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Novela corta.
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Observar la realidad
a través del deseo
Miguel Ángel Guerrero Ramos
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© del texto: Miguel Ángel Guerrero Ramos
© de esta edición: La Lluvia de una Noche
Código Safe Creative: 1305075070828
Diseño de portada: La Lluvia de una Noche
Foto de portada: Gabicuz (Pixabay)
1ª Edición: mayo de 2013
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Capítulo 1: Los deseos de una bella y sensual musa
existencialmente inquieta
Se conocieron bajo el fulgor luminiscente y apasionante de un rojo atardecer,
de un rojo atardecer que tremolaba de pasión y se derramaba en caricias
luminosas sombre el asombro mismo de la vida. En ese momento, se avistaba
en el cielo una luna encantadora, una luna que deseaba bañarse en los ojos de
alguna estrella o quién sabe si de algún romántico enamorado. Él, con todos
sus sentidos un tanto distorsionados por esa realidad que solo sabe tejer el
deseo, se acercó a ella, se acercó a ella con gran galantería. La llamó Calíope.
Algunos gatos maullaban en los tejados, maullaban como persiguiendo con su
música felina un misterio sumamente desnudo e inadvertido. Al poco tiempo, al
poco tiempo de conocerse bajo el fulgor luminiscente y apasionado de aquel
atardecer que mencionamos líneas atrás, ambos, es decir, tanto él como ella,
decidieron sumergirse en unas aguas de apasionadas y vertiginosas corrientes,
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unas aguas pertenecientes al torrente incesante del deseo. Y así, con sus vidas
siguiendo esa tonada de brisas embriagantes y, de cuando en cuando,
huracanadas, en cierta ocasión, en cierta ocasión de vibrantes y cálidas
pasiones compartidas, mientras ella acariciaba el pecho de su amado, se le
quedó mirándole a él con ojos de musa encantada. Luego, al cabo de unos
cuantos segundos apenas, a ella se le ocurrió preguntarle a él lo siguiente:
—Dime, amor mío, por qué me llamas Calíope. ¿Quién es ella?
Ambos permanecieron en silencio. Un silencio que se recostaba en las lindes
de un insospechado almohadón de dudas. Sin embargo, un ínfimo lapso de
tiempo después, ella, facilitándole a su voz una lejana, magnética y nostálgica
ternura de golondrina entre la brisa, sugirió:
—Dime, cariño, si es acaso alguna otra amante tuya.
—Calíope, amor mío —atinó a contestar él—, es, de acuerdo a la mitología
griega, la musa de la poesía y la elocuencia, la más prestigiosa y bella,
¿sabes?, entre todas las musas del Olimpo.
—Quiero saber una cosa.
—Dime.
—¿Me ves a mí en ella, o la ves a ella en mí?
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—No sabría decirte.
Al levantarse del dulce lecho de aquel artista que la comparaba con una de las
musas del Olimpo, más exactamente con la que se supone era la más bella y
prestigiosa de todas, nuestra querida y bella Nina absorbió con su mirada la
calidez de la primavera, la absorbió a través de una ventana biselada y a través
del sentido mismo de la misticidad del deseo. La absorbió con su mirada
profunda y rubicunda. Un extraño silencio, entretanto, revoloteaba sin cesar
alrededor de ella. “Eso que me dices, como con cierto sentido poético, mi
querido artista, me hace pensar que tú sueñas conmigo”, dijo ella. Lo dijo como
por decir algo, con su cuerpo desnudo y retirando de su rostro algunos
traviesos mechones de cabello ondulado.
—Eso, adorada Calíope —dijo él—, quiere decir que tú eres ese motor que me
convierte en un genio virtuoso. Un genio virtuoso que toma el cincel, moldea la
arcilla y mezcla la témpera como no lo hace ningún otro artista”.
Nina aún seguía desnuda sobre la cama de aquel artista, sin saber que, con
ello, instaba a que la lengua de él quisiera explorar la suavidad de sus senos,
una suavidad que, por cierto, contrastaba a la perfección, y podríamos decir
que casi que en un pasional y excelso sentido de armonía, con la dureza de
sus pezones erguidos y orgullosos.
Afuera de aquel cuarto, por cierto, y como bien podemos recordar, era
primavera, pero, por alguna u otra razón, dentro del alma de nuestra querida y
bella Nina era otoño. Ella, con su alma surcada por alisios y otros no menos
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indescifrables y enigmáticos vientos, no dejaba de analizar las palabras de
aquel artista, no dejaba de analizarlas con sumo cuidado, aunque, eso sí, ella,
más bien, parecía absorta en algún incierto y profundo pensamiento.
“Me tengo que ir”, dijo ella, la bella Nina, al recordar la fría sentencia que el día
anterior le hizo una misteriosa adivina. Luego, ella dejó que él —es decir, aquel
artista que la comparaba con una de las musas del Olimpo— contemplara su
dulce y suave cuerpo femenino desnudo durante unos cuantos segundos más.
Unos segundos en los cuales él trató de grabarse aquel cuerpo en lo más
profundo de su ser para esculpirlo y pintarlo cientos y cientos de veces más,
desde ese día, y a lo largo de toda la vida que aún le quedaba por vivir. Luego,
ella procedió a vestirse tras tomar una corta y refrescante ducha. Algo le decía
a ella, a la hermosa y resplandeciente Nina, que aquel artista no era ni podría
llegar a ser nunca el amor de su vida. Claro, él sólo veía en ella un poema
andante llamado “Calíope”. Algo muy halagador, sí, pero bastante fuera de la
realidad. Por ello, ella tenía, en consecuencia, que apresurarse. Según la
advertencia de una misteriosa adivina de mirada inmensurable y diluida en las
pertenencias de la Nada, el tiempo apremiaba. Es decir, el reloj de arena de los
amores de Nina podría detenerse en cualquier momento. Por eso mismo era
que ella debía apresurarse y salir a buscar al amor de su vida. Pero, poco
antes de partir, el artista la tomó a ella por el brazo y le pidió un beso más. Un
beso de despedida. De dulce y suave despedida. No obstante, ante todo
pronóstico que hubiera podido resultar favorable para él, ella se negó. Él le dijo
entonces a Nina, haciendo el último intento para detenerla a su lado, que sus
dulces besos femeninos eran, en realidad, los que lo hacían soñar, y que el
encantador y exquisito sabor de su piel, era el que le daba esa recalcitrante
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inspiración a la que él había estado refiriéndose unos minutos atrás. Es decir,
la inspiración que lo hacía pintar como ningún otro artista o pintor en todo todo
el mundo.
No obstante, no hubo forma alguna ni poder humano que la convenciera a ella
de quedarse. Ella salió y dejó a aquel artista sumido en la compañía de una
agria soledad. La agria soledad de quien se sabe poseedor de un talento sin
igual y extraordinario y sabe que solamente debe trabajar en él. Ahora bien, si
la adivina estaba en lo cierto, aquella misteriosa adivina de mirada
inmensurable y como diluida en las pertenencias de la Nada, Nina debía
encontrar en menos de tres días al amor de su vida, de lo contrario, jamás lo
haría y ella se quedaría para siempre sola, y con la gran congoja de haber
perdido, aún para su juventud, su última y gran oportunidad. No, no había, en
consecuencia, mucho qué pensar o divagar, la advertencia de la misteriosa
adivina de mirada inmensurable fue, en su momento, fulminante. Que ¿cómo
comenzó todo este cuento de la adivina y de que Nina debe buscar al amor de
su vida en menos de tres días? Sencillamente, todo comenzó con un sueño
que inquietó profundamente a la hermosa y despampanante Nina, un sueño
que la inquietó de una manera tal, que ella decidió consultar a alguien que lo
pudiera interpretar. Ese día, por tanto, un día de nubes apresuradamente
errantes, y de un cielo azulísimamente inmóvil, poco antes de consultar a la
misteriosa adivina, Nina, más bien un poco desconfiada y escéptica con
respecto a lo que pudiera decir o no una adivina, se repitió a sí misma lo
siguiente: “No debes creerte, de buenas a primeras, una absurda falacia, Nina.
Debes confiar, ante todo, en tu instinto”. Lo que no sabía la bella Nina, era que
su instinto terminaría respaldando aquel terrible vaticinio que le daría la
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espiritista. Un vaticinio que, desde ese momento, la dejó a ella, a la bella Nina,
sumida, sin ninguna consideración, en un incierto y desaprensivo limbo.
¿En qué consistía ese misterioso e inquietante sueño de Nina? Es decir, el
sueño aquel que ella quiso que una adivina de mirada inmensurable y como
diluida en las pertenencias de la Nada le interpretara, o le ayudara, siquiera, a
hallar algún posible norte, un norte desde cual poderse entender Nina un poco
más a sí misma. Pues bien, consistía, en realidad, en un ocaso de color rojo y
de tonalidad muy intensa. Un ocaso lleno de ecos tan desconcertantes como
insospechados. Consistía, de igual forma, en lo que sucedió bajo aquel ocaso,
y lo que sucedió, sin más ni más, fue lo siguiente: Nina caminaba por las calles
de una ciudad desierta. En su sueño, ella no reparó en lo extraño que puede
resultar que una ciudad de grandes edificios se encuentre, a la hora de la
verdad, así de vacía como estaba aquella. Había, por cierto, algunas cuantas
nubes dispersas en aquel cielo de matiz rojo. Ella, la hermosa y
resplandeciente Nina, miraba las lívidas y serenas nubes cuando alguien
colocó una mano sobre uno de sus hombros, alguien que también acercó su
rostro al oído de ella y le murmuró lo siguiente: “Estoy aquí, querida Nina, como
un rito iridiscente de luz hecho por las sombras, y si no te volteas, me habré
marchado para siempre y me habré llevado todo tu amor, mientras que tú,
adorada mía, cargarás con un pesado lastre, lo cargarás durante todo el tiempo
que queda de eternidad y resta de infinito”. Nina escuchó aquella voz en un
estado de verdadera perplejidad, y aun cuando aquella sigilosa voz le advirtió
de forma tan categórica aquello, Nina no volteó a ver quién era el que le
hablaba. Ella estaba paralizada. Aunque no del todo. En ese instante, por lo
menos, Nina logró reconocer de alguna forma que ello no era más que un
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sueño del que tarde o temprano tenía que despertar. Pero ella no despertó. En
su lugar, ella comenzó a caer hacia una espesura roja, es decir, a caer hacia
aquella abrumadora intensidad rojiza de aquel cielo salpicado de blancas
nubes sumamente lívidas. Ella gritaba y procuraba aferrarse a algo
desesperadamente, porque algo, en su fuero interno, le anunciaba que aquel
cielo de un rojo tan intenso como sus pasiones más íntimas y ardientes, la
engulliría para siempre.
Nina despertó sobresaltada, y esa misma tarde, luego de salir del restaurante
en el cual trabaja como mesera desde hace algunos meses, ella decidió
dirigirse adonde una adivina, o una pitonisa, o algo así, que según ha podido
fijarse la misma Nina con anterioridad, es muy famosa y respetada en aquella
ciudad. Sí, Nina decidió ir adonde una misteriosa adivina para que esta
interpretara su inquietante sueño y, de paso, le hablara de amores, de
afecciones, de reencuentros inesperados, de misteriosas sorpresas y, quién
sabe, quizás lograra embargar también su convulsa y agitada vida de cierto
aire optimista. En fin, Nina entró, ese cálido día, al recinto vagamente iluminado
de la adivina que ya ha sido mencionada en algunas oportunidades a lo largo
de esta corta historia. Un recinto en el cual, cabe decir, parecía respirarse una
lasitud interna, mística y sobrecogedora. Sin embargo, una luz macilenta
nimbaba allí todas las cosas y ello le confería un aspecto fantasmagórico a
aquel, de por sí, lúgubre lugar.
La adivina hablaba con una voz áspera y remota. Tan áspera y remota como
esos recuerdos que suelen provocar las lágrimas más sentidas de su vida
mística y sobrenatural. Una vida un tanto nostálgica y, sí, perdida en destinos
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ajenos, esto, aun a sabiendas de que el conocimiento de ningún destino ayuda
a que la vida sepa desenvolverse perfectamente en sus complejas tesituras.
Pero bueno, aun así, y con todo, algo extraño, algo realmente peculiar, tenía
ella, es decir, aquella misteriosa adivina de mirada inmensurable. En ese
momento, si alguien además de Nina hubiera estado allí, en aquel recinto,
juraría haber visto a la adivina acariciando a la hermosa Nina con su mirada y
muriéndose de deseo por ella. La hubiera visto mordiéndose los labios con
picardía y estudiada sensualidad, y a la bella Nina hecha una madeja de
nervios.
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Capítulo 2: Los deseos de una bella y sensual musa
existencialmente involucrada en infundamentadas
pasiones
“Tus besos, que son sugerentes cuando aún están en tus labios, son
apasionados e inspiradores”, le dijo a Nina el segundo hombre que ella decidió
visitar luego de haber ido donde un artista experto en las artes de la pintura y la
escultura. El segundo hombre con el que ella también hizo el amor. Este
segundo hombre es, por cierto, un político. Un político que no es muy afable,
que gesticula demasiado con sus manos y habla con un tono marcial. Al abrirle
la puerta de su casa a Nina, aquel hombre sintió que una vaharada de pasión
le quemaba el vientre. Con ella, es decir, con la hermosa y resplandeciente
Nina, según como es su costumbre, aquel político habló de lo único que él sabe
hablar, es decir, de sí mismo. Acto seguido, según como también es su
costumbre, aquel hombre aprovechó una de las oportunidades que encontró en
la conversación —si es que a algo así se le puede llamar conversación—, para
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desabrochar los botones de la blusa de seda que llevaba la bella Nina. En ese
momento los senos de ella fueron liberados. Sus senos, por tanto, se
desbordaron tal y como se podría desbordar el más impetuoso de los ríos
pasionales. Luego, él jugó a su antojo con los ardientes pechos de ella, de
paso, deslizó una de sus manos hacía las humedades y los distintos pliegues
del sexo de ella, unas humedades que no solo empaparon un poco la mano de
aquel político sino que parecían saciar de alguna u otra forma una remota e
instintiva sed. Acto seguido, él le hizo el amor a ella sobre una raída alfombra
de color malva. Durante todo ese tiempo, la bella Nina no dijo ni musitó nada.
“Escúchame bien, hermosa, si no te arrojas, como entrando al océano por
primera vez, perderás para siempre las ansias de amar. Pero ten cuidado,
porque no será nada fácil elegir a la persona indicada”. Esa fue, justa y
precisamente, la advertencia final que le hizo la misteriosa adivina a la hermosa
Nina, el día anterior y al momento de interpretar el misterioso sueño de ella.
“Ah, otra cosa”, añadió la misteriosa adivina en ese momento. “Únicamente
tienes dos días, a partir de hoy, para hacer lo que te dije”.
“Quiero uno más de tus besos de hiel”, le dijo el político a la bella Nina. “Para
qué podrías querer uno más de mis besos, si me has tenido durante largos e
inexorables minutos de pasión”, dijo ella. “Aún me falta algo de inspiración,
querida mía. Así como algo de seguridad para poder hablar ante cualquier
público y ante cualquier congreso” “Estoy segura, mi querido, que la
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conseguirás en otro lado”, remachó finalmente la bella y despampanante Nina,
poco antes de salir de la casa del político y de su ególatra vida para siempre.
De modo que ahora los torbellinos de la pasión persiguen las inciertas
invisibilidades del sentimiento. Es decir, los torbellinos de la pasión arrastran
esta vez a la bella Nina hacia cierto hombre que alguna vez fue su novio. Un
hombre que siempre ha trabajado en el ámbito teatral y que siempre ha querido
hallar el telón detrás del cual se esconden las escenificaciones exactas del
deseo. Del deseo carnal, por supuesto.
De hecho, la bella Nina piensa tan intensamente en él, que no puede dejar de
recordar una carta que cierta vez él le escribió. Una carta que Nina aún
conserva junto a otras cartas muy preciadas de amores del pasado y junto
algunos cuantos suaves aleteos de vida ensoñada. Una carta que permanece
en un viejo cajón de un viejo clóset que se halla en su pequeño y confortable
apartamento. Nina, por cierto, tiene guardadas varias cartas de amor que le
han dedicado varios hombres a lo largo de algunos cuantos años, unas cartas,
las cuales, al momento de recordarlas, hacen que ella quiera volar entre las
nubes y sentir, de esa forma, que la vida no para de acariciarla suave y
despreocupadamente. Sin embargo, en aquel momento, en aquel momento de
prisas y dudas, la bella Nina solo pensaba en aquella carta de amor que cierta
vez le envío un hombre que siempre ha estado dedicado, en su trabajo, al
ámbito teatral. Una carta que, más exactamente, decía así:
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No sé si lo recuerdas, Nina. Yo era Hamlet, en un mundo lejano de
la historia, en uno de los pasillos impalpables e intransitados de la vida,
preguntándome de forma ávida, imperiosa y requirente, si ser o no ser, si
estar o no estar, cuando, de golpe, alcé mi vista como quien mira hacia
un horizonte enarbolado, un horizonte de cárdena y fulgurante
apariencia, y te vi. Te vi como quien ve la más reconfortante, sensible y
extraordinaria de las apariciones. Sí, yo me encontraba preguntándome
en esos instantes si ser o no ser, si congeniar acaso con el existir o no, o
con la negación o no, si optar por el contenido de lo absoluto o por la
forma indefinida e insospechada de la nada, cuando te vi, allí, en medio
de los espejismos discontinuos de una enfebrecida y pulsátil marea de
latidos. Allí, en uno de los palcos de aquel enorme y moderno teatro en
donde hace ya muchos años que mi alma comenzó, un buen día, a ser
perseguida por el aliento suave y sedoso de los sueños. En aquel teatro en
donde hace mucho ejerzo mi papel de director teatral, de actor
protagónico y, de cuando en cuando, más exactamente cuando así lo
quieren las fragantes inspiraciones de unas musas ligeramente
prohibitivas, de hábil y diestro dramaturgo.
¿Que qué fue lo primero que pensé cuando te vi aquella vez? Pues
que tú, con todo y tus relucientes ojos de ámbar y piel nacarada, eras tan
hermosa y tan hipnótica como aquellas musas ligeramente prohibitivas
de las que hace poco hablaba. Que eras tan hermosa como la más coqueta
y danzarina de las sílfides. ¿Que qué fue lo segundo? Pues que yo tenía
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que ser, tenía que existir, tenía que estar, ser uno, un alguien totalmente
independiente y concreto y físicamente situado en este complejo
universo. Ser una entidad inmersa en la subitaneidad de la vida. En el
brillo refulgente de los ojos siderales de este mundo. O en otras palabras,
y para darme a entender un poco mejor, yo pensé en seguir haciendo lo
que estaba haciendo. Yo pensé en seguir actuando. Y así lo hice hasta el
último segundo de la función, hasta el último segundo de habilidosa
dramatización.
Al otro día, antes de empezar la respectiva función, te volví a ver
en el mismo lugar, es decir, en el mismo palco. En ese instante me dije:
“Concéntrate. Pon todo de ti para hurgar en el densísimo y bruñido
océano intangible de la puesta en escena”. Recuerdo, ahora que me
pongo a pensar más a profundidad en algunos detalles concernientes a ti,
que en esa nueva función vespertina, de aquel día, mi grupo de trabajo y
yo íbamos a representar una gran función llamada: Razones de ser de un
firmamento sin estrellas. Una obra que trataba sobre detectives y
mafiosos. Una obra de teatro musical inspirada en la vida de Al Capone y
en su perseguidor del FBI, líder de los Intocables, Eliot Ness. La única
obra, por cierto, que, se supone, se presentaría aquel día en aquel enorme
y moderno teatro. No obstante, de un momento a otro, a diez minutos de
empezar la función, y luego de comprobar que la que estaba en ese palco
de los sueños, tal como el día anterior, sí eras tú, y no una ensoñación de
los insuficientes y medianamente táctiles sentidos de mi persona, cambié
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repentinamente de opinión. Salí entonces, lleno de euforia, y le dije al
público presente allí, en aquel enorme y moderno teatro, esa maravillosa
y prefigurada tarde, que además de la representación de la obra de
detectives y mafiosos, ellos podrían apreciar, como un breve y jugoso
regalo, al final de la velada, una pequeña representación de Romeo y
Julieta.
Aquella representación, es decir, la de Romeo y Julieta (no la de los
detectives), se suponía a sí misma, por lo rápido que fue la decisión que
la llevó al escenario, de una forma muy singular y distintiva. Esa, en
principio, iba a ser una representación de un Romeo (que era yo),
hablándole (o al menos esa era la idea) a una Julieta imaginaria en un
perfumado balcón imaginario. Una Julieta que, a decir verdad, y al fin y
al cabo, terminaste siendo tú, sí, tú, con todo y tus ojos de ámbar y tu piel
nacarada. Por lo que tú, al darte cuenta, me dedicaste entonces varias
sonrisas pícaras, inacabadas, coquetas, sumamente sensuales aunque
discretas, las cuales, al yo recibirlas, en lo más profundo de mi ser, y en
esa zona del alma en donde arde un fuego imperecedero y arrobador
propio, me hicieron sentir como en el más sublime y sempiterno de los
paraísos.
Hoy por hoy, aunque apenas nos hemos saludado pocas veces en
persona, me encuentro escribiendo una que otra obra que pienso
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representar junto a mi grupo teatral especialmente para ti. Ya sé que te
has vuelto una gran admiradora de mi trabajo. Que has disfrutado de mi
actuación de Edipo recién cegado por sus propias manos, del valiente
Jasón buscando el Vellocino de Oro, o de Dante Alighieri recorriendo los
diferentes círculos del infierno con la invaluable compañía de Virgilio.
Sé, además, que a ti te gusta mucho cuando yo, en medio de una
actuación, de un performance, de una imitación de una vida ajena a mí,
me giro intempestiva y avasalladoramente hacia ti. Tanto sé aquello, que
ya conozco la forma exacta de los giros inesperados y avasalladores que
a ti más te gustan. Esos finos y elegantes giros que yo hago frente a una
gran cantidad de personas, que hago parecer como parte esencial e
imprescindible de la actuación, y en los que mi alma pareciera estar
siendo poseída por la infartada e imperiosa presencia de una noche clara,
abierta, rielante y como cubierta con distintos tipos de desnudeces.
Porque así es justamente la actuación: una ficción, una virtualidad
que busca llegar al fondo de los más reales pensamientos y de los más
sensitivos y clarificados corazones. Así son justamente las actuaciones,
una impactante ilusión. Una ilusión, una irrealidad, una apariencia, que,
en mi caso, resulta ser la más mística, conmovedora, mágica y veraz de
las realidades.
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Nina no podía dejar de sentir cierta emoción al recordar la forma tan fina, tan
precisa y tan elaborada en la que aquel hombre le expresaba sus sentires en
aquella carta. Ella llegó, por tanto, y como llevada por una brisa recién
enamorada de un horizonte que la espera ansiosamente, al teatro en el que
trabaja o, más bien, en el que trabajaba para aquella época, el hombre aquel
que siempre ha trabajado en el ámbito teatral. En esos momentos, él estaba
actuando. Estaba interpretando un papel en el que besaba a una hábil y
bellísima actriz. Un papel en el que su cuerpo se pegaba al de ella, al de
aquella bellísima actriz, mientras sus manos no dejaban de recorrer hábilmente
sus suaves y femeninos muslos. Nina se quedó mirando aquella escena. Por
un momento le pareció excelente. Le pareció que estaba muy bien actuada,
pero luego, le pareció que la escena se excedía. Se excedía tanto en el tiempo
en el que debería durar como en el roce de los actores. Fue entonces cuando
su sentido de la intuición se lo dijo: aquellos actores que se besaban, tenían
algo, aquellos actores, de hecho, compartían a diario unas pasiones
sumamente ardientes y fogosas. Aquellos actores se conocen mutuamente sus
cuerpos, mucho mejor, incluso, que la forma en la cual actúan.
Nina no lo pensó dos veces y salió rápidamente de aquel teatro sin haber
hablado con aquel hombre. El tiempo apremiaba y ella tenía que apurarse.
Toda la esencia de pasión del cielo, por cierto, se escondía en sus ojos.
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“Tú, linda, sí, tú, querida mía, me rozas en lo más íntimo con tu sensualidad y
alucinas mis sentidos con tu aroma”. Al escuchar que la adivina le decía
aquello, como si se encontrara en un extraño trance de médium o quién sabe si
a punto de lanzarse a besarla, y mientras acariciaba su cabello ondulado, Nina,
por alguna razón, pensó en su mamá. La imaginó acariciando su cabello tal y
como lo hacía aquella misteriosa adivina. Sin embargo, la imagen que la bella
Nina ensoñaba pronto se difuminó. Si alguna vez hubiera conocido a su madre,
seguramente Nina hubiera podido detener aquella hermosa imagen ensoñada
para siempre, allí, en lo más íntimo y profundo de su memoria.
La hermosa y despampanante Nina se pregunta sobre el amor. Le interesa
saber qué es. Le interesa saber si es acaso la llama que enciende la antorcha
inextinguible de la pasión; un trampolín que te conducirá a instantes abismados
y profundos; una luz sublime y crepitante en medio de la oscuridad; una
especia o un condimento para el exquisito paladar del corazón. No, no, y no…
Ahora que lo piensa un poco mejor, Nina cree que es como una lluvia de fuego,
o algo bello que retoña y le da vida a la vida misma.
Sí, así imaginaba ella el amor cuando llegó a su casa, y encontró el siguiente
mensaje en la contestadora: “Me gustaría invitarte a cine, Nina. Hay una nueva
película francesa que me gustaría ver contigo. ¿Recuerdas cuando
hablábamos en nuestros años de colegio sobre cine francés? Sea como fuere,
si te decides, llámame, Nina. Te quiero”. Aquel era un tipo que Nina conoció
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cuando ambos estudiaban en el colegio. Desde muy chico él demostró estar
interesado en ella, pero Nina nunca le dio un chance y muy difícilmente, de ser
por ella, se lo daría. Nina borró el mensaje de la contestadora y salió a cumplir
con su itinerario. En plena calle, ella siguió dándole formas al amor, bajo la luz
dorada de un sol creciente.
22
Capítulo 3: Los deseos de una bella y sensual musa
existencialmente confundida
La bella y sin igual Nina se dirige hacia el viejo clóset aquel en el que guarda,
como un tesoro conformado por los retazos de varias almas enamoradas, todas
y cada una de sus cartas de amor del pasado. Ella desea sentirse viva, por eso
mismo, a medida que va leyendo algunas cuantas cartas, con el objetivo inicial
de darse ánimos y salir a buscar al amor de su vida, ella se acaricia y se palpa
un poco su propio cuerpo. De niña ella no solía hacer aquello, aquel acto
aparentemente pecaminoso pero que encierra cierto éxtasis y cierto deleite
ensimismante, porque pensaba que aquello era tabú, y ahora, de joven, resulta
que hace ya varios años que son sus distintos amantes los que recorren con
sus manos la geografía de su cuerpo y degustan a sus anchas las porosidades
más perfumadas de su piel. No obstante, Nina descubre que hay cierto placer
íntimo y personal en ello y continúa haciéndolo durante unos minutos. Continúa
haciéndolo hasta que se topa de frente con una carta que cierta vez le escribió
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un viejo amor que trabajaba como espía corporativo. Una carta que aún al día
de hoy Nina guarda con bastante celo y que dice así:
Querida mía:
Las mariposas vuelan muy agitadas en este lugar de otoño suave y
perpetuo pero disfrazado de primavera en el cual me encuentro. El batir
desenfrenado y medio nostálgico de sus alas, me recuerdan que te debo
cinco copas de vermut, dos sonrisas, un giño de ojos y una que otra
noche placentera e inequívoca de pasión. También me recuerdan, cariño,
que tú me debes varias canciones de Armando Manzanero, una que otra
de Ana Gabriel, y, sobre todo, querida mía, Y nos dieron las diez de
Joaquín Sabina.
Aquellas mariposas, que conocen desde hace muchísimo tiempo el fin de
este cielo ligeramente cristalizado que nos cubre, también me recuerdan
que no hace mucho decidimos dejar nuestras más desapercibidas e
individuales muertes interiores, para entregarnos de lleno a este amor. A
este amor con forma de reloj con minutos alterados y segundos
pasionalmente constantes. A este amor con forma de cortinas que se
cimbrean bajo el cobijo de nuestras más cálidas miradas. Sí, este amor, y
estas mariposas enfebrecidas que me rodean, me recuerdan que no hace
mucho decidí dejar, por ti, mi vida, mi trabajo de espía, de espía
corporativo. Me recuerdan que no hace mucho decidí destruir todos los
24
microfilms, los cedés de datos y toda la información que yo había
almacenado durante años. Una información que valía millones y de la
que tú, al igual que yo, tampoco querías ya saber nada.
Estas mariposas que me rodean, ¿sabes?, también me recuerdan esa
noche en la cual tus ojos me confesaron que tu trabajo no era otro más
que el de ser una dulce y bella Mata Hari. Es decir, tus ojos me
confesaron que tu trabajo pasional no era otro más que el de seducirme
con todo y la encantadora entrega de tu cabello en la brisa, y el de estar
siempre atenta a todos y a cada uno de mis movimientos. Un trabajo, el
tuyo, que aún sigue tan constante como siempre. Claro, el mío ya lo he
dejado atrás, y ahora no es otro más que el de vestir mis pensamientos de
ti cada noche y enamorarte con mis besos todos los días. Sí, mis días de
trabajo de espía han quedado atrás desde ese sutil y pasional instante, de
caricias ligeramente transustanciadas en sueños, en el cual me dijiste que
lo dejarías todo por mí. Y sí, lo hemos dejado todo, tanto, que ya no
importa que cualquier persona intercepte esta carta que el día de hoy te
escribo. Es decir, ya no importa que haya más espías alrededor de
nosotros, porque solo se enterarían de que nos amamos.
Y no, no olvides nunca, cariño, y ya para terminar, que tú eres como la
flor que perfuma los matices de mis horizontes, y que espero a que
vengas pronto, aquí, a este lugar en el que las mariposas y las cortinas de
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las casas se mueven a la par. A este paraíso tropical en el que tengo una
excelente casa junto a la playa. Porque aquí, mi muy querida Nina,
solamente nos espiará la elocuente vehemencia de una brisa que es como
nuestro amor, es decir, una brisa que cada mañana, y cada tarde, se cuela
por las ventanas y acaricia las cortinas.
Al abrirle la puerta de su casa a la bella Nina, aquel músico de pelo cano al que
ella le sonrió cuando lo vio, la abrazó con efusividad. La misma efusividad con
la cual la hizo seguir a ella y acomodarse. Y así, sin más prolegómenos, y en
su frenético actuar, aquel músico de intempestivos océanos interiores empezó
a besarla, a ella, a la bella y sin igual Nina. La besó de un momento a otro y en
forma deliberada, tal y como él siempre la besa a ella. Era poco más de
mediodía. La noche anterior Nina había hecho el amor con un artista, esa
mañana con un político. Ahora, no era otro sino aquel músico el que aplacaba
sus más fogosos y apasionados deseos con ella. Para él, es decir, para aquel
impetuoso músico, los sabores más dulces de la vida han sido siempre los
sabores de Nina, de la misma forma en que la música del cielo, y sino del cielo
por lo menos sí de algunas de nuestras vitalidades más esenciales y
espirituales, ha sido siempre la música de Bach. Sí, la música de Bach. Esa
misma música que alguien de nombre Santiago solía colocarle a la bella Nina
cada noche antes de dormir, con toda la ternura del mundo.
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“Quiero que le des fuego perpetuo a mis ideas y quiero, amada mía, uno más
de tus dulces besos de zarzamora”, le pidió a Nina, el tercero de los hombres
con el que ella hace el amor, intensa y pasionalmente, luego de que una
misteriosa adivina de mirada insondable y como diluida en las pertenencias de
la Nada, le dijera que se apresurara a buscar al amor de su vida. Sí, el músico
del que hasta hace poco hemos empezado a hablar es ese hombre. Ese
hombre que la atravesó a ella con su sexo enhiesto como si quisiera llegarle a
Nina al centro mismo de su alma. Ese hombre que la levantó a ella con sus
brazos mientras la penetraba con el único objetivo de que ella pudiera alcanzar
el cielo de la dicha y él el paraíso sagrado de la inspiración. Ese mismo hombre
que se hundió en la piel de la bella Nina para que ella olvidara la existencia de
dicha piel y pensara, sin concepto alguno, en la más concéntrica y cóncava de
las infinitudes pasionales. Ese mismo hombre que hurgó entre el sexo de Nina,
entre su flor abierta de pasión, para descubrir qué extraño y curioso fuego ardía
en él. Ese mismo que, tras todo el ajetreo que someramente hemos descrito, le
pidió a ella uno más de sus besos de zarzamora. Sí, él le pidió a ella un beso
más después de un dulce juego de sábanas y de la intempestiva e
impredecible música de los gemidos de ella, de la bella Nina. “Compra
zarzamora, querido mío”, dijo Nina mientras abandonaba la casa de aquel
músico y concluía que él tampoco era el amor de su vida. Aquel amor que,
según un sueño que ella tuvo, ella debe buscar cueste lo que cueste. Aquel,
que ella debe encontrar a como dé lugar, y que para ello no le quedan más que
algunas cuantas horas.
Mientras estaba con el músico, Nina había llegado a pensar que el amor era
como una fuerte ventisca que llega y rasga las cortinas de la inhibición. Ahora,
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decepcionada, imagina el amor como un copo de nieve que primero te
impresiona mientras cae y luego se seca lentamente. En otras palabras, puede
que el amor no sea más que una vana ilusión y que consista, en realidad, en
colocar el corazón a pender de un hilo muy fino.
En ello pensaba Nina mientras era acariciada por una brisa tibia, una brisa que
movió su cabello ondulado y se introdujo bajo su falda. Ella, la bella y
despampanante Nina, sintió cómo aquella brisa recorría su cuerpo, como si se
tratara, acaso, de las ávidas manos de sus amantes. No llevaba medias
veladas y no recordaba dónde las había dejado, si en casa del político o del
músico. No llevaba tampoco bragas. Esas sí, estaba segura Nina, las había
dejado ella olvidadas en la casa del músico. De cualquier forma, pensara la
bella y sin igual Nina lo que pensara sobre el amor, lo único cierto era que
quedaba poco tiempo para completar la tarea crucial que ella debía completar.
Nina pensó en el muchacho aquel que en la mañana le dejó un mensaje en la
contestadora de su casa. Quizás él fuera su verdadero amor. Podría ir a verlo,
a decirle algunas cuantas cosas, incluso. Sin embargo, pronto lo descartó. Lo
descartó porque no sabía cómo abordarlo sin parecer que le regalaba toda su
alma y todo su ser. Él es un poco tímido, y si ella le ayuda mucho, parecerá
que le está ofreciendo todo su ser más íntimo y secreto, al menos así es como
ella ve las cosas. Sí, por ese tonto e infundamentado temor, o, más bien, por
esa tonta e infundamentada idea, ella lo descartó a él. Por ese miedo, o por
esa idea, es que ella no se atreve ni a enviarle un mensaje a ese chico aún sin
importar que hasta el momento ella ya haya estado con varios hombres que la
han tocado y han hurgado en lo más íntimo de su ser. Pero bueno, aquí lo
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verdaderamente importante es que, de un momento a otro, ella decidió ir a
visitar a otro de sus antiguos amantes. Esta vez: a un científico.
En el solipsismo de su vida, aquel científico vio con agrado la visita de la bella
Nina. Y al igual que los tres hombres anteriores, no tardó en disolver su deseo,
más bien con modestia, en la amplitud curva y apetecible del cuerpo de ella. A
diferencia del músico o del artista, cuyas manos siempre han sido hábiles y
curiosas, aquel científico tocaba el cuerpo de ella como si fuera de alguna clase
de papel frágil“. Así las cosas, el amor con él no duró mucho. “¿Te vas tan
pronto? Quédate un poco más, Nina”. “No, no puedo”. “Déjame siquiera el más
dulce de tus besos para inspirarme a entender este mundo caótico”. “Puede
que tú y yo no vivamos en el mismo mundo, querido”, dijo finalmente Nina,
poco antes de salir a llorar de decepción, de decepción no ante los hombres,
sino ante el amor, junto a una fuente de agua cristalina que halló en una calle
poco concurrida.
Nina, por cierto, llevaba consigo una de sus cartas de amor del pasado. Una de
esas cartas que al momento de recordarlas, o de leerlas, hacen que ella quiera
volar entre las nubes y sentir, de esa forma, que la vida no para de acariciarla
suave y despreocupadamente. La llevaba en caso de que leyéndola dicha carta
pudiera levantarle el ánimo. Nina la sacó de su bolso. Se trataba de una carta
escogida al azar del cajón de su viejo clóset y que ahora, allí, junto a aquella
fuente de agua cristalina, resulta ser la carta de un antiguo novio que era y muy
posiblemente aún sigue siendo fotógrafo. Una carta que aún, al sol de hoy, dice
de la siguiente forma:
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Querida mía:
Sabes que cuando tu mirada, en una de esas fotos tuyas que me envías, finge
ser un espumoso y encantador baño de burbujas, a mí, no sé aún muy bien
por qué, me parece que puedo hallar el grado exacto de intimidad de una
caricia perfecta, y que el aura de tus fotos, a su vez, le trasmite a mí ser
cierta calidez. Una calidez que a veces, y solo a veces, se troca en silencio.
Uno de esos silencios, mi querida Nina, que parece que lo arrojaran a uno, o
al menos a mí específicamente, a uno de esos abismos con forma de
ausencia que de cuando en cuando, habitan los horizontes.
Siento mucho decirte eso, Nina. Siento mucho decirte que la calidez que me
regala tu mirada en las fotos y en los negativos de las fotos que me envías, a
veces, y solo a veces, se convierte en silencio. Se convierte en silencio aun a
pesar de ser una de esas calideces que recuerdan que la verdadera tibieza del
cuerpo se esconde por fuera y no por dentro del mismo. Y no, no me eches
la culpa a mí. Échale la culpa, al igual que yo, a la distancia. Pues si no
fuera por la distancia, sino fuera por ese inmenso y colosal charco de agua al
que llaman El Océano Atlántico, y no recuerdo ya bien si a unos 4000 o
5000 kilómetros en total que nos separan, tú y yo, sin duda, podríamos
vernos sin mayor problema cada día para compartir nuestras más lujuriosas
gravitaciones.
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¿Sabes algo más, Nina?, ahora que te escribo esto, pienso que muy
seguramente tú, querida mía, debes de estar pensando que la distancia nos
ha regalado una forma muy bonita de comunicarnos. Una forma muy bonita
y muy curiosa de comunicarnos, en la cual, tú me envías fotos, unas
imágenes tuyas, unas inocentes y otras un poco más atrevidas, para que yo
siga, durante incontables amaneceres, diurnos y nocturnos, los caminos de
esa mirada tuya a la que tanto le encanta fingir que es un baño de burbujas.
De hecho, tú me envías aquellas imágenes, en parte, porque sabes que soy
fotógrafo, pero también para que yo te escriba un poema o una carta de
amor referente a los paisajes o a los lugares en los cuales tú te fotografías, y
para que luego, yo, al igual que como tú haces con tus fotos en medio de los
más sonrosados otoños de la vida, te envié aquella carta o aquel poema por
correo postal o por Internet. (Tengo que aceptar, mi querida, que sale mucho
más cómodo y barato enviarte todo lo que te envío por Internet. Además, así
lo puedes ver rápidamente en tu móvil).
Referente a todos los escritos que te he hecho, Nina, hasta el día de hoy,
recuerdo que te he redactado, por ejemplo, Una bella dama bajo unos
místicos arbustos de color circonio, La alcoba en donde están las muñecas
con las que jugaba la luna, La pretérita noche que se hunde en tus ojos, y
Los más extasiados declives de la esencia junto a una taza de café. Esos,
como ya sabes, han sido cartas o poemas que he escrito con las fotos que me
envías. Eso sí, resulta que en la última foto que me has enviado, tú apareces
cubierta de espuma, y aparentemente desnuda, en una fina tina de color
blanco. He visto aquella sensual foto, y solo se me ha ocurrido esta carta que
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hace una ligera alusión a las burbujas de la espuma en la cual te encuentras
sumergida. Unas burbujas que me recuerdan el encanto mismo de tu
corazón. Un corazón con forma de burbuja en el cual ha estallado
dulcemente la distancia y la soledad que nos separa.
“Una hermosa carta”, pensó Nina. No obstante, aquella hoja de papel no logró
darle el ánimo que ella tanto necesitada y que tanto requería la parte más
abrisada y huracanada de su alma. “Tal parece”, llegó a susurrarle a Nina la
brisa aquella que se metía por debajo de su falda, “que el alma se inquieta y se
confunde con cualquier cosa, y cuando ello sucede, sus sueños y sus deseos
se confunden invariablemente con otras realidades”.
Nina, aún junto a aquella fuente de agua cristalina que mencionamos líneas
atrás, se preguntaba una y otra vez si ella era en verdad algo así como una
musa. Una musa de nombre Calíope que acrisola alguna dádiva del cielo.
Alguien cuyo nombre armoniza la más prefecta organización neuronal de sus
amantes, los cuales, siempre terminan convertidos luego de unos amores
intensos en unos genios virtuosos. Quizás, a fin de cuentas, ella no fuera más
que un consuelo, un dulce consuelo de la vida, para todos ellos, o una promesa
que cala en lo más profundo del espíritu. De cualquier forma, una extraña y
liminal sensación embargaba a Nina. La misma sensación, por cierto, que
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apareció en su fuero interno tras su inquietante sueño, y la misma que tuvo
mientras una misteriosa adivina le acariciaba, con un íntimo deseo sexual y
lujurioso, su fragante cabello ondulado. Puede que la interpretación del sueño
que le dio la adivina aquella no fuera más que una vil falacia. Sin embargo,
Nina se veía fracasada. No creía haber encontrado vestigio alguno de amor. Se
sentía como una figura pseudoexistencial, solitaria y condenada. Y fue ahí
cuando se acordó, por fin, de él…
Sí, Nina se ha acordado de él, por fin lo ve pasar por sus pensamientos y
quedarse allí, habitándolos con toda la nitidez del caso. Este recuerdo
repentino la hace sentirse a ella, de alguna u otra forma, completa.
Y tal y como lo ha hecho durante los últimos dos días, ella misma fue quien
llegó a la casa de “él”. Se sentía extraña, como si cargara el mundo a cuestas
y, a la vez, como si algo en ella imitara el vuelo de una mariposa. “Él” le abrió la
puerta y la saludó con suma ligereza pero con mucha alegría. “Qué bueno
tenerte por acá de nuevo, María Sofía”. Hacía mucho tiempo ya, cabe decir,
que a Nina, nadie la llamaba así, por su nombre de pila, por esa razón, ella
esbozó una tierna y encantadora sonrisa —la primera tras los últimos dos
turbios y agitados días—. Durante lo que restó de aquella tarde, Nina se dedicó
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a prepararle una de las sopas que tanto le gustan a él, es decir, a Santiago, y
por la noche, en plena cena, a ella se le ocurrió preguntarle lo siguiente: “Papá,
quiero saber cómo era mamá”. “¿Que cómo era mamá?“. “Sí”.
Santiago se quedó pensando. Recordaba aquella vez cuando su hija le
presentó a su primer novio. Ambos tuvieron esa noche, a solas, una
conversación padre—hija sobre los noviazgos, el amor y la madurez. Una
conversación que Santiago trató de sortear de la mejor forma posible. Una
conversación en la que él le dijo a ella que a veces está bien mirar la realidad
desde el deseo o la emoción, más aún desde la emoción del amor, pero que
tuviera en cuenta que hay emociones que no nos pertenecen enteramente a
nosotros, hay emociones que no las crean otras personas, y el verdadero
secreto de la vida, por tanto, estriba en saber escuchar a nuestro corazón para
saber identificar cuáles son nuestras verdaderas emociones y qué es lo que en
realidad queremos.
“Haber, mi querida Nina, ella, es decir, tu bella madre, decía que siempre,
estuviera donde estuviera, te iba a querer mucho, aun sin importar que pasaran
todos los años que tiene este mundo”, le contestó Santiago a su hija, tal y como
lo ha hecho un incontable número de veces desde que su esposa murió. “Otra
cosa, papá”. “Sí, claro, mi cielo, dime”. “¿Qué es el amor?” Santiago, al
escuchar aquella pregunta de su hija, se llevó a la boca una presa de pollo que
extrajo de la sopa que tomaba y luego, siendo tan llano como siempre, y con
toda la sencillez del mundo, dijo: “Mi cielo, amar es dar lo mejor de sí, y
sentirse bien con ello”.
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Esa noche, mientras analizaban los ojos azules de mamá en un viejo álbum de
fotos, ellos rieron y en sus rostros se pintaron muchos sueños e ilusiones. Esa
fue una noche en la cual muchos artistas diversos, ya fuera en el arte de la
pintura, el teatro o la fotografía, se volvieron genios virtuosos bajo la luz de una
luna inspiradora. Esa noche, poco antes de irse acostar, él le agradeció a ella,
es decir, a su bella hija, su visita. Le dijo que se sentía en paz, aunque esa
noche no le colocó a Nina ninguna tonada de Bach, tal y como él solía hacer
cuando tuvo que criarla sin ninguna ayuda, para que ella conciliara el sueño. Al
día siguiente, Nina despertó y encontró a su padre aún acostado en su cama.
Él sonreía y ella, por alguna razón, supo que había dejado este mundo. De
alguna forma, ella también supo que un amor intenso y verdadero había
quedado incrustado para siempre en el ardor de sus recuerdos. Y con un mar
de lágrimas saliendo a borbotones por sus ojos, Nina besó la frente de padre,
como tantas veces él también lo hizo mientras la vio crecer “Para ti papá, que
me enseñaste que los verdaderos besos, como las mejores cosas en la vida,
siempre han sido gratis”.
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Índice:
Capítulo 1: Los deseos de una bella y sensual musa
existencialmente inquieta
Capítulo 2: Los deseos de una bella y sensual musa
existencialmente involucrada en infundamentadas
pasiones
Capítulo 3: Los deseos de una bella y sensual musa
existencialmente confundida