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Ponencia 1. La Biblia, norma de fe y conducta - 2 -
VIII CONGRESO EVANGÉLICO
La Biblia norma de fe y conducta
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LA BIBLIA, NORMA DE FE1 Introducción
A mis veinte años, aún no había visto una Biblia. Pensaba que no había más Evangelios o Epístolas excepto las escritas en los boletines dominicales. Finalmente, encontré una Biblia en la biblioteca que, de inmediato, me llevé al monasterio. Comencé a leer, releer, y a leerla una y otra vez, ante el gran asombro de Dr. Staupitz [su mentor]
Celebramos 500 años de un movimiento que, inicialmente, transformó la vida del monje agustino Martín Lutero pero que, por encima de todo, transformó la realidad, no sólo de la Iglesia cristiana, sino también de la sociedad occidental de la época. La Palabra de Dios fue el detonante de una transformación espiritual y social sin precedentes en la historia del cristianismo y del mundo. La Biblia fue traducida a las lenguas vernáculas y distribuida como nunca antes, con la ayuda inestimable de la imprenta de Gutenberg. El proceso histórico no se inició de manera sencilla, sino que requirió convicción y valentía. Sirvan como muestras dos momentos destacados en la vida del padre de la Reforma, Martín Lutero. El debate de Leipzig de 1519, entre los teólogos Johann Eck y Andreas Karlstadt, para discutir las enseñanzas de Martin Lutero que se difundían por Europa, se vio ampliado en sus temáticas y participantes al sumarse el mismo Lutero a la disputa. Ya no se trataron únicamente los temas iniciales como, por ejemplo, la venta de indulgencias, sino que la discusión derivó a la cuestión de la autoridad en la iglesia y, por ende, a considerar la legitimidad de la autoridad papal, tema cuyo tratamiento estaba, por cierto, prohibido. Lutero declaró que la sola Scriptura era el fundamento de la fe cristiana, que el Papa no tenía poder ya que no se menciona en la Biblia, y condenó la venta de indulgencias a los laicos para reducir su tiempo en el purgatorio, ya que no había ninguna mención del purgatorio en la Biblia. El debate resultó en una primera censura a las enseñanzas de Lutero por parte del Papa León X, a través de la bula Exsurge Domine (1520), y su posterior excomunión en 1521 (Decet Romanum Pontificem). 1 Redactado por el Dr. Fernando Méndez Moratalla.
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Posteriormente, en la Dieta imperial de Worms (1521) presidida por el emperador Carlos V, Lutero fue conminado a retractarse de sus enseñanzas, a lo que éste responde:
Mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios. Si no se me demuestra por las Escrituras y por razones claras (no acepto la autoridad de papas y concilios, pues se contradicen), no puedo ni quiero retractar nada, porque ir contra la conciencia es tan peligroso como errado. Que Dios me ayude, Amén.
Esta actitud firme en la prioridad de las Escrituras desde las que se cuestionaba la propia autoridad de la Iglesia y sus representantes, tuvo su continuidad en las iglesias de la Reforma Radical. Así, el líder anabaptista Menno Simons, afirma:
Verdaderamente esperamos que nadie de mente sana sea tan necio como para negar que todas las Escrituras, el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, existen para nuestra instrucción, amonestación y corrección, y que son el verdadero cetro y reglamento por el que el reino, la casa, la iglesia y la congregación del Señor, tienen que regirse y gobernarse. Por lo tanto, todo lo que se opone a las Escrituras, sea en doctrinas, creencias, sacramentos o vida, se debe medir por esta regla infalible y destruir por este justo e infalible cetro, y destruir sin respeto a la persona.
I. La Biblia autentifica a la iglesia
El principio ‘Sola Scriptura’ se establece como salvaguarda de la autoridad de las Escrituras frente a una dependencia servil a la Iglesia enseñoreándose, esta última, sobre la misma Palabra. La iglesia no tiene prioridad sobre la Biblia, pues es la iglesia la que surge de la Biblia y no al revés. Aunque fue la Iglesia la que decidió qué libros formarían parte del canon bíblico, esto no pasa de ser una confirmación de la autenticidad de las Escrituras.
En la predicación cristiana y la doctrina apostólica del cristianismo primitivo, la Palabra de Dios era su contenido, primero en la reiteración del mensaje de Jesús y, posteriormente, en el mensaje de sus seguidores. En la revelación de Dios, la Biblia tiene su origen en la revelación de Dios, de ahí su carácter sagrado.
El rechazo a la afirmación tradicional de la prioridad de la Iglesia sobre las Sagradas Escrituras no convierte a la Iglesia en antagonista de las Escrituras, sino que, como comunidad de fe conforme al testimonio bíblico, se sujeta a éstas bajo la dirección del Espíritu Santo. Por tanto, no es una cuestión de incompatibilidad, sino de prioridad.
La iglesia buscó fundamentar su tradición en Jesús y los apóstoles. Fundamentar su fe en Jesús, representada en las enseñanzas de los apóstoles, otorga credibilidad a esos documentos. Así la tradición de la iglesia no se desarraiga de sus raíces históricas. Lo cual refleja la importancia que tiene la tradición de la iglesia, aun en la contextualización de los principios cristianos a cada generación y lugar.
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Para Lutero, la Biblia, escrita por hombres, no es de hombres ni por hombres, sino de Dios. Fundamental en la perspectiva de Lutero sobre las Escrituras es su énfasis cristocéntrico. En las propias palabras de Cristo: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn 5.39). Cristo es el centro y Señor de las Escrituras, y éstas el fundamento que da legitimidad, y autenticidad a la iglesia.
II. La Biblia, autoridad en la iglesia
Cuando hoy hablamos del canon bíblico entendemos, por ello, la lista de libros que la Iglesia Cristiana reconoce como con autoridad para sí. De ahí que, inicialmente, el término ‘canon’ se usara por la iglesia primitiva como equivalente del concepto ‘regla de fe o verdad’. Esta regla de fe o conducta aludía al conjunto de doctrinas y principios fundamentados en la tradición apostólica que tenían en común las iglesias con fundamento apostólico; por ello, se la conocía también como tradición apostólica. Posteriormente, las propias Escrituras se establecen como regla de fe o verdad, ‘norma de fe y conducta’, por las cuales se delimitan los parámetros de la enseñanza y práctica cristianas.
Para el reformador Martín Lutero, la Biblia es la norma normata para todas las decisiones relativas a la fe y práctica de la comunidad cristiana. “Cuanto se afirma sin las Escrituras o revelación probada, puede sostenerse como una opinión pero no necesita ser creído”. No puede ser la Iglesia la que establezca la fiabilidad de las Escrituras, porque es la Biblia misma de quien dependa la iglesia para su establecimiento y certificación. La perspectiva de las Escrituras de la Reforma Protestante excluye cualquier atisbo de autoridad en la iglesia próxima a/o sobre las Escrituras. Las Escrituras se autentifican a sí mismas, porque Dios mismo les da autenticidad por medio del Espíritu Santo.
El establecimiento del canon bíblico coincide con el surgimiento y la asunción de formas autoritarias de jerarquía eclesial. Figuras importantes de la Iglesia primitiva eran muy conscientes de la realidad eclesial de su tiempo. La iglesia, confiada en su propia afirmación de autoridad y posesión de la verdad, reconoce las Escrituras como su fuente válida de dirección y guía.
El canon es una expresión del hecho de que la Iglesia existe solo en referencia retrospectiva. Establece el canon retrotrayéndose al testimonio de los apóstoles. La comunidad cristiana estaba convencida de que la autoridad apostólica descansaba en esas Escrituras finalmente canonizadas. Muchas de las controversias sobre el canon estaban vinculadas a dudas acerca de la apostolicidad de determinados textos. Vinculándose así a este canon, la iglesia afirma que cualquiera que fuere el momento histórico no quiere ser otra iglesia más que la constituida por Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles. El canon garantiza una sucesión apostólica tangible.
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Al hablar de la tradición apostólica que se reconoce en el canon del Nuevo Testamento, se está reconociendo, a su vez, la autoridad del Antiguo Testamento. El canon del Antiguo Testamento (‘las Escrituras’; ‘la ley y los profetas’; ‘Moisés y los profetas’) se convirtió en prototipo del Nuevo Testamento, por más que el tema fuera aún debatido durante el periodo temprano del cristianismo primitivo. El Antiguo Testamento encuentra luz en el Nuevo Testamento; y el Nuevo Testamento, a su vez, se entiende por el Antiguo Testamento. Por lo cual, hay una interdependencia inseparable.
Con el canon, la Iglesia reconoce que es la Iglesia en virtud al testimonio de los primeros testigos, el cual, el testimonio, su Palabra, es superior a ella misma. No tendríamos las Escrituras sin la Iglesia. Guiada bajo la dirección del Espíritu Santo, la Iglesia establece y reconoce aquellos libros que serán su propia norma de fe y conducta, y por tanto, criterio de aquello que hemos de creer.
El testimonio cristiano de la fe en Jesucristo comienza por la Iglesia y se recoge y establece en la Biblia. La Iglesia reclama para sí autoridad como testigo fiel de Jesucristo, pero no puede hacer esto separada de las Escrituras.
La autoridad de la Biblia es espiritual, no se deriva de imposición por la fuerza, ni deriva de nosotros mismos, ni se confirma por medio del reconocimiento de la razón humana. Dios como su autor, por medio de su Santo Espíritu, nos ilumina y persuade interiormente. Cualquier norma fuera de las Escrituras queda excluida o subordinada a éstas. La autoridad de las Escrituras es una expresión de la autoridad de Dios. La inspiración de las Escrituras no puede reducirse a una expresión de cualidades sobrenaturales estáticas, pasivas, dando lugar a un uso excesivo de racionalismo. Si la verdad y autoridad de su contenido se expresa por medio de proposiciones o afirmaciones atemporales, su interpretación se convierte en un mero ejercicio racional, deshistorizado, sujeta a un método de textos prueba o de uso de concordancia. Esto entra en conflicto con el hecho de que el Espíritu Santo no solo fue Señor de las Escrituras en el pasado sino también en el presente. Las Escrituras, como autoridad viva de la Iglesia, la hace tener que decidir una y otra vez. No tenemos un ‘papa de papel’ sino que las Escrituras se afirman renovadas una y otra vez como el testimonio definitivo.
La Biblia es necesaria razón de ser de la iglesia no solo de su bienestar. No puede existir sin ella. Si la Biblia es entendida como una norma legal, entonces ésta queda a disposición de la iglesia. Cuanto más rígido es afirmado el sentido literal de las Escrituras como autoritativo, más proclive es su interpretación a sujetarse al poder de la iglesia, la tradición o una situación específica. Sin embargo, el principio Sola Scriptura está ligado al de Sola Gratia en su expresión viva, que da poder a la proclamación, el evento liberador de la Palabra.
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III. Cuestiones para hoy
El análisis del devenir histórico de la Biblia, en su concepción, reconocimiento de autoridad, y relevancia renovada con la Reforma Protestante, plantea cuestiones hoy que son tan acuciantes como sus equivalentes en épocas anteriores. Resulta fundamental entender el papel crucial que la presencia de las Escrituras jugó en el surgimiento, desarrollo y consolidación de la Reforma Protestante. Sin la Biblia no hubiese sido posible. Igualmente, la Iglesia actual, cuando declara que la Biblia es su norma de fe, está haciendo una afirmación sobre su propia naturaleza. La iglesia no puede ser otra cosa, no puede creer otra cosa, no puede enseñar otra cosa que aquello de lo que dan testimonio las Escrituras. La fe que le da sentido y contenido no es una declaración de hombres, ni fruto de la tradición humana, sino el propósito de Dios marcando su naturaleza y existencia.
Vivimos una sorprendente involución a tiempos en los cuales la Palabra de Dios era desconocida por cuantos formaban parte de la comunidad eclesial. Entonces, la Biblia simplemente no era accesible física o idiomáticamente al común de los cristianos. Sin embargo, el analfabetismo bíblico existente hoy en muchas de nuestras iglesias es coincidente con el tiempo de mayor y más fácil acceso a las Escrituras, en versiones hasta hace poco inimaginables. Esta alarmante realidad refleja la incuestionable pérdida de centralidad de la Palabra en la comunidad cristiana evangélica. La centralidad en un mensaje que hace sentir bien o de manual de autoayuda; el exceso de énfasis en la alabanza musical; predicaciones fundamentadas en las experiencias del predicador; cultos que buscan por encima de todo entretener y emocionar, desplazan a la Biblia y su mensaje del centro de la vida de la comunidad de fe. El pragmatismo del espectáculo que atrae a muchos, frente a la perseverancia en el estudio cotidiano de la Palabra de Dios, construye comunidades eclesiales ignorantes del mensaje del Evangelio que es el que transforma y renueva la vida, el que da sentido y contenido a la fe. Esta situación plantea un reto para las iglesias en la actualidad. ¿Cómo podemos vivir según las Escrituras, si no las conocemos? ¿Podríamos decir que la comodidad está por encima de la santidad? Es inquietante y reflexivo que haya una generación de cristianos que solamente “consumen” la predicación dominical, pero que el resto de la semana no se nutren del alimento sólido, la Palabra. ¿Cómo serían este tipo de cristianos, cristianos “descentrados” o “egocéntricos”? ¿Qué tipo de vidas cristianas tendrían? Tal vez Pablo los llamaría “carnales” y, según como fuera, Santiago los llamaría “tibios”. Tanto el apóstol Pablo como Santiago tendrían mucho que decirnos al respecto, sin lugar a dudas…
Las consecuencias de esta ignorancia de las Escrituras se reflejan en comunidades cristianas erráticas que son movidas por todo viento de doctrinas, pues no están ancladas en la Palabra de Dios. Interpretan la realidad y sus propias situaciones desde una casuística subjetiva que puede tener apariencia de religiosidad, pero que no son el Evangelio de Jesucristo.
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Quizás la coincidencia con tiempos pretéritos esté en el desinterés de los líderes eclesiales de dar a conocer la Palabra, para mantener sujetas a las congregaciones por medio de la ignorancia. El desconocimiento de las Escrituras conduce al error y, por consecuencia, a una religiosidad esclavizada a tradiciones de hombres que resultan irrelevantes en nuestra sociedad actual. Muchos nos preguntamos por qué el pueblo evangélico es tan insignificante en nuestra sociedad. Y la respuesta no proviene solo de las cifras de nuestras membresías, sino de la irrelevancia de un mensaje predicado que ya no tiene a Cristo en su centro, ni a la Biblia como su referente. El poder transformador de la Palabra no aparece, tan solo eslóganes pseudo espirituales, propios de grupos sectarios, que esclavizan más que liberan. La fe se alimenta de las Escrituras para oponerse a falsas doctrinas, y evalúa la vida religiosa y las opiniones teológicas para probar su consistencia y coherencia. Es la Biblia la que informa y da contenido a nuestro creer pues, en ella, oímos a Jesucristo. La Biblia no es para mantener ideologías eclesiales sino para transformar vidas y sociedades, como sucedió en la Reforma.
Nos encontramos con mayor asiduidad con modelos eclesiales cada vez más verticales, en los que el papel central de las Escrituras es sustituido por el sometimiento a un liderazgo autoritario, que incluso apela ‐con frecuencia‐ a las propias Escrituras para su legitimación. Pero esas Escrituras no son la palabra viva y eficaz que dan contenido a la fe, a creer y confiar en Dios. Qué creer, cuál es el contenido de nuestra fe, se convierte en una suerte de revelaciones privadas del pastor que lo define en su propia legitimación y provecho. Nada que ver con el carácter libertador de las Escrituras. La fe del creyente cristiano es fe en Jesucristo, a través de las Escrituras, que se manifiesta en obediencia, confianza y entrega a Dios.
Finalmente, nuestro privilegio y responsabilidad hoy es hacer que la Palabra de Dios corra y sea glorificada en la vida de muchos, sin excusas ni pretextos. Las nuevas tecnologías se suman a la tarea, y hacen posible el milagro de su difusión y alcance en formas que no podemos ignorar. Pero para ello hay que colocarla en el centro de la vida de la comunidad de fe.
En una sociedad postcristiana, la difusión de las Sagradas Escrituras es un factor fundamental de reforma, no solo de una iglesia cristiana que ha perdido presencia e influencia, sino de una sociedad necesitada de referentes que contribuyan a su transformación. Para ello es necesario recuperar individuos y comunidades cristianas cuyas vidas y testimonio estén centradas en Jesucristo, conforme a las Escrituras.
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LA BIBLIA, NORMA DE CONDUCTA2
Así como la Biblia es norma de fe, también lo es de nuestra conducta y de nuestros presupuestos éticos. Al fin y al cabo, las conclusiones a las que llegamos en nuestra reflexión personal dependen en buena medida del “consejo” que atendemos, de los criterios a los que decidimos dar crédito sobre otros distintos. El Salmo 1 nos muestra que, en esencia, existen dos “consejos”: el consejo de los impíos y el consejo del Señor. Ambos consejos son radicalmente opuestos y ambos aspiran a modelar nuestra manera de pensar y, por tanto, nuestra manera de vivir.
El consejo de los impíos no tiene por qué ser necesariamente perverso, malintencionado; simplemente es una forma de pensar de espaldas a Dios, que no le tiene en cuenta y que es, en consecuencia, rebelde para con Dios. Habiendo sido creados por Dios y para Dios, formar nuestros criterios morales (como todas las áreas de la vida) ajenos a su consejo sólo puede conllevar efectos fatales: echamos a perder nuestra vida ahora y nos perderemos por la eternidad, separados de Él. Por el contrario: “El consejo del Señor transforma eficazmente nuestra forma de pensar, apartándonos del mundo y llevándonos al seno de Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros. La vida de cada persona es un reflejo del consejo al que se ha sometido, y que ha permitido que conforme sus prioridades e intereses.”3 Tú decides qué consejo modelará tu manera de pensar y tu manera de vivir. Eso es la fe/confianza.
Si Jesucristo es el Señor de nuestras vidas, nuestro discernimiento y comportamiento éticos vienen determinados, no por la ética de la cultura imperante en torno nuestro, sino por la ética del reino de Dios del que somos ciudadanos. Es lamentable la “cautividad cultural e ideológica”4 de algunos cristianos a la hora de fijar fuentes de autoridad para la ética. Frente a esta rendición, la exhortación de Dios es rotunda: “No os amoldéis al mundo actual, sino sed transformados mediante la renovación de vuestra mente.” (Rom.12,2a‐NVI)
I. La autoridad de la Biblia
La fuente de autoridad que Jesús reconocía y acataba era la Biblia hebrea (AT), tal como se refleja de forma constante en su predicación (Mt.5,17‐20). Las antítesis que Jesús plantea en los versículos siguientes no reflejan contradicción entre lo dicho por Moisés y lo que Él dice, sino entre Sus palabras y la interpretación torcida e interesada que los escribas y fariseos (la tradición de los hombres, Mr.7,8) venían haciendo de la Ley de Moisés. “En su corazón, su mente y su vida, Jesús se sometió
2 Redactado por el Dr. Enmanuel Buch Camí. 3A.W. Tozer: El poder de Dios para tu vida. Grand Rapids: Editorial Portavoz, 2014. Pg. 99. 4 Glen H. Stassen y David P. Gushee: La ética del Reino. El Paso: Editorial Mundo Hispano, 2007. Pg. 73.
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humildemente al Antiguo Testamento como a la palabra escrita de Dios. Y puesto que Jesús lo hizo, nosotros también tenemos que hacerlo.”5
En cuanto al Nuevo Testamento, cabe recordar que los cristianos somos “edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo.” (Ef.2,20) Los apóstoles fueron nombrados y autorizados por Jesús, fueron testigos oculares del Maestro y fueron inspirados por el Espíritu Santo. “La única sucesión apostólica en la que creemos los evangélicos es una sucesión o continuación de la enseñanza apostólica tal y como nos fue dada en el Nuevo Testamento. De manera que la sucesión apostólica es el Nuevo Testamento, legado a la iglesia.”6
Es cierto que Dios nos habla de diferentes maneras y que todas deben ser apreciadas. Debemos recordar, para su uso equilibrado, que todas están sujetas a la autoridad mayor de la Escritura. John Wesley fijó lo que dio en llamarse el Cuadrilátero Wesleyano, para presentar esas diversas fuentes de autoridad7:
1) La Biblia. Es la fuente central de autoridad. Wesley pregunta: “¿Qué regla tienen los hombres para discernir entre lo bueno y lo malo, para dirigir su conciencia?” y responde diciendo: “La norma del cristiano respecto de lo bueno y lo malo es la Palabra de Dios, los escritos del Antiguo y Nuevo Testamento; todo lo que los Profetas y 'los varones santos de la antigüedad' escribieron, 'movidos del Espíritu Santo'; toda la Escritura que ha sido 'inspirada divinamente' por Dios, y la que ciertamente 'es útil para enseñar' toda la voluntad de Dios; 'para redargüir' los errores; y para 'instruir,' o educarnos, en 'justicia' (2ª Tim. 3:16)". (Obras de Wesley, Tomo I, Sermón 12, pp. 229‐230)
2) La experiencia personal. El testimonio subjetivo del Espíritu Santo, la conciencia íntima y constante de la presencia de Dios, por medio de las disciplinas espirituales: oración, ayuno, meditación, contemplación, etc.
3) La razón. La razón es un regalo de Dios y puede ayudar en el discernimiento ético. ”Deseamos una religión fundada en la razón y de acuerdo a la razón; esto es, en armonía con la naturaleza de Dios y la del hombre y sus relaciones mutuas. Exhortamos encarecidamente a todos los que buscan una religión verdadera, a que hagan uso de toda la razón que Dios les haya dado, investigando las cosas de Dios. Es razonable amar a Dios, que nos lo dio todo. Es razonable amar al prójimo y hacer el bien a todos los hombres. La religión que nosotros predicamos y vivimos está de acuerdo con la más alta razón.” (Obras de Wesley, Tomo VI, Defensa del Metodismo, pp.20‐25)
5John Stott: Estudiantes de la Palabra. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2015. Pg. 21. 6John Stott: Estudiantes de la Palabra. Op. Cit. Pg. 26. 7http://www.angelfire.com/pe/jorgebravo/teologia1.htm Consultado el 17 de septiembre de 2015.
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4) La Tradición. La sabiduría y la experiencia acumuladas por generaciones de cristianos durante 2000 años es una importante ayuda para nuestra propia reflexión.
Nuestra convicción es que “Cristo gobierna a la Iglesia mediante las Escrituras. Ciertamente, la tradición y la razón tienen un papel fundamental en el esclarecimiento de las Escrituras y en su aplicación. Pero las Escrituras tienen autoridad suprema en la Iglesia.” 8 Reconocemos valor “informativo” a las demás fuentes pero sólo valor “normativo” a la Biblia como fuente de autoridad: “Los conceptos adquiridos de otras fuentes tienen que ser sopesados e interpretados por la Escritura, y han de rechazarse si están en conflicto con ella. La Biblia es el ‘sol’ alrededor del cual todas las demás fuentes de autoridad se ponen en órbita.”9
II. La Biblia, norma de conducta (para quién).
Creemos que la Biblia es norma de conducta para los discípulos de Jesucristo, aquellos hombres y mujeres que reconocen a Jesucristo como Salvador y como Señor de sus vidas y que, en consecuencia, han decidido poner sus vidas, su conducta moral, bajo Su autoridad para obedecer Su voluntad tal como se expresa en el texto bíblico.
Por esta razón, y aun sabiendo que esa norma de conducta es relevante y esencial para el ser humano de nuestro tiempo, y que el acatarla no solo allana el camino al cielo, sino que nos ayuda a vivir en la tierra renunciamos a imponer a la sociedad entera los criterios morales que Dios muestra en la Biblia, dado que sólo pueden ser asumidos libre y responsablemente por las personas que así lo deciden, para conformar su manera de pensar y de vivir según la voluntad de Dios. La Iglesia de Jesucristo está llamada a proclamar los valores morales que la Biblia enseña encarnándolos en medio de la sociedad y ofreciéndose como testimonio vivo, no a exigirlos a otros.
III. La Biblia, NORMA de conducta (autoridad).
Creemos que la enseñanza, también ética, que la Biblia ofrece es más que una referencia a tener en cuenta, más que unos principios difusos; es autoridad normativa para la vida de los discípulos de Jesucristo.
Sometemos cualquier otro medio de comunicación divina a la autoridad de la revelación objetiva que hallamos en la Biblia. Apreciamos el valor de la tradición acumulada por dos milenios de vida de la Iglesia, de la razón que permite un análisis sensato de la Escritura, de la experiencia subjetiva que el Espíritu Santo aporta a cada persona, pero todas estas maneras en las que Dios puede hablar deben estar sujetas a la autoridad mayor de la Biblia, que reconocemos como la palabra escrita de Dios.
8John Stott: Estudiantes de la Palabra. Op.Cit. Pg. 18. 9 Glen H. Stassen y David P. Gushee: La ética del Reino. Op. Cit. Pg. 79.
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IV. La Biblia, norma de CONDUCTA (hermenéutica).
No queremos confundir el libre acceso a la Biblia para escuchar “de primera mano” su verdad, con la “libre interpretación” entendida como una coartada para una exégesis superficial, caprichosa o interesada.
De igual manera que desechamos una lectura subjetivista de la Biblia renunciamos a una lectura legalista que confunde la letra de la Escritura con un código impersonal, que pretende hacer de la Biblia un recetario preciso e implacable para todas las personas en todas las circunstancias y conflictos morales por igual.
Creemos que la letra y el Espíritu caminan al unísono, que graphé y rhema se complementan, que el Espíritu Santo que inspiró la Biblia, también ilumina el entendimiento de los discípulos obedientes de Jesucristo para aplicarla en los diversos conflictos éticos que deban enfrentar.
En última instancia Jesucristo es el criterio hermenéutico definitivo para el cristiano y para su Iglesia. La perspectiva desde la que leemos, recibimos y obedecemos el texto bíblico está determinado por Jesucristo, la Palabra viva de Dios, tal como la Biblia lo revela.
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