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Sorrentino para diletantes

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Un texto de Agustín Rubio Alcover.

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Del (re)vision(ar)ismo cinematográfico

Pretencioso como es, por parte de un foraste-ro, hacer una indagación semiológica en un cine tan acusadamente vernáculo y dado a

lo herm(en)é(u)tico como el de Paolo Sorrentino, este artículo aspira –en la confianza de que exis-ten ciertos elementos iconográficos y discursivos, si es que no universales al menos sí comunes y por tanto descifrables e inéditos– a atender a las concomitancias y la evolución de varios trazos de su cincel, a saber: la atribución de los roles prota-gónicos a personajes masculinos antiheroicos, de mediana edad, con un punto de peterpanismo a la italiana, enfrentados con las memorables figura e idea paternas,1 y que desempeñan oficios deshon-rosos, o directamente con los vitelloni redivivos, reos de vicios inconfesables 2 o asaltados tras sus máscaras de impasibilidad por auténticos torbelli-nos pasionales; la conflictividad de dichas voces, y su complicidad/disyunción con los ejercicios de reconstrucción visual de hechos rememorados o imaginados; el empleo de la música y del off sonoro; el invariable rumbo a peor, que apunta a un designio fatalista demiúrgico; la pincelada surrealista/-izante, bizarra y a menudo erótica; los collages, sobre todo, en los incipit; la circularidad; la preferencia por los mejunjes visual-sonoros que da a degustar a los paladares menos delicados…

teoría y Práctica De la fractaliDaD ilustraDa

Tenemos suerte: como impenitente (re)lector del Todo modo de Leonardo Sciascia, Sorrentino enarbola la consigna de Toda dispositio; la tan impecable como párvula filmografía de este autor-autor resulta fácil de estudiar.3 “Sensualità

latina è un minimo distacco”, dicta el recetario para el Rossetto e cioccolato de Ornella Vanoni: en el fiat lux de L’uomo in più, dos citas contrapues-tas y relacionadas tanto por su contenido como por la personalidad de quienes las pronunciaron –hombres-símbolo conocidos por sendos alias– con la idea de duplicidad, casi deslumbran más que iluminan: una, de Edson Arantes do Nascimento, en el mundo Pelé (“El empate no existe”); la otra, del olvidado apóstol de la lucha de los derechos civiles de los afroamericanos LeRoi Jones/Amiri Baraka (“¿Qué puedo decir? / ¿Que es mejor haber amado y perdido, o instalar linóleo en vues-tros salones?”); con la consiguiente dislocación. Burla burlando, se marean dos líneas –un primer rótulo enclava la acción en 1980, y un segundo acompaña a un inopinado vídeo musical de El lago de los cisnes que jalona a modo de interludio la elipsis hasta 1984. Y, desde el montaje-secuencia de los créditos, con el ataque del pulpo durante la pesca submarina, evocador del acontecimiento que parte en dos la vida de uno de los (pluscuam)tocayos: la muerte de su hermano, el buen hijo; hasta la clausura en la celda, donde Tony Pisapia (Toni Servillo) recibe los parabienes de sus compañeros de celda, mafiosos a la sazón, por su exquisito pescado al horno, el artefacto atiende a las cuitas de dos tipos pródigos identificados por el nombre y el primer apellido, cuyas existencias quedaron prematura y abruptamente cortadas, y que comparten demediación melancólica y suerte aciaga: el futbolista, una lesión; el cantante, una detención por consumo de drogas y, previamente a eso, la pérdida fraternal, de la que la madre nunca se ha recuperado, que le genera sentimien-to de culpa y encela sus pulsiones de muerte.

La constancia del montaje alternado; el pare-

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Agustín Rubio Alcover

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cido físico, el aspecto mortecino, varado, de una población portuaria por la que se diría (para mal) que no pasa el tiempo; y el fario negado alimentan el malentendido de que una y otra peripecias son desastres de una misma vida, apareadas por un prurito juguetón de comparar, simultanear y sembrar ecos: el uno desarrolla maniáticamente tácticas que no pasan del tapete del subbúteo; el otro desperdicia sus armas de seducción, llá-mense sus dotes canoras, llámese su talento para la cocina. El encuentro en el mercado mediante el reconocimiento del hipotético pasado en el fantasioso presente paralelo motiva virtualmente el suicidio –la melancolía versus el miedo a la vista de lo mucho que queda todavía por caer. La lección de la tragedia de Tony/Antonio Pisapia (Toni Servillo y Andrea Renzi, respectivamente) es que la unigénita tara de esos personajes, mini-malmente reconstruidas bajo una lupa, restaña una (única) herida esencial: revierte la falta del hermano y convierte, más que en uno postizo, al otro (cualquiera) en gemelo.

Juglares De Dios o enDemoniaDos saltimbanquis

A Sorrentino le interesa la madurez y le atrae cada vez más la decadencia. Empezando por el (tri)pleonástico pícaro cantautor napolitano, todos son retrasados, están desfasados: retrata criaturas que (mal/sobre)viven apegadas al pasa-do; anacrónicas por rechazo de los valores de la época contemporánea; víctimas y verdugos del autoengaño; aspirantes a héroes en un imposible pretérito mítico; e impotentes. Apenas se rebelan contra el hado tanto más terrible de la intrascen-dencia y el patetismo irredimible de los especí-menes condenados a extinguirse sin transferir su legado a progenie alguna. El Andreotti que enfoca Il Divo es el crepuscular, muerto políticamente /en vida –tanto da, en su caso: como él mismo reconoce, por más que su corriente, la logia, la Cosa Nostra, la camorra, la banda de la Magliana o Italia entera le hicieran, en el pasado o en el presente, el rendez-vous, su soledad, como ser humano, es inmarcesible, có(s)mica: la co(ho)rte de correligionarios ni lo salvó en su día –en la medida en que la insatisfacción le seguía causan-do dolor aun rodeado, adulado, agasajado y aplau-

dido– ni lo hace ahora –en su … soledad: conso-ladoras sombras en la medida en que la úlcera sigue abierta, pero no sangra ni más ni menos que antaño–. Sorrentino rinde homenaje al Buñuel de Viridiana (1961) –los turiferarios se disponen en torno a una tabla rectangular y rasa; ergo no son caballeros– y en su última cena, entre ellos, se guisan y se comen las entretelas del poder.

La cuarta faz del tipo de apariencia apacible y temperamento volcánico, bestia o ángel, es el Geremia de L’amico di famiglia, que caricaturiza el berlusconismo: puesta en solfa del baboseo servil a los pies de las velinas, que enajena a un venerable anciano al punto de fantasear con el imposible de que la signorina que percute las teclas del piano sucumba a los encantos de seme-jante adefesio, y poner patas arriba su existencia. Hasta su culminación en el congelado final del protagonista, echándose agua en una fuente para aliviarse los agosteños sofocos sicilianos, la vergüenza de haber sido estafado, la satiriasis y la senectud; reincide en la mecánica de los razo-nables parecidos irracionales: el monólogo final de Geremia, cuando hunde el rostro en el agua, dirigido al (dios) padre, afirma su certidumbre en la existencia de algún tipo de freno moral, límite desconocido –y ese es el problema–; lo que rima con el discurso en torno a la mercantilización de las relaciones, ya sea su mero deslumbramiento carnal por Rosalba (Laura Chiatti), proclamada Miss Agro Pontino, ya sea su pervertida amistad con su estrafalario mamporrero, el felón Gino (Fabrizio Bentivoglio), cuyo atuendo vaquero da pie a una inesperada, aunque/por eso mismo enteramente congruente con la descoyuntada cosmovisión de nuestro hombre, excursión en el country al ralentí.

En sus pretensiones introspectivistas en un uomo ridicolo e piccolo, cava un túnel subterráneo con futuros pasajes fellinianos, cual es el caso de la cita de La dolce vita (1960) con que concluye Le conseguenze dell’amore, con un Titta Di Girolamo (Toni Servillo) porteado por un brazo mecánico como un Cristo maniatado y enmu-decido que le da boleto para su ansiada muerte rocambolesca. El partido de voleibol que el rijoso entrevé por los orificios de la persiana ejerce un papel análogo al del monopatín en la propia Il

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Divo: un parabolismo a cuenta de un elemento fuertemente localista, ya sea la afición a la prácti-ca de deportes minoritarios fuera de la península transalpina; ya se trate del detalle, grabado a fuego en la conciencia histórica del italiano con-temporáneo de que en la voladura del coche del juez Giovanni Falcone uno sirvió como soporte del explosivo, pero una laguna en la enciclopedia de un extranjero, que consiguientemente se queda a dos velas y tiende a leer la irrupción de ese objeto, que no por casualidad despega por los pasillos del Parlamento para dar al traste con la elección del Presidente de la República, como un OVNI. He aquí un ejemplo precioso de su poética, puntillista de puertas adentro, a la par que de puertas afuera engañoso –o duplicado– desprecio por los con-ceptos reduccionistas, rasantes, de realidad y de realismo.

la convaliDación Del amaneramiento

Le conseguenze dell’amore juega a la disyuntiva entre abstracción y concreción geomé-tricas, que se extiende desde las paredes del cuarto de hotel donde vegeta Titta Di Girolamo y se anexan un cuadro cezannesco y un espurio Mondrian. La dialéctica se promueve al rango de la cadena de isotopías que, como en un collar de perlas, se engarzan. Tampoco el esteticismo es (estrictamente: por tanto, no es) tal en los planos en que se visiona el hábito de Titta de espiar a los vecinos con un fonendoscopio –bellísimos bode-gones magrittianos, entre la naturaleza muerta y el ready-made–; ni en la profusión de luces de semáforos, rayas de pasos de cebra y demás seña-les de tráfico que orientan la atención sobre la auténtica frontera de un film que habla de la línea de demarcación entre urbanidad e instinto, hipo-cresía y convivencia; o sea, la mutilación de las personas, solas en sus cuerpos y en esos aposentos rectilíneamente subdivididos por el cruel sumo hacedor callado cuya entidad proclaman las casil-las en alzado del hotel.

Se muestra solidario con su protagonista en el ser o no ser por estar en un sinvivir, entre el mantenimiento de las apariencias/distancias y el impulso de querer romper la baraja. A la expertise de la contención que permite pasar de cero a cien

con la precisión de un reloj… suizo a Sorrentino y a Titta, se opone la confianza en el hombre frente a la máquina (de contar billetes): en el marco de ese sarcástico humanismo, lo caótico son las volu-tas de humo y los fajos amontonados; y los valores absolutos el amor, por absurdo, superficial o pue-ril que este sea –que lo lleva a hipotecar su vida para regalar a una camarera un automóvil de lujo, y así comprarla, en cuerpo y al peso–; y la amistad (infantil: pues, como él corrobora, con voz que le sale del alma y que sobresalta y extraña, no debie-ra nunca nadie romper amarras con la niñez) de Dino Giuffré (Giovanni Morosso): meditación acerca de los males (y los bienes) de la insupera-ble ontología: mientras los dólares procedentes de turbios negocios afluyen a las arcas de la mafia, el intermediario de ese ciclo sin fin, peliculero (esa enigmática mujer, de luto riguroso de arriba abajo, encarnación de la muerte, que le entrega con puntualidad británica maletas e intercam-bia con él gestos de inteligencia), se regala una transfusión sanguínea que elimina de sus venas cualquier residuo de esa droga que, inminente-mente, se inyectará: diálisis de lo real: la dádiva del carro a la camarera Sofia (Olivia Magnani), y la no menos generosa a los ancianos aristócratas de lo sustraído, en venganza por la enajenación de su vida –quince años de ostracismo por una mala mano–, son la réplica desinteresada al objetua-lismo imperante; pero no en puridad alternativa, sino, muy retorcidamente, la otra cara de la mone-da: porque el dinero no deja de ser lo único; lo uno y trino.

En este ejercicio de viscontinismo aplicado, la modernidad ultra equivale a una con(tra)ven-ción retardataria del futurismo: para no defraudar ese sentido del espectáculo se necesita tener redaños; valentía para farolear hasta el ridículo, y en esa fina línea entre lo fallido y lo sublime se dirimen las cosas. Movimientos de cámara como la godardiana trayectoria de ida y vuelta, de sutil picado a ligero contrapicado y viceversa, iluminan el empedrado por el que transita un título que trenza las relaciones entre las angosturas que la señalética de la civilidad impone y las balizas indi-viduales y societarias. Que la acción transcurra en la frígida Lugano –nada que ver ya con aquella Casablanca centroeuropea de entreguerras, el

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país helvético, y por extensión la vida, se antoja un vistoso moridero–; en ese mar de la (plástica) tranquilidad o mundo de la (neo)seguridad que el viento se llevó con todas las inconsistentes, deleznables certidumbres del piccolo mondo antico, no puede pasarse por alto: antes bien, el cuadro enmarcado de la enseña nacional, con la cruz blanca sobre fondo rojo –inversión del emblema de la organización altruista por exce-lencia, corrompida de las dualidades convención vs expresión y exuberancia vs ascesis, merced a la conferencia de un efecto borroso, y reubicada museizantemente en el (¿impertinente?) entorno de una salita de cuentas– que preside el cuarto (oscuro) en que se echa un órdago a muerte, exuda una enterísima mala leche para con la fachada neutral de un país que se ha hecho a sí mismo y para satisfacción de las grandes fortunas de las naciones adyacentes en la encrucijada de los intereses de Francia, de Italia, de Alemania… El paneuropeísmo postmoderno-globalizador del sofisticado Titta –tecnología germana, diseño lati-no, joie de vivre…– queda impugnado por esquizo-frénico y despersonalizado, a gusto de todos (los otros): como la camarera que lo cala le echa en cara al arrancarle de cuajo la máscara, cuando el protagonista es tocado su interior suena a hueco.

la resurrección De los reVenants

El humor que se (d)estila de las declaraciones de Titta es inmisericordemente autodestructivo con (ir)respecto a sus monomanías: la apoyatura en la heroína desde los veinticuatro años, todos los miércoles, a las diez de la mañana; rima, mutatis mutandis, con una dosificación meto-dista de los recursos cinematográficos. Aprovecha Sorrentino los instantes de percepción alterada y ampliada que el sueño lúcido provee, para corre-lativamente delirar a la subjetiva; y se zambulle en una sensorialidad audiovisual a modo –moderna. El desasosiego concuerda con el eclecticismo de la partitura, con segmentos sinfónicos y tecno yux-tapuestos: fragmentos de una oscura atonalidad y otros reposados, de aires clásicos, se suceden sin solución de continuidad, de manera imprevisible y entre abruptos cambios de ritmo. El patrón general está, a pequeña escala, representado por

el golpe de efecto que rodea la epifánica mención por parte del hermano del protagonista al que éste tiene por su amigo de infancia: como el crispante rasgueo de las cremalleras, de las subidas y baja-das de las escaleras mecánicas, de la constancia de las cintas transportadoras, de la cadencia de los aspersores y del sigilo de los travellings; la fanfarria, y la ágil aproximación de la cámara a primer plano no se sabe si preceden o siguen –tal es su sincronización– a la instantánea, discreta pero/por inequívoca, torsión del cuello del prota-gonista, que se pone alerta con todo su ser. Titta se sueña con su sempiterno rictus de despectivo hastío –una ceja medio alzada por aquí; una sen-tencia inapelable, al desgaire, por acullá…; y los torvos ojos fijos del tímido que domina el ademán de desafío eternamente aplazado de los matadores fules– ese tigre durmiente al que es mejor no des-pertar. Monumental engaño: la liquidación licue-facta de la modernidad es desmentida como vil (y métálica) zarandaja; y el silencio no solo punible por mortalmente pecaminoso (Natalia Ginzburg), sino reprensible como una fachada estúpida: las hechuras del galán otoñal, falsamente profundo, denuncian un mutismo, eterno masculino, primo hermano del protagonista del mítico, tan hermo-so, tan pernicioso film melvilliano, y que no pasa de reflejo pálido, mueca paródica y pamplinera, sosias alicaído de un anacrónico Buster Keaton haciendo de Alain Delon en Le samouraï (1967).

el aPocaliPsis según sorrentino

Invoca así sus obsesiones citatoria, grafé-mica y misógina; como en lo cosmético, con la inexcusable desarrapada vestimenta chandalera de los camorristas, vuelve a la carga con Buñuel: la cuota de surrealismo está aquí representada por segmentos alucinógenos como el plano de los monaguillos que velan el sueño de droga de Titta o los de su esposa ataviada para la boda. Asimismo, en la protuberancia genital, como esas ottoemezzescas o dalinianas grúas fálicas, hay una contemplación desesperada y terminal del declive del sexo (masculino), en lo que supone otro de los vectores que incardina –ese impagable cartel del X Encuentro de Puesta al Día de la Hipertrofia de la Próstata (¡celebrado, para más INRI, en el Hotel

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New Europe!) tras el cual se esconde la reunión de los hampones; pero también la tulipa, con forma de llama congelada, que reviste y pretende dar un aspecto natural, tradicional, a la bombilla eléctri-ca en los apliques de las paredes del hotel, y que a la par traspone la nocturna pasión trasnochada del impotente Titta…; quien se comunica fá(c)tica-mente con su (ex)esposa y con sus (descastados) vástagos por teléfono, mismo hilo que repara ese Dino Giuffré empleado de la ENEL, incombustible puente con la integridad del ser y al que, en el epílogo, se ve encaramado a un poste del tendido: rompiendo el hielo y, así, restaurando el fluido eléctrico que posibilita el contacto más allá de las dolorosamente insalvables distancias del espacio y del tiempo; más allá, incluso, de lo real-absoluto (la muerte).

A golpe de sus carísimos gestos, de juegos narratológicos con voces over alternadadas, de frenéticos montajes-secuencia y de rótulos que ilustran/desgranan las cadenas de muertes y suicidios y, en fin, de ingente (pica)pedrería audiovisual un punto (y seguido) menos que paroxístico, Il Divo bordea la injuria –insidioso es el paralelismo entre la carrera en el hipódromo y el asesinato del capocorrente de confianza Salvo Lima (Giorgio Colangeli). Otrosí con el siamés blanco con que Andreotti se topa en el salón palaciego gubernamental: cara a cara, duda y toma el camino de la izquierda, al tiempo que –en perfecta coordinación, y con una milimétrica niti-dez del trazado de su itinerario, en un plano con tiralíneas, con rectas tan marcadas como exactos son los desplazamientos del dispositivo– el ani-mal hace mutis por el otro lado: la cuadriculada operación lo designa, por oposición, como un gato negro, y señala una de las dialécticas cardinales: la del político de mal agüero, como simplemente un superviviente gafe o como el instigador pérfido de crímenes de Estado a cuyo paso va quedando un reguero de exquisitos pero reventados cadá-veres. De ahí las concomitancias con nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) –que funciona en, al menos, dos niveles: el de la interpretación de Servillo, bajo el hechizo de Max Schreck, también trasunto del Hynkel chapliniano de the Great Dictator (1940)– y el de una cáma-ra inconfundible en sus modos y maneras, pero

que aquí, en la medida en que se lanza a recorrer los pasillos y catacumbas del poder, remite a la entfesselte Kamera de Friedrich Wilhelm Murnau: el expresionismo está (entre)tejido en las costu-ras de la película, es consustancial, compositivo: pertenece a la actuación, inapreciable como mera imitación –del maquillaje, con las orejas gachas, a la movilidad, pasando por la joroba…–, pero también y más allá a la puesta en escena, al relato y al discurso.

Por la misma regla (de tres) se rige el virtual encontronazo con Totò Riina (Enzo Rai), recons-truido talmente que abona la duda acerca de su estatuto real o ficticio: paralelo/inverso a la anéc-dota gatuna –la repulsión vs el beso infame– tanto desde un punto de vista estrictamente iconográ-fico: trayectorias de los implicados, énfasis en el cruce de miradas…; como desde el estructural: al comienzo de la primera y la segunda mitad del film, respectivamente; su abierta inverosimilitud hace (in)creíble la exhibición (solapada) de sim-patía (y complicidad) con el (mismísimo) diablo, de darse el pico con la mafia. Reproduciendo el alambicado proceso por el cual echó a andar “Mani Pulite”, a raíz del escándalo de un soborno sin más trascendencia en febrero de 1992, Il Divo conjuga la clave del carisma en términos de egoís-mo vs vocación de servicio o ingenuidad vs culpa.

naDar o guarDar (las formas)

Impredecible y huidizo, este napolitano de raíces es también un consumidor asumidamente inmoderado de la gloria del cine nacional: no se limita a diseminar de guijarros para amagar con el espectador al gato y el ratón de las adivinanzas, sino que procede a su asimilación madura para generar un (nuevo-)original. Adicto al pinchazo pop, tampoco en esto se pliega a modas o conven-cionalismos: como heterodoxas son sus sceltas musicales, no practica la dial(ectol)ogía fácil, sino que se asoma al vacío de una existencia de banda sonora desajustada con respecto a la tragedia de los acontecimientos o los sentimientos. Poseedor de un oído tanto más agudo para captar desafina-mientos en el tiempo y en el espacio y (re)col(oc)arlos en sitios insospechados, con afán y resul-tados bufos, sublimes y secundariamente (mal)

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intencionados; ni siquiera cuando hinca el diente en la yugular de sordideces y miserias y chupa la sangre, llega a la infamia de rebajar o de hacer irrisión de sus criaturas, que conservan aquello a lo cual el periodista Eugenio Scalfari (Giulio Bosetti) en Il Divo da feliz cauce al formular el halo que envuelve al estadista como “la grandeza del enigma”.

La relación entre Andreotti y Aldo Moro que se sugiere admite el paralelismo con la de Sorrentino y la Santísima Trinidad de la izquierda cinematográfica del último medio siglo (Pasolini, Bellocchio y Moretti): admirativos sucesores y sañudos debeladores. En sus interioridades se despliega toda la complejidad de la paternofilia-lidad freudiano-edípica. De una ambigüedad ini-gualable, Sorrentino se deja arrastrar por la fasci-nación de un personaje que (se le) impone (hasta) el (autor)retrato: si por momentos Andreotti aparece (c)o(m)primido, encasillado por una pla-nificación asfixiante; otros fotogramas le dan vía libre para que se muestre a sus anchas: al primer registro pertenece el paciente de jaquecas, engan-chado a los calmantes, que se sube por las misera-bles cuatro paredes de un piso romano y aplaca los nervios con caminatas pasillo arriba y abajo que lo postran en cama; mientras que en el segundo se enseñorea el ladino, lapidario esgrimista verbal sin parangón. Pero, al igual que ocurre con las dudas acerca de su condición de verdugo o vícti-ma; de meapilas o cínico; de amigo o rival de Aldo Moro; de témpano de hielo –como tal se comporta ante la Ardant; y sus caricias consisten apenas en roces o en el entrelazamiento de las manos con su mujer, Livia (Anna Bonaiuto), o en la audi-ción de sosas guarradas telefónicas– o de fogoso amante –esa antigua llama por Mary Gassman, hermana de Vittorio, que, como el montaje indica, desataba una efervescencia, por no canalizada, (de)generad(or)a en la senectud en jaquecas (el mismo mal, a todo esto, que aqueja a Geremia en L’uomo in più) paliadas con analgésicos–; todo él es doblez, bicefalia, lengua bífida y viperina; doses que son sólo uno: la esfinge que se parapeta tras una lámpara, las agujas de la acupuntura, las gafas de pasta o, sencillamente, el rostro mismo, hierático: las maneras (anti)sentimentales de desear y de (no) satisfacer sus pulsiones repro-

ducen, punto por punto, las del reprimido Di Girolamo. Por eso –tras el anticipo que supone el glosario italiano– se presta tanta atención al código (proxémico y kinésico) Andreotti, que su secretaria y adoradora platónica (Piera Degli Esposti) conoce y (a)morosamente desentraña; y tanto esfuerzo por materializar cinematográfica-mente su “archivo privado” merced a intertítulos sobreimpresionados en planos semisubjetivos; pero también a todo el aparato de señales reflec-tantes que rodean un ojo del huracán en el que, como el trineo Rosebud no basta para apurar las explicaciones, resulta ridículo que lata la latosa afrenta edípica de no haber besado jamás a esa Rosa Falasca Andreotti, madre de la criatura, de cuyos labios Sorrentino arrebata una de las dos citas que constan en el arranque, y que, vir-tualmente referida a su hijo, se lee como sopapo (“Si no puedes hablar bien de una persona, no lo hagas”): como dice la canción que puntúa ese ins-tante de (máxima, pero espectral, falsa) intimidad del matrimonio que presumiblemente debiera de ser un común libro abierto, en un conocimiento mutuo como la palma de esa propia mano con que toman la ajena; y tal y como la mirada extraviada de Livia sobre el siniestro Giulio indica, el otro es un completo, perfecto desconocido.

Al tono de los directores propiamente enra-gés –y demodés–, le imprime un ritornello quizás retardatario: los planos-secuencia; los barridos y reencuadres laterales y verticales; y, en definitiva, toda la panoplia de efect(ism)os distanciadores son los garabatos de Il Divo, un reportaje en verso libre sobre la intrahistoria del País; impenetrable o ininteligible para el lego, y de ahí el glosario que la encabeza y facilita la inmersión, a la par que advierte de las dificultades a que ha de enfren-tarse quien se interne en la selva del lenguaje de un film que constituye y demanda a un tiempo un who’s who de la alta política de los “años de plomo”. Así que comprometido sui generis –consigo mismo, sobre todo, ante todo y contra viento y marea–; (/e) (ir)realista: en el origen del dilema interminable hay la errónea por primaria identificación del cine italiano con una obstina-ción (neor-, o neo-neor)realista. Aunque conta-giado del entusiasmo de un cierto risorgimento documental(ista/-izante), sería más adecuado

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adscribirlo a una (hipotética y, también ésta, involucionista-retrógrada, y futurible-progresista a la par) Nueva-Nueva Objetividad: de ahí que haya negado que Il Divo sea (solamente) grotesca, onírica o cómica, y reivindicado para su pieza, arrogantemente, las compatibles dignidades de la cifra semántica y del género –de acción. Tan lejos del simple redux restauracionista como del for-malismo novedista, en su bastidor se acrisola un concepto alternativo, purista o etimológico, de la postmodernidad, que le viene como anillo al dedo: es un profeta de la falta total de toda fe, amén de un chef de la era de la cocina desestructurada, cuyo ingrediente secreto se llama oxímoron: animismo materialista. Receloso de las formas transparentes y convencionales para revelar la

verdad de las personas, pocos directores como él meritan tanto para hacerse acreedores al adjetivo de manieristas: si él mismo se ha reconocido de la estirpe de Bellocchio, las letras que le dirigió Pasolini, afeándole/alabándole su carácter de pro-sista peculiar, goteante de sentido poético, arroja luz para comprenderlo a él como su mejor y más actual testigo: Sorrentino evita escrupulosamente los dos polos del ya rancio patrón neorrealista –el raso contenutismo y el estil(os)ismo estéril. La suya es una escritura fílmica tout court; él, de la primera camada capaz de conciliar sin traumas el compromiso político y la experimentación con la discreción y el mirar de soslayo y soslayar el no-sentido: dolce dir niente: la asignatura por la que oposita lleva el marbete de calicinematografía.

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1 En L’uomo in più (2001), el deceso de aquel a quien no se veía desde quince años antes por prohibición expre-sa de la madre –en parte como interdicción, en parte como un favor al hijo hiper-protegido, que no soportaba a su progenitor– es sumaria-mente notificado por telé-fono; en L’amico di famiglia (2006), la muy tardía marcha sobre Roma de Geremia de Geremei (Giacomo Rizzo) en busca del padre fugado del débito para con su mujer (Clara Bindi), y de la respon-sabilidad para con él.

2 Aunque confesos, por obra y gracia de voces over subjeti-vizantes que, en una función similar a la que ejercen las

miradas a cámara, privilegian al espectador como partícipe de esos sus secretos.

3 Cinco largometrajes en diez años, más varios cortome-trajes, de los que queremos analizar uno, posterior a todo lo que aquí se aborda: La partita lenta (2009), ejer-cicio de autohomenaje para-textual respecto de su pro-ducción de largo formato: la camaradería filogay, la ironía en torno a la compensación de la fragilidad con el depor-te hiperhormonado (rugby), y los entornos comerciales desolados son continuación de los futbolistas que al comienzo de L’uomo in più reciben el rapapolvo de su entrenador en el vestuario;

con los matones de Le con-seguenze dell’amore; de los tipos que se ganan la vida disfrazados de legionarios con que se topa Geremia ante el Coliseo en Un amico di famiglia; de los moteros sicarios de Il divo (2008); regado todo con su retórica –muda, pues el extremismo estilista conlleva su caprichoso silencio sepul-cral; que no de la pista de audio, con un despliegue avasallador de artificios de sonorización, acordes con el montaje asociativo, verbigra-cia, de beso a cigarrillo; los insoslayables movimientos suntuosos, como la clausura sobre el graderío… Y una novela, Hanno tutti ragione,

finalista del Premio Strega, exitosamente vendida y pro-fusamente interrelacionada con el resto de la obra de Sorrentino: el protagonis-ta, el cantante melódico Tony Pagoda, es, según Sorrentino reconoce, el tona-dillero empelucado y con Ray-Ban interpretado por Toni Servillo en L’uomo in più, resurrecto; la advocación de Henry Miller hermana fatalidad y caos; está jalo-nada por citas de canciones italianas populares, Vanoni incluida; acontece a caballo entre Nápoles y Capri, en un extremo del globo, y Río y Manaos, en el otro…