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II. Claves teóricas del mundo renacentista

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II. Claves teóricas del mundo renacentista

Esta es materia fundamentalmente teórica, que se puede estudiar por cuenta propia, pues aparecerá a lo largo del curso, especialmente al entrar de lleno con el Renacimiento.

Ahora sólo veremos la última página.

Antes de entrar de lleno en la Historia del arte, nos acercaremos a los presupuestos histórico-culturales que permitieron el nacimiento y desarrollo del Renacimiento.

El mundo renacentista, ese periodo que abarca aproximadamente desde principios del siglo XV a finales del XVI, es, sin la menor duda, uno de los más apasionantes de la historia política, cultural y religiosa de Europa, siglos en los que las naciones van a irrumpir con inusitada fuerza en el continente europeo, en la Christianitas o Cristiandad -ese universo geográfico que desde Lisboa hasta Cracovia y el Báltico se entendía en latín, recorriendo sus estudiantes las universidades que habían ido apareciendo desde finales del siglo XII, poseyendo una unidad religiosa y cultural muy fuerte-; años que verán la aparición en Italia -y desde allí a toda Europa- ese fecundo movimiento artístico que conocemos como el Renacimiento, y, a la vez, conocerán durante el XVI como el occidente cristiano se desgaja en dos -abandonando la unidad católica las diversas corrientes y confesiones protestantes que van a aparecer sobre todo en el centro y norte de Europa-.

Un periodo tan rico, en el que vivirán personalidades tan apasionantes como Gütemberg, Copérnico o Cristobal Colón; Erasmo, Tomás Moro o Vives; Masaccio, Fra Angelico, Botticelli, Leonardo, Rafael, Tiziano y Miguel Ángel; Enrique VIII de Inglaterra, Manuel el Afortunado de Portugal, los Reyes Católicos, Maximiliano de Austria, Carlos V, Felipe II o Francisco I de Francia; Brunelleschi, Alberti o Bramante; Jacopo della Quercia, Donatello, Ghiberti, Verrochio o Alonso de Berruguete; Petrarca, Boccaccio, Jorge Manrique, Rabelois, Boscán, Garcilaso o Cervantes; Pio II, Nicolás V, Julio II o Paulo III; Tomás Luis de Victoria o Pallestrina; John Fisher, Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Francisco de Vitoria, Francisco Javier, Lutero o Calvino; y tantos otros personajes que tan decisivamente han influido en Europa y en el mundo.

II. Claves teóricas del mundo renacentista.

Para un mejor aprovechamiento de este curso, centrado en el panorama cultural, fundamentalmente artístico, sería muy conveniente abordar la lectura de alguna obra que trate este periodo histórico, algunas de las cuales señalamos en la Bibliografía.

Dicho esto, y antes de acercarnos a algunas de las principales claves interpretativas de tan apasionante periodo, vamos a aprovechar para distinguir dos términos estrechamente relacionados entre sí, pero que pueden provocar confusión si no se les sabe distinguir, y que no rara vez se mencionan sin propiedad ni distinción: Renacimiento y Humanismo.

Nos referiremos en primer lugar al Humanismo, pues debe considerarse anterior al periodo histórico-cultural conocido como Renacimiento.

El Humanismo es el ámbito o movimiento cultural, de carácter ante todo literario, que propiciará decididamente la aparición del periodo que conocemos como Renacimiento. Este movimiento humanista fue una corriente cultural caracterizada ante todo por la búsqueda o, mejor dicho, el intento de restauración de la cultura antigua grecorromana. Una correcta visión del Humanismo —donde los matices son ciertamente numerosos, y el peligro de los absolutismos interpretativos lleva a reduccionismos tan empobrecedores— debe aceptar que los humanistas, aunque quizá no siempre de modo consciente, buscaron y encontraron esta Antigüedad clásica no sólo en las obras originales de la Antigüedad, sino también en las corrientes medievales que conservaban el legado de Grecia y Roma, cuya herencia cultural se conservó y transmitió desde la caída del Imperio Romano gracias a la labor de los monasterios surgidos en esos momentos de inseguridad y violencia. El humanismo, por tanto, debe ligarse directamente a la actividad literaria surgida en la segunda mitad del siglo XIV, con representantes tan sobresalientes como Petrarca, movimiento que debe considerarse previo y condicionante del Renacimiento.

Por Renacimiento, en cambio, debe entenderse la época histórica que transcurre, aproximadamente, entre los siglos XV y XVI —las fechas varían según las regiones geográficas específicas, siendo Italia la primera que lo vio surgir—. El Renacimiento, por tanto, tiene un sentido mucho más amplio, que incluye también el Humanismo, y abarca el conjunto de manifestaciones —no sólo culturales o sociales— de esos siglos, en los que, desde luego, el universo artístico se vio enriquecido con muchas de las creaciones más admirables del hombre, obras de autores tan excepcionales como, entre otros representantes de la pintura, escultura o arquitectura, Brunelleschi, Masaccio, Donatello, Fra Angelico, Piero de la Francesca, Alberti, Mantegna, Botticelli, Bramante, Leonardo, Rafael o Miguel Ángel.

Se puede afirmar que el primer gran teórico del término Renacimiento como enunciativo de esta determinada época histórica fue Jacob Burckhardt (La cultura del Renacimiento en Italia, 1860). Burckhardt, de acuerdo a su personal visión historiográfica —enraizada en las corrientes de la segunda mitad del XIX, hijas del pensamiento ilustrado—, caracterizará este periodo por la tres aspectos principales: la aparición del concepto de “Estado como obra de arte” (en el siglo XV en Europa, y ya en el XIV en Italia), el descubrimiento del hombre y con él de la individualidad, y el hallazgo del mundo y con ello de la ciencia.

Según esta visión, tales realidades habrían dado lugar a unas nuevas actitudes en el hombre —sobre todo a una nueva psicología y concepto de lo humano—, que estarían fuertemente influidas por el renacimiento del arte y de la literatura de la Antigüedad clásica, que se enfentaría al hombre de la Edad Media, que según él estaría sólo orientado hacia Dios, y olvidado de la realidad del mundo. La visión de Burckhardt, que enfatiza excesivamente las “novedades” de la época, presenta el Renacimiento como algo completamente nuevo, que rompe violentamente con el periodo precedente —los casi mil años que van desde la caída del Imperio Romano hasta el otoño de la Edad Media (finales del siglo XIV)—, y con el que apenas tendría que ver.

Hoy en día, aunque se sigue denominando Renacimiento a este periodo histórico (inicio de la Edad Moderna), las investigaciones de Thode, Burdach, Baron, Chabod o Garin, por citar sólo los más representativos, han despejado las dudas sobre la influencia de la época precedente en el nacimiento y desarrollo del Renacimiento, así como de la fuerza que tuvo en la génesis y configuración de este periodo el deseo profundo y generalizado de que se produjese un renacimiento de la cultura y valores cristianos, realidad patente en los más eximios humanistas europeos (desde Petrarca o Tomás Moro a Erasmo o Vives), afán que dará lugar a los grandes movimientos de la Reforma protestante y de la Contrarreforma católica.

Aunque es cierto que algunos artistas y pensadores del Renacimiento —por ejemplo Lorenzo Valla— propiciaron la acuñación del mito de las “tinieblas medievales”, y con ello algunos han querido deducir una presunta confrontación entre los hombres del Renacimiento y el cristianismo, es necesario señalar que, para los humanistas, salvo algunas pocas excepciones, no hubo oposición entre ambas realidades, siendo patente que para ellos la caída del Imperio romano no fue nunca consecuencia de la fe cristiana, sino de las invasiones bárbaras y de otros factores diversos. De hecho, cuando los humanistas vuelven sus ojos a la antigua Roma, tienen en cuenta toda la gran cultura romana, incluyendo la cristiana, razón de que el movimiento humanista, como consecuencia de su interés, propiciara el estudio de los Padres.

La comprensión de los fenómenos y circunstancias que dieron lugar al Renacimiento, así como de las características que permiten comprenderlo, es una cuestión tan apasionante como compleja.

Son muchas las variantes que se deben tener en cuenta, desde demográficas a filosóficas, pasando por otras muchas disciplinas y cuestiones.

El profesor Illanes ofrece un certero diagnóstico de la situación en su obra Historia y Sentido (Madrid, 1997, pp. 121-142), del que me he servido para presentar este análisis de las facetas más representativas del Renacimiento.

Una de las primeras cuestiones que deben tenerse en cuenta al acercarse al Renacimiento es, ciertamente, la realidad y las repercusiones que tendrá en la sociedad europea del XIV y XV el gran desarrollo que tuvieron las ciudades en el norte de Europa, y, muy especialmente, en el norte y centro de Italia, particularmente en Florencia. En efecto, el notable crecimiento que experimentaron estas ciudades desde finales del siglo XIII, y muy especialmente en la segunda mitad del XIV y principios del XV, propiciará la aparición de situaciones y posibilidades nuevas para la Europa del momento.

Ese crecimiento dio lugar, por ejemplo, al establecimiento de nuevas relaciones. Los gremios aumentan su peso en el conjunto de la ciudad, y, además, el peso de las familias dedicadas al comercio y al préstamo adquiere dimensiones extraordinarias, desconocidas hasta entonces, con casos tan paradigmáticos como el de los Medici en la referida Florencia, que incluso permitirá su acceso al poder político, como es el caso de la referida familia, llegando a gobernar Florencia. La burguesía fue incrementando su poder durante todo el siglo XIII, contribuyendo decisivamente a que en el XIV las ciudades se convirtieran en fecundos centros de comercio y de poder, en donde la burguesía tenía un peso relevante, lo cual no quiere decir que tanto la nobleza como la Iglesia no dejasen de mantener un peso político excepcional, más aún la última, como bien se manifestará en el arte, también en la Florencia renacentista, donde el número más importante de encargos y creaciones seguirá estando ligado a la Iglesia (André Chastel, Arte y humanismo en Florencia en la época de Lorenzo el Magnífico, Madrid).

Todo propiciará una mentalidad diferente, destacando entre otras realidades la conciencia de la importancia de la educación para permitir que sus ciudadanos puedan estar en condiciones de participar activamente en la vida de la ciudad.

La idea de Burckhardt de que el Renacimiento se podría definir como “el descubrimiento del hombre y del mundo”, que aunque llevada al extremo deforma ciertamente la realidad —pues ambas realidades, aunque sin la fuerza que adquirió entonces, eran objeto de estudio y reflexión desde siglos atrás—, presupone un hecho real: con el Humanismo y el Renacimiento el interés por el hombre se acentuó, sobre todo en lo que ha venido a llamarse su misión mundana, sobre todo en la búsqueda del progreso civil y de la prosperidad terrena.

La exaltación de la vida social como encuentro entre hombres y la consiguiente realización de la humanitas, son una clara consecuencia de los planteamientos ya señalados. “Todo ello se une —dirá Illanes—, y en parte conduce, en el terreno filosófico, a una atención especial a los problemas morales y específicamente humanos, que lleva a los primeros humanistas a oponerse tanto al formalismo de los filósofos nominalistas de París y de Oxford, como al naturalismo, de cuño aristotélico-averroísta, de las escuelas de medicina de Bolonia o de Padua (sobre las características de estas escuelas véase la bibliografía que remitimos al final). De ahí la importancia que los programas de reforma educativa de los humanistas atribuyen a la ética, a la poesía, a la elocuencia, a las artes; en suma, a lo que, enseñando a bien pensar y a bien actuar, contribuye a la perfección del vivir humano”.

A pie de página añade el autor dos citas de la Invective contra medicum de Petrarca, altamente reveladoras de la idea recogida: “Oh médico mendigo, que te llamas a ti mismo filósofo en cuanto que conocedor de la naturaleza, ¿has aprendido acaso así donde está la verdadera felicidad?”, y, frente al pensar predominantemente analítico y técnico dirá: “reflexionar sobre la muerte, fortalecerse frente a ella, predisponerse a despreciarla y a soportarla, salirle al encuentro si la situación lo reclama, afrontar con grandeza de ánimo esta vida breve e infeliz pensando en la vida eterna, en la felicidad y en la gloria, ésta, sólo ésta, es la verdadera filosofía”.

La actitud ante la filosofía y los estudios humanísticos es la misma que observamos en el ámbito religioso y teológico, que se caracteriza por el rechazo a las especulaciones de una escolástica dominada por los análisis lógicos de raíz nominalista, y por la defensa de un estudio mucho más directo de la Sagrada Escritura, realizado de tal modo que llevase a la edificación personal, al crecimiento de la virtud, más que al ejercicio intelectual.

En el Renacimiento también se hará patente la gran valoración que merece la voluntad del sujeto, su propia decisión ante las diversas cuestiones éticas que se le presentan, así como la afirmación de la actividad creadora frente al ideal exclusiva o predominantemente especulativo.

La meditación sobre la muerte (realidad tan cercana en esa época a la vida de los hombres, de la que junto a Petrarca, como ya hemos visto, se hacían eco tantos otros autores), la consideración de la vida eterna en el Cielo, o el atractivo de la soledad —característico de muchos humanistas—, no llevó a esos hombres a separarse del mundo o minusvalorar las realidades terrenas; “sino que —afirma Illanes— el silencio del alma, la meditación sobre lo eterno, desemboca en un nuevo descubrimiento del valor de la verdadera societas, en la que el hombre se siente hermano entre hermanos y se prepara para la felicidad eterna a través del servicio prestado a los semejantes”.

Otro de los rasgos genuinos del Renacimiento es la insistencia en la dignidad del hombre como centro y eje del acontecer histórico. Tal realidad llevará a diversos procederes y visiones. De una parte se retomará la consideración del hombre como verdadero microcosmos, para lo cual se apoyarán sobre todo, y precisamente, en los escritos de los Padres y de los grandes autores medievales; otras a que se exalte de un modo mucho más patente la belleza humana —realidad que tanto afectará a la creación artística—; y con más frecuencia todavía, posiblemente lo más característico de esa época, a subrayar la capacidad del hombre para dominar la naturaleza, de los que pueden considerarse paradigmáticos los trabajos de Giannozzo Manetti (De Dignitate et excellentia hominis) y Pico della Mirandola (De humanis dignitatis).

Durante el Renacimiento los horizontes culturales y geográficos de Europa se desarrollarán poderosamente, sobre todo con las expediciones y descubrimientos que se llevaron a cabo desde los reinos de la Península Ibérica. Se experimentará un progreso cada vez mayor de la curiosidad intelectual, las ciencias naturales adquieren un prestigio singular, e ideas y actitudes como el de la individualidad, el significado del Estado o la consideración de las artes y los artistas, adquieren nuevos sentidos y valoraciones, lo cual, en lo que al último punto se refiere, permitirá comprender la consideración que alcanzaron en vida figuras como las de Leonardo, Rafael o Miguel Ángel, cuyo prestigio social nunca antes había sido alcanzado por creador alguno.

Siendo numerosos los aspectos que iluminan la realidad de esta época, imposibles de abordar y desarrollar en este apartado (en la bibliografía señalamos algunas obras que pueden ilustrar sobre todo ello), no se puede dejar de señalar el valor que alcanzó la Historia dentro del Renacimiento, más concretamente el sentido que ésta tuvo en las vidas de sus personajes más sobresalientes. “Los humanistas se caracterizaron en efecto —dirá Illanes— por su aguda conciencia de vivir un momento histórico de cambio y de crisis, ante el que adoptaron una decidida actitud de protagonistas. Ese sentido del momento histórico es tan central en la época, que se ha podido observar que si bien no ha existido un «hombre del Renacimiento», míticamente entendido, sí han existido en cambio «los humanistas», los «hombres del Renacimiento», muy diversos entre sí —artistas, filósofos, poetas, científicos …— pero unidos por el deseo de renovar, mediante la antigüedad clásica, la cultura europea.

Lo que caracteriza, en efecto, al humanismo no es la vuelta a lo antiguo, el estudio de las letras y de las artes de Roma y de Grecia, —ya conocidas por lo demás, aunque en menor grado, en el Medioevo—, sino la diversa actitud con que se vive y despliega la atención al periodo del esplendor greco-romano, que, en la época humanista, no está determinado ni por una preocupación especulativa (como fue predominantemente en las escuelas medievales) ni tampoco por un afán esteticista y erudito (como sucedió en épocas posteriores), sino que es un medio y un camino para conseguir la rinascita, el renacimiento de la propia civilización. La vuelta a lo antiguo no fue por eso en los humanistas mera imitación, sino reelaboración desde la nueva situación en que vivían y según sus exigencias espirituales”.

Esta última realidad, el sentido que tuvo para los hombres del Renacimiento la vuelta a lo antiguo, es del todo necesaria si se quiere comprender adecuadamente las creaciones artísticas de los grandes genios del Renacimiento, en donde la Antigüedad más que una meta, fue más bien referencia o punto de partida, obrando su formación, capacidad y personalidad la parte de más valor en la obra, como veremos al tratar las creaciones, por ejemplo, de Miguel Ángel.

Una excelente introducción al Arte del Renacimiento es la que ofrece Gombrich en su conocida y clarividente obra La historia del Arte (trabajo divulgativo, ciertamente, pero lleno de sugerentes y acertadas explicaciones) palabras que ofrecemos por su lucidez y frescura, y que iluminan poderosamente sobre el peso que tuvo en el arte renacentista no sólo el redescubrimiento de la Antigüedad sino también la herencia de la Edad Media.

Dice así: “El término renacimiento significa volver a nacer o instaurar de nuevo, y la idea de semejante renacimiento comenzó a ganar terreno en Italia desde la época de Giotto. Cuando la gente de entonces deseaba elogiar a un poeta o a un artista decía que su obra era tan buena como la de los antiguos. Giotto fue exaltado, en ese sentido, como un maestro que condujo el arte a su verdadero renacer; con lo que se quiso significar que su arte fue tan bueno como el de los famosos maestros cuyos elogios hallaron los renacentistas en los escritores clásicos de Grecia y Roma. No es de extrañar que esta idea se hiciera popular en Italia. Los italianos se daban perfecta cuenta del hecho de que, en un remoto pasado, Italia, con Roma su capital, había sido el centro del mundo civilizado, y que su poder y su gloria decayeron desde el momento en que las tribus germánicas de godos y vándalos invadieron su territorio y abatieron el Imperio romano. La idea de un renacer se hallaba íntimamente ligada en el espíritu de los italianos a la de una recuperación de la «grandeza de Roma». El periodo entre la edad clásica, a la que volvían los ojos con orgullo, y la nueva era de renacimiento que esperaban fue, simplemente, un lastimoso intervalo, la edad intermedia. De este modo, la esperanza en un renacimiento motivó la idea de que el periodo de intervalo era una edad media, un medievo, y nosotros seguimos aún empleando esta terminología. Puesto que los italianos reprocharon a los godos el hundimiento del Imperio romano, comenzaron por hablar del arte de aquella época denominándolo gótico, lo que quiere decir bárbaro, tal como nosotros seguimos hablando de vandalismo al referirnos a la destrucción inútil de cosas bellas.

Actualmente -prosigue- sabemos que esas ideas de los italianos tenían escaso fundamento. Eran, a lo sumo, una ruda y muy simplificada expresión de la verdadera marcha de los acontecimientos. Hemos visto que unos setecientos años separaban las irrupción de los godos del nacimiento del arte que llamamos gótico. Sabemos también que el renacimiento del arte, después de la conmoción y el tumulto de la edad de las tinieblas, llegó gradualmente, y que el propio periodo gótico vio acercarse a grandes pasos este renacer. Posiblemente seamos capaces de explicarnos la razón de que los italianos se dieran menos cuenta de este crecimiento y desarrollo gradual del arte que las gentes que vivían más al norte. Hemos visto que aquellos se rezagaron durante buena parte del medievo, de tal modo que lo conseguido por Giotto les llegó como una tremenda innovación, un renacimiento de todo lo grandioso y noble en arte. Los italianos del siglo XIV creían que el arte, la ciencia y la cultura habían florecido en la época clásica, que todas esas cosas habían sido casi destruidas por los bárbaros del norte y que a ellos correspondía reavivar el glorioso pasado trayéndolo a una nueva época”.

La declaración de Gombrich confirma algunas ideas fundamentales para la comprensión del Arte del Renacimiento.

En primer lugar la importancia que tuvo la Antigüedad clásica para los artistas renacentistas. Las creaciones artísticas del Imperio Romano, abundantes sobre todo en la península itálica, y muy especialmente en Roma, cautivaron al hombre del Renacimiento, y a ellas volvieron la mirada una y otra vez. Ahora bien, como ya se dijo en su momento, lo hicieron desde un punto de vista concreto, el del propio creador, y el del ambiente del momento, realidades que dieron lugar a la creación renacentista, en la que, insistimos, la Antigüedad tuvo una excepcional importancia, pero que nunca debe verse como una mera labor imitativa.

Y la Antigüedad significaba también tener a la Naturaleza por espejo, mirarla, conocerla y servirse de ella para sus personales creaciones, pues, como diría el pintor, arquitecto Girogio Vasari, nacido en Arezzo en 1511, y primer historiador del arte, y gran fuente, también teórico, del arte renacentista italiano, “la naturaleza, … sirve siempre de modelo a aquellos que se las ingenian para extraer de ella sus partes más admirables y hermosas con el fin de reconstruirlas en sus representaciones” (Las Vidas …). El artista del Renacimiento tendrá a la Naturaleza por maestra, modelo insigne, con lo que ello significaba de ejercicio del dibujo —cuyo dominio era necesario para conseguir representarla— pero, como decíamos de la Antigüedad —que también tuvo a la Naturaleza por guía y modelo—, no se limitará, al menos los grandes genios, a una mera imitación.

Otra idea clave de la precedente introducción es que Italia tuvo un protagonismo excepcional en la configuración del nuevo arte. El Renacimiento, y el arte que lo representa, como ya hemos dicho, surgió en Italia a principios del siglo XV, heredero ciertamente de la obra de autores tan excepcionales como Giotto en la pintura (principios del siglo XIV) —exaltado como refiere Gombrich ya desde entonces, de quien Vasari (siguiendo un sentir que ya años antes había expresado Bocaccio) dirá que los autores renacentistas debían tanto a la Naturaleza como a Giotto, que “resucitó con don celestial lo que se había perdido y lo condujo a lo que consideramos la buena forma” (Las Vidas)—, o, antes todavía, un Nicola Pisano (nacido en 1215 probablemente en Apulia, y trabajando en Toscana en la segunda mitad del siglo XIII) en la escultura, que teniendo en cuenta relieves de la Antigüedad clásica y cristiana primitiva, junto a la influencia de maestros franceses del gótico, procuró representar la naturaleza con toda veracidad, alcanzando logros notables. Pisano y Giotto eran italianos, e italianos los que configuren ese nuevo arte que llegará a dominar a la perfección la ansiada realidad, modos representativos que influirán decisivamente en el resto de los creadores de las diversas regiones europeas, aunque, como veremos en su momento, habrá un foco cultural, el flamenco, que tendrá un peso ciertamente vigoroso, pero, desde luego, sin alcanzar en ningún momento la consideración merecida por el Renacimiento en Italia, el momento artístico “más glorificado y exaltado de la historia” (Fernando Marías, Historia del Arte, La Edad Moderna).

En Italia todas las artes, y concretamente la pintura, la escultura y la arquitectura, experimentarán un desarrollo, una originalidad, fuerza y plenitud absolutamente excepcional, acogiendo en su seno algunas de las más altas creaciones de toda la historia de la humanidad, desde las cúpula de la Catedral de Florencia o de San Pedro de Roma a la Última Cena de Leonardo o toda la decoración de Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina, pasando por el San Jorge de Donatello, el templete de San Pietro in Montorio de Bramante o los frescos de las Estancias Vaticanas de Rafael, por citar sólo unos pocos.

Gombrich subraya otra idea básica: que el Renacimiento no fue una creación ex novo —el “milagro” que percibían algunos italianos del XV y XVI, la aparición del nuevo arte que surgía “entre artistas inéptos”, como dirá Vasari al resaltar el valor de la obra de Giotto (Las Vidas …)—. No, aunque no se puede negar la excepcional aceleración en la conquista de la realidad que tuvo lugar en Italia durante la primera mitad del XV, la herencia del medioevo no se puede obviar, recordando que la lectura que se hizo de la Antigüedad, fue, en más de una ocasión, a través de obras surgidas en los siglos del medioevo, tanto en el románico como en el gótico.

La Antigüedad, la Naturaleza, Italia, Bizancio y la herencia Medieval, son realidades fundamentales sobre las que se construye el arte renacentista, y marcan la pauta de la explicación que nos disponemos a ofrecer.

Antigüedad y Naturaleza, como ya se ha dicho, significaban para los hombres del Renacimiento numerosos elementos comunes, pues, no en vano, y especialmente en lo que a la representación artística se refiere, las obras de la Antigüedad clásica fueron cauce natural para conquistar la ansiada realidad, las formas de la Naturaleza, aquellas que los antiguos tan bien habían llegado a plasmar tras muchos siglos de esfuerzo.

Por esta razón, nos acercaremos inmediatamente a esa Antigüedad, y a la conquista que los antiguos hicieron de esa realidad, y a la riquísima herencia medieval, sobre la que cimentarán los artistas del Renacimiento sus obras.