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Siddharta Gautama (también conocido como “Buda”), fue un
profundo indagador del ser, fue alguien que comprendió su
verdadera naturaleza real y que trascendió los límites
autoimpuestos del “samsara” (rueda de nacimientos y muertes) por
medio de la meditación. Así se dio cuenta de que la creencia de que
existe un “ego” es la causa de nuestro sufrimiento, pues el “ego” se
sustenta en el deseo de devenir y siempre estará buscando algo
que lo complete. Pero la realidad última es que no hay nadie que
necesite ser completado. La meditación, por tanto, más que ser una
búsqueda se revela como la cesación de toda búsqueda, como la
clara comprensión de nuestra esencia de totalidad.
El buscador es lo buscado, el meditador es la meditación misma, no
hay sujeto y objeto sino que la conciencia impersonal clarifica la
verdad de lo que somos. Por conciencia impersonal entendemos el
estado perfecto de no diferenciación de la esencia constitutiva de
las almas. Este estado, que nos acerca a lo eterno, que nos ubica
en el origen de nuestra identidad auténtica, más allá de lo
fenoménico, abre las puertas de una dimensión inexplorada por la
conciencia personal, aquella que se reconoce como un ente
separado del resto. Por esta razón se asigna a los estados de
profunda meditación una cualidad unitiva, una capacidad expansiva
donde se entra en relación con fuerzas espirituales que originan una
experiencia del amor sin forma, omnipenetrante y trascendental,
capaz de alimentar y hermanar toda la existencia con su esplendor
y fragancia incesante e ilimitada.
Buda, en los “Sutras”, textos que recogen sus enseñanzas, dejó
claros los pasos que llevó a cabo para la realización del ser (las
cuatro nobles verdades, el óctuple sendero...), y sirvió de ayuda a
numerosos buscadores que, a través del “budismo”, se orientaron
en su propia búsqueda interior escuchando el resonante saber del
asceta de Lumbini. La enseñanza más importante, a mi entender,
del buda, fue la que marcó una revolución en la comprensión de la
búsqueda misma, en tiempos en que los gurús y brahmanes eran la
autoridad innegable de toda práctica espiritual. Buda insistió una y
otra vez en que la única prueba fiable de una verdadera meditación
del alma la tiene uno mismo. Uno mismo es el discípulo y su propio
maestro último. Como un buen científico del espíritu exhortaba a
sus discípulos a corroborar por sí mismos lo que les decía, pues no
hay otro medio fiable para el conocimiento de uno mismo que el que
busca conocerse escuche en sí mismo la prueba de la verdad de su
ser.
Buda ofreció herramientas, clarificó el “dharma” (camino espiritual),
ejemplificó con su vida el valor del desapego y el
desapasionamiento, regaló enseñanzas en el silencio de una flor
entregada a Mahakashyapa y habló con la suave y dulce fragancia
de los pétalos del loto más puro y bello. Fue un espejo en el que el
discípulo pudiera mirarse y reconocerse a sí mismo. No reconocer
solamente al maestro, sino ver en el maestro al maestro interior que
nosotros portamos, y que nosotros podemos tallar, como una piedra
preciosa, por medio de un cultivo compasivo, equilibrado y en
armonía con la vida, con la naturaleza y con la verdad que palpita
en el verdadero vivir, esto es, el que se asienta en el instante, en el
momento presente, más allá de la ilusión que sobre imponen
“maya” y su “samsara”. Una realidad, por tanto, prístina,
trasparente, es la que Buda compartió, elevando al corazón a su
trono primigenio, a su potestad definitiva, por encima del egoísmo
individualista, generador de ilusorio sufrimiento.
Buda llegó un día, con una flor en la mano. Iba a dar un sermón.
Pero no dio ningún sermón, sólo se sentó en silencio y miró su flor.
Todos se preguntaban qué hacia. Esto siguió durante diez minutos,
veinte, treinta minutos... Entonces, todos comenzaron a sentirse
inquietos. Nadie era capaz de saber lo que hacía. Se habían
reunido al menos diez mil personas para escucharlo hablar. Y el
sólo permanecía sentado, mirando la flor. Mahakashyapa rió. Buda
lo miró y dijo: ''Mahakashyapa, ven a mí. Le entrego la flor a
Mahakashyapa y dijo: ''Todo aquello que puede decirse, se lo he
dicho a todos. Y todo aquello que no puede decirse, se lo he
entregado a Mahakashyapa. (“Yo soy la puerta”, Osho).
Y así nació el zen, a través de Bodhidharma, quien se consideró un
heredero del linaje de Mahakashyapa. Nació el zen a través de un
silencio, a través de una respiración consciente y sentida. La
respiración es la expresión susurrante del silencio y la vida,
unificando movimiento y quietud en callado mantra, en vivificante
armonía de vacuidad danzante.
Las enseñanzas de Buda trascendieron una mera doctrina teórica
porque son eminentemente prácticas. A parte de las
consideraciones sobre el karma, el dharma, el samsara, las
reencarnaciones, etc., lo que realmente hizo del budismo una
escuela "liberadora" fue precisamente la insistencia en los puntos
que llevaban directamente a la práctica desnuda de la verdad, algo
que el zen simplificó todavía más, a través de Dogen y otros
maestros. La práctica del zen se reduce a sentarse y respirar,
sentarse y sentirse, sentarse y ser. La vía del zen es la vía cotidiana
del ahora caminando liviana por la conciencia de presencia. Sólo
así el cielo de la conciencia ve más allá de las nubes la claridad que
la unifica.
Buda decía que cuando comienza la inhalación uno se da cuenta de
que comienza la inhalación y cuando termina la inhalación uno se
da cuenta de que termina la inhalación. Del mismo modo cuando
comienza la exhalación uno se da cuenta de que comienza la
exhalación, y cuando la exhalación termina se da cuenta de que la
exhalación termina. Conciencia clara, respiración consciente, visión
correcta... Ese fue el camino de Buda, recogido en el Maha
Satipatthana Sutra y otros textos canónicos. El método llamado de
la meditación vipassana (visión clara) se enfoca en esta actitud de
conciencia ecuánime y amplia. A diferencia de los métodos previos
de meditación budista llamados de calma mental (samatha)
mediante la concentración (dharana), la meditación vipassana
supone la plena toma de conciencia sin objeto, totalmente
desvelada por el ahora integrador.
Buda, en el sutra antes citado, enumera algunos métodos o medios
para la práctica de la atención en la respiración, medios que ya
encontramos en la vasta literatura yóguica referida al "pranayama" o
control de la respiración; por ejemplo, en el famoso tratado de hatha
yoga llamado "Yoga Vasishtha", con técnicas precisas de retención
de la respiración y otras muchas; o los textos tántricos del
shivaísmo de Cachemira, como el “Vijñana Bhairava Tantra”, etc. Si
bien la finalidad del yoga es la de lograr controlar la mente con el fin
de conseguir la cesación de los movimientos mentales que
obstaculizan la unión yóguica, podemos ver que para Buda esto
sólo es un paso inicial o de entrenamiento que ha de desencadenar
siempre en la toma de conciencia, en una visión clara que no
controla sino que observa, que es consciente. Así, la finalidad no es
controlar la mente para llegar a la quietud sino darse cuenta de la
transitoriedad de los estados mentales (impermanencia) e incluso
de la necesidad misma de querer controlar la mente para la propia
autosatisfacción de estados más placenteros.
Sin un fin de lograr algo, el ser alcanza espontáneamente su estado
natural, cuando se libera de toda necesidad de acción (karma) para
lograr su felicidad. La acción fluye de forma natural, en un hacer sin
hacer (lo que nos acerca al concepto taoísta del Wu-wei: no acción).
En el Karma Yoga incluso, el yoga de la acción desinteresada,
podríamos hallar un deseo que mueve a ese tipo de acción, esto es,
la liberación de karma. Buda, iba aún más allá, pues sostenía que
no hay ningún "yo" y por lo tanto ningún karma que le fuera propio.
La identificación con un "yo" es lo que genera al "yo" con sus
identificaciones egoístas. El deseo de liberación es visto así como
un deseo del ego, puesto que, si no hay "yo", ¿quién se tendría que
liberar?
Llegados a este punto, podemos formular una pregunta que nos
invite a seguir indagando, y es la siguiente: ¿qué aporta la
respiración consciente a la meditación? Sin duda, mucho.
Dándonos cuenta de que el estado de conciencia vital, tal y como lo
percibe un individuo, conlleva un flujo dual de inhalación y
exhalación, la meditación o la contemplación aterriza, por decirlo
así, en la atestiguación de ese proceso, un proceso que como
acentúan los yoguis, se corresponde con nuestra energía vital, con
el prana que respira y vivifica el cuerpo. Una técnica recomendada
por Buda era la del conteo de respiraciones, para aumentar la
conciencia del proceso respiratorio. Otra era la antes mencionada
de darse cuenta de cuando se inhala y cuando se exhala, de si la
inhalación o exhalación es larga o breve, acelerada o pausada, etc.
Como un científico de sí mismo, Buda invitaba a tomar nota de esos
movimientos y sus cualidades observables y objetivas. Otra técnica
interesante, también apuntada por los yoguis, es la observación del
lapso entre inhalación y exhalación y entre exhalación e inhalación.
Es decir, ese instante sin movimiento, ese punto en el vacío de
donde surge el respirar y de donde al expirar otro nuevo vacío será
abrazado por un nuevo hálito viviente. Ese lapso de la respiración
carece de dualidad, como el silencio, supone el nexo entre el flujo
constante del movimiento de expansión y contracción. Un instante
sin tiempo, parecido al no tiempo de lo eterno, generador, como
Brahma; y culminador, como Shiva. Es el momento del éxtasis, del
nirvana o aniquilación de gozo, que permite de nuevo la creación y
su mantenimiento (Visnú). Como se dice en el hinduísmo, Brahma
crea, Visnú nutre y Shiva culmina. Culminación como el orgasmo,
como la energía kundalini ascendiendo al encuentro en la Shiva-
shakti del tantra, como la exhalación que tras la inhalación
realizada, abraza el vacío y danza con lo eterno, originando de nuevo en unión amorosa.