View
1
Download
0
Category
Preview:
Citation preview
1
Entre el mito y la historia La metáfora del viaje en la obra de Theo Angelopoulos1
Es posible que algunos se hayan extrañado al encontrar a Angelopoulos en el programa
de un Círculo de Estudios Espirituales, pues, ciertamente, las relaciones de Angelopoulos con el
espíritu no son obvias. Desde luego, el cineasta griego nunca fue un hombre religioso, y, aunque
a lo largo de su vida se fue acercando progresivamente a planteamientos más metafísicos, nunca
pareció preocuparle demasiado eso que comúnmente se designa con la palabra «Dios». En todo
caso, yo no creo que la religión sea un camino obligado hacia el ámbito de lo espiritual. Me
parece que todo intento serio de ahondar en el bien, la verdad, la belleza, es una forma de
aproximarse al espíritu, independientemente de las ideas o creencias que cada cual pueda
profesar, y en ese sentido pienso que sus películas son perfectamente encuadrables dentro de una
perspectiva espiritual.
Por otra parte, me parece que pocos cineastas habrán trabajado con tanta profundidad la
articulación de mito e historia, un tema muy afín a estos Encuentros. Aparte de otros elementos
míticos diversos, encontramos en sus obras continuas referencias a las epopeyas homéricas —a
la Odisea, en particular— y a la tragedia ática —a la Orestiada, sobre todo—, conjugándose con
la historia, en especial con la historia de Grecia en el siglo XX. En el mito y sus prolongaciones
en la cultura clásica griega tenemos, pues, una evidente área de contacto de Angelopoulos con el
mundo del espíritu.
Pero también en la Historia, que, más allá de la concepción profana, puede entenderse
como expresión de algo que trasciende lo meramente fenoménico. Relacionado directamente
con la Historia está, por otra parte, el tema de la memoria, que es una posible vía para la
reintegración de la existencia personal —tema muy querido de Angelopoulos—, reintegración
necesaria para la experiencia espiritual.
Además, la preocupación por la Historia llevó a este cineasta a enfrentarse al que quizá
es el misterio por excelencia a que puedan enfrentarse los seres humanos: el tiempo. El tiempo
como problema existencial, por supuesto, que está presente en todas sus películas, pero también,
como elemento esencial del lenguaje cinematográfico, un lenguaje el suyo que, desde sus
mismas estructuras formales, niega lo que sería la concepción materialista del tiempo, es decir,
lo niega como mero contenedor neutro de acontecimientos, como magnitud cuantitativa,
homogénea, uniforme, para proponer una concepción cualitativa o intensiva del tiempo.
Y es que, por supuesto, no son solo las cuestiones de fondo las que ligan a Angelopoulos
con el ámbito de lo espiritual. Yo creo que la dimensión espiritual de una película se juega
básicamente en un terreno estético y formal tanto o más que en el de su contenido conceptual.
1 Este texto es, básicamente, una transcripción de la charla, con solo alguna mínima ampliación añadida a
posteriori. En consecuencia, no se ha tratado de evitar el carácter manifiestamente oral de su lenguaje.
2
Como decía Dreyer, «el alma de una película está en el estilo». Y es su estilo lo que ha llevado a
calificar el cine de Theo Angelopoulos de «contemplativo», aunque no se puede negar que,
además de contemplativo, es el suyo un cine profundamente reflexivo. Contemplación y
reflexión serían, yo creo, las dos coordenadas básicas sobre las que se podría situar la obra de
este cineasta.
Y contemplación y reflexión se proponen al espectador mediante un lenguaje peculiar
cuyo rasgo más característico es el uso sistemático del plano-secuencia. Como decía Miklós
Jancsó, director húngaro con el que Angelopoulos tiene no pocos puntos de contacto, el plano-
secuencia, «deja pensar». El plano de larga duración, comúnmente llamado plano-secuencia, no
es necesariamente sinónimo de cine lento, pero no cabe duda de que al enfatizar la duración en
lugar de ignorarla, al acentuar los silencios en lugar de eludirlos, al dar cabida a esos tiempos
muertos en los que no ocurre nada especialmente significativo, el plano-secuencia tiende a crear
un ritmo pausado, que favorece la reflexión contemplativa, y, como cabía esperar, es sobre todo
su «lentitud» lo que muchos critican a este director; crítica banal, pues ¿cuál es el ritmo justo de
una película? El cine-espectáculo nos ha acostumbrado a un ritmo frenético, el mismo ritmo
demencial —aunque a veces podamos verlo ya como «normal»— con que funciona todo en esta
sociedad neurótica. El cine de Angelopoulos favorece una vivencia radicalmente distinta: invita
al espectador a dirigir al mundo una mirada contemplativa, mirada de la que se puede participar,
si la ansiedad y el desequilibrio mental no lo impiden.
Creo que el elemento decisivo para que el cine pueda vehicular o suscitar una vivencia
espiritual depende de cómo posiciona al espectador ante lo representado, pues el poder de
seducción que por naturaleza tiene la imagen cinematográfica es tan fuerte, que es la película la
que posiciona al espectador mucho más de lo que el espectador se posiciona ante la película.
Esto implica que las posibilidades de manipulación intelectual y emocional del cine —es decir,
en definitiva, del cineasta— son enormes, y son muy pocos los directores que se sustraen a la
tentación de utilizarlas con unos objetivos o con otros. Angelopoulos es uno de esos pocos: tal
vez porque no quiere convencer a nadie de nada, porque, más que un hombre de convicciones o
creencias, es, fundamentalmente, un hombre que se interroga y que duda y que, sencillamente,
propone sus preguntas y sus dudas. En el guión de una de sus primeras películas se pueden leer
unos versos de Yorgos Seferis, poeta griego con el que el cineasta se sentía especialmente unido.
Aunque esos versos no pasaron finalmente a formar parte de la película, su presencia en el guión
no deja de ser significativa. Esos versos decían: «¿Qué buscan en su viaje nuestras almas / en
leños podridos por el mar / de puerto en puerto?». Todo el cine de Angelopoulos parece un
intento de responder a esta pregunta y a otras que se pueden imaginar emanando directamente de
ella.
Angelopoulos se acerca al cine desde unos planteamientos básicamente políticos, que
presiden su temprana «trilogía de la historia» —Días del 36 (1972), El viaje de los comediantes
(1975) y Los cazadores (1977), que siguen a su película inicial, Reconstrucción (1970)—, pero
3
esos planteamientos políticos deben convivir con el mito por el que Angelopoulos busca acceder
a la universalidad que subyace tras la particularidad de los hechos históricos. Ahora bien, la
decepción de los ideales políticos mantenidos hasta ese momento por el cineasta hace que el
difícil equilibrio entre mito e historia se invierta: si hasta Alejandro el Grande (1980) el mito
está al servicio de la historia, a partir de Viaje a Citera (1984), la función de la historia será
reconducir al espectador hacia el mito. En efecto, estamos ahí ante un giro decisivo que divide
en dos la filmografia del cineasta griego; desde ese momento su cine va a mostrar unas
preocupaciones mucho más ontológicas que políticas. Los problemas a que nos enfrentamos,
parece pensar ahora Angelopoulos, más que en las estructuras sociales, tienen su raíz en la
naturaleza humana misma.
A continuación, voy a hacer un breve recorrido por las películas que Angelopoulos
realiza a partir de ese momento, es decir, a partir de la crisis de sus planteamientos políticos,
películas realizadas en los años ochenta y noventa, cuyo principio estructurador va a ser
precisamente el viaje. El viaje admite variantes diversas, pero su sentido último, al menos en el
cine de Angelopoulos, es siempre la búsqueda de la propia identidad, la respuesta a la eterna
pregunta «¿quién soy yo?». En su cine, el viaje aparece con frecuencia asociado con otros dos
motivos colaterales muy próximos: el exilio y la frontera, y el viaje físico en el espacio irá
siempre acompañado de un viaje a través del tiempo, de un viaje por lo que podríamos llamar la
topografia imaginal de la memoria.
Viaje a Citera (1984)
Viaje a Citera, la película que sigue a Alejandro el Grande, nos cuenta la historia de un
antiguo militante comunista que tras la guerra civil griega (de 1946 a 1949) se exilia en la Unión
Soviética y, treinta y dos años después, vuelve de nuevo a Grecia a reunirse con su mujer y con
sus hijos a los que no había vuelto a ver desde entonces. Hay en la película ecos claros de la
Odisea —el relato paradigmático de todos los retornos en la literatura occidental—, pero aunque
Ulises, ciertamente, se reencuentra con su Penélope —Spyros y Katherina, se llaman aquí— su
antiguo mundo le rechaza.
A mediados del siglo pasado se produjo en las sociedades occidentales un fenómeno del
que apenas se habla, pero que me parece muy importante y que esta película refleja bien: la
destrucción de los últimos vestigios de antiguas formas tradicionales de vida —tradicionales en
el sentido que da René Guénon a este término, es decir, en tanto que vinculadas a una tradición
espiritual—, que, aunque pudieran estar ya muy desvirtuadas, todavía podían contribuir a darle
un cierto sentido a la existencia; en Grecia, esas formas llevaban aún la fuerte impronta de una
espiritualidad cósmica —como se aprecia en la película— que el cristianismo ortodoxo, a
diferencia del romano, había conservado. Piénsese, por ejemplo, en la partición del pan que hace
Katherina y que convierte la comida en una liturgia, y, sobre todo, en el sentimiento de
autoctonía que Spyros manifiesta y que le enfrenta a la comunidad, para la que la tierra no tiene
4
ya más valor que el comercial. En los años sesenta se acabó con lo que podía quedar de ese
espíritu; fue como si en un breve lapso de tiempo, el hombre occidental hubiera perdido en una
gran medida la escasa capacidad que aún tenía para relacionarse con lo que yo llamaría «el alma
de las cosas». Pero Spyros todavía conserva esa capacidad; por eso, a su vuelta, resulta ser un
personaje anacrónico, enfrentado a una colectividad cuya vida está regida por la funcionalidad,
el pragmatismo, la eficacia. Y por eso no hay más espacio para él —y para su mujer que se le
une— que la inmensidad del mar, en la que se van a perder, sobre una plataforma flotante a la
deriva, al final de la película. Frente a los valores colectivos que Angelopoulos había venido
defendiendo hasta aquí (muy en concordancia con los planteamientos marxistas), Spyros,
outsider absoluto, me parece personificar la idea misma de la dignidad individual frente a la
mediocridad del mundo, y eso me recuerda la defensa explícita de la misma idea que tantas
veces ha hecho Béla Tarr, otro cineasta húngaro con el que Angelopoulos tiene también, yo
creo, muchos puntos de contacto, aunque no siempre sean evidentes.
En Viaje a Citera una cierta melancolía histórica no tanto por lo que fue, sino por lo que
pudo haber sido y no fue, se ve matizada por una nostalgia metafísica más abstracta por la
pérdida de unos valores esenciales, pérdida que ha generado un inmenso vacío en la vida de la
sociedad occidental, que tan orgullosa parece sentirse de sí misma. Este vacío genera o puede
generar en quienes lo perciben una sensación de exilio, pues el exilio, sin necesidad de
objetivizarse en una situación exterior, como en Viaje a Citera, se puede vivir también como
situación interior, como un estado del alma, sentimiento de distancia respecto de un hogar
espiritual original. Es de esta dimensión subjetiva del exilio de lo que tratará,
complementariamente, su siguiente película, El apicultor.
El apicultor (1986)
El protagonista de El apicultor —que, como el de Viaje a Citera, se llama también, de
forma nada casual, Spyros— es un hombre que no encuentra su lugar en la existencia; así que
abandona a su familia y se marcha de casa, en su camioneta, con sus colmenas, decidido a
buscar ese lugar. La actitud de Spyros, el protagonista, es en parte sincera, pues hay en él un
deseo auténtico de búsqueda, pero las motivaciones humanas rara vez son puras, y también le
mueve al mismo tiempo un cierto deseo de huida. Ahora bien, pretender escapar de uno mismo
5
cambiando de sitio no es algo que suela funcionar, y la «realidad» se le va a meter literalmente
en la cabina de su camioneta en la forma de una autostopista veinteañera que personifica todo
aquello de lo que él —o una parte de él— quiere alejarse, todos los fantasmas interiores que
quiere combatir.
A partir de aquí, vamos a ver dos actitudes enfrentadas ante el mundo, ante el cosmos,
podríamos decir: ante el espacio y ante el tiempo. Ante el espacio, pues al viaje de Spyros,
meditadamente programado sobre un mapa se opone el vagabundeo errático de esta chica a la
que da igual ir a un sitio que a otro, pues en realidad no va a ninguna parte. Ante el tiempo, pues
frente al intento del apicultor de reintegrar su vida mediante la memoria, ella parece no tener
memoria. «No me acuerdo de nada», dirá significativamente, en un momento dado del film.
Carencia de memoria que es tanto como decir carencia de identidad, pues lo que somos no es
otra cosa, en definitiva, más que lo que hemos sido; de hecho, de forma harto elocuente, en
ningún momento llegaremos a conocer su nombre.
Spyros tratará de ignorarla, pero ella encarna ese poder de seducción que caracteriza
esencialmente a nuestra cultura, magistralmente representado en la escena en que la muchacha
baila ante la máquina de discos y Spyros se le acerca fascinado por detrás: no es una atracción
sexual lo que el protagonista siente ahí, sino la atracción integral de una forma de situarse ante
la existencia, en definitiva la fatal atracción de la nada. Al final, Spyros, incapaz de superar su
conflicto interior, decidirá que su único destino posible está en realidad «al otro lado del mapa»,
como responde a su acompañante cuando ella le pregunta «adónde vamos ahora». «Al otro lado
del mapa», responde Spyros, lo que viene a ser una forma de decir «al otro lado de la vida».
Tras visitar la casa de su infancia, ahora deshabitada y en estado ruinoso, Spyros se suicida.
De Viaje a Citera se había dicho que era una película «pesimista» (a lo que no habría
nada que objetar si se entiende el pesimismo como mera conciencia del desastre); El apicultor
ha sido calificada con frecuencia de «nihilista». No acabo de compartir esta calificación; sobre
todo no comparto la connotación peyorativa con la que se carga habitualmente a este término.
No creo que tenga sentido dividir a las personas en ateas y creyentes; si hubiera que dividirlas de
algún modo, sería más bien en profundas y superficiales, y me parece que el nihilismo se puede
vivir con tanta profundidad como cualquier creencia. Y al decir esto no pienso en el «nihilismo
místico» —escuela de Kyoto, etc.—, sino en lo que podríamos llamar su acepción filosófica
básica; y aunque esta no sea en absoluto clara (pues en la historia del pensamiento se ha
etiquetado con esa denominación a posturas muy diversas), desde luego no tiene nada que ver
con ese nihilismo generalizado, «por defecto», de las sociedades modernas que, no se atreven a
mirar de frente su vacío, y se lo ocultan con disfraces multicolores diversos. Desde luego, la
actitud de Angelopoulos no tiene nada que ver con esta forma de nihilismo si no es por
oposición. Lo que no impide que Viaje a Citera y El apicultor alberguen, sin duda, una profunda
desesperanza. A veces, para empezar a ver alguna luz, hay que hundirse hasta lo más hondo de
6
la oscuridad, y eso es lo que parece haberle ocurrido a Angelopoulos. Una luz inesperada
surgirá, no obstante, con Paisaje en la niebla.
Paisaje en la niebla (1988)
Paisaje en la niebla, nos cuenta el viaje de Voula, una niña en las puertas de la
adolescencia, y su hermano más pequeño, Alexandros, que escapan de casa para ir en busca de
su padre, al que nunca conocieron y al que suponen viviendo en Alemania.
La película tiene algo de cuento, de cuento de hadas, con un cierto aire onírico en
ocasiones, que hace especialmente perceptible un rasgo de Angelopoulos que quizá uno no
esperaría encontrar en un director tan preocupado por la Historia: el distanciamiento de todo
realismo, el desdén por la verosimilitud, por la credibilidad literal de las imágenes. Pensemos,
por ejemplo, en la paralización generalizada que produce la nieve y que permite a los niños
escapar de la comisaría, o en ese final, entre onírico y simbólico, en el que los dos hermanos
cruzan el río que marca la frontera entre Grecia y Alemania (cuando todos sabemos que Grecia
y Alemania no comparten frontera), y, ya al otro lado, encuentran, no al padre (que sabíamos
desde el principio que no existía), sino un árbol un tanto surreal, que aparece entre la niebla, al
que corren a abrazarse, y que nos hace pensar en alguno de los dos árboles del Paraíso en el
relato del Génesis.
De nuevo, pues, estamos ante el tema del viaje, lo mismo que en Viaje a Citera y en El
apicultor. Se podría pensar, sin embargo, que —en contra de lo que antes decía— no puede
haber en este caso viaje a través del tiempo, pues los niños no tienen pasado al que remontarse.
Pero sí que lo hay: solo que, por primera vez, asistimos a la recuperación efectiva de un tiempo
propiamente mítico, algo que —a pesar de moverse continuamente por los entresijos del mito—
no habíamos visto hasta ahora, de forma específica, en el cine de Angelopoulos. El viaje de
Alexandros y Voula es un viaje nada menos que al tiempo mítico de los orígenes. Es ese tiempo
mítico, Tiempo Primordial, el que recuperan al final de la película, tipificado en el árbol al que
corren a abrazarse.
La interpretación generalizada que se suele dar de ese final en los análisis de esta
película se orienta más bien hacia la irrupción de lo utópico: lo utópico como horizonte de lo
histórico, por tanto dentro de lo histórico, como posibilidad de superar en un mundo futuro más
7
sensato la irracionalidad del presente. A mí esa me parece una lectura demasiado tímida. Yo
creo que, tras tocar fondo en su desesperanza en las dos películas anteriores, marcadas
decisivamente por su decepción política, Angelopoulos, que había depositado su confianza en la
Historia en sus primeras películas, parece aceptar aquí que no hay salida en la Historia, y que
esta no tiene más función que remitir a algo que está más allá de ella. Y eso que está más allá de
ella ya no es la muerte, como pensaba Spyros el apicultor, sino lo que podríamos llamar la
metahistoria. Mi interpretación sería que esa frontera entre Grecia y Alemania, obviamente
simbólica, que no geográfica, da acceso a una realidad imaginal, en el sentido que han dado a
este término algunos pensadores del siglo XX ligados al Círculo Eranos —Henry Corbin,
Gilbert Durand, Gaston Bachelard, en alguna medida el propio Mircea Eliade—: lo imaginal
como plano mediador entre lo sensible y lo inteligible, entre lo material y lo espiritual, plano
olvidado por la filosofía occidental desde hace siglos. Estaríamos entonces ante el cruce del río
como el «paso a la otra orilla» de tantos relatos iniciáticos, que lleva —además aquí
literalmente— de la oscuridad a la luz. En todo caso, la lectura utópico-histórica y la lectura
imaginal-metahistórica no tienen por qué ser excluyentes: lo utópico y lo imaginal pueden ser
algo así como una misma nota musical en dos octavas distintas: eso que Henry Corbin llama
progressio harmonica, idea a la que me volveré a referir enseguida.
Paisaje en la niebla se suele incluir con Viaje a Citera y El apicultor en la llamada
«Trilogía del silencio» (en realidad, yo no tengo muy claro si esta denominación no es
básicamente un invento de la crítica), y con frecuencia se repiten —yo creo que sin meditarlas
demasiado— las alusiones al carácter «pesimista», «desesperanzado», «nihilista»... de las
películas que formarían esta supuesta trilogía. Si bien eso es básicamente cierto respecto a las
dos primeras, lo encuentro mucho más dudoso con respecto a Paisaje en la niebla, que me
parece, junto con la que será su siguiente película, El paso suspendido de la cigüeña, el
momento en que el cineasta griego más claramente parece aceptar la posibilidad de un destino
luminoso para el ser humano, aunque, desde luego, ese destino no haya que buscarlo entre las
sombras de la Historia. Fijémonos en el abrazo final de los dos niños al árbol que está al otro
lado del río: la inmovilidad de la imagen durante los últimos treinta segundos de la película es
total: el tiempo se ha detenido; estamos, por tanto, fuera de la Historia. El disparo de un guardia
fronterizo que oíamos en el plano anterior da la impresión de ser el que el propio Angelopoulos,
hastiado de buscar donde no va a encontrar, ha dirigido a la Historia.
El paso suspendido de la cigüeña (1991)
La frontera será el punto en torno al cual gravita, El paso suspendido de la cigüeña, la
película que sigue a Paisaje en la niebla. Como el viaje, también la frontera es un concepto que
se presta a ser leído en un sentido metafórico. El conocimiento, por ejemplo, está muy ligado a
la idea de frontera. Al adquirir un conocimiento es fundamental explorar sus límites, sus
fronteras, para no quedar atrapados en la vana y frecuente ilusión de haber llegado a la Verdad,
8
y poder seguir el viaje cruzando otras fronteras. El protagonista de la película dice en
determinado momento: «Hemos cruzado la frontera y estamos al otro lado. ¿Cuántas fronteras
deberemos cruzar antes de llegar a casa?», frase en la que resuena de forma clara un sentido que
va más allá de lo meramente literal. Parece que se atisba aquí la sospecha de que el viaje a Ítaca
puede ser largo, como decía Kavafis en su famoso poema.
En esta película, un prestigioso político griego sube un día al estrado del Parlamento
desde el que se supone va a pronunciar un solemne e importante discurso, pero, una vez en el
estrado, lo único que se le ocurre decir de forma torpe y vacilante es que «a veces hay que callar
para poder escuchar la música detrás del sonido de la lluvia». Dice esta frase, se baja del estrado
y se va; desaparece de la escena política y nadie vuelve a saber nada de él, ni siquiera su mujer,
hasta que, pasado el tiempo, un buen día, un reportero de televisión cree descubrirlo entre los
refugiados albaneses que esperan en la frontera a que se les asigne un destino; nos quedaremos
con la duda de si esa persona que vivía con los refugiados era realmente el político o no. Pero
eso es lo de menos. De lo que no puede quedarnos duda es del distanciamiento de Angelopoulos
de todo activismo convencional. La frase del político es diáfana: el discurso político, social, el
discurso pragmático de cualquier tipo, la verborrea retórica, debe ceder el paso a la escucha, a la
escucha musical —o, lo que es igual, a la mirada poética, que decía Tarkovski—, donde tal vez
radica la clave —no sé si suficiente, pero, desde luego necesaria, yo creo— de toda
espiritualidad.
En este brevísimo repaso «concentrado» que trato de hacer del cine de Angelopoulos, no
pretendo en absoluto explicar sus películas, sino tan solo de poner de relieve algunos elementos
que me parecen claves, aquí y allá, que creo que pueden ser de utilidad para la lectura de su obra
que cada cual deberá elaborar por sí mismo. Así que, aunque mucho se podría decir de esta
película —como de todas las del cineasta griego—, voy directamente al último plano, un plano
de tres minutos y medio, donde vamos a ver al reportero de la televisión observando a unos
trabajadores que están reparando la línea telefónica que hacía posible la comunicación con el
otro lado de la frontera y que —se nos dice— estaba cortada por alguna avería.
Es obvio que esta escena —que, con los trabajadores trepando acompasadamente por los
postes, es casi como un número de ballet «en vertical»— no solo es ajena a cualquier pretensión
de realismo, sino que manifiestamente pretende sacarnos de la «realidad» inmediata —como el
final de Paisaje en la niebla—, para remitirnos a otro plano de lo real que no es ya el de la
realidad empírica. Podríamos incluso aventurarnos, sin demasiado riesgo, a una lectura
simbólica de estos personajes vestidos de amarillo (que aparecen en varias películas de
Angelopoulos), que establecen comunicación con «el otro lado», y asociarlos con entidades
mediadoras entre dos planos ontológicos, el plano de la experiencia común y el imaginal a que
antes me he referido; asociarlos, en definitiva, con ángeles, en el sentido corbiniano.
Pero, cuidado: no estoy proponiendo una traducción mecánica, señor de chubasquero
amarillo = ángel. Este tipo de lectura (tal imagen significa tal concepto) es siempre un
9
reduccionismo empobrecedor de la obra de arte y una falsificación radical de la idea misma de
símbolo. Lo que sugiero es la posibilidad de ver en esas figuras de amarillo esa nota musical que
suena en octavas diferentes a que aludía al hablar de Paisaje en la niebla.
Ese tipo de estructura de diversos elementos homólogos en distintos niveles (una misma
nota musical en distintas octavas) es lo que constituye el fundamento del hecho simbólico, que
no implica la mera sustitución de una imagen por un concepto (lo que sería una mera alegoría),
sino la puesta en funcionamiento de una serie de recurrencias, de ecos, que abren el discurso —
el discurso fílmico en este caso— a una profundidad de sentido potencialmente insondable, pues
podemos imaginar esa sucesión de octavas prolongándose indefinidamente, como las propias
figuras de amarillo que se pierden en el horizonte. De este modo, el dinamismo simbólico va
«rebotando», por decirlo así, de un nivel a otro y siempre remite a algo que está más allá, de
modo que su núcleo jamás puede desvelarse del todo. Ni siquiera se trata de dotar al film de
varios niveles de sentido (los cuatro niveles, por ejemplo, que la hermenéutica medieval veía en
los textos sagrados), pues eso seguiría clausurando y bloqueando el proceso simbólico que, por
naturaleza está abierto a una indefinida prolongación hacia lo infinito.
El símbolo no es algo que signifique esto o aquello, sino la llave que nos abre a la
aventura infinita del conocer, poniendo en funcionamiento un proceso dinámico de
conocimiento cuyo destino es siempre ignorado. Me parece que este último plano de El paso
suspendido... es uno de los momentos más importantes de toda la obra cinematográfica
de Angelopoulos, porque, entre otras cosas, contiene una de las más penetrantes visiones que
puedan darse del hecho simbólico, que preside, por otra parte, toda su obra.
Angelopoulos parece confirmar aquí lo que había descubierto en Paisaje en la niebla, la
existencia de una realidad original, primordial, prístina, más allá de la historia profana: el árbol
que abrazaban los niños en Paisaje en la niebla, el otro lado de la frontera con el que se quiere
establecer comunicación en El paso suspendido. Realidad que no se alcanzará en el tiempo
mutable de los acontecimientos históricos: es preciso arrancarse a la horizontalidad de la
Historia y aferrarse a la verticalidad que la trasciende. Inmovilidad absoluta de los personajes de
amarillo al llegar a lo alto de los postes, tan inmóviles como Voula y Alexander abrazados al
árbol: suspensión del tiempo...
10
Ahora bien, ¿cómo acceder a esa realidad intuida?, ¿cómo recuperar la mirada perdida
que permite contemplarla, la palabra olvidada que permite nombrarla? La recuperación de esa
mirada y de esa palabra serán el tema, respectivamente, de sus dos siguientes películas: La
mirada de Ulises y La eternidad y un día.
La mirada de Ulises (1995)
La mirada de Ulises nos cuenta también la historia de un viaje, un viaje que se
emparenta con el del Ulises homérico, aunque no estamos ante ninguna versión de la Odisea,
que, una vez más, es más bien motivo de inspiración para la estructura general de la película y
de ciertas referencias eventuales. Angelopoulos reescribe un paralelo del relato homérico pero
sin tratar de reproducir su trama.
El protagonista —un cineasta que no tiene nombre en la película, al que el guión designa
simplemente por una «A» mayúscula— ha pasado treinta años en Estados Unidos y ha vuelto a
Grecia, donde se entera de la posible existencia de tres bobinas de los hermanos Manaki —
pioneros del cine griego— nunca reveladas y que serían la película más antigua rodada en los
Balcanes. Vale la pena detenerse en el prólogo, cuando el protagonista se entera de la existencia
de esa película.
Un fundido encadenado enlaza las viejas imágenes de los Manaki —las primeras
imágenes del film— con un plano del mar, en blanco y negro. Una voz diferente, la de un
ayudante de Iannaki Manaki, relata la muerte del cineasta pionero, en 1945, cuando filmaba la
salida de un velero en el puerto de Salónica (1) [véanse imágenes, infra]. Siempre sin cambiar
de plano, vemos la figura del ya anciano cineasta preparándose para filmar (2). A su lado
aparece el ayudante cuya voz escuchamos y que —percibimos por sus ropas— no se
corresponde cronológicamente con la época de los Manaki (3), sino con el presente:
coexistencia, pues, de dos temporalidades distintas, no solo en el mismo plano, sino en un
mismo encuadre, interactuando incluso, pues el ayudante cogerá al cineasta en sus brazos para
que no caiga al suelo (4), como si el tiempo no los separase. La película ha ido pasando
suavemente del blanco y negro al color. El ayudante habla a «A», que entra entonces en el plano
(5), de la posible existencia de las bobinas no reveladas. La cámara sigue a «A», que camina a lo
largo del muelle pasando por donde debería encontrarse el cuerpo sin vida de Manaki, que, sin
embargo, ya no está ahí (pasado y presente, unidos en el momento de la muerte del cineasta, se
han separado, y, de momento, estamos «solo» en el presente). «A» camina con la vista perdida
en la lejanía (6), pero su mirada se encuentra con el barco que iba a filmar Manaki (7) (el pasado
«penetra», pues, de nuevo en el presente). Un zoom con esa imagen del barco —imagen del
pasado— refleja la intensificación de la idea del viaje en la conciencia del protagonista,
anunciándole su futuro (8-10). Cumplida su función, la imagen simbólica del pasado se retira: el
barco sale de cuadro por la izquierda (11), y el binomio casi indiscernible mar-cielo con que se
había iniciado el plano (12) (la circularidad, siempre presente en el cine de Angelopoulos), se
11
desvanece en un fundido en negro que da paso a los créditos. En un solo y mismo plano de
aproximadamente tres minutos, hemos saltado de 1945 a 1994 y a la inversa, y hemos asistido a
dos fusiones y separaciones de esas dos épocas. Esos largos planos que reúnen con total
normalidad temporalidades distintas los conocíamos ya de películas anteriores del director
griego —son especialmente relevantes en El viaje de los comediantes— y constituyen una de
sus señas de identidad más características.
1 2 3 4
5 6 7
8 9 10
11 12
La recuperación de las bobinas perdidas será, pues, el objetivo material de su viaje; pero
no se trata de una tarea arqueológica. Las imágenes de los Manaki son modelo de la imagen
pura, no contaminada, cuyo estado de latencia, aún sin revelar, garantiza que no han sido
utilizadas con ningún propósito espurio. «A» piensa que si recupera esa mirada original del cine
de su país, podrá recuperar también —por una especie de magia simpática podemos suponer—,
su propia mirada, que perdió unos años atrás, cuando se dio cuenta de que era incapaz de
comprender, de que todo había dejado de tener sentido para él. El viaje tiene, pues —como
siempre en Angelopoulos—, una doble dimensión: es una búsqueda espacial por la geografía de
los Balcanes siguiendo el rastro físico de la película de los Manaki, pero es también una
búsqueda en el tiempo, a través de su memoria.
El viaje de «A» —aunque él no lo sepa todavía a estas alturas de la historia— va a ser,
también, un auténtico descenso a los infiernos, y esto nos sugiere otro viaje fundamental de la
12
literatura occidental, el que emprende Dante guiado por Virgilio en la Divina comedia. Y
recordemos que, en los primeros versos, Dante nos dice aquello de «En la mitad de mi vida me
encontré en una selva oscura, perdido el camino, extraviado, etc.», palabras que se ajustan
perfectamente al protagonista de la película, que se encuentra también en una situación de crisis,
de extravío, que es el motor del viaje.
El viaje comienza en la ciudad griega de Flórina, donde A verá pasar a su lado a una
mujer en la que cree reconocer a la que dejó atrás cuando se fue de Grecia, y a la que prometió
regresar. Esta mujer, en forma de otros tres personajes diferentes, interpretados siempre por la
misma actriz, irá guiando al cineasta en su viaje. Es pues un eco de Penélope, pero también de
Beatriz, aunque mejor diríamos de Virgilio, que fue quien guió a Dante en el descenso a los
infiernos. A partir de Flórina, hay un periplo verdaderamente laberíntico —habría que recordar
el origen iniciático de los laberintos—, en varias etapas, aunque aquí solo me fijaré en las tres
que me parecen más relevantes. Viaje con abruptos saltos en el tiempo, como el que se produce
en la estación de Bucarest, donde el protagonista se ve proyectado cincuenta años hacia atrás y
se encuentra con su madre, con la que viaja a Constanza para asistir a la fiesta familiar de fin de
año, lo que es motivo de un famoso plano secuencia de más de diez minutos —en los límites de
lo que permite el celuloide— en el que vamos a asistir a tres finales de año de tres años
diferentes: 1945, 1946 y 1949, todo enlazado en un mismo plano en el que conviven, pues,
varios tiempos históricos (como ocurría en el plano del prólogo). Al final del plano, todos se
reúnen para una fotografía familiar y ahí es el único momento de ese regreso al pasado en que
veremos a «A» con aspecto real de niño (en el resto del plano conserva el aspecto de adulto), lo
que acaso nos puede sugerir que la experiencia culmina con la reintegración efectiva de su
infancia.
Tras varias etapas, «A» llega a Belgrado, donde le espera su viejo amigo Nikos. «Al
principio Dios creó el viaje...», le dice Nikos a modo de saludo, con palabras tomadas de Yorgos
Seferis, a lo que el protagonista, con palabras ya de Angelopoulos, responde: «... luego vinieron
el silencio, la duda y la nostalgia». El viaje, el silencio, la duda, la nostalgia: cuatro elementos
esenciales en el cine de Angelopoulos.
En Constanza, con su familia, «A» había revivido y «reintegrado» los años de su
infancia; en Belgrado, con Nikos, revive los años de juventud, en París, en la década de los
sesenta, tiempo de utópicas esperanzas de cambio social tan intensas como fugaces: «Nos
dormimos suavemente en un mundo y nos despertamos abruptamente en otro», dice Nikos en un
momento: vivencia de la temporalidad perfectamente acorde con el tratamiento fílmico del
tiempo por parte de Angelopoulos, que, si tiende «puentes» entre momentos temporales
alejados, también puede marcar las discontinuidades de tiempos supuestamente homogéneos. En
este episodio, «A» y Nikos rememoran los anhelos y los desencantos que ambos comparten y a
los que rinden homenaje en ese brindis nocturno, en medio de la calle desierta, «por las
13
esperanzas rotas, por el mundo que no se inmuta, a pesar de nuestros sueños», palabras en las
que leemos de nuevo la decepción en cuanto a las posibilidades de cambiar la historia.
Por fin, «A» llega a Sarajevo, que está en plena guerra, y allí encuentra las bobinas
perdidas, que están en posesión de Ivo Levy, encargado de la semiderruida filmoteca y experto
en revelado de antiguas películas. En una de las escenas más comentadas del film —un plano
secuencia de algo más de siete minutos— Ivo Levy y sus familiares son asesinados, mientras
pasean por las calles, aunque la niebla nos impedirá ver los hechos; tan solo escucharemos sus
voces. Angelopoulos, fiel aquí a la tradición de la tragedia griega, no muestra directamente la
violencia en escena, tradición rigurosamente invertida por la truculencia obscena del actual cine
de consumo, que con la continua espectacularización de la violencia y de la muerte nos oculta su
verdadero sentido. Espectacularización, por cierto, gustosamente cultivada por muchos de esos a
los que la cinefilia considera genios del séptimo arte. Hay otros ejemplos famosos de esa
evitación de la violencia en pantalla; quizá el más conocido sea el de la violación de Voula en
Paisaje en la niebla.
Al final, «A» regresará a la filmoteca y contemplará la proyección de las tres bobinas
que su amigo había conseguido revelar antes de morir. Se puede decir, pues, que «A» ha
cumplido su objetivo. Pero no es ese, evidentemente, un final feliz. «A» llega al final del viaje
para comprender que no existe una Ítaca en la que descansar; que, como había dejado grabado
Levy, rememorando el poema de Rilke, la vida se vive «en círculos crecientes», como si la vida
fuera una espiral cada vez más amplia en la que la madurez solo se logra a costa de sufrimiento.
Algo que, como señalaba Pere Albero, ya Esquilo decía al comienzo de la Orestiada: «Porque
Zeus puso a los mortales en el camino del saber, cuando estableció con fuerza de ley que se
adquiera sabiduría mediante el sufrimiento». ¿Hay un término, entonces, para esos círculos
crecientes? Al principio de la película «A» decía «en mi final está mi principio», que son las
palabras con las que Eliot termina el segundo de sus Cuatro cuartetos (como vemos, la película
está llena de referencias literarias). ¿Es esa una condena sisífica, sin final, que obliga a reiniciar
perpetuamente el trayecto cuando se creía haber llegado a la meta? Angelopoulos, más que
responder, propone esta pregunta.
El último plano de la película es un monólogo en el que el protagonista nos habla del
«viaje sin final». En efecto, quizá en esta película Angelopoulos parece decirnos que Ítaca es
inalcanzable: la brutalidad humana ha nublado ya para siempre la mirada del viajero y ha
matado en ella la inocencia, que sería ya irrecuperable. Quizá el ser humano —a diferencia de lo
que nos sugería en Paisaje en la niebla — no pueda escapar a la historia y acaso el obligado
descenso a sus círculos infernales, solo proporcione el consuelo —habría que ver si suficiente,
en tal caso— de la lucidez...
¿Se ha olvidado Angelopoulos de lo que nos proponía en sus dos películas anteriores o
estoy haciendo aquí una lectura equivocada? Tal vez ni lo uno ni lo otro. No deberíamos caer en
la tentación fácil de imponerle a Angelopoulos una trayectoria lineal ascendente desde el
14
materialismo inicial a una hipotética apoteosis espiritual, como si su vida fuera una película de
Hollywood con happy end incluido. Su trayectoria es más compleja. Parece como si
Angelopoulos hubiera seguido la exhortación de Cioran de «pensar contra uno mismo». Tal vez
escuchó también la recomendación de Nietzsche en su Zaratustra: «¡No dejéis que os aplaste
una estatua!». A Angelopoulos no le aplastará una estatua, como prevenía Nietzsche. Él sabía
manejar bien las estatuas, como metafórica y literalmente demuestra en esta película. Acaso
pensó que en sus películas precedentes había llegado a una conclusión demasiado complaciente,
y quiso, no negarla, pero sí reconsiderarla. Es posible. O tal vez, un poco a la manera del Buda,
que no quería hablar de la trascendencia por considerarlo inútil, decidió hablar en el futuro solo
del mundo de la historia, donde se mantiene encerrada la humanidad en un doloroso exilio.
O acaso, más probablemente, la trayectoria de Angelopoulos no debe entenderse como
una evolución en la que unas creencias van siendo sustituidas por otras, sino como una
integración de posibilidades nuevas, diferentes, a las que se puede hacer sitio en el universo
interior del alma, incluso aunque no estén en concordancia con las que ya están ahí y deban
convivir con ellas. Quizá esa sea la única forma —o, al menos, una forma—, para quien busca la
verdad, de no engañarse con creencias autoimpuestas: un modo de ser más basado en la
imaginación que en la creencia. Como dice Henry Corbin, la creencia y la imaginación son
modos correlativos de percibir que determinan sistemas hermenéuticos distintos y, en definitiva,
diferentes modos de ser.
En cualquier caso, Angelopoulos ha aprendido ya a dirigir una mirada estoica sobre el
mundo y a aceptar el destino; por eso «A», a diferencia de los dos Spyros, no se suicidará, y
aceptará seguir su viaje, un viaje que, en cualquier caso, en lo que tiene de realidad terrenal, va
dirigido ineluctablemente hacia la muerte, con la que se encontrará frontalmente en La eternidad
y un día.
La eternidad y un día (1998)
Alexandros, el protagonista de su siguiente película, La eternidad y un día, es un hombre
que se enfrenta a su muerte inminente por enfermedad. Se propone ahí —según yo lo
entiendo— que la muerte como hecho terminal es, en realidad, menos importante que la muerte
como imposibilidad de ser que corroe diariamente la existencia: la muerte como hecho del alma,
más que del cuerpo. Y a esa situación el ser humano puede y debe responder,
independientemente de que haya o no un telos al que tender. De hecho la película termina con
un Alexandros sonriente, que decide no ir al hospital —en el que debía ingresar, prácticamente,
se supone, para morir allí—, en una clara afirmación de su dignidad individual frente a la
socialización homicida del mundo contemporáneo, de la cual un hospital me parece una imagen
idónea.
Desde luego, Angelopoulos seguirá mirando con ojos críticos, con amargura incluso, su
pasado. En un momento dado, el protagonista, dirigiéndose a su madre (aunque ella, enferma, ya
15
no esté en condiciones de escucharle), le dirá: «¿Por qué, madre? ¿Por qué nada salió como
esperábamos? ¿Por qué nos pudrimos indefensos entre el dolor y el deseo? ¿Por qué he vivido
siempre en el exilio? ¿Por qué no supimos amar?». Pero ese mismo personaje parece mantener
una puerta abierta, no sé si a la esperanza, pero, en todo caso, a la duda, cuando, más adelante,
pregunta: «¿Cuándo podré reencontrar las palabras perdidas, cuándo podré desocultar el silencio
de las palabras olvidadas?».
En sus dos últimas películas —Eleni y El polvo del tiempo—, de las que ya no voy a
tratar, Angelopoulos seguirá con su búsqueda, entre la utopía histórica y la realidad
metahistórica. Se trata, en mi opinión de dos magníficas películas, pero que no me parecen
aportar una perspectiva nueva en la trayectoria ideológica de Angelopoulos que he tratado de
seguir en estas reflexiones, de forma absolutamente esquemática y simplemente poniendo de
relieve unos pocos elementos dispersos, pero que me parecen especialmente significativos,
repartidos en sus películas de los años ochenta y noventa. He dejado igualmente fuera de mi
análisis las películas que configuran su etapa «política». De ningún modo debería deducirse de
ahí que las considero inferiores. El viaje de los comediantes, por ejemplo, me parece un filme
sencillamente excepcional que recomendaría sin reservas, pero esas películas me parecen quizá
algo menos relevantes desde el punto de vista en que yo trataba de situarme aquí. En la medida
en que me interesa la dimensión espiritual del ser humano, mi objetivo ha sido tratar de expresar
mi particular visión de la trayectoria espiritual de Angelopoulos.
Conclusión
Imágenes perdidas, palabras olvidadas... y sobre todo preguntas, hay muchas preguntas
en el cine de Angelopoulos, preguntas esenciales, pero que no nos demandan una respuesta
apresurada surgida de los automatismos de nuestra ideologizada memoria, sino que, más bien,
nos incitan a esa reflexión meditativa que mencionaba al principio. Reflexión, contemplación...
pero también acción, pues el suyo es también un cine de acción, un cine de resistencia,
resistencia frente a un mundo de idolatrías materialistas y de idealismos falsamente
tranquilizadores; un mundo que se mueve entre certezas dogmáticas y relativismos
inconsistentes que, como las Escila y Caribdis de la epopeya homérica, amenazan con
aplastarnos en cualquier momento.
Resistencia en nombre de eso tan desprestigiado hoy en día que es el sentido de la vida.
Un cine, pues, el de Angelopoulos, de combate, no ya político, sino, como decía Henry Corbin,
de «combate por el alma del mundo». En ese sentido, creo que las imágenes de Angelopoulos —
aunque quizá menos explícitamente espirituales que las de otros cineastas— pueden ser
calificadas con todo rigor de «imágenes del alma» y por eso me ha parecido pertinente traerlas a
este Encuentro.
Muchas gracias.
16
Agustín López Tobajas
Recommended