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Días de Ira
<< Pues el hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado que
ningún otro animal, no hay duda de ello, -él es el animal enfermo: ¿de dónde procede esto?
Es verdad que también él ha osado, innovado, desafiado, afrontado el destino más que todos
los demás animales juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el insatisfecho,
insaciable, el que disputa el dominio último a animales, naturaleza y dioses, -él, el siempre
invicto todavía, el eternamente futuro, el que no encuentra ya reposo alguno ante su propia
fuerza acosante, de modo que su futuro le roe implacablemente, como un aguijón en la carne
de todo presente (…) pero aun esa nausea, ese cansancio, ese hastío de sí mismo, todo aparece
tan poderoso en él, que enseguida vuelve a convertirse en un nuevo grillete. El no que el
hombre dice a la vida saca a la luz, como por arte de magia, una muchedumbre de síes más
delicados; más aún, cuando se produce una herida a sí mismo este maestro de la destrucción,
de la autodestrucción, -a continuación es la herida misma la que le constriñe a vivir… >>
Friedrich Nietzsche
Habían pasado algunos años de mi vida, pocos días antes cumplía exactamente veinticuatro.
¿Qué tanto tiempo es eso? ¿Qué me dice esa cantidad? Mucho tiempo dejado atrás, el chorro
arenoso de mi vida seguía corriendo, hacia abajo, indetenible. Entendí que había mucho
tiempo en mí que seguía erigiendo mi memoria, interfiriendo en mi pensamiento o sesgando
mi sentir. ¡Demasiada vida en el olvido!, lo que guardo pues, no es más que un montón de
retazos exiguos, y comparándolos con los millones de instantes pasados que se me han ido
en gracia con el etéreo devenir, la vida parece nada. Estos retazos vienen constituyendo mi
alma, pues son su unidad básica y fundamental, la partícula primordial de la esencia humana.
Aquel día estaba en mi habitación, hundido como siempre en lo profundo de mis
pensamientos, en ese lugar aséptico e imperturbable que me ha mantenido alejado de la
insulsa realidad, esa realidad exterior del malestar, de la política pérfida; de la vulgaridad, de
la mediocridad, de la simpleza, de la mala educación; de la miseria, del trabajo, del dinero;
de la vanidad, del poder, del desequilibrio; de la sumisión, de la religión, del cuchicheo, de
la moralina; de la abyección, la mezquindad, la estridencia, la ignominia, el desinterés, y la
vacuidad … Tomé un espejo y de inmediato advertí en mí un aspecto diferente. ¿Y ese quién
es? Cerré los ojos y al evocar imágenes de mi memoria para darme respuesta, no hallé nada,
¿qué pasó?, ¿será que jamás me lo había preguntado?, ¿o si alguna vez lo hice qué?, lo olvidé.
El correr del tiempo volvía mi anaquel de recuerdos un acervo incierto a la hora de definir
mi humanidad. Seguido a esto resolví pronosticar mi futuro. ¿Qué será de mí? ¿Quantus
tremor est futurus? No pude, me encontré con un obstáculo fuertemente enraizado:
oscuridad. La regularidad absurda, “la obediencia puntual e irreflexiva y la adquisición de un
modo de vida de una vez y para siempre”, abrumaron –hasta hoy- mi mente. Había recorrido
una buena distancia en el rio del tiempo, pero infortunadamente sólo tenía como punto de
referencia una fecha, y ésta por sí sola no da sentido alguno a mi existencia, ¿o es que el
hecho de haber nacido es suficiente? No. No la justifica. ¡Me regreso señores!
-Oiga joven, pérese a ver ¿pa´ onde va?
-¡Me voy señora!, voy en busca del resplandor de mis primeros días, cuando hacía lo que
quería. Una vida común y corriente, inmersa en la cotidianidad y la normalidad se define
simplemente con un oxímoron: ¡es una vida muerta!
-No le entiendo joven.
-A ver: ahora que estoy en la mitad de mi vida, veo una luz en frente, viene de una llamita
encendida sobre una vela, la de la curiosidad, aún vive pero están que me la apagan y es mi
única guía hacia un camino amable, con libertad, yo no la voy a dejar morir, es más, me
desharé en ella de esa materia comburente que le sobra a usted.
-¿Cuál materia?, ¿combu... qué? ¿Y cómo sabe que está en la mitad de su vida? No ve que
apenas está empezando a vivir, sólo Dios sabe cuándo ha de llamarlo a su infinita gloria.
-La ignorancia, es la materia de la que le hablo, y lo demás lo digo por antojo, si hay algo
sobre lo que puedo decidir mientras los designios del azar no me contradigan, es sobre mi
vida, por lo demás Dios no sabe nada ni tiene gloria.
-Grosero.
-Jm.
¡Dies iræ, dies illa, solvet sæclum in favilla, teste David cum Sibylla ! Huuy qué miedo. A
quién se le puede ocurrir tal augurio, con esa noción del futuro ¡pa qué putas me dieron la
vida!, bien no más estaba en la paz de la nada, a la que no se juzga, no se condena, no se
castiga, ahí no hay sufrimiento, no hay nada. Que un franciscano, un cistercience, unos
dominicos o un papa arrogante, dizque, siervo de los siervos de dios, de humildad no tiene
un ápice este padre de la iglesia, ¿no podía ser sólo un siervo de dios? No, tenía que ser más
digno que eso, no se puede manejar la iglesia sin astucias ni engaños, sin estas noblezas se
pierde la jerarquía. Además ¡Papa y humildad son antónimos! Sin importar de quién haya
sido, pero con ese cuentecito del juicio final mantuvieron a los pobres borregos, o siervos,
dormidos bajo el manto oscuro y milenario del temor. Sí, mil añitos de nada, custodiando
que las conciencias de los feligreses estuvieran siempre más pendientes de la otra vida que
de esta, "sólo con la Mansedumbre, la Bondad, las sabias y Persuasivas Admoniciones, se
puede obtener la unidad de la Fe", decía San Gregorio “Magno” doctorcito de la iglesia;
aunque no le quepa el diminutivo. Místico, mentiroso, fantasioso como la cristiandad. ¿Y
notaron las mayúsculas?, una mayúscula en cada palabra dicha por el arrogante donde va
definiendo a cabalidad la doctrina cristiana, la de las admoniciones, la de las revelaciones.
La Sibila, ¡Ay! Esa sí es muy interesante, pero sin el rey David, ¡nada de sincretismos vanos!,
la cultura grecolatina es gloriosa, qué no pequen de contaminantes, ¿sus divinidades, sus
héroes y demás seres fantásticos no representan acaso una elevación de los talentos
humanos?, en su culto y reverencia se manifiesta el esplendor de estas civilizaciones, el
interés por comprender su propio ser, el interés por sus capacidades, sus aptitudes y sus
posibilidades. Los doce olímpicos del panteón griego permitían una adoración a los
arquetipos del comportamiento y el potencial humanos, son la manifestación de un pueblo
con una profunda reflexión sobre su esencia, una admirable claridad sobre sí mismos es el
producto de esa valiosa introspección. Dioses que gobiernan individualmente el cielo, la
tierra, el fuego, el mar, la luz; expresiones humanas como la música, la poesía el teatro;
estados como la embriaguez, la liberación, el éxtasis; Aspectos como la sabiduría, la guerra,
la justicia, la estrategia, la defensa, la belleza, el amor, el deseo, la sexualidad, la fertilidad,
la salud, la medicina, las estaciones, la agricultura, la forja, el comercio y la cacería, entre
otras. Estas figuras donde la solemnidad y la variedad de su culto implican una visión
cósmica pudieron acercar al ser humano hacia una respuesta sobre el propósito de su
existencia. “Tales ídolos elevaban el alma, la electrizaban, y aún hacían más: le comunicaban
sus virtudes al ser que los veneraba”, hacía perorar el marqués de Sade a su ilustre sodomita
Dolmacé, expresando su preocupación por la necesidad de un culto acorde al espíritu
libertador que flotaba en derredor de la Francia del su siglo, puesto que continuar con el culto
de Roma impedía eliminar uno de los pilares del poderío y el despotismo de la monarquía.
Un radical contraste con el dios cristiano, ese principio y ser absoluto, creador, todopoderoso
y seco, arraigado a la miseria, que pese a tener un carácter tan humano como cualquier otro
viene envuelto entre dogmas y misterios absurdos, imposibilitando toda aspiración de llegar
a su entendimiento, convirtiéndose además en un seductor de la humildad con una faz
sublime e inalcanzable para la frivolidad de juicios que pulula entre el pueblo llano.
Del legado de estas culturas y de nuestro instinto de superación surgió en medio de las
sombras, como un atisbo de claridad el Humanismo, en medio del renacer del hombre éste
movimiento intelectual le devolvió su valor y sentó su consideración en sí mismo; lo trajo a
la realidad, y aunque “el oscurantismo siempre se ha dado sus medios para penetrar y
entorpecer todo camino al progreso”, -según dice un amigo-, fue un paso de gran
significancia en la historia. Pero claro, es que Jesucristo no basta, la imagen de un
librepensador inculto del cual salieron las prédicas más consoladoras, -arma de doble filo
pues elevaban la sumisión al nivel de virtud-, fue insuficiente para establecer unas directrices
satisfactorias frente a las intrínsecas necesidades de dominación y florecimiento rebosantes
en nuestra núbil especie. Esas inocentes ambiciones resultan tan contradictorias ante los
preceptos cristianos, ¡cómo no!, sí es que su mesías (suponiendo que existió), abrigaba un
profundo resentimiento hacia toda manifestación de poder, como nació (o se lo inventaron)
en una época donde la esclavitud había menguado al pueblo judío no podía esperarse menos.
Su palabra y su leyenda según han sido dibujadas a través de los siglos, invitan a pensar en
un hombre cuyo sentido de justicia trastoca nuestras bases normativas estructuradas a través
de la lógica sobre la Ley del Talión, su moral basada en la incapacidad de enfrentar a sus
opresores, viene a entregar una solución sutil pero imaginaria a toda penuria mediante una
promesa intangible para el hombre en vida, un mundo exclusivo y eterno adornado de
bienestar absoluto, muy aceptable para un pueblo tan orgulloso que se ha pensado a sí como
el pueblo elegido. La astucia convertida en un ideal para regocijo de los más necesitados. De
su supuesta sabiduría no germina política alguna, sólo le alcanza para promulgar el fervor
hacia sus preceptos, hacía la fe en sí mismo, en su verdad donde la prueba final hallaría la
luz en el más allá, a la derecha del dios padre (Juan 14:6). Más aún, su personalidad indica
una negación a toda reacción, a toda resistencia que queda establecida como principio de
bondad; cuyo propósito final es la beatitud, la práctica de una vida que permita a su pueblo
adoptar la sencillez y la docilidad como lenitivo hacia toda vejación proveniente de sus
opresores, la cual motiva también un sentido de superioridad moral para todo aquel que se
someta negativamente a abrigar resentimiento alguno. La esperanza se demuestra entonces
no como una virtud para quienes luchan por su libertad sino como un artificio vil nacido en
el seno de la impotencia. Y, en concordancia con lo dicho, la naturaleza de ese prodigio
cristiano muestra unos tintes de odio visibles a toda luz (siempre que ésta sea permitida): el
fin de los tiempos, la idea más categórica donde se entrega la última promesa, la más sublime:
“Y será predicado el evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las
naciones; y entonces será el fin del mundo”. El deseo más profundo, el resarcimiento a todo
mal, un tácito anuncio en el que cabe una firme proclamación de venganza, donde la grandeza
bajo la que un día fueron sometidos se multiplique y convierta en infalible todo principio
surgido de su desventura, y se ponga de una vez a su lado y hasta la eternidad.
La misa de réquiem en Re menor, una obra de excelsa belleza, demuestra con su dramatismo
la terrible noción sobre la muerte y el fin de los tiempos que la Católica Apostólica Corrupta
y Romana infundió en Mozart. En la obra ha quedado plasmado no sólo el genio del
compositor sino también la experiencia mientras enfrentaba su propio final, una
sobrecogedora angustia que lo acompañó durante el ocaso de su vida, se convirtió en una
inspiración que sobrepone al temor la capacidad creadora del hombre, elevándolo a una
gracia divina. El pecado y la condena, de donde surge y termina todo sermón, van nutriendo
en la feligresía una idea fatídica frente a la muerte, entre el infierno, el limbo, y el purgatorio,
¡cómo no va a ser una desventura morirse! Y para colmo de males, el juicio final. ¿Habrá
algo que no hayan pervertido los curas? El nacimiento tampoco. Mala vida la que ofrece esta
religión de conciencias enfermas, la fe debería ser declarada una patología psicológica, es
contraria a todo sentido de lo natural, de nuestra comprensión del mundo, de lo visible, de lo
demostrable, aparta toda oportunidad de progreso, todo intento de bienestar. Le negó al genio
una última dignidad, la de entregarse en plenitud con el cosmos a la paz de la nada, murió
componiendo, con la triste idea de una posible desdicha en el más allá, pero se fue al cielo, a
donde van los músicos, los buenos músicos. Con la partitura en la mano, con el Introitus
completo, pero con sólo cinco movimientos de la secuencia, hasta el Confutatis; ocho
compases del sexto movimiento, Lacrimosa; y unos bosquejos del Offertorium, subió
presuroso al cielo para increparle al altísimo: ¡Viejo huevón!, ¿me querés robar este encargo?,
¡se lo iba a dedicar al diablo porque me lo encomendó para mi funeral!
La fuerza expresiva del quinto movimiento acompaña los altibajos de una infame estrofa, de
un infame himno, el confutatis del Dies Irae, lo exalto como ejemplo de lo hasta ahora
referido: ¡Forte! Con tal indicación, bajos y tenores potentes y en ominoso repudio, desatan
la primera línea, el primer verso. Una dinámica que matizará el movimiento ha sido
permitida, arriba: la soberbia, detestables los pecadores; abajo: súplicas y lamentos, un
corazón acongojado. “Confutaaatiiis”: inician los bajos, asentidos en seguida por los tenores,
van conjurando la maldición y el horror de los condenados. “Malediiictiiis”. La penúltima
sílaba resiste y descolla, las voces enfáticas, extienden la gravedad de cada palabra en todo
un compás. A continuación se despliega la abominación: “flammis acribus addictis”, y se
reitera: “flammis acribus addictis”. Posteriormente, sotto voce, sopranos y contraltos en
humilde ruego tratan de elevar al oído divino esta femenil súplica, en secreto: “voca me cum
benedictis”; dilatando el egoísmo en nueve compases. Finalmente, implorando compasión:
“Oro supplex et acclinis, cor contritum quasi cinis, gere curam mei finis”. Y la música se va
atenuando poco a poco, los instrumentos y las voces en un hálito de resignación, han
entregado ya el séptimo movimiento de la obra a un espantoso silencio, la nada absoluta. Un
funesto vacío.
Vestigios primitivos, vestigios medievales, inspiradores y aturdidores, a rastras, han venido
entre las doctrinas cristianas como jirones de una bruma antigua, que conformada por nuestro
temor a lo desconocido, sigue siendo el mayor puntal de cuantas organizaciones se han dado
a custodiar la ignorancia, cubriendo su perfidia detrás de un supuesto apoyo moral para el
mundo. Como manantial moral, se han hecho de las más fuertes pulsiones de la naturaleza
humana, los principios afirmadores de vida como el amor y la compasión, constituyen un
velo cándido ante los tenues ojos de sus fieles, una promesa de felicidad y de consuelo se
devuelve como una dádiva a la obediencia, y así, van llegando uno a uno con la boca abierta,
con el pecho abierto, con el corazón en la mano y la cerrazón del mundo, a recibir en un acto
de teo-coprófaga insensatez, el cuerpo de Cristo, su dios de pan, pequeño y en blanco como
sus conciencias. La tran-subs-tan-cia-ción, la in-fa-li-bi-li-dad pontificia, cosas que quién
pronuncia, y que en colegio católico donde estudié no me las enseñaron, Colegio La
Inmaculada Concepción, ¡es que todo les queda absurdo! Con la Verdad de fe, la que
determina el segundo dogma que acabo de mencionar, el papa es irrebatible, que dizque en
cuestiones de cátedra doctrinal no se equivoca, nunca, que Dios no se lo permite, y que a
callar teólogos. Si el papa dice sí, es sí, el que diga no, almita que se lleva el diablo. Esa
racionalidad de la iglesia es encantadora, ¡alucinante! ¿Cuándo un dogma se ha opuesto al
avance del conocimiento?, antes son un ejemplo de cómo interpretar el mundo, a punta de
verdades en sí todo va más rápido, ya hubiéramos llegado a Andrómeda, -¡ah! pero es que el
papa no promulga verdades científicas sino doctrinales-, entonces eso a mí no me sirve, que
no me estorbe. Supuestamente la infalibilidad se probó estudiando las verdades ex cathedra
declaradas por lo papas a través de la historia, que promulgando nunca han fallado. Yo no sé
pero, ¿cómo me comprueban a mí una creencia?, ¿la asunción de María al cielo?, ¿y el sin
pecado concebida? La infalibilidad también actúa cuando se canoniza a alguien que haya
obrado milagros, pero como los milagros son eventos misteriosos, negros, y no se pueden
comprobar, ¡quién les dice no!, todo es espeso en cuestiones de fe. -Sobre la ignorancia has
de construir mi iglesia- Le decía Cristo el docto, a Pedro, la piedra.
La verdad y la moral han trocado en razones acomodaticias, un clérigo que se llene la boca
con ellas burla la ética, la vuelve malabares. El día en que la iglesia se disculpó con Galileo
-se titula un artículo cualquiera- , el papa de turno reivindicó al padre de la ciencia dejando
sin efecto la codena que se le impuso en 1633, cuando fue sentenciado a prisión perpetua en
arresto domiciliario. Yo me pregunto ¿cómo se sentiría Galileo?, muy honrado y resarcido
me imagino, pero, será que no se dieron cuenta de que, ¡reivindicaron a quien ya no existe!,
-ah, es que sí, existe, lo tenían en el purgatorio, pero ya lo mandaron al cielo-. Qué
bondadosos. Galileo, hombre admirable y gentil que publicaba y divulgaba sus trabajos en
italiano vulgar, obras maestras en las que aunada la gracia de una obra literaria con los
prodigios del conocimiento científico (como ejemplo: Diálogos sobre los dos máximos
sistemas del mundo, el Copernicano y el Ptolemaico), quiso dar una nueva visión al mundo
sobre nuestra posición en el universo, enfrentado un nuevo conocimiento contra el que
predicaba la iglesia, su teoría geocéntrica del siglo II que se ajustaba a las escrituras. Un
momento, un momento, detengámonos a ver lo siguiente: los clérigos predican, ¿los
científicos predican?, mezclando un poquito: clérigos predican ciencia, ¿qué quedó?, ¡una
barbaridad! El “martillo de los herejes” Roberto de Belarmino defensor acérrimo de las
doctrinas y la fe católica, melladas por la reforma protestante, llevó los procesos de acusación
contra Giordano Bruno y Galileo Galilei, y terminó su tarea satisfactoriamente con ambos
acusados, uno en la hoguera y el otro en la cárcel. Uno: que el sol era una estrella y que en el
universo al haber infinitas estrellas habrían infinitos mundos habitados por seres vivos. El
otro: que la tierra no era el centro del universo, que sobre otros cuerpos celestes también
orbitaban otros astros. Y el otro: que sólo hay una verdad absoluta y que es la que está en la
palabra del Dios. Belarmino, tiempo después fue declarado santo (un bárbaro inquisidor un
santo), como santo fue declarado ahora Juan Pablo Segundo estrenando infalibilidad el papa
Francisco, y Francisco mientras era cardenal, fue investido Cardenal Presbítero de la Orden
de San Roberto de Belarmino por Juan Pablo Segundo. ¡De los personajes anteriores
hagamos una nueva trinidad!, como ya se parrandearon todo, mataron a dios y lo dejaron con
minúscula, ¿por qué?, pues porque si ayer lo absoluto era una cosa y hoy que no, que perdón,
y que el que pidió perdón un santo y que el que había perseguido a muerte un santo, ¿dónde
queda esa fuente de principios definitivos que es dios? Lo interpretan según su antojo, según
sus necesidades, ¡populistas, relativistas!, ¿no que el magisterio del papa es infalible, que lo
ilumina el espíritu santo?, de haber sido así Juan Pablo Segundo tenía que degradar a
Belarmino y arrancarle la aureola, y Francisco, ¡la cagaste con tu nuevo santo Huevón!
Y así, como dije al principio, he venido recogiendo el tiempo, solamente de a momentos. En
el desván de infinitas alegrías y profundidades melancólicas, una delicada columna de luz
revela copiosamente una danza de partículas, ínfimas, por miles, tenues reflejos de mi
esperanza para con la vida: dudas. Y ese aíre equilibrante, próvido del sosiego, también toma
figura, perfila un dispuesto contendiente que impelido por la curiosidad, busca
enfrentamiento con las decadencias e inconsistencias de su entorno, las descubre veladas de
lo cotidiano y, ahí donde moran, descubre además que, lastimero es pensar la vida cuando la
vida se trata de eludir absurdas certezas sembradas en el suelo de la debilidad. Y replica:
amable es pensar la vida cuando la vida se trata de cultivar confianza en el suelo de la
realidad.
Para los cristianos:
Pie Iesu Domine, dona eis requiem. Amen
Señor piedad, concédeles el descanso. Amen
Pero rápido.
Paul Andrés