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La langosta literaria recomienda: METALES PESADOS de Tryno Maldonado

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Los cinco relatos reunidos en "Metales pesados" ofrecen una mirada honda y crítica del México más profundo, pero también rastrean de modo agudo las maneras en que los mexicanos se asumen frente al extranjero.

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Llanuras salvajes donde corran los caballos

Una noche, mi padre y yo abandonamos a mi madre en Fresnillo y nos dirigimos en su Cheyenne vieja hacia el norte. Ésa fue la última vez que vi mi casa y mis pertenencias. Fue también la última vez que supe de mi madre. Tenía diez años cuando ocurrió.

Mi padre y yo no nos volvimos a detener sino hasta horas más tarde en una gasolinera cercana a Cuatro Ciénegas. Me había quedado dormido. Aparcó la Cheyenne debajo de un toldo iluminado por neones. La quietud de aquel oasis artificial en medio del semidesierto, las luces fluorescentes, el olor ener-vante de la gasolina, me sacaron del sueño. Pero sólo para creer que entraba en otro. Todavía adormilado, vi a mi padre apear-se de la camioneta. Entró en la tienda de la gasolinera mientras el expendedor, un muchacho con gorra de beisbol, nos llenaba el tanque. Me estiré en el asiento. Me froté los ojos para tratar de averiguar dónde nos encontrábamos. Puse las manos sobre el pecho para comprobar que mi corazón siguiera en su sitio. Miré el horizonte. Amanecía.

Mi padre regresó a la camioneta con una Fanta de naranja de dos litros, una bolsa familiar de Sabritas y un montón de Pingüinos, Choco-Roles y Gansitos. Mi desayuno. Un paquete de Delicados y un six frío de Tecate para él. Va-ció el botín en el asiento de la cabina de la Cheyenne, entre los dos, para que tomara lo que yo quisiera. Él estaba de mejor humor luego de la pelea que tuvo con mi madre y con el amigo de ella hacía unas horas. Fue una pelea en forma. Quiero decir una pelea a golpes. Jamás conocí a nadie que le ganara a mi padre. Y la de esa noche no fue la excepción. El otro, el amigo de mi madre al que mi padre reventó a puños,

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era un ingeniero, un superior suyo en la compañía minera donde trabajaba.

Te voy a comprar ropa nueva, Ezequiel, dijo mi padre meciéndome los pelos a través de la ventanilla.

Él aprovechó para estirar las piernas en el exterior mientras el muchacho de la gorra de beisbol nos llenaba el tanque.

¿Van a Estados Unidos?, quiso saber el muchacho.Mi padre lo miró con curiosidad y enseguida miró en

la dirección que le había señalado con la barbilla. Parecía alber-gar la esperanza de columbrar algo entre los cerros todavía ve-lados por la oscuridad.

Pues no es mala idea, dijo mi padre. Puede ser.Mi padre no tuvo tiempo de quitarse el overol de tra-

bajo por lo precipitado de los acontecimientos. Incluso perdió una de sus botas.

La ropa, dijo recargando los codos en la ventanilla. Todo se perdió. Te voy a comprar mucha ropa y libros de caballos. Con más fotos que los que tenías. Más grandes. Y una casa nueva.

Examinó mi reacción mientras masticaba el Gansito. Llevábamos horas sin comer. Como no dije nada, me palmeó el cachete cerca del cuello.

Y otros lentes, dijo. Vas a necesitar unos lentes nuevos.Era cierto. No traía puesto más que mi piyama. Había-

mos salido sin nada encima. Pero aun así no entendí por qué tenía que comprar más ropa o libros de caballos. Los que tenía yo eran buenísimos. Me gustaban. Y, sobre todo, eran míos. No necesitaba otros, aunque fueran nuevos. Los conocía y me gus-taban y no quería otros que no fueran míos.

Mi padre destapó una cerveza, le dio una propina al muchacho y éste se tocó la gorra en señal agradecimiento. La Cheyenne arrancó.

Nos enfilamos por la carretera y mi padre encendió un cigarro. Bregaba contra la monotonía soporífera de la línea interminable del macadán, una línea recta flanqueada por car-denchas y yucas, cadáveres de correcaminos y coyotes en las canaletas. Las únicas otras luces que nos salían al paso, además de las estrellas colgadas por alfileres en el amanecer, eran las de

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los fantasmas. Postes intermitentes como animales tuertos fes-toneando la alfombra de asfalto. Ni un solo vehículo a esas horas.

¿Y, allá a donde vamos, podemos tener un caballo?, le dije a mi padre cuando terminé de comer.

Él desvió la atención del volante por unos segundos, dio una fumada y puso una expresión mezcla de asombro, satisfac-ción y tristeza, todo al mismo tiempo. Una expresión que no le conocía hasta entonces.

¿Un caballo?Tenía los labios apretados, casi una sonrisa. La cara tiz-

nada por el diesel de su máquina de barrenar.Puede comer alfalfa, forraje y manzanas, dije. Yo puedo

cuidarlo. Es muy fácil.¿Un caballo de verdad?A lo mejor un trakehner. O un clydesdale. Pero esos son

más grandes y vamos a necesitar un patiezote. Los que más me gustan son los ingleses. O un camargue francés. Un árabe. O un…

Traté de sonar solemne, como cuando me tocaba expo-ner algún tema en el salón. No entendía mucho las motivacio-nes de nuestra huida ni en qué consistía nuestra nueva circuns-tancia, tampoco ese futuro inconcreto que parecía existir nada más en la cabeza dura de mi padre. Pero como, a decir de él, comenzaríamos todo desde cero, creí tener el derecho de ase-gurar que mi opinión y mis anhelos en ese nuevo comienzo fueran también compensados. Como llenar una carta en blan-co con deseos.

Mi padre sostenía el volante con la misma mano que detenía la lata de cerveza. La otra, a la que le faltaban dos falan-ges, le servía para cambiar de velocidades cuando era necesario. De modo que debía cruzar el brazo por delante de su cuerpo hasta la palanca de cambios.

Un caballo, eh, dijo luego de darle varios tragos en si-lencio a su cerveza y alcanzármela para que bebiera.

Era lo que hacía cuando estaba de buenas. Compartir su cerveza conmigo.

Escupió por la ventanilla antes de volver a decir algo.

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Pues sí, Ezequiel, dijo. ¿Por qué no? ¿Por qué no vamos a comprar un jodido caballo? ¿Quién nos lo va a impedir ahora?

Giró la cabeza hacia mí. Tenía la mirada encendida. Le pegó al volante por la emoción.

¿En serio?, dije.Mi padre sonrió.¿Un angloárabe?Dudó por un segundo, pero su condescendencia era ya

un dique reventado.Un árabe, un egipcio…, dijo. Yo qué voy a saber. Da

igual.Pero… ¿un angloárabe de verdad?Trato, dijo. Trato hecho.Era lo que decía mi padre cuando se comprometía a

hacer algo. Se lo escuché cientos de veces al cerrar un negocio, un trueque o un compromiso con los otros mineros de La Pa-sión o con otros apostadores durante las carreras. Hizo el ade-mán de escupir en la cuenca de su mano libre, pero sin escupir-se de veras, y alternando la vista del camino a la cabina me la ofreció para afianzar el pacto.

Le di un trago grande a la cerveza. Me supo a orines.Un caballo. Tendríamos un caballo allá, en ese lugar

indefinido y todavía indistinguible pero promisorio adonde nos arrastraban la carretera y la noche hipnótica del desierto.

El resto de la madrugada dormí feliz, placenteramente, arrullado por el ronroneo del motor. Mi cara adormecida por efecto de la cerveza y la cabeza apoyada sobre los muslos de mi padre.

Los eventos de la noche en que mi padre y yo nos lar-gamos de la casa no los tengo claros. Jamás he llegado a saber muy bien lo que ocurrió. Puede que, con el tiempo, el amor que le profesé a mi padre haya aleccionado la realidad que aho-ra aspiro a recomponer. Lo contaré tal como lo recuerdo.

El día que supuestamente mi padre mató a aquel hom-bre, un ingeniero de la compañía minera, fue la época en que

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intentó volver a ser un hombre bueno. Me lo dijo muchas veces, cada una de las noches que regresaba a la casa borracho y casi sin poder estar de pie. Abría la puerta de mi cuarto y lloraba con la cabeza recargada en mi almohada creyendo que yo dormía. Me decía que volvería a ser un hombre bueno. Y un buen padre. No era necesario. Para mí jamás dejó de serlo.

Es cierto que años atrás pasó una corta temporada en Cieneguillas acusado de homicidio. Pero fue liberado por falta de pruebas.

Sólo Dios sabe cuánto quise a mi padre.Se llamaba Ezequiel Arteaga. Como yo. Y, como yo, era

minero. No llegó a ser ingeniero como lo soy ahora, a los trein-ta y cuatro años de edad, sino un trabajador raso de mina que cobraba unos pesos por cada ancla colocada en los rebajes de piedra y que debía realizar dos o hasta tres turnos por día para completar sus cuentas. Barrenador. Perforista, como les llaman aquí, en las minas del norte.

Mi padre era de La Ermita, una ranchería cercana a Jerez. Hijo de un campesino dueño de un montón de hectáreas áridas en las que, en un mundo ideal, debía crecer chile y frijol. Pero allí no brotaban ni las piedras. En el lugar yermo de donde soy, decir que eres campesino es recibido por la gente con semejante azoro como decir que siembras polvo. Que comes polvo.

Mi padre cursó únicamente el primer año de primaria antes de que lo mandaran a Jerez, donde tenía algunos parientes. Jamás aprendió a leer. Durante su infancia y primera juventud se empleó como repartidor, estibador, chofer de camiones de volteo y de carga. Pero sobre todo como albañil. Era echado en tiempos récord por su mal temperamento y su natural inconsistencia. Pero eso fue antes de que decidiera largarse a Fresnillo a trabajar como chofer de un camión de carga. Y mucho antes de haber pasado su primera estancia en la cárcel de Cieneguillas, acusado de ro-barse una góndola completa de hormigón.

Al mes de salir de la sombra conoció a mi madre. Tere-sa Álvarez. Era la hija menor de un barrenador de una mina de Fresnillo. Laboraba como secretaria en las oficinas de la empre-sa minera por intercesión de un gerente que tenía en muy bue-

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na estima a mi abuelo. Mi madre estudió hasta el sexto grado, pero aprendió taquimecanografía, lo que jamás dejó de causar-le un complejo terrible a mi padre, un analfabeto funcional.

¿Crees que por saber leer eres mejor que yo?, escuchaba que le gritaba mi padre algunas noches al otro lado de la pared de tablarroca.

Mi madre soportaba callada hasta que él se cansaba de insultarla y se quedaba dormido, extenuado por un sueño hon-do y etílico. Nada más cuando volvía a hacerse el silencio era que me animaba a salir de mi cuarto.

Una de esas noches hallé a mi madre sentada en el piso de concreto, en el desnivel de la puerta de la calle, a la intem-perie, las piernas recogidas debajo de su camisón viejo de fra-nela. Fumaba con la concentración puesta en la línea infinita del semidesierto, donde las sombras de las yucas y los huizaches se convulsionaban como demonios solitarios intentando des-prenderse del piso. Encima, un cielo abollado y prendido por broches de latón. Mi madre miraba ese vacío del modo en que lo hacen los gatos al advertir una amenaza. Cuando tiempo más adelante tuve mi primer caballo, Rosalinda, una yegua enferma, su mirada de abandono no dejaba de recordarme a la suya. Y de pronto, mientras pensaba esas cosas, mi madre se volvió hacia mí para dirigirme sus resignados ojos negros, planos igual que los de un pez muerto, anestesiados por la indiferencia. Ca-bellos revueltos. La cara llena de moretones. La odiaba por eso. Su quieta humillación no me provocaba piedad, sino asco.

En silencio, mi madre devolvió su atención al vacío. Dio otra fumada al cigarro. Permanecí envarado en la banqueta, sin pestañear, temblando de frío.

Después de esa noche, cuando mi madre no me veía, tiraba al suelo enlodado la ropa que tendía a secar en el patio. Escupía en su comida sin que se diera cuenta.

Mi madre era delgada, blanca y de buena estatura por su sangre criolla. Los ojos negros y grandes típicos de las muje-res del bajío y el altiplano. Pero sin alma. No puedo afirmar que fuera guapa. Tampoco que fuera buena persona. Simplemente no tengo un juicio en ninguna dirección. Hay rasgos que no se

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olvidan, o que se transmiten por empatía entre la gente con la que se comparte la filiación. Ella no poseía ninguno. Y no la re-cuerdo tanto, salvo por el hecho de que fumaba compulsiva-mente y que para el desayuno se servía un vaso de leche con sotol. Acostumbraba ponerle un chorrito a la mía los días en que quería mandarme a dormir temprano.

Las noches en que recibía las palizas de mi padre y nos reuníamos involuntariamente en la banqueta, sin tocarnos, como por miedo a recibir una descarga eléctrica en el aire que mediaba entre los dos, callados, incapaces o avergonzados de pensar siquiera en entablar un puente con las palabras, consta-taba con horror que yo era también una hoja en blanco. Un espejo puesto frente a su carácter sin chiste, dócil y anodino. Eso que veía y que tanto despreciaba era también yo.

Mi padre y mi madre se casaron pocos meses antes de que yo naciera. Se separaron semanas antes de mi cumpleaños número diez. Ese año no tuve fiesta. Tampoco los siguientes.

Cuando aún vivíamos en Fresnillo, mi padre solía lle-varme con él a las carreras de caballos. A mi madre no le im-portaba, en tanto él no la sonara a golpes y consiguiera librarse de mí durante al menos un fin de semana. Yo sabía por mis li-bros, mis revistas y por la televisión, que existían carreras del tipo de las del hipódromo, donde se reunía gente de mucho dinero. Mujeres guapas vestidas a la moda, políticos, famosillos y jockeys casi tan famosos como la gente que iba a verlos correr. Allí los caballos que competían eran de buena cepa, bien almo-hazados y con arreos de colores para las fotos y la televisión. Pero las carreras reales no eran así. Qué va. En las carreras reales no existía nada de eso. Las carreras a las que me refiero confor-maban un mundo aparte, mucho más elemental y rudimentario, pero no por eso menos competitivo ni espectacular. A mí me parecían mil veces mejores. Carreras clandestinas. Cuartos de milla. Carreras de doscientas, trescientas y hasta de quinientas varas. Carreras parejeras llevadas a cabo en llanuras salvajes y remotas del semidesierto, lejos de las carreteras y las rancherías,

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donde un día antes se hacían pasar los trascabos para allanar la pista, afincar los paddocks portátiles y listonar las varas con un espacio de ochenta y siete centímetros entre cada una. En esas llanuras del altiplano, aparecían de un momento a otro asenta-mientos provisionales de caravanas enteras de cámpers y baterías completas de pick-ups. Un campamento formidable. Una ciu-dadela que se esfumaba al día siguiente como un espejismo en medio del desierto. Muchos de los que tomaban parte de esos eventos eran ganaderos, políticos y narcos.

En esos llanos perdidos y polvosos vi correr a por lo menos un puño de los mejores purasangres de todos los tiempos, campeones que harían esconder la cabeza en sus propios culos a los amariconados caballos del hipódromo, con sus listoncitos de colores, sus guirnaldas y sus jockeys vestidos de payasos.

Torino, Centavo, el Moro de Cieneguillas, el Moro de Cumpas, una yegua de McAllen llamada Lucky Hell, Catorce, Juguete Caro, Malverde, Turquesa y Bolchevique, Azafrán III y el Venadito II. Eran los campeones más conocidos por esos tiempos entre las cuadras. Llegué a verlos a todos.

El lugar y la fecha de cada carrera, aunque clandestinos, se corrían a voces semanas antes entre los apostadores de las cabeceras municipales y rancherías de Zacatecas y los estados vecinos. Las apuestas se realizaban con días de antelación en una bolsa común. De alguna forma mi padre estaba siempre al tanto y depositaba sumas considerables de su salario a favor de los caballos con mejor estrella. Era en esas apuestas donde di-lapidaba buena parte de lo que ganaba. No era, en definitiva, una inversión redituable para un minero. Y, de todos modos, cuando mi padre ganaba, el dinero iba a parar a donde siempre. A la cantina del pueblo.

Lo que a mí me atraía tanto de las carreras nada tenía que ver con eso que motivaba a mi padre y a los otros adultos.

Las carreras se realizaban en sábado o en domingo. Gen-te de Coahuila, Nuevo León, San Luis Potosí, Jalisco, Sinaloa, Durango e incluso Aguascalientes, Guanajuato y Querétaro, estaba involucrada en aquel circuito ilegal. También gente de las distintas policías y del Ejército. Muchos capos. Mandos ba-

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jos y medios de los cárteles. Pistoleros. Mezclados todos indis-tintamente con la plebeyada de rancheros y criadores, vaqueros, tahúres, obreros y campesinos que frecuentaban las carreras.

Aunque no tenía modo de saberlo, los pertenecientes a los narcos eran los caballos que más admiraba. Había uno en especial. Un isabelo purasangre de cuatro años, muy bonito, ligero y musculoso como corredor de cien metros planos. Le decían Satanás. Satanás tenía una arrancada formidable y unas primeras cincuenta varas de un tranco endiablado. Arrancaba con la alzada baja y la cabeza recta igual que un galgo poseído, y de ahí en adelante parecía que ya nada en este mundo podía frenarlo. Trece segundos en trescientas varas. Fue lo que llegué a cronometrarle en una ocasión con mi reloj. Tenía una libreta donde registraba los tiempos de mis caballos favoritos y los tiempos de Satanás estaban en lo más alto. Mi padre, al tanto de quién era el propietario de Satanás, un cabecilla regional del cártel de Sinaloa, me prohibía que me acercara a las caballerizas antes o después de cada carrera, cuando lo herraban o cuando sus cuidadores lo apersogaban por la jáquima para cepillarlo.

Una vez, mientras mi padre se emborrachaba con otros apostadores, aproveché para colarme hasta los macheros de la cuadra de Satanás. Los hombres de las carreras hablaban mucho de picar a sus animales. O de que tal o cual ganador había sido picado. Pero bien a bien yo no entendía de lo que se trataba. Esa mañana, mientras admiraba escondido detrás de uno de los cámpers al imponente Satanás, vi cómo su entrenador le habla-ba igual que se habla cuando se quiere enamorar a una mucha-cha. Lo miraba a los ojos y le cepillaba el lomo con la bruza mientras que otro hombre, un tipo que por su acento no pare-cía ser de la región, inyectaba a Satanás en la babilla con una jeringa enorme. Satanás resolló cuando sintió el piquete, piafó inquieto y dio un reparo. El entrenador lo serenó con palabras dóciles. El caballo debía estar acostumbrado.

Los caballos más inteligentes pueden distinguirse porque ven a las personas directo a los ojos. En cierto momento Satanás miró en dirección de mi escondite. Estaba lejos para asegurarlo, pero puedo jurar que Satanás, ese coloso imbatible de las pistas

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al que yo admiraba como a una estrella rutilante, volteó a verme a escasos metros de distancia para comunicarme algo.

Es su medicina, me dijo un jockey cuando me sorpren-dió espiando detrás del cámper. No le duele.

Era un hombre casi de mi estatura. Quiso detenerme por los hombros pero me zafé. Salí corriendo con la intención de contarle a mi padre lo que acababa de ver, pero por alguna razón supe de inmediato que no lo entendería. No sólo eso, sino que no le importaría. Probablemente ya estaba al tanto de las atrocidades que practicaba aquella gente con sus caballos. Lo único que sacaría con ello era que me nalgueara por irme a me-ter a donde él me tenía prohibido. Así que no se lo conté. Me devolví a la zona del graderío y me metí debajo de los tablones, a la sombra, donde estaba seguro de que nadie me vería llorar.

En la época de Fresnillo mi padre aún estaba entero y podía trabajar dobles y hasta triples turnos. Cuatro o cinco días a la semana. Casi no venía a la casa. Mi madre y yo comíamos solos y en silencio. Ella bastante más concentrada en su vaso de sotol que en la persona que tenía delante. A la salida de la es-cuela era yo quien se ofrecía a llevar la comida a mi padre en un itacate que ella preparaba antes de terminarse media botella y echarse a dormir una siesta. Salía corriendo con el itacate hasta la bocamina principal y aprovechaba el aventón en uno de los vehículos Toyota las veces en que el ingeniero Rodríguez, jefe de mina de mi padre, se adentraba en las minas para iniciar el turno vespertino.

El ingeniero Rodríguez me caía bien. Me dejaba usar su casco. No era un casco común. Era un casco de baquelita con las insignias de colores que utilizan los gerentes y los ingenieros de mayor rango. Como el que uso yo ahora. Entre los mineros, como entre soldados, el sistema de escalafones no difiere en sustancia. Tampoco muchos de los códigos internos.

Disfrutaba de aquel recorrido en coche con el ingenie-ro Rodríguez. Descendíamos por un laberinto de túneles ilu-minado por luces de neón como por una autopista de la capi-

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tal del submundo. Llegábamos en su Toyota hasta la oficina de pueble, cuatrocientos metros bajo la superficie, donde se en-contraba el taller con las bestias mecánicas que descansaban igual que naves sobre la plataforma de un portaviones subte-rráneo. Cerca de allí también se hallaba el comedor, a esas horas lleno de gente animada. Los baños, los vestidores y las oficinas donde se repartían los turnos a los trabajadores ocu-paban el mismo nivel. Era el punto nodal de la burocracia del inframundo.

Ante la mirada indulgente de los mineros, preguntaba en qué rebaje le había tocado trabajar a mi padre. Todos me conocían. Me daban las coordenadas de su sector y desde allí bajaba caminando. Debía descender por la roca recién abierta, intentando alumbrarme con la linterna de casco entre la pesada calima de los explosivos recién detonados. Unos cien metros más abajo, me sumergía en las veredas anegadas de vapores como en las galerías estrechas de un panal. Esas parcelas de las minas eran habitadas exclusivamente por el rumor de los cora-zones mecánicos horadando la roca con sus aguijones. Por ahí sólo transitaban los vehículos Scoop, chaparros y articulados igual que lagartos, pero capaces de doblar las curvas cerradas de los túneles como felinos a buena velocidad. Los Scoop eran capaces de arrasar todo a su paso. Incluso un Jeep con tripulan-tes. Llegué a verlo más de una vez. Morir arrollado por una de esas bestias, la tragedia más común entre los mineros de a pie.

Allí abajo, a más de medio kilómetro de profundidad, ni las mangas de ventilación ni los respiraderos bastaban para sanear el aire. Escaseaba el oxígeno y la humedad relativa era más densa que la de un sauna. Sin embargo, cuando era joven, mi padre podría completar en esas condiciones dos turnos sin descansar ni beber un sorbo de agua. Se las arreglaba, en cambio, para meter consigo una botella de mezcal. Bebía a escondidas de su jefe de mina, y casi siempre en complicidad de Barbosa, su compañero de cuadrilla.

Barbosa era un viejo con gota que no hacía nada más que beber. Beber y estorbar. Barbosa era de Gómez Palacio. Le faltaba un ojo y mi padre decía que era uno de los mejores

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perforistas que pudo conocer. Pero de eso hacía décadas. No era más que un receptáculo de huesos y nervios.

Barbosa me caía bien entre otras razones porque, con respecto a su máquina, mantenía la convicción de que era como hacerse cargo de un caballo fino y caro de carreras. En la ofici-na de pueble asignaban a menudo a Barbosa como el ayudante de cuadrilla de mi padre. Eso nada más hasta el día en que murió en un derrumbe. De ese derrumbe hablaré más tarde.

Una botella de mezcal y la compañía inútil pero cam-pechana del tuerto Barbosa. Era lo que le bastaba a mi padre para aguantar dos turnos continuos. Pienso ahora que por eso sus jefes lo valoraban a pesar de su carácter cada vez más arisco y pendenciero. Mi padre era un buen trabajador. Jamás se que-jaba. Hoy es raro encontrarlos así. Yo mismo batallo un montón con mis perforistas. El sindicato. El jodido sindicato. Si tuviera una sola cuadrilla de trabajadores de la casta que mi padre, Dios sabe que podría sacar el mineral que extraen en una semana todos los hombres de la compañía. Ah, y cómo me gustaría ver sus caras cuando eso sucediera.

Algunas esposas de los mineros que trabajaban en el sector de mi padre, aprovechaban para enviar los itacates de sus maridos conmigo a cambio de unos pesos. Lo hubiera hecho gratis de todos modos. Me gustaba estar en las minas. Las co-nocía de memoria. Igual o mejor que los mineros más viejos. Como el tuerto Barbosa, que no tenía familia. No salía a la superficie más que para dormir. Y a veces ni siquiera eso. Cuan-do compartíamos la comida con él, o en sus ratos de ocio, le gustaba contarme historias truculentas acerca de las minas y llevarme a explorar rebajes clausurados en los que se había ago-tado el mineral. Eran sectores a los que casi nadie se atrevía a descender por miedo a un derrumbe o porque simplemente ya no figuraban en los mapas más recientes de la empresa. Para cada una de esas regiones de nadie, Barbosa tenía al menos una historia buenísima que contar. Mi favorita era la de Roque, el barrenador que un día se halló una piedra de oro del tamaño de un melón. La historia contaba que fue castigado por no compartir su tesoro con el Diablo. Barbosa decía que, en esos

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casos, Lucifer exigía un tributo a los mineros, pero el tal Roque, mezquino y avaricioso, decidió no ofrecerle ni un terrón de su oro. Se fue a esconderlo en uno de los rebajes más inhóspitos. Días después, Roque volvió para sacar su piedra de oro de for-ma clandestina y largarse a otro estado, hacer una vida nueva, pero descubrió con amargura que su oro se había transformado en carbón. Y no sólo eso, sino que además el suelo de su escon-dite se abrió por la mitad y se lo tragó. Cuando Barbosa termi-naba de contar esta historia, se quitaba el casco y hacía el signo de la cruz varias veces delante de su cara.

Un pacto con el Diablo. La tierra abierta por la mitad. Una pieza de oro puro del tamaño de un melón. ¿De dónde sacaba el viejo semejantes marcianadas?

Mi abuelo materno heredó a mi padre la plaza como barrenador a través del sindicato luego de su retiro prematuro por silicosis, a los cuarenta y ocho años. Fue el primer y único traba-jo que mi padre conservó por más de un lustro. Incluso después de la separación de mi madre. Fue minero hasta su muerte.

Existían pocas personas en las minas tan grandes y ma-cizas como él. Tenía una bola dura de boliche en lugar de cráneo. Ni las piedras que lo golpearon durante algunos derrumbes consiguieron achatarla. Medía casi dos metros y debía pesar más de cien kilos. Era casi tan alto como las picanas de acero que se usan para barrenar la piedra y que alcanzan los cielos de roca viva. Decían que podía doblar una de esas barras con las manos, pero eso yo nunca lo vi. Era temido a muerte por los otros perforistas y visto con recelo por sus superiores. De los pocos que se aventuraban a contravenir la opinión de los jefes. Mi padre era todo menos un hombre dúctil. Y mucho menos un hombre tonto. Así que pronto se adaptó a su nuevo oficio.

Mi padre podía levantarme como una pluma con solo un brazo y hacerme girar en el aire sin esfuerzo hasta partirme de la risa. Había perdido parte de las falanges de la mano izquierda en un derrumbe. Tenía una cicatriz que le atravesaba el cráneo de manera trasversal. Una roca de varios kilos le rompió el casco.

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Fue un gran derrumbe. Los gerentes y los ingenieros más vetera-nos de la empresa lo recuerdan hasta el día de hoy. En él murieron más de doce hombres al instante. Otra docena pereció en los túneles por asfixia. A mi padre lo dieron por muerto. Pero uno de los operadores de los vehículos Scoop Tram lo encontró al cuarto día de las excavaciones de rescate. Lo hallaron tratando de abrirse paso con las manos entre las rocas deslavadas de uno de los rebajes más profundos del sector. Le amputaron las falanges ma-chucadas y se reincorporó al trabajo al cabo de seis días.

Mi padre. Así era.Admiraba a mi padre de una forma secreta y serena de

la que él jamás se enteró. A veces, sobre todo los domingos en que le tocaba descansar, me quedaba dormido sobre su enorme pecho, la oreja puesta sobre su tórax tibio de tal forma que pudiera escuchar latir su corazón. Me arrullaba el movimiento de su resuello. Era como dormir sobre una montaña viviente. Así lo recuerdo.

A pesar de faltarle parte de los dedos, tenía unas manos fuertes, arcillosas y duras como tubérculos recién desenterrados que yo juraba que podían partir el mineral. Le crecía poca bar-ba porque era mestizo y olía de un modo muy particular que me hacía sentir seguro y confortado. Una combinación entre su humor intenso, el diesel de la máquina perforadora y el jabón de teja con el que se lavaba, sin éxito, la mugre y los vapores tóxicos de la mina.

Aunque yo era un niño y en perspectiva a cualquier persona mayor de veinte años la hallaba vieja, suelo pensar que mi padre debió tener apenas la edad que tengo ahora cuando mató a aquel hombre.

Un día, mientras mi padre hacía un descanso para co-mer, Barbosa y yo llegamos hasta una de las minas más antiguas, interconectada por la infraestructura central pero desprovista ya de servicios. Era una mina abandonada por donde se accedía hasta una colosal gruta natural. He visto pocas cosas más im-presionantes que aquella gruta. Sólo las grutas de la mina que

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nuestra empresa tiene en Naica, Sonora, se acercan en magni-tudes y esplendor a la gruta secreta de Barbosa. Todavía hoy, cuando la empresa me asigna un viaje a Fresnillo para dar ca-pacitaciones a los nuevos jefes de mina, me tomo un tiempo para visitarla. Aquélla, quién iba a decirlo, resultó ser la gruta que Lucifer abrió para tragarse a Roque.

La primera ocasión que estuvimos al filo de ese acanti-lado, Barbosa se detuvo, se quitó el casco como si hiciera una reverencia y me miró lleno de orgullo y satisfacción con su ojo bueno. La primera regla de un minero es jamás, por ningún motivo, desprenderse de su casco. Que Barbosa, un veterano, tuviera el arrebato de dejar su cráneo calvo y frágil como un cascarón de huevo expuesto bajo la dureza y el peso de capas y capas de manto terráqueo, me pareció perturbador. También yo quedé entablado, la boca abierta frente al inesperado espec-táculo natural. En el fondo, cien metros en caída libre debajo de nuestros pies, apenas visible como un listón de plata líquida que serpeaba con pereza, nuestras lámparas descubrieron un río subterráneo de aguas heladas que se nutría de los mantos freá-ticos de los alrededores.

Arriba, en la superficie, el desierto. Aridez y esterilidad. Allí abajo, delante de nuestros ojos, la fuente de la vida.

Entre los muros de la gruta, conforme ascendían sus altísimas galerías escarpadas, una serie de columnas de cristales de carbono del grosor de un tronco de abeto se entrecruzaban de manera horizontal igual que puentes de vidrio por los que po-dría caminar una persona. Daba la impresión de que habíamos llegado a las ruinas de una antigua civilización de gigantes. Los círculos de las linternas hacían cintilar las columnas de cristal más cercanas, pero nuestra vista no alcanzaba a columbrar en qué punto tenían su nacimiento los racimos de estalactitas que se cernían en la cúpula como una cuña amenazante, cien metros a lo alto de donde estábamos parados.

Comprendí mucho después que a lo que le rendía tri-buto y respeto el viejo Barbosa con aquel gesto temerario del casco, era a la obra maestra de un dios mineral. Un dios mucho más sabio y antiguo que cualquier dios humano.

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Mira todo esto muchacho, dijo Barbosa mientras volvía a ponerse el casco. Así es como me imagino que será el cielo cuando llegue la hora.

¿Señor?, dije sorprendido.Bueno, dijo Barbosa. El infierno, seguro que será el

infierno.Yo continuaba mirando absorto la bóveda de cristal, sin

saber si el viejo esperaba que dijera algo o que asistiera de forma callada a la constatación de una apreciación suya, desgastada de tanto uso. Como no dijo nada, me sentí obligado a hablar.

Sí, es bonito, dije con miedo a dejar caer algo frágil. Pero yo más bien me imagino el cielo como un lugar lleno de caballos. Una llanura salvaje y muy iluminada donde corran los caballos. En la superficie. Nada de personas que lo echen a perder. Sólo manadas de caballos.

¿Caballos?, dijo Barbosa y escupió la tierra metida entre los dientes. ¿De qué carajos me hablas, muchacho?

Shires, señor. Aztecas, peruanos, criollos, cuartos de milla…

Barbosa parpadeó con su ojo bueno y me deslumbró sin querer con su verdadero segundo ojo, la lámpara de casco. Un androide.

Caballos, caballos…, Barbosa soltó una carcajada que se transformó en una ruidosa parvada de pájaros fugándose por las altas galerías de la gruta.

Cabroncito, dijo riendo. Tenías que ser hijo de Ezequiel.Me acuerdo de todo esto y de cada palabra que pronun-

ció ese día. Me acuerdo muy bien porque aquélla fue la última vez que vi con vida al viejo Juan Barbosa.

La Soledad fue el cuarto o quinto pueblo al que trans-firieron a mi padre. Después de la noche en que abandonamos nuestra casa, comenzamos a errar por el norte del país sin do-micilio fijo. Nos asentábamos por temporadas en pueblos don-de la compañía canadiense le proporcionaba trabajo. Mi padre reunía alguna suma o se metía en problemas, lo que ocurriera

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