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Memorias de un lobo malo

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Ebook de José Fanha. Ilustrado por: Alumnado de la Escola Básica Padre Alberto Neto Editorial: Biblioteca do Agrupamento de Escolas Leal da Câmara

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Titulo: Memorias de un Lobo Malo

Autor: José Fanha

Traducción: Silvia Afanador

Ilustrado por: Alexandre Carneiro, 5.º 9.ª, Ana Alves,

5.º 9.ª, Bruno Jesus, 5.º 9.ª, Cátia Alves, 6.º 4.ª, Dionísio

Correia, 6.º 4.ª, Ediana Carlos, 6.º 10.ª, Joana Pereira 6.º

4.ª, João Pereira, 5.º 9.ª, Luzineido Tavares, 5.º 5.ª, Ma-

dalena Rodrigues, 5.º 5.ª, Mauro Marques, 5.º 9.ª, Nuno

Pedro, 5.º 9.ª, Nuno Pimenta, 5.ª 9.ª, Pedro Vicente, 6.º

9ª, Raissa Morais, Robertson Maciel, 5.º 9.ª, Sérgio

Adam, 6.º 4.ª, Sofia Gomes, 5.º 9.ª, Sofia Gomes, 5.º 9.ª,

Tomas Jacinto, 5.º 5.ª, Vanessa, 6.º 4.ª

Editorial: Biblioteca do Agrupamento de Escolas Leal

da Câmara

2.ª edición: mayo de 2014

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-

SinDerivar 4.0 Internacional.

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Confieso que soy un lobo malo. Peor que eso. ¡Soy un

Lobo Pésimo! Un lobo capaz de echarle el diente y la

garra a gallinas, rebaños de ovejas, niñas pequeñas o

mayores, con caperuzas rojas y de todos los colores y

hasta soy capaz de en un instante, tragarme una, dos o

tres abuelitas de las más duras de roer que se pueda

imaginar. Ni me hace falta chuparles los huesos. ¡Las

engullo de una sola vez!

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Soy capaz de hacer cosas aún peores y más asustadoras

que, en este momento, prefiero no recordar.

La verdad, sin embargo, es que no soy precisamente

real, de carne y hueso. Soy una especie de ilusión. Un

personaje de las historias. Y ni siquiera soy tan malo

como me gustaría ser. Pero la culpa no es mía, es del es-

critor que estropeó mi reputación.

Desde pequeño he querido ser malo. Muy malo de ver-

dad. Quería ser una fiera de las más temibles y malva-

das de toda la creación.

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A veces, hasta soñaba que era un tigre de bengala, com-

pañero de piratas horribles, y cuando abría la boca llena de

dientes puntiagudos y lanzaba un tremendo rugido,

“¡GGRRRRRR!”, ¡toda la selva había de temblar!

— ¿Un tigre, tú? ¡No me hagas reír! — dijo mi padre sin

ningún respeto por mis sueños. — ¡Para llegar a tigre ten-

drías que comer muchos filetes! Y yo comí muchos filetes,

me llené la barriga de filetes pero nunca llegué a tigre.

— ¡Déjate de sueños! — repetía él veces sin cuento. — Eres

un lobo malo y listo! Déjate de sueños y piensa más en tu

futuro.

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Mi futuro no tardó mucho en llegar. Pasados algunos

días, el viejo me dijo que yo ya estaba mayorcito y tenía

muy buena edad para ganarme la vida. Me cogió de la

pata y me llevó a la casa de un escritor.

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Mi mala suerte fue dar con un escritor que andaba en

una crisis de inspiración. Hace mucho que no le llegaba

una idea verdaderamente interesante y divertida para

escribir un libro. Su escritura estaba quedando apachu-

rrada y sin garra, los verbos mal conjugados, los adjeti-

vos vulgares y lerdos, un aburrimiento para quien leía

sus historias deformadas.

Encima de todo descubrí con él que los escritores ¡no

tienen ningún respeto por los lobos! Nos atribuyen

siempre el papel del tontorrón alegre que se deja enga-

ñar por todo el mundo. ¡Somos el bombo de la fies-

ta!!Una vergüenza os lo garantizo!

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Mi escritor era un hombre ya mayor, alto y delgado, con

unos labios finitos, como láminas y las gafas en la punta

de la nariz. Me miró lentamente y de arriba abajo con ex-

presión desconfiada.

— Es delgadito el bicho… — refunfuñó.

(¡El bicho era yo! ¡Qué falta de respeto!)

— ¡Vamos a ver si se recompone! — añadió desdeñoso. Y

no espero por nada más. Me apretó el pescuezo y ¡pumba!,

me puso en seguida a trabajar en el libro que estaba a es-

cribir en ese momento y que, debo deciros, era un lío sin

pies ni cabeza.

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Lo que más me molestaba era que el escritor estaba lle-

no de catarro y otras enfermedades pegajosas, pasaba el

tiempo estornudando y, a cada estornudo, dejaba saltar

un borrón de tinta que me caía encima y después no

había champú que me sacara la tinta del pelo.

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Lo bueno es que acabó de escribir el libro rápidamen-

te. Gracias a mí, está claro. Si no fuera por mí nunca

habría conseguido inspiración para el desenlace de la

historia. Me hizo tragarme a una abuela toda reseca,

después mandó traer un estúpido leñador que me

abrió la barriga para sacarla fuera.

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Después imprimieron el libro y lo pusieron a la venta

con mi cara, o sea, con mi hocico en la portada.

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Allí, preso en las páginas del libro, la vida se me hizo

pasmosa. Día tras día todo se repetía monótonamente

de la misma manera.

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Por la mañana, por la tarde, o por la noche, un niño

abría el libro y allí tenía yo que ir corriendo a la margen

del bosque, como un tonto, a esperar que apareciera la

tonta esa graciosilla que era la niña Caperucita Roja a

los saltitos y canturreando: tralalá, tralalá.

“¿Dónde vas mi niña?, Tenía yo que preguntarle.

“Voy a llevarle la merienda a mi abuela que vive al otro

lado del bosque…” respondía la estúpida alegre.

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En ese punto de la historia salía yo corriendo hacia la

casa de la abuela, tenía que tragarme aquella criatura

enorme, reseca, delgada, llena de huesos salientes…Un

esfuerzo que hasta me daba hipo.

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Después venía la cría con esa escena estúpida: “¡Ay que

manos tan grandes … Ay que orejas tan grandes… Ay

que boca tan grande…” Y cuando las cosas estaban lle-

gando a la parte interesante llegaba el estúpido del ca-

zador y…. Todavía me duele de sólo acordarme… Me

abría la barriga de arriba abajo para sacar a la vieja.

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¡Pobre de mí! Y pobre de mi barriga! Todos los días me

la abrían de arriba a abajo y volvían a cosérmela para

que al día siguiente me presentara listo para empezar

de nuevo aquella historia tan idiota como no conocía

otra igual.

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Me acuerdo de que fue en un día alegre y lleno de sol en

el que resolví abandonar el libro y al escritor. Estaba

resuelto a seguir mi propio camino ¡sin tener que

sujetarme a esa poca vergüenza! Me ponía de los

nervios. Y encima de todo, se comía fatal en su casa.

¡Sólo verduras y pesado cocido! ¡No hay lobo malo que

aguante una dieta de estas!

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En cuanto pude, me escabullí

de la historia donde el escritor

me había aprisionado, salté del

libro entre dos páginas, salí

huyendo y me puse a andar por

el mundo. Quería volver a ser

un lobo malo como debe ser. De

esos que le dan miedo a todo el

mundo.

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Tan pronto como me escapé del libro respiré hondo y

pensé: ahora soy libre y voy a hacer lo que me apetece.

Y lo que me apetecía era, naturalmente, lo que le apete-

ce a cualquier Lobo Malo: lanzar el terror en los alrede-

dores; robar gallinas, y clavarles lo dientes en el pescue-

zo, asesinar rebaños enteros, asaltar a algunas niñitas,

de esas que andan por el bosque con la merienda debajo

del brazo, pero niñitas rechonchitas, gorditas, ¡nada

como la flacuchenta de Caperucita Roja! .

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Además de eso no quería ser un lobo abandonado. Soña-

ba con conseguir una lobita guapa para salir por la no-

che y hasta, quién sabe, casarme y tener una bonita

manada para criar.

Todo muy bonito. Pero la vida que es injusta con tanta

gente, también lo fue conmigo y se mostró muy diferen-

te a lo que yo soñaba cuando llegué al mundo real.

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Todo comenzó a agriarse la primera vez que fui al bos-

que en busca de una presa. No había ningún bosque.

Era una gran ciudad. Sólo había edificios y calles y car-

reteras y un tráfico que era un lío. Casi me atropellan

varias veces y, sin esperármelo, era yo, el lobo malo, que

andaba muerto de miedo y huyendo de los coches que

pasaban a gran velocidad.

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Cuando iba a cruzar la calle vi un semáforo que estaba

ora verde ora rojo. Me di cuenta en seguida que de que

el verde era un color tranquilo, calmo, que nos mandaba

a parar. El rojo era el color de la sangre, de la acción,

era para avanzar de un salto. ¡Vino un coche y no me

atropelló por los pelos! ¡Quién entiende a esta gente!

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Después de mucho buscar encontré un bosque pequeñito

con una estatua en medio y un lago con patos, cisnes y

pececitos rojos.

Al ver los la boca se me hizo agua inmediatamente. Pero

el cisne debía saber Karate o algo así. Vino hacia mí con

aire feroz y resolví…

Debo confesar que huí a siete pies. Cuando ya estaba le-

jos y casi sin alientos me senté en un pedrusco que allí

estaba.

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Fue entonces cuando apareció una niña a los saltitos y

canturreando. Parecía realmente la de la historia de don-

de yo había huido. Traía un impermeable rojo y todo. Esa

sí, esa sí que me venía bien para lanzarme sin pensarlo

dos veces.

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Cuando se acercó, le obstaculicé el camino, preparé el

salto y di un grito de esos que sólo nosotros los lobos ma-

los somos capaces de dar. Un grito verdaderamente

aterrorizador, os lo puedo garantizar:

— ¡Uáááááááááá!

Para mi sorpresa, la niña no se asustó ni un poquito.

Paró, me miró seria y sonrió bondadosa sin una pizca de

susto en el rostro.

— ¡Mira un lobito lindo!

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¡¿Lobito lindo?!! ¿Qué falta de respeto era esa? ¡Yo era el

terror de la floresta! ¿Y ella me llamaba lobo lindo? ¡Ya

vería cómo mordía! Ericé el pelambre todo, abrí unos

ojos gélidos y amenazadores, bajé el hocico, gruñí bajo y

de la forma más amenazadora que era capaz, fruncí los

labios le mostré mis colmillos largos y afilados ¡listos

para clavarse en la carne tierna de la víctima!

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Ella se quedó impávida y serena. Le dio igual. ¡Ni un

“ay” soltó!

— ¡Oh! Majo, déjate de esos gruñiditos. Ya no se usa.

Ven acá, mi lindo… Ven acá que yo te cuidaré. ¡Anda

Nini, ven aquí!

¡¿Nini?!! ¡Era demasiado! ¡Aquella cría mocosa me

estaba llamando Nini!! ¡¿A mí, un Lobo Malo de alta

estima?!

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Y no se quedó por ahí. Se fue acercando, acercando de

mano extendida.

— ¡Aquí, Nini, aquí! Pobrecito de ti, que eres un animal

en extinción… ¿Quién te va a hacer un mimito en la ca-

becita, quién?

¡¿Un mimo??!! ¿Con esa mano horrible de uñas pintadas

de negro y amarillo y estrellitas doradas que más pare-

cía una bruja? ¡Caramba! La cría lo que quería era es-

trangularme!

¡Me puse a huir en un abrir y cerrar de ojos!

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Pero pocos metros más adelante me apareció un científico,

¡defensor del ambiente! ¡Y el ambiente era yo! Quería pro-

tegerme porque yo era un animal en extinción. Sólo me

daban ganas de morderlo de la cabeza a los pies. ¿Animal

en extinción? Ofensas sí que no admito. En extinción es-

tará él y quien quiera. Ahora, yo… Mientras haya lectores

nunca habrán de acabarse los lobos malos.

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Y por todo esto resolví volver a las histo-

rias del escritor que me inventó y me

lazó a los escaparates de las librerías. La

vida real no está hecha para lobos malos

y, en un libro, siempre podemos hacer

temblar a algún lector más desprevenido,

hincándole el diente conforme manda

nuestra naturaleza.

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