

gimiente del anhelo amoroso. Echaban la cabeza hacia atrás para que el fulgor de las estrellas

perlase el sudor de sus gargantas y hombros. El flameo de sus negros cabellos embalsamaba el

poblado de deliciosa acritud, que se mezclaba con el asfixiante aroma de los sahumerios. Los

soldados, con esos ojos aldeanos que parecían guardar el misterio de los paisajes que habían

visto, se apretaban en haces palpitantes por el deseo de abrazar los cuerpos de las doncellas.

Algunos se daban codazos cómplices y hacían salaces muecas refiriéndose a ellas. Los más

borrachos abrían en bostezos sus bocas, dejando que el vino se les escurriera por las barbas. Don

Pedro Sánchez Farfán contó a Ana que, por encargo del nuevo obispo del Darién ─un franciscano

que había sido condiscípulo suyo en la universidad de Alcalá de Henares─, iba a Acla, una villa

que había repoblado Balboa al norte de Tierra Firme. Su amigo el obispo, quería que evitase por

todos los medios legales que el nuevo gobernador de Veragua hiciese preso a Balboa y lo

desterrara a Castilla.

Andrés Garavito fue quien mantuvo más largo discurso con la aragonesa. Sucintamente le contó

cómo Núñez de Balboa, gracias a la intermediación del ahora obispo del Darién, había sido

nombrado por el rey Fernando el Católico capitán general de la colonia de Urabá. Siguiendo el

rastro del oro, del que había tenido noticia por el hijo del cacique Comogre, formó una hueste de

ciento noventa hombres, entre los que estaba el propio Garavito, que había avanzado desde las

tierras de Coíba hasta la sierra de Quareca, donde avistaron un mar pacífico, al que el día de San

Miguel de 1513 el esgrimidor había bautizado como Mar del Sur. Eso le valió, dos años más tarde,

el título de Adelantado de dicho mar y gobernador de las provincias de Panamá y de Coíba.

Aunque, mientras tanto, los malos oficios del bachiller Enciso en la Corte lograron que el rey

nombrase como gobernador del Darién ─ahora llamada Castilla del Oro─ a don Pedro Arias Dávila.

Quien tras presentarse en Santa María con diecisiete naves y dos mil colonos, además del bachiller

Enciso como Alguacil Mayor, lo primero que hizo fue encerrar a Balboa en una jaula; aunque luego,

para agradar al obispo que lo persuadía de hacer las paces, casó por poderes a una de sus hijas

con el esgrimidor. La política de amistad con los indios que había seguido Vasco Núñez se trocó

con el nuevo gobernador en cruentas incursiones en busca de oro y perlas, que tuvieron como

fruto que un tal Diego de Almagro matase al sáhila de Careta, un sobrino del gobernador asolase

las tierras del Cenú, un Juan de Ayora eliminase a los caciques Jurá y de Pocorosa, y un cierto

Gaspar de Morales hubiese robado de Isla Rica más de cuatro mil pesos de oro y dos libras y

media de perlas. Finalmente, Arias Dávila había concedido año y medio a Balboa para que fundase

Acla y construyera unas naves con las que explorar el Mar del Sur en busca de la Isla de las Especias. El esgrimidor encargó entonces a Garavito que reclutase hombres en Isla Juana para que

lo ayudasen en aquella tarea. Por eso estaba allí, y encontrando felizmente a su antigua capitán

general.

Ante semejante rueda de hazañas, rencores, crímenes, rapiñas y tiranías que le recordaban

vivamente su inmediato pasado, Ana sintió compasión, no sólo por los inocentes indígenas sino

también por aquellos antiguos compañeros suyos que aún eran incapaces de aceptarse tal como

eran, con sus límites infranqueables, con su limitada porción de valentía, de talento y de éxito; sin

saberse perdonar y tomando sus vidas en forma trágicamente feroz, sin inclinarse a las humildes

condiciones de las cosas humanas. Y no pudo por menos que dar las gracias al Cielo por haberla

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arrebatado de aquella vida estremecida y haberla depositado en la naturalidad desnuda e inocente

que diariamente la iluminaba.

Hacía ya tiempo que el mochuelo dormía. Sin embargo, en la oscuridad del bohío, Ana y Tabey

devanaban el ovillo de su incierto futuro.

─Estos cristianos nada saben de consejo. Vienen y ordenan el olvido de nuestros dioses y

quieren imponer la servidumbre a mi pueblo. ¿Es que no hay entre ellos nadie como Guahayona?

─Seguramente, muchos. Pero no deciden.

─¿Guahayona no era nitayno?

─Era un hombre de mar. Veía las cosas de tierra desde lejos. Era auténticamente libre.

─Quienes viven en tu tierra, ¿son esclavos?

─Están sometidos.

─¿Estar sometido es ser vasallo?

─Sí. Aunque se puede ser vasallo y tener muchísimo poder. Depende del número de señores

que te mande. Quien más vasallos tiene es el rey, sobre quien nadie manda. A medida que se

tiene menos poder, se tienen más señores.

─¿Tu padre tenía muchos vasallos?

─Ninguno.

─¿Tenía mucho poder?

─Lo despreciaba.

─¿Estaba sometido?

─Someterse cuando la necesidad lo exige es una valerosa virtud, Tabey.

─¿Por qué?

─Porque se puede ser más libre que buscando el poder.

─No lo entiendo. ¿Es que los que tienen poder no son libres?

─La ambición no les permite serlo.

─¿Qué es la ambición?

─Dejar lo que se tiene por lo que se puede llegar a tener. Eso hace que uno no ande muy de

acuerdo con la bondad, sino solamente con el engaño y con la violencia. Por eso no son los

mejores quienes disfrutan el poder.

─¿Y por qué no se lo quitan los mejores?

─Porque están guardados por los guerreros, los hombres ricos, los aduladores que quieren

llegar a serlo, los nitaynos infames, los farsantes y los locos que distraen el corazón de los

poderosos.

─¿Qué quieren conseguir todos ésos?

─Orgullo, dignidades y oro. Para ser más poderosos.

─¿Por qué el oro da poder?

─Porque quien lo tiene lo es todo; sin sabiduría es un sabio, tiene ingenio, corazón, mérito,

rango, virtud, valor, dignidad, y sangre; es amado por los poderosos y querido por las mujeres.

─No lo entiendo. ¿Para qué les sirve el oro?

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─Para ser dueños de tierras, casas, esclavos, y dominar las voluntades de los demás. Con el

oro, el orgullo y las dignidades se consigue la ayuda de los guerreros y los bojikes. Mira, Tabey, si

en mi tierra apareciese una serpiente con un collar de oro todo el mundo todo el mundo la llamaría

“señora serpiente”.

─¿Qué es el orgullo?

─La máscara de nuestros defectos.

─¿Para qué quieren ponerse máscaras los poderosos?

─Para engañar a los demás pareciendo buenos y respetables.

─¿Qué son las dignidades?

─El reconocimiento de los poderosos.

─¿Es el rey más ambicioso que nadie?

─Al rey lo tienen que respetar todos, ambiciosos y humildes.

─¿Por qué?

─Porque es Dios quien ha querido que sea rey.

─Si tu Dios es bueno y ha querido que mande el rey, ¿por qué el rey no hace que todos sus

vasallos sean buenos?

─Dios nos enseña que todos debemos querernos como hermanos. El rey manda que cumplamos

esa ley de Dios. Pero, como su reino es muy grande, tiene que nombrar a unos representantes

suyos para que vigilen el cumplimiento de ese mandato.

─¿Los nitaynos?

─Sí, los nitaynos. Que son, o se hacen ambiciosos.

─¿Narváez, Casas y Sánchez Farfán son nitaynos?

─No. Ellos no son más que vasallos que están acostumbrados a someterse y a cumplir su deber.

─¿Lo hacen porque si no los nitaynos los matarían?

─Lo hacen porque si no serían pobres.

─Si lo que quiere ese rey, a través de estos vasallos, es herirnos, robarnos y matarnos, los

taínos lucharemos.

─Y a quienes sobrevivan no les quedará ni el recuerdo de haber sido hombres. De todas formas

serán esclavos.

─¡Los taínos lucharemos y no seremos esclavos!

─Son tantos como granos de arena tiene la playa de Bayaguarabo. Están acostumbrados a

atacar, tender trampas, violar, descuartizar, saquear e incendiar. Y nunca desistirán. Seguirán

llegando cada vez más, y mejor armados... ¡Tabey! ¡Mi Tabey! Aún peor que la esclavitud, es la

guerra; que sólo se hace para robar. La guerra, Tabey, cambia el juicio de los hombres, sus deseos

y sus corazones.

Ana guardó un silencio triste que acompañó, pensativo, Tabey. Al cabo, la aragonesa susurró,

desazonada:

─Tanto si combatimos como si no, ya nunca volveremos a ser lo que somos.

─Dices, “si combatimos...” ¿Lucharías al lado de los taínos contra tu pueblo?

─Mi pueblo es donde tú estés.

─Si no luchamos, dime: ¿qué podemos hacer?

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162

─Yo haré lo que tú me mandes. Pero creo que antes debes pensar con tus nitaynos lo que le

conviene al pueblo de Huionacoa. Y, en todo caso, que cada taíno escoja libremente su destino.

Pero, para eso, necesitaríamos tiempo.

─¡Tiempo!... Tiempo para pensar en todo lo que me has dicho... ¡Tiempo que no tenemos! Ahí

afuera el cielo se está volviendo color de ceniza y suenan los primeros crujidos de ramas, porque

saltamontes y lagartijas presienten el inminente claror de la luz anunciando que Yocahu Bagua

Maorocoti va a amanecer. Así que, Ana, dime, ¿cómo puedo conseguir ese tiempo que necesito?

─Para ayudarte, desearía tener más sabiduría y poder detener este instante hasta que tú

quisieras. Pero sólo poseo el idioma y el conocimiento de algunas leyes y costumbres de tus

enemigos... Si te sirve, y para que juzgues su conveniencia, te diré lo que un bojike aconsejó al

rey de un lejano país: “Besa la mano de tu enemigo, mientras no puedas cortársela”.

Un grito femenino rasgó la noche, con el pavor de quien ha visto a los muertos alzarse de sus

tumbas. De un tajo feroz, la espada de un soldado ebrio había cercenado la cabeza a Naibe por

resistirse a ser violada. Fue el toque de a rebato para los hombres de hierro y de soberbia. Cuando

Tabey brincó de la hamaca y, empuñando su macana, salió a las tinieblas, Ana sintió la frente

oprimida por el horror y presintió las fauces abiertas del infierno. Estrechó a Miguelito contra su

pecho, susurrando:

─¿Qué va a ser de ti, hijo mío? ¿Qué va a ser de todos nosotros?

Corrió al umbral del bohío y se convirtió en una estatua muda con el rostro estremecido. Todas

las espadas habían saltado de las vainas para tundir vidas inocentes. Atónitos y espantados, los

taínos no sabían dónde guarecerse o huir. Los cien más avisados hicieron volar flechas y azagayas

de caña, que tiñeron de sangre el cuero de algunos coseletes cristianos. La desesperación empujó

al resto a defenderse sin más armas que las que lograban arrebatar a sus enemigos. Diez, y a

veces veinte, perdían la vida antes de derribar a uno de aquellos hombres con sed de gloria.

Narváez, en camisa, descalzo y todavía bajo el efecto del aguardiente, salió de su bohío dando

órdenes. Una piedra lanzada por Taguax lo alcanzó en la boca del estómago, haciéndolo rodar al

suelo. Sorteando al postrado capitán, veinte sombras salieron del caney donde habían pernoctado

y saltaron sobre los caballos alborotados. A cintarazos, se abrieron paso entre los nativos que se

derramaban hacia la selva. Manos enfundadas en hierro prendieron fuego a bohíos y caneyes.

Tabey, armado con la espada de un castellano al que había matado a golpes de macana, segó el

brazo de un caballero en el momento en que éste iba a traspasarlo con su lanza, y lo degolló

cuando cayó a tierra. Sánchez Farfán corrió esquivando golpes y caídas hasta llegar junto a Ana

que, en el umbral de su bohío, helada de terror y con su lloroso hijo abrazado a su falda, intentaba

distinguir la silueta de su amado entre aquel saturnal caos de bultos enloquecidos sobre el

lóbrego batey. Retumbaba en el bosque el sordo crujido de los lanceros al desmembrar cuerpos

desnudos. Todo el valle era alaridos de espanto, piafidos de caballos, desesperado gemir de

heridos, crepitar del fuego deflagrando en cenizas al poblado. Las espadas cristianas dispersaban

a los paganos como un huracán púrpura. Los taínos arremetían contra los hombres de rostro

barbado, pero no encontraban sino la férrea e impenetrable resistencia de las armaduras o el

criminal temple del acero convertido en daga, espada, hacha, martillo o lanza que los traspasaban.

Bartolomé de las Casas, con sus crispados brazos extendidos hacia un cielo imperturbable, donde

hasta la luna había sido inmolada, caminaba entre la dantesca hecatombe, clamando en vano que

cesase aquella locura, recordando inútilmente el divino mandamiento de caridad para con el

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prójimo, y asegurando que arderían eternamente en las llamas del infierno los culpables del

pecado de homicidio. Guabró golpeó con un hacha la celada de un infante, con tal fuerza, que el

filo le segó la cabeza. Cuatro jinetes con cuerdas atadas a los pomos de sus sillas, enlazaron las

muñecas y tobillos del joven bojike y lo descuartizaron. Guabí se encaró el arcabuz de Codro

Tarcento y alcanzó en plena cara al caballo de uno de los descuartizadores. El animal, con

relinchos horrísonos, levantó las manos y arrojó por tierra al caballero, que veinte indígenas

arrollaron hasta acabar con su vida. Lanza en ristre, otro de los descuartizadores se arrojó contra

el costado de Guabí, mientras un infante levantaba al mismo tiempo la voz y la espada. El taíno

giró sobre sí mismo, arrebató la lanza al jinete, y pasó con ella de parte a parte al infante. El jinete

ensartó los ijares de Taguax, que acudía en ayuda de Guabí. Éste, alcanzó con la lanza la cara del

caballo, que alzó el pecho y dio con el descuartizador en tierra. Taguax, armado con una piedra

enorme, golpeó el rostro del caballero una y otra vez, hasta que el cristiano entregó el alma a

Dios. Sobre él, con sus intestinos colgando, cayó muerto Taguax. Un descuartizador, que todavía

arrastraba por el polvo la cabeza del bojike, frenó su montura tirándole del bocado, y traspasó de

un lanzazo el paladar de Guabí; el valeroso taíno dio el color de su sangre al amarillo término del

areyto. A treinta pasos, Tabey luchaba con un infante gigantesco, que blandía su espada como una

varilla y lo hacía retroceder. El acero del castellano centelleó en el aire y descendió sobre la

cabeza del joven cacique que, saltando de costado, no sólo evitó el mandoble, sino que pudo

darle a su descomunal oponente un tajo formidable que le partió los dientes y los sesos. Sánchez

Farfán, al no conseguir que Ana se ocultase en el interior del bohío, se puso ante ella,

protegiéndola con su espada y ocultándole la vista de la espantosa carnicería en la que los

españoles eran los segadores y el pueblo taíno la cosecha. Narváez, montado sobre su yegua

roana, pasó de parte a parte a Tabey con su lanza. Pero el joven cacique se agarró tan fuertemente

al venablo que dio con el capitán en tierra. Éste, se alzó de un salto, asió la lanza que atravesaba

al cacique, y de un tremendo empellón se la sacó del cuerpo. Tabey, casi exánime y enmarcado

por las llamas, cayó sobre el cadáver de Guabí. El capitán de la temible cicatriz desenvainó su

espada, dispuesto a acabar de una vez con el cacique. Con la garra de la muerte oprimiéndole el

vientre, Tabey se hizo con el acero que centelleaba junto al cadáver de Guabí. Sólo el valor logró

que se alzase tambaleante y se arrojase sobre Narváez. El vallisoletano evitó la estocada, hendió

con su acero los hombros del exangüe taíno y, de un puntapié, lo desarmó. Con un último

esfuerzo, las manos de Tabey aferraron la garganta de Narváez, con intención de estrangularlo;

pero el capitán enarboló su daga y se la hundió en el esternón. Roto su aliento, Tabey intentó en

vano incorporarse de nuevo. Sus ojos velados por la muerte buscaron la puerta de su bohío

circundado por el siniestro fulgor del vasto incendio. Extendió su diestra hacia allí, como un ciego

perdido en su eterna noche, y gritó con el último estertor:

─¡A... na!

Cayó boca arriba, con los ojos fijos en la luz de la naciente aurora. A lo lejos, Ana sintió que le

estallaba el corazón. Narváez la vio llegar cortando el aire con sus brazos abiertos y caer sobre su

amado en un inconsolable abrazo que fundía todos los ocasos en su alma. Tomó entre sus manos

la cabeza de Tabey y besó largamente sus labios yertos. Narváez le dio la espalda y caminó sin

rumbo entre el montón de cadáveres que inundaba el batey. Ana, acunó contra su seno el cuerpo

exánime y amado de Tabey, dulce, febril y patéticamente. Al cabo, alzó sus ojos extraviados y

contempló con horror al cielo, que traía para ella el día del fin del mundo, y lo denostó con un

mudo y feroz reproche. Humeaban las montañas. El firmamento era un sudario escarlata del que

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emigraban los pájaros. Temblaban las hojas de la selva y el silencio hirvió en el valle de

Huionacoa. Yacía en su suelo la inocencia vencida. Y tanta vida se vació como enmudecen de

pronto y todas juntas las cigarras.

Don Pedro Sánchez Farfán se hizo cargo del pequeño Miguel y de Ana, que no opusieron

resistencia alguna a ser conducidos a la nave anclada en la desembocadura del río Zaza. Durante

la semana que duró la travesía, la espantosa inmovilidad de la aragonesa sólo se rompió por

súbitos escalofríos y accesos convulsos con un sonoro castañetear de dientes. El negro vestido

realzaba en su rostro la despavorida expresión de quien está ahogándose por la asfixia de una

cruel zarpa invisible en la garganta. Sus ojos estaban fijos en un punto indeterminado del

horizonte, y sus brazos estrechaban a Miguelito como si más allá nada pudiese haber seguro.

Como si su pavor hubiese aumentado pero ya no supiese sentirlo. Como si ya no recordase en qué

parte de su alma era en la que sentía. El joven abogado, habituado a prescindir de todo signo de

admiración ante los más extraordinarios acontecimientos, notaba su ánimo extrañamente

apesadumbrado al evocar aquella aterradora reducción a la nada de todo cuanto unos seres habían

visto, sabido, amado u odiado; de todo lo que para ellos era inapreciable o necesario. Luchar

contra la perversa costumbre de la guerra lo había llevado a estudiar leyes y ejercer la abogacía.

Mientras que otros vacilaban o flaqueaban, él había aprendido a protegerse con una coraza de

firmeza y desapasionamiento que, dejándolo sin rastro de emoción, le permitía saber a qué

atenerse para defender a quienes padecían las consecuencias de aquel vesánico vértigo. Sin

embargo, el espanto entumecido de Ana le hacía atisbar por vez primera la auténtica locura que

reviste la cólera.

Cuando llegaron a Acla, la selva no dejaba oír sonido ni grito ni murmullo alguno. El puerto

tenía, en un lado, cortos espolones vestidos de boscaje bajando en ángulo recto hasta la misma

costa; y en el otro, perdiéndose en el misterioso ópalo de las grandes distancias envueltas en

árida bruma, se abría una gran llanura. Las paredes de caña de las casas con tejados de palma

apenas se divisaban entre los árboles, por donde filtraba la luz su destello como líneas de lluvia

que no chocaban. Esperaba la llegada de la nave un revoltijo de harapos, piernas llagadas, patas

de palo, brazos esqueléticos, muñones, cabezas tiñosas y cuerpos ardidos de hambre. Se gritaban

hablillas, protestas y llamas:

─Esa nave viene de Isla Juana.

─Dicen que trae dos mil ducados en oro.

─Siempre fuiste una ansiosa pelona. ¿Tú qué sabes?

─Me lo dijo un fraile.

─¿Quién va a decirte nada a ti, vieja puta?

─Habrá un resto como limosna.

─Y bolsillos que vaciar.

─Sí. ¡De pordioseros!

─El oro será para Pedrarias. ¡Como siempre!

─Ese Furor Dómini nos enterrará a todos en Tierra Firme.

─¡No eches mal de ojo!

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─El ataúd donde duerme lo hace inmortal.

─¡Y con poder para ahorcarnos!

─¡Vade retro!

─A pesar de que dicen que no es cristiano viejo.

─¿Cristiano viejo? ¡Qué va a ser!...

─Pues águila, castillos y cruz bien campean en su blasón…

─¿No has oído la copla? “Águila, castillos y cruz

dime de dónde te viene?

El águila es de San Juan;

El castillo, el de Emaús,

Y en cruz pusiste á Jesús,

Siendo yo allí capitán.”

─Todos tenemos un agujero que nos huele mal…

─También a mí me pertenece ese oro. ¡He nacido en Vizcaya!

─¡De madre egipcia y padre marrano!.. No esperes más que migajas.

─¡Eso hemos conseguido los castellanos en Yndias!

─¿De qué te quejas? Naciste en la cofradía de los pobres.

─¡Fui soldado y conquisté un reino!

─¡De bubas y piojos!

─¡Así paga el rey a quien lo sirve!

─¡Mandará que te ahorque, si no callas!

─No me entiende, es flamenco.

Tras el desembarco, siempre con la diestra aferrada a su hijo, Ana caminó entre aquella mugre,

como si sus pies fuesen de plomo. Su imagen trágica recordaba a un ser que acabase de salir de la

tumba y estuviese horrorizado de tener que despertar cerca de una locura que no era sino la

intolerable lucidez del terror. Sánchez Farfán preguntó por el paradero de la casa de Balboa,

donde el obispo Quevedo le había indicado que podía instalarse como huésped.

─El Adelantado no está allí. Lleva seis meses en el río Chucunaque armando una flota de

bergantines.

─Dicen que, para separarse del rey de España y gobernar él solo lo que conquiste.

─¡Mandar no quiere par!

─Se cuenta que en los reinos del sur todo es de oro.

─¡Y que atan los perros con longaniza!... Prefiero malo conocido.

El abogado contrató una silla de manos y avanzaron por un suburbio de bohíos. Se cruzaron con

nativas cuidando a una multitud de niños que jugaban en el polvo. Más de una docena de canes

revolvían los montones de desperdicios y no se tomaron la molestia de gruñir cuando pasó la silla.

Se internaron en un haz de casas en mejor estado; muchas de ellas de adobe enjalbegado y vigas

de madera se mezclaban con amplios bohíos recién construidos. Eran las viviendas de los

conquistadores. Algunos, desastrados y descalzos como mendigos, se hacían transportar de un

lado a otro sobre los hombros de indígenas jóvenes a quienes urgían con gritos para que apurasen

el paso, como si huyesen de un incendio o acudiesen al reparto del oro en la casa de fundición.

Observando a aquel tropel de vagabundos empeñados en mantener la necia soberbia de

poderosos caballeros, Sánchez Farfán sintió que su corazón se conmovía recordando con qué furor

de heroísmo, esperanza y fe habían conquistado el Nuevo Mundo. Todos habían soñado que se

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convirtiese en refugio y amparo de los desesperados. Jamás nadie había albergado en su alma

semejante sueño de liberación, gloria y aventura. Habían creído que el mismo cielo sonreía sus

matanzas, y habían acabado por transformar sus casas en domicilios de rivalidades, envidias y

ambiciones sin límite. La silla desembocó en una calle de negros manzanillos. Se escuchó el tenue

eco de una pequeña campana que aspiraba a llenar con estrépito de bronce la colmena de tejados.

Cuatro mujeres blancas doblaron una esquina, apresurándose. De un bohío que hacía funciones de

taberna salió un musculoso rufián en harapos, limpiándose la espesa barba con el dorso de su

manaza peluda; se tambaleó un poco y levantó sobre su cabeza una bota de vino. Sánchez Farfán

advirtió en el lóbulo de su oreja el brillo de una esmeralda engastada en un pendiente de oro, y

tres sortijas brillantes en otros tantos dedos de su mano izquierda. Su capote estaba raído en los

bajos formando flecos, y, al balancearse para recibir mejor el chorro de vino sobre su gaznate,

mostraba debajo una buena cantidad de piel desnuda cubierta de cicatrices. Al poco, las tapias de

una hacienda irradiaron una blancura marchita, como una visión de brumas en las que sonaron

varias voces. Unos áloes florecían sobre ellas. Nativas con vestidos holgados y de vivos colores

corrían de un lado a otro cacareando como gallinas perseguidas. Una joven llenó el umbral de la

puerta de la casa: era Anagua, que, tras la muerte de su padre a manos de Diego de Almagro,

había sido recogida por su hermana Anayansi. La coíba se lanzó hacia la silla de manos, gritando

como si la hubiesen apuñalado. Riendo y llorando al mismo tiempo abrazó a Ana, cuyo rostro

seguía absorto y petrificado dentro de aquella racha de azabache. Anagua besó la frente del

asustado Miguelito, mientras media docena de cabezas con cabellos negros señalaban a los recién

llegados, cuchicheando con un murmullo incesante.

Los rescoldos del incendio del día se apagaron, y la noche se abatió sobre Ana con su profunda

negrura. Ya no le quedaba más que el cuerpo y la angustia en la decisión de ese cuerpo. Dentro de

su desgracia todo era calma, todo le había pasado de largo, todas las puertas estaban cerradas y

no se oía sonido alguno. Su pensamiento seguía la silueta flotante de Tabey más allá de todos los

mundos conocidos. Juntos, ella y él se elevaban por encima del dolor, el incendio, la crueldad, el

asesinato y la desesperación. Habían dejado la muerte y todas las cosas excepto su amor, que

irradiaba su halo alrededor de tres llamas que eran el pequeño Miguel y ellos dos mismos. La

inmortalidad los rodeaba de una enorme y tranquilizadora oscuridad donde nada se movía.

Flotaban en ella en completo silencio, y la envoltura vacía del cuerpo de Ana vigilaba las tres

llamas que, una al lado de la otra, mezclaban su luz en medio de la soledad infinita; eran las tres

velas que ardían débilmente sobre un duho cerca de la cabeza de la aragonesa tendida en la cama.

Anagua se inclinó hacia ella, ante la sombra compasiva de Sánchez Farfán. Ana abrió

desmesuradamente los ojos. Había estado durmiendo durante seis días. Y el despertar le pareció

un nuevo nacimiento.

─¿Y Miguel? ─susurró.

A la coíba se le alegró el rostro con el fulgor de un alba primaveral. Le besó la frente y le cogió

la mano.

─Ahora le digo que venga, para que lo veáis.

Con aquella breve vuelta a la realidad retornó la desolación aumentada diez veces. Hubiera

deseado agradecer a aquella amiga tan querida que la mimase entregando su cariño en silencio,

pero no dejaba de pensar que el enemigo esperaba tras el umbral, como la muerte aguarda en la

puerta de la vida. Anhelaba sobre todo dormir, en un deslizamiento suave y blando hacia la

inconsciencia. Durante todo un mes permaneció boca arriba en medio del silencio y las sombras de

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la habitación. Cuando rara vez se despertaba, su mirada clara que destacaba en un rostro

apergaminado se paralizaba en el techo. Anagua la atendía de día; la lavaba e intentaba por todos

los medios que bebiese y se alimentase; a veces, recurriendo a la presencia del pequeño Miguel, a

quien la convaleciente contemplaba desde un oscuro silencio preñado de febril ausencia. Sánchez

Farfán permanecía a su lado por las noches; sentado pacientemente a su lado, cruzado de brazos

y observándola con la estupefacción de quien no sabe qué hacer para ayudar.

Idéntico desconcierto lo siguió embargando cuando Ana se levantó y comenzó a alternar su

silencio en la habitación con la actitud ausente en la suave penumbra del amplio jardín de la casa,

donde la brisa mecía las hojas de los árboles, en los que anidaban los trinos de los pájaros.

Anayansi y Anagua le hacían, con ramitas de flores, pasadores para sus cabellos, o confeccionaban

juguetes brillantes como estrellas para el pequeño Miguel. Sánchez Farfán la contemplaba desde la

distancia, preguntándose con qué podría compararla que fuese tan hermoso como ella. Pensaba

que era más verdadera que la verdad, y más bella que el mar. Sentía que, aunque su alma fuese

tan incógnita, honda e insondable como la cúpula celeste, comenzaba verdaderamente a amarla.

Un día le llegó una carta desde Santa María de la Antigua del Darién. Era de Bartolomé de las

Casas, quien le contaba que había encontrado en Pedrarias ─llamaban así a don Pedro Arias

Dávila, por su ávida afición a las piedras preciosas─ un viejo de setenta años, de carácter férreo y

vengativo, tan codicioso como artero, tan legalista y meticuloso como intransigente y despótico. Le

explicaba que la colonia estaba desmesurada por los dos mil nuevos colonos que habían venido

con el nuevo gobernador, trayendo arcones y bolsas con ropa, vajilla y recuerdos de familia,

creyendo sin duda que iban a encontrar en aquella Veragua lo que no podían ni soñar en España.

Pero cuando se han dado cuenta de que Santa María no es sino un horizonte de desolación

─comentaba De las Casas─, sin otro oro que el de las tardes mutiladas en el incierto ocaso, sus ánimos se han crispado como un ruido de cristales que se rompen. Quienes no han conseguido permiso de Pedrarias para regresarse a España, van y vienen entre el quebrado término del bosque y la ribera amoldando huertos a las ondulaciones del terreno, limpiando de maleza los escasos surcos con polvorienta verdura y mal crecido trigo. El susurro estremecedor de la selva les presagia alimañas, frutos venenosos y desconocidas amenazas. De modo que reniegan de la tierra que pisan, porque los vaivenes del clima les hacen saber que no podrán recolectar el futuro venturoso que habían anhelado. En sus sueños, ya ni siquiera aparece el fulgor del oro. Únicamente fantasean con simientes que germinarán en el estiércol y se rizarán como gusanos blancos, con rábanos que ahondarán su carnosa nariz o con el latido de alcachofas y esquejes. Puesto que su historia es una ristra de deseos inflados, de golpes de suerte, de contratiempos, de caídas y de errores, intentan adaptarse a comer roedores, frutas y pescados desconocidos; a soportar la luz como un bárbaro vaho brillante; a aclimatarse al calor, espeso como ciénaga; a acostumbrarse a lo verde erguido impetuosamente en derredor suyo; a vivir en chozas de caña asaltadas por insectos que les acribillan los párpados; a convivir con una raza de hombres de quienes piensan que los van a matar por sorpresa. Algunos de los que no comen los alimentos de los indígenas por considerarlos hierbas o raíces sólo aptas para el ganado, entregan sayos de seda, candelabros de bronce y aún collares de amatistas por una libra de bizcocho de Castilla. Los más, perecen de hambre, dando quejidos y rogando "¡dadme pan!". Mueren tantos, que los entierran en fosas comunes o los dejan sin sepultura durante semanas, por no tener fuerza para enterrarlos. El sacerdote finalizaba la carta anunciándole que, cuando terminase la estación de

lluvias torrenciales que estaban padeciendo, regresaría a Santo Domingo para entrar en la orden

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de Santo Domingo, informar de la triste situación de la colonia al Consejo de Yndias y proponer el

nombramiento de un nuevo gobernador.

Sánchez Farfán alzó su vista al jardín, donde la mañana era clara y vigorosa. El color dorado del

cabello sobre sus hombros realzaba la blancura de nácar de la piel de Ana; silenciosa, estatuaria,

con ojos tan bellos como el rocío en las zarzas. Y, decidió que no debía contarle nada de cuanto

había leído. Creía que un gesto secreto como ese lo acercaba demasiado a ella, tan ausente. Y

aspiraba a que, brindándole su protección día tras día, semana tras semana, el tiempo quizás

acabase acercándolos el uno al otro, hasta disolver aquella insufrible distancia.

A los tres meses de su llegada a Acla, Ana fue citada a comparecer ante un tribunal eclesiástico.

Sánchez Farfán comprendió entonces que las manos de Pedrarias alcanzaban lejos. El gobernador

había sabido por el bachiller Enciso por qué el abogado estaba en casa de Balboa, y comenzaba a

atacar.

─¿Sabéis lo que debéis hacer, señora? ─le dijo a Ana.

─Responder a las preguntas que se me hagan.

─¡Debéis mentir!

El insomnio del dolor y del recuerdo volvió a adivinarse por un fugaz instante en los ojos de la

joven, haciéndole bajar la mirada, para repetir:

─¡Mentir!...

─Debéis hacerlo.

─No mentiré. No silenciaré la mejor parte de mi vida.

─¿Habéis pensado en vuestro hijo? ¿Os lo vais a dejar arrebatar por un prejuicio?

─No podéis utilizar a mi hijo para obligarme.

─Quiero salvarlo. Quiero salvaros a él y a vos.

─Viví feliz y libre con los taínos durante años, y mi hijo no es fruto de un amor forzado. Nunca

diré otra cosa.

─La verdad que pongáis en el corazón de vuestra mentira será lo único que podrá absolveros.

Ana consideró que una mentira no era más que la verdad enmascarada. Mentir era deshonesto,

pero decir toda la verdad no era siempre estrictamente necesario. Quizás Sánchez Farfán quería

recordarle que el constante hábito del disimulo no es más que una astucia débil y lenta pero que,

en aquella circunstancia, no era ni lo más exquisitamente político ni lo que a ella más le convenía.

─Si sois capaz de hallar argumentos de abogado que no me repugnen y que expliquen aquellos

hechos, los repetiré─ prometió Ana.

A pesar de que durante tres días Sánchez Farfán le hizo repetir una y mil veces las respuestas

más convenientes a todas las posibles inquisiciones, Ana estaba asustada de aquel hervir

tumultuoso de fantasmas que sentía pasar por su mente como visiones para las que no tenía la

fuerza de convertirlos en vagos recuerdos.

La sala a la que acudió era un ámbito severo y despojado de muebles, a excepción de una mesa

cubierta por un paño de terciopelo negro donde campeaba una cruz verde. La brisa marina rascaba

los barrotes del elevado tragaluz por el que el sol se filtraba lo justo para destellar amarillos

fulgores en un crucifijo de bronce. Presidía el tribunal un único miembro, que era un viejo

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169

conocido de Ana: el franciscano Andrés de Vera. No obstante, el epiceno fraile se comportó

durante todo el interrogatorio como si jamás la hubiese visto. Ana, de pie ante él, se percató de

que las manchas encarnadas de su rostro abotargado eran ya permanentes moraduras, que sus

ademanes eran más blandos y lentos que antaño, y que su voz meliflua, que se expandía por la

sala con resonancia admonitoria, se había vuelto más aguda.

─Decidme, ¿es cierto que los indígenas con los que habéis vivido comen carne humana?

─No.

─¿Eran buenos guerreros?

─No hacían la guerra. Sólo una vez los vi pelear: contra los españoles.

─¿Por qué lo hicieron?

─Habían violado y asesinado a una doncella, y les querían robar su tierra.

─Cuando algún indio se quería ir de su pueblo, ¿podía hacerlo?

─Sí. Mas no podía vender su hacienda; pero se la podía dejar a sus parientes.

─¿Por qué andaban desnudos?

─Era su costumbre. De esta manera anduvieron sus antepasados.

─¿Dónde creían ir después de muertos?

─Debajo de la tierra. Quienes muriesen en la guerra, arriba.

La mirada bovina del franciscano se alzó interrogativa. Ana precisó de inmediato:

─Llamaban arriba donde está el sol.

─¿Creían ir con el cuerpo, como aquí vivieron?

─Creían que el cuerpo se pudre en la tierra y el espíritu va al cielo.

─Para ellos, ¿quién creó el cielo y la tierra?

─Yocahu Bagua Maorocoti, eterno señor de la yuca y del mar.

─¿Sólo tenían ese dios?

─No. Tenían más dioses.

─Esos ídolos, ¿eran espíritus, o tenían cuerpos?

─Creían que algunos tenían un cuerpo como ellos.

─¿Qué creían qué comían esos dioses?

─Lo mismo que ellos, pues todo les venía de sus dioses.

─¿Tenían templos?

─Cada bohío tenía un zemí, que adoraban.

─¿Qué hacían con esos ídolos?

─Les daban sahumerios y pedían unas cosas y otras.

─¿Tenían libros o escrituras para conservar las palabras de sus dioses?

─Se las transmitían oralmente de uno a uno desde sus antepasados.

─¿Quién les mostró a hacer aquellas figuras de los ídolos que tenían?

─Sus antepasados.

─¿Para que las tenían?

─Para pedirles salud y dicha.

─¿Les hacían sacrificios humanos?

─No.

─¿Ofrecían otras cosas a los dioses?

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170

─Cada uno llevaba a casa del bojike lo que quería ofrendar: pescado, maíz o pan cazabe.

─¿Quién se lo comía?

─El bojike y el bohiti, que era su discípulo. Lo que sobraba lo daban a los niños.

─¿Podía tener un taíno más de una mujer?

─No más de una legítima casada. Pero algunos tenían otras con quienes se echaban.

─¿Qué le daban, o con qué servían al cacique?

─No le daban nada, ni lo servían. Simplemente lo obedecían como hombre principal.

─¿Vos cohabitasteis con algún indio?

─Fui la esposa del cacique de Huionacoa.

─¿Esposa, decís? ¿No erais la esposa de Cecilio Támara?

─Cecilio Támara murió cuando la nave de Nicuesa naufragó.

─¿Naufragó?

─Una galerna rompió la embarcación en mil pedazos.

─¿Se salvó el gobernador de Veragua?

─Sólo sé que nos salvamos micer Codro Tarcento y yo.

─¿Qué ha sido del friulano?

─Murió al sureste de Isla Juana. Naufragamos cuando navegábamos hacia Santo Domingo.

─¿No habéis declarado que la nave de Nicuesa se partió en mil pedazos?

─Los taínos ayudaron a micer Codro a fabricar una especie de falucho.

─Habéis declarado ser la esposa de un indio. ¿Celebró algún sacerdote católico ese

matrimonio?

─Soy buena cristiana y sé que los ministros del matrimonio son los contrayentes.

─Pero hace falta el testimonio de un sacerdote católico.

─No lo había. Ni existía posibilidad de que lo hubiera en mucho tiempo.

─¿Vuestro consentimiento fue expresado con palabras?

─Sí.

─¿En qué tiempo verbal fue utilizada la fórmula?

─En presente.

─¿No pudisteis esperar hasta que apareciesen en el poblado un sacerdote?

─Quise evitar la concupiscencia y caer en la tentación de incontinencia.

─Antes de ese amancebamiento, que decís matrimonio, ¿fuisteis tentada violentamente por

Satanás?

─En Huionacoa el amor sonreía en los ojos de la naturaleza como en un espejo. Susurraba en el

arroyo y en los árboles. Y el alma lo respiraba hasta en la queja melancólica de los pájaros. Era la

primera vez que yo vivía en contacto tan primitivo con la naturaleza. Y me sentí tentada, sí.

─Además de la evitación del pecado, es necesaria la fidelidad matrimonial.

─Amé a mi marido como Cristo ama a su Iglesia.

─La Iglesia prohíbe severísimamente el matrimonio entre personas católicas e infieles.

─Creo que sólo para que no haya perversión de la fe en Cristo por parte del católico o su prole.

─¿Qué garantías teníais vos de que ello no ocurriese?

─Mi esposo me lo garantizó.

─¿Procurasteis la conversión de vuestro cónyuge?

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171

─Esperaba que fuese bautizado tan pronto encontrásemos un sacerdote.

─¿Lo instruisteis en la verdadera fe?

─Le enseñé que Dios era uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Que Cristo había sido

concebido por la Santísima Virgen María. Y le enseñé a rezar el Ave María.

─Vivís ahora en casa del Adelantado del Mar del Sur con un cierto Pedro Sánchez Farfán, ¿es

pariente vuestro?

─Es un abogado que conocí en La Española, y que luego volví a ver en Isla Juana. Compadecido

de mi hijo y de mí misma, nos trajo aquí.

─¿Por qué aquí y no a Santo Domingo?

─Sólo sé que la nave desembarcó aquí.

─¿Tiene en Acla algún negocio concreto?

─Lo desconozco.

─¿Por qué vive en casa del adelantado del Mar de Sur?

─No lo sé. Quizás se conocieran de vivir en La Española.

─¿No consideráis imprudente vivir bajo el mismo techo que un hombre que no está ligado a vos

por razón de parentesco?

─He estado enferma no sé cuánto tiempo y sin saber adónde ir.

─¿No tenéis a nadie en Castilla?

─Soy aragonesa.

─¿No tenéis a nadie en Aragón?

─Ni en Aragón ni en otra parte.

─Meditad serenamente si no os convendría embarcar para España con la mayor prontitud.

Sánchez Farfán la esperaba en la puerta del tribunal, y en el camino hacia la casa de Balboa le

rogó que le repitiese, palabra por palabra, cuanto se había inquirido y respondido en el tribunal. Al

llegar a la casa, la aragonesa caminó directamente al jardín y acarició a Miguelito, que jugueteaba

paseando una piedrecita entre los dedos de sus pies descalzos, con esa nerviosidad urgente que

tiene la infancia al encontrarse atada a una situación embarazosa. Apoyada de espaldas en la

tapia, la aragonesa miró la hiedra que trepando hacia las ventanas intentaban cubrir la casa, y

permaneció de ese modo hasta que la enmarcó el oro de la tarde, como engastada para siempre

en el inmediato pretérito. Cuando Anagua le advirtió que tenía aviada la cena, enlazó a su hijo de

la mano y caminó suavemente hacia la habitación en que se tendía la mesa. Comieron en silencio,

como siempre. Cuando las coíbas se levantaron y Miguelito besó a su madre antes de irse a

dormir, don Pedro, rígido de pura atención y sin desprender sus ojos de aquella figura con la

majestad del mármol y la calma de las piedras, dijo:

─Espero de todo corazón, señora, que no os sintáis molesta conmigo por haberos ofrecido mi

compañía sin que me lo hayáis pedido.

Ana hizo apenas un gesto y el blanco destello entre sus labios encarnados fue tan breve que

Sánchez Farfán no supo con certeza si había sido una sonrisa o una feroz mueca con la que

quisiera mostrar su irritación. El resto del rostro de la aragonesa mantenía su agotada, tensa y

enigmática expresión. A él le resultó tan atractiva que no pudo domeñar la tensión de su alma.

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172

─Supongo que os habéis dado cuenta de que la cita ante el tribunal, y esa intimidatoria

advertencia del fraile, son graves.

Ella no contestó. Alzó un instante los ojos y recibió la misma impresión que si hubiese visto una

silueta desconocida.

─Estoy preocupado por vos, señora ─susurró el abogado. Y pudo observar el brillo de una

punta de amenaza no expresada en el fondo de aquellas pupilas dilatadas dentro del intenso

círculo azul del iris.

─Habéis sido extremadamente generoso conmigo ─le dijo Ana, con sencillez─. Y os doy las

gracias por ello. Pero mi vida ha llegado a un punto en el que nada de cuanto pueda afectarme

tiene ya la menor importancia. Y entornó de nuevo los párpados, despojando la situación de todo

misterio.

─¿Y vuestro hijo? La vida de vuestro hijo...

Ella rompió a llorar. Pedro se sintió avergonzado; jamás había visto llorar a una mujer de aquella

manera. Quizá por estar tan impresionado permaneció quieto, sin un solo gesto ni un sólo

movimiento, contemplándola como si se hubiese perdido en una maraña de pensamientos que

exigieran su más concentrada atención. La expresión de Ana era pura sugerencia del más trágico

dolor. Poseído por esa ilusión conmovedora propia de los hombres que creen en la fragilidad de

las mujeres, Sánchez Farfán, con impetuosa ternura, le dijo:

─Nunca me he considerado un marido codiciable ni por hacienda ni por virtudes. Pero mi

nombre puede ser un escudo para vuestro hijo y para vos. Aceptadme; aunque sea lo único que

aceptéis.

Ana lo miró con toda la pujanza de su alma, que en esos instantes parecía despertar de un

letargo en el que sólo había podido temblar con cada dentellada de angustia. Sintió horror al

descubrir que el abogado temblaba sin poder contenerse. ¿Por dónde podría escapar ella de

aquella nueva perfidia encubierta bajo la forma de la magnanimidad? El torbellino que la había

sostenido en vilo acababa de abandonarla, dejándola caer de nuevo por su propio peso, despojada

de cualquier libertad, que en esta vida es más necesaria que toda la caridad que se puede recibir.

Sintió el pavor de que una conciencia ajena la espiase, como un dios. “¡Ojalá ─pensó─ yo pudiera ser la única cosa o animal que existe, para no ver que nadie me mirase!”. Vio que una lágrima se

cuajaba en los ojos de color de miel del abogado, antes de que le dijese:

─Si queréis, y basta con que lo digáis, ni siquiera os he de mirar. No penséis que voy a

obligaros a pagar con vuestro corazón el derecho de asilo. De ninguna manera. Desde que os

conozco me he encontrado a mí mismo, y preferiría incluso vender mi alma al diablo antes que

dejaros marchar a vos y a vuestro pequeño lejos de mi custodia.

Ana se fijó en que el abogado se esforzaba por sonreír rompiendo así la rigidez de sus labios.

Súbitamente, Sánchez Farfán se alzó, caminó los tres pasos que lo separaban de ella, la tomó por

las manos y la alzó. Con un pie en esta vida y otro en una pesadilla, Ana lo miró directamente a los

ojos, y encontró en ellos una especie de alborozo que le heló la sangre en las venas. Se debatió

para soltarse, pero él apretó con más fuerza sus manos, mientras le decía que sentía con toda su

alma lo que a ella le había sucedido. La proximidad de su rostro aterraba a Ana. Fue como si él se

esforzase por ver a través de ella todo el espanto que quería borrar de su mente. En la retahíla

pormenorizada de aquellos acontecimientos que, ahora, Sánchez Farfán le recordaba con palabras

indignadas, no había sólo compasión, sino algo más espontáneo, más perverso y excitante. Como

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173

un eco distante que retumbó en sus sienes, resonaron las últimas palabras con las que guardó un

silencio de tumba:

─Sólo soy un hombre que quiere arrancaros de vuestra inmensa aflicción. Siempre y cuando no

me tengáis miedo.

Ana se desembarazó de él y escapó corriendo al jardín. Los frondosos árboles, las flores que la

brisa mecía y las nubes rondando por el cielo amoratado dieron vueltas y más vueltas alrededor de

ella, como si el mundo fuera a desgajarse sacudido por un torbellino; como si, dando un paso más,

sus pies sólo pudieran encontrar el vacío. La roja muralla de áloes detuvo su carrera.

─¿Me habéis comprendido, señora? ─escuchó a sus espaldas.

Ella se volvió para mirarlo, en silencio, a través de sus lágrimas: borroso, mera sombra sobre la

oscura hiedra.

─Os amo ─concluyó Sánchez Farfán.

─Nadie puede amarme ─dijo ella, en tono muy sosegado, demostrando un dominio de sí misma

puramente externo, pues por dentro temblaba, sin saber a qué atenerse.

Don Pedro avanzó. Sus pasos sisearon sobre la acedera, con empaque en medio de la paz y el

silencio.

─Que yo os ame es asunto mío ─repuso él, deteniéndose a dos pasos de Ana. Ella hizo un

esfuerzo sobrehumano, y con un hilillo de voz suplicó que la dejase a solas.

─Es inútil. Es inútil ─repitió con extrema debilidad, sintiendo que en su interior se henchía una

obstinación invencible.

─¿Inútil? ─prosiguió él con firmeza─. Podéis mostraros indiferente y no quererme, pero vos

sois lo que nunca nadie fue para mí. Nací para vos antes de que existiera el mundo. No hay cosa

feliz u hora alegre que yo haya tenido que no lo fuera porque os preveía. Formáis parte

indisoluble de mi ser.

─Imposible ─respondió Ana, contemplándolo con un aire de expectación atenta.

Sánchez Farfán calló. Luego, le dijo, con un tono de lúgubre curiosidad:

─No soportáis siquiera mi presencia. ¿Es eso?

─No. Ni siquiera estoy pensando en vos ─dijo Ana.

Y echó a andar hacia el interior de la casa. Durante toda la noche, la lluvia se comportó igual

que una loca. A lo lejos, el mar espumoso roncaba como dentro de una cueva. Una inmensa

aflicción perforaba el corazón de Ana de parte a parte. Tenía que embarcarse para España,

necesaria y urgentemente. Pero, ¿cómo y para qué? No poseía siquiera un peso y estaba

exhausta, azotada por la violencia de la cólera y decidida a morir alimentándose únicamente de

recuerdos. Después de haber saboreado las horas junto a un hombre en cuya sonrisa brillaba la

hora iluminada del alba, y cuya frente sólo se hería contra los rayos dorados de la vida ¿cómo iba

a vivir en un mundo que la rodearía de recelos, ambiciones, envidias, miedos, traiciones e intrigas

que ahogarían toda instintiva aspiración de su alma hacia la confianza y la paz? ¿En qué

hondonada podría esconder su alma para olvidar la muerte de Tabey, esa rosa de sangre abierta

en su pecho? Perdonar porque se olvida sucede en la naturaleza, donde hasta la rama más

espinosa muere; olvidar porque se perdona sucede sólo en el territorio de Dios, al que nadie tiene

acceso.

Mirando a su hijo, en cuyo dormir inocente se apoyaba la levedad última de la vida, una ola de

ternura le ascendió al pecho. Se inclinó hacia él y, suavemente para no despertarlo, le enlazó su

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manita, como recordaba que hacía con ella Fatma. El aliento luminoso de su hijo se elevó hasta

ella como viento de tréboles; su piel olía a selva, a fruta y a barro. No pudo evitar apoyar su rostro

en aquel pecho leve, para escuchar la sangre recorriendo su interior. Pero en su mente crepitó el

eco de la amedrentadora advertencia del franciscano: “Meditad serenamente si no os convendría embarcar para España con la mayor prontitud.” Y, por un instante, creyó que debía acatar aquel

consejo que era una orden. ¿Qué otra cosa podía y debía hacer sino regresar a la tierra de donde

vino, para brindarle a su pequeño Miguel una vida tan feliz como la que ella disfrutó? E

imaginándose en L'Ainsa a solas con su hijo, iluminados por el sereno verdor del valle y a la

sombra grácil del océano de castaños que besaban la falda de las altas montañas de frente

nevada, sintió que su corazón se inflamaba con una voluptuosidad indecible. Pero enseguida cayó

en la cuenta de que nunca se puede lograr que se vuelva a repetir la hora pretérita. ¿Acaso allí los

hombres no sufrían la fiebre de acceder a una gloria forjada en tronos, altares, audiencias de

justicia y prisiones? ¿Acaso, al vivir entre ellos, su mestizo hijo Miguel no iba a desatar el cúmulo

malsano de pasiones que se desencadenan ante el estigma de ser distinto? Por muy grande que

fuese la herencia de don Pedro de Urríes, ¿bastaría para que pudiese jugar con amigos, tener

compañeros leales e incluso aspirar al amor? En un mundo cuyos mandamientos eran: el hombre

para el campo y para mandar, y la mujer para el hogar y para obedecer; ¿cómo podría proteger a

su hijo? Únicamente Sánchez Farfán se mostraba deseoso de cobijarlos en su casa, incluso de

casarse con ella. Pero, ¿sabía que ya estaba muerta su alma que en ella sentían? ¿Sabía que ella

velaba su corazón con el vano desvelo de quien no vela nada? ¿No se había percatado que ella ya

no era nadie, salvo una sombra que ella misma era incapaz de ver, y que a ella misma la

asombraba como una fría tiniebla? Ana no podía concebirse viviendo de nuevo con un hombre;

dentro de ella reinaba la noche de la separación definitiva, una incapacidad para existir de la que

había abdicado, viviendo. Recordó, sin embargo, que en el primer instante en que había sentido

sus manos atrapadas por las de Sánchez Farfán para atraerla, ella no había hecho el menor

esfuerzo por librarse de su presión, tan firme e insinuante como para hacer que la invadiese una

oleada de lánguida calidez. ¿Le había llegado la hora de tomar de la mano también a aquel

hombre que parecía más desamparado que ella misma? ¿Qué podría decirle? ¿Qué palabras de

aliento o de esperanza tenía ella? Ninguna. No recordaba ninguna. ¿A dónde podría escapar de

aquel ser compasivo que razonaba con exactitud y manos tendidas hacia ella? Su personalidad

exenta de alegría parecía no obstante irradiar calor y bondad. Pero para ella, penetrada por las

sombras más lúgubres y crueles, él era demasiado extraño, demasiado remoto y desconocido para

que su presencia llegara a impresionarla con ternura, con fuerza y con vida. Esa ternura, esa

fuerza y esa vida que le sobraba a Tabey.

Afuera, la lluvia era un llanto desolado e infinito que terminó por confundirse con el chirrido de

los chorlitos blancos acribillando la aurora. Cuando el cielo y la tierra enmudecieron Ana ya estaba

dormida. En sueños, sintió sobre su frente la suave caricia de unos labios y el ardor de una

lágrima. La imagen del bebé de Anagua fundiéndose con la de Miguelito mecidos en su regazo la

despertó. Quizás porque su hijo ya no estaba en la alcoba, el pánico ensombreció su rostro y

corroyó el escaso valor que aún le restaba. Comprendió qué la ataba a la vida: llegaría a mecer

hasta a la misma muerte si venía a dormir sobre su regazo. Esa era la manera de devolver tanto

como había recibido. En dos enérgicas zancadas se plantó en el jardín. Las alondras eran flechas

disparadas contra los cúmulos de las nubes. Ana titubeó en el umbral, al ver a Sánchez Farfán

enseñando a jugar al aro a su hijo. Reían como si fuesen los únicos seres que hubiese sobre la faz

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de la tierra encontrándole al mundo resortes de alegría. Ana se preguntó si el deseo de aquel

hombre no nacía de que su vida en soledad estaba incompleta sin aquella compañía inocente, sin

tiempo por detrás, breve e inverosímil como una manzana en el mar. Eso la complació. Era en las

cosas más pequeñas donde quería que alguien expresase la lealtad que necesitaba, la lealtad de

los momentos fugaces. Al darse cuenta de su presencia, su hijo corrió hacia ella y la abrazó. Y fue

maravilloso volver a sentir el peso de su cabecita sobre su pecho. Cuando lo dejó saltar a tierra,

avanzó hacia el abogado, sintiendo que ya no le quedaba más que la angustia de una desesperada

resolución. Así que dijo:

─Seré vuestra esposa, don Pedro.

Los casó el dominico Hernando de Luque. En su deseo de parecer sublime a los ojos de Ana,

Pedro inició su camino de esposo de modo cauteloso y casi paternal. ¿Qué satisfacción es

comparable a la que produce dirigir todas nuestras acciones a complacer la persona que

estimamos infinitamente? El secreto de entretener constantemente una pasión, consiste en no

dejar formarse vacío alguno en el espíritu, obligándole a que se aplique sin tregua a lo que tan

agradablemente nos impresiona. Mas, ser actor único en una pasión que requiere necesariamente

dos, es difícil de sobrellevar. La necesidad de que todo fuese perfectamente respetable le dio no

pocos quebraderos de cabeza y momentos de auténtica angustia. No se había unido a ella

únicamente por compasión. En su pecho ─como en el de todos los hombres─ latía un amante. La

escrupulosa y honorable actitud que él creía que era su deber adoptar para siempre, a menos que

ella condescendiera a hacerle una señal en el futuro, lastraba su corazón. Si disimuló todo

sentimiento no fue por doblez, deseaba descubrir lo que aquella situación podría depararle. Para

él, Ana era como un templo ante el que uno pasa deseando asombrarse de los misteriosos ritos

que se celebran en su interior, las plegarias que se elevan, las visiones que se tienen. Se sentía

feliz de haber logrado convertirse en el afortunado que había recibido la llave de aquel santuario,

aunque no sabía muy bien cómo emplearla. Puesto que apenas conocía a su esposa, debía tener

un cuidado inmenso para que aquella extraña situación no se redujera a cenizas. Pero le resultaba

extremadamente difícil dejar que la pasión que invadía todo su ser se concretase únicamente en

mantener una relación de sublime delicadeza sojuzgando todas sus facultades, conduciéndolo

embridado y espoleado a los límites de la locura. El placer de amar en silencio tiene sus espinas.

Pensar que ella no lo amaba le hacía sentirse humillado, al tiempo que redoblaba su pasión; pues

el deseo y la emoción germinan con más fuerza cuantos mayores son la adversidad y la agridulce

dilación de la esperanza. Pero, de momento, se conformaba con sentirse el más venturoso

espectador del único ser humano que, a su juicio, abarcaba el alma del mundo entero en toda su

belleza, perfección, dolor e infinitud; como quien recorre una costa albriciado de luz y maravillado

de la infinitud del mar.

A medida que el tiempo transcurrió, Ana, secretamente, se arrepentía cada vez menos de

haberse colocado sobre el potro de tortura sin gemir de dolor, a cambio de que Sánchez Farfán

protegiese la vida de su hijo, y a ella la dejase existir en un pretérito limpio de toda vileza y con

ojos cerrados al porvenir; igual que había logrado salvarse de perecer ahogada aferrándose a la

mitad de un palo de la nave. Admiraba el cuidado exquisito con que Pedro quería otorgarle una

existencia imposible. Y la conmovía el esmero que ponía en procurar que se sintiera tan cómoda

como fuera posible, con una magnanimidad y delicadeza que le demostraban día a día que era un

hombre decente y cariñoso; porque, si su amor hubiera sido egoísta, habría rebasado con mucho

la ambición de su vanidad o de su generosidad, y no habría consentido esa renuncia ante la que

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ningún hombre sabría si reír o temblar. Pero la entristecía que la hubiese convertido en su ideal,

con esa manía masculina de incorporar a su conducta los sueños y la pasión que un poeta traslada

a sus versos, cuya fabricación y resultados son más preciosos que su propio yo. Sabía que eso lo

acabaría convirtiendo en desdichado; pues tarde o temprano descubriría que no era el orgulloso

dueño, sino el desgarrado cautivo de su propia indulgencia. Y temía que aquella bien intencionada

solicitud terminase por convertirse en impaciencia e indignación, al ver que su vida se agotaba en

una esperanza insatisfecha que dejaba caer los minutos uno tras otro sobre el corazón, como las

gotas de agua que erosionan la piedra en la que cae.

La "San Cristóbal" y la "Santa María de la Buena Esperanza" ─dos naos construidas por Balboa

con titánico esfuerzo a orillas del río Chucunaque─ habían permitido al esgrimidor, después de un

sin fin de calamidades a lo largo de casi año y medio, iniciar la búsqueda del áureo Birú del que le

hablara el primogénito de Comogre. Había navegado hacia el sur y admirado los centenares de

ballenas que surcaban las aguas de una rada. Pero, a causa de la violencia con que aquel

diciembre irrumpieron las lluvias, decidió regresar al golfo de San Miguel. Y como la broma había

perforado las quillas de las naos, tuvo que fondear en Pequeo para repararlas. Hasta allí, no sólo

llegó la noticia de que el rey había nombrado como nuevo gobernador al caballero cordobés don

Lope de Sosa, sino que recibió una carta de Pedrarias solicitándole que regresase a Acla para

ultimar las ayudas imprescindibles para mejor llevar a cabo una gran expedición hacia el fabuloso

Birú. Y, como a menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo,

Balboa partió hacia Acla. A diez leguas de la ciudad Francisco Pizarro, al frente de sus mejores

soldados, le salió al paso.

─En nombre del rey, daos preso ─dijo secamente.

─¿Qué es esto, porquero? No solíais vos salirme a recibir antes así ─dijo el esgrimidor, sorprendido.

─Hace ocho años juré en Punta Caribana que un día me daría el gusto de veros preso. ¿Lo

recordáis? Yo gobernaba “La Sanluqueña”; vos, un cascarón de nuez.

─No me detengáis con chanzas, que voy apremiado.

─¡También juré por Dios que os mataría en Tierra Firme!

─Mal vino traéis, tunante.

─Sabéis que jamás lo cato.

─¡Apartaos y dejadme camino!

─No puedo.

─Considerad la afrenta que hacéis.

─No es afrenta, sino justicia que debo a don Pedro Arias Dávila.

─Es mi suegro. Dejad las burlas para otra hora.

─Jamás bromeo, esgrimidor.

─Soy vuestro amigo.

─Yo no tengo amigos.

─He sido un padre para vos.

─¡Nunca tuve padre!

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─Sois vos mismo quien os llamáis hideputa.

─Puede que lo sea. Pero no soy traidor infiel a la Corona de Castilla. ¡Ponedle los grillos!

─Si alguien me ha levantado la acusación de traidor, es falsedad. Nunca me vino ese

pensamiento. Porque, si tal intención hubiese tenido, no habría necesitado venir a la llamada de

Pedrarias. Tengo trescientos hombres en la Isla de Las Tortugas, y cuatro navíos con los que, sin

verlo ni oírlo el gobernador, me hubiese ido por la Mar del Sur adelante, donde no faltaría tierra en

que asentarme, pobre o rico.

El regreso de Anayansi, con inconsolables lágrimas desfigurando la belleza de sus facciones,

trajo las fatídicas nuevas a su hermana Anagua, a Sánchez Farfán y a Ana que, al escuchar un

inusual vocerío, se asomaron a la ventana que daba a la plaza. Vasco Núñez de Balboa,

encadenado y fuertemente custodiado, cabalgaba sobre su blanco caballo, con esa peculiar

majestad que tienen los osados urgidos por un destino épico. Una cohorte de sombras en corrillos

levantaba un eco de asombros y temores.

─¡El Tibá-Yu, con grillos y cadenas!...

─¡Parece un Jesús Nazareno!

─Con más de dos ladrones a sus costados.

─¡A la luz del día! ¡Y por Todos Santos!

─Me huele a traición de Pedrarias.

─¡Quiá! Es su suegro...

─Es mucha la soberbia que tiene el Furor Dómini .

─¡Así se condene!

─¡Verdugo!

─¡Alma de Lucifer!

─¡Habíamos de verlo sin pan y sin techo!

─Nunca ocurre tal con hombre de almenas.

─Pizarro era su amigo… ¡Y le ha puesto los grillos al más grande capitán de los españoles!

─El perro con rabia muerde hasta a su amo.

─Lo corroe la envidia, como tiña.

─Pica demasiado alto.

─¡Un bastardo!

─En Castilla, todos somos hijos de...

─¡Schitsss!

─...de Dios.

─Anoche, junto al cuerno de la media luna apareció quieta la estrella de Balboa. Dicen que un

nigromante le había predicho que esa era la señal cierta de su muerte.

─Nunca junto a él quedó un soldado sin su ayuda.

─¡Enseñó la teología a caballo y descubrió la Mar del Sur!

─¿Dónde está la antigua justicia de Castilla?

─¡Negra Castilla de ruines gobernadores!

A Balboa se le dio como prisión la casa de Juan de Castañeda, la única de obra de ladrillo con

una sola puerta. Pizarro la rodeó de guardias fuertemente armados.

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Sánchez Farfán evidenció el temple de su carácter y la fibra de que estaba dotado para el

cumplimiento de sus obligaciones como abogado. Acreditó que las declaraciones y testimonios

que acusaban de alta traición a Vasco Núñez y a cuatro compañeros estaban directamente

inspirados por el gobernador. Con habilidad e inteligencia se manejó entre intrigas, rencores y

traiciones. Y demostró su imaginación al proponer soluciones que aliviasen la rivalidad entre

Pedrarias y el esgrimidor; dos hombres a quienes les venía estrecho un Nuevo Mundo que

desbordaba el horizonte. Finalmente, se supo ganar la confianza de don Gaspar de Espinosa, que

era el encargado de incoar el proceso contra Balboa.

─Son tiempos estos, señor licenciado ─le persuadió Sánchez Farfán─, en que algunos caciques

se están alzando contra nosotros. Y estoy seguro de que sabéis que a quienes hacen prisioneros

los torturan introduciéndoles oro fundido en sus gargantas, mientras les dicen: “¡Come oro!

¡Hártate de oro!”

─Ese es un asunto político que no viene al caso y que es de la competencia exclusiva del

gobernador ─le respondió, espeluznado, Espinosa.

─Os recuerdo que Vasco Núñez de Balboa, a quien los nativos llaman Tibá-Yu, cuenta con más

de treinta caciques como aliados suyos. ¿Os parece que ajusticiar a quien temen y respetan los

indígenas de punta a punta de Tierra Firme sólo compete al gobernador? ¿Os parece beneficioso

para la salud de una gobernación mermada en su tercera parte por la desesperanza y las

enfermedades? ¿Va a ver con buenos ojos el rey de España, a quien Dios guarde muchos años,

que se dé vergonzosa muerte al Adelantado de la Mar del Sur y gobernador de Panamá y Coíba?

Meditadlo, señor licenciado. Meditadlo bien.

Cuando Espinosa comunicó a Sánchez Farfán que el gobernador había hecho caso omiso de su

petición de indulto, el esposo de Ana se embarcó en una canoa y navegó hasta Santa María de la Antigua del Darién para entrevistarse con Pedrarias. Con diplomacia, intentó convencerlo de que

una acción como aquella no sólo sería mal recibida por el Consejo de Yndias sino, sobre todo, por

el obispo Quevedo, que estaba en Valladolid visitando al rey. El Furor Dómini le sonrió.

─Sé muy bien lo que hace ese franciscano. Lo mismo que el Bartolomé de Las Casas. Proponen

al rey que el gobernador de Canarias, un cierto Lope de Sosa, me sustituya. Pero, francamente,

señor abogado, se me da una higa. Todo lo que vivo es de propina. ¿Sabíais que, mientras tenían

lugar mis propios servicios funerales en el monasterio de las monjas de la Cruz, en Torrejón de

Velasco, me erguí del ataúd en el que me habían enterrado tras declararme muerto y llorarme? He

sobrevivido desde entonces millares de días y mi nombre pone temblor en las lanzas. Creedme,

don Pedro, mi ocaso está bien lejos. Daré sepultura en las gradas del altar mayor de la catedral de

Santa María de la Antigua a ese tal Sosa. En cuanto al asunto que os ha traído a mi presencia, no

tengáis pena. Recordad que Balboa es mi hijo político. Y si lo he puesto en prisión y he mandado

hacerle proceso ha sido para satisfacer al tesorero De la Puente, que lo ha acusado de traición. De

ese modo, y de una vez por todas, sacaré en claro la fidelidad del Adelantado de la Mar del Sur.

─No todo el mundo verá con vuestros ojos esa limpieza de intención, excelencia.

─La verdad pasa por el fuego sin quemarse, señor licenciado.

─La maledicencia anda por soportales, bohíos, naves y siembras, con la apariencia de súbdito

fiel.

─De sobras lo sé. Me llaman: “Galán”, “Justador”, “Enterrado”, “Pedrarias”, “Furor Dómini”...

Pero los dejo en paz. Prefiero ser temido que amado Lo irritante del amor estriba en que requiere

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un cómplice. Y un Grande de España no tiene par. Así que, esas ladinas hablillas, ¿qué han de

poder con mi alma?... Como no deberían poder con la vuestra, de quien se dice que vivís con

varias indias en casa de Balboa, y que os echáis con una cacica por quien la Iglesia siente una

peligrosa curiosidad.

─¡Doña Ana Aniés es mi esposa!

─¡Naturalmente!... Y Balboa está casado con mi hija.

─Me alegro de que consideréis a Balboa como vuestro hijo. Porque os complacerá saber que

para él y sus compañeros he pedido la apelación a la Corona, que en derecho les corresponde.

En la sala de decente blancura que amortajaba la pasión roja de la caoba, el tirano sonrió al

despedir a Sánchez Farfán. Pero su irritación era tal que, al día siguiente, al frente de veinte

hombres, cabalgó las trémulas tierras que exhalaban el humo gris de la lluvia torrencial de las

noches. Atravesó manadas de bosques, tierras agostadas, cortinas de montañas y granitos

desnudos que bordeaban el mar, mientras se juraba que ninguna apelación a la Corona iba llegar

antes que él; tan acostumbrado estaba a seguir el camino del asesino a la víctima, de la víctima al

castigo y del castigo a la siguiente ejecución. Al séptimo día se plantó en Acla para entrar a saco

en los escrúpulos del licenciado Espinosa.

─¡Ese esgrimidor es reo de traición! Lo ha confesado Garavito, su propio lugarteniente.

─Quizá lo ha hecho con doblez... Al parecer, bebe los vientos por la india con que se echa

Balboa ─respondió, tímido, el licenciado.

─¡Como juez, debe bastaros su declaración!

─Pero, mirad, vuecelencia, que los muchos servicios que Balboa ha prestado a la Corona de

Castilla merecen que se le otorgue la vida.

─¡Más altos adarves se hundieron!

─Quizás yo haya pecado de debilidad…

─¡Preguntad al bachiller Martín Fernández de Enciso con qué debilidad lo despojó de su cargo!

¿Fue debilidad haber propagado noticias erróneas, para hacer fracasar la expedición de Enciso y

llevar a la muerte a un buen puñado de bravos soldados? ¿Fue con debilidad como se

desembarazó de Enciso para ser nombrado alcalde? ¿Fue debilidad enviar a la muerte segura a

don Diego de Nicuesa? ¿Fue por debilidad por lo que propaló la falacia de que todo el oro de

Tierra Firme provenía de Dabaibe, consiguiendo que las tribus de Abanumaque, Abibaibe y Abraibe

hicieran un espantoso descalabro a nuestras tropas?... Inquirid a los indios con qué habilidad los

ha maltratado en contra de las leyes de la Corona. ¿Consiste sólo en debilidad haber dado

informes falsos, ¡al mismísimo rey!, sobre la enorme riqueza del Darién y de la Mar del Sur, para

que lo nombrase Adelantado y gobernador de Panamá y Coíba? Si a todas esas indignidades las

llamáis debilidad, ¡por Cristo, que esa debilidad causa mayores estragos que la traición!

─Quizá el Consejo de Yndias...

─¿Cuándo se sacó algo de tres frailes? Su reino no es de este mundo.

─Pues, en última instancia, el propio rey.

─Es flamenco y no habla nuestra lengua.

─Pero el Real Consejo de la Corona...

─¡Yo soy la Corona aquí! Y redactaré de mi puño y letra la declaración de los crímenes de Vasco

Núñez de Balboa!

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Mas, como es destreza en los poderosos encubrir su abyección mediante promesas, pasó

Pedrarias a contar al licenciado sus planes de explorar la Mar del Sur y fundar una nueva colonia

menos insalubre que Santa María de la Antigua. Para esa expedición contaba con Espinosa como

Adelantado, y pensaba regalarle los dos bergantines que el esgrimidor había construido en el río

Chucunaque. Ni qué decir tiene que el artero licenciado volvió a poner manos al proceso, en el que

el que Hernán Muñoz, Fernando de Argüello, Andrés de Valderrábano, Luis Botello y Vasco Núñez

de Balboa eran sentenciados a la pena capital. La ambición de riqueza es lo más mezquino y

despreciable que la naturaleza puede conceder al temperamento de un hombre; por eso, se la

concede a los necios más ramplones, a quienes nada más puede proporcionar.

Cuando don Gaspar de Espinosa se lo comunicó a Sánchez Farfán, el abogado se quedó

estupefacto. No podía concebir tan atroz vileza. Pensativo, caminó hacia casa de Balboa con pasos

mesurados, como si temiese quebrar el silencio que había caído súbitamente sobre aquella tierra

afligida. Entró en la sala donde estaba Ana intentando dar consuelo a la desolada Anayansi.

Permaneció de pie, inmóvil, y les dirigió una mirada que reflejaba con evidencia la decepción y

humillación de su alma. Ana lo miró como si la vida del abogado dependiera de la inquebrantable

firmeza de sus ojos. La alargada sombra del abogado se proyectaba hacia el jardín donde se

remansaba la tarde, mientras Anagua y Miguelito jugaban entre la vida benigna de las plantas. Don

Pedro miró a Anayansi y presintió que la negra galerna que la cercaba podía conducirla a una

decisión irremediable. Sus ojos buscaron la transida faz de Ana y le suplicó con un mudo gesto

que ayudase, como sólo ella podía hacer, a extirpar de la desgraciada coíba sus ganas de acabar.

Y caminó hacia el jardín igual que si fuese a degollar aquel enero intenso. Como un dardo, una

golondrina salió de los áloes y lo detuvo, haciéndole que le fallase el corazón. Súbitamente, abrió

sus brazos y los levantó rígidos sobre su cabeza, como si intentase evitar el desplome del

firmamento. A Ana le pareció que susurraba algo inverosímil:

─¡A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes, concluiremos apiadándonos con

exceso de las desdichas propias!...

Pero sin duda la aragonesa se debía haber equivocado, porque la voz de don Pedro,

dirigiéndose a Anagua y a Miguel, sonó clara y diáfana, diciéndoles:

─Si la luna tiene esta noche un cerco rojo, mañana lloverá.

Hacía varios días que venían apareciendo a lo lejos unas nubes bajas, masas blancas de bordes

sombríos casi sólidas en apariencia y no obstante cambiando incesantemente de forma. De la

plaza llegaba el eco sordo de los serruchos y martillos que levantaban a marchas forzadas el

patíbulo.

Terrible en clamor, al alba se derrumbó el cielo verdoso en abatimiento de agua y de sombra.

Bajo el temporal intenso, la embarrada Acla era un desierto viscoso y aborrecible a todas las

miradas. Sin embargo, Pedrarias ordenó que lo transportaran en una litera al interior de un bohío

situado a doce pasos del cadalso, para mirar la ejecución a través de los dedos de luz gris que

bardaban las paredes de caña trenzada. Su ira fue arreciando a medida que la lluvia silbaba más y

más entre la negra fronda y una blanca niebla terral vagaba rodeando el patíbulo en medio de la

plaza lacerada. Dos escuadras de soldados, mandados por Francisco Pizarro, aguardaban a pie

firme que el gobernador diera una orden; sus lorigas sonaban con el estrépito de millares de

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clavos de hierro vaciados en una palangana. Durante toda la mañana las flechas de lluvia se

arquearon en centelleante cascada sobre los tejados de guano. Pedrarias comió dos palomas

torcaces y una papaya, mientras galeones de nubes guerreaban con relampagueantes ráfagas

azules y el furor de la lluvia chirriaba sobre los charcos, como aceite hirviendo. Toda la tarde la

lluvia fue una espesura inmóvil. Pero antes del crepúsculo, de pronto, escampó. El diluvio, lleno de

orgullo, se marchó mar adentro y la luz del sol miró por una rendija. Pedrarias alzó la mano a

Pizarro.

Los tambores atronaron la hosca villa, y de la casa de Juan de Castañeda, escoltados por la tropa

del trujillano, salieron los reos. En mangas de camisa y con las manos atadas a la espalda,

caminaron hacia el patíbulo Vasco Núñez de Balboa, Luis Botello, Hernán Muñoz, Andrés de

Valderrábano y Fernando de Argüello; sus botas chapotearon los arroyos de barro. Alcaravanes y

gaviotas volaban en círculo hacia la Mar del Sur. Un nimbo escarlata aureolaba el agobiado sol, que

formó sobre Acla el arco iris. Los reos ascendieron al cadalso. No había un alma en la calle y el

silencio era cada vez más grande. Don Gaspar de Espinosa y un pregonero salieron de un bohío.

Sorteando los goterones que desprendían los aleros de las chozas y patinando sobre el fango, se

acercaron al rollo de madera de ceiba que ocupaba el centro de la plaza. El licenciado Espinosa

ordenó clavar en él el pregón con la sentencia de muerte. El redoblar de los tambores cesó y el

pregonero leyó en voz alta:

─Esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor don Carlos Primero de España, y don

Pedro Arias Dávila en su nombre: a Vasco Núñez de Balboa, a Luis Botello, a Hernán Muñoz, a

Andrés de Valderrábano y a don Fernando de Argüello, mandándolos degollar por traidores y

usurpadores de las tierras sujetas a su real Corona.

─¡Mientes! ¡Mientes tú y quien te lo manda! ─gritó Balboa─ Es mentira y falsedad que se me

levanta. Nunca por el pensamiento me pasó tal cosa, ni pensé que de mí tal se imaginara. Antes

bien, siempre fue mi deseo servir al rey como fiel vasallo y aumentarle sus señoríos con mi poder

y fuerza.

Su voz se apagó sobre el fango de la vacía plaza. Un moñudo y verde pájaro planeó majestuoso

y dio un golpe con su negro pico en la frente de Pizarro, tirándole por tierra el casco. El verdugo,

con un tufo muerto a aguardiente y la vaga mirada de un sonámbulo, le pidió con respeto al

esgrimidor que se arrodillase y pusiese la cabeza en el tajo.

─Jamás me arrodillé ante nadie que no fuese Dios Nuestro Señor ─dijo con orgullo Balboa─. No

lo haré ante la muerte

Pizarro alzó la vista hacia el rostro del esgrimidor y fue presa de un sudor helado. Las lágrimas

le punzaban los ojos. Se llevó el pulgar a los labios y se persignó rápidamente. Descendió luego

su nervuda diestra para aferrar la empuñadura de su espada. De un furioso tirón, que chirrió como

un rabihorcado precipitándose sobre un banco de jureles, sacó su acero de la vaina, meció hacia

atrás la hoja y la lanzó con fuerza hacia el ajusticiador, que con las dos manos detuvo su vuelo.

Luego, el verdugo beodo la echó hacia atrás de sus hombros mientras sus labios mudos pedían

fuerza a sus manos. Y de un feroz tajo segó la cabeza de Vasco Núñez de Balboa, que trazó un

sangriento arco en el aire y se hundió en el barro. Borboteando hirviente espuma escarlata en el

cuello desguazado, su enhiesto cuerpo vaciló un instante como la proa de una nave empapada por

la luz horizontal del ocaso. Finalmente, se desmoronó e hincó las rodillas antes de caer tendido

sobre los tablones del patíbulo.

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Una nube de mosquitos penetró por las hendijas de las paredes del bohío donde estaba

escondido Pedrarias, y se lanzó contra sus ojos en un ataque que lo encegueció en llanto. La

desesperación le hizo mearse en las calzas. Con los dientes apretados y a grandes trancos

abandonó el bohío. Chapoteando en los charcos subió a la silla de manos y ordenó que lo sacasen

de la plaza. La luna comenzó a afilar sus cuernos gemelos en la racha de estrellas cuando la

cabeza de don Fernando de Argüello, el último en ser degollado, rodó boquiabierta y con los ojos

exultando de terror hasta el ajado repostero que cubría la sexta parte del cadalso. El silencio se

hizo tan opresivo en la noche que se podían oír los túneles de aguas pardas rugiendo en los

mangles que preludiaban la inmediata selva.

Antes de que la luz de la aurora envolviese a Acla, Anayansi, crecida sorpresivamente de las

sombras, caminó hacia el cadalso, con esa melancolía que los fantasmas sienten al volver a sus

tumbas porque en ellas el futuro da marcha atrás. Había escogido el momento oportuno: los

guardias dormían a los pies de las enhiestas picas por las que aún goteaba la sangre de las

cabezas ajusticiadas ensartadas en ellas. La coíba se agachó bajo la pica que exhibía la cabeza

pelirroja del Adelantado de la Mar del Sur y escarbó con furia la tierra oscura hasta que sus manos

se le quedaron rojas y laceradas. La pica cedió con un gemido leve, que hizo a uno de los guardias

cambiar de postura para acomodar mejor la hondura de su sueño. Anayansi dio un salto felino

hacia la mitad del asta y se quedó colgando, tirando con toda la fuerza de su cuerpo hacia el

suelo, como un rábano ahonda su raíz. Finalmente, la pica se tambaleó, tan lentamente como un

helecho acariciado por el inicio de una brisa. La hija de Chimba avanzó lentamente, a pulso, hasta

la cima de la pica. Sus ojos estaban a un palmo de los labios yertos del esgrimidor cuando la pica

cedió totalmente y cayó sobre el rocío de las ortigas. Anayansi se revolvió en aquel mar verde

oscuro que escocía toda su piel de bronce. Se puso a gatas, y se le heló el corazón cuando sus

manos rozaron la barba roja de Vasco Núñez, que la miraba desde las glaucas burbujas de sus

ojos, con la vacua fijeza del aventurero temerario que atraviesa en un relámpago el raro paisaje de

sus mapas del futuro. La coíba, de un seco tirón desclavó la cabeza y, con ella entre las manos,

volvió a caer de espaldas sobre las ortigas. La sacudida cerró los párpados de Balboa para

siempre. Anayansi le besó con furia los labios.

Anagua pensaba que los frondosos árboles de la bahía eran distintos de su reflejo; también ella

misma y la canoa donde esperaba a su hermana. Le parecía que estaba viendo árboles, canoas y

mujeres distintas. Una, agazapándose al borde del embarcadero; la otra, ahogada con impersonal

semblante debajo. Al alzar la mirada con angustia, vio a Anayansi cojeando por la acanalada playa.

A pesar del dolor de todos sus miembros, corría hasta meterse en el mar. Ayudada por su

hermana, saltó a la frágil embarcación y se acurrucó en la popa, llevando sobre las rodillas la

cabeza del hombre a quien tanto había amado. Anagua asió con fuerza los remos y hendió el agua.

La canoa resbaló por los bordes de los bajos con rumbo al ignoto y tenebroso poniente.

A primeras horas, en la plaza de Acla, la desaparición de la cabeza del esgrimidor desató entre

los congregados ese cinturón trémulo que, fraguado en el miedo y la superstición, desenvolvía la

música perdida de las leyendas. Los bohíos de los indígenas se conmovían con largas notas de

caracolas que golpeaban en la frente de cobalto de la bahía. Los efluvios de la brisa traían el

rumor de incontables bandadas de palomas pardas y quiscales negros. Un mendigo gigantesco

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─harapos militares, ojos llagados por la peste y un cayado en su mano sarmentosa─ alzó su voz

oscura y gangosa en la que la tristeza de su alma de siervo se arrastraba como una larva:

─¡Arrepentíos, cristianos! ¡Arrepentíos, torvos gavilanes! ¡Emponzoñasteis la tierra prometida

con vuestra soberbia, vuestra envidia y vuestra avaricia! ¡Sin reparar en que os pudriréis en la

huesa y os esperan las llamas del infierno! ¡Arrepentíos, cristianos! ¡Arrepentíos, torvos gavilanes!

¡Habéis cedido al miedo y cubristeis el nombre de Castilla de vergüenza, dejando degollar al

último de los Amadises!

En ese medroso instante, chapotearon en el fango los cascos del blanco caballo de Balboa que,

a galope tendido entre armados henequenes, se abrió paso en la plaza. Los lagartos se internaron

de un salto en los bohíos. El corcel dio tres vueltas al patíbulo, sin que nadie osase detener su

carrera; la línea divisoria del aire venía rodeando su estela. Finalmente, refrenó el paso y, a trote

lento, terminó por encararse al rollo de ceiba donde todavía permanecía clavado el pregón con la

sentencia firmada por Espinosa y Pedrarias. Abrió los belfos y asió el pergamino. Luego, lo hizo

pedazos con los dientes y desapareció al galope.

Cinco días más tarde, Pedrarias partió con una pequeña tropa a las playas de la Mar del Sur

para parodiar la toma de posesión que Balboa hiciera del Océano Pacífico. Enarbolando en su

diestra una bandera de tafetán blanco en la que figuraba la imagen de Nuestra Señora, hincó las

rodillas en el suelo, mandó tañer las trompetas y dijo a voces:

─¡Oh, Madre de Dios!, amansa la mar y haznos dignos de estar y andar debajo de tu amparo.

¡Viva el muy alto y poderoso señor Don Carlos Primero, rey de Castilla y de León, rey de Aragón,

duque de Borgoña y conde de Barcelona, en cuyo nombre y por la Corona Real de Castilla

descubro, tomo y aprehendo la posesión real y corporal y actualmente de estas mares y tierras, y

costas, y puertos e islas australes para que convirtamos a las gentes de ellas a nuestra Santa Fe

Católica.

En casa de Balboa la madera crujía lastimada hasta por las lanzas del sol o los labios de la brisa.

Como un hombre exhausto al borde del colapso, Sánchez Farfán permaneció más de una semana

encerrado en sí mismo, como si su memoria se hubiese erguido ante él y lo contemplase.

Finalmente, con la fe de la rama vencida por el fruto, salió al jardín y se dirigió hacia su esposa,

que bordaba sentada en un duho bajo la sombra del magnolio. La saludó inclinando su cabeza y le

comunicó que había decidido abandonar su oficio de abogado para dedicarse a la agricultura. Nada

podía complacerle ya más que trabajar con las manos el resto de sus días. En adelante, quería ser

el único responsable de cuanto hiciera. Necesitaba volver la espalda a las miradas en las que el

mundo ardía en crímenes. No se podía permitir ni una sola lágrima más por algo que hubiese

tolerado contra su voluntad. Así que se uniría a un grupo de castellanos: Francisco Hernández de

Córdoba, Bernal Díaz del Castillo, Antonio de Alaminos, Juan Álvarez de Huelva y Juan Tébar de

Lería, para ir a Isla Juana.

─Comprendo, doña Ana, que no puedo encender en vos la llama del amor, y no deseo más de lo

que me dais. El cielo sabe que os amo con toda mi alma y que daría mi vida por hacer de nosotros

mismos el retiro donde escondernos ante el insulto del mundo. Pero renuncio a mi ocasión y a mi

suerte ─añadió, en voz baja, con tristeza─. Si queréis regresar a España no me opondré. Acabo

de recibir de La Española el dinero que puso bajo mi custodia el infanzón Cecilio Támara para que

lo administrase como vuestro tutor. Os lo devolveré, como corresponde. Si queréis regresar a

España haré que pongan en venta vuestra casa de Santo Domingo que, aunque poco, algo más

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añadirá a ese dinero. Pero, de todos modos, yo os proveeré los pasajes y correré con los gastos

que en adelante necesitéis.

─No deseo regresar a España ─dijo Ana─. Quiero estar a vuestro lado.

Estaba tan hierática, que don Pedro dudó de que las palabras hubiesen surgido de ella.

─No podéis echarme de ese modo ─concluyó su esposa, con energía─. No pienso irme de

vuestro lado. No os quiero abandonar. Y Miguel, tampoco.

Se alzó del duho y, con la solemnidad con que una firme carabela hiende las aguas envueltas

por la niebla, recorrió los seis pasos que la separaban de Sánchez Farfán y se abrazó a su cuello.

Bajo las sombras del magnolio, su rubio cabello le caía por la espalda formando una masa tan

oscurecida como el cabello de una ahogada. Estuvo a punto de abandonarse y caer al suelo, pero

don Pedro no retiraba el brazo con que la sostenía contra su pecho con fuerza indudable. Era

hermoso verla tan de cerca y en estado casi salvaje. Le invadió una extraña paz, al tiempo que

experimentaba una gran y humilde gratitud. La inmensa dicha que lo embargó hizo que sus

tinieblas se disiparan por completo. Sentía cómo el amor por ella perduraría en él. Sufría el

enmudecimiento y la vacilación que experimentan las almas ante la magnitud de un cambio que va

desde el borde de la desesperación a la consumación de una alegría suprema. Las palabras de Ana

y aquel abrazo cambiaban para él la vida y el mundo. Se veía envuelto por una felicidad tan ligera

que no la sentía, tan repentina que no podía creerlo, tan dulce que al final adquirió una sensación

de sosiego increíble. Y, sin embargo, no se veía capaz de repetirle una vez más cuánto la amaba.

Era algo que no se podía expresar con palabras, algo que sólo cabría demostrar día a día, a todas

horas, durante la larga vida que tenían por delante. Solícito, inclinó la cabeza sobre Ana y le besó

la frente con emoción infinita.

La aventura de la conquista de Yndias fue una prolongación del estado militar en que dejó a Castilla la guerra contra el musulmán, sirviéndole a la vez de estímulo, en contraposición al interés civil y al progreso, afectados por el militarismo exclusivo. La salida de la Edad Media surgió del cansancio de seguir sosteniendo los días atravesados por símbolos. Los castellanos, hartos de penitencia y destino predeterminado, empezaron a presumir que las ventajas de la vida eterna quizás estaban exageradas por los teólogos. Y, por tanto, decidieron convertirse en los únicos dueños del laberinto que tramasen sus pasos. De ese modo renacieron como individuos. Individuos de una nueva época en la que la violencia, la razón instrumental y el individualismo fueron sus manifestaciones más patentes; porque se llegó a creer que sin la violencia, sin el fanatismo y la intolerancia no era posible que hubiese entusiasmo ni eficacia. Después de los primeros viajes de Colón comenzaron la conquista de la Tierra Firme: la esperanza de hallar un país donde todos los deseos serían prodigiosamente satisfechos, un país donde caerían definitivamente las cadenas, un país donde se podrían refrescar las frentes heridas por el despotismo, la pobreza y el servilismo. Pero esa ardiente ilusión terminó por convertirse en un árbol cuyas desmedidas ramas acabaron por quitar al tronco castellano toda su savia y sólo sirvieron para dar sombra.

Puesto que lo nacido de la cólera termina siempre en vergüenza, Gaspar de Espinosa se

posesionó de las naves que Balboa construyera, y, llevando como piloto a Juan de Castañeda ─el

carcelero del esgrimidor─, fundó la ciudad de Panamá; de la que Pedrarias nombró a Francisco

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Pizarro regidor y alcalde, tras trasladar a ella la capitalidad de Veragua. Las treinta tribus indígenas que habían sellado su alianza con Vasco Núñez de Balboa se confederaron y arrasaron Santa María de la Antigua del Darién.

Francisco Hernández de Córdoba, tras haber viajado a Cuba con Ana y Sánchez Farfán, se embarcó en una expedición que tuvo como resultado la fundación en Nicaragua de las villas de Bruselas, Granada y León. Precisamente en ésta última, Pedrarias lo inculpó de traición y lo mandó degollar; demostrando que es condición de la maldad reiterarse. Mas como la misericordia divina premia sin hacer distingos entre los humildes y poderosos que la han impetrado, el tiránico Furor Dómini murió a la avanzada edad de 91 años, reconfortado con los últimos sacramentos, y en paz y gracia de Dios.

Bartolomé de las Casas tomó el hábito de dominico, para emular al fraile que predicara por vez primera a favor de los indígenas en el Nuevo Mundo aquella tarde lejana de Santo Domingo a la que asistió Ana Aniés. Dedicado con obsesión absorbente el resto de sus días a luchar contra la ilicitud de la guerra contra los indígenas y la institución de la encomienda, escribió “Historia de las Yndias” y la “Brevísima relación de la destrucción de las Yndias”. Pero, al entregarse con toda la vehemencia de su alma a salvar del exterminio a los nativos, permitió que Carlos I concediese licencia a los castellanos para introducir esclavos negros en las islas del Caribe.

Uno de sus opositores más enconados en “La Controversia de Valladolid” habría de ser el bachiller don Martín Fernández de Enciso, empecinado negador de la humanidad de los indígenas y defensor a ultranza de la conveniencia de hacerles guerra. Y, puesto que a fuerza de repetirnos lo que hubiéramos debido hacer terminamos por creer que es imposible no haberlo realizado, plagió gran parte de la obra del portugués Andrés Pires y la publicó con el nombre de "Summa Geographica". Ningún privilegio o beneficio obtuvo por ello.

Convencido de que la santidad sólo se obtiene en medio del peligro, fray Andrés de Vera se embarcó en una expedición hacia las costas de la Baja California. Desgraciadamente, su nave naufragó y él fue hecho prisionero por los indios yumas, entre los que vivió como esclavo durante más de diez años; hasta que una serpiente cascabel se apiadó del epiceno franciscano y mandó su alma al Reino de los Cielos.

Pánfilo de Narváez fue enviado a México con una armada de dieciocho naves y ochocientos hombres para despojar a Hernán Cortés de sus atribuciones y hacerse cargo de la conquista; pero, como gran parte de su hueste se pasó al bando de Cortés, salió derrotado. Diez años más tarde, una tormenta acabó con su vida en las costas de Florida.

Francisco Pizarro reclutó a sus hermanastros como capitanes en Tierra Firme. Al llegar a los

cincuenta años compró una de las naves de Balboa y, en sociedad con Diego de Almagro ─el

asesino del sáhila de Careta─, emprendió la descomunal empresa de la conquista del Birú; es decir, del Perú. Como recompensa a esta alianza, su hermano mayor, Hernando, encarceló, estranguló, y más tarde mandó degollar públicamente a Diego de Almagro, y acabó sus días en su Trujillo natal, como pobre de solemnidad. El hijo de Almagro vengó la muerte de su padre asesinando a un Francisco Pizarro ya de setenta años; que, a pesar de haber sido premiado con un marquesado y mandar como virrey sobre un territorio cuya superficie doblaba con creces la de España, expiró pidiendo confesión, sin que nadie trazase sobre él la señal de la cruz diciendo: “Dios te perdone”. El menor de sus hermanos fue ejecutado por el virrey que sucedió a Francisco en la gobernación del Perú.

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Ana Aniés, Pedro Sánchez Farfán y el pequeño Miguel se instalaron en el valle de Huionacoa, cerca del cual Diego Velázquez había mandado construir una villa a la que bautizó con el nombre de Santísima Trinidad. El resto de sus días transcurrió sin nudos ni metáforas, sencillamente, según la piel y el ritmo del corazón.