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TEMA 9. DE LOS QUINCE A LOS VEINTISIETE 1. EL PARLAMENTO EUROPEO, 1994-2004 El órgano asambleario de las Comunidades Europeas constituía, tradicionalmente, el ejemplo más relevante del «déficit democrático» que los críticos atribuían a las instituciones comunitarias. Aunque en sucesivas reformas el Parlamento de Estrasburgo había adquirido un cierto control sobre el Presupuesto comunitario y sus opiniones debían ser estudiadas por el Consejo de Ministros, y a pesar de que su elección por sufragio universal desde 1979 había implicado una mayor representatividad ante la ciudadanía, seguía siendo un organismo con escasa influencia en la política de las Comunidades. El hecho de que los federalistas se mostraran muy activos en el Parlamento llevaba a los gobiernos europeos a atemperar un tanto sus propósitos de impulsar, a través de él, un auténtico poder legislativo supranacional. Hasta el Acta Única de 1986, la Eurocámara se había limitado prácticamente a adoptar declaraciones, a realizar propuestas al Consejo de Ministros y a la Comisión y a manifestar su «opinión conforme» en temas como la admisión de nuevos miembros, la asociación con estados extracomunitarios, la creación y ejecución de fondos estructurales y de cohesión, o el nombramiento del presidente de la Comisión Europea. Su único poder real era 1

Tema 9. de los quince a los veintisiete

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TEMA 9. DE LOS QUINCE A LOS VEINTISIETE

1. EL PARLAMENTO EUROPEO, 1994-2004

El órgano asambleario de las Comunidades Europeas constituía, tradicionalmente, el

ejemplo más relevante del «déficit democrático» que los críticos atribuían a las

instituciones comunitarias. Aunque en sucesivas reformas el Parlamento de

Estrasburgo había adquirido un cierto control sobre el Presupuesto comunitario y sus

opiniones debían ser estudiadas por el Consejo de Ministros, y a pesar de que su

elección por sufragio universal desde 1979 había implicado una mayor representatividad

ante la ciudadanía, seguía siendo un organismo con escasa influencia en la política

de las Comunidades. El hecho de que los federalistas se mostraran muy activos en el

Parlamento llevaba a los gobiernos europeos a atemperar un tanto sus propósitos de

impulsar, a través de él, un auténtico poder legislativo supranacional.

Hasta el Acta Única de 1986, la Eurocámara se había limitado prácticamente a adoptar

declaraciones, a realizar propuestas al Consejo de Ministros y a la Comisión y a

manifestar su «opinión conforme» en temas como la admisión de nuevos miembros, la

asociación con estados extracomunitarios, la creación y ejecución de fondos

estructurales y de cohesión, o el nombramiento del presidente de la Comisión Europea.

Su único poder real era la posibilidad de hacer caer a la Comisión con un voto de

censura y el control de algunos capítulos reglamentarios del gasto comunitario, los

llamados recursos propios, con exclusión de los destinados a la PAC. Con la

introducción del sufragio universal se dotó al Parlamento de un cierto poder de

decisión legislativa, que el Acta Única fijó a través del mecanismo de cooperación con

el Consejo de Ministros. Las resoluciones de este debían ser estudiadas por la Cámara

parlamentaria, que podía devolverlas con enmiendas. En tal caso, el Consejo debía

proceder a un nuevo estudio, pero eran los ministros quienes tenían la última palabra,

incluso para rechazar las objeciones de los eurodiputados.

El Tratado de Maastricht, y luego el de Ámsterdam, ampliaron los ámbitos

normativos donde era necesaria la cooperación entre Parlamento y Consejo en

cuestiones como el mercado interior, la libertad de circulación y de establecimiento, la

aproximación de las legislaciones nacionales, las políticas medioambientales, la

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educación, la cultura, o la sanidad, aunque sin abordar cuestiones fundamentales, como

la PAC, la política exterior o la propia revisión de los tratados comunitarios. Y para

reforzar el papel de la Asamblea parlamentaria se introdujo el procedimiento de

codecisión legislativa. En adelante, el Consejo de Ministros no podría desoír las

enmiendas del Parlamento a sus reglamentos, decisiones y directivas en aquellos

ámbitos en los que el organismo parlamentario ejercía la codecisión con el Consejo. En

caso de que la Cámara, por mayoría absoluta, rechazase el texto remitido por el

Consejo, ambos organismos estaban obligados a integrar una comisión de conciliación

que negociaba un acuerdo. Pero, ahora, sin la aprobación de la mayoría absoluta del

Parlamento, las normas objeto de debate no podrían ser adoptadas por la Comunidad.

De este modo, el órgano parlamentario de la UE amplió su actuación sobre el Consejo y

la Comisión mediante cuatro procedimientos obligatorios de rango progresivo:

La consulta.

La opinión conforme.

La cooperación.

La codecisión legislativa.

Pero en todos ellos, sobre todo en los tres primeros, siguió teniendo una capacidad de

iniciativa y de decisión muy limitada por los intereses y los puntos de vista del Consejo

de Ministros y, por lo tanto, de los Ejecutivos de los países miembros. Y, lo que era aún

más significativo, los jefes de Estado y de Gobierno mantuvieron en Maastricht y

Ámsterdam su negativa a que fuese el Parlamento Europeo quien asumiera el

protagonismo en la elaboración, aprobación o modificación de los tratados

constituyentes que iban jalonando la integración continental.

1.1. De la izquierda a la derecha

En el decenio que transcurre entre 1994 y 2004, el Parlamento Europeo vivió un

cambio político que se correspondía a tendencias crecientemente manifiestas en el

electorado de los países de la UE. Primero, la disminución de la presencia de la

socialdemocracia en el conjunto de los gobiernos y parlamentos, propiciada en

buena medida por el desgaste de unos gobiernos de centro-izquierda en crecientes

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dificultades para sostener los logros del Estado de bienestar ante los criterios restrictivos

de la convergencia monetaria, por la pérdida de los referentes de izquierda frente a la

«tercera vía», de inspiración liberal, que asumieron muchos partidos socialistas en estos

años —lo que llevó a la ruptura de la poderosa socialdemocracia alemana— o por el

avance del neoliberalismo como doctrina de referencia en la construcción europea. Y al

tiempo, la decadencia, como referente de la derecha europea, de la antaño

hegemónica democracia cristiana, en beneficio de formulaciones más derechistas,

como el neoconservadurismo, de raíces thatcherianas, cada vez más influyente en el

Partido Popular Europeo y vinculado al fenómeno «neocon» de la extrema derecha

norteamericana; como el nacionalismo radical, con modelos en el Frente Nacional

francés y el Partido de la Libertad austríaco; o como el populismo, de escasa

fundamentación ideológica y cuya más conocida encarnación en estos años fue Forza

Italia, el grupo que presidía el empresario de la comunicación Silvio Berlusconi.

Cuando el Consejo Europeo aprobó el Tratado de Maastricht, estas tendencias

electorales, que apenas apuntaban, favorecían ya un cambio significativo en la

composición de los grupos parlamentarios de Estrasburgo: el progresivo

agrupamiento de la derecha y el centro derecha. Al comienzo de la legislatura, en

1989, el Grupo Socialista contaba con 180 diputados, el 34, 7% de los escaños. En

1992 eran 179. Pero, en el mismo plazo, el Partido Popular, de origen democristiano

pero que incorporaba a diputados conservadores y liberales, había pasado de 121 a 162

diputados, es decir, del 23,3 al 31,3% de los escaños. Como el Parlamento seguía

teniendo 518 diputados, el crecimiento del PPE se había producido a costa del grupo

de independientes y de otros grupos derechistas, como el Grupo Liberal y

Demócrata, los Demócratas Europeos o las Derechas Europeas, tres grupos

parlamentarios que habían pasado de reunir un centenar de diputados a tan sólo ochenta.

Si la Cámara de 1989 tenía 518 escaños, la de 1994, con el mismo número de países,

tenía 567. La gran beneficiaría de la ampliación era la República Federal Alemana,

cuya población había crecido considerablemente tras la incorporación de la RDA:

pasaba de 81 a 99 eurodiputados. Los otros tres grandes, Francia, Italia y el Reino

Unido, crecían menos, de 81 a 87. España pasaba de 60 a 64 y Holanda, de 25 a 31.

Entre los países menos poblados, Bélgica, Portugal y Grecia sólo ganaban un escaño, de

24 a 25, y mantenían su representación Dinamarca (16), Irlanda (15) y Luxemburgo (6).

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En las elecciones 9 y 12 de julio de 1994, se mantuvo la tendencia a la bajada de la

participación. Si cinco años antes había votado el 58,5% del censo, ahora lo hizo el

56,8, aunque con grandes diferencias entre países, que iban desde aquellos con voto

obligatorio —Bélgica, 90,7%, Luxemburgo, 88, 5, Italia, 74,8— hasta el 35,5% de

Portugal, o el 35,6 de Holanda.

Siguiendo las directrices trazadas por el Tratado de Maastricht, el Parlamento de 1994

reforzó la tendencia a acoger partidos «europeos» estables, en los que se integraban

organizaciones nacionales más allá de su mera coalición en grupos parlamentarios cada

legislatura. Así, la Confederación de Partidos Socialistas se transformó ya en 1992 en

el Partido de los Socialistas Europeos, que en la legislatura de 1994 se mantuvo como

principal grupo de la Cámara, con 198 diputados. El Partido Popular Europeo le

seguía de cerca con 157 escaños, mientras que los liberales y demócratas, el tercer

grupo de la Cámara pero en franco retroceso frente al PPE, sólo alcanzaban los 43. Sin

embargo, los ecos de la traumática ratificación de Maastricht se manifestaron en un

significativo crecimiento de la derecha nacionalista, no necesariamente euroescéptica,

representada sobre todo por dos grupos: Forza Europa, integrado por los diputados de

la Forza Italia de Berlusconi, y la Alianza de los Demócratas Europeos, que

encabezaban los neogaullistas de Jacques Chirac. En el verano de 1995, ambos

grupos se fusionaron en la Unión por Europa, que con sus 53 diputados se convirtió en

la tercera fuerza del Parlamento, desplazando a los liberales. Seguían, con 19 diputados,

los liberal-radicales italianos y franceses, unidos en el grupo Alianza Radical

Europea, con 19 escaños, y otros tantos tenía la Europa de las Naciones, grupo

integrado por los euroescépticos daneses, franceses y holandeses. En conjunto, la

Eurocámara había alcanzado un cierto equilibrio, con 272 diputados adscritos a grupos

de derecha y centro-derecha y 268 a grupos de izquierda y centro-izquierda. Ello se

recogió en el perfil de sus dos presidentes a lo largo de la legislatura: el socialdemócrata

alemán Klaus Hänsch, entre 1994 y 1997, y el democristiano español José María Gil-

Robles, miembro del Partido Popular, entre 1997 y 1999. Una vez más, sin embargo, la

composición del Parlamento Europeo fue alterada, en mitad de una legislatura, por la

incorporación de nuevos miembros. En este caso, el ingreso de Austria, Finlandia y

Suecia obligó, en 1995, a ampliar hasta 626 el número de escaños de la Cámara, a la que

los tres países enviaron representantes de sus parlamentos nacionales. Luego celebraron

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elecciones parciales. En Suecia, el 17 de septiembre de ese año, ganaron los

socialdemócratas, con 7 diputados, seguidos de los 5 del Partido Moderado, socio

local del Partido Popular Europeo. Finlandia y Austria celebraron sus comicios en

octubre de 1996. En la primera, quedaron empatados, con cuatro diputados, los

socialdemócratas, la derechista Coalición Nacional y el liberal Partido del Centro. En

Austria el triunfo fue para el Partido Popular, con siete diputados, seguido por los seis

de los socialdemócratas y otros tantos del ultraderechista Partido de la Libertad.

Las elecciones celebradas los días 10, 11 y 13 de junio de 1999, fueron las primeras

generales de la Europa de los Quince. Y también las últimas, ya que se aproximaba la

gran ampliación a la Europa del Este. El porcentaje de participación siguió cayendo

hasta el punto de que, por primera vez, la abstención, con un 50,2, superó a los votos

emitidos. Nuevamente, el electorado acudió en forma masiva donde el voto era

obligatorio, sobre todo en la muy europeísta Bélgica, donde subió al 91 por ciento del

censo. Esta vez fueron los británicos, con el 24 por ciento de participación, los que se

situaron a la cola y los tres nuevos miembros contribuyeron con porcentajes situados

por debajo de la media: un 38,8 por ciento los suecos, un 49,5 los austriacos y un 31,4

los finlandeses. Una de las razones que se dieron para explicar este decaimiento del

entusiasmo europeísta fueron los escándalos que entonces afectaban a la Comisión

Europea por el mal uso del Presupuesto comunitario y que habían forzado la

dimisión de su presidente, el luxemburgués Jacques Santer, el 15 de marzo.

Las elecciones de 1999 propiciaron un más que simbólico vuelco en la orientación del

Parlamento. Por primera vez en su historia, el Partido Popular Europeo superó a

los socialistas, con 233 escaños frente a 180, aunque buena parte de este crecimiento se

debía a la adhesión de los seguidores de Chirac y Berlusconi, tras su salida del grupo

Unión por Europa. Ello diluyó aún más el primitivo color democristiano y centrista del

PPE, que reconoció la creciente influencia de la derecha conservadora en su seno

cambiando el nombre de su grupo parlamentario a Partido Popular Europeo-

Demócratas Europeos (PPE-DE). El grupo Liberal y Demócrata tenia 50 escaños; 48

los Verdes; Izquierda Unida Europea, 42; y el sector de los conservadores

nacionalistas de la Unión por Europa que no se habían integrado en el PPE,

especialmente las italianas Alianza Nacional y Liga Norte formaban la Unión por la

Europa de las Naciones, con 31 diputados; la derecha euroescéptica, agrupada en la

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Europa de las Democracias y las Diversidades, tenían 16; y los independientes y no

inscritos eran 26.

En las dos legislaturas del Parlamento Europeo de 1994-99 y 1999-2004, los electores

siguieron apoyando, aunque cada vez con menor fuerza, a las ideologías moderadas, la

socialdemocracia y la democracia cristiana, que habían asumido desde el comienzo

los roles fundamentales en la integración continental. Crecían los conservadores,

mantenían sus pequeñas representaciones liberales y comunistas, y se había producido

el ascenso, ciertamente modesto, de los ecologistas y la práctica desaparición de una

opción neofascista manifiesta. Pero en el horizonte de la primera década del siglo XXI

estaba la mayor ampliación de miembros de la historia de la Unión. Los países de la

Europa del Este, concluyendo, o apenas concluidas sus transiciones desde las dictaduras

de partido único, eran una incógnita electoral que podía condicionar el futuro rumbo de

la Asamblea de Estrasburgo.

2. LA GRAN AMPLIACIÓN DE 2004-2007

El colapso del sistema comunista en los estados de la Europa del Este, consecuencia de

una prolongada crisis económica y social, pero producido en escasos meses durante el

otoño de 1989 y el invierno siguiente, colocó a la Unión Europea ante el reto de

expandir sus fronteras hacia los países que pasaron a denominarse Países de la

Europa Central y Oriental (PECO). Los miembros de la Unión Europea, y sobre todo

sus mercados financieros, fueron muy rápidos a la hora de asumir un verdadero

protagonismo en la reconversión a las estructuras del capitalismo liberal de unas

economías comunistas basadas en el monopolio de un sector público que en los últimos

años se había mostrado crecientemente incapaz de mantener los niveles de protección

social igualitaria que habían justificado su existencia, y la de las dictaduras de partido

único que lo amparaban.

Los gestores de la UE esperaban que, al final de una dura reconversión, estos países

alcanzaran unas condiciones políticas, sociales y económicas que les acercasen a los

de la Europa occidental. Y eran conscientes de que el estímulo fundamental para

lograr esos estándares era la promesa de que entonces podrían ingresar en las estructuras

internacionales —la UE, la OTAN— que sus poblaciones identificaban con las

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libertades políticas y la sociedad de consumo de Occidente. A partir de 1995, con las

primeras solicitudes de adhesión de los PECO, el asunto se volvió acuciante. Pero no

sería hasta una década después, en 2004 y 2007, cuando el proceso de integración

europea viviese la mayor adhesión colectiva de su historia, dirigida tanto hacia el Este

como hacia el Sur del territorio comunitario.

2.1. El flanco mediterráneo

Un problema fundamental era definir a Europa a fin de fijar los límites territoriales de la

integración continental. El artículo 23 del Tratado de Roma establecía que podía ser

miembro de la CEE «todo Estado europeo». Esta cuestión había sido obviada durante

mucho tiempo con el subterfugio alternativo de la «asociación» económica para lo que

se consideraba la periferia continental. Hasta que, enfrentada a un futuro aluvión de

solicitudes de adhesión plena, la Comisión Europea elaboró un documento al efecto en

1992. Pero era tan ecléctico en su afán por no cerrar puertas, ni abrirlas demasiado, que,

en realidad, no aclaraba nada.

Puestos a distinguir lo europeo de lo no europeo, el argumento geográfico parecía el

más sencillo. Había sido fácil rechazar la candidatura a la adhesión de Marruecos, que

no posee un centímetro cuadrado de suelo europeo. Pero por los tiempos de la caída del

Muro, este argumento dejó de ser tan claro cuando tres «asociados» mediterráneos,

Chipre, Malta y Turquía solicitaron formalmente su adhesión a la UE. Los dos

primeros tardaron más de una década en lograrlo y el tercero permanece todavía a la

espera.

a). Desde el punto de vista exclusivamente territorial, Chipre, una isla cercana a la

costa libanesa, es menos europea que los países del Magreb, situados a escasos

kilómetros de la Europa meridional. La pertenencia de la mayoría de los

chipriotas al ámbito cultural e histórico heleno convirtió al Estado insular, que

poseía un acuerdo de asociación con la CEE desde 1972, en un firme candidato a la

adhesión, que solicitó formalmente en 1990. Bruselas, enfrentada al problema de la

ocupación militar turca de la zona norte de la isla, se tomó su tiempo: hasta 1998 no

se iniciaron las negociaciones, en el entendimiento de que el Ejecutivo chipriota

negociaría la reunificación con el sedicente Gobierno establecido en la zona bajo

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dominio turco. Con el amparo de la ONU, greco-chipriotas y turco-chipriotas

conversaron en torno a la apertura de la «línea verde» administrada por Naciones

Unidas, que separaba sus territorios desde la invasión otomana de 1974. En 2000, el

secretario general de la ONU, Kofi Annan, propuso un plan de paz para constituir

un Estado federal y la candidatura chipriota a la UE cobró renovado impulso. Pero

cuando culminó el plazo para la unificación, en 2003, las dos comunidades no

habían llegado a un acuerdo. Por lo tanto, en mayo del año siguiente, cuando

Chipre ingresó en la Unión con otros nueve países, lo hizo sólo la mitad greco-

chipriota, la que la comunidad internacional reconocía como Estado legítimo.

b). El pequeño archipiélago de Malta poseía una europeidad incuestionable, pero

había heredado el alto grado de euroescepticismo de la metrópoli británica.

Como en Chipre, el Gobierno maltés presentó la solicitud de adhesión en 1990 y

cinco años después Bruselas acordó el inicio de las conversaciones. Pero las

elecciones de 1996 llevaron al poder a los laboristas, que congelaron la solicitud

durante un par de años, hasta que, vuelto al poder el conservador Partido

Nacionalista, se reactivó el proceso. Iniciadas las conversaciones en febrero de

2000, culminaron dos años después con el acuerdo del Consejo Europeo de

Copenhague. Quedaba el trámite del referéndum de marzo de 2003 que, ante los

recelos del electorado laboristas, arrojó un resultado muy ajustado, con un 53, 6%

de votos favorables. Finalmente, Malta se incorporó a la UE en la gran

ampliación del 1 de mayo de 2004.

c). En cuanto a Turquía, un país con sólo una pequeña porción territorial en suelo

europeo, había sido uno de los primeros estados asociados al Marcado Común.

En 1987, Ankara presentó formalmente su solicitud de adhesión, que fue aceptada

para su estudio. Sin embargo, había motivaciones culturales, religiosas, sociales,

económicas, que movían a grandes sectores de las sociedades europeas a

cuestionar la pertinencia de la incorporación de Turquía como miembro pleno

de la CEE, en la que pasaría a ser el segundo Estado más poblado. Este debate se

mantuvo vivo durante muchos años. Turquía, relevante socio de la OTAN y

estrecho aliado de los Estados Unidos, llevaba décadas aproximando su modelo

político y socioeconómico al de la Europa occidental. Pero sus niveles de

modernización eran aún claramente insuficientes, y el papel del Ejército como

árbitro del sistema político, así como la persistencia de los patrones sociales

islámicos frente a la teórica laicidad del Estado, marcaban serias divergencias

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con el modelo de la Europa comunitaria. Además, la represión armada del

nacionalismo kurdo y la ocupación militar de la zona septentrional de Chipre

constituían serios obstáculos a sus aspiraciones de adhesión a la Unión. Durante

la última década del siglo XX, la candidatura turca sufrió avances y retrocesos en

Bruselas. En diciembre de 1999, el Consejo Europeo de Helsinki declaró que

«Turquía es un Estado candidato llamado a ingresar en la Unión atendiendo a los

mismos criterios que se aplican a los demás estados candidatos». Parecía el avance

definitivo para incluirla en la siguiente ampliación, que tuvo lugar en 2004.

El triunfo en las elecciones parlamentarias de 2002 del Partido de la Justicia y el

Desarrollo, un partido confesional, sembró el recelo en las sociedades europeas

occidentales, que asistían alarmadas al crecimiento de la presión islamista en el seno

de sus propias minorías musulmanas. El proceso de adhesión, pues, se ralentizó,

aunque en 2004 Turquía llegó a firmar el Tratado Constitucional de la UE, como

candidato próximo al ingreso. Pero ese mismo año, el líder islamista turco Recep

Erdogan llegó a la jefatura del Gobierno lo que, aunque su Gabinete adoptó, por lo

menos en sus primeros años, una línea democrática y de clara apuesta europeísta,

incrementó las resistencias a la adhesión turca en el seno de la UE, especialmente

activas en Grecia, Chipre y Bulgaria, estados comunitarios con contenciosos con

Ankara. La crisis económica mundial iniciada en 2008, que representó un duro

golpe para las políticas de cohesión comunitaria, alejó aún más la culminación del

proceso de incorporación de Turquía, añadida ahora a un nuevo paquete de

candidatos con Croacia, Macedonia, Montenegro e Islandia.

2.2. El ingreso de los PECO

Tanto Malta como Chipre poseían democracias parlamentarias y economías

situadas dentro del modelo capitalista. La UE podía acogerlos sin grandes

transformaciones estructurales, con una inyección de fondos comunitarios relativamente

pequeña para modernizar sus administraciones públicas y su pequeño aparato

productivo. Pero no sucedía lo mismo con los PECO, los países que integrarán hasta

1989 el llamado bloque comunista. Al igual que una década antes con Portugal y

España, para Bruselas resultaba evidente la necesidad de integrarlos en la Unión

para garantizar su estabilidad democrática, una vez cubiertas las transiciones hacia

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el pluralismo político y la economía de mercado. Pero había un par de incógnitas a

despejar, que condicionaban la planificación del proceso. En primer lugar, los ritmos de

esas transiciones. Hungría, Chequia, Eslovaquia, Polonia y, en menor medida, los

tres estados bálticos eran candidatos a figurar en cabeza de la integración.

Rumania, Bulgaria y Albania, más pobres y con estados menos eficientes,

planteaban problemas mayores. Y en Eslovenia, Croacia, la Federación Yugoslava,

Bosnia y Macedonia, los cinco estados herederos de la Yugoslavia destruida por las

guerras de 1990-1995, las transiciones, con la excepción de la eslovena, resultaban

muy lentas o ya eran fallidas en algún aspecto fundamental. Por otra parte, Rusia,

que se recuperaba lentamente del hundimiento de la URSS, reagrupaba bajo su

hegemonía a la mayor parte de las antiguas repúblicas soviéticas en una Comunidad de

Estados Independientes (CEI) dentro de la cual resultarían difíciles los gestos de

acercamiento a la Unión Europea.

Pese a estas grandes diferencias nacionales, el ingreso de los PECO en la Unión se

realizó en dos fases sucesivas, aunque en algún momento coincidieron.

1) En una primera fase, durante las transiciones a la democracia parlamentaria y al

capitalismo de mercado, la Comunidad Europea prestó ayuda financiera y

asesoramiento para la democratización política, la modernización

administrativa y la reconversión económica. Al tiempo, estimulaba la formación

de asociaciones regionales de países y, con la vista puesta en evitar una posible

recuperación del ámbito de influencia de Rusia, les facilitaba el ingreso en algunos

organismos especializados, como la Unión Europea Occidental o la OTAN. Aunque

había sido bastante limitada, la tradición de cooperación de los países excomunistas

a través del CAME facilitó una concertación regional tutelada por la CEE/UE. En

febrero de 1991, Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría constituyeron el Grupo

de Visegrado, o V4, en la ciudad húngara del mismo nombre, a fin de concertar

sus políticas hacia el ingreso en el Consejo de Europa, la Unión Europea, y la

OTAN. Entre 1991 y 2000, los países de Visegrado y luego el resto de los PECO

fueron firmando acuerdos europeos individuales de asociación con la UE, al tiempo

que solicitaban su pleno ingreso en la Unión.

Un elemento fundamental de integración, no vinculado a la UE, fue la Alianza

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Atlántica. Los recelos rusos respecto a una expansión de la Alianza hacia el Este no

bastaron para frenar el entusiasmo atlantista de Polonia, Chequia y Hungría, que en

1994 pasaron a ser asociados de la OTAN a través del Consejo de Asociación

Euro-atlántico y la Alianza para la Paz, primera fase del proceso de adhesión

plena que concluyó en marzo de 1999. En marzo de 2004 se incorporaron a la

Alianza Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania y Bulgaria,

estados todos incluidos en la gran ampliación de la UE de 2004-2007.

Al tiempo que animaba las radicales transformaciones en el interior de los PECO, la

Comunidad Europea puso en marcha para ellos tres programas distintos de ayuda,

vinculados mediante las llamadas «asociaciones de preadhesión», diseñadas

específicamente para cada país candidato y que en 2001 consumían más de 3.200

millones de euros anuales, el 3,4% del presupuesto comunitario.

En diciembre de 1989 se creó el Programa de cooperación PHARE (Polonia-

Hungría: Ayuda a la Reestructuración Económica), destinado a asesorar la

política masiva de privatizaciones, pero también a financiar proyectos

educativos y de investigación y desarrollo. En junio de 1993, el Consejo

Europeo de Copenhague abrió el PHARE a otros países de la región, hasta un

total de once nuevas incorporaciones, con la vista puesta tanto en la adaptación

de los sistemas económicos y en la reforma de las administraciones como en la

preparación de las candidaturas al ingreso en la UE. Finalmente, con la Agenda

2000 de la Comisión Europea (1997), el PHARE se trasformó en un fondo de

tipo estructural, recibió una inyección masiva de dinero y nuevas tareas, entre

ellas la vigilancia de las reformas internas de los estados candidatos y la

cooperación a la reconstrucción de los países de la antigua Yugoslavia.

El Instrumento Estructural de Preadhesión para las infraestructuras y el

medioambiente (ISPA) era un programa de algo más de mil millones de euros,

destinado a inversiones en los ámbitos de los sistemas de transporte y la

protección medioambiental.

El Programa de Ajuste Estructural para la Agricultura y el Desarrollo

Rural (SAPARD), con unos 500 millones anuales para proyectos seleccionados

por los países candidatos.

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2) La segunda fase en la aproximación de los PECO a la UE fue la de las

negociaciones de adhesión. Al tiempo que suscribía los «acuerdos europeos» con el

Grupo de Visegrado y lanzaba los tres grandes programas de ayuda a los PECO, la

Unión se preparaba para recibirlos en su seno. El 22 de junio de 1993, el Consejo

Europeo de Copenhague acordó admitir como candidatos a los países que lo

solicitaran. No se les exigiría, para ingresar, el cumplimiento de los estrictos

criterios de Maastricht sobre la unión económica y monetaria, sino otros más

generales, que se conocieron como los criterios de adhesión, o criterios de

Copenhague:

Ser una democracia pluralista y estable, respetuosa del Estado de derecho, de

los derechos humanos y de la protección de las minorías.

Poseer una economía social de mercado, con predominio del sector privado y

capaz de competir eficazmente en los mercados comunitarios.

Aceptar las reglas y objetivos comunes de los países de la Unión Europea ,

adaptando el sistema legal propio a las normas comunitarias.

Estas políticas fueron regularizadas por el Consejo Europeo de Essen, en diciembre de

1994, que estableció la llamada «estrategia de preadhesión». A partir de aquí, la

cronología del proceso se extendió a lo largo de más de una década, aunque luego

permanecería abierto para la «tercera generación» de candidatos. En 1994, Polonia y

Hungría abrieron el camino comunicando oficialmente su voluntad de ingresar en la UE

y al año siguiente ambas solicitaron la apertura de negociaciones para adhesión, lo que

en 1996 también hicieron Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Eslovenia, Rumania,

Chequia y Eslovaquia. Tal cantidad de solicitudes planteaba un reto fundamental: si se

aplicaban a los nuevos socios, con economías muy por debajo de la media comunitaria,

los criterios habituales de ayuda y cohesión, los fondos presupuestarios de la UE serían

insuficientes para mantener el sistema en un plazo brevísimo.

La Comisión Europea preparó, en julio de 1997, la Agenda 2000, que establecía los

criterios presupuestarios para la ampliación durante el período 2000-2006 y que fue

aceptada, con ligeras correcciones, por el Parlamento y el Consejo de Ministros. La

Agenda, que también modificaba aspectos financieros de la PAC y de los fondos

estructurales y de cohesión, establecía la obligación de que los nuevos miembros

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asumieran plenamente la vinculación a las instituciones y normativa de la Comunidad

Europea, a cambio de lo cual esta planificaría, mediante una «estrategia de

preadhesión», las transformaciones estructurales de los países aspirantes y destinaría

para ellas cuantiosos fondos de su presupuesto. Pero la Comisión no preveía un

aumento de las partidas de ingresos presupuestarios, sino que mantenía el modelo

establecido en 1988 por el llamado paquete Delors, que suponía el 1,27% del PIB de

los países miembros. Como los nuevos socios tenían un PIB inferior a la media, y

requerirían una masiva aplicación de fondos estructurales y de cohesión, ello significaba

que de no ampliarse el presupuesto —a lo que se negaban los gobiernos y no

contemplaba la Comisión— países beneficiarios como España pasarían a ser

contribuyentes netos de los fondos. No hubo, sin embargo, resistencias a la Agenda

2000, dada la general aceptación del principio de solidaridad con el que los miembros

de la UE se conducían respecto a los PECO.

El 17 de abril de 1996, el Parlamento Europeo aprobó una resolución afirmando la

necesidad de iniciar simultáneamente consultas con todos los PECO que hayan

solicitado la adhesión a la Unión, aunque luego la duración de las negociaciones de

adhesión variasen en cada país.

Esto último era imprescindible, dada la diferencia de puntos de partida, de ritmos de

avance e incluso de voluntad europeísta entre los candidatos. Así lo tuvo que admitir el

Consejo Europeo, que estableció dos velocidades de ingreso, a las que incorporó a los

postulantes según su nivel durante la preadhesión. Los más avanzados integraron el

Grupo de Luxemburgo (Chequia, Eslovenia, Hungría y Polonia, más Chipre),

establecido por el Consejo Europeo en su cita luxemburguesa de diciembre de 1997. Y

hasta diciembre de 1999 no dio luz verde a los más atrasados, el Grupo de Helsinki

(Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumania y Eslovaquia, más Malta, que había detenido su

proceso durante un par de años). Sin embargo, durante las negociaciones se comprobó

que sólo Bulgaria y Rumania mantenían un considerable retraso en las adaptaciones

estructurales, por lo que quedaron relegadas mientras los otros cuatro miembros del

Grupo de Helsinki avanzaban a la primera fila.

Con la totalidad de los aspirantes negociando individualmente, el Consejo Europeo

celebrado en Copenhague en diciembre de 2002, dio luz verde al ingreso en la UE de

13

Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia y Eslovenia, junto

con Malta y Chipre. Meses después, el Tratado de Niza permitió adaptar las estructuras

de la CE a la futura Europa de los 27. A partir de ese momento, los pasos fueron muy

rápidos. En enero de 2003, los diez estados integrantes del primer paquete de

adhesiones se incorporaron al Espacio Económico Europeo —que confirmó así su

condición de antesala del ingreso en la UE— y el 16 de abril firmaron el Acta de

adhesión a la Unión en Atenas. Los referendos populares convocados por los gobiernos

mostraron un gran entusiasmo europeísta, fomentado sin duda por las enormes

expectativas de progreso material. Despejado así el camino, el 1 de mayo de 2004 se

hizo efectivo el ingreso de los diez nuevos miembros en la Unión Europea.

Por su parte, Rumania y Bulgaria formaban un segundo paquete de adhesiones.

Habían quedado relegadas por su mayor atraso económico y, sobre todo, por sus

dificultades para cumplir los criterios de Copenhague, en especial por el altísimo

nivel de corrupción de la vida pública, heredado de las dictaduras comunistas, pero

incrementado durante las transiciones al capitalismo. No obstante, prevaleció el empeño

en acoger a las nuevas democracias y Bucarest y Sofía obtuvieron el visto bueno del

Consejo Europeo a su ingreso en junio de 2004, aunque bajo severas condiciones de

control comunitario sobre las reformas políticas, económicas y judiciales, que incluían

su exclusión del espacio Schengen. Ambos países firmaron sus actas en Luxemburgo, el

25 de abril de 2005, para integrarse plenamente en la UE el 1 de enero de 2007.

Las ampliaciones de 2004 y 2007 obligaron a realizar serios reajustes en las

estructuras comunitarias, tal y como había previsto el Tratado de Niza. Como sucedía

con cada ampliación, hubo que dar acceso a los nuevos miembros al Parlamento, la

Comisión y el Consejo de Ministros, así como acomodar a funcionarios de sus

nacionalidades en la compleja estructura burocrática comunitaria. Si la Comisión Prodi

(1999-2004) tenía 21 comisarios, la primera Comisión Barroso (2004-2010) contaba

con 27, uno por país miembro. En cuanto al Parlamento, pasó de 626 diputados en 1999

a 732 en 2007.

Aunque la adaptación de las legislaciones nacionales y de los sistemas económicos de

los PECO se había realizado a buen ritmo durante década y media, la virtual

duplicación del número de socios en tan sólo tres años desató no pocos temores

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entre las sociedades de la Europa occidental. Ello se hizo especialmente patente en la

cuestión de la libre circulación de personas, uno de los aspectos fundamentales de la

Europa de los Ciudadanos. En 2004 fueron varios los estados comunitarios que

establecieron cortapisas, con la vista puesta en un mínimo control de flujos migratorios

de los PECO, por cuestiones de seguridad y de estabilidad del mercado laboral en el

interior de sus fronteras. Austria y Alemania, por ejemplo, implantaron cuotas según sus

necesidades de mano de obra. Bélgica, España o Grecia decretaron una moratoria de dos

años y otros, como Holanda y Portugal, fijaron cantidades anuales de inmigración

laboral. En 2007, la entrada de Bulgaria y de Rumania, países con estándares

socioeconómicos más bajos que los de sus vecinos, disparó aún más los reflejos de

autodefensa frente a una posible inmigración masiva: hasta 15 estados pusieron serias

restricciones a la libre residencia de los ciudadanos de ambos países, restricciones que

se extenderían hasta el año 2014.

3. EL TRATADO DE NIZA

Cuando, en 1997, los miembros de la UE suscribieron el Tratado de Ámsterdam para

completar el Tratado de la Unión Europea, eran conscientes de que estaban realizando

una mera reforma de las estructuras ya existentes, pero que la entrada en masa de los

PECO obligaría, más pronto que tarde, a una nueva adaptación del modelo comunitario.

Estaba por determinar, por ejemplo, qué porcentaje del presupuesto comunitario se

destinaría a los fondos de preadhesión y cómo el cambio de destino de los fondos de

cohesión y desarrollo hacia los nuevos miembros afectaría a otros que, hasta entonces,

eran beneficiarios netos. Igualmente, habría que definir el porcentaje de presencia de los

recién llegados en el Parlamento, el Consejo de Ministros, la Comisión y las restantes

instituciones comunitarias.

El Consejo Europeo de Colonia, reunido en junio de 1999, constató que lo establecido

en Ámsterdam no solucionaba los nuevos problemas y decidió afrontar el reto mediante

la convocatoria de una CIG, que a lo largo del año siguiente estudiase una segunda

modificación del TUE. Una vez más, se enfrentaron las posturas de quienes querían

promover una reforma a fondo, que permitiese a la UE avanzar por la vía del

federalismo político, y quienes buscaban sólo mejorar algunos aspectos funcionales de

Maastricht y Ámsterdam. Y, una vez más, se impusieron estos últimos, con el

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argumento de que la reconversión monetaria al euro, entonces en marcha, y la próxima

adhesión de una decena de países aconsejaban retrasar las reformas de gran calado.

La Conferencia Intergubernamental trabajó a lo largo del año 2000 sobre los restos de

Ámsterdam, las cuestiones que habían quedado mal resueltas con el Tratado. Tales eran

la modificación del número de miembros de la Comisión y su proporcionalidad

nacional; la introducción de la «doble mayoría» en la aplicación de la mayoría

cualificada en el Consejo de Ministros, a fin de que se considerase el número de estados

y la población de los mismos; o la formación de agrupaciones de intereses por países en

el seno de la UE mediante la llamada «cooperación reforzada». Con las conclusiones de

la CIG, la Comisión Europea elaboró una propuesta de nuevo Tratado para someter al

Consejo Europeo, que tenía previsto reunirse a finales de año en Niza.

Como los debates de la CIG habían puesto de manifiesto, el punto crucial del Tratado,

de enorme importancia política, sería la cuestión del voto ponderado en el Consejo de

Ministros, el auténtico poder legislativo de la Unión. El consenso tan trabajosamente

logrado entre los Doce, y luego los Quince, podía venirse abajo en cuanto entrase en

juego, en 2004, la Europa de los Veinticinco. La mayoría de los nuevos socios eran

países pequeños o poco poblados, pero su número, de no establecerse una prima

sustancial al peso demográfico de cada estado, podía condicionar las votaciones del

Consejo, incluso por la simple capacidad de formar minorías de bloqueo frente a la

prevalencia de los estados «grandes». Y no sólo es que estos últimos, Alemania,

Francia, el Reino Unido e Italia, exigieran esa prima —aunque los franceses se oponían

a que fuera estrictamente proporcional, ya que ello favorecería claramente a Alemania

— sino que los dos mayores países «medianos», España y Polonia, esta última aún en

fase de predahesión, reclamaban un trato similar. La propuesta conciliatoria de la

Comisión Europea consistía en la doble votación: un voto simple por país en una

primera ronda y un voto ponderado, por estricta proporcionalidad en la población, en la

segunda. Las propuestas al Consejo sólo saldrían adelante si ganaban las dos votaciones.

La Cumbre comunitaria de Niza, inaugurada el 7 de diciembre de 2000, puso de

manifiesto lo mucho que se había avanzado en la aplicación de Maastricht, y la voluntad

firme de los Quince en ampliar las fronteras comunitarias. Las modificaciones a los

anteriores Tratados introducidas en Niza afectaban, básicamente, al primer pilar

16

comunitario en sus aspectos institucionales, condicionados por las próximas adhesiones.

Así, se decidió ampliar el Parlamento hasta los 736 escaños para acoger a los

representantes de los nuevos socios. Respecto a la Comisión Europea, y para evitar su

crecimiento desmedido, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y España renunciarían a

uno de sus dos puestos de comisario europeo, con lo que, a partir de 2007, habría 27

comisarías, una para cada país miembro. Y en cuanto al Tribunal de Justicia, al de

Primera Instancia y al de Cuentas, se les dotaba de más medios con la creación de

secciones especializadas, aunque el Consejo Europeo rechazó incluir en el Tratado la

propuesta de una Fiscalía Europea.

Como era de esperar, fue en la modificación de procedimientos de votación del

Consejo de Ministros donde se produjeron las principales disensiones entre los

gobiernos. La propuesta de la Comisión Europea, un mecanismo sencillo, no

contentaba ni a los grandes, ni a los medianos, ni a los pequeños. Luego de tres días de

debate, se llegó a una solución de compromiso, que tampoco satisfizo a nadie. Se

aceptó, como proponía la Comisión, la doble mayoría, de países y de población. Pero las

diferencias demográficas eran de tal calibre que, si se aplicaban tal cual, los seis países

más poblados, con 348 millones de habitantes, frente a los 156 de los otros veintiún

miembros, anularían cualquier porcentaje de votos de Luxemburgo, Malta o Chipre, que

apenas superaban el medio millón de habitantes, o de Estonia y Eslovenia, que no

llegaban a los dos. La solución que se admitió fue ponderar, mediante un mecanismo

corrector que establecía el número de habitantes necesarios para cada voto en el

Consejo en relación inversa a la población total del país.

Cuando, tras un período transitorio, el 1 de noviembre de 2004 se ajustó el número de

votos en el Consejo, los cuatro «grandes», con el 57,3% de la población de la UE,

sumaban 164 votos y el resto 205. La mayoría cualificada se situaba en 232 votos, el

72,2% del total. Y tras la entrada de rumanos y búlgaros, la desproporción de votos

aumentó a 164 frente a 229, cuando los cuatro países más poblados representaban aún el

53,5% del total. Aunque este sistema evitaba que se repitieran pactos de hegemonía,

como el eje franco-alemán de los años sesenta, setenta y ochenta, se vendía mal a la

opinión pública de los grandes estados, especialmente en la superpoblada Alemania. En

2008, un voto alemán en el Consejo de Ministros «costaba» casi tres millones de sus

ciudadanos, y uno maltés, apenas cien mil. Y los principales beneficiados eran los dos

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«medianos», polacos y españoles que, con la mitad de habitantes que Alemania,

tendrían 27 votos frente a los 29 del gigante germano. En cuanto al tema, aún más

conflictivo, de la minoría de bloqueo, que obstaculizaba la mayoría cualificada, se

estableció en 91 votos, o un grupo de estados que superase el 38,1 por ciento de la

población de la Unión Europea. Con estos procedimientos, era fácil prever que el

Consejo funcionaría con una permanente búsqueda de alianzas entre los gobiernos

representados, que podía llegar a ser tan paralizante como lo fue la crisis de la silla

vacía.

El Tratado de Niza recogió la preocupación de los gobiernos comunitarios por el auge

de la ultraderecha en varios países de la Unión, y también entre los PECO, donde la

transición a la democracia había desatado, en casi todas partes, fuertes corrientes de

nacionalismo, racismo y revisionismo histórico que amenazaban con multiplicar las

tensiones en una región que acababa de vivir el sangriento conflicto yugoslavo. Los

sucesivos tratados europeos no preveían respuestas a la llegada al poder, por la vía

democrática, de una agrupación de tintes xenófobos o neonazis. No obstante, el asunto

estaba sobre la mesa y se buscó solventar mediante el Tratado de Niza, cuyo primer

artículo preveía que si se constaba la existencia de un riesgo claro de violación grave

por parte de un Estado miembro de principios contemplados en el apartado 1 del

artículo 6 (del TUE), se le dirigirán recomendaciones adecuadas.

En caso de que persistiera la presencia ultraderechista en el Ejecutivo nacional, «el

Consejo podrá decidir, por mayoría cualificada, que se suspendan determinados

derechos derivados de la aplicación del presente Tratado al Estado miembro de que se

trate, incluidos los derechos de voto del representante del gobierno de dicho Estado en

el Consejo».

En febrero de 2004, un grupo al que se atribuían tales características, el Partido de la

Libertad (FPÖ), de Jörg Haider, entró en el Gobierno austriaco, tras triunfar en los

comicios parlamentarios. Los restantes gobiernos de la UE se movilizaron para detener

su progresión y el Consejo de Ministros acordó un régimen de sanciones contra Austria,

destinadas a congelar su actividad en el seno de la Unión y a aislarla diplomáticamente.

Pero, sin una fundamentación legal clara y con los socios comunitarios divididos al

respecto, las sanciones fueron un fracaso y se levantaron a finales de año.

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El Tratado de Niza fue firmado por los representantes gubernamentales el 26 de

febrero de 2001. Siguiendo una tradición ya arraigada, la ratificación estuvo en peligro.

Catorce parlamentos nacionales ratificaron sin grandes problemas. Pero Irlanda

convocó un referéndum popular. La Constitución irlandesa chocaba, una vez más,

con el articulado de un tratado comunitario, ahora en cuestiones como la cooperación

reforzada y la política de defensa común. Los ciudadanos irlandeses así lo entendieron y

el 8 de junio, con una participación de sólo el 30% del censo, el 53,9% de los votantes

dijeron «no» a Niza. El Gobierno tuvo que emplearse a fondo para convencer a la

población, y el Parlamento de Dublín aprobó una enmienda a la Constitución

autorizando expresamente la firma del Tratado. Finalmente, en un segundo referéndum

celebrado el 20 de octubre de 2002, el 63% de los sufragios fueron favorables a la

enmienda constitucional, tras lo que desapareció el obstáculo legal. Cumplidas todas las

ratificaciones, el Tratado de Niza entró en vigor el 1 de febrero de 2003, a tiempo para

preparar la entrada de diez nuevos países en la UE.

Niza resultó uno de los avances más insatisfactorios en la historia de la integración

europea y mereció críticas generalizadas. Para los federalistas, y en especial para sus

representantes en el Parlamento, era excesivamente tecnocrático y suponía una nueva

ocasión desaprovechada de avanzar hacia la supranacionalidad que requería una

auténtica Unión Europea. La Comisión vio desechadas la mayoría de sus propuestas de

refuerzo institucional, que los gobiernos contemplaban como una cesión de poder a los

eurócratas. Entre los ejecutivos nacionales, la pugna por las votaciones en el Consejo de

Ministros había abierto grandes brechas en la confianza mutua y algunos, sobre todo el

francés, vieron fracasar el intento de mantener una PAC que protegiese a su agricultura

frente a la libre irrupción de la producción más barata de los PECO, que contaban con el

apoyo alemán. Si algo resultaba satisfactorio de Niza era que se había ajustado el

procedimiento de ingreso en las instituciones de los nuevos socios y su papel en las

políticas de la UE, culminando la planificación del Tratado de Ámsterdam. Pero todos

admitían que, tras esta enésima reforma institucional, seguía pendiente el reto político

de abandonar la estructura confederal y funcionalista, más difícil de manejar

conforme se iba ampliando el antaño selecto club comunitario, para crear una auténtica

Unión Europea que asumiera, con criterios políticos, altas cuotas de subsidiariedad y

autogobierno ante los estados. Entre los acuerdos que se adoptaron en la Cumbre de la

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ciudad francesa figuraba la convocatoria de un foro de reflexión, la Convención

Europea, que debía impulsar un desarrollo más firme en la vía hacia la federación

mediante un nuevo Tratado.

4. LA CARTA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

El Consejo Europeo de Niza no sólo aprobó el Tratado homónimo, sino un documento

de gran importancia para el avance de la Europa de los Ciudadanos: la Carta de los

Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

La Unión contaba ya con una Carta Social que afectaba al ámbito de los derechos de

los trabajadores. Pero el Consejo Europeo de Colonia, en 1999, estimó que era necesaria

una declaración global de derechos ciudadanos, que comprometiera a todos los

países miembros y, sobre todo, a los nuevos adherentes, que provenían de culturas

jurídicas y políticas muy distintas. Encargó su redacción a una Convención Europea

formada por un comisario europeo y un representante de cada país miembro. Trabajaron

sobre un corpus muy variado, desde las Declaraciones de Derechos Humanos de la

ONU y del Consejo de Europa, o la Carta Social de este último, hasta diversos

convenios internacionales sobre materias concretas, como los desarrollados por la

Organización Internacional del Trabajo. Concluido el trabajo de la Convención, el

Consejo Europeo proclamó la Carta de los Derechos al inaugurarse la Cumbre de Niza,

el 7 de diciembre de 2000. No obstante, su entrada en vigor fue pospuesta, ya que el

Reino Unido y Polonia se resistían a que el Tribunal de Justicia de la UE fuera la única

fuente de jurisprudencia sobre algunos de sus principios, sobre todo los relacionados

con los derechos laborales. A fin de superar el veto, hubo que modificarla mediante una

cláusula opt-out, para reservar a los tribunales de ambos países la interpretación del

articulado en su ámbito territorial, aunque los polacos renunciaron más tarde a la

exención. La nueva versión de la Carta se presentó el 7 de diciembre de 2007, y, cinco

días después, el Tratado de Lisboa la convirtió en texto jurídico vinculante.

La Carta establece seis grandes capítulos de derechos, que obligan a las instituciones

de la UE y a los estados miembros, aunque sólo en el ámbito de la aplicación de la

legislación comunitaria. Conforme a los títulos de los capítulos, el documento ampara

los siguientes derechos de los ciudadanos y residentes de la Unión:

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Dignidad (dignidad humana, derecho a la vida y a la integridad de la persona,

prohibición de la tortura y de las penas o los tratos inhumanos o degradantes,

prohibición de la esclavitud y del trabajo forzado).

Libertad (derechos a la libertad y a la seguridad, respeto de la vida privada y

familiar, protección de los datos de carácter personal, derecho a contraer matrimonio

y a fundar una familia, libertades de pensamiento, de conciencia y de religión, de

expresión e información, de reunión y asociación, de las artes y de las ciencias,

derecho a la educación, libertad profesional y derecho a trabajar, libertad de

empresa, derecho a la propiedad, derecho de asilo, protección en caso de

devolución, expulsión y extradición).

Igualdad (igualdad ante la ley, diversidad cultural, religiosa y lingüística, igualdad

entre hombres y mujeres, derechos del menor, derechos de las personas mayores,

integración de las personas discapacitadas).

Solidaridad (derecho a la información y a la consulta de los trabajadores en la

empresa, derecho de negociación y de acción colectiva, de acceso a los servicios de

colocación, protección en caso de despido injustificado, condiciones de trabajo

justas y equitativas, prohibición del trabajo infantil y protección de los jóvenes en el

trabajo, vida familiar y vida profesional, seguridad social y ayuda social, protección

de la salud, acceso a los servicios de interés económico general, protección del

medio ambiente, protección de los consumidores).

Ciudadanía (derecho a ser elector y elegible en las elecciones al Parlamento

Europeo y en las elecciones municipales, derecho a una buena administración,

derecho de acceso a los documentos, Defensor del Pueblo Europeo, derecho de

petición, libertad de circulación y de residencia, protección diplomática y consular).

Justicia (derecho a la tutela judicial efectiva y a un juez imparcial, presunción de

inocencia y derechos de la defensa, principios de legalidad y de proporcionalidad de

los delitos y las penas, derecho a no ser acusado o condenado penalmente dos veces

por el mismo delito).

En una década como fue la primera del siglo XXI, en la que la UE se enfrentó a

crecientes dificultades de funcionamiento y de voluntad política de avance, la Carta de

los Derechos Fundamentales marcó un hito sumamente positivo en su desarrollo,

al consolidar los fundamentos de democracia, igualdad y solidaridad como

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inherentes al conjunto de las sociedades europeas y exigibles a cualquier institución

o persona presentes en el territorio de la Unión.

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