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Aunque en alguna entrevista Fernando Lalana ha manifestado que él no es un
escritor vocacional, las estanterías ya cuentan con cien obras que ha escrito en solitario
o en colaboración con otros escritores. Su formación dista mucho de ser la de un
humanista o un ilustrado –cursó únicamente estudios de Derecho- pero a pesar de ello
muestra cierta soltura a la hora de redactar que parece hacer las delicias de los más
jóvenes, habiendo sido traducido incluso al coreano.
Nació en Zaragoza en 1958 y gano su primer premio literario en un concurso
escolar a la edad de catorce años, por lo que fue premiado, por el propio Labordeta, con
un libro-disco del cantautor y ex ministro y una dotación económica de 5000 pts. Su
primera novela, que fue finalista de un concurso de la colección Barco de vapor, El
secreto de la arboleda, ve la luz en 1981. Tras un parón durante el cual realiza el
Servicio Militar, presenta en 1984 El Zulo (1985) al concurso celebrado por la colección
Gran Angular, gana el primer premio y, desde entonces, continua su ejercicio literario el
cual aún no ha finalizado. Tras éste son muchos los premios recibidos: en tres ocasiones
el Gran Angular de novela (El Zulo en 1984, Huno una vez una guerra en 1988 y
Scrath en 1991), la Mención de Honor del Premio Lazarillo en 1990 (La bomba; Ed.
Bruño, 1990), el Premio Barco de Vapor en 1991 (Silvia y la máquina Qué; SM, 1992),
el Premio de la Feria del Libro de Almería en 1993 (El ángel caído; Alba Ed., 1998), el
Premio Jaén de Literatura Infantil y Juvenil en 2006 (Perpetuum; Alfaguara, 2006).
La novela que nos ocupa, Morirás en Chafarinas (SM, 1990) recibe el Premio
Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 1991, premio del que ya había sido finalista
en 1985 con El Zulo y lo volvería a ser en 1997 con El paso del estrecho. Cuando
Fernando Lalana, pues, escribe esta novela, cuenta con un bagaje y una experiencia que
será analizada someramente a lo largo de esta reseña. Podemos ver las claves de su
escritura a través de las entrevistas que se le han venido realizando a lo largo de los
años. En ellas, destaca su concepción de la LIJ como un género no exento del resto que
debe de servir de preparación o acceso a otro tipo de literatura con más –digamos-
enjundia (un tanto diferente dice de la literatura infantil a la que considera un género
propio que posee unas claves que el mismo autor entiende difíciles de desarrollar con
acierto).
Las pautas que nos da Lalana para la confección de un relato que goce de la
aprobación de los lectores más jóvenes son los diálogos, la fuerza de los personajes y el
ritmo narrativo, que él dice cuidar al máximo. Apunta a la inconveniencia de recrearse
en las descripciones pues éstas son rechazadas por los jóvenes. Es aquí donde podemos
encontrar un problema de base ya que una novela que deja todo a la acción
inevitablemente pierde en espesor sémico, uno de los elementos fundamentales para
crear mundos posibles en los que el lector pueda crecer y recrearse -¿Escribir así no es
otra forma de escribir novelas por encargo? (cosa que el autor dice detestar)-. La última
clave hace referencia a la extensión de la novela; para Lalana ésta debe ser
inevitablemente corta -tal vez por cumplir la máxima de Baltasar Gracián- y rechaza de
plano todo tipo de trilogías, pentalogías y/o heptalogías tan de moda hoy en día por el
influjo de la Literatura fantástica.
¿Cumple Morirás en Chafarinas con los presupuestos antes mencionados? La
respuesta no puede ser otra que sí. La novela, en apenas unas páginas, introduce de
pleno al lector en una acción que a medida que va avanzando se vuelve más trepidante
hasta llegar a su momento álgido en la isla que da título a la obra; los personajes,
algunos prototípicos otros más genuinos, cargan con el peso de una acción que nace de
sus particularidades y motivaciones; finalmente, los diálogos nos ponen al tanto de todo
lo que ocurre o está ocurriendo.
¿Pero, qué es lo que ocurre en la novela? Una serie de misteriosas muertes están
ocurriendo en el cuartel de regulares de Melilla; primero, un suicidio, luego, lo que
parece ser un homicidio en defensa propia. Todo parece apuntar a que el detonante de
estas muertes tiene que ver con el consumo de heroína, el cual se ha visto frenado por la
carestía que, de esta droga, parece haber en el lugar. A Cidraque, uno de los personajes
centrales de la obra, se le encarga la misión de llevar una investigación paralela a la que
está haciendo el Gobierno militar y, en seguida, recluta a Jaime, protagonista y narrador
de la obra, para que le ayude en esta tarea. Cuando se produce la segunda muerte,
Cidraque es relevado de este servicio pero, al parecer, todo lo que ha descubierto ha
despertado tanto su curiosidad que no puede dejar de hacerlo y continúa sus pesquisas
junto a Jaime y otros personajes que se van viendo involucrados en la acción de una
forma u otra. Al final de la novela y tras alguna que otra alarmante muerte, ambos
personajes descubren que todo tiene que ver con el tráfico de drogas que en Melilla está
a manos de dos de sus mandos directos, los capitanes Gayarre y Contreras. Todo se
resuelve en la isla de Chafarinas, donde tras la muerte de varios personajes secundarios
y uno de los antagonistas, Contreras, quedan al descubierto lo que pudieran ser las
verdaderas intenciones de Cidraque con respecto a la investigación. El final, pues, es
abierto y ni en la última página se resuelve.
Como se ha dicho, el ritmo de la novela es trepidante; las acciones se van
acumulando dando a la novela un aire misterioso que engancha al lector. Podríamos
decir que dichas acciones tienen un aire “tintinesco”, donde el conflicto se resuelve en
unas cuantas secuencias de gran efectismo; el suceso de la lavandería, por ejemplo, nos
recuerda a acciones similares ocurridas en cómics como Los cigarros del faraón de
Hergé. Parece haber en la novela, como en los cómics de Tintín, dos espacios: uno,
donde cualquier cosa puede ocurrir, los personajes son ruines y la vida peligra, otro,
donde la misma vida es más o menos apacible y, aunque todo lo que ocurre tiene una
incidencia directa, parece vivir ajeno a las aventuras de Cidraque y Jaime; finalmente,
ambos espacios convergen en Chafarinas donde la aparición de la patrulla militar pone
de manifiesto que todos los personajes involucrados en la acción han sido seguidos
muy de cerca.
Aunque Lalana dice huir de las descripciones, el autor, a través de Jaime, parece
recrearse al hacer el retrato de los lugares y de las sensaciones que una ciudad como
Melilla pueden suscitar en un joven recluta veinteañero. En éstas, hay un tono que, en
ocasiones, roza el lirismo donde se puede apreciar la reflexión del que mira con la
perspectiva que otorga los años. Melilla, pues, es descrita como un lugar donde lo viejo
y lo nuevo, lo occidental y lo oriental, lo civil y lo militar, conviven a duras penas
manteniendo una segregación que Jaime no deja de denunciar. A todo lo descrito,
parece envolverlo un aire de decadencia que recuerda a novelas como El filo de la
navaja de Maugham, donde podemos apreciar el choque entre el atraso y el ritmo
sencillo y relajado de la vida.
Por otro lado, si bien Lalana apunta a la importancia de los personajes en la LIJ,
sólo dos de éstos parecen mantener una trayectoria clara en la novela: Jaime y Cidraque;
el resto son descritos con pocas pinceladas, donde ni siquiera sus acciones les otorgan
identidad, y muchas veces se desdibujan de tal manera que no se sabe muy bien cuándo,
cómo y por qué intervienen. Un gran número de ellos responde a la concepción
prototípica que tenemos todos aquellos que pasamos por el Servicio Militar: el mando
homosexual, el otro mando que no se entera de nada, el chusquero amable que hace que
la mili sea más agradable, el chusquero cascarrabias, etc. Con respecto a los dos
personajes que llevan el peso de la novela, no podemos decir que tengan una proyección
psicológica que les confiera -lo que nos gusta denominar- cierta tridimensionalidad. Si
bien es cierto que Jaime va creciendo y creciéndose a medida que las cosas ocurren,
también lo es que lo único que hace cuando esto sucede es echar mano de un valor que
el mismo personaje se obstina en negarse, tal vez con la intención de que, cuando vemos
que no es así, le demos más importancia a las heroicidades que lleva a cabo. Cidraque,
por otro lado, no deja de ser un personaje “conandoyliano” cuyas acciones, a pesar de
no denunciarlo como “malo”, acaban convirtiéndole en tal… o no.
Lo más destacable en lo que respecta a la lengua y el estilo es la utilización de la
jerga que usábamos todos aquellos –que como se ha dicho- hicimos la mili. Esto puede
acercar la novela a los más jóvenes o bien alejarlos por pensar que este registro ya está
un poco obsoleto o es propio de los “carcas de sus padres que siempre están contando
batallitas”. La verdad es que Lalana saca a la palestra toda una batería de términos que
hacen que recordemos con cierta nostalgia aquellos días de “camareta”. El estilo es un
poco abrupto y comete ciertas inexactitudes gramaticales que deberían ser revisadas y
corregidas.
En función de todo lo señalado, utilizaría esta obra sólo como puerta para futuras
lecturas ya que la estructura no muestra ninguna peculiaridad, los diálogos pierden
efectividad, ya que muchas veces no se distingue bien quién ha dicho qué, y la
secuenciación de la acción es más propia del cómic o del cine que de una novela con
cierta calidad literaria.