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Hospedar, consolar, liberar… en el camino de Emaús
Michael P. Moore
SAT 2016
Desde el tema general que nos convoca en estos días de reflexión y desde el que define este panel en
particular, podemos preguntarnos: ¿Cuándo “la esperanza fecunda la historia”?, y ¿“cómo transfigurar las
heridas”? Y la respuesta sintética, recogiendo las reflexiones escuchadas, podría enunciarse así: lo uno y lo
otro acaece en la historia en la medida que la esperanza se vuelve activa y se traduce en hospitalidad (C.
Avenatti), consuelo (P. Mena) y liberación (E. Casarotti). Se postula, así, la hospitalidad como un nuevo
nombre para la esperanza (C. Avenatti), la promesa como camino de una libertad según la esperanza (E.
Casarotti) y el consuelo como cuidado del sufriente (P. Mena). Todo esto intentaremos imaginarlo en el
escenario de Emaús, que dibuja el horizonte de las reflexiones de estos días.
El relato de los discípulos de Emaús nos sitúa en el camino que es la vida, y que se desenvuelve en
tensión entre los dos focos que determinan lo humano –como recuerda Casarotti, siguiendo a Ricoeur–: un
principio de ilimitación, ligado al deseo de ser, y un principio de limitación, ligado a la efectuación de ese
deseo en sus obras. La afirmación originaria de la existencia, según Ricoeur, es “la afirmación del ser en la
falta de ser”, y esa potencia de afirmación aparece indirectamente en las experiencias que la niegan. Los
discípulos de Emaús, precisamente, caminan, deambulan, tristes y grises, transidos por una experiencia de
negatividad: la muerte de un otro, que conlleva también la muerte de ellos mismos: el clausurarse de sus
esperanzas. Vuelven; regresan; huyen de sí mismo. La desesperanza todo lo tiñe de gris, incapacita para
conocer la verdad y reconocer al Maestro.
Por eso necesitan de la mediación de un otro, que en el relato es el Otro con mayúsculas y se presenta,
en primer lugar como el que cuida y el que consuela (P. Mena). Discretamente –con la discreción propia de
nuestro Dios–, se acerca, e incorporándose a su camino y ritmo de caminar, realiza el primer gran acto:
escuchar al desconsolado en su desconsuelo. Solo en un segundo momento, pronuncia la palabra que ilumina
sus tinieblas. Y entonces los caminantes decepcionados abren su corazón: “nosotros esperábamos que…” He
ahí la razón profunda de su decepción: sus expectativas (mesiánicas) habían paralizado su esperanza. En
efecto, esas expectativas de liberación de los discípulos, por una parte, se reducían a un mesianismo político
y, por la otra, a una salvación que no incluía la posibilidad del fracaso. Fue, quizá, la primer gran cuestión que
debió afrontar la primitiva comunidad cristiana, a la luz de lo acaecido: cómo conjugar mesianismo y cruz1.
Jesús se acerca entonces, con la presencia y la palabra que consuela: el consuelo que –como señala P.
Mena– es un modo singular de asumir el cuidado del otro y de afrontar el sufrimiento del sufrimiento que
1 Ya para la iglesia primitiva supuso un arduo camino a nivel reflexivo y existencial el pasar de percibir la cruz como
escándalo a pensarla como salvación (que luego se explicitará en los diferentes modelos soteriológicos). Pero ninguna explicación debería intentar disolver esa dimensión de escándalo y aspereza que tiene la cruz, puesto que el hecho de que Dios dejase morir a su Hijo muy amado en vistas al bien mayor de la salvación, no es un dato evidente a priori, que pudiéramos deducir de nuestra previa idea de Dios; muy por el contrario, sólo a posteriori y superando nuestra lógica racional podemos acercarnos a ese misterio.
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abate al hombre herido. Jesús no sólo se pone al lado del otro sino en el lugar del otro, como aquel que puede
experienciar su dolor sin ser él mismo quien lo sufre de modo directo2.
Por eso pregunta en primer lugar qué les sucede, qué dolor los convoca; entra en su herida para,
experimentándola, comprenderla, y luego sale para darle otra mirada: intenta resituar y reinterpretar esa
tristeza para que nos los ahogue en un abatimiento definitivo, y les permita también a ellos “salir y regresar”.
En efecto, nos recuerda P. Mena que “si el consuelo busca ofrecer cierto alivio al hombre doliente, no acontece
aquello sin apuntar hacia la experiencia temporal para reactivarla (porque se ofrecen recursos para volver a
comprenderse con futuro) o para reconciliarla (pues aquí el consuelo acompaña a quien ya no tiene tiempo y
busca la reconciliación con la finitud que nos es propia y constitutiva)… y, con ello, devolver al doliente su
aperturidad hacia el futuro… como también el libre tránsito hacia su pasado sin absolutizarlo en un presente
asediante”. O en palabras de Foessel: “Se consuela para darle los medios –al afligido– para mirar de otro modo
eso que le aflige, de tal manera que la desolación del presente no sature el campo de los posibles”.
Ofrecida esa hermenéutica de la historia que aparece como iluminación y consuelo, Jesús hace ademán
de seguir adelante: gesto que, nuevamente, remite a la exquisita discreción de la gracia que acompaña pero
no invade, que ilumina pero no encandila, que sostiene pero no sustituye, que aclara pero no aturde. Los
discípulos, que ya intuyen espacios de esperanza –“¿no ardía nuestro corazón…?” se preguntarán,
recordando– invitan al compañero de camino a detenerse con ellos, a ingresar y permanecer: es el momento
de la hospitalidad como espacio de la/para la esperanza.
El forastero, entonces, se convierte en huésped de los discípulos. En el umbral –como apunta C.
Avenatti– se da el encuentro entre esos dos mundos, en un movimiento de recepción y donación, en
vaciamiento y respeto por la alteridad. Los discípulos ofrecen su espacio y Jesús sigue ofreciendo su consuelo,
esta vez en el gesto que resume su entrega. Habiendo comenzado a salir de su lugar de dolor, los discípulos
son capaces de abrirse a la sorpresa, a lo inesperado, a lo que excede, y recibir a Aquel que se le entrega en el
éxtasis total, hecho mínimo en el pan partido y repartido. Si la reciprocidad y la asimetría son los dos pilares
en que se funda la hospitalidad –como recuerda C. Avenatti–, en la mesa de Emaús lo primero se concretiza
en que anfitrión y huésped se acogen y cuidan mutuamente; mientras que la asimetría se manifiesta,
primeramente, en que el donante que se entrega en lo donado –el pan– excede por mucho la capacidad de
recepción de los comensales; y, en segundo lugar, en lo inesperado, sorpresivo, excesivo, que produce: la
promesa de ser en libertad, en la medida que sean capaces de incorporar, como ya lo hizo su Huésped, la
dialéctica de cruz y resurrección como modo de ser y estar en el mundo.
Consolados y reorientados por el gran Huésped que ha hospedado sus historias irredentas, los
discípulos deben volver a su comunidad porque, en definitiva, somos consolados para consolar, somos
hospedados para hospedar, somos liberados para liberar. Más específicamente, como recuerda E. Casarotti,
2 Aquí cabría acotar que también Jesús tuvo que aprender a ser Hijo y Mesías. En efecto, Jesús posee su filiación como
una condición que tiene que llegar a sí misma en una historia que es la historia humana de Jesús. Y este devenir se consuma a través de una historia de obediencia en el dolor, donde Jesús aprende a ser Hijo (cf. Heb 5,7-8).
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con Ricoeur, desde una “libertad según la esperanza” que, fundamentada en el kerygma de la resurrección, se
despliega entre el “a pesar de” y el “mucho más”. “A pesar de” tantos signos de muerte y que hacen de esa
libertad una fuerza capaz de descifrar los signos de la resurrección bajo la apariencia contraria de la muerte.
Y “mucho más” porque el desafío de la muerte es el reverso de un impulso vital que sostiene la libertad.
Siguiendo con Ricoeur: ser libre es sentirse y saberse perteneciente a esta economía donde el “a pesar de” que
nos tiene preparados para confrontar la muerte, la herida, el fracaso, es solo la sombra de este “mucho más”,
por el cual la libertad siente y consiente con la aspiración de toda la creación a su liberación.
De hecho, comenzamos el camino de nuestra libertad cuando nos apropiamos de las experiencias más
dolorosas –avisa E. Casarotti–: así, los discípulos de Emaús vuelven, caminando “más ligero”, cuando han
sido capaces de asumir –gracias a la mediación hermenéutica de otro– que la negatividad, el fracaso y la cruz
son momentos “impostergables” (por inevitables) del proceso que es la resurrección/liberación. En este
proceso, reaparece una de las primeras y constantes preocupaciones de Ricoeur: explorar las mediaciones que
permiten pensar la restauración de una libertad esclava. En la dialéctica antropológica de perdón-promesa
propuesta por el filósofo francés, el perdón tiene el poder de desligar al agente de su acto malo, mientras que
la promesa, que lo vinculándolo a lo más profundo de sí mismo (su disposición al bien, su afirmación
originaria), lo libera. Los discípulos de Emaús son perdonados de su andar triste y de su ceguera para
reconocer su responsabilidad en la muerte del Mesías –y no sólo, como aducen ellos, de “los sumos sacerdotes
y los ancianos”–; son desligados de su pasado de seguidores errantes y son ligados a su verdad más profunda
–ellos son más que su pecado y su herida– e invitados a participar de la promesa del resucitado, en cuanto
acontecimiento que abre el futuro, porque refuerza la promesa al confirmarla (Ricoeur). Y dado que toda
promesa me vincula a los otros y me obliga en el futuro, los discípulos deben regresar a su comunidad para
compartir lo experimentado y practicar su libertad-liberada-para-liberar.
Concluyendo.
Jesús es la respuesta de Dios a la pregunta que es el hombre, pero que se pronuncia en “voz baja”
(kénosis) y sólo se escucha bien acercando nuestro corazón al corazón del que sufre. Y que luego se
“decodifica” luchando por evitar el dolor del mundo que es dolor de Dios en Cristo. El “a mí me lo hicieron”
(Mt 25,40) testimonia de modo ineluctable la identificación de Cristo con el pobre y su dolor y, por tanto, la
prolongación vicaria de su Humanidad en la humanidad sufriente. Dios está presente no como aquel que evita
el dolor del mundo, sino como aquel que libremente lo soporta; y entonces es el hombre quien está llamado a
evitar el sufrimiento de Dios en la historia, encarnado ahora en el que necesita ser consolado, el que necesita
ser hospedado, el que necesita ser liberado. “Porque Dios hospeda nuestras heridas transfigurándolas es que
nosotros podemos hospedarnos a nosotros mismos y al otro como un hermano”, dice bellamente C. Avenatti.
“Podemos” y debemos, agregaría yo, porque, como recuerda P. Mena: “ser un existente es tener que asumir
la tarea de ocuparse de sí y de lo otro que sí”, especialmente de lo otro vulnerado, agrego.
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Desde estos gestos samaritanos –consolar, hospedar, liberar–, se puede comprender la grandeza y la
modestia a la vez del proyecto cristiano de la anticipación, como categoría desde la que se puede pensar la
historia frente al prometeísmo de la modernidad y frente al cinismo de la posmodernidad.
En las primeras páginas de la revelación (escrita) se nos refiere la gran pregunta que Dios lanzó
al hombre en la persona de Caín: “¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4,9). Y sobre el final, en el texto citado de
Mateo, que nos ubica en el momento cumbre de la historia, se nos dice que Dios no ha cambiado de
pregunta: “¿Qué hiciste con tu hermano?” Quizás toda la revelación que media entre una y otra no haya
sido sino el esfuerzo divino para que entendamos que no hay otra pregunta que merezca ser respondida.
Cedo la palabra final al poeta y a su logos subversivo:
Caín
Lleva el destino a cuestas, con el saco, muerto el amor y la tristeza viva. Le escuece el alma en el mirar opaco. Es una soledad a la deriva. Ha cruzado la Isla, el Araguaia, la sociedad, el tiempo, el mal. Rehúye la luz del sol y el sueño de la playa. Huye de todos, de sí mismo huye, condenado a vivir su vida muerta. Si ha violado la ley, la paz presunta, a él le hemos matado la paz cierta. Quizá sea un Caín, pero es humano, y por él Dios, celoso, nos pregunta: -Abel, Abel, ¿qué has hecho de tu hermano?
Pedro Casaldáliga3
3 P. Casaldáliga, Sonetos neobíblicos, precisamente, Buenos Aires 1996, 10-11.