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Un mundo sin color Por Víctor J. González Q. ILUSTRACIÓN: Milagros González. Milagros González es Licenciada en Museología e Historia del Arte, Magister en Historia de las Américas, curadora e investigadora independiente. Publicó el libro "De la colección a la Nación. Aventuras de los intelectuales en los museos de Caracas (1874- 1940)"(Fundación Polar, Caracas, 2007).

Un mundo si color (ilustrado)

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Relato de ficción escrito por Víctor J. González Q. (Derechos Reservados)

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Page 1: Un mundo si color (ilustrado)

Un mundo sin color

Por

Víctor J. González Q.

ILUSTRACIÓN: Milagros González.

Milagros González es Licenciada en Museología e Historia del Arte, Magister en Historia de las Américas, curadora e investigadora

independiente. Publicó el libro "De la colección a la Nación. Aventuras de los intelectuales en los museos de Caracas (1874-

1940)"(Fundación Polar, Caracas, 2007).

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El edificio se encontraba en la calle más antigua de la ciudad pero tenía visos de la

arquitectura contemporánea que contrastaba con el olor a viejo de la calle y edificios contiguos.

En el ocaso del día la fachada se iba degradando en tonos grises que la dividía en dos rectángulos

perfectos para reflejar el intenso color naranja en su parte superior. A lo lejos, parecía una

evocación al misterio divino de la división el mar rojo. La entrada dejaba ver una puerta grande en

relación con el tamaño de las personas que por allí cruzaban. Las escalinatas guiaban hacia ella,

vistas como Alpes desde los banquillos colocados adrede, con perfección de calculista, para

permitir que los empleados de comercios cercanos disfrutaran de un almuerzo casero en medio de

la gran ciudad, rodeados de árboles centenarios y de palomas que un biólogo mediocre podría

colocar entre la milésima y milésima primera generación de esta especia que habitaba, desde el

principio del tiempo, esa plaza remodelada por fuegos de artillería, mal gusto arquitectónico, la

huella inclemente del tiempo y una que otra joven caribeña de piel canela que se pasease por sus

alrededores.

El pasillo principal era ancho y de un largo casi infinito custodiado por un vigilante que

parecía tener la misma edad que la calle pero adornado igual que el edificio, ribetes dorados

colgados desde el hombro hasta su famélica cintura, tratando de imitar la chaqueta de algún

general desconocido. Los pantalones, más largos que las piernas, remataban en unas botas de

suela de cartón, ya en su tercera mano, donados por una de las últimas mujeres dedicadas a

recolectar ropas y alimentos para los más desposeídos; las ultimas porque eran ya tantos los

desalojados, desprovistos e indigentes que solo unos cuantos podían darse el lujo de servir al

prójimo a través dela iglesia adulante, decadente y paupérrima de estas épocas. Su rostro,

encendido detrás de unos anteojos con montura de carey muy delgada, quemado, ajada, estirado

y vuelto a contraer por la salitre que flotaba en el ambiente desde el muelle pestilente, con

tarantines de escasa variedad de pescado putrefacto y vendidos a precios de calidad europea,

atendidos por niños semidesnudos y con la piel blanca por la sal y el cabello rojo por el mar: niños

que habían abandonado la escuela porque la escuela los había abandonado a ellos cuando el único

maestro se fue al África a cazar mariposas a orillas de algún lago sin mapa, olvidado por geógrafos

igual que aquel muelle prospero, sitio de encuentros y tertulias matutinas había sido abandonado

por domingos llenos de sol y la abundancia de otras épocas. Aquella ciudad solo atraía a turistas

que huían de los exorbitantes precios de las islas caribeñas, sin más equipajes que un morral de

lona cargado con pantalones desteñidos y binóculos heredados de la segunda guerra.

Un rio humano llenaba el pasillo en ambas direcciones ya arrastraba a quien lo tratara de

cruzar con su corriente de hombres, mujeres y niños en búsqueda de la felicidad nunca alcanzada

y sueños evaporados por el calor de la miseria. Me senté a un lado a descansar del largo trecho

recorrido a nado desde el portal hasta el ascensor más cercano. En el piso, jadeaba agotado con el

sabor a triunfo después de esa proeza olímpica. Lo vi acercarse, apacible, pulcramente vestido con

un traje de tres piezas que me dio aún más calor pero que en su cara no reflejaban más que la

brisa de una tarde de Diciembre a orillas de la playa como si se encontrase en una de esas islas a

las que solo se podía llegar a bordo de un bote arrendado y pagado con el sueldo ahorrado por

dieciséis años y medio. En la muñeca derecha en reloj de oro y en su dedo índice una anillo del

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mismo metal incrustado por la piedra filosofal negra brillante que dibujaba una estrella en las

paredes del pasillo como esfera en luto.

Cruzo a la derecha cerca del ascensor a cuyos pies me encontraba. Lo seguí con la mirada y

lo vi detenerse en la parte posterior de la columna que enmarcaba, de un lado, aquella pintura

descolorida y de imagen borrosa que aparentaba adornar la entrada del retrete de hombres. Con

curiosidad lo detallé. No portaba maletín alguno como lo hacían los hombres que una vez había

visto en el aeropuerto de la ciudad vecina.

Ese mismo aeropuerto donde trabajaba pare el viejo José cargando equipajes de turistas

que se dirigían luego al autobús destartalado que luego un juez determinó como culpable del

inicio de la ruina del pueblo. Aventureros que habían visto desde el aire sobre el mar, una ciudad

sumergida que prometía entregar sus riquezas hundidas. Decían haber venido a resolver los

problemas de la ciudad y ofrecían alternativas que solo ellos conocían porque se encontraban

ocultas en sus maletines. Predijeron la desaparición de todo el pueblo sino se tomaban los

términos contenidos en su programa de recuperación. El alcalde solo vaciló ante sus propuestas

debido a que se hacía menester inmediato el hecho que debía aprender una lengua extranjera

antigua para poder ejecutar tan loable emprendimiento. “Economics” la llamaron pero solo

lograron convencerlo que no era necesario hablar ese idioma sino que depositara su confianza en

que serían resueltos los problemas que había prometido durante su campaña. Después de firmado

aquel contrato debía esperar treinta y tres día para ver los frutos de esa negociación.

Así que aquí me encontraba, treinta y tres años después, a la postre de un ascensor del

edificio de una ciudad de arcas vacías que desaparecía después de tantas promesas y dinero

gastado, observando a este hombre tan separado de mi realidad que llegué a pensar bien podría

ser el mandatario de algún País sin habitantes ni ciudadanos y cuyas riquezas le pertenecían a él.

Atónito, observe como lentamente con su mano izquierda accionaba un palanquín detrás

de la columna y en forma casi instantánea se abrió una cavidad al frente. Giró la cabeza, miró a su

alrededor y sus ojos casi se consiguieron con los míos. Apresuradamente bajé la mirada y acomodé

con lentitud y diligencia el pendiente que con la imagen del divino niño de Praga tenía fijado a la

solapa de mi chaqueta. Al cabo de varios segundos levanté la cabeza e hice un barrido veloz con la

vista, deteniéndome solo por un instante para poder observarlo. Me levanté del piso sobresaltado

y con asombro. El hombre sin maletín había desaparecido y en su lugar solo se encontraba la

colilla de cigarrillo que a medio fumar había dejado descuidadamente en el cenicero que daba la

bienvenida al retrete.

Tembloroso y asustado me acerque sigilosamente a la columna. No había un alma

alrededor por culpa del letrero colgante que decía “En Reparación hasta el 2.021 – Servicio de

Oras Municipales”. Un aviso que había sido cuidadosamente escrito por alguno de los tantos

empleados de la alcaldía de la ciudad al día siguiente de firmado el contrato de recuperación,

refrendado por el mismísimo alcalde de hoy hace ya treinta y tres años y medio. Receloso, tire del

palanquín con el que había visto abrir la cavidad torácica del edificio. Observe a mi alrededor, volví

la vista al frente, levanté la mano y noté a la puerta escondida que seguía cerrada. Tiré

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nuevamente del palanquín. Nada. Pensativo y preocupado ante el temor de haber visto un

espejismo de aquellos que he estado viendo desde que tomé aquella cerveza importada por Juan

Félix. Esa cerveza fría que acostumbrábamos tomar en los viernes en la tarde, reunidos en su tasca

para hablar de las menudencias de la semana y hacerlas importantes tras los efectos de una larga

conversación y con la embriaguez del conocimiento de tantas cosas pueriles.

Me recosté de la pared y comenzaba a reírme de mí mismo cuando tomé el cigarrillo

abandonado y llevándolo a la boca, volví a tirar de la palanca. Ante mi sonrisa congelada y el

cigarrillo a medio colgar del labio inferior, sentí un frío glacial que me congeló el aliento y que

detuvo, como fotografía, el humo que salía de mi boca.

Deben haber pasado otros treinta años ante que saliera de mi asombro. Sentía haber

envejecido en esa proporción. Poco a poco fui recuperando el calor que antes me agobiaba y al

que ahora le daba la bienvenida como se recibe al sol de la mañana después de una noche invernal

de doscientas horas de duración. Levanté el pie derecho para salvar el listón de madera disfrazado

de rodapiés. Con las manos me sostuve de lo que parecía ser el marco invisible de una puerta que

no era puerta. Caminé lentamente por el estrecho pasillo de color gris de extremo a extremo: El

techo, el piso y todas las paredes pintadas de gris. Sentí a ese pasillo como alguien sentiría una

urna forrada de terciopelo gris por dentro para no despertar con colores brillantes que gritan

sonidos de vida al dueño de su sueño infinito.

Lleno de terror giré sobre mis pasos y emprendí una rápida retirada de aquel lugar. Justo

al llegar a la puerta, se cerró. El pasillo me ahogaba en un mar de oscuridad tan denso como el

líquido negro que vi salir del aquel tanquero al borde del paseo en la bahía. El mismo negro de la

playa que el alcalde mandó a limpiar con especialistas traídos desde tierras lejanas y quienes

finalmente terminaron utilizando el mismo jabón con el que la negra limpiaba las ollas que usaba

friendo las empanadas para mantener a su familia de catorce hijas, diez varones y cuarenta y ocho

nietos.

A punto de sofocarme por la ansiedad y el miedo con ganas de gritar pero sin poder abrir

la boca, comencé a trastabillar tocando con ambas manos, pies y cabeza cada uno de los rincones

de aquel ataúd que me envolvía. Mi corazón latía vertiginosamente. Estoy seguro de haber sentido

como cada glóbulo rojo lo atravesaba para llenare de aire y como las plaquetas corrían en tropel

contra el tiempo para curar aquella dolencia que aquejaba mi oído derecho desde que nací.

Cuando ya comenzaba a desorientarme y con la cabeza a punto de estallar se hizo la luz. Se

iluminó todo violentamente al unísono de la puerta cerrándose. Corrí sonando mis pasos

estrepitosamente hacia la luz que era de una brillantez inimaginable y cegadora.

Poco a poco, entre lágrimas de dolor, felicidad y temor, mis ojos empezaron a

acostumbrarse a la luz. Me encontraba en un salón amplio. Tan extenso que parecía ser más

grande que el apartamento que había dejado en la mañana para salir al trabajo despidiendo a mis

dos hijos con un beso en la mejilla pero con deseos de volver a la cama, junto a la esposa que aun

dormía cuando cerré la puerta.

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El lugar era limpio y blanco como los retretes que hay en los restaurantes que había visto

en las películas. Esos donde los ricos y poderosos van a reunirse para definir sus destinos y los del

mundo entero. No colgaba cuadro alguno de las paredes de aquel recinto. Solo salía del techo la

luz. ¡Oh, la luz! Estaba nervioso pero me tranquilizaba la luz. No tenía fuente fija. Emanaba desde

arriba, de todas partes y me volví a sentir tranquilo. Caminé hasta el centro de la sala y logré

divisar en la esquina, a lo lejos, un bulto del mismo color de la pared. Tan blanco como la leches

que antaño deban las vacas en el patio de la casa de mis bisabuelos. Tomé aquel bulto entre mis

manos. Era un morral con bolsillos al frente y arneses en la parte posterior para ajustarlo a la

espalda.

En la pared donde se encontraba, rezaba una frase – “Para escapar”-. ¿Escapar de qué? Lo

abrí. Adentro encontré una chaqueta gruesa como la grasa del cerdo que criaban en el pueblo

vecino. El que vendía frito en los tarantines al margen de la única carretera que lleva a la ciudad. Al

que primero pesan por kilos según lo solicitado por comensales y que luego, ante el asombro de

tos, la cocinera, que yo sabía era hermana de Houdini, colocaba en un sombrero mágico que ella

llamaba sartén por ignorancia haciendo desaparecer solo la mitad porque no tenía las dotes

completas de su hermano.

Junto a la chaqueta hallé tres pares de calcetines finos que combinan con trajes que yo no

poseía. Además, un par de botas de alpinista como para vestir los pies de la estatua de Stalin que,

con orgullo y pasión, había sido derribada en la Plaza Roja para mi beneplácito y alegre asombro.

Debajo de aquella enigmática frase habían escrito unos garabatos de palabras en un idioma que

no conocía pero entendía. Claramente decía – “Presione para salir”- Seguido de una acción

involuntaria, presioné el pestillo que acompañaba en formación perfecta a los extraños garabatos.

El piso bajo mis pies cedió. No caí aparatosamente. Más bien caí en un agradable descenso

como si estuviese conectado a un paracaídas imaginario inflado por los vientos de mi incredulidad.

No me alarmé. Me estaba acostumbrando al vaivén del día. –“Ad augusta per angusta”- recordé,

no sé cómo, esa frase del latín que según mi entender significaba –“Para un gusto, una angustia”-

pero que según los letrados de ésta y otras épocas traducía “Ho hay logros sin obstáculos”. Y me

sentí bien.

Levanté la cara para ver cómo se cerraba la trampa que me había hecho caer ahí. Estuve

parado por un momento mirando hacia arriba. Lentamente, como envuelto en un aire viscoso,

observé alrededor. Allí estaba, el hombre del maniquí. El que me había hecho llegar hasta aquí. –

“Es tarde, esperábamos por ti”- me dijo sonriendo. A su lado, otro hombre, tan alto como él pero

tan intranquilo como yo. Ambos vestían chaquetas y botas de alpinistas. – Vamos, ¡prepárate!

grito señalando el morral al que aun sin darme cuenta me aferraba.

Sin pensarlo, saqué la chaqueta, las medias y las enormes botas del morral. Me quité los

zapatos y cuando estaba a punto de ponerme las botas, escuché de nuevo ese idioma que no

conocía. Volteé la cara. Era él otra vez: – Ponte los calcetines, hace mucho fría allá abajo – dijo.

Obedientemente, vestí mis pies con los tres pares. Uno sobre el otro. Me hacía recordar como

cuando me colocaba la pega en la palma de la mano. La pega que me sobraba de aquella que

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usaba para fijar la figuras al álbum que nunca salió premiado. La que después de seca me iba

quitando poco a poco como piel sintética con la imagen de mis huellas en ella.

Tuve que saltar varias veces para lograr colocar los pies dentro de las botas. Las sentía del

tamaño que utilizaban los zapateros de Ámsterdam frente a sus tiendas para atraer a los

compradores. Finalmente, cuando logré enfundarlas me calzaron como dedal al dedo. Me miré de

reojo en uno de los tantos espejos biselados que rodeaban el salón. Con absoluta continuidad

matemática, mi imagen se multiplicó en cientos. Éramos todos soldados sincronizados y

obedientes a las órdenes de mi cerebro. Me veía preparado para escalar la montaña más alta y en

mi rostro se reflejaban aires de experiencia en tal disciplina. Volteé a ver a mis otros compañeros.

Fue en ese preciso instante en que logré detallar al otro. Era un hombre robusto, muy alto, de tez

blanca pero con matices curtidos. Su edad, indeterminada por sus facciones. Se veía nervioso. No

había soltado al hermano gemelo del morral que también yo sujetaba con mis manos.

- Por favor, tomen asiento – me interrumpió en mi observación la voz del hombre

maniquí. El otro hombre, quien bien podía llamarse Juan por su silueta, me miró. Ambos nos

sentamos en el piso al unísono tratando de expresar angustia en nuestras caras pero sin poder

mover un solo musculo facial. Cuando el hombre maniquí nos vio sentados, pulsó un botón

gastado y sucio de tanto uso como el de los ascensores del edificio municipal. – Nos vemos abajo-

dijo liberando el botón.

Abruptamente, el salón se desplomó a una velocidad tal que me tuve que aferrar a unas

asas de metal que estaban en el piso. Sentí como el cabello se levantaba estirándose. Recordé la

barbería donde mi papá me llevaba de niño. Cerré los ojos y me toqué con la mano izquierda el

pendiente que había transferido mentalmente a la chaqueta que llevaba puesta. Recé las

oraciones que nunca había logrado recordar. Vi pasar ante mí, todos los años de mi vida que había

ya olvidado. Pasaban rápido, casi a la velocidad de aquel gigantesco ascensor. Iba sudando. Las

manos, la cara, el cuello, todo sudaba. La humedad se enlazaba en gotas. Vi despegar el sudor en

cámara lenta. Desde la cara hasta unirse con el cabello que se estiraba a lo lejos.

Tan repentinamente como arrancó, justo antes de asfixiarme con mi propia saliva, el

ascensor se detuvo. Permanecí quieto tirado en el piso sin soltarme de las asas y con los ojos

cerrados. Ya no sentía el movimiento que me causaba vértigo y revolvía mis entrañas pero aun

podía percibir el miedo que se respiraba en el ambiente. Escuché al hombre maniquí decir: - Ya

llegamos caballeros. Por aquí, por favor -. Abrí los ojos. Los párpados me dolían por la presión de

sus músculos. Entre tinieblas alcancé a ver al hombre maniquí señalando la puerta de salida. Juan

y yo nos levantamos diligentemente y caminamos hacia donde entraba la espesa bruma. Igual que

a la que se forma en la carretera de pueblito pintoresco y frio que queda en la montaña cerca de la

ciudad.

Afuera, parados frente al ascensor que estaba tallado en una pared de piedra, levándose

hasta donde ya no podía ver, contemplamos aquel inmenso desierto de nieves blancas. Profundo y

alisado cual embudo de un pastelero gigante cuyo eje concéntrico era precisamente el lugar de

desde donde veíamos aquel espectáculo de la naturaleza. – Debemos subir- dijo el hombre

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maniquí. Guiados por él comenzamos a escalar el tobogán de helado que nos rodeaba.

Caminamos a paso simétrico en formación de pelotón. La nieve se pegaba a la suela de las botas

apenas la pisaba desprendiéndose luego al levantar el pié. Caminamos por cuatro días seguidos sin

descansar porque no era necesario. Tenía fuerzas inagotables. Faltando algunos metros para llegar

a l cima, volteé para ver mis paso dibujados en la nieve. Me pareció escucharlos decir – Ve

tranquilo. Aquí estaremos esperando para cuando vuelvas -. Desde esa altura comprendí que

aquella escultura sobrenatural no era sino un volcán subterráneo congelado.

No podía creer lo que se veía desde la corona del volcán de nieve. Traté de estructurar mi

pensamiento en forma lógica y ordenada. Sin embargo, el concierto de imágenes frente a mí

invadían los escondites recónditos de mi cerebro sin darme oportunidad a mantener el equilibrio

que tanto estaba deseando desde esta mañana. Era una ciudad gigantesca. Podía ver un muelle

frente a la costa repleto de barcos de cruceros que zarpaban y llegaban por docenas guiados por

un inmenso faro encallado en el medio de la bahía. Los barcos pesqueros se desplazaban

libremente. Los podía ver salir vacíos con dos o tres marineros a bordo mientras otros regresaban

repletos de pescado, conchas marinas y sirenas vestidas de princesas que me saludaban desde la

distancia. Frente al muelle se levantaba la carretera que lo unía a la ciudad perfectamente

distribuida. Era el mismo diseño que tenían los cuadernos cuadriculados que utilicé durante mi

infancia para conocer las matemáticas, único instrumento que tenían los maestros para enseñar

orden y disciplina. Al final, después del rompeolas, estaba el aeropuerto. Diseñado en forma

hexagonal para permitir el mayor número de aviones pues el tráfico de sus pistas era pesado por

el volumen de pasajeros que debían transportar. Podía distinguir claramente las siglas de los

alerones de las naves escritas con los mismos garabatos que ya me eran familiares formando parte

de mi léxico. Siempre habían estado allí sin recordarlo pero florecía en la punta de mi lengua una

vez que contemplaba todo aquello. Tenía edificios altos por doquier y pequeñas casas de jardines

amplios extrañamente podados por el mismo jardinero que los tocó con su mano desde la altura

acariciándolos una a uno pero todos al mismo tiempo.

“Permítanme presentarles a estas personas” – dijo el hombre maniquí. Su voz me hizo salir

del trance placentero que conmocionaba mi alma. Lo vi y asintiendo volteé a mirar a nuestro

comité de bienvenida. El Alcalde y los personeros más importantes de la ciudad habían venido a

saludarnos. Por alguna extraña razón eran todos iguales. Sacados del mismo molde de orfebrería

de donde había salido el hombre maniquí. El mismo traje, la misma corbata incluso la misma

mueca en los labios que caían del lado izquierdo al hablar. Nos invitaron a subir a un teleférico.

Mientras bajábamos me di cuenta que la ciudad no tenía sol. Había luz pero no sol, Eso me

sorprendió. Inexplicablemente no se distinguían los colores. Sabía el color de los que veía pero a la

vista eran blancas y negras chocando ocasionalmente para crear gris de aquel salón donde todo

comenzó. Seguimos bajando. Desde las diferentes pendientes nos iban señalando iglesias,

restaurantes, tiendas y oficinas gubernamentales. Los lugares un al lado del otro. Limpios y

arreglados con letreros de anuncios todos a la misma altura en las paredes.

Al llegar a la última estación del teleférico abordamos una limosina negra que aguardaba

por nosotros. Recorrimos algunas calles y noté que todas ellas nos llevarían al centro donde se

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encontraba una plaza circular que alojaba al cabildo. Las calles eran limpias, más bien, jamás

habían estado sucias. Las personas se desplazaban con libertad pero en un orden casi robótico. Un

canal de ida y otro de vuelta en cada acera. – Nuestro trabajo es sencillo pues no existe lo que

ustedes llaman moneda. No existen los bancos y no se necesita más que escoger la mercancía

dispuesta en los mostradores de los comercios para ser llevada a casa. La pobreza nunca formó

parte de nuestras preocupaciones porque no hay pobres. No tenemos problemas de un

presupuesto deficitario porque no tenemos personal. La gente colabora como obreros. No

necesitamos cárceles, policías porque no hay criminales. Como el gobierno no tiene presupuesta

para gastar, no hay corrupción. No hay impuestos y nuestros ciudadanos no necesitan un

reglamento municipal pues todos están de acuerdo en cómo y dónde construir.- Con la boca

abierta, no dejaba de escuchar aquello: - Solo tenemos un problema. Los alcaldes son elegidos por

periodos de una semana y no hay posibilidad de reelección. Es aquí donde entran Uds. Verán,

todos los habitantes se han desempeñados como funcionarios del gobierno. Ya no nos queda

nadie por escoger porque todos han sido elegidos alguna vez. Es así como, después de investigar

por trescientos años, descubrimos que las únicas personas honestas que quedan sobre el planeta

son ustedes dos.

Sentí una tremenda ola cosquilleante que me subía desde el estómago hasta la cabeza

para marearme con su cresta de exagerante espuma. Vi como Juan, sorprendido, doblaba su

piernas al mismo tiempo que intentaba esbozar una sonrisa amplia pero débil y temblorosa como

de caricatura. La limosina se estaba estacionada frente al edificio del cabildo cuando el jefe de

aquel sequito de hombres maniquí daba instrucciones para que nos dirigiéramos a una sala de

reuniones a través de la puerta lateral. Mientras caminábamos nos explicó que la prensa estaría

presente en el salón. Había resulto realizar una presentación oficial de nuestras candidaturas. – Un

momento- dije obligando a detener la marcha forzada. – Ni siquiera he podido asimilar como

llegue hasta aquí. Ahora me dice que soy un candidato a la Alcaldía. No le he dicho si deseo

aceptar- Grité conmocionado. El alcalde maniquí soltó una carcajada sonora que retumbaba en el

edificio como el paso de un tren atravesando un túnel. – Mi querido amigo, no nos queda más

remedio que pedirle amablemente que acceda a esta candidatura pero en todo caso, a Ud. no le

queda más que aceptar con agrado esta encomienda de nuestro pueblo – Respondió el jefe

maniquí.

– ¿Y si no acepto? – pregunté tímidamente. - - Tenemos facultades para penetrar en tu

pensamiento, en tus sueños. Hacer de tu estado de relajamiento y descanso, una verdadera

agonía mental. No te haremos daño físicamente pero el dolor que podemos ocasionar con hacerte

pensar es de una magnitud que nunca has sentido. Sería como sentir que la piel de tu cuerpo es

arrancada en in fina película al mismo tiempo y justo en el instante preciso de despegar el ultimo

hilo de tus tejidos con la carne aun fresca, rosada y palpitando, cubrirla con sal marina del más

grueso espesor para luego lavarla con el aguardiente más claro del mundo – Continuamos

caminando hasta alcanzar la puerta donde se aglomeraban otros hombres maniquí con cámaras

fotográficas, luces de neón y micrófonos. Aturdido aun sintiendo las palabras del Alcalde guie

guiado por ellos hasta el pulpito donde se dirigían a la audiencia.

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Volteé a verlos. El alcalde tenía su mano izquierda sobre mi hombro y con la derecha

saludaba al público congregado alrededor de la tarima. Los demás se daban las manos, sonrientes,

con muecas de triunfo. Revisé mentalmente todo lo que me había sucedido. Pensé que sería

sencillo. Una semana de sosiego y experiencia en el manejo del poder político. Me tranquilicé.

Comencé a alegrarme. Sí, unas vacaciones lejos de mi mundo y de aquella ciudad mugrienta que

habían dejado esta mañana y a la que había querido abandonar desde que estaba en el vientre de

mi madre. Una semana despendrido de las responsabilidades que había heredado sin querer y que

eran parte de la vida cotidiana para hacerla aburrida, vacía y sin más emoción que los altercados,

disgustos y placeres con los más allegado. Juan parecía haberme leído el pensamiento. El también

levantaba la mano en señal de triunfo. Todo pasó rápidamente Fuimos nominados y al pasar pocos

minutos cada uno de nosotros habló de su plan de gobierno. El centro de mi campaña fue la

promesa de realizar una colecta de deseos entre la gente para comprar con ella el sol que

devolvería los colores a la ciudad. Diseñé todo un programa que incluía el análisis adquisición

instalación de lo propuesto.

La cámara municipal aprobó la idea sin haber elegido al nuevo Alcalde con el entendido

que la colocación del astro incandescente debía realizarse a las dos horas después de la

juramentación de rigor. Se realizó el acto de votación al que todo mundo atendió. Solo faltó por

votar el señor que vino caminando desde el polo norte tratando de pisar su propia sombra. El

resultado apareció en la gaceta a la media hora de haber sido entregado el voto del último

ciudadano en la fila. Fui elegido por una mayoría impresionante. Un millón de votos contra uno., el

de Juan quien automáticamente fue elegido embajador plenipotenciario ante las puertas del cielo.

Cargado en hombros por la muchedumbre, fui llevado al Palacio Municipal. Comencé a

negociar la contratación del sol. AL pasar dos horas exactas se presentó en mi despacho el comité

de enlace del gobierno con el pueblo. – Sr. Alcalde, hemos venido a verificar la colocación del sol

en el sitio programado por Ud. en su programa de gobierno, – Me hizo saber el cabecilla de aquel

grupo. Cambié mis facciones para inspirar confianza y diligencia. – Nos falta finiquitar lo de la

escalera que será utilizada para colgarlo. Ya tenemos el resto de los materiales en el almacén de la

Alcaldía – dije con propiedad. – Pero Alcalde, la gente ya se ha preparado para la inauguración.

Han colocado ofrendas florales en la plaza y guirnaldas en todos los postes. Una banda de música

ya está sonando y lo esperan afuera para que diga el discurso del orden – me contestó alarmado el

Director de enlace. – No te preocupes – respondí. – Yo personalmente hablaré con ellos para

explicarles la situación -. Inmediatamente me dirigí a la plaza frente al cabildo para hablar con el

público. En la calle todos estaban vestidos de fiesta y la música se oía en todas partes. Me

incorporé ayudado por mis asistentes al piso movible que habían instalado frente a la plaza. –

Amigos, pueblo querido. He dispuesto hablar con ustedes en esta ocasión para aclarar algunas

cosas ateniéndome a la promesa de transparencia en la gestión gubernamental que ofrecí durante

mi campaña. Debido a percances de carácter técnico en la contratación, nos hemos visto obligados

a retrasar un poco la instalación del sol – dije con energía.

No pude terminar de hablar. Fui abucheado. La gente gritaba por el incumplimiento de mi

promesa. La muchedumbre enojada se levantó con piedras en las manos que comenzaron a

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arrojarme. Los niños tomaron recipientes y comenzaron para mojarme con agua sucia. Era un

pueblo encolerizado ente las ofertas no cumplidas. Enojados de sentirse engañados y utilizados

por el candidato que compartía con ellos las mismas vicisitudes pero olvidado por el gobernante

embriagado de poder. Cuando el monstruo de personas aglomeradas se levantó para lincharme,

emprendí la retirada en carrera hasta la limosina. La encendí justo antes que la ola humana me

aplastara. Oprimí el acelerador al tiempo que enfilaba hacia la estación del teleférico. La gente me

perseguía en autobuses, camiones, incluso, en carrera. Enardecida y transformada en una multitud

amenazante y asesina.

Al llegar a la estación corrí como pude al teleférico que estaba saliendo. Logré salta hacia

adentro de una cabina en el momento que cerraba las puertas. En el piso, sudado y jadeante por la

huida, descansé y ordené mis pensamientos. Me levanté y vi a través de los cristales como la

gente me seguía en los carros que guindaban detrás del mío. Algunos habían subido a los cables

para caminar sobre ellos como lo hacían los equilibristas de circo. Los veía acercarse. Tano, que

podía tocar sus rostros. Comencé a sudar de nuevo y sentía como el corazón se atoraba en mi

tráquea para aflorar en la garganta con un grito silente. El carro llegó a la cima de la montaña y

otra vez emprendí la carrera contra el viento. Mis pantorrillas empezaban a doler y el paso se

hacía más lento. Cuando salvaba los últimos metros de la pendiente, alguien me sostuvo por los

pies y caí rodando pro el tobogán opuesto. Envuelto en nieve. Acelerando mi caída con el peso de

las escamas de agua congelada y blanca. Sentí el impacto que causó la gran bola de nieve al chocar

contra la puerta del ascensor para estallar en mil pedazo, Mareado y tambaleante me levanté

sosteniéndome con las manos de las paredes del ascensor. Presioné el botón que lo haría subir.

Cuando la puerta se cerraba, vi las manos perfectas del hombre maniquí impidiendo su fusión, Me

miró a los ojos y sentí como, poco a poco, la piel se despegaba de mi cuerpo. El dolor era

insoportable y podía ver como mi carne se cubría de una sustancia viscosa y roja. Mis piernas

comenzaron a flaquear. Sentí que el vapor de la vida se desvanecía y me desmayé.

Lentamente recobré el conocimiento. Me sentía cansado y viejo. Entre lágrimas y tinieblas

mis ojos se abrían con torpeza. La mente entraba en conflicto con el cuerpo, Me levanté y asomé a

la ventana. A lo lejos podía ver al hombre que saltaba tomando impulso, tratando de pisar su

propia sombra frente al edificio de largas escalinatas y puertas anchas, El sol mostraba su cabellera

en el horizonte encendiendo el cielo de color naranja alegría. Miré a mí alrededor y noté que

estaba en mi habitación. Alcancé a ver la cama mojada por el sudor de la fiebre delirante y podía

percibir el olor a café fresco que preparaba Yolanda en las mañanas. El cuerpo ganó la batalla.

Volví a la cama y me recosté.

Era tiempo de soñar de nuevo con la promesa de los colores para un mundo sin color…

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