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FRANCISCO DANIEL QUINTANA (México, 1971): Objectio Voluptatis-IDEA, 2004. Litografía, xilografía, sellos impresos en papel japonés, 850 x 750 mm. Ed. C/A

, 2004. Litografía, xilografía, sellos impresos en papel ...casadelasamericas.org/publicaciones/revistacasa/247/notas.pdf · de una civilización borrada de la historia, que hace

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Cuando aparezca esta nota, muchos lectores de Casa ya habránleído los obituarios, encomios y testimonios en honor a José JuanArrom que han ido apareciendo después de su muerte, ocurrida

en Acton, Massachusetts, el 13 de abril último. Es por lo tanto un grandesafío el que me ha extendido Roberto Fernández Retamar, pero tam-bién un inmenso honor: dedicarle a nuestro querido Arrom unas pocaspalabras más, con el más hondo sentir.

Muchos conocieron a Arrom, el maestro de tres generaciones,1 cuyasabiduría se nutría tanto de los libros como de realidades concretas ydel acervo popular –condicionado siempre por el racionalismo que loinformaba–. Han conocido al erudito que supo rastrear la etimología de«daiquirí», de «chévere» y del nombre de Cuba mientras daba a cono-cer importantes textos del humanismo renacentista y ediciones magis-trales de obras dramáticas de la época colonial.2 Entre los etnólogos y

JUDITH A. WEISS

Una despedida generacional:José Juan Arrom (1910-2007)

1 Siguiendo la propuesta del Esquema generacional de las letras hispanoamerica-nas: ensayo de un método, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1963 y 1977.

2 Imaginación del Nuevo Mundo: diez estudios sobre los inicios de la narrativahispanoamericana, México, Siglo XXI Editores, 1991; Hernán Pérez de Oliva:Historia de la invención de las Yndias, estudio, edición y notas de J.J. Arrom,Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1965; Ramón Pané: Relación acerca de lasantigüedades de los indios: el primer tratado escrito en América, nueva versión,con notas, mapa y apéndices por J.J: Arrom, México, Siglo XXI Editores, 1978;Tres piezas teatrales del Virreinato (con José Rojas Garcidueñas), México, Univer-sidad de Investigaciones Estéticas, 1976; Santiago de Pita: El príncipe jardinero y

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arqueólogos son reconocidos sus estudios sobre lacultura taína: exploraciones textuales y arqueológicasde una civilización borrada de la historia, que hace cua-renta años algunos de nosotros, jóvenes impacientesrecién llegados a las clases de Arrom, veíamos incré-dulos como una labor digna del protagonista de algúncuento perdido de Borges, pero que dieron extraordi-nario fruto, tanto en las publicaciones del propio Arromcomo en el desarrollo de ese campo de investigacio-nes, especialmente en la República Dominicana.3

América y España tuvieron al Arrom amante de lascrónicas de Indias, dedicado a desentrañar el sentido ylos valores discursivos de aquellos primeros textos dela literatura hispanoamericana que todos creíamos co-nocer muy bien –hasta que los volvimos a explorarcon él de guía–. En el Diario de Colón, en las primerascrónicas y en las ficciones centrales a la narrativa deJosé de Acosta y otros textos de la colonia nos invitó aconsiderar códigos hermenéuticos inusitados.

Cuba lo ha recordado y lo recordará por su amorincondicional de hijo fiel, ecuánime pero jamás distan-te porque gran parte de lo que hizo en ocho décadas deestudio, lo hizo por Cuba y para ella. Dejó la Isla muyjoven para ingresar a la Universidad de Yale cuandoMachado cerró la Universidad de La Habana; su esta-día la prolongaron sus profesores, deslumbrados porla inteligencia del joven cubano y la tenacidad de sucompromiso académico; sus estudios para el doctora-do culminaron en la respuesta de Arrom al desafío lanza-

do por profesores que no creían que el teatro cubanotuviera material histórico y textual suficiente para unatesis. Por su bibliografía exhaustiva y su rigor, su tesisse considera la monografía más completa sobre el tea-tro cubano publicada hasta entonces.4 Y en New Havense quedó, dándole más de cuatro décadas de docencia aYale, donde fue también conservador ad honorem de lacolección latinoamericana de la Biblioteca Beinecke. Esreconocido como el académico que mayor ímpetu ledio a la enseñanza de los estudios latinoamericanos enYale. Pero su norte fue siempre su tierra natal, y por ellafue reconocido: ingresó en la Academia Cubana comomiembro correspondiente en 1964, y le fue otorgado eldoctorado Honoris Causa por la Universidad de La Ha-bana en 1982.

Sus años en Yale le facilitaron acceso a valiosos re-cursos para la investigación sobre Cuba e Hispanoamé-rica que él desarrolló junto con su docencia sin escatimarla más mínima gota de pasión. Todavía hoy me es impo-sible pensar en su análisis de algunos poemas de Martísin conmoverme, ni releer alguna falsificación que uncronista hizo de las maravillosas realidades americanassin sentir la misma indignación que nos comunicaraArrom, ni revalorar la importancia de alguna obra me-nor cuyo aporte a la historia del teatro podría ser funda-mental, sin pensar en la orientación que nos dio Arromde no menospreciar ningún texto que pudiere ser de valorhistórico.

Después de jubilarse, nos sorprendió con una serie detrabajos originales y llenos de vitalidad –fue entonces,por ejemplo, cuando pudo dedicarse plenamente a lasculturas prehispánicas–. Participó, aun bajo amenazasde muerte, en los primeros diálogos entre la comuni-dad cubana del exterior y la de la Isla, a fines de losaños 70. A partir de esa década se observa una evolu-ción en su personalidad –rejuvenecida– y en su estilo:parecía que su prosa se fuera liberando de los aspec-tos más restrictivos de las convenciones académicas,con rasgos de oralidad que avivaban la escritura, per-maneciendo fiel, sin embargo, a los valores estilísticos

fingido Cloridano; comedia sin fama, estudio preliminar, ed.y notas de J.J.. Arrom, La Habana, Editora del Consejo Nacio-nal de Cultura, 1963. Un aporte mayor al estudio de la historiadel teatro es su volumen El teatro de Hispanoamérica en laépoca colonial, México, Ediciones de Andrea, 1967.

3 «The Taínos: Principal Inhabitants of Columbus’ Indies (con I.Rouse)», Circa 1492: Art in the Age of Exploration, Jay A.Levenson (ed.), Wáshington, D.C., National Gallery of Artand Yale University Press, 1991, pp. 509-513; «Tiempo yespacio en el pensamiento cosmológico taíno», La Torre, SanJuan, Puerto Rico, 1994; VIII(29): 5-23; «The Creation Mythsof the Taíno», Taíno. Pre-Columbian Art and Culture from theCaribbean, F. Bercht, et álii (eds.), NuevaYork, Museo delBarrio, 1998, pp. 68-79.

4 Historia de la literatura dramática cubana, New Haven, YaleUniversity Press, 1944.

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y lexicológicos que habían informado siempre sus es-critos. El humor y la generosidad que caracterizabansu presencia humana en el aula y como amigo se des-tilan con más naturalidad aún en sus escritos, sin des-medro alguno del rigor metodológico.

Silvia Ravelo, su esposa de más de sesenta años,además de ser la compañera amada fue la colaborado-ra infatigable, tanto para la organización de materialescomo para organizar sus viajes, además de ser su pri-mera lectora y editora. Su hija Silvia y su hijo Josémantienen vivos en sus respectivas carreras el impera-tivo ético y la disciplina de investigadores que les in-culcaran ellos. Arrom no dejó de preocuparse por los

proyectos que dejaba inconclusos, y hasta última horasiguió esbozando propuestas para sus antiguos alum-nos. El año pasado festejamos su cumpleaños con elúltimo libro: una colección de sus artículos sobre Cubay una memoria.5 Su presencia queda ahora en la me-moria de nuestra generación y su obra, en la de gene-raciones venideras. c

5 Judith A. Weiss: De donde crecen las palmas. Selección deestudios cubanos; Silvia Marina Arrom: Recuerdos de un niñode Mayarí que viajó a la región de las nieves, La Habana,Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura CubanaJuan Marinello, 2005.

JOÃO ALVES FERNÁNDEZ JÚNIOR (Brasil, 1979): S/T, 2005. Aguafuerte, aguatinta, barniz blando,punta seca, 240 x 250 mm. Ed. 4/7

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Es emblemático que el primer homenaje a Rodolfo en el trigésimoaniversario de su desaparición se realice en Cuba, tan entrañable-mente ligada a los cambios más trascendentales de su vida. Y tam-

bién es emblemático porque poco tiempo antes de su muerte, Rodolfodijo que si teníamos que salir de la Argentina, nos íbamos a La Habana.Cuba era nuestra casa, el justo lugar de dignidad. Esta convicción rea-firmó hasta el fin su lealtad insobornable con la Revolución Cubana.

Reconocido como uno de los mejores escritores argentinos, su vidacomo intelectual y como militante revolucionario estuvo marcada por lacoherencia entre la idea, la palabra y la acción; por el inagotable interés enla revelación de lo escondido, y por su profundo compromiso con laépoca en que vivió. Y la época de su último año de vida fue la de la dicta-dura militar que gobernó el país entre 1976 y 1983, e impuso el terrormás profundo que conoció la historia argentina. Treinta mil desapareci-dos es la cifra estremecedora de ese terror que Rodolfo denunció en suCarta abierta de un escritor a la Junta Militar [publicada en la secciónde «Páginas salvadas», del número 245 de nuestra revista], y desde elmismo día del golpe, como militante de Montoneros, en la prensa clan-destina de la organización.

Han pasado treinta años desde aquel 25 de marzo de 1977 en que ungrupo de la Armada argentina lo emboscó, destruyó nuestra casa y robótodos sus escritos inéditos. Pocas semanas antes, Rodolfo había dichoque si a él lo secuestraban, a sus asesinos no les iba a ser fácil desapa-recerlo para siempre porque algunas cosas buenas había hecho en su

LILIA FERREYRA

A treinta años de la desapariciónde Rodolfo Walsh*CCCCCeleleleleleeeeebrbrbrbrbrar lar lar lar lar la memoria memoria memoria memoria memoriaaaaa

* Leído en la Mesa Redonda Rodolfo Walsh:periodista, investigador y militante, cele-brada el 10 de febrero de 2007 en la XVIFeria Internacional del Libro, Cuba 2007.Ese día se presentó Operación Masacre,de Rodolfo Walsh, del Fondo Editorial Casade las Américas.

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vida, y por esas cosas lo iban a recordar. Así fue. Comoa los treinta mil desaparecidos, no pudieron borrarlode la memoria colectiva. En estas tres décadas se hanpublicado infinidad de libros y ensayos sobre su vidacomo escritor, periodista y militante; calles, plazas, bi-bliotecas, escuelas, agrupaciones políticas y estudian-tiles han sido bautizadas con su nombre. Podría decir-se que no existe estudiante de periodismo en laArgentina que no haya leído Operación Masacre, suinvestigación sobre los fusilamientos de 1956, despuésdel golpe militar que derrocó al gobierno del generalPerón. Y las nuevas generaciones quieren saber y pre-guntan para entender quién fue Rodolfo y cómo fue suépoca, algunas veces desde una dimensión casi míticaque me distancia de mi propia memoria, y en la que mecuesta reconocer a ese hombre con quien viví hasta sumuerte, que no quería ser un héroe sino un hombreque se anima.

Yo no soy historiadora. No estudié a Walsh. Hablodesde la memoria de la vida con él, de lo que él contabay escribió sobre su propia vida.

A fines de 1976, convencido de que la derrota mili-tar de Montoneros era irreversible, planteó a sus com-pañeros la necesidad de un repliegue para evitar elaniquilamiento. No se trataba de darse por vencido sinode reencauzar la lucha por otras vías. Aunque sus pro-puestas caen en el vacío, Rodolfo empieza a prepararnuestro propio repliegue sin abandonar su lugar en laorganización. Concebía su nueva forma de acción po-lítica como una producción totalizadora que abarcabala denuncia, el testimonio, el análisis político o ideoló-gico, el relato literario. Escribía también sus memo-rias, que había organizado en tres temas: su relacióncon la literatura; su relación con la política, y un terce-ro que llamaba «Los caballos». «Los caballos» eran elcampo, la tierra, los amigos, la infancia, las mujeres,es decir, la dimensión afectiva de su existencia.

Había nacido el 9 de enero de 1927 en la isla deChoele Choel, Río Negro, donde su padre, argentinonieto de irlandeses, era encargado de una estancia. Pasósu infancia en el campo, junto con sus tres hermanosvarones y una hermana que luego sería monja. La cri-sis económica de los años 30 los golpeó duramente y

Rodolfo fue enviado a un internado irlandés para huér-fanos y pobres donde aprendió a defenderse con lospuños y con su inteligencia. Rebelde, ingenioso y em-pecinado, esos rasgos de su infancia reaparecen enMauricio, su personaje del cuento «Fotos», que «pro-baba el filo del mundo y rebotaba y se lanzaba otra vezal asalto». En sus memorias sobre su relación con laliteratura, recordaba que su primera experiencia comonarrador había sido oral: en ese internado había logra-do captar la atención de sus compañeros, contándolescada noche un capítulo de Los miserables de VictorHugo, que su madre le había leído durante unas vaca-ciones en el campo. La intensidad vital de su experien-cia escolar se refleja en los tres cuentos de la serieconocida como «de los irlandeses» y en un relatoautobiográfico, «El 37», año en que ingresó como pu-pilo en una de estas instituciones.

Como aberrante paradoja, estaba emparentado porvía materna con lord Kitchener, militar colonialista in-glés nacido en Irlanda, quien organizó el primer campode concentración del siglo XX en Sudáfrica, donde mu-rieron de hambre y abandono veinte mil personas. Mi-nistro de Guerra de Gran Bretaña en la Primera GuerraMundial, Kitchener fue el Tío Sam de los británicos enla campaña de reclutamiento. El cartel con su imagenfue muy convincente para un tío de Rodolfo, argentinohijo de irlandeses, quien se alistó con los aliados y mu-rió en Salónica. La historia del «tío Willy que murió enla guerra» es el último cuento de la serie de los irlande-ses y quedó inconcluso. No escribió sobre Kitchener yle alegró saber que los irlandeses lo odiaban.

Entre los escritos inéditos que robó de nuestra casael grupo de tareas de la ESMA [Escuela Superior Me-cánica de la Armada] había otro relato autobiográficoque tituló «El 27». En ese texto, escrito pocos mesesantes de su muerte, reaparecen imágenes de su infan-cia, en la que se recorta la figura de su padre en elescenario de lo que Rodolfo llamaba la cultura de latierra, «que hemos perdido». Su padre no había sidoun intelectual. Pero Rodolfo admiraba y respetaba aese hombre de pocas palabras y lecturas que tenía elsaber de la vida de campo, y dos grandes pasiones: loscaballos, con los que hablaba, y el juego. Para alejarlo

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de naipes y apuestas, su esposa lo obligó a leer unlibro: El jugador, de Dostoievski. El padre lo leyó entres días y se lo devolvió sin decir palabra. Jamás vol-vió a leer otro libro, y siguió jugando hasta la últimaapuesta: un galope a campo traviesa con su caballo,que rodó al pisar una vizcachera y lo mató. La madre ylos hijos tuvieron que dejar el campo. Rodolfo teníaunos veinte años. Solo, para salvar el caballo de supadre, lo montó e hizo un viaje de doscientos kilóme-tros por el sur, desde su casa hasta el campo de un tíodonde podía dejarlo. A caballo, en medio de la pampa,su viaje también es el símbolo del final de una época.

Desarraigado de ancestros irlandeses y de cualquiercanon familiar y académico, fue esencialmente un auto-didacta que terminó su escuela secundaria a los veintidósaños y dejó inconclusa la carrera de Letras. En esos añosnacieron sus dos hijas, Vicki y Patricia. En 1965 escribióuna breve autobiografía:

A los ocho años decidí ser aviador. Por una de esasconfusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Su-pongo que a partir de ahí me quedé sin vocaciónpero también tuve muchos oficios. El más especta-cular: limpiador de ventanas; el más humillante:lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüe-dades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.

Y más adelante afirma: «Operación Masacre cambiómi vida. Haciéndola, comprendí que además de mis per-plejidades íntimas, existía un amenazante mundo exte-rior. En 1964 decidí que en todos mis oficios terrestres, elviolento oficio de escritor era el que más me convenía».Pero no lo sentía como una determinación mística; po-día cambiar, empezar de nuevo. Y en 1967, el cambiollegó de la mano del querido Paco Urondo, quien acaba-ba de regresar de Cuba con una invitación para Rodolfo:ser jurado del Premio Literario Casa de las Américas, yparticipar en el Congreso Cultural de La Habana. Fui tes-tigo de ese encuentro y de la intensa alegría de Rodolfopor poder volver a La Habana, donde había vivido y tra-bajado en Prensa Latina entre 1959 y 1961.

Conocí a Rodolfo pocos meses antes de esa invita-ción. Tenía cuarenta años y ya había escrito casi toda

su obra literaria y periodística. Gran parte de los últi-mos seis años los había vivido escribiendo en una isladel Delta, aunque siempre interesado por lo que pasabaen el país y en el mundo. Pero estaba inquieto, algocansado de las presentaciones de libros, del mundoliterario de entonces. Y profundamente conmovidocomo tantos otros por la muerte del Che. En ese mesde octubre del 67 escribe:

¿Por quién doblan las campanas? Doblan por noso-tros. Me resulta imposible pensar en Guevara, desdeesta lúgubre primavera de Buenos Aires, sin pensaren Hemingway, en Camilo, en Masetti, en FabrizioOjeda, en toda esa maravillosa gente que era La Ha-bana en el 59 y el 60. La nostalgia se codifica en unrosario de muertos y a un poco de vergüenza estaraquí sentado frente a una máquina de escribir [...].

Pero la nostalgia y la culpa no opacan su lucidez ysemanas más tarde termina de escribir «Un oscuro díade justicia», otro cuento sobre el internado de irlande-ses, que gira en torno al poder que humilla, la dignidaddel rebelde, el dolor de la derrota, y la esperanza inque-brantable en la astucia, la sabiduría y la paciencia de unpueblo para convertir un revés en victoria. Como dijoaños después a Ricardo Piglia, creía que este cuento:

[...] era el pronunciamiento más político de toda laserie de los irlandeses y muy aplicable a situacionesmuy concretas nuestras: al peronismo y a las ex-pectativas revolucionarias que aquí se despertabano se despertaron con respecto a los héroes revolu-cionarios, inclusive con respecto al Che Guevara,que murió en esos días.

Su reflexión sobre las posibilidades de una acciónindividual, la fuerza de una causa colectiva, el líder y elproceso histórico que lo gesta, la vanguardia y el ries-go de convertirse en patrulla perdida, fueron constantesen sus últimos años.

La primera vez que fui a su casa vi sobre la pareduna gran foto en blanco y negro de La Habana y ahísupe que había vivido dos años en Cuba y trabajado en

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la Agencia Prensa Latina. Pero nunca se explayó sobrelas razones de su alejamiento de la Isla. No era cubano,no había combatido en la Sierra Maestra; había llegadoa La Habana después del triunfo de la Revolución. Pro-fundamente respetuoso de los que forjan y actúan, asu regreso a Buenos Aires mantuvo un silencio de seisaños que sólo quebró con dos líneas en esa breve au-tobiografía de 1965: «Me fui a Cuba, asistí al naci-miento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épi-co, a veces fastidioso». Recién en 1969, cuando ya sehabía producido su reencuentro con Cuba, mencionaen el prólogo de Los que luchan y los que lloran alsectarismo como uno de los motivos que en 1961 ex-plicaban la salida de Masetti de la Agencia Prensa Lati-na. Y quizás también la de él. Aunque en Masetti habíaotra razón, quizás más crucial, vinculada a la gesta-ción de la guerrilla rural en Salta. No había sido enesos primeros años de la década del 60, la opción deRodolfo. Sus procesos de cambio fueron lentos perorigurosos. Unos diez años después, ya en Montoneros,se atrevió a decir que se sentía orgulloso de haber po-dido llegar a ser un combatiente. Y como tal, defendióy logró imponer en parte su concepción de la prensapolítica entre sus compañeros de la organización polí-tico-militar donde creó en 1976 la Agencia Clandestinade Noticias, ANCLA.

Retrocedo en mi memoria. El reencuentro con susamigos y compañeros de Prensa Latina y la Casa delas Américas en aquel enero del 68 en La Habana, y suparticipación en el Congreso Cultural, donde escuchóa los delegados de países que estaban en lucha por suliberación, marcaron de forma irreversible el rumbo desu compromiso político. La Habana era la caja de reso-nancia de un mundo en cambio donde los debates so-bre el papel de los intelectuales abarcaban desde el re-conocimiento a nuevos géneros literarios como eltestimonio de la participación activa en la lucha revolu-cionaria. Al regresar a Buenos Aires, comenzó sumilitancia con las armas de su oficio de periodista yorganizó el periódico de la rebelde CGT de los argenti-nos, donde escribió: «El campo del intelectual es pordefinición la conciencia. Un intelectual que no com-prende lo que pasa en su tiempo y en su país es una

contradicción andante, y el que comprendiendo noactúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no enla historia viva de su tierra».

Pero algo le preocupaba. Sabía que estaba iniciandoun camino que le iba a absorber casi todo su tiempo. Ysu tiempo, como el del país, fue vertiginoso. El tránsitodel mundo literario al mundo político sindical, el periódi-co CGT, la investigación de ¿Quién mató a Rosendo?,la reescritura de Operación Masacre, la edición delCaso Satanowsky, las traducciones, las notas perio-dísticas, y su entrega a la militancia en el campo delperonismo revolucionario, fueron marcando el pasode esos años.

En 1973 se incorpora a la organización Montoneros.Integrado a un proyecto político-militar, trató perma-nentemente de hacer tomar conciencia al conjunto desus compañeros sobre la racionalidad de una luchapolítico-militar, una lógica, si se quiere una ciencia,que no admitía improvisaciones. Para él, ese proyectono podía asentarse sólo en la calidad revolucionaria desus ejecutores, sino fundamentalmente en una correc-ta comprensión de la fuerza del enemigo, en la solidezde un pensamiento histórico y en la elaboración de unaestrategia política global.

Su militancia estuvo signada por esa concepción.Así, ya meses antes del golpe militar del 76, Rodolfoveía con gran preocupación ese desenlace. En su in-vestigación sobre los fusilamientos del 56 había com-probado la implacable represión que puede llegar a ejer-cer un poder militar cuando se impone representandolos intereses antipopulares del gran poder económico.En uno de los prólogos de Operación Masacre, escritoen 1969, advertía:

Las torturas y asesinatos que precedieron y suce-dieron a la masacre de 1956 son episodios caracte-rísticos, inevitables y no anecdóticos de la lucha declases en la Argentina [...]. Que la oligarquía, domi-nante frente a los argentinos y dominada frente alextranjero, esté temperamentalmente inclinada al ase-sinato es una connotación importante, que deberátenerse en cuenta cada vez que se encare la luchacontra ella.

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Por eso, y pese al tumultuoso proceso político quese desencadenó después de la muerte del general Perón,Rodolfo se oponía a todo argumento que intentara jus-tificar la necesidad de que los militares reasumieran elpoder frente al desgobierno de Isabel Martínez. Por-que no sólo los históricos aliados de los golpes milita-res en la Argentina –como lo fue siempre el gran podereconómico y los sectores políticos que lo representa-ban–, esperaban con aplausos ese golpe, sino que en elpropio campo popular y en la propia organización a laque pertenecía, Montoneros, había quienes considera-ban que con la caída de Isabel se aceleraría el procesorevolucionario en el país.

Cuestionando esa concepción y previendo que larepresión militar iba a alcanzar a todo tipo de expresiónopositora, Rodolfo puso en marcha un proyecto decomunicación alternativa, la Agencia Clandestina deNoticias y Cadena Informativa. Y a fines de 1976,empieza a concebir la idea de escribir una serie de «Car-tas Polémicas», como él las llamó, que iba a firmarcon su nombre y distribuir desde la más estricta clan-destinidad. Se trataba de recuperar su identidad y, conello, toda su trayectoria personal para hacerla valer comoun arma en esta nueva etapa. Este proyecto de acciónpolítica también se desprendía de su total certeza deque la derrota de la resistencia armada era irreversible.

El 9 de enero de 1977, día en que cumplió cincuen-ta años, definió dos apuestas para el 24 de marzo del77, aniversario del primer año de gobierno de la dicta-dura: terminar el cuento «Juan se iba por el río» y di-fundir la primera de esas cartas polémicas: la Cartaabierta de un escritor a la Junta Militar. Durante tresmeses trabajó en ese documento hasta que alcanzó eltono que quería: una reflexión estratégica sobre las ra-zones más esenciales del golpe militar que «instauró elterror más profundo que ha conocido la historia ar-gentina». Y escribe el eje medular de su denuncia:

Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundocivilizado, no son sin embargo los que mayores sufri-mientos han traído al pueblo argentino ni las peoresviolaciones de los derechos humanos en que ustedesincurren. En la política económica de ese gobierno

debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenessino una atrocidad mayor que castiga a millones deseres humanos con la miseria planificada.

Contemporáneo de los hechos que denuncia, esedocumento es considerado hoy, treinta años después,el testimonio más lúcido y revelador de esa nefastaetapa de la historia argentina.

En la medianoche del jueves 24 de marzo de 1977festejamos haber ganado la apuesta. El viernes 25, ungrupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Arma-da lo emboscó en una calle de Buenos Aires. Pero noalcanzaron a evitar el disparo más certero de su mejorarma: media hora antes, Rodolfo había descargado enun buzón de Buenos Aires las primeras copias de laCarta abierta de un escritor a la Junta Militar.

Quiero terminar mis palabras, leyendo estas líneasque escribí sobre la última noche y también una re-flexión del propio Rodolfo.

Era la noche del 24 de marzo de 1977. Sobre laangosta mesa de madera, que usaba como escritorio ydespejábamos para comer, estaban las primeras cincocopias de la Carta abierta de un escritor a la JuntaMilitar. Salimos de la casa y nos quedamos paradosbajo el cielo sin nubes, luminoso de estrellas. Rodolfoempezó a señalarlas, dibujando en el aire las constela-ciones, como tantas otras veces desde el muelle yaperdido sobre el río Carapachay. Su contemplaciónnunca fue pasiva. Había estudiado el mapa del cielo yle gustaba ubicar las formaciones celestes, mientrashablaba de años luz y dimensiones sobrehumanas comoaquellas en las que décadas atrás había imaginado elespacio tridimensional de un tablero de ajedrez paraescribir el relato sobre una partida entre los dioses.Ahora, los dioses no existían, pero sí los mapas terre-nales que siempre lo acompañaron. Necesitaba cono-cer con precisión obsesiva los territorios en los quevivía, anticipar los itinerarios por calles y lugares, co-nocer desde la perspectiva del mapa el espacio dondese iba a mover.

Ahí estábamos en medio de la noche, en ese campito demedia hectárea en San Vicente donde vivíamos des-de hacía unos tres meses, escuchando el suave siseo

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de los altísimos eucaliptos y del frondoso y antiguolaurel que marcaba el límite entre lo que iba a ser eljardín y la quinta. La recuperación de la «cultura de latierra que hemos perdido» navegaba como un vaivénen su memoria.

Desde las sombras del jardín que imaginó, «va a serun jardín criollo, las plantas mezcladas entre caminitos;no me gusta el parque inglés», se veía el rectángulo deluz cálida que reflejaban los faroles de querosén en lascortinas –una roja y otra amarilla– que habíamos col-gado ese día en las dos ventanas. Lo real y lo imagina-do se fundían en una placidez casi perfecta. Rodolfome abrazó alegre «al fin tenemos nuestra casa». Peroese fin, esa casita, era sólo una escala de su compro-miso inclaudicable. Como todas las noches de esosúltimos meses, entramos para tener todo listo ante unposible ataque: cargar las armas y montar las dos gra-nadas de fabricación casera que quedaban en la mesade luz, al lado del vaso de agua. Y así, poco antes de lamedianoche de ese 24 de marzo, primer aniversariodel nefasto golpe del 76, terminó de teclear las otrascinco primeras copias de la Carta. «Sin esperanzas deser escuchado, con la certeza de ser perseguido, perofiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo dedar testimonio en momentos difíciles».

El día siguiente fue la tarde de su muerte.En 1972 había escrito en su diario:

Si yo muriera mañana una parte de mi vida –estaparte de mi vida– podría parecer insensata y serreclamada por algunos que desprecio e ignorada porotros a los que podría amar. Desde luego esa reivin-dicación personal no es lo que más importa (aunqueno sea totalmente capaz aún de renunciar a ella) loque importa es el proceso que ha pasado por mí lahistoria de cómo yo cambié y cambiaron los demásy cambió el país. // Imagino también un inventariode las cosas que quiero y las cosas que odio: ya lodije. // Las cosas que quiero: Lilia mis hijas el traba-jo oscuro que hago los compañeros el futuro losque no obedecen los que no se rinden los que pien-san y forjan y planean los que actúan el análisis cla-ro la revelación de lo escondido el método cotidianola furia fría los títulos brillantes de mañana la alegríade todos la alegría general que ha de venir un día lagente abrazándose la pareja en su amor la esperanzainsobornable la sumersión en los otros.

El día en que su hija Vicki murió en un enfrentamien-to con el ejército, escribió: «El verdadero cementerio esla memoria; ahí te guardo, te acuno, te celebro, y quizáste envidio, querida mía». A treinta años de la desapari-ción de Rodolfo, siento una gran emoción por estar hoyaquí, en Cuba, «nuestra casa», compartiendo con uste-des mi memoria para celebrar su vida. c

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Quisiera referirme al «canon». Al canon en general, algo así comoun universal, pero pensando, concretamente, en el canon argen-tino (como un particular con los pies en la tierra de mi país). Se

trataría de una generalización, eventual y deseablemente de un «mode-lo», digamos, ubicado en el mapa simbólico del lugar histórico, muyacotado, que de manera presunta conozco mejor.

Desde ya sería posible postular el movimiento inverso: desde laArgentina, a partir de la literatura argentina, con un criterio recortado,intentar la formulación de un paradigma. De la base empírica, enton-ces, llegar a una teoría posible.

Pero la palabra canon, a simple enunciado, porta una entonación «ecle-siástica» que me provoca a la síntesis. Y el tiempo de ustedes (condicio-nado, además, por la Feria, y el oleaje caribeño que golpea por el Male-cón, y la trilogía ineludible, enunciada –Martínez Estrada entre LugonesLeopoldo y Martí José–, tan contradictorios, antagónicos en realidad)...

Y bien: canon, decía, y lo «eclesiástico». Porque escuchando conatención, o en nota al pie, canon me remite a canónico. Ya no sólo aludeal derecho, sino que, con más disimulo, esa bastardilla me reenvía acanonjía, entendida como «prebenda cómoda o fraudulenta»... pero, sobretodo a los canónigos, y sus vetustas sotanas, olor a incienso, ademanesuntuosos... Se trata, en última instancia, de mis rencores (y de mis limi-taciones)... «¡Vade retro!». O como solía decir Valle Inclán en unos desus esperpentos: «no son juanetes, sino tus pezuñas, demo»...

El canon en general –y muy notoriamente el canon literario argenti-no– no es un milagro. Algo que desciende carismáticamente de algún

DAVID VIÑAS

Martínez Estrada:De Lugones a Martí*

* Conferencia magistral ofrecida el 9 de fe-brero en La Habana, durante la XVI Feriadel Libro en Cuba 2007.

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cielo más o menos azucarado o forrado de arcángelesy de terciopelo. Es un producto, una construcción, elresultado de un grupo de hombres vinculados a algu-nas instituciones. En la Argentina y en el territorio de lacultura, se destaca un diario fundado hacia 1870 y condomicilio propio que, si empezó siendo liberal (comotodos los liberalismos de la América Latina –nuestraAmérica–) ha terminado, hoy, año 2007, en el más claroconservadurismo o en la reacción. Canon y La Naciónde Buenos Aires, digo ahora. Que, notoria, mercantil-mente, se ha inscrito en una serie que va de El País, deMontevideo, al Mercurio de Chile, pasando por El Co-mercio, de Lima, El Tiempo, de Bogotá y El Univer-sal, de Caracas.

–«No son juanetes» –ni anécdota–, «sino tus pezu-ñas, demo».

El canon tan canónico de la Argentina (y de nuestroContinente del Sur) encarna a nuestros adversarios enel campo cultural.

–¡A por ellos, entonces! (con motivo del itinerario,sobre el cual voy a particularizar, de Ezequiel MartínezEstrada).

El canon literario argentino, confeccionado y dis-tribuido por «los hombres de La Nación» de BuenosAires –en este momento, ya, una estrategia cultural ypolítica convertida en catecismo– se ha ido zurciendoen torno al borgismo. Y no digo de Borges, por ahora,adviértase, porque el borgismo es, en realidad, parte dealgo así como una sociedad anónima.

Empresa más o menos enmarcada que ha ido se-gregando a toda una familia: Victoria Ocampo (legíti-ma propietaria y directora de la revista Sur trocada en«diva» pampeana de la literatura), y su hermana Silvina,y su cuñado Bioy Casares. Y así siguiendo. El olimpoporteño de la literatura pretende pasar por algo eterno,inmutable, incuestionable. Una táctica mediática trocadaen teología. La lectura ha devenido plegaria, y la críti-ca eventual, imprescindible, ha sido reemplazada poruna complicidad litúrgica.

Podría abundar: entre los procedimientos que hancontribuido a esa módica épica tan obstinada comoastuta e imperial, se destaca el dualismo: el cuerpo porun lado, por la otra vertiente, las almas; material/espí-

ritus. Ejemplifico: no importa que Borges (estrella ma-yor del firmamento argentino canonizado, haya sidocondecorado por Pinochet; así como se han borrado–variante de las «desapariciones»– las declaraciones,del autor de El aleph, a la revista Triunfo, de Madrid,en octubre de 1976, donde sostuvo en una entrevista:que «El general Videla no ha sido lo suficientementeriguroso en la eliminación de los montoneros...».

–Hay que desconfiar, compañeros, de todos losdualismos.

El canon literario, apelando a semejante procedimien-to dual (alma/cuerpo, textos despojados de contextos),ha instaurado y difundido la «república argentina delos espíritus».

Mi país, la cultura argentina, se ha trocado así enuna mesa parlante a lo Alan Kardec...

Y nadie se olvida (yo no me olvido), por cierto, ni delas mediaciones, ni de los matices, y mucho menos de lascontradicciones. Pero La Nación, apelando a los«carismas» ha logrado borrar, por lo menos, dos pala-bras del vocabulario: dialéctica e imperialismo. ¡Guayde meterlos en algún discurso! Los desaparecidos (ytenerlo muy presente), ya no son solamente cuerpossubversivos sino, también, palabras políticamente in-correctas.

Canon argentino opera, prioritariamente, con el bo-rramiento (me consta: «ninguneo» –como dicen loscuates–) que sigue vigente, disimulado a lo sumo, has-ta cuando algún hombre de La Nación –Morales Soláde apelativo– manipula una audición televisiva que sise llama Desde el llano, tendría que titularse Desde elpoder...

El «canon argentino» prolifera así en el verano por-teño...

¿Digresiones mías? De ninguna manera. Esta suertede introducción es para situar, con mayor precisión, sicabe a Martínez Estrada y a su itinerario. Porque pormás de una razón, si comienza bajo el patrocinio deLeopoldo Lugones, concluye tan cerca de Martí (yadelanto ya mismo: también de Ernesto Guevara. Martíy el Che –que quede claro–, nexos primordiales entreCuba y la Argentina)... Dos heterodoxos que denun-cian con sus textos y con sus cuerpos dialécticos y

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antimperialistas –uno hasta 1895 y el otro hastaÑancahuazú en 1967–, los cánones fraguados por loscanónicos respectivos de la América Latina...

¡Y a por nosotros!Precisando: Martí y el Che: el magnífico cubano

(finalmente tema y problema mayor de MartínezEstrada); y el cubano de origen argentino convocante,con insistencia y lucidez, para que Martínez Estradafuera huésped y trabajador en La Habana.

No fue lineal la trayectoria del autor de Radiografiade la pampa; tampoco (como se va viendo) es mi re-seña de ese circuito de don Ezequiel...

Allá en los orígenes. Años 50. Buenos Aires. Unosmuchachones contra el canon... contra los canónicosEduardo Mallea (director del suplemento literario deLa Nación) y Oscar Ivanisevich (ministro de Culturade la Nación). Dos mandrines de guantes patito y consobretodos de piel de camello. En sus cuerpos se en-carnaban la ideología liberal –por un lado–, y por laotra vertiente, lo más conservador del peronismo ensu primera etapa (1946-1955). Mallea se creía HenryJames al practicar el efecto halo («Yo soy Rembrandtsi me paro al pie de un cuadro del pintor holandés; desu pintura emana una sustancia secreta que me iluminay santifica»); y el ministro Ivanisevich –por su cateto–inauguraba el Salón Nacional de pintura declarandocontra los surrealistas y los existencialistas...

A los jóvenes de los años 50, reunidos en una revis-tita llamada Contorno, los llamó parricidas el críticouruguayo de Marcha, Emir Rodríguez Monegal. Esosjóvenes (León Rozitchner, Oscar Masota, Adelaida Gi-gli, Juan José Sebreli, Noé Jitrik, entre otros, e inven-tando numerosos seudónimos para fingir que conta-ban con más tropa); una especie de angry young men,entonces, levantaron polémicamente, el nombre deMartínez Estrada frente a los arcaicos canónicos. Undebate en doble fuente: cuestionar a Mallea y al doctorIvanisevich... alzando la divisa de Martínez Estrada,corrido en esos años, sobre todo por su Radiografiade la pampa. A Martínez Estrada, al que le dedicaron,como rescate, un número especial de la revista Con-torno. Pero repitiendo, entonces y ahora, una insignia

alegremente insolente: «no postulamos la comunión delos santos»...

Martínez Estrada, por lo tanto, y los jóvenes parri-cidas. No un homenaje, sino un rescate. Dije. Porqueel «viejo Ezequiel», a través de sus ademanesproféticos, era considerado ya un outsider. Tanto res-pecto de La Nación como del gobierno peronista (Ar-turo Jauretche, un abanderado del oficialismo, llegaráa llamarlo «profeta del odio»). Lúcido rencor, el deMartínez Estrada. Siempre «fuera de lugar», cultivabaese sitio robinsoniano. ¿Era un resentido MartínezEstrada? Yo creo que sí. Pero, ¿qué es ser un «resenti-do»? ¿Rumiar una especie de bola intragable? ¿Bajardesabrimientos desde la frente en dirección al estóma-go? ¿O padecer, quizás, de pus en la cabeza? Rimbaudera un resentido. Edgar Allan Poe también. Nietzsche...¿Y Mariátegui o Mella? Quién lo duda... Para el canoninstitucional el resentimiento –como categoría– es unaversión defensiva, justificatoria, trivializada de un MaxScheler leído con pésima luz...

Los jóvenes de Contorno también tenían el alientoácido. Y el canon legendario de 1953 pretendía distri-buir buñuelos azucarados.

Ezequiel Martínez Estrada y los jóvenes parricidas.No puedo olvidarme: el otro cuestionamiento al ca-

non de 1953 (además de rescatar a Martínez Estrada),levantó a Roberto Arlt. Arietes, pues, para el ensayo yla novela. De Arlt –el autor de Los siete locos y de Eljuguete rabioso– me dijo en esos años un personaje deLa Nación: «Pero, ¿cómo le van a dedicar un númeroespecial de Contorno a un escritor de kiosco?»...

Martínez Estrada un outsider en ese momento, Ro-berto Arlt otro marginal excluido del SanctaSanctorum... (Olvidaba ese vocero del liberalismo quepretendía darnos consejos que –en su tiempo, allá por1870–, el mismísimo autor del Martín Fierro, JoséHernández, había sido excluido del canon por ser leído–o escuchado, en realidad– por gauchos de las pulpe-rías que se identificaban con su gaucho matrero)...

Parecería que en la Argentina –para no abundar– laliteratura más viva y auténtica está condenada al ostra-cismo...

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Los de Contorno –con Martínez Estrada y con Ro-berto Arlt– conjuraban así... intentaban conjurar... alninguneo y al exilio decretados por la versión canónicade la literatura.

Y entre otras cosas –esos heterodoxos tan jóvenes–asumían los zigzagueos contradictorios respecto de lasversiones monolíticas, sacralizadas, de Martínez Es-trada. Sacralizar: táctica liberal; otra estrategia: coop-tar. ¡Astuto el establishment argentino!... Y desde elcomienzo: porque si en primer lugar, Lugones, habíatocado en la frente a Martínez Estrada por su muscu-losa Argentina (en la línea lugoniana de Los ganados ylas mieses, y tan utilizable para humillar a Manuel Gál-vez... allá por los años 20... su desdeñado adversario ypretendiente al primer premio nacional de literatura)...Por otro lado, don Ezequiel había denunciado al últimomodernismo apelando a la «piedra despojada» contrael «oro decorativo»... Martínez Estrada –antes de1920– coincidía en su denuncia del agotamiento ru-bendariano, con el mexicano González Martínez queenunciaba, superpuesto sincrónicamente... que habíallegado la hora «de torcerle el cuello al cisne»...

Lugones (en los mismos años, 1924, era centenariode la batalla de Ayacucho, en que anunciaba la llega-da de la hora de la espada), funcionaba, de hecho,como padrino del primer Martínez Estrada... Contra-dicciones, dije. Es que los versos «clasicistas» del donEzequiel de esa década coincidían, retóricamente, enel fervor ordenancista del inventor de La grande Ar-gentina. No era, en los 20, un vanguardista MartínezEstrada. Tan distante de los jugueteos metafóricos delgrupo Florida, como de los desgarramientos filantró-picos de la gente de Boedo. Entre el 20 y el 30, Martí-nez Estrada se superpone con la entonación moderada(casi patriótica) de un Luis Franco, con los comenta-rios bucólicos de José Pedroni, o con el rimado escru-puloso de un Nalé Roxlo (los tres, también, informalesahijados de Leopoldo Lugones)...

Pero viene el año 30. 1930. Cargado de señales quevan a alterar la obra, conformista entonación oficialdel radical-liberalismo de las clases medias. Cae HipólitoYrigoyen (en una secuencia latinoamericana que enhe-

bra al Caribe, al Perú de Leguía e, incluso, al Brasilproveniente de la república velha)... «Producir lo queno se consume, consumir lo que no se produce»: Elpacto neocolonial con los británicos padece unsacudón... cosas sabidas. Por lo mismo, quizás, con-venga repetirlas... Carnes, trigo (o café o el productoprimario que sea) entran en caída y tirabuzón con elmás que conocido crash de Wall Street). Y todo lo quecolea en falsa escuadra... ¡Se acaban las vacas gordasy el buen dios dejó de ser criollo!

1930: de la década argentina de «los últimos hom-bres felices» se pasa a la «década infame». De «lospueblos deben ser sagrados para los pueblos, comolos hombres para los hombres» (frase de Hipólito Yri-goyen dedicada al presidente norteamericano Hoover...y que no la pronunció con motivo de la caída de sucaballo ni entreabriéndose la camisa frente al pelotónde fusilamiento) la Argentina se desplaza a esa especiede obsceno epitafio formulado en Londres por el vice-presidente conservador Julio A. Roca: «Desde un pun-to de vista financiero, la Argentina es la más preciadaperla del imperio británico»...

Dos escritores, en esa coyuntura, señalan la fractura(y la angustia que viven las clases medias y el incipienteproletariado): El hombre que está solo y espera (1931),de Raúl Scalabrini Ortiz, y La Argentina y el imperiobritánico (1934) de los hermanos Irazusta... «El hom-bre solitario», de Buenos Aires, dibujado mediante unaintuición impresionista, que pretende perfilar sus rasgosmás distintivos en un exorcismo por salvarlo de susangustias y pérdidas de identidad tradicionalmente«triunfalistas». Scalabrini Ortiz... Con un trabajo másempírico (a partir de perspectivas hispanizantes), loshermanos Irazusta van historiando, desde los orígenesdel primer empréstito imperial (1826), la dependenciacreciente que se había creído autonomía progresiva yliberal... El machismo argentino en crisis –entonces–, yla Argentina ganaderamente triunfalista, al derrumbe...

Y en coincidencia con ese par de publicaciones –lade Scalabrini Ortiz y la de los hermanos Irazusta (entrequejumbrosas y despiadadas)– Martínez Estrada pu-blica su Radiografía de la pampa (1933).

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Dos libros, por consiguiente. Tres, en realidad. Setrata de una serie. Y un suicidio, el de Lugones (que, asu vez, se enmarca en una colección de autobiogra-fías)... Porque si en algo coinciden los suicidios conlas autobiografías, es en su circularidad: la víctima y elverdugo son la misma figura, en el suicidio, y el narra-dor y el protagonista se superpone en un solo actante.

En fin, que el suicidio lugoniano subraya, a su vez,el clima de derrota posterior a 1930: Lugones desde suLa grande Argentina y su apuesta fascistizante al piede Uriburu, incurre, en 1932, en un folleto lamentable–El único candidato– a favor del otro general más frau-dulento que mussoliniano. En verdad, el blasón neoli-beral que corrompe infatigablemente cuando la llama-da Concordancia (y, de manera aparentementecontradictoria, tira por la borda los últimos resabiosdel liberalismo clásico con el pretexto del CongresoEucarístico Internacional de 1934)...

Lugones, agotado en su carrera de cooptación quelo fue llevando desde el anarcosocialismo de La mon-taña, de 1897, hasta el fervor por Mussolini formula-do en el centenario de Ayacucho... Fue en Lima junto alas grandes cortesías de Santos Chocano. Lugones,que desde las sucesivas montañas (jacobinas o de oro)había emitido, hacia arriba, plegarias a los dioses y,hacia abajo, órdenes en dirección a las imaginadas co-lumnas proletarias. Lugones, desabrido, hueco, se sui-cida –simbólicamente– sobre la gran letra del Delta enun «recreo» melancólicamente titulado «El Tropezón».

Es la coyuntura del distanciamiento de MartínezEstrada en relación con su antiguo padrino (del dis-tanciamiento, en medio de una crisis argentina ge-neralizada, pero no de una ruptura). Porque recuerdoun artículo de don Ezequiel sobre el poeta oficial ar-gentino, titulado «Lugones, un retrato sin retoques»,que fue publicado en la revista mexicana CuadernosAmericanos: no hay allí una crítica de Lugones, no,sino un recuerdo más bien nostálgico centrado en lasobsesiones detallistas del autor de La guerra gaucha...

Distanciamiento cauteloso, enternecido quizás, perono crítica frontal. Nada de eso: ni del triunfalismo gri-tón de Lugones, ni de su fascismo proliferante, avasa-

llante. A lo sumo, el reemplazo del Lugones –padrinointelectual dije–, por otra figura proveniente del mo-dernismo (aunque corregido por su neobarbarie exal-tada en la soledad de la selva misionera: Horacio Qui-roga, «mi hermano mayor». Crítica no; alejarse,distanciarse sí; de ahí su Radiografia de la pampa(trabajo en el que se entremezclan lectores de Freud,Simmel y, sobre todo, del Spengler de La decadenciade Occidente)...

Decadencia de la Argentina: a partir de un telurismoexasperadamente pesimista (que, en su núcleo, denun-cia el optimismo del país oficial culminante con motivodel Centenario de 1810 –y del de 1816–)... Diagnósti-co de la Radiografía... que no sólo es celebrado porHoracio Quiroga, sino que –también– es saludado confervor por el diario La Nación. Son años de concor-dancia…

Abandonando (o dejando de lado sus faenas más«poéticas», en su carrera) a favor de un ensayismocorrosivo, sin duda, y que alarma a los bienpensantes,al final de la «Década infame» (hacia 1940), MartínezEstrada publica La cabeza de Goliat. No ya la totalidadde la Argentina, sino una focalización puntillista deBuenos Aires, La cabeza de Goliat (en su cuestiona-miento del facilismo en que escamoteaba la crisis con-cretamente histórica), se opone, en su núcleo, al descu-brimiento enternecido de la gran ciudad planteado yreiterado por los vanguardismos de los años 20... Elurbanismo no es una fiesta para Martínez Estrada, sinouna advertencia despiadada. O, si se prefiere, La cabe-za de Goliat suena a réquiem o a epitafio del BuenosAires mediante el cual se pretende (ya canónicamente)celebrar «el progreso tecnológico»: grandes avenidas,obelisco, mucho hormigón armado. Martínez Estradareplica: «cultura de fachada»...

En los años siguientes (década del 40 en adelante),el Martínez Estrada ensayista, si por un lado es corro-borado (premios numerosos, presidencia de la Socie-dad de Escritores, intento de englutido por parte de «labuena vecindad» enunciada por F.D. Roosevelt), porel otro costado, a partir de 1945, se verá enfrentado alfenómeno del peronismo...

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Enfermo, hospitalizado, crispando en distanciamien-to, su «piel lastimada» –su texto sobre su cuerpo– será(según el propio Martínez Estrada) un síntoma, una se-ñal de su malestar frente al peronismo. No lo entenderájamás. Ni intentará hacerlo. Son sus recibos liberales. Yliberales son también los argumentos que se le exacer-ban aun después de la caída de Perón en 1955. ¿Qué esesto? No sólo es el título de su libro de balance, sino elindicador de los límites de su imaginación liberal...

El gigantismo orográfico de Sarmiento (tópico reite-rado acríticamente hasta la náusea), abrumó y marcó avarias generaciones argentinas (incluso en el liberalis-mo más tardío): a Martínez Estrada, como se va vien-do; a Ricardo Rojas, a Luis Franco, al mismo Lugo-nes, hasta llegar por lo menos, hasta José Luis Romero:la fascinación incondicional por el autor del Facundo.Porque si Rojas habló del «profeta de la pampa»,Romero se exaltó hasta proclamar apologéticamente«Sarmiento el grande»... Sin contradicciones... Los gau-chos y los indios, de la temática (y de la acción políticaoficial) fueron borrados como resultado último delimpacto intelectual del eurocentrismo (deslizado, confrecuencia, hacia un darwinismo social impregnado delmás crudo y explícito racismo)... Dos fracturas fun-damentales, por lo tanto, en el itinerario de MartínezEstrada: la primera –lo hemos visto– 1930, en sus tex-tos y en sus ademanes primordiales, el desplazamien-to desde el optimismo y las rimas, en dirección al en-sayismo cargado de señales nefastas... La segundafractura (de la que Martínez Estrada no tuvo el mono-polio), el impacto en la América Latina de la Revolu-ción Cubana a partir de 1959...

En 1902, con motivo de la muerte de Emilio Zola,ante su tumba, Anatole France dijo en su discurso fú-nebre: «El Yo acuso de Zola, denunciando los fraudescometidos contra el capitán Dreyfus, logró que por elaffaire Dreyfus pasara la historia del mundo»... Lahistoria del mundo... Yo no sé si por la RevoluciónCubana, a partir de 1959 pasaba la historia del mundo,pero sí tengo la convicción, categórica, de que pasabala historia de todo un Continente, la historia de la Amé-rica Latina...

Y estamos de acuerdo que en ese capítulo revolu-cionario, la presencia del comandante Ernesto Guevarafue decisiva. Y bien, el Che, por intermediación del Che,Ezequiel Martínez Estrada fue invitado a trabajar enCuba. Y su eje principal en esa faena fue el descubri-miento y los comentarios sobre Martí...

El Che: un paradigma de la Revolución Cubana. Cubaencarnaba la divisa mayor de la lucha antimperialistalatinoamericana. Todo un Continente apostaba identifi-cándose con Cuba y el Che... Pero –permítanme, per-mítanme– la relación de fraternidad entre Cuba y laArgentina exhibían (exhiben) un nexo peculiar, unadensidad justificada y materializada en el Che. «Che, elChe». Me lo susurró Julio Cortázar (aquí en La Haba-na): «El vocativo Che, tan porteño, fue internacionali-zado a través de Ernesto Guevara»... Pero, compañeros,cómo se iba a explicar el boom literario latinoamerica-no de los años 60, si no era a través de la trascenden-cia de la Revolución Cubana...

Martí y Ezequiel Martínez Estrada. Ya no se tratabacomo en Rubén Darío a fines del siglo XIX, de un Martíincorporado a la panoplia de Los raros. O, parcializada,como una figura capital del modernismo literario fini-secular... El Martí de Martínez Estrada exhibe conclu-yentemente el tema de la revolución y de las fuerzasmorales. Íntimamente, dialécticamente: la acción y laliteratura. Letra corporizada/carne de la teoría... El Martíde Martínez Estrada está analizado (y situado en sucontexto político y cultural) en tanto pensador, pre-cursor y mártir de la descolonización de África, Asia yla América Latina: La conferencia de Bandung se ins-cribía diacrónica, nítida y dramáticamente en la obra yen la vida de Martí. No me olvido: Bahía de Cochinosestaba ahí nomás... 1955, 1961... No sólo fechas; sonmarcas, textos por nuestros cuerpos... En el cuerpode los latinoamericanos, mujeres y hombres de mi ge-neración... Bandung, Bahía de Cochinos: en mi cuer-po... Sarmiento, incluso (y no digamos Lugones), que-daron muy atrás en las evoluciones del Martínez Estradaaplatanado...

Ya no se trataba de un rescate del pasado utilizable.Ya no se trataba de releer textos con los que se podía

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identificar. Ahí radica –en mi criterio– un trabajo que aMartínez Estrada lo desbordaba. Es que don Ezequielhabía comprendido que escribir sobre Martí requería,ineludiblemente, un ademán de evangelista. Se trataba,nada menos, de un Martí como proyecto para el hom-bre nuevo. No un canon, no, sino verbo y acción... No

un episodio –el Martí de Martínez Estrada–, sino unacontinuidad: Cuba y la América Latina... 1959/sigloXXI... Cuba y Venezuela y Bolivia y Ecuador... No setrata de un canon, sino de la historia de un Continen-te... un Continente obstinado... Somos testigos. Uste-des y yo...

PASCALE MONNIN

(Haití, 1974):Le zemi du Coton, 2007.Litografía, 550 x 390 mm.E/A

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ero veamos: ¿hablar de literatura no implica, en granmedida, evocar e invocar relaciones de y con el poder,ansias de representatividad, confrontación e identifica-

VÍCTOR BARRERA ENDERLE

El simposio de los expulsados:Literatura, representación y poderen la era de la globalización

1. Pción, y un vasto aliento supranacional? ¿No ha sido la escritura imagina-tiva una herramienta, por no decir un estigma, de las organizacionespolíticas en casi todas las épocas y, al mismo tiempo, una forma deresistencia? Ciertamente; pero también, y como muestra de una enri-quecedora paradoja, la literatura se ha configurado con base en su per-manente deslinde de los otros campos sociales. Su autonomía, o subúsqueda de autonomía, ha tenido como referente las instancias de po-der y de representación en casi todos sus niveles. Y bien podríamos leersu historia contemporánea como un perpetuo deseo de distanciamiento,aunado a una férrea voluntad de expresión (sea esta individual o conse-cuencia de algún manifiesto vanguardista).

2. Anuncio de antemano mis limitaciones y las de estas líneas: hablodesde mi experiencia como lector y circunscribo mis reflexiones alámbito de la literatura hispanoamericana. Evito, igualmente, caer en elfárrago de los devaneos posmodernistas y me quedo con la definiciónde literatura sugerida (intuida) por Alfonso Reyes en El deslinde y enotros textos de índole parecida, a saber, una ejecución verbal detonadapor una intención estética y crítica. La manifestación de un diálogopermanente. La única utopía posible: la sugerencia de lo posible, sin laviolencia de la imposición.Re

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3. Si miramos el mapa cuadriculado de la «polis le-trada», esto es, si reparamos en los espacios públicosocupados por escritores e intelectuales a lo largo yancho de nuestras sociedades en distintos momentos,caeremos en la cuenta de que también estamos leyen-do la biografía de un oficio y la trayectoria de un arte.Tecné y poiésis. La historia de un personaje complica-do, de un sujeto sospechoso. Ya Platón, en su famosodiálogo «Ion o de la poesía», cuestionaba la utilidadpública del creador y su obra. ¿Para qué sirve la poe-sía, esa imitación de segunda mano, residuo lastimerode nuestra vana intención de ser dioses? ¿Posee, aca-so, el poeta el dominio de su oficio, es decir, es capazde configurar y transmitir una tecné, una metodologíasempiterna que dignifique su condición sospechosa?El cuestionamiento es duro y, como sabemos, Ion esincapaz de defender su vocación ante el inquisidorSócrates, cruel representante del imperio de la palabraunívoca. Platón diseña su polis ideal (proyección te-rrenal de ese inalcanzable topus uranus) a través de laexclusión de la retórica y de la poesía de los discursospolíticos. Es el eterno temor a la persuasión y a lametáfora, a la conversión de la realidad a través de lacreación. Incluso Aristóteles, el primer teórico de laliteratura, condiciona la función poética a su papel ca-tártico. El creador y sus intérpretes tienen como únicoreferente válido las acciones nobles y dignas de enco-mio (la mímesis como potencial preceptivo). Y sin em-bargo su lectura no esconde sino sugiere la enormeposibilidad transgresora de esta actividad: la poesía, laliteratura, nos cuenta de la realidad como podría (ydebería, añado yo) haber sido. Es por su índole uni-versal, y por su expresión, individual.

El peligro ha sido reconocido y las fuerzas desata-das. La pragmática persuasión sofista ha sido supera-da por el encantamiento literario. Bien dijo Longino: lasobras correctas evitan la censura, pero las sublimestrascienden el tiempo y nos conmueven, nos transfor-man. Porque los grandes poetas son, también, supre-mos retóricos y políticos ideales. Reinventan el len-guaje e iluminan nuevas y profundas formas deconvivencia humana, no exentas de imperfección, porcierto. Oradores y figuras públicas, los literatos tenían,

en la antigüedad, la obligación de satisfacer una ampliavariedad de necesidades, todas ellas sociales y casi ensu mayoría extraliterarias. La glorificación y la recrea-ción de los mitos fundacionales de sus imperios; ade-más de la urgencia de sobrevivir bajo el auspicio peligro-so del mecenazgo oficial. El poder inmediato y reconocibleimpuso como canon literario a obras y autores repre-sentativos de sus manifestaciones inmediatas: suprema-cía militar y lingüística; imposición de un credo reli-gioso en particular.

4. La paulatina adopción del cristianismo trajo comoconsecuencia directa una metamorfosis profunda enel quehacer artístico. No se buscaba ya la persuasión,sino la conversión. El tiempo dejó de ser cíclico y setransformó en lineal. La letra y la escritura se sometie-ron a la Palabra, a la voz de un orden supremo: la teo-logía, la cual acabó por ordenarlas a través del tríviumpedagógico. Era la implantación de una jerarquía des-provista de toda intención crítica. Religión e imperio.Fórmula cerrada, excluyente. ¿Dónde quedarían, en estenuevo orden, el literato, el poeta? La tradición literariaconservada intramuros, en las bibliotecas escondidasde los monasterios, era el deleite de unos cuantos. Po-tencialidad escondida y latente. Y, mientras tanto, lasexpresiones populares: cantos, novelas de caballería ygéneros arabescos daban cuenta de una nueva formade expresión, de una apropiación novedosa. El surgi-miento de las lenguas vulgares como vías de manifes-taciones literarias y culturales. Expresiones desprovistasdel soporte tradicional: la escritura y el pergamino. Tecnéde la oralidad, voz del bajo pueblo.

Sin embargo, hubo esfuerzos notables por unir estosdos extremos (la alta y la baja cultura). No encuentromejor ejemplo que el de Dante y sus afanes por colo-car nuevamente a la creación literaria en la palestrapública y hacer de las letras un asunto de Estado. Len-gua nacional y literatura propia, binomio traducible comoun claro rechazo a los moldes fijos del latín y la precep-tiva adjudicada a los modelos clásicos. He aquí el iniciode las literaturas modernas. Estamos ante el nacimien-to del Autor (un intérprete particular de la tradición) yel principio de una nueva forma de representación, que

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se construye como una forma de identidad colectiva.Pueblo, lengua y literatura.

5. La primera manifestación de la modernidad occi-dental, esa fase que va de la mano con la expansiónterritorial y el renacimiento cultural, puso en la letra unafuerza jurídica, soporte legal del naciente imperialismo.Nebrija y su gramática fueron el cimiento discursivo dela nueva empresa conquistadora, sin duda. El poder im-perial unió firmemente representación, religión y expre-sión escrita. El potencial emancipador crítico de la invenciónde la imprenta fue muy pronto sometido a la censura ofi-cial. La literatura fue nuevamente puesta bajo sospecha.Ficción contra realidad, o mejor, realidad interpretada einterpelada por la ficción.

6. En ese sentido, la colonización de la América fueuna acción realizada de espaldas a la ficción literaria, apesar de sustentarse en variadas interpretaciones utó-picas y en «hazañas militares» narradas en moldes clá-sicos. Al colonizado no sólo se le negó la posesión deun alma, sino la posibilidad de interpretar textos litera-rios. Mucho se ha hablado del carácter trasplantado denuestra literatura colonial, y yo no ahondaré en el tema,pero sólo apuntaré aquí que más que una implantaciónyo hablaría de una selección. La literatura promovida ydistribuida en la colonias hispánicas fue el germen deuna férrea preceptiva (una mímesis obligada). Temas,estilos y géneros «inofensivos», despojados de la másmínima referencia al medio local. Vida literaria sin dis-cusión crítica y, peor aún, inconsciente de su propiacondición histórica, de su índole problemática. Ni au-tor, ni intelectual, si acaso el creador colonial podíasolamente aspirar a la sabiduría de un universo cerra-do e inmóvil. La única lucha por el poder interpretativoque puedo encontrar es la de sor Juana, y todos cono-cemos su historia: la biografía de una vocación y susempeños contra un medio adverso. De nuevo Ion ven-cido por Sócrates. Derrotero condenado al fracaso,pero ulterior triunfo de la letra.

Al menos en el ámbito de las colonias hispanas, elintelectual es una figura ausente hasta el siglo XVIII. Ladelimitación geográfica también conlleva una defini-

ción propia: el intelectual hispanoamericano nacerá nosólo como un sujeto preocupado e involucrado en losasuntos públicos de su sociedad, sino como un inqui-sidor de su propia condición en el mundo. La apariciónde la opinión pública en el orbe occidental, esto es, laconfiguración de un espacio discursivo alternativo yen gran medida opuesto a los discursos representati-vos de la monarquía y la Iglesia, fue sin duda la condi-ción básica para el surgimiento de la nueva función dela literatura bajo la novísima y expansiva modernidad.En el caso latinoamericano, su aparición coincidió conlas luchas insurgentes. Menciono este dato porque loconsidero fundamental para describir la función de laliteratura en nuestro medio. Hasta la década del 80 delsiglo XX es imposible hablar de literatura sin implicarsu relación con el Estado, sea como antecedente, comocimiento o como rechazo.

7. Hay una conexión evidente entre literatura y ciu-dadanía, al menos durante los últimos años de la re-vuelta insurgente y los primeros de la vida republicana.Hablo del esfuerzo intelectual y literario por transformaral súbdito colonial en el nuevo sujeto nacional. Empe-ños fundamentales del pensador mexicano, del argen-tino Esteban Echeverría y, por qué no, del filólogo ygramático venezolano Andrés Bello. Nuestra literaturanace como proyección del ideario ilustrado y románti-co. Me explico: es la racionalización de una estéticarevolucionaria; el enciclopedismo de una revuelta lite-raria. En la letra se imagina a la república; a través deella se configura un repertorio de temas, asuntos y es-trategias narrativas. Pienso en las digresiones de PedroSarmiento en El Periquillo, en las sesiones del Salónde Mayo en la Argentina, en nuestra Academia deLetrán. Los escritores se reconocen deudores de lospróceres políticos y militares, en su escritura se con-sumará la emancipación final, la más importante: la li-beración cultural. Son las primeras manifestacionesde autonomía que, paradójicamente, van ligadas con elestablecimiento del Estado-nación. Precisan de la ins-trucción y de la figura de lectores, de ciudadanos crí-ticos capaces de decodificar el capital simbólico queellos están configurando en su escritura.

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Y si bien el sueño bolivariano de unidad continentalfue sacudido y truncado por las pesadillas internas, re-vueltas y divisiones al por mayor, la idea de una unidadcultural permanecerá incluso durante los años de con-solidación de estados hispanoamericanos, cuando cadapaís se afanaba en delinear sus propias característicasestéticas e incluso lingüísticas. Fue, en este momento,la literatura sinónimo de identidad colectiva, aunquedicha identidad competiera a unos pocos. Vínculo su-premo entre gobierno y pueblo. De nueva cuenta, y talcomo había acontecido durante la Colonia, la escriturafue un modo de alienación, una estrategia de homoge-neización que dejó muchas voces fuera. Una nación,una literatura. Y una disyuntiva excluyente: civilizacióno barbarie. Asimilarnos o perdernos en el fárrago denuestra propia realidad contradictoria. Ante tal encru-cijada, las políticas modernizadoras hispanoameri-canas apuntaban a una asimilación sin ningún tipo demediación (algo, por cierto, parecido a la situaciónactual).

Pero la asimilación, al menos en el campo literario,no fue tal, y no lo fue porque a pesar de sus vínculoscon las instancias oficiales, nuestra literatura posee almismo tiempo un desarrollo intrínseco: estoy hablan-do aquí, desde luego, de la renovación modernista y delas revoluciones iconoclastas de las vanguardias. Merefiero, en pocas palabras, a la concreción de unamodernidad crítica propia. De allí que yo no hable deasimilación, sino de apropiación, de estrategias de se-lección y de formas de reinvención. No sería tampocodescabellado atribuir a estas reformaciones un carác-ter crítico (auto-crítico), que a su vez fungiera comocimiento para las nuevas políticas culturales que sedesarrollarían a lo largo de nuestras naciones durantela primera mitad del siglo XX y cuya influencia perma-necería como una inercia residual hasta cerca de losaños 80. Hablo de esfuerzos por profesionalizar a laliteratura y sus estudios, y de garantizarles a ambos unespacio en la enseñanza superior. Fue ese desplaza-miento el que permitió, entre otras cosas, no sólo undesarrollo considerable en las expresiones artísticas,sino un profundo cuestionamiento de las formas re-presentativas de nuestros gobiernos, léase una acusa-

ción al nulo desarrollo democrático de las instituciones(y, añado, de los ciudadanos).

8. Ahora bien, el maltrecho siglo XX representó parala literatura hispanoamericana la posesión de tres espa-cios enunciativos. El primero se hallaría dentro delEstado modernizador del medio siglo; el segundo seconfiguraría a través de las conquistas de una autono-mía, que bien podríamos denominar «universitaria», yque se reflejaría en un considerable aumento de la cla-se media y en el arribo de una nueva clase de lectoresque ya tenía acceso a otras manifestaciones literarias.Este espacio, en donde podríamos incluir al mal llama-do boom narrativo y a las reflexiones críticas de cortecultural, representó un primer momento de acercamien-to más o menos equitativo con las corrientes literariashegemónicas de Occidente, al igual que una extraordi-naria ampliación en su condición representativa: infini-dad de nuevas voces, otrora marginadas o silenciadas,encontraron cabida en un canon mucho más grande yflexible. Y finalmente un tercer espacio, al que estaríatentado a calificar, si no me chocara tanto el término,como «tránsfuga», como un sitio que naufraga al gareteentre la imposición violenta y militarizada de los mode-los económicos neoliberales y el encumbramiento delas industrias culturales transnacionales.

Literatura y mercado. La unión es reductiva, lo sé.Pero también es sintomática. ¿Hacia dónde va esa unióno, mejor, esa fusión? Peligros los hay, y los contempla-mos a diario: reducción de la creación literaria a fórmu-las de mercado, canonización de obras con base en ladistribución mercantil y en el alcance del producto, pro-cesos opuestos pero complementarios de homogenei-zación y exotización de nuestras letras, la sutil elimina-ción o el descrédito de los elementos disidentes, y unlargo etcétera. Sócrates le exigía a Ion demostrar la uti-lidad de la literatura; la globalización le exige rentabili-dad. Al mirar la clasificación de las grandes librerías:«libros de playa», «novelas de viaje», uno no puede evitarpensar que no sólo la literatura está cambiando sino tam-bién los lectores, y que paulatinamente dejamos de serciudadanos (con todo lo contradictorio que eso pueda ser)para trocarnos en simples consumidores (despojados

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de cualquier tipo de juicio propio). Tal vez pronto ya nisiquiera hablaremos de canon literario, sino de ranquinde ventas, y nos dejaremos llevar por esa «depresión»incalificable que sólo aminora con la satisfacción de losimpulsos adquisitivos.

Y sin embargo, existe también otro elemento: el po-tencial crítico y emancipador implícito en la creación yla reflexión literarias. Se desacredita hoy con la mayornaturalidad la noción de compromiso en la literatura,pero se olvida que la literatura está y ha estado siemprecomprometida, con ella misma y con su deseo de co-municar y transmitir experiencias. ¿Cuál es el fin deescribir o leer obras literarias? Esta pregunta socráticasólo puede ser respondida explicando la profunda ne-cesidad que tenemos los seres humanos de la ficción yde la fabulización no sólo para la comunicación sinopara el propio entendimiento de nuestra condición pre-caria. La literatura, como bien señaló Antonio Candido,es un bien incompresible, un derecho de los ciudada-nos y una vía para representarnos, para describirnosante nosotros y ante los demás. Y eso, créanme, esimposible de reducir a simples bienes de consumo.

9. Me encuentro ante la tentación de afirmar que, a lalarga, la literatura «auténtica» (entrecomillo ese peligro-so adjetivo) permanecerá sobre el fragor promovido porlos voceros de estos tiempos, dominados, encandila-dos por la publicidad des-informativa y la hegemoníade los medios audiovisuales. Pero, de caer en ella, mevería en la obligación de explicar este lugar común. Lohago: la literatura, medio de comunicación estética ycrítica, es, por la contradicción de su carácter «atem-

poral» y su condición histórica, contraria a la lógicadel capitalismo tardío que le exige inmediatez y globa-lidad. Acercarnos a la literatura implica despojarnos porun momento de la envoltura propagandística que acom-paña a las obras y que, con frecuencia, se elabora des-de una crítica pública cada vez más determinada porintereses privados. La relación directa entre el lector yla obra conlleva la elaboración de juicios de valor y elestablecimiento de un paradigma individual. Es por laliteratura que se conoce a la literatura. ¿En dónde nosqueremos ver representados o interpelados, en los lis-tados de los libros más vendidos o en la búsqueda cons-tante de nuevas formas de expresión y transmisión deexperiencias?

Sí, es cierto, el escritor, el intelectual y el críticoprecisan como nunca recuperar esa condición sospe-chosa que tanto atemorizaba a Platón. Ser nuevamentelos impulsores de esa primera y básica ciudadanía, re-sumida en la creación de lectores críticos. Invocarlos,inventarlos para que ellos, los lectores, reinventen a suvez a los creadores y sus obras. Pero sin caer en me-sianismos ni adoctrinamientos de ninguna especie, estoes, evitando las fórmulas y las metodologías perpe-tuas. En pocas palabras, hacer de la fuerza emancipa-dora que la función literaria tuvo en el siglo XIX el espa-cio de resistencia en el XXI: confiar en su autonomía yen su función crítica, sin olvidar su condición estética.Sólo a través de ese diálogo podremos confiar en latrascendencia de la literatura en la era de la globaliza-ción. Es hora de escuchar a los expulsados del prag-mático y rentable mundo contemporáneo. El resto esuna mala novela de ciencia ficción. c

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La afirmación con la cual se ha denominado este ciclo –América, cadavez más latina– suscita no pocas sugerencias, como la que ha dadolugar al título interrogante que encabeza las presentes páginas, pen-

sadas y escritas sin la pretensión de trazar conclusiones. Tienen apenasel ánimo de ofrecer elementos que estimulen la reflexión sobre criteriosque suelen reiterarse como si fuesen verdades fuera de toda duda. Noes cosa de satanizar nombres, sino de meditar sobre lo que a veces algu-nos de ellos ocultan o subrayan, condenan o magnifican. Eso es algo queconviene saber, aunque no tengamos otros mejores para sustituirlos, ola inercia y los modelos históricamente privilegiados muevan a suponerque no los hay.

Tampoco es cuestión de remedar en la vida una anécdota fictiva yjocosa que –lo he contado en otras páginas– en una de sus varias ver-siones me narró un obispo mientras en sus predios eclesiales degustá-bamos un espléndido aguardiente caribeño. Un tal Juan Caca, agobiadopor la desgracia de su nombre, logró llegar desde el párroco de su barriohasta el Papa, quien pronto comprendió la legitimidad de su angustia.No logró reprimir del todo una sonrisa ante la tragicómica situación,pero le concedió cambiarle el nombre con que se le había bautizado, y lepidió que dijera cuál deseaba tener. Embriagado por la idea de cuán librese sentiría de la carga sufrida desde su infancia, Juan no atinó sino aresponder: «Pedro Caca».

Más acá –o más allá– de la ficción, conocí a un compañero a quiensu padre, que había llegado a Cuba desde un territorio caribeño anglófono

LUIS TOLEDO SANDE

Nuestra América,¿cada vez más latina?*

* El presente texto condensa la interven-ción oral con que el 20 de octubre de 2006participé en el ciclo América, cada vez máslatina, organizado en Santiago de Com-postela por la eficiente y entusiasta Car-men Carballo en representación de la Se-cretaría General de Comunicación de laPresidencia de la Junta de Galicia, y delClub Internacional de Prensa que elladirige, adscrito como aquella a dichaJunta. Agradezco la generosidad de su in-vitación, y la que tuvo otra amiga, MaríaJosé Porteiro, diputada por el PSOE, al pre-sentarme al atento público que colmó lasala de actos de la Fundación Gonzalo To-rrente Ballester. Una primera versión deltexto –en tres partes y con visos de repor-taje sobre aquel encuentro– la preparé parami columna «Ad líbitum», de Cubarte. ElPortal de la Cultura Cubana, órgano digi-tal que simultáneamente la reprodujo porentregas en esa columna y en «Letra confilo», y la compartió con el sitio web dePrensa Latina. Ahora, en versión revisaday preparada especialmente con ese fin, sepublica por primera vez en papel. Re

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y desconocía las tradiciones onomásticas del español,le puso por nombre Doris. Ya adulto, queriendo quitar-se de encima los chistes de la chacota machista, el hijopagó para que legalmente se le cambiara el nombre,pero no consiguió que dejaran de llamarlo Doris.

El tema de esta conferencia, y la perspectiva desdela cual lo asume el autor, conducen al legado martiano.En este asunto, como en otros, su vitalidad conservaespecial lozanía: sirve para encarar viejos y nuevosprejuicios, viejos y nuevos modelos de dominación,viejos y nuevos sentidos imperiales. También ante unatento público de Galicia –por añadidura con hijas ehijos de nuestra América presentes en él– es naturalrendirle al héroe cubano y universal un homenaje sinteti-zable en una paráfrasis de claras resonancias intertextua-les: «¡Luz formidable de José Martí, voy a invocarte!»Para ello no es necesario que estas cuartillas –y tampocose lo planteó la improvisación que intento condensar enellas– tengan como tema la vida y la obra del autor de«Nuestra América».

Que a un hijo de Cuba le toque hablar en público enSantiago de Compostela y, por pura coincidencia, un20 de octubre, Día de la Cultura Cubana, es ocasiónque anima a recordar los vínculos –fértiles y comple-jos, cuando no turbulentos– que han existido entre lacultura cubana y la española, dentro de la cual no esgratuito mencionar, a propósito de esa relación, la ga-llega. En particular, el tema del ciclo me hizo recordaruna conversación que en mi adolescencia tuve con miabuelo. Él, nacido con el siglo XX, emigró en 1924 aCuba, donde echó raíces y se «aplatanó», pero sinvocación de mimetismo capaz de llevarlo a ciertasimpostaciones, como algunas que ahora frecuentemen-te se dan en sentido contrario y suelen estar marcadashasta lo grotesco por la falsedad.

Interesado en saber sobre su vida en España, y yapicado por la curiosidad que devendría vocaciónfilológica, le pregunté si en su aldea coruñesa de SantaMarina do Monte se hablaba gallego. El emigrante, queapenas había disfrutado los beneficios del aula, res-pondió: «No, hablábamos castellano»; y agregó trasuna breve pausa: «Pero un castellano malo». Ignorabaque él y su pueblo gallego tenían su propio idioma, tan

digno como el que desde Castilla se expandió primeropor la Península y luego fuera de ella, al servicio enambos casos de un imperio que, por conquistador, searrogaba el «legítimo derecho» de imponer sus leyes ysu lengua, entre otras cosas.

En su sentido habitualmente aceptado, el gentiliciolatino no se reduce, ni con mucho, al Lacio conquista-do por la tribu latina. Largamente ha rebasado esoslindes, y se aplica a naciones y pueblos que se expre-san en lenguas romances, aunque el grado en que lohacen es harina de otro costal. Esas lenguas nacierondel replanteamiento idiomático trazado al calor de laexpansión y las devastaciones llevadas a cabo por elImperio Romano, y de los modelos impuestos por él.Cada una de ellas tomó a su vez los fueros de la expan-sión y de las devastaciones que llevaron a cabo impe-rios posteriores, y de los modelos que, con mayor omenor éxito, aquellos impusieron en sus predios y enlas tierras adonde extendieron la aplicación de sus «le-gítimos derechos» de conquista.

Con un funcionamiento regido por semejantes nor-mas, hablar la lengua del imperio encarnó un signo desuperioridad con respecto al uso de lenguas nativas oaborígenes, propias de poblaciones «inferiores», o «lar-varias», que para el pensamiento dominante sería máso menos lo mismo. Esas poblaciones, por tanto, estarían«destinadas» a «beneficiarse» con la colonización de quie-nes las «civilizaban»: las conquistaban, las sometían.El gallego que hablaban mi abuelo y sus paisanos, ysigue hablando –y escribiendo– una gran población,era y es igualmente una lengua romance, pero se teníapor «inferior» a la lengua de la nación intrapeninsularque conquistó y sometió a Galicia. Los gallegos ven-drían a ser sublatinos, y debían latinizarse en plenitud,o castellanizarse, para crecer en la escala civilizatoriadominante.

El cuadro de la dominación se simplificaría muchomás aún –se haría más terrible, si cabe– en aquellos es-pacios donde se trataba de suplantar lenguas de otrosorígenes, y que a menudo no habían llegado a la escritu-ra. Esas no eran tildadas siquiera de incorrectas –comose logró que hablantes del gallego creyesen que era suidioma–, sino de protolenguas que debían dejar el cami-

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no a lenguas verdaderas, aunque aquellas tuvieran supropia legitimidad, su propia riqueza, sus propios monu-mentos literarios. Que estos fueran orales agravaba aúnmás sus desventajas ante los modelos impuestos por losimperios conquistadores. A menudo todavía hoy la dig-nidad de la literatura oral se menosprecia, o se ignora.

Al igual que los topónimos, los gentilicios –ya seanterritoriales, nacionales, étnicos, políticos, religiosos ode cualquier otra índole– encierran una historia y sehan identificado con significaciones que confirmanhasta qué grado el lenguaje en general, y el léxico enparticular, expresan, cuando no los concentran, loscaminos de la opresión y los efectos derivados de ella.En Más que lenguaje, libro de reciente aparición, hededicado varias páginas al tema, y algunos de los ele-mentos allí tratados recordé en Santiago de Compostela:no pocos remiten a la conquista de la América, topónimoque es de suyo un testimonio de la historia de conquis-tas y sometimientos a que la empresa de 1492 dio pasoen el camino donde las llamadas Cruzadas ya habíanhecho lo suyo.

El bautizo dado a esa empresa, Descubrimiento, esuna muestra de las ventajas que han tomado para sí losconquistadores. Cuando un investigador descubre unabacteria, la incorpora al universo del conocimientohumano. Así, si un Almirante no menos ambicioso ydiestro que tenaz, y auxiliado hasta por delincuentes alservicio de una nación imperial, «descubre» territo-rios, los incorpora a ese conocimiento, y al mundo,como si hasta entonces no hubieran existido: no exis-tían para los seres humanos «paradigmáticos», losdominantes. Estos, según tales reglas, son los que tie-nen el derecho a ser aceptados como el mundo. Los«otros», a quienes ha podido hasta negárseles la tenen-cia de alma, no han de aspirar a más que a ser conside-rados pobladores de un Nuevo Mundo. Por más quese le haya querido edulcorar, esa expresión se asocia alo larvario, mientras que, por ley implícita en la manio-bra, aquellos que desde el Viejo Mundo capitaliza-ran la dominación gozarían del sagrado derecho aejercer la gerontocracia internacional.

Si un conferenciante pusiera sobre la mesa un globoterráqueo y se las arreglara para colocarlo con el Polo

Norte hacia abajo y el Sur hacia arriba, probablementela reacción mayoritaria –si no unánime– del público seríaconsiderar que el globo está al revés. Las representa-ciones que conocemos del Universo se han diseñadodesde enclaves imperantes situados al norte del planeta,y ello sigue teniendo consecuencias de un alcance talvez inmedible. En general, desde esos mismos enclavesse han decidido los nombres de las diversas zonas de laTierra. El poderío de los medios dominantes, y la fuerzade la costumbre asociada a los designios de la domi-nación, se han encargado de perpetuar tales denomina-ciones, y los fueros que ellas amparan.

Las connotaciones del rótulo América se enredantodavía más porque la potencia imperialista crecida alnorte del Continente ha usurpado ese topónimo y losgentilicios derivados de él. Especialmente a los pobla-dores de las otras tierras bautizadas como americanasse les reservarían desventajas de todo tipo, y esa histo-ria tiene equivalencias en otros lares. En la integraciónforzosa de España bajo las atribuciones de una Coronaimperial, las desventajas de los gallegos –para no acu-dir a otros ejemplos similares– no podían justificarsepor cromatismos étnicos. Y algo similar ha ocurrido enotras latitudes donde se han implantado relaciones dedominación. Así le ocurriría, en el ámbito anglosajón,a Irlanda: para nombrar a sus naturales, el racismo pro-palado por el imperio británico reservó lindezas comogorilas blancos.

En la América llamada Latina la jerga racista inclui-ría gentilicios étnicos del sesgo de zambo y mulato,con sus formas femeninas y otras derivaciones. Sinque por lo general ya ni se tenga en cuenta, de hecholos mestizos que ellos respectivamente nombran sondenigrados al comparárseles con animales y de diver-sos modos atribuirles aberraciones. Zambo, que califi-ca a personas de piernas contrahechas y es el nombrede un mono americano, se aplicó a mestizos de las«razas» llamadas negra e indígena; mulato, destinadoal mestizo de las «razas» llamadas negra y blanca, vie-ne de la bestia de carga, estéril, nacida de la hibridezentre caballo y burra, o entre burro y yegua.

No hay por qué asombrarse: el término mestizajesurgió signado por la peyoratividad, como sinónimo

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de impureza. No es casual que los diversos modelos deopresión –fascismos variopintos incluidos– hayan re-servado para sí la «virtud» de la «pureza de sangre» o«racial». A lo largo de la historia las castas dominantesse han autorrepresentado, con esos vocablos o conotros, como la nobleza y la aristocracia, o gobiernode los aristos, los mejores.

Hasta hoy han llegado ejemplos como el de franco.Asociado en la raíz de sus actuales connotaciones a laconquista y a la opresión, expresa grandes virtudes yrebasa fronteras idiomáticas.1 Sus acepciones favora-bles vienen de cuando la aristocracia franca dominó enla Galia y, por tanto, en el orden económico estabaexenta de tributos y de restricciones en sus desplaza-mientos y en otros actos: hacían lo que querían. A esarealidad, tan poco espiritual, se debe que franco, fran-queza y otros vocablos de su familia tengan los positi-vos significados morales con que imperan.

En el contenido que a diversos gentilicios les vienede conquistas y dominaciones, latino y latina arras-tran complejidades particulares. De Francia brotó en elsiglo XIX una tendencia ideológica inseparable, por unlado, de la clasificación de Latina dada a una parte de laAmérica y, por otro lado, de las fricciones imperialesque aumentarían entre aquella nación, potencia men-guante, y los Estados Unidos, potencia en ascenso.

Las banderas de la latinidad servirían para subrayarlas diferencias históricas, culturales y étnicas entre laAmérica «oficialmente» apellidada Latina y la voraznación norteamericana. Pero no serían ajenas a pre-tensiones de replanteamiento geopolítico. Por ellas unproclamado emperador, Maximiliano, al servicio delfrancés Napoleón III, intentó conquistar México, in-dependiente ya del colonialismo español, aunque vícti-ma de la voracidad de su vecino del norte, que le habíaarrebatado más de la mitad de su territorio y seguíaamenazándolo con nuevos embates y saqueos.

De aquel conflicto, que le costó la cabeza al preten-so emperador, salió fortalecida la nación mexicana y,como su guía representativo, Benito Juárez, cuya au-toridad política y moral quedó refrendada. A la vez, seevidenciaba un hecho: proclamar la latinidad comoidentificación frente a un conquistador de lengua ingle-sa no suponía que se hubieran extinguido las intencio-nes, asimismo voraces, de uno de los viejos imperioseuropeos que habían participado en la conquista de laAmérica. Aún hoy conserva en ella territorios colonia-les, déseles el nombre que se les dé.

En otras palabras: ni remotamente el apellido Latinagarantiza que nuestra América tenga aseguradas la in-dependencia y la soberanía contra las cuales han inter-venido también naciones de esa estirpe. Las fuerzaseconómicas y las estructuras políticas dominan sobreotras vinculaciones, aunque estas últimas sean tan im-portantes como las de índole cultural y la idiosincrasia.Entre un millonario asiático y un millonario anglosajónlas coincidencias determinantes serán probablementemayores que las afinidades entre un millonario y unpobre dentro de cada una de esas parcelas del mundo.

Por otra parte, ni siquiera empleado con las mejoresintenciones el calificativo Latina alcanza a representarla riqueza cultural y étnica de nuestra América: ha servi-do para ocultarla. La devastación puesta en práctica alservicio de la conquista europea no logró borrar porcompleto la presencia de los monumentos y otras mara-villas que expresaban la cultura de los pueblos que ha-bían crecido en aquellas tierras cuando llegaron los con-quistadores. Tampoco la explotación y el genocidio queacompañaron a esa devastación consiguieron extinguira los portadores de la cultura llamada indoamericana, laque se fomentó en un ámbito geográfico donde se halla-ba, entre otros tesoros, una de las dos mayores ciuda-des que entonces había en el mundo: Tenochtitlán. Laotra, Pekín, tampoco era europea.

Numerosos pueblos de aquellos, o reductos suyos,han llegado a nuestros días a pesar de viejas o actualesopresiones, de viejos o actuales saqueos, ultrajes y ase-sinatos. Quechuas, aymaras, mapuches, mayas, qui-chés, guaraníes, entre otras, viven y conservan sustradiciones, su cultura, su idioma, que la dominación

1 Como en la ambigüedad del lenguaje oral no se distinguen lasminúsculas de las mayúsculas que identifican a los nombrespropios, en este punto el público evidenció una ostensibleinquietud o desazón. Se me hizo evidente la necesidad de laexplicación que, motu proprio, había pensado ofrecer sobre elparticular.

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«blanca» no ha podido aniquilar. Las lenguas de algu-nos de esos pueblos han tenido peso bastante para quepaíses de la región se hayan declarado oficialmente bi-lingües. Así ha pasado con el guaraní en Paraguay, conel quechua en Perú, y en Bolivia con el quechua y elaymara, compartido por ese país y Perú, aunque es enBolivia donde se le ha dado rango de lengua oficial,con lo que esa nación –que hoy vive un momento muyespecial de su historia– se reconoce trilingüe.

Que a otras lenguas originarias de nuestros pueblosno se les haya hecho un reconocimiento como el conse-guido por el quechua, el aymara y el guaraní, no signifi-ca que no existan. Solamente en la Amazonia –inter-sección territorial que enlaza ocho de los paísesdelimitados por las veleidades del colonialismo: Brasil,Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Venezuela, Surinam,Guyana; y un dominio todavía hoy colonial: la GuayanaFrancesa– han logrado sobrevivir numerosas lenguasque perpetúan el origen y el carácter no latinos de susportadores. Y ello ocurre a contrapelo de saqueos ydepredaciones imperiales de todo tipo.

En Las Antillas los aborígenes fueron mayoritaria-mente extintos. Esa tragedia, unida a un desarrollo so-cial y económico diverso del alcanzado en el Continen-te por poblaciones como la quechua y la maya, lesimpidió legar una presencia cultural del peso de aque-llas. Hasta desapareció el arauaco, tronco lingüísticode Las Antillas, a las cuales, junto con ese topónimo, lapropaganda conquistadora atribuyó canibalismo y otrascaracterísticas asociadas, manipulación por medio, aestadios salvajes –es decir, inferiores–; pero su heren-cia no fue totalmente barrida. Además, en la generali-dad de la América, no sólo en los territorios antillanos,se introdujeron grandes cantidades de esclavos proce-dentes de África, quienes imprimieron un irreversiblecambio cualitativo a un perfil cultural en el que tam-bién cuentan otros aportes ajenos a la latinidad, comoel chino.

No por mero azar a la América llamada Latina ladefinió Simón Bolívar como un «pequeño género hu-mano». Incluso cuando, en la herencia de Franciscode Miranda, rindió al Almirante «descubridor» el dis-cutible homenaje contenido en el topónimo Gran Co-

lombia –ideado para designar la unión, que no llegó alograrse, entre los pueblos hispanohablantes del Conti-nente–, el Libertador mostró que estaba hecho a pen-sarlo todo en grande. Así que la modestia que en aquelladefinición encarna el calificativo pequeño pudiera to-marse como una cura en salud contra petulancias desello racial. A ello parece destinado de igual modo huma-no, en el cual se percibe un antecedente de la interrela-ción entre lo nacional y lo planetario planteada cardi-nalmente por José Martí al sostener que «Patria eshumanidad».

La porción del género humano formada en nuestraAmérica no se puede definir con el gentilicio de unosolo de sus componentes, ni tratándose del asociado alos poderes que primaron en la conquista europea deesa parte del mundo. En ella fue y es distintivo el mes-tizaje, pero este ni siquiera es un rasgo privativo suyo,sino que también se aprecia en la América de hablainglesa, incluyendo los Estados Unidos. Aunque hayanintentado beneficiarse satanizando la conquista y lacolonización españolas, sus homólogas anglosajonasno se distinguieron por cometer una menor aniquila-ción de los pobladores aborígenes, sino por practicarun afán todavía mayor de segregación racial.

No se trata de elogiar la opresión de signo español, oportugués, o francés: toda opresión es, de suyo, satánica.Pero la expresión concentrada, el mejor símbolo delcolonialismo anglosajón en su conjunto, no ha de bus-carse en los Estados Unidos, donde los opresores con-siguieron un amplio exterminio masivo de los aboríge-nes. Se hallará allí donde ya de entrada tuvieron losesclavos «negros» que en el caso de los Estados Unidosfue necesario importar. En el apartheid de Sudáfrica esdonde mejor retratada queda la segregacionista socie-dad colonial de sello británico. Pero tampoco debenignorarse las modalidades de confinamiento físico ycultural aplicadas en el Caribe anglófono, donde el im-perio consiguió que los pobladores locales creyerannecesario ir a buscar o a imaginar héroes en África. Deeso le vino a un emperador, Haile Selasi, el prestigio aso-ciado a su nombre de príncipe, Ras Tafari. Tal es el ori-gen de un movimiento de ímpetu emancipador en pue-blos para los cuales, por habérseles impuesto la lengua

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inglesa, el gentilicio American sonaría privativo de lapotencia imperial crecida en el norte del Continente.

El poderío de los Estados Unidos, su carácter do-minante, imperial, y las imágenes derivadas de ello –ointencionalmente generadas por los medios que sirvena las fuerzas rectoras de dicha nación–, han creadoconfusiones diversas. No es la menor de ellas el hecho,señalado ya, de que el topónimo América y el gentilicioamericano los haya capitalizado, como si fueran patri-monio suyo, aquella nación. Semejante realidad es in-separable de la geofagia que desde su formación comopaís ha caracterizado a los Estados Unidos.

Al servicio de su imagen de presunto paradigma demodernidad, ese país ha explotado hasta su carenciade nombre nacional. Otros podrían bautizarse comolos Estados Unidos de Brasil, o de México, o del peda-zo americano que fuera; pero ellos lo serían de laAmérica toda. Lo demás –queda dicho– es el patio, elterritorio donde hacer lo que al dueño del Continente, yhasta del mundo, le venga en gana. Y ni siquiera esca-sean las veces en que, aun involuntariamente, se les dépábulo a tales intenciones. Como norma, cuando la-bios europeos hablan de los americanos, sin otra espe-cificación, debe darse por sentado que se refieren a losestadounidenses.2 Ello soslaya el hecho de que el gen-tilicio americano pertenece por igual a todas las tierrasidentificadas con el topónimo América, desde Alaska yCanadá hasta la Patagonia, sin excluir las islas.

La confusión nominal persiste a veces hasta en Cuba,donde tanto se ha hecho política y culturalmente con-tra las maquinaciones del imperio. De la citada falacialexical suelen ser presas aun personas insospechablesde querer hacerle el juego a la voraz potencia, cuyasombra dominante mueve a olvidar, o a esconder, nopocos hechos. Entre ellos figura que, aun cuando lasreferencias se restrinjan a Norteamérica, esta no es

propiedad de los Estados Unidos. En Norteaméricase hallan también México y Canadá, país que incluyeuna porción ampliamente latina, Québec. Y, fruto delos fenómenos migratorios estimulados por la exis-tencia de naciones que se han enriquecido a costa delsaqueo de las sometidas a la pobreza, la parte angló-fona de Canadá y la generalidad de los Estados Unidosexperimentan asimismo una creciente latinización. Ladetermina el significativo aporte que en los mencio-nados fenómenos introducen los países de habla es-pañola, portuguesa y francesa, en especial de la Amé-rica, pero también de Europa, que a ese crisol –parano salirnos del componente llamado latino– añade elaporte italiano.

Tan compleja realidad no basta para revertir ciertoshechos sobresalientes. Uno es la palmaria diversidadcultural de los pueblos de los Estados Unidos y de Ca-nadá, en los cuales siguen vivas las herencias de losllamados aborígenes y –sobre todo en el primero deellos– de los africanos importados como esclavos. Otroes que, así como en Canadá la parte latina –tenga losrasgos y el peso de nacionalidad que tenga– da mues-tras de sentirse sometida por una nación en la cualdomina la parte que habla inglés, los numerosos repre-sentantes de culturas latinas en los Estados Unidos sonreducidos a la condición de «minorías» que se aplicapor igual a los representantes de ancestros africanos ya otros seres humanos asimismo distintos de la mino-ría, presuntamente blanca, que rige el país. De ahí elrechazo de la cúpula de algún Estado de la Unión, cuan-do el reclamo se ha planteado, a que se reconozca elespañol como segunda lengua oficial. Ese rechazo escomparable, de algún modo, con la discriminación queen otros lares han sufrido y sufren lenguas llamadasindígenas y tildadas de inferiores, discriminación queha tenido uno de sus escenarios, y no el menor, en lapoderosa nación norteamericana.

Escorando hacia posiciones eurocéntricas no ha sidoni será como los pueblos llamados latinoamericanospuedan enfrentar los desafíos a que están abocados.Tales posiciones no servirían, a lo sumo, sino parasustituir unos modelos dominantes por otros. No pa-rece sensato suponer que los imperios francés y por-

2 Se trata de un tema largamente debatido; pero, sin salirnos delléxico y el funcionamiento del español, el gentilicio más ajusta-do a los Estados Unidos sería estadounidense, como es normade uso en Cuba y –hasta donde sé–, en la generalidad de lospaíses hispanohablantes, aunque en México ha prosperado lavariante estadunidense, que prefieren incluso algunos autoresfuera de esa nación.

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tugués tengan oportunidad de recuperación en la Amé-rica, y las pretensiones de fomentar vías imperialesasociadas a Italia ni siquiera en sus momentos de ma-yor apogeo rebasaron en verdad el reino de lo ilusorio.Pero nada de eso basta para desconocer el peligro queencierran los deslumbramientos colonialistas o coloni-zados, aunque vengan envueltos en prestigios y afecti-vidades culturales y no en la desfachatez de la domina-ción económica.

Tampoco es cuestión de olvidar que el imperio esta-dounidense representa el trasplante a tierras americanasde una herencia colonial de signo eminentemente euro-peo. Las oleadas de colonización iniciadas por los pere-grinos del May Flower en el territorio que se conoceríacomo el de las Trece Colonias inglesas –las cuales seexpandirían hasta ser los Estados Unidos– están en labase histórica y cultural, en la médula constitutiva deuna nación para la que José Martí, quien le conoció bienlas entrañas, reservó denominaciones como la Américaeuropea, la Roma americana y república cesárea.

Si desde el inicio estas cuartillas han querido dejarclaro que no es cosa de satanizar vocablos, sino de sa-ber qué se expresa, se ilumina, se escamotea o se es-conde con ellos, también procede explicitar que no escuestión de avergonzarse ni de enorgullecerse por elhecho de pertenecer a determinada filiación cultural oétnica. Y aquí evadir el término racial no es un acto deescamoteo, sino de lealtad a la luz formidable que desdeel comienzo el texto viene invocando: la de José Martí.

«Para las escenas», apunte que parece datar de losaños finales de su vida, y que dejó inédito, es otro desus textos fundamentales para entender su pensamien-to. En él defendió el matrimonio entre personas de lallamada raza negra y de la llamada raza blanca –lo queentonces sería no menos que escandaloso–, y dijoque esa era «la cuestión toral», cuya consumación élveía posible en la convivencia propiciada por el traba-jo. Y en el ensayo «Nuestra América», de 1891, llevó elasunto a su máxima tensión: «No hay odio de razas,porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pen-sadores de lámparas, enhebran y recalientan razas delibrería, que el viajero justo y el observador cordialbuscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde

resalta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, laidentidad universal del hombre».

Con esa raigalidad, en el ensayo refutó concepcio-nes como las eurocéntricas sostenidas por DomingoFaustino Sarmiento, a quien también se alude, por con-traste intertextual, al invocar la luz formidable de Martí.Sin nombrar al autor de Facundo, el revolucionario quele debía algunos de los elogios más penetrantes que se lehayan hecho a su obra literaria barrió por la base susposiciones racistas: «No hay lucha entre la civiliza-ción y la barbarie, sino entre la falsa erudición y lanaturaleza».

El eurocentrismo se asocia a lo que algunos hanllamado «blanqueamiento» de la sociedad argentina, ala cual –como a gran parte del resto del Cono Sur–arribaron en pleno siglo XX migraciones italianas y ale-manas vinculadas con frecuencia, por distintos cami-nos, a la expansión de perspectivas fascistas, cuandono eran personeros del fascismo que buscaban evadirla condena merecida por sus crímenes. Tal realidad seha relacionado con las dictaduras militares quefascistizaron la región en los años 70 de dicha centu-ria, pero sería un despropósito presentarla como la causaúnica o principal de semejante hecho.

Que aquellas dictaduras tuviesen el apoyo material,financiero y «educativo» de los Estados Unidos, es otroindicio que echa por tierra mitos y simplificaciones.No es el menor de ellos considerar al fascismo, encuanto a geografía, un fenómeno privativo de algúnpaís específico formado en la vieja Europa monárqui-ca y, en cuanto a estructura política, una aberraciónaccidental de la sociedad capitalista. Es, ni más ni me-nos, un recurso orgánico del capitalismo –principal-mente en su era imperialista– para asegurarse comosistema y conjurar peligros. Lo que viene ocurriendoen los Estados Unidos so pretexto de lucha antiterroristalo evidencia palmariamente.

El reforzamiento de la presencia europea no espa-ñola en el Cono Sur dio lugar igualmente a otros mitos:ejemplos de ellos han sido la calificación de Uruguaycomo la Suiza de América, de Chile como nacióninquebrantablemente constitucionalista y de la Argenti-na como el país más europeo de nuestra América. Aparte

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de lo dicho con respecto a las dictaduras militares, fas-cistas, de esos países, y de otros, lo que sin temor aequivocaciones puede decirse en particular de la patriade Sarmiento y Borges, de San Martín y el Che, es quese trata del país más argentino de la América.

Blanqueamientos ilusorios o factuales aparte –aun-que asalten nuestra memoria decires como este deMartín Fierro: «a los blancos hizo Dios, / a los mulatosSan Pedro, / a los negros hizo el diablo / para tizón delinfierno»–, si algo llama la atención al recorrer zonasde la Argentina, sin descontar del todo a la «blanca»Buenos Aires, es la presencia visible, intuible o respira-ble, del mestizaje gaucho: de las sangres «indígena» y«negra», que siguen recorriendo venas y animandoactitudes. Milonga y tango mediante, ¡y junto al bole-ro!, alienta una forma de sentimentalidad con la cual–llámesele cursilería o como se le llame– no pocas ve-ces la cultura de nuestros pueblos ha influido en lapresuntamente severa «racionalidad» europea, no sóloen el ámbito de las lenguas romances.

Nada de eso aconseja, sin embargo, ignorar el efec-to de mitos y mixtificaciones. En la misma hospitalariaciudad andina donde un congreso científico acerca deDante se inaugura con una ceremonia típica que rindehomenaje a héroes gauchos de la independencia nacio-nal, pueden esperarnos otras sorpresas: en defensa dela herencia latina del Continente, un obispo llama a re-verdecer la cultura latina, la del imperio romano, parahacer frente a la expansión del imperio estadouniden-se, y un rector de universidad llama a fundar en elmundo un reino regido por la solidaridad bajo el manto–o mando– de la Iglesia católica. Nada de juego sonlos siglos de historia y las complejidades políticas yculturales que ambos llamamientos saltan a la torera oesconden bajo la capa.

Aunque a veces los medios de nuestros países –latelevisión en particular– fabriquen la imagen de nacio-nes que parecerían «blancas», estamos ante casos demestizajes profundos. El elemento llamado latino fuehistóricamente dominante y, por tanto, impuso las pre-rrogativas y las secuelas de su poderío. Pero ¿es esorazón para desconocer a las poblaciones originarias ya las importadas por la fuerza desde África como parte

de la maquinaria esclavista al servicio del capitalismoen crecimiento y expansión?

Ante la experiencia guatemalteca, y aludiendo a laconquista europea, en 1877 Martí señaló que nuestrastierras habían «sufrido la injerencia de una civilizacióndevastadora, dos palabras que, siendo un antagonismo,constituyen un proceso», y sostuvo que, a partir de eseacto violatorio, se había creado «un pueblo mestizo enla forma, que con la reconquista de su libertad, desen-vuelve y restaura su alma propia». Sus conclusionessiguen en pie como una guía: «Toda obra nuestra, denuestra América robusta, tendrá, pues, inevitablementeel sello de la civilización conquistadora; pero la mejora-rá, adelantará y asombrará con la energía y creadorempuje de un pueblo en esencia distinto, superior ennobles ambiciones, y si herido, no muerto».

Lo pertinente no es atribuir superioridad en general oen abstracto a nuestra América con respecto a Europa –loque escoraría hacia otras expresiones de racismo–, sinoreconocer el valor de la cultura de la emancipación y laequidad frente a «la civilización conquistadora». Tam-poco desconocía Martí que, en el camino de las des-igualdades sociales previas a la conquista, agravadasdurante la colonia, se había formado en nuestra Améri-ca una aristocracia local: en realidad, una vicearisto-cracia –pues estaba supeditada a la metrópoli– quemenospreciaba a las masas populares en sus países, yen el mundo.

Frente a eso, el revolucionario enalteció la actitudde quienes –contra las metrópolis europeas– defendíanla soberanía de nuestros pueblos, y en especial llamó laatención sobre quienes lo hacían atentos a la justiciasocial. Eso explica la claridad con que reprobó las limi-taciones de una independencia que no había abrazadoel requisito que debió haber cumplido para ser no uncambio de forma, sino un verdadero cambio de espíri-tu, frente a estructuras sociales en las que el elementoétnico tenía su peso: «Con los oprimidos había quehacer causa común, para afianzar el sistema opuesto alos intereses y hábitos de mando de los opresores».

No hay que asombrarse de que los hijos de nuestraAmérica que hoy intentan cumplir ese reclamo seanobjeto de la saña de los herederos del espíritu de la

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conquista. Estos se confabulan contra aquellos y lesdedican todo tipo de calumnias, «académicamente»sintetizadas a veces en el rótulo de populistas por losmismos que, incluso, usurpan el término popular y sebenefician con el trabajo de inmigrantes a quienes des-precian. Los desprecian más o menos por igual aun-que procedan de África, de Asia, de ciertos territoriosde Europa o de la América con la cual, por la forma-ción que le ha valido a esta el apellido Latina, deberíansentirse realmente emparentados (para no decir quetambién en deuda). En sus maniobras descalificadorasse inscribe el escarnio que sufren hijos de nuestrospueblos «indígenas» que, fieles a la cultura que repre-sentan, lucen ante el mundo sus tradiciones textiles eindumentarias.

Las características del «pequeño género humano»que somos, rechazan que a nuestra América se le apliqueestrechamente el calificativo latina. Los equívocosabarcan asimismo falacias comparables con las infu-sas en la conversión de los topónimos Occidente yOriente en categorías sociopolíticas. Pueblos como losde nuestra América han sido occidentalizados a la fuer-za, en la medida en que los ha sometido a sus redes ymecanismos de opresión el llamado Occidente, el rei-no del capitalismo que se ha desarrollado empobre-ciendo a numerosos países. Pero ese Occidente es unlobo al cual únicamente puede darse por sentado quepertenece nuestra América si aceptamos que él la haengullido.

No se debe renunciar a los aportes de Occidente,que pueden tener y en muchos casos han tenido, otienen, valor universal, ni tampoco incurrir en espejis-mos, como sucumbir a los cánones occidentales. Mu-cho menos debemos ignorar ni menospreciar nuestrosaportes, que también pueden tener, y en muchos casoslo han tenido y lo tienen, relieve universal, aunque lanorma no haya sido reconocerles esa jerarquía, destina-da como por designio divino al Occidente dominante.

El engullimiento señalado haría a nuestra Américaarrastrable a fantasmagorías tan pavorosas como lasguerras intercivilizatorias que proclaman el imperio ysus cómplices, a menudo pertenecientes a culturas enlas que, por más que en sus maniobras se autotitulen

occidentales, resulta altamente relevante el aporte orien-tal. Esa realidad no puede negarse ni por el hecho deque el mencionado aporte lo hayan recibido dichasculturas en una larga trama de conquistas y reconquis-tas. Entre las confrontaciones desatadas para estas úl-timas sobresalen las llamadas Cruzadas, en cuyo desa-rrollo le correspondió un lugar relevante a la expansión«cristiana» –latina en gran parte– desatada a partir de1492, hito de partida en la latinización de una extensaparte de las tierras que esa expansión convertiría, porla fuerza, en la América.

No está de más recordar que de tan turbulenta reali-dad, complejizada aún más por la formación en estastierras de una potencia imperialista que ejerce su voraci-dad hasta en el plano del lenguaje, no dejan de derivarseconfusiones y desafíos. Inseparable del hecho de queesa potencia ha usurpado hasta el topónimo América yel gentilicio americano, resulta que no se sientan ameri-canos los pobladores anglohablantes de Las Antillas, nilos que vienen de la colonización holandesa y hoy ha-blan una lengua cuyo nombre, papiamento, encierradesde su origen una infamante peyoratividad.

Hechos tales, y la insuficiencia del calificativo latinopara distinguir a esa zona del ámbito antillano, está en labase de la necesidad por la cual al rótulo la AméricaLatina se le añadió el complemento y el Caribe. Esta-mos ante un ostensible pleonasmo, pues geográfica ydemográficamente la mayor parte del Caribe es latinoa-mericana; pero es preferible la redundancia a favorecerque, por minoritarios que fueren, hijas e hijos de nues-tros pueblos, por no hablar lenguas romances, quedenexcluidos de los nombres que se nos hayan dado en laestela de dominaciones foráneas.

Las confusiones desbordan esos lindes. Sobre todoen los últimos años Iberoamérica ha prosperado con elúnico sentido que le daría plena validez: el que lo habi-lita para abarcar a las ex metrópolis asentadas en laPenínsula Ibérica y a los países de la América que fue-ron colonizados por ellas. Sin embargo, no falta quienlo vea reducido a la parte americana solamente, ni do-cumento oficial español en que se hable de Iberoaméricay Portugal, como si este país quedara fuera del espacioiberoamericano.

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Semejante imprecisión hace recordar que a menudoPenínsula Ibérica se ha usado como sinónimo estricto deEspaña, y que este topónimo y el gentilicio españolengloban una realidad multinacional sumamente comple-ja. ¿Qué decir de Europa, vocablo que se ha empleadode preferencia para designar, más que a todo un conti-nente, a los países más poderosos que lo integran, losdel capitalismo «de punta» (y de filo por todos susbordes)? Las dificultades y tensiones que han operadoy operan en la conformación de la Unión Europea sonprueba de ello.

Que Martí haya llamado a nuestra América, tam-bién, la América mestiza, no supone que el mestizajesea privativo de ella. Basta pensar someramente en larealidad del mundo, sin excluir la América del Norte yla Península Ibérica, para percatarse de la omnipresen-cia, con diferentes grados, del mestizaje étnico y cul-tural. Pero sí apunta al hecho de que el mestizaje hasido y es determinante en nuestra América, tal vez elmás ostensible ejemplo de crisol humano que el mun-do haya conocido.

Y el mestizaje es acaso el único modo radical de eli-minar el racismo. Hoy, cuando tanto manipulan el califi-cativo radical quienes no quieren que se produzcan loscambios profundos que la humanidad necesita, resultaespecialmente útil recordar el significado de esa palabraen el pensamiento martiano: «Radical no es más queeso: el que va a las raíces. No se llame radical quien novea las cosas en su fondo. Ni hombre, quien no ayude ala seguridad y dicha de los demás hombres». c

ALIOSKY GARCÍA (Cuba, 1979):Los límites del ascenso, 2007.

Xilografía, 990 x 415 mm. Ed. 2/7