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Pan del Alma

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Derechos de autor registrados

2017 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado.

Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña

Pan del Alma. Federico Salvador Ramón – Edición actualizada

Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y Docencia

Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La

Inmaculada Niña.

http://angarmegia.com - [email protected]

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Pan del Alma

De

Federico Salvador Ramón

Serie de artículos publicados en la revista mariana Esclava y Reina

Marzo de 1917 a Noviembre de 1918 Instinción – Almería - España

Edición actualizada por

María Dolores Mira Gómez de Mercado

Antonio García Megía

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¡Ay de los tibios!

Y, dejando aparte a los declarados enemigos de Cristo y a los farisaicos, y hasta a

los que, debiendo vivir de la fe, son arrebatados en alas de sus propias pasiones a los

desenfrenos del vicio, ¿qué diremos de aquellos cristianos, que, por no ser fervorosos,

empiezan a causar nauseas al Señor de la gloria?

Almas son que «penan mucho y medran poco», según la gráfica expresión del

Padre La Puente1, semejantes, al decir de las Sagradas Escrituras, a perros famélicos que

vagan por los alrededores de las ciudades y merodean hambrientos en los tabernáculos de

los pecadores, lejos de vivir en los atrios de la casa del Señor.

Almas son que, si nunca llegaron a gustar las delicias de las íntimas

comunicaciones con Dios, son desgraciadas porque jamás saborearon los goces que

sobrepasan los sentidos, ni supieron lo que es hartura, porque no tocó sus almas el beso

regalado de la boca del Señor.

Y si alguna vez estas almas fueron tan dichosas que bebieron en la interior bodega

del Amado, más desgraciadas son aún, pues, quien tuvo bienes y los pierde, más siente la

necesidad de ellos que quien nunca los poseyó. Y por eso son atormentados, de una parte,

con el recuerdo del bien perdido, y de la otra, con la vileza de los goces que tiene,

sorprendiéndose el mismo espíritu de haber hecho un camino de amores que les es tan

desfavorable.

Almas que se apartan de la santidad, pues, según dice de sí misma Santa Teresa,

se ejercitaba:

«en vida tan baja de perfección que ningún caso hacía de pecados veniales, y los

mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los

peligros. Es decir, que es una de las vidas penosas; que ni gozaba de Dios ni traía

contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme

lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo

me desasosegaban: ello es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude

sufrir, cuanto más tantos años».

Estado de verdadera indigencia es el del alma tibia, pues ni se deleita en la

contemplación de las finezas del amor divino, ni saborea las dulzuras del mismo, ni goza

de las ventajas del sacrificio, privándose, con loca negligencia, de los encantos y méritos

1 N.E. Se refiere al vallisoletano sacerdote jesuita Luis de la Puente (1554-1624), teólogo y escritor ascético

español muy conocido por la santidad de su vida y profundidad y espiritualidad de sus obras ascéticas. A

destacar sus Meditaciones.

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que proporciona en ésta y en la otra vida el íntimo abrazo de la cruz, por puro amor de

Dios.

«Tiene el tibio los consuelos en deseos», pero jamás los halla, y menos los goza,

pues, ¿a quién darán gozo cumplido los bienes de acá abajo?

«Tiene el tibio los trabajos en paciencia». Con harta repugnancia los soporta, y

como es tan pródiga en penas esta vida, sin cesar las padece, con tanta más amargura

cuanto le son menos deseadas.

De parte alguna puede venir al tibio algún consuelo, ni siquiera sombra de reposo;

pues, en Dios no descansa, porque el propio amor y el de las criaturas lo desasosiegan a

toda hora, y bien sabido es que no hay criatura alguna, ni todas juntas son capaces de

aquietar los deseos del corazón, según la bellísima sentencia de San Agustín: «Fecisti nos

ad te et inquieturn est cor nostrum donec requiescat in te».

Y no es lo peor que el tibio sufra, porque, según dice el vigoroso maestro Beato

Ávila, confirmando lo ya dicho: «El tibio está puesto entre dos contrarios, que cada uno

le atormenta por su parte», lo verdaderamente triste es que vive el alma en ese estado de

tibieza «padeciendo desconsuelos gravísimos que le hacen dejar el camino bueno», al

decir del mismo bienaventurado maestro.

Parangonando el estado de felicidad del justo con el tristísimo en que son

atormentados los que pierden el fervor de la caridad divina, dice el Beato Ávila:

«Riéndose está el tibio por de fuera y carcomiéndose por dentro, y llora el justo y alégrase

en el corazón». Y luego da la razón el Bienaventurado, de esta alegría en el llanto, y de

aquella corroedora pena en la risa, con estas palabras:

«Ninguna cosa hay que por Dios se haga ni se sufra, aunque sea la misma muerte,

que sea pesada si la tibieza está ausente; y una paja hace tanto peso al tibio que lo

derriba en el suelo y le hace dejar lo comenzado, y le hace entender ser amargo de

si lo que es más dulce que la misma miel».

No se trata, pues, alma piadosa, de las almas enemigas de Cristo, son las amigas

del Esposo las que así sufren, cuando en vez de amar a Dios ponen su afición en las

criaturas.

Triste estado es este para las almas que tienen fe y por engaños y seducciones de

las concupiscencias y de Satanás se esfuerzan por hacer con vivir en la propia alma el

amor de Dios y el del mundo, las ansias espirituales de los santos y la afición a las

criaturas, el sacrificio y el regalo, el desprendimiento y el apego a las cosas terrenas.

Imposible; tales contrarios no dejarán en paz, ni un sólo instante, al alma en que

habiten.

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Esto fidelis usque ad mortem,

et dabo tibi coronam vitae.

Apocalipsis. 2­10.

¿Por qué te olvidas del Señor, alma, que tanto has suspirado por la santidad y que

ahora mismo estás convencida de que sólo en el verdadero amor divino hallarás la paz?

Porque quieres te atormentas; porque habías de ser rica y te empobreces; porque

habías de estar llena de honor y te colmas de ignominia; porque truecas la sabiduría por

la ignorancia; porque apartas tu vista de la belleza increada, poniéndola vigorosa en la

efímera de las criaturas; porque apeteces la vana felicidad terrena, que produce anhelos

insaciables, que fatigan y hacen descaecer al alma.

¿Es, por ventura, que no sientes los blandos toques que da a las puertas de tu

corazón el enamorado Esposo de las almas?

¿No oyes, acaso, la dulce voz del Amado que te llama para coronarte?

¿Ha podido acaecer que no lo veas saltando presuroso por valles y collados para

buscarte?

¡Ay, hermana mía!, ¿por qué huyes presurosa de la vista de este divino Pastorcico,

que, al ver cómo te alejas, llora sin consuelo y bien sea desde Belén, desde el Gólgota o

desde el Sagrario, clama diciendo: Vuélvete, esposa mía, vuélvete para que yo te mire?

¿Qué pude hacer por ti que no haya hecho? ¿No te di yo mi sangre para que en

ella se lavare tu alma y le tornases la blancura de la inocencia? ¿No te fortalezco con el

pan de los ángeles? ¿No serás dueña, alma mía, de la gloria eterna y tendrás por merced

a Dios infinito? ¿No te enseñé yo mismo el camino para llegar a la vida de la felicidad

inmarcesible? ¿Te he regateado jamás los medios para que te sublimes hasta el punto de

regalarte con los Principios de la gloria de Dios?

Hijos de los hombres, ¿por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?

Alma mía, vuelve tus ojos a tu Amado y no tornes a mirar los encantos de la

naturaleza para desearlos, ni tus propias hermosuras para engreírte por ellas. Todo lo que

no es Dios de Dios es, si no es pecado, cuanto creas tener o poseer agradécelo al Señor

humildemente, que cuanto más perfecto sea es más claro testigo de la generosidad del

Dador de todo bien.

¿Qué valen las bellezas que simboliza Venus?

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Vana es la hermosura que a la mañana se ostenta deslumbrante y a la noche es

sepultada entre estiércol y gusanos. De la gracia, dicen los libros santos, que es falaz. A

cuantos sedujo una mirada intensa o soñadora, el donaire, el movimiento, la vida, la

vibrante expresión de una gracia, que hizo sentir al alma la alegría disipada de esta vida,

arrastrándola, a una eterna ruina. Falax gratia.

Aborrece, hija mía, cuanto en el mundo hay para que seas ensalzada con los

ángeles. Prepara al Esposo celestial con tu virginidad un refulgente trono para que,

regocijado, descanse en él. Acuérdate del sello de amor que el Rey divino puso en tu

rostro y no admitas jamás amante nuevo. Ama al Cristo y segura llega hasta su tálamo,

porque la Madre de Él es virgen y su Padre no conoce mujer. Y cuanto más lo ames serás

más casta, cuanto más lo estreches a tu corazón serás más pura y cuanto más lo recibas

en tu pecho serás más virgen.

Despósate con Aquel a quién sirven los ángeles y de cuya hermosura se admiran

el sol y la luna. Apártate, cuanto sea posible, del pábulo de la muerte y despósate con Él,

poniendo en tu dedo el anillo de la más pura fe de la que viven los justos, y te tornarás de

flaca y débil, columna inmóvil, y la turba Angélica, absorta, contemplará el momento en

que recibas el premio de los santos, y no te darán espantos los fieros verdugos, ni bastarán

a secar el verdor de tu pureza las más encendidas llamas, ni te amedrentarán las más

sanguinarias fieras, no pueden matar el alma, dice el Esposo.

Nada baste a separarte de tu Esposo, ni la tribulación, ni la angustia, ni la

desnudez, ni los peligros, ni la espada, hasta que puedas decir con las almas que todo lo

perdieron por Jesús y se lavaron en su propia sangre:

Heme ya en la presencia del que desee; ya poseo al que esperé; ya estoy unida

en el cielo con Aquél, a quien viviendo en el mundo ame con toda fidelidad; ya lo tengo

y no lo dejaré, porque desde en medio de las llamas a Él clamé, y lo adoré, y lo bendije,

y lo glorifiqué.

Hasta la muerte, hija mía, se fiel y te dará el Señor la corona de la vida.

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Audi filia.

Veni, columba mea.

Dices que sientes descaecer el alma y que parece como que pierdes la prístina

caridad. ¿Es que te has olvidado, por ventura, de los amores purísimos de tu Reina

Inmaculada al Divino Esposo?

¿No es Ella la que nos estimula para que vuelen nuestras almas en pos de los

aromas del Amado?

Ella, la Esposa de los Cantares, nos ha enseñado a buscarlo preguntándole a Él

mismo en donde tiene los pastos y en donde el asestadero a la hora del medio día, para

que así no hayamos de ir vagueando tras de los rebaños de otros pastores y, regocijados

y tranquilos, nos acarremos con él.

¿No es la Virgen Inmaculada la que olvidándose de todos los regalos y deleites

sensibles nos enseña a complacernos en las amarguras del Crucificado, mostrándonoslo

cual hacecillo de mirra que ella guarda entre sus pechos como la más rica joya?

Libre de todas las miserias de este mundo, la Virgen sin mancilla, sin redes de

humanos afectos que la detengan adormida, sin asimientos que la impidan volar cuando

Ella quiera, y abrasado el lazo del propio amor, por el vehemente fuego de la caridad

divina, en las parrillas de la propia mortificación y desprecio, enséñanos a reposar a la

sombra del Amado y a regalarnos con el adobado vino de los más castos amores,

haciéndonos entrar en la interior bodega del Esposo para ordenar los afectos de amor en

nuestro pecho. Y, de tal modo nos da a sentir las exuberancias de las espirituales delicias,

que si no fuésemos confortados por la fuerza soberana del Rey fuerte, que pone su mano

izquierda debajo de nuestras cabezas y con su diestra nos abraza, bien cierto es, que

desfalleciéramos de amor.

Y si tales son los afectos que la Reina celestial trae a nuestra alma, ¿cómo puede

ser amarla y no sentirlos?

Y si es que no tienen redundancia sobre la parte sensible, gócese más en ello la

voluntad racional, porque son así más puros y libres de todo interés mezquino,

regalándose el alma en ellos, porque a Dios nos unen, y por Él todo lo dejamos, y en Él

nos han de transformar.

Reposa, alma, en el pecho de tu Reina Inmaculada y ya no te despertarán a la vida

de los mundanos ni los cantos de sirena de las criaturas engañosas, ni los ecos seductores

de sus bacanales.

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Y si en Ella estriba tu alma, no te conturbarán en la intimidad de tu espíritu ni el

violento luchar de las pasiones, ni las arteras sacudidas de Satán, ni vanidad ni

engreimiento de ti misma, te hará salir de tu dulce reposo al lado de la Virgen purísima,

pues Ella, velando tu sueño, sólo te dejará oír la voz del Amado.

Y entonces te hará ver cómo salta montes y brinca collados, ligero como el gamo

y semejante al cervatillo, y cómo juguetea, ora ocultándose, ora mirando por los

resquicios de tus ventanas, ora atisbando por las celosías, hasta que bien cierto de que tú

de sólo Él estás pendiente, clame y te diga: Levántate, apresúrate, amor mío, paloma

mía, hermosa mía, y oigas su voz dulce, más que todas las mieles de las criaturas, y

salgas de la obscura noche de los asimientos humanos, y cambies de ganado y de hábito,

y ya no halles jamás en tu corazón afectos para lo terreno teniendo todo lo que no es Dios

por desabrido, por ignorancia la humana ciencia, y por prisiones las mundanas libertades,

y por cosa despreciable todas las grandezas de esta vida.

Y, teniendo en poco el pan de que vive el hombre terreno, apetecerás sólo la vida

que nace de la palabra creadora de Dios que tiene vivísimas lumbres de saber divino y

sabores de dulce paz, que trasciende hasta las últimas moradas del alma.

Entonces entenderás, cómo eres llevada a los pechos de Dios y que Él te regala

poniéndote sobre sus rodillas.

Y en los brazos de María Inmaculada volarás presurosa, porque Ella es la paloma

desposada con el Espíritu Santo que a donde quiere arrebata las almas.

Ella te dará el calor que falta a tu pecho infundiéndole el fervor que lleva al más

perfecto servicio de Dios.

Ella te colocará bajo las alas de paloma del mismo Divino Espíritu para que de Él

recibas todo don perfecto.

Ella te acercará a Él para que puedas mejor mirar, como en un espejo, la imagen

divina que has de poner en tu alma.

Ella te hará amiga de Dios, haciendo que le conozcas hermosa, enseñándote a

obrar con la humildad de tu divino Esposo, y paloma, asociándote por la simplicidad al

Espíritu Santo que siempre quiso manifestarse en tal forma.

Ven, hija mía, ven, te dice sin cesar la Reina Inmaculada.

Ven, que ya pasó el invierno desde el primer instante de mi ser porque el frío

glacial del Paganismo empezó a huir desde que el Señor puso en mí todas las

complacencias de su amor, y en mí empezó a sentir la Humanidad los rayos ardientes del

amor divino, desde que yo nací y empezó a lucir entre los hombres la inefable primavera

de la virtud.

Ven junto a mi cuna y sentirás enardecerse en tu pecho las ansias de Dios, con

suspiros ardientes lo llamarás, y un volcán de celestiales deseos abrasará tu alma.

Si eres pecador ven, yo te llamo para que andes por el camino de la justicia.

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Ven al reino de Dios, apártate de la fría región del pecado, acércate al calor de mi

gracia y florecerá tu espíritu, y darás frutos, y serás una de tantas palomas sencillas de tu

Dios, y volarás a vivir en la llaga de su corazón.

Ven, pecador, ven: Yo soy la Inmaculada.

Si eres santa, alma de mi amor, ven.

Huye del ocio y de la tibieza, estudia las virtudes y ejercítate en santas obras, da

limosnas o déjalo todo, sé casta o conságrame la integridad de tu cuerpo y alma por la

virginidad, se humilde o entrégame tu voluntad en las manos de un superior, vive apartada

del mundo o escóndete en los huecos de las celestiales albarradas que cercan el reino de

los cielos.

Vente conmigo al Templo del Señor y allí reposarás en oración y mortificación

hasta que te embriagues en el amor de mi Jesús y sólo por Él suspires, y todos los

sacrificios parézcante por Él mezquinos.

Ven: Yo soy la Inmaculada.

Entonces, hija mía, ven.

Ven, sencilla paloma.

Ya no hay en ti la doblez de la malicia de las almas imitadoras del hombre viejo.

Ven, castísima esposa, del Rey escondido, ven, y como tórtola resuenen tus

gemidos en los abismos eucarísticos en donde Él se oculta, anonádate más, mírame recién

nacida, soy la Reina, se tú más pequeña aún, y ven a esconderte conmigo en el Sagrario,

en donde repetirás, mientras te abrazas íntimamente con tu prisionero Esposo.

Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum.

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Audi filia.

Qui me invenerit, inveniet vitam.

Proverbios. 8, 35.

Ven, hija mía, ven, dice la Inmaculada, ven a mí, y el mundo todo venga a

regalarse con las dulzuras de mi amor y a fortalecerse en las humildes virtudes que yo

practiqué en mi Infancia, Niñez y Juventud y que de mí aprenderá.

Nada austero hay en mí. ¿No has contemplado la imagen de mi aparición como

Inmaculada de rostro sereno y juvenil, vestida de pureza, ceñida de cielo y calzada de

rosas? En mi mano no hay más arma que el santísimo Rosario. Quiero que repitan los

hombres sin cesar: Ave Maria gratia plena, Dominus tecum.

Quiero salvar al mundo, quiero informar con el más elevado espíritu las almas

de los santos, quiero sublimarlas con la más heroica perfección, pero, advierte, hija mía,

que en mí todo es sencillo y nada hay extraordinario ni pomposo, todo humilde, todo

escondido, todo en soledad, todo en silencio. Toda mi gloria es interior. Cuanto puede

aparecer al exterior es para mí despreciable si se compara con lo que vive y palpita por

dentro. ¡Son tan activas y vehementes las encendidas llamas de la verdadera caridad!

¿Quién podrá apagarlas? «Las muchas aguas no han podido extinguir el amor, ni los ríos

podrán sofocarle».

Quiero apartar a las almas del pecado, y conducirlas por los caminos de la

dulcísima penitencia; quiero llevarlas de perfección en perfección, separándolas de las

criaturas y conducirlas a fortalecerse en los sabrosos pastos del Amado, y a reposar, libres

de toda terrena solicitud, en el asestadero del Buen Pastor. Quiero que sigáis el camino

de las almas santas y que os regaléis con el Esposo ya sea manojillo de amarga mirra, ya

racimo de oloroso cipro2. Quiero introduciros en las bodegas del divino amor para que de

tal modo se ordene en nuestros corazones la caridad que, por la fuerza del amor de Dios,

desfalleceríais, si Él no os confortase con su virtud. Quiero que voléis en pos del Rey,

atraídas por los encantos de su voz, cargadas de virtudes y sin temor a las raposas de la

vida espiritual, sin querer más tesoro que a Él, que apacienta su rebaño entre azucenas, y

siéntase el Amado herida el alma y todo Él cautivo en los lazos de tu perfección, que se

acrecienta en el huerto cerrado y fuente sellada donde mora el Espíritu Santo y en donde 2 N.E. Este cipro del que habla la esposa del Cantar de los Cantares es una clase de arbusto parecido a la

de la oliva, de flor blanca y olorosa. En el manojillo de mirra y el racimo de cipro ve Santo Tomás de

Aquino un símbolo de la resurrección de Jesucristo. (El Cantar de los Cantares. Paráfrasis en verso

castellano según el sentido místico, Fray Ramón Valdiviares y Longo. Imprenta Real de Sevilla, 1818, pag.

175).

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se realizan los místicos desposorios del alma con Dios; sintiéndose feliz también el alma,

porque sabe que es toda de Él y que Él hállase siempre inclinado benévolamente hacia

Ella.

Quiero, hija mía, verte de tal modo enamorada de Él, que, sobre serle fidelísima

esposa, tan suave te sea vivir unida a Él, que con el Esposo sólo desee tu alma juguetear

y deleitarse como el rayo del sol besa mil y mil veces la limpia superficie del rizado

arroyuelo en que se retrata.

Quiero sacarte del Líbano, de la cima del monte Amana, de las cumbres del

Samir y del Hermón, porque en esos montes tienen sus guaridas los leones y los

leopardos; y quiero llevarte, para que seas coronada, al monte de la mirra y al collado del

incienso; y con la firmeza y majestad de un ejército formado en batalla, y con la

delicadeza de la aurora que nace, y con la velocidad de la corza y del cervatillo, te haré

llegar hasta el monte de los aromas para que allí recibas el beso eterno de la boca del

Amado.

Quiero, en fin, hija mía, que aprendas de mí, desde el primer instante de mi ser,

porque así conocerás la vía que debes seguir hasta que alcances la gloria de ser madre de

Dios por el perfecto cumplimiento de la divina voluntad.

Y yo te diré, para hablarte con las mismas palabras que a la incomparable doctora

mariana, la venerable Madre María de Jesús de Agreda, dirigió la misma Inmaculada:

«Esta es la voluntad de mi Hijo santísimo, que extiendas tus fuerzas a lo que yo te

enseñaré, atendiendo con todo el aprecio de tu corazón a mis virtudes y obras...

Yo te enseñaré lo más santo y perfecto de la vida cristiana, y lo más aceptable a los

ojos de Dios».

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Habla María.

Muy escogido deseaba yo que fuese, hijita santa, lo que te diera en este número

de Esclava y Reina para sostener más tu alma y hacerla subir, de ascensión en ascensión,

hasta los más encumbrados ápices de los místicos amores.

Suspiraba yo, alma piadosa, por darte manjar del cielo y que estuviese fabricado

por las manos de María y en el gracioso nido de su cuna venturosa, y como nada podía

yo excogitar que llenase mis deseos, torné mis ojos suplicantes a la Reina recién nacida

y Ella mostrome lo más sencillo, práctico y sólido que yo podía decirte, recordándome la

doctrina práctica que la Señora misma, con motivo de su admirable Natividad, dio a la

venerable Madre María de Jesús de Agreda y, en ésta, a todas las muy amadas religiosas

concepcionistas y al mundo todo, que ha de ser concepcionista también para salvarse del

inmenso naufragio en que se agita, pues la nave salvadora es la cuna de María y Ella el

único experto piloto que la encamina a Cristo Jesús, su divino Hijo.

Habla María: oye, pues, y practica.

«La doctrina que ahora te doy sea, que, pues yo con liberal piedad te elegí por mi

discípula y compañera, siendo tú pobre desvalida, trabajes con todas tus fuerzas

en imitarme en un ejercicio que hice toda mi vida después que nací al mundo, sin

omitirle día ninguno por más cuidados y trabajos que tuviese.

El ejercicio fue que cada día, en amaneciendo, me postraba en presencia del

Altísimo y le daba gracias y alababa por su ser inmutable y perfecciones infinitas,

y porque me había criado de la nada; y reconociéndome criatura y hechura suya,

le bendecía y adoraba, dándole honor, magnificencia y divinidad como a supremo

Señor y Criador mío, y de todo lo que tiene ser.

Levantaba mi espíritu a ponerle en sus manos y, con profunda humildad y

resignación, me ofrecía en ellas, y le pedía hiciese de mí a su voluntad en aquel

día y en todos los que me restasen de mi vida, y me enseñase todo lo que fuese de

mayor agrado suyo para cumplirlo.

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Esto repetía muchas veces en las obras exteriores de aquel día, y en las interiores

consultaba primero a su majestad y le pedía consejo, licencia y bendición para

todas· mis acciones».

¿Quién, teniendo fe, podrá dudar que este santo ejercicio hecho con perseverancia

no será más que suficiente para llevarnos a lo más alto de la santidad?

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Audi filia

Habiendo ya sonado la voz de tórtola3 de nuestra Inmaculada Reina, y dirigídose

a ti con tanto amor como lo hizo a la Venerable madre Agreda, bueno es, alma santa, que

vuelvas sobre aquellas palabras que destilan dulzura y que, a semejanza de lo que hacía

la Señora con las palabras de su divino Hijo, así hagas tú con las del Asiento de la

Sabiduría, meditarlas y conferirlas en tu corazón hasta que en él queden grabadas del

modo más indeleble, pues fíjate que te enseña, dándote no una enseñanza aislada o

circunstancial, como hizo con tantas almas, no; lo que da María es doctrina, es enseñanza,

pero ordenada, sistemática, fundada en sólidos principios.

La Doctrina que ahora te doy, dice la soberana Maestra, sea, pues yo con liberal

piedad te elegí, Ella eligió a la Madre Agreda, y ella nos elije a todos los que hemos de

saborear sus doctrinas, pues siendo el de Ella modo en todo semejante al de su divino

Hijo, así como Este elige a sus escogidos, así también Ella; y como Él hace elección por

pura generosidad suya, así también ella elige con liberalidad a los que desea hacer suyos,

y esta largueza es tanta cuanto la piedad impone.

Ella nos escoge con amor maternal. Por este motivo a los escogidos no los llama

siervos, sino discípulos y compañeros y, por eso, continúa diciendo a la Madre Agreda:

«te elegí por mi discípula y compañera».

Pero no había de empezar la Reina del cielo enseñanza alguna sin ponerle

apropiado fundamento, y, por eso, descubre en el corazón de la Madre Agreda, y en los

nuestros, la piedra fundamental de todo edificio espiritual mostrándole el por qué debe

ser humilde, aunque Ella la escoge por su discípula y compañera cuando le dice: «siendo

tú pobre desvalida»

Ese es el modo de obrar de María. Antes de decir fíat, o lo que es lo mismo, sea

yo hecha Madre de Dios, ya habían pronunciado sus inmaculados labios: Ecce ancilla

Domini.

Y así lo hace María, porque el Maestro soberano que empezó a hacer antes que

enseñar, antes de ser anunciado por los ángeles, quiso ser despreciado por los betlemitas4

y nacer en un pesebre. Cuando Él se ofrecía en el Templo como uno de tantos hijos de los

3 N.E. El canto de la tórtola se ha venido interpretando como un símbolo de liberación, restauración y

salvación. El canto de la tórtola no se puede escuchar sin que ojos y oídos estén abiertos y atentos. 4 N.E. Habitantes de Betlem (Belen).

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hombres, el santo anciano Simeón lo declaraba Luz de las gentes. Mientras era bautizado

en el Jordán, como los pecadores que necesitaban penitencia, el Eterno Padre lo declara

su Hijo muy amado en los cielos, sin antes haber pasado por las ignominias de la cumbre

del Calvario.

Y por eso, alma santa, es por lo que la Maestra celestial le recuerda a la Madre

Agreda que le da tal prueba de amor sin que, por concepto alguno, haya podido merecerlo

una criatura como ella, que no ha podido adquirir tal favor porque pobre, muy pobre, a

las puertas del orden sobrenatural, y pobrísima para conseguir por sus propios bienes

gracias que, sobre ser sobrenaturales, son de todo punto extraordinarias.

Y si por pobre no lo pudo conseguir, tampoco pudo por la mediación de otros,

pues de no ayudarla María, la Madre Agreda, y toda criatura racional, no tiene quien le

valga, y así queda enteramente desvalida.

Y para que no sea ni lo uno ni lo otro, Ella te elige para que seas su discípula y

aprendas de Ella a ganar con la gracia divina, y obrando, como Ella, las riquezas, no del

oro y la plata de la tierra, más las eternas recompensas. Y por eso te hace también su

compañera, pues con Ella hemos de reinar aquí, en el mundo, por el ejercicio de las

virtudes y sujeción de nuestras malas pasiones y, con Ella y con Cristo, seremos para

siempre jamás glorificados si con ellos somos también crucificados.

He aquí por qué la doctrina que María enseña a la Madre Agreda no es

especulativa, sino más bien práctica, porque no es con palabras o enseñanzas aprendidas

de memoria con lo que nos hacemos conciudadanos de los ángeles, sino con obras

conformes al querer divino, y por eso la doctrina que le enseña, según dice la Santísima

Virgen, es que trabajes con todas tus fuerzas en imitarme.

Y advierte, hija mía, que con ser tan excelsa dignación la de que seas llamada a

imitar a la Inmaculada, en nada te has de sorprender por ese llamamiento, pues, si Ella así

te solicita, es para que de Ella aprendas a imitar a Jesús, que es el divino ejemplar a quien

todos hemos de imitar con nuestras obras, y para cuyo fin somos por Él mismo tantas

veces solicitados y urgidos, cuando nos dice, «aprended de mí», y por los discípulos y

compañeros del divino Maestro, cuando con el Apóstol nos dicen: «Imitadme a mí

vosotros, como yo imito a Cristo».

Mas, como la imitación, si es imperfecta, no es tan intensa como se requiere para

engendrar hábitos de santidad, por eso nos dice la Virgen que trabajemos, y no de

cualquier modo, sino con todas nuestras fuerzas, pues es mucho el empuje que hemos de

resistir contrario al bien obrar, ya de parte de las malas pasiones, ya del demonio, ya de

las sugestiones del mundo, ya, en una palabra, de todos los enemigos, tanto internos como

externos, de nuestra salvación, por eso quiere la Santísima Virgen que trabajemos con

todas nuestras fuerzas para imitarla según Ella, desea, «en un ejercicio que hice toda mi

vida después que nací al mundo».

Si María sólo pidiera que la imitásemos en general, bien podríamos decir que sería

la perfección para nosotros, en este caso, como llegar a un punto determinado lanzándose

a la mar sin norte ni brújula.

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Por este motivo lo que exige María a la Madre Agreda es que la imite en un solo

ejercicio, tan importante, que Ella lo practicó toda la vida desde que nació, tan necesario,

que de él dice la celestial Maestra que lo hizo: «sin omitirlo día alguno por más cuidado

y trabajo que tuviese».

Luego, este ejercicio era preferido por la Inmaculada a todo otro.

Dispongámonos, por lo tanto, a seguir esa santa práctica constantemente, alma

piadosa que aspiras a la santidad como al único fin de tu existencia.

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Audi filia

Que trabajes con todas tus fuerzas en imitarme en un ejercicio que hice toda mi

vida después que nací al mundo sin omitirle día alguno, por más cuidados y trabajo que

tuviese.

Fíjate, alma santa, de nuevo en estas palabras de la Santísima Virgen María ya

que, la Reina, tanta gravedad ha puesto en ellas al decirlas.

Hay que trabajar para seguir al modelo perfectísimo que el Señor nos dio por

Madre en el orden sobrenatural.

Es trabajo lo que hemos de hacer, no gusto ni regalo, que muchas son las almas

que siguen los caminos de la virtud mientras esta se nos ofrece llena de los encantos con

que suele Dios dar la divina gracia a tos principiantes, mas, si truécanse en aridez las

prístinas exuberancias de ilustraciones y mociones, si a las íntimas comunicaciones con

el Amado que nos hacía sentir las inexhaustas dulcedumbres de su regalada presencia,

siguen momentos de amarga desolación y el horrible vacío del desamparo, ¿cuáles son

las almas que, entonces, serán capaces de exclamar con el divino Maestro, en tus manos,

Señor, encomiendo mi espíritu, o las que estarán, como María firmes al pie de la Cruz?

Pocas, alma mía, pocas.

Hasta el partir el pan, multi sunt vocati, hasta beber el cáliz, pauci vero electi.

¡Cuántas almas que se dieron a la perfección con vientos de la más eficaz bonanza

y que surcaban los mares de la vida espiritual, con gran regocijo de la Iglesia que en ellas

se recreaba, tornáronse bien pronto a sus puntos de partida a la más ligera marejada de

una imprevista contrariedad, o huyeron precipitadas ante los negros nubarrones y fieros

silbidos del huracán iniciador de la tormenta, o fueron a estrellarse contra el primer

escollo a cuyo pie hallaron sepultura en el más negro abismo!

Muchos empiezan, pocos siguen y muy pocos llegan a la perfección a que debieran

arribar en esta vida.

Y es el principal obstáculo que se nos opone en este camino, la falta de

convencimiento que llevamos en nuestra alma de que la virtud es fuerza, y de que hay

que conseguirla con trabajo y, no pocas veces, con esfuerzos extraordinarios con los que

rara vez hay que llevar a cabo obras que alienten vanamente, y, casi siempre, hay que

soportar vejaciones y sufrimientos que, so capa de ignominia a los ojos del mundo,

encierran en su seno los gérmenes de la perfección más encumbrada.

Y no todos conocen estos, caminos.

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Que trabajes con todas tus fuerzas.

El trabajo de suyo es pesado, por sencillo que sea nos repugna, pesa sobre nosotros

como un castigo.

Apenas hay quien, considerándolo como instrumento ennoblecido de la

humanidad, lo acepte gustoso y lo ejercite hasta llegar con él a las heroicidades de los

grandes sacrificios, si se le imponen, para llegar después hasta las cumbres del Tabor

glorioso, en donde se mira la Humanidad deificada por la única verdadera progresiva

marcha de la voluntad hacia el bien supremo y la ascensión de todos los sublimes deseos

del espíritu humano, hasta anegarse en el torrente de la felicidad eterna que nace en el

trono en donde se asienta Dios Trino y Uno.

Y por eso, alma piadosa, no has de tener por mucho que la Santísima Virgen te

incite con su ejemplo de toda la vida; no puede ser más eficaz el estímulo, para que

trabajes con todas tus fuerzas todos los días.

El trabajo ha de ser fervoroso y constante, de toda la vida, sin omitirlo día alguno,

porque la virtud de las buenas obras estriba principalmente en la perseverancia.

Así es que no es la variedad de prácticas devotas engendrada por los gustos

sensibles o los caprichos de la voluntad la que nos dispone para ser santos. Es la

constancia en los ejercicios que son fundamentales en la vida espiritual. Sin que por eso

hayamos de afirmar que no se puede el alma ejercitar en diversos actos de devoción, que

también en las prácticas espirituales la variedad las hace amenas y agradables, y, si son

duras de por sí, las hace más llevaderas. Pero bien nos muestra la divina Maestra con su

ejemplo de repetir durante todos los días de su vida un mismo ejercicio, que los actos de

piedad, como todos los otros, son tanto más perfectos cuanto más se practican y tanto más

agradables a Dios, por consiguiente, cuanto más nos ejercitamos en ellos.

Así es, la constancia debe ser el incesante trabajo de nuestra vida en el bien

comenzado sin que a su práctica se oponga cosa alguna exterior, que es el verdadero

enemigo de la constancia y la prueba evidente del amor a las cosas sensibles, que son las

que convierten al alma en mariposa que vaga de flor en flor sin rumbo y torcida.

Por eso, alma que aspiras a la santidad, tú no has de apartarte ni una sola tilde de

la imitación de María, tu Maestra, y has de procurar hacer los actos de piedad al modo de

Ella, trabajando con todas tus fuerzas para imponerte a toda otra atención o cuidado que

de ellos te hubiera de apartar, pues Ella te enseña que todos los días de su vida hizo un

ejercicio santo por más cuidados y trabajos que tuviese.

Y con esto, que deseo que medites con reflexiva atención una y otra vez, bien te

enseña tu Madre santísima que uno solo debe ser tu cuidado, con lo que te muestra el

unum est necessarium de su Divino Hijo. Que los cuidados nunca están mejor atendidos

que cuando racionalmente se dejan en Dios y nosotros en la sola gloria de Él nos

ocupamos.

Y si los cuidados de la vida no han de apartarnos del camino de la santidad una

vez emprendido, tampoco han de ser parte para ello los trabajos, según nos dice la divina

Maestra en consonancia con lo enseñado por su divino Hijo, pues si a Él hemos de seguir,

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con estímulo de trabajos ha de ser, que tanto mejor lo seguiremos cuanto más nos

hayamos abrazado a nuestra cruz para ir en pos de Él.

Ve, alma santa, una lección de todos sabida, pero de muy pocos recordada, que ni

quehaceres ni penas apartan de Dios, antes bien, son acicate que nos impulsan a vivir

unidos con él Amado, porque sobre ser cruz y nada más que cruz lo que hemos de tomar

para seguirlo, porque tal es su clarísima voluntad, bien sabido es de todo cristiano que los

trabajos hechos y apenas sufridos por Dios, son los mejores dones y las más exquisitas

dádivas que el Señor nos puede hacer, y si la más rica joya de que Él hizo gala durante

toda su vida fue la cruz, y de ella nos hace participantes, con nada nos puede atraer hacia

Él más fuertemente qué dándonos a gustar los sabrosos frutos de los cuidados y trabajos

que de la cruz manan.

No digas de hoy en más, alma piadosa, que los muchos cuidados y trabajos te

impiden el ejercicio de las obras santas. Atribúyelo mejor a la piedad de tu corazón. Tu

alma se torna a lo sensible apartándose de Dios, pierdes el fervor de tu caridad primera,

tal vez aun no pueda decirse de ti que eres tibia, pero teme haber puesto el pie en el camino

por donde van las almas que producen náuseas al Rey de la gloria.

Si cuidados y trabajos te apartan de Dios, piensa que ni los unos ni los otros por

El los haces o soportas, por eso no te unen con Dios, porque te arrastran al principio de

donde nacen, a ti misma, si el amor propio los inspira, o a las criaturas, si a ellas tratas de

complacer. Sean tus cuidados los mismos de Dios y tus trabajos los que por sólo Dios té

impongas, y dime luego si habrá algo en la tierra o en el cielo capaz de apartarte de la

caridad de Él.

Antes de terminar, hija piadosa, no quiero dejar de anotar aquí la diligencia y

presteza de la Santísima Virgen en la práctica del ejercicio que nos ha de enseñar, pues

Ella misma nos dice que cada día, en amaneciendo, lo ponía por obra.

La primera obra del día. De aquí has de comprender cuánta será la importancia y

trascendencia de este ejercicio primero de la Señora para que tú te decidas a ponerlo en

práctica, también, con la misma solicitud, y tengas ya verdadera ansia de aprender de boca

de María, tu Reina, este santo ejercicio, por Ella tan preferido, y que clames con la

Venerable Madre Agreda diciendo:

«Suene dulcísima Señora mía, vuestra suavísima voz en mis oídos, pues tenéis

palabra de vida... En mi pecho arde el fuego que vuestra piedad ha encendido para

desear lo más santo, más puro y más acepto de la piedad a vuestros ojos, pero en la

parte inferior siento la ley repugnante de mis miembros a la del espíritu que me

retarda y embaraza, y temo justamente, no me impide el bien que Vos piadosísima

Madre me ofrecéis. Miradme, pues, Señora mía, como a hija, enseñarme como a

discípula, corregidme como a sierva, y compeledme como a esclava cuando yo

tardare o resistiere, que no deseo hacerlo de voluntad, pero reincidiré de flaqueza».

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«El ejercicio fue que cada día en amaneciendo me postraba en presencia del

Altísimo, y le daba gracias y alababa por su ser inmutable y perfecciones infinitas,

y porque me había criado de la nada, = y reconociéndome criatura y hechura suya

le bendecía y adoraba, dándote honor, magnificencia y divinidad, como a supremo

Señor y Criador mío y de todo lo que tiene ser. = Levantaba mi espíritu a ponerle

en sus manos, y con profunda humildad y resignación me ofrecía en ellas y le pedía

hiciese de mí a su voluntad en aquel día y en todos los que me restasen de mi vida,

y me enseñase lo que fuese de mayor agrado suyo para cumplirlo. = Esto repetía

muchas veces en las obras exteriores de aquel día, y en las interiores consultaba

primero a su Majestad, y le pedía licencia y bendición para todas mis acciones».

Este es el santo ejercicio que la Maestra divina, con las palabras de grave

recomendación que ya hemos ponderado en los números anteriores, enseñó a la venerable

madre Agreda, diciéndole que la imitase en la práctica de él, pues Ella no lo había omitido

día alguno por más cuidados y trabajos que tuviese, ejercicio de profunda piedad y del

altísima perfección, que todo cristiano debe practicar para vivir según el espíritu que en

él nos enseña la que es asiento de la Sabiduría, el que nosotros consideraremos dividido

para su más acertada explicación, en las partes indicadas por las dos rayitas [=], con que

hemos separado cuatro partes en el párrafo con que encabezamos este artículo.

«Que cada día». Ya nos había dicho la Señora Inmaculada que desde el primer día

de su Nacimiento ni uno solo de los de toda su existencia en este mundo dejo la santa

práctica de este santo ejercicio.

«En amaneciendo». Si lo había empezado desde el primer día de su vida, también

era lo primero que practicaba al despuntar la aurora. Eran las soberanas primicias de la

mente y de la voluntad de la Inmaculada que se ofrecían delante del Señor con todos los

caracteres de primacía, de preferencia y de predilección de que era capaz el purísimo

pecho de María, en el que, como en incensario en donde siempre arden las ardientísimas

brasas del corazón de la Madre del Amor Hermoso, se ofrendan siempre al Amado

riquísimos perfumes que se exhalan de los labios de mieles y ambrosías de la Esposa

única y amada sobre todos los hijos de Jerusalén.

Sí, hija santa, «en amaneciendo» debemos abrir delante de Dios nuestros labios

para sonreírle, como abren las flores sus corolas para esparcir sus aromas; nuestros

entendimientos para conocerlo más y más, como el sol se abre paso entre las nieblas para

mostrarnos cada día mejor las obras que revelan la infinita sabiduría; y nuestra voluntad

con todos los afectos de nuestros corazones, como ábrense en sus nidos los pechos de las

aves para cantar las divinas bondades, que ni a ellos olvida, proporcionándoles el calor

de su nido y el sustento con que les regalan sus solícitos padres.

Dios es el supremo Señor de todo nuestro ser, sin que se pueda excluir ni el más

ligero afecto del corazón. Por eso a Dios hay que ofrecernos con nuestros afectos, con

nuestro entendimiento, con nuestra voluntad, con todas las fuerzas de nuestro cuerpo, con

todo nuestro haber y poseer, como diría el maestro de la Cueva de Manresa. Y como es

en todo principio indeficiente y eterno, debémosle todas las primicias del ser y del tiempo.

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Por tal motivo, no hay alma piadosa que abriendo sus ojos a la luz del día no se

ponga en la presencia de Dios y le alabe, y adore, y se ofrezca humildemente a servir al

Supremo Hacedor de todas las criaturas.

«En amaneciendo». En cuanto la voluntad es dueña de sus actos, y el

entendimiento se da cuenta de que es capaz de pensar.

Antes de que las pasiones malas emponzoñen el ambiente de nuestro espíritu con

sus falaces imágenes, y la sensualidad haga sentir con imperio el acicate de sus

incitamentos a los regalos y deleites de las criaturas.

Antes que la imaginación nos enloquezca.

Antes que la fantasía nos deslumbre, impidiéndonos mirar al cielo.

Antes que el corazón nos muestre sus afectos y simpatías carnales, tratando de

hacérnoslas preferibles a toda otra inclinación por divina que sea.

Antes que los cuidados de la vida vengan a entorpecer nuestra atención

apartándola del único negocio necesario, relegándolo a muy secundario lugar, o al más

completo olvido.

Antes que importunos recuerdos distraigan nuestra mente y la hagan divagar

olvidándose de su verdadero norte.

Antes que los asaltos de la pereza nos detengan en la vaga inacción de los ociosos;

antes que el mundo te seduzca; antes que la carne te subyugue.

Antes que Satanás, con redes o cadenas, nos esclavice con sus nefastas

sugestiones.

Antes que la pasión dominante despierte.

Antes que el amor propio se imponga al espíritu de sacrificio.

Antes que se abran los sentidos a la vida de la naturaleza, ríndete con todo tu ser

delante de Dios y en testimonio exterior de que así lo haces no olvides «que cada día en

amaneciendo me postraba en presencia del Altísimo».

¡Cuánta sencillez y cuanta sublimidad hay en las obras piadosas!

«Me postraba». ¡Oh Paraíso nuevo! ¡Oh tierra nueva¡ ¡Oh cielo nuevo¡

Paraíso en el que la Humanidad inmaculada se postra reverente ante Dios, como

Adán se postraría ante la Omnipotencia del Altísimo en el momento mismo en que

recibiera de Él el hálito de vida.

Tierra nueva y jamás manchada. Cielo nuevo en el que se escucharía sin

cesarquis ut Deus, sin que jamás se oyera en los espacios casi infinitos del alma

inmaculada de María non serviam, y en el que se oiría, en cambio, repetir sin cesar el

glorioso ecce ancilla Domini.

Eva nueva que jamás postrose ante la serpiente seductora, verdadera Madre de

vivientes que, en nombre de la Humanidad regenerada, postrábase ante el Hacedor para

darle gracias por todos dones que de Él había recibido, elevándola sobre todas las criaturas

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visibles, haciéndola dueña de la tierra de toda plenitud y de los ámbitos del orbe y de la

muchedumbre de todas las cosas. Postrábase como criatura en presencia del Creador;

como lo finito, ante lo infinito; como el débil, ante el Omnipotente; como el mortal, ante

el Eterno; como el ignorante, ante el Omnisciente; como el que había sido criado de la

nada, ante Aquel que, con su palabra, ha hecho surgir las bellezas que admiramos, reflejos

de la inefable hermosura infinita; como el que, al mirarse hombre, «sentíase capaz de

entender el Bien sumo, y de amarlo al entenderlo, y de poseerlo amándolo, y de gozar de

Él al poseerlo».

Como la nada se postra ante el supremo Ser, así María, desde el primer instante

de su ser y durante todos los días de su vida, postrábase ante el Altísimo.

Y tanto más postrábase la Virgen sin mancilla, cuanto más había de obrar en

relación con la dignidad más encumbrada, que tanto es más elevado el hombre cuanto

más se abaja delante de Dios porque el que se humilla será ensalzado, y es muy natural

que tanto más sea ensalzado el que más procure humillarse. Y, por tal motivo, el que

postra su cuerpo delante de Dios y rinde su juicio, y entrega su voluntad, es el que

verdaderamente es rey de sí mismo, y, por ser del número de los bienaventurados pobres

de espíritu, posee el reino de los cielos y él será de los príncipes del pueblo de Dios.

«Homo de coelo caelestis».

Porque, ¿quién no se postra delante de Dios para de Él recibir fuerza, bondad y

sabiduría?

¿A quién se someterá para recibir o perfeccionar tales dones?

Si postrase delante de sí mismo, que es el primer paso de ordinario que da el que

se aparta de Dios, pues a falta de amor de Dios acreciéntase el amor propio, toda la

grandeza del hombre queda sometida ante la propia miseria.

La mayor pequeñez del hombre es creerse grande a sí mismo. Vapor que se disipa,

nube que pasa, sombra que se desvanece, flor de hoy y hez de mañana, enjambre de malas

pasiones, sentina de vicios, postema de pecados.

El hombre que se ama a sí mismo es tan mezquino como la enfermedad que le

mata. Y si llega en su demencia a postrarse ante las otras criaturas hácese inferior a ellas,

que tal es la ley del que se postra ante quien quiera que sea el objeto de su adoración.

Este es el hombre terreno, el que se alimenta de sólo pan, el que es polvo y en

polvo se convertirá. «Amas la tierra, tierra eres», diremos con San Agustín. «Homo de

terra terrenus».

Postrémonos también nosotros, alma piadosa, ante el Altísimo y démosle gracias,

porque nos ha criado de la nada.

¿Qué menos podemos hacer en obsequio del que nos ha dado el ser que tenemos

que postrarnos de hinojos agradecidos delante de Él para decirle: Gracias?

¿Y quién, en reconociendo al Supremo Hacedor de todos los seres, del que es

capaz de todo, no se deshace en alabanzas de Él por su ser inmutable y perfecciones

infinitas?

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Todo lo he recibido de ti, Señor, sea para ti, Señor, todo mi ser ya que tan

amorosamente a ello nos estimula nuestra Inmaculada Madre.

Y ya que, por obedecerte e imitarte, queremos hacer este santo ejercicio que desde

el primer instante de tu ser practicaste, Reina nuestra, acuérdate de tanta flaqueza e

imperfección como hay en nosotros, y Tú, así como nos enseñas, acompáñanos y recibe

este humilde homenaje en tus manos ricas y misericordiosas, y hermoséalo, y haz que sea

acepto a los divinos ojos.

Sin tu ayuda, Madre mía, ¿no sería yo en extremo osado al acercarme solo a tu

divino Jesús a quien tantas veces injurié con toda vileza?

Y, porque Dios resiste a los soberbios y yendo a Él unidos con María, acreditamos

nuestra humildad, yo quiero, Rey eterno, llegar a ti acompañado de María recién nacida,

porque cuanto Ella se nos muestra más pequeña, más clara se manifiesta nuestra

humildad, y así más eficazmente mereceremos la gloria del Señor.

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Y reconociéndose criatura y hechura suya le

bendecía y adoraba, dándole honor, magnificencia y

divinidad como a supremo Señor y criador mío y de

todo lo que tiene ser

Mística Ciudad de Dios. Parte I, libro 1º, capítulo 21, § 342

.

¡Qué profundas enseñanzas en las sencillas palabras con que la soberana Maestra

enseña a la Venerable María de Jesús, su agredana discípula!

Ya conmemoramos en el artículo anterior los motivos por los cuales la Santísima

Virgen adoraba al Altísimo.

Era el primero ser Dios quien es, en sí mismo. El segundo, porque la había criado

de la nada, concepto que expresa también la idea del ser Infinito, en cuanto se relaciona

como Creador con toda criatura, mereciendo por esta causa todo honor, alabanza y

bendición.

Pero si era conveniente que el alma se penetrase perfectamente del porqué de la

adoración que toda criatura debe a Dios, no lo era menos, por lo que mira al otro término

de la relación creadora que es el hombre en este caso, que éste sepa a qué está obligado

respecto del Creador. Y por eso añade la Madre de Dios: «Y reconociéndome criatura

suya».

He aquí, alma piadosa, la primera luz que debe iluminar tu mente. Sobre este

humilde conocimiento se edifica, sólida y fácilmente, el sublime edificio de la perfección

católica, pues nadie encontrara más perfecta senda para guiar a los hombres que la cabal

dependencia de éstos respecto de Dios.

Este es el fundamento y último ápice del humano perfeccionamiento.

Para asegurar esta racional dependencia basta con que el hombre se reconozca

criatura, pues si tal es, alguien superior a él lo ha creado, y, por lo tanto, ruedan ante su

consideración los envilecedores sistemas humanamente excogitados para explicar el

origen del hombre, bien por la terrena generación espontánea, bien por el poco honorable

transformismo.

Y de este modo, con facilidad, llegan dulcemente a los humanos oídos los

ennoblecedores acentos de la palabra divina: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y

semejanza».

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He aquí el ideal inaccesible sobre el cual fue diseñado el hombre. Y éste fue creado

varón y hembra por Dios. Y las manos divinas lo formaron y sobre él quedó impreso el

infinito deseo que devora a la humanidad de verdad, de bien y de inmortalidad.

Y convencido el hombre de que no es hechura de sus propias manos, sí que divina

creación sacada del barro de la tierra animado por el soplo de la vida, no pudo menos que

sentirse dependiente de su Creador, como el artefacto es propio del artífice que lo idea y

ejecuta, y, en esta racional y justa dependencia, exclama con el real Profeta: «Tus manos

me hicieron y conformaron, dame entendimiento para que aprenda tus mandatos».

Y si algún día el hombre, en su locura, hízose Dios y convirtiose en tirano de los

adoradores del Dios verdadero, entonces la humanidad, condolida pero invicta en los

caminos del bien y de la verdad, ha exclamado siempre, alentando a sus hijos héroes al

martirio con la madre de los Macabeos, diciendo: «No fui yo quien os di el espíritu y el

alma, fue el Creador del mundo. A Él devolvérselo, con el espíritu honrarlo».

Si, alma santa, jamás olvides que eres de Dios porque todo cuanto tienes de Él lo

has recibido, y no porque el Hacedor necesitase de ti, mas, porque, amándote con eterna

caridad, te puso sobre su corazón, y según el consejo de su propia voluntad, y por sola su

bondad y libérrimo querer, te creó para que reinases y le dieses gloria eterna.

¿Ves, hija mía, a cuanto obligan esas sapientísimas palabras de tu Señora excelsa?:

«Y reconociéndome criatura y hechura suya». «Le bendecía y adoraba dándole honor,

magnificencia y divinidad como a Supremo Pastor y criador mío y de todas las cosas».

¡Qué admirable correspondencia tiene la doctrina espiritual más sólida y aceptada

de los santos con la que dice la Venerable Madre Agreda haberle enseñado la mismísima

Virgen!

¡Qué abundante y suave se aspira el perfume de la más alta virtud en estas

doctrinas marianas comunicadas a la Venerable Sor María de Jesús!

«El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios», enseña San

Ignacio de Loyola. La Santísima Virgen dice que todos los días de su vida,

reconociéndose criatura, bendecía y adoraba a Dios. La bendición y adoración de María

es la alabanza y reverencia de que habla el sabio penitente de Manresa.

Compara, hija mía, las palabras marianas aquí consideradas con estas otras el que

se reducen las de los expositores de los santos ejercicios del fundador de la Compañía de

Jesús, y podrás saborear mejor esta relación de qué hablamos. «La alabanzadicen,

consiste en reconocer a Dios como Bien supremo y criador». «La reverencia

comprende dicen también los expositores aludidos, el culto interno y externo como

a supremo Señor», o lo que es lo mismo, la completa y perfecta adoración o supremo

culto de latría que los hombres debemos al Ser infinito.

Y ahora, hija que deseas imitar a la divina Maestra de toda verdad y virtud

honrándola muy especialmente en los misterios de su santa infancia, ven a considerar

cuanto se te ha dado con la gracia divina, la excelencia de las alabanzas y bendiciones de

esta Reina Inmaculada al Rey inmortal de los siglos, y la oirás exclamar desde el primer

instante de su Concepción: «Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se regocija en

Dios mi Salvador».

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Nadie alabó jamás a Dios como María. Ni Judit, ni Ester, ni Moisés, ni David, ni

los niños en el horno de Babilonia, ni los ancianos en el cielo empíreo, ni el inmarcesible

coro de las vírgenes con su cantar nuevo ni los serafines con los majestuosos acentos del

trisagio. La infinita alabanza de Dios la expresa el Verbo divino, el eco más fiel de la

Palabra increada ha resonado y resonará eternamente en el inmaculado Corazón de María,

por eso el eterno Esposo dice por modo eminente de la voz de su Madre: «Suene tu voz

en mis oídos, tu voz es dulce».

«Y le adoraba, dándole honor, magnificencia y divinidad, como a supremo Señor

y Criador mío, y de todo lo que tiene ser». Reconociéndose criatura, como nada delante

de Dios, entregábase totalmente a Él con toda su alma, su inteligencia y su voluntad, y

con su cuerpo y todos los sentidos de éste…

Por lo que dependía de la voluntad de la Inmaculada, jamás hubiera recibido el

Señor holocausto que más perfectamente se consumiese todo él en aras de la divina

reverencia. Jamás hubo criatura que más temiese a Dios y más le amase.

Postrada ante el Altísimo, no estaba sola, Ella encerraba en su corazón el mundo

todo y sin cesar clamaba: «Toda la tierra te adore y te bendiga y entone cánticos en honor

de tu nombre, Señor».

Y las adoraciones de Abraham, de Isaac y de Jacob, y las de los veinticuatro

ancianos apocalípticos deponiendo sus coronas y cayendo sobre sus rostros, y las mismas

de los querubes, que tiemblan en la divina presencia no, son comparables con las de

María, pues cuanto es mayor el que adora, más encumbrado queda el que recibe la

adoración, y si la Inmaculada es afín de Dios, adorando a Ella se topa inmediatamente

con la divinidad, pues inferior a Ella es todo cuanto existe y superior a Ella solo es Dios.

Por este motivo, María da a Dios un honor y una magnificencia que Ella sola

puede dar por razón de su excelencia sobre todas las criaturas. Y de algún modo podemos

decir que le da divinidad, como escribe la agredana discípula, pues, si María es la más

encumbrada de todas las criaturas, cuando Ella adora ha de ser a quien es el Increado.

¡Oh, Reina Inmaculada!, en tu boca ponernos nuestras alabanzas y en tus manos

nuestras reverencias. Purifica las primeras y haz agradables las segundas delante del

Supremo Hacedor para que así no sean rechazadas. Sólo apreciándolas tú, Madre y

Señora, serán gratas al Señor. Sin ti nada vale delante de Dios, pues sólo por ti nos ha

valido y valdrá nuestro único Salvador Cristo Jesús, y sólo también por ti será aceptable

cuanto la humana miseria pueda ofrecer al imperecedero Rey de los siglos.

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Esto repetía muchas veces en las obras exteriores

de aquel día, y en las interiores consultaba primero

a su Majestad y le pedía consejo, licencia y

bendición para todas mis acciones.

Mística Ciudad de Dios. Parte I, libro 1º, capítulo 21, § 342

Antes de terminar estas levísimas aclaraciones que hemos venido haciendo del

párrafo 342 de la Venerable Madre Agreda, cumple a nuestro propósito hacer algunas

advertencias a los lectores de esta piadosa sección.

1. Damos por terminada la exposición del párrafo indicado para empezar

definitivamente con la primera enseñanza que la Reina Inmaculada da a su

agredana discípula y continuarlas, paso a paso, hasta que lleguemos al fin, si es

que el Señor concediese vida tanta al casi anciano que escribe estas pobres líneas,

el que desearía verlas inflamadas en el amor a la imitación mariana, para que así

sus lectores ardieran en deseos de regirse en los caminos de la vida espiritual por

tan soberana Maestra.

2. Es otra razón para que cambiemos de rumbo la seguridad que tenemos de que los

lectores hallarán ocasiones innumerables de comprobar por sí mismos las

relaciones íntimas entre la Mística Ciudad de Dios, de nuestra incomparable

Madre Agreda, y La Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, del no menos

incomparable Beato Grignion, doctores ambos en la ciencia mariana,

especulativos y prácticos a la vez, enseñan lo mismo, como necesariamente había

de suceder, pero con modos tan distintos, con tonalidades tan diferentes, con tan

diversos coloridos, que a primera vista parecen dos pintores por todos conceptos

bien disímiles. Es amplio el procedimiento de uno, y el del otro breve; traza el

primero con mano firme siempre, sin regateos, sin indecisiones, como quien

define o demuestra una verdad que posee con eminente certeza; el segundo es tan

intenso y vehemente, o más, que el primero, mas, a la vez corre temblorosa la

mano del Beato, consciente, en lo humano, de la inmensa obra que retrata, de la

humana flaqueza y del sin número de dificultades que se habían de oponer a la

realización de cuanto hacía vibrar el alma con las enérgicas sacudidas de lo

sublime.

Y esto prenotado, terminamos por hoy el párrafo de que venirnos haciendo

mención, recordando como la Santísima Virgen estimulaba a su discípula a perseverar en

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Pan del Alma Federico Salvador Ramón. Esclava y Reina, Instinción. Almería. 1917/1918

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los ejercicios de constante presencia, conformidad y unión en Dios diciéndole estas

palabras: «Esto repetíalo ya dicho en los artículos anteriores, muchas veces».

Así ha de ser nuestro esfuerzo para transformarnos en Dios, constantemente

repetido en todos y cada uno de los días de nuestra vida y por muchas que sean nuestras

ocupaciones, como ya le oímos decir en uno de los artículos anteriores.

Y esta unión y conformidad de inteligencia y voluntades ha de buscarse tanto en

las obras exteriores como en las interiores. Y por eso la divina Maestra añade que esto lo

repetía muchas veces «en aquel día en las obras exteriores, y en las interiores consultaba

primero a su Majestad y le pedía consejo, licencia y bendición para todas mis acciones».

¿Será posible expresar con más exactitud la perfecta dependencia que María tenía

de Dios, y de la que Ella quiere ser el modelo para todos los que aspiren a seguir los

divinos caminos?

Consultaba, pedía consejo, licencia y bendición. ¡Oh sublime dependencia de la

más perfecta de las criaturas a su Creador!

De la Madre Agreda se dice que diariamente confería con su director espiritual y

purificaba su conciencia confortándola con la absolución. No queremos decir con esto

que las religiosas deban hacerlo así. Estas tienen sus respectivas superioras a quienes

consultar, pedir consejo, y de quienes recibir licencia y bendición para poner en práctica

cuanto la obediencia o el espíritu de Dios exija de ellas.

¡Cuánto adelantarían las religiosas si así obrasen! ¡Pluguiera al Señor que así lo

practicasen todas!

De cuántas penas se librarían, y qué pocas ocasionarían a sus superiores, las almas

que, mal aconsejadas o seducidas por el mal espíritu transformado en ángel de luz, so

pretexto de mayor perfección, lejos de consultar y aconsejarse de sus superiores, se tornan

sus más severos censores y en odiosos fiscales de la rectitud y deseo de más

aprovechamiento de sus más santos superiores, olvidándose del sólido fundamento de la

virtud, que es la humildad, manifestada principalmente en la obediencia, y erigiéndose,

sin título alguno que así lo justifique, en superiores.

Roguemos al Señor, por intercesión de la divina María, que arranque este espíritu

de las comunidades, en que desgraciadamente exista, y que no permita que entre en las

almas que no hayan sufrido las torturas que tan pestilente espíritu acarrea.

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Derechos de autor registrados

2017 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado.

Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña

Pan del Alma. Federico Salvador Ramón – Edición actualizada

Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y Docencia

Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La

Inmaculada Niña.

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