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TEMA 1. LA GÉNESIS HISTÓRICA DEL ESTADO NACIONAL “La formación histórica del Estado nacional” de Ramón Ramos en Benedicto y Morán (Eds.) Sociedad y Política (págs. 35-67) La génesis del Estado nacional se puede conceptuar de distintas maneras: como formación, creación o construcción. En todos estos casos se supone un proceso temporal a lo largo del cual se ha ido constituyendo ese tipo de Estado hasta alcanzar una identidad propia. Mientras creación y construcción suponen un proceso que tiene creadores o constructores y responde básicamente a los planes o intenciones de alguien, formación es un término mucho más neutral que se limita a dar cuenta de un proceso en el que algo va cobrando una determinada forma hasta adquirirla clara y distintamente. Acepta la posibilidad de que el proceso estudiado no sea un resultado intencional, sino una consecuencia que se ha acabado por afirmar sin responder a la intención de nadie. La conceptuación de la génesis del Estado nacional en términos de formación conecta con una tradición que, en las ciencias sociales, viene de lejos (Tocqueville, Marx, Weber, Simmel, Elias) y sigue siendo sólida en la actualidad (Mann, Tilly). Los procesos cruciales de cambio social han de ser entendidos como consecuencias no intencionales de acciones intencionales y, por lo tanto, como procesos básicamente ciegos que no responden a plan alguno. Hay dos perspectivas plausibles para abordar la génesis del Estado nacional. Una concibe el proceso como el de la estatalización de la nación; la otra, como el de la nacionalización del Estado. En el primer caso, se supone que la nación preexiste al Estado y que el proceso transcurre a lo largo de dos fases básicas: una inicial de autoconciencia de la nación y otra posterior en que se autoorganiza en términos estatales. En el segundo caso, por el contrario, se supone que las estructuras estatales son previas a la nación y que el Estado nacional se forma en un proceso, identificativo o reactivo y más o menos exitoso, de nacionalización. La segunda perspectiva es más realista o históricamente más plausible. En términos históricos, el proceso inicial se pone en marcha originariamente en Europa occidental desde el siglo XV hasta la segunda mitad del XVIII; por su parte, el proceso específico de nacionalización arranca significativamente en tiempos cercanos a la Revolución de 1789 y no se cierra hasta el siglo XX, coyuntura en la que se mundializa de la mano del proceso contrario de globalización. Las razones de una opción a favor de la sociología histórica en este campo de estudio han sido suficientemente argumentadas en los último años. Sintéticamente, para hacer inteligible el Estado es necesario tomar en consideración, en términos historiográficos precisos, el proceso de su 1

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TEMA 1. LA GÉNESIS HISTÓRICA DEL ESTADO NACIONAL

“La formación histórica del Estado nacional” de Ramón Ramos en Benedicto y Morán (Eds.) Sociedad y Política (págs. 35-67)

La génesis del Estado nacional se puede conceptuar de distintas maneras: como formación, creación o construcción. En todos estos casos se supone un proceso temporal a lo largo del cual se ha ido constituyendo ese tipo de Estado hasta alcanzar una identidad propia. Mientras creación y construcción suponen un proceso que tiene creadores o constructores y responde básicamente a los planes o intenciones de alguien, formación es un término mucho más neutral que se limita a dar cuenta de un proceso en el que algo va cobrando una determinada forma hasta adquirirla clara y distintamente. Acepta la posibilidad de que el proceso estudiado no sea un resultado intencional, sino una consecuencia que se ha acabado por afirmar sin responder a la intención de nadie.

La conceptuación de la génesis del Estado nacional en términos de formación conecta con una tradición que, en las ciencias sociales, viene de lejos (Tocqueville, Marx, Weber, Simmel, Elias) y sigue siendo sólida en la actualidad (Mann, Tilly). Los procesos cruciales de cambio social han de ser entendidos como consecuencias no intencionales de acciones intencionales y, por lo tanto, como procesos básicamente ciegos que no responden a plan alguno.

Hay dos perspectivas plausibles para abordar la génesis del Estado nacional. Una concibe el proceso como el de la estatalización de la nación; la otra, como el de la nacionalización del Estado. En el primer caso, se supone que la nación preexiste al Estado y que el proceso transcurre a lo largo de dos fases básicas: una inicial de autoconciencia de la nación y otra posterior en que se autoorganiza en términos estatales. En el segundo caso, por el contrario, se supone que las estructuras estatales son previas a la nación y que el Estado nacional se forma en un proceso, identificativo o reactivo y más o menos exitoso, de nacionalización.

La segunda perspectiva es más realista o históricamente más plausible. En términos históricos, el proceso inicial se pone en marcha originariamente en Europa occidental desde el siglo XV hasta la segunda mitad del XVIII; por su parte, el proceso específico de nacionalización arranca significativamente en tiempos cercanos a la Revolución de 1789 y no se cierra hasta el siglo XX, coyuntura en la que se mundializa de la mano del proceso contrario de globalización.

Las razones de una opción a favor de la sociología histórica en este campo de estudio han sido suficientemente argumentadas en los último años. Sintéticamente, para hacer inteligible el Estado es necesario tomar en consideración, en términos historiográficos precisos, el proceso de su génesis y formación, atendiendo tanto a la especificidad de las condiciones iniciales de que arranca, como a la singularidad de las trayectorias históricas de su constitución y a los márgenes de variación de sus resultados finales.

El problema de la formación del Estado nacionalEn lo que atañe a la ingente literatura histórico-sociológica actual, tres son las perspectivas

de indagación dominantes. La primera perspectiva es la de Marx y su plural tradición. El problema de Marx es el de dar razón de la formación del Estado en el marco de la génesis, estructura e historia propia del capital. La segunda perspectiva es la de Weber y su problema es el de reconstruir la génesis de un tipo de Estado cuyo principio de legitimación y cuyas características administrativo-organizativas constituyen novedades que sólo aparecen claramente en Occidente. La tercera y última perspectiva es más reciente. La ha protagonizado Moore (1976). El problema de Moore es el de dar cuenta del conjunto de circunstancias que han llevado a que las nuevas maquinarias estatales se hayan bifurcado en dos tipos de formas de gobierno, unas tendentes hacia la democracia y otras hacia el autoritarismo.

El problema de Weber es especialmente próximo a lo que nos ocupa: el surgimiento de un tipo de Estado que hizo posible su ulterior nacionalización. La solución del problema de Weber tiene dos caras. Por un lado, precisa especificar las características del Estado que, como resultado final, se está indagando; por el otro, ha de dar cuenta del proceso histórico de su

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formación. Sabido es que Weber propuso una definición general del Estado en la que se enfatizaban tres componentes: la territorialidad, el monopolio de la violencia y la pretensión de legitimidad.

El Estado que se acaba formando en el período histórico estudiado tendría las notas genéricas de la territorialidad, el monopolio de la violencia y la legitimidad y adquiriría las notas diferenciales de la organización burocrática y la dominación legal. Weber es muy explícito sobre el concurso de factores que empujan a los aparatos administrativos de dominación hacia la burocratización. En efecto, dando cuenta de lo que denomina “supuestos sociales y económicos” de la administración burocrática, propone la siguiente batería de factores:

a) desarrollo de una economía monetaria,b) nuevos medios de comunicación a disposición del aparato de dominación,c) ampliación de las funciones administrativas del Estado,d) concentración de los medios materiales (de dominación) en manos del imperante,e) nivelación social y económica de los grupos políticamente dominados,f) superioridad técnica de la burocracia sobre cualquier otra organización.A y B son factores que conectan el problema de Weber con el problema de Marx, pues

hacen referencia a cambios económicos y tecnológicos que inciden sobre el proceso de burocratización del Estado y, por lo tanto, a sus condiciones externas o extra-políticas. El factor F desborda el problema de la génesis para situarse propiamente en el de la reproducción. Son los otros tres factores reseñados los que se sitúan total (C y D) o significativamente (E) en el campo específico de las relaciones de dominación política.

Los cambios en los medios de comunicación, el incremento de funciones estatales, la concentración en la disputa política de los medios de administración y la relativa nivelación de los súbditos han de incidir decisivamente sobre la territorialidad del poder político-estatal. Permiten la consolidación de un centro territorial del poder (capital o corte), una ágil y rápida comunicación entre ese centro y la periferia, una penetración intensiva del Estado en aspectos variados de la vida social y una homogeneización político-territorial. Son estos cambios en la base territorial del Estado los que constituyen las condiciones de posibilidad de la burocratización.

Por su parte, el desarrollo de las redes de comunicación, la concentración de medios administrativos y la nivelación política de los súbditos generan cambios en la capacidad del Estado para monopolizar efectivamente la violencia. Por último, el desarrollo de una economía monetaria, la ampliación de la esfera de acción estatal y la ya reseñada nivelación de los súbditos crean las bases para conmover viejos principios de legitimación y abren la posibilidad de una racionalización jurídica que se plasmará en términos de legalización de la dominación.

La situación de partida y la constitución del sistema europeo de estados soberanosTilly ha subrayado especialmente la diferencia entre la situación política de Europa a finales

del s. XV y la que emerge tras la Revolución de 1789 y se va definiendo paulatinamente durante el siglo XIX. La Europa de 1490 era una región muy fragmentada políticamente. Coexistían organizaciones estatales muy diferentes que pueden reducirse a tres tipos básicos: imperios, ciudades-estados y estados proto-nacionales. Diferían tajantemente entre sí en términos de las soluciones que acordaban a los problemas básicos de la soberanía estatal: la territorialidad, el monopolio de la violencia y su principio de legitimidad.

Al final el Estado nacional se impuso primero configurando el mapa político de la Europa del XIX; más tarde, ya en el XX, mundializándose. En el marco de estas líneas de continuidad mantenedoras de la diversidad inicial surgen dos datos nuevos que confieren unidad a la situación. El primero se refiere a una nueva semántica de la política que es signo en toda Europa del surgimiento de una nueva maquinaria estatal a la que hay que dar sentido. El segundo es la formación y consolidación de un sistema europeo de Estados.

Surge un nuevo léxico político europeo y líneas innovadoras de su significación. Los conceptos clave son Estado y soberanía. El status medieval, que hacía referencia a la situación o condición de poder del monarca, pasa a concebirse como una concentración de poder separada y objetivada institucionalmente que asegura la pacificación y estabilización de las relaciones políticas. Ese Estado estable y pacificador se articula en términos de soberanía.

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La evidencia histórica muestra que los Estados europeos de la época eran convulsos e inestables y que la soberanía, como voluntad incontestable del príncipe, era logísticamente imposible y se mostraba más bien como voluntad compartida y/o contestada. El nuevo Estado y la nueva soberanía eran más pretensiones doctrinales que realidades políticas. La nueva semántica nos proporciona un buen retrato de situación del problema general de las organizaciones políticas de la época. Es claro en qué consiste: la formación de un Estado soberano.

El cierre de espacios que asegura la soberanía del Estado es, pues, liberación frente al poder de otros y unificación interna del propio poder. Tales son las condiciones de posibilidad de surgimiento del Estado soberano. Las implicaciones de este hecho son relevantes. La primera de esas implicaciones es que la soberanía se ha de afirmar doblemente, tanto cara al interior (inclusión) como al exterior (exclusión) de la frontera trazada. La segunda es que la soberanía estatal se construye y afirma en el marco de otras soberanías competitivas, lo que exteriormente se traduce en forma de un sistema de Estados. La tercera implicación es que la lógica comunicativa de esa construcción es la de la violencia: los Estados soberanos se construyen comunicándose violentamente hacia el exterior y el interior.

El sistema europeo de estadosA lo largo del siglo XVI, sobre el territorio de una Europa limitada se van configurando los

rudimentos de un sistema de Estados de base territorial más amplia que las pequeñas entidades italianas. Un sistema que todavía vive parcialmente dominado por el doble legado de la Edad Media: la idea de un Imperio de soberanía limitada sobre territorios dispersos y la interferencia religiosa en la política de Estado. Es la Paz de Westfalia (1648) la que consolida el sistema emergente en sus rasgos fundamentales y se consagra la secularización de la política. A partir de ese momento, el sistema se expande al conjunto de Europa.

El sistema es dinámico tanto en términos espaciales como en sus relaciones internas. Espacialmente se expande desde el Mediterráneo hacia el Atlántico, desde el Oeste hacia el Este de Europa y de ésta hacia sus colonias mundiales. Su dinamismo interno resulta de la precariedad de la situación de los miembros en su interior y las cambiantes relaciones (enfrentamientos y alianzas) de éstos. Su complejidad resulta de su interna diversificación regional, del cúmulo de variables (dinástico-patrimoniales, religiosas, mercantiles, geopolíticas) que intervienen en las relaciones y de la fragilidad de los acuerdos en los que desembocan las confrontaciones bélicas. Los conflictos civiles (sucesiones, rebeliones locales o regionales, “guerras civiles”) de cada Estado se convierten con facilidad en conflictos bélicos entre Estados, mostrándose así la frágil distinción entre procesos “externos” e “internos”.

Lo relevante es que es el sistema el que proporciona incentivos hacia la convergencia de organizaciones políticas muy diferenciadas entre sí. La constatación de este hecho es la base para postularlo como el precipitante fundamental de la burocratización-legalización de los Estados que en él se enfrentaban.

El sistema de Estados rivales impidió en Europa el triunfo del Imperio, precipitando la racionalización de los Estados enfrentados y creando las condiciones óptimas para el afianzamiento y la expansión de un capitalismo que, a su vez, realimentó la racionalización del Estado. En definitiva, la racionalización estatal es análoga a la racionalización económica: producto de la competencia y de la supervivencia de los que alcanzan un grado mayor de eficiencia.

El lenguaje básico y reiterado fue el de la guerra. Así pues, antes de precipitar un diagnóstico, lo que habrá que averiguar es en qué consistía ese lenguaje de la guerra, qué efectos tuvo sobre las maquinarias estatales y qué conjunto de circunstancias lo hicieron posible.

La revolución militar y los estadosEn 1955 Roberts propuso la idea de que en el siglo XVI se había asistido en Europa a una

revolución militar que, transformando radicalmente (en su técnica, volumen y organización) el arte de la guerra, había tenido efectos profundos sobre la política y la economía. Se entiende por revolución militar las hondas transformaciones en el armamento, la organización, la táctica, la estrategia y el volumen de los ejércitos que, aparecidas de forma todavía parcial en la Italia del siglo XV, se consolidan y desarrollan en los siglos XVI y XVII, dominando el arte de la guerra

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hasta la segunda mitad del s. XVIII. Esta revolución afectó tanto a la guerra terrestre como a la guerra en el mar.

La novedad fundamental en el armamento resultó de la utilización de la pólvora, que permitió la fabricación de nuevas y más eficaces armas personales y, sobre todo, el desarrollo de la artillería pesada de asedio. Ambas innovaciones supusieron la crisis definitiva del tradicional arte de la guerra medieval basado en la caballería pesada de los señores feudales y sus castillos de altos muros de piedra.

En términos de organización militar se pasa de un ejército de señores o de ciudadanos a un ejército de mercenarios que son reclutados, administrados y controlados por los poderes políticos. Este tipo de ejército mercenario, formado por tropas “nacionales” o extranjeras, basado en la soldada y con un núcleo importante de tropas permanentes, va a ser el modelo característico de la organización militar a lo largo del período. Es el tipo dominante y la base de los ejércitos europeos hasta finales del siglo XVIII. En términos logísticos, estos ejércitos son aprovisionados básicamente por contratistas privados que contratan con los Estados para las distintas campañas.

Otras innovaciones fundamentales se refieren a aspectos tácticos y estratégicos: primacía de la guerra de asedio, organización en unidades de tamaño pequeño y controladas centralmente, racionalización extrema de los movimientos de las unidades. El primer rasgo es decisivo para comprender las características de las campañas bélicas, su larga duración, el volumen creciente de los ejércitos y el incremento imparable del gasto que las guerras comportan. El segundo y tercero aparecen claramente en los ejércitos holandeses, que innovaron (trincheras, instrucción en el uso de armas, movilidad de las unidades) decisivamente frente a los tercios españoles. Estas innovaciones permitieron el crecimiento espectacular del volumen de los ejércitos.

El proceso de transformaciones en el arte de la guerra fue lento y en muchas regiones de la belicosa Europa no fue completo. Por otro lado, las múltiples innovaciones, lo mismo que abrían posibilidades en las confrontaciones entre Estados, marcaban estrictos límites que no se superarían hasta la gran crisis bélica de la Revolución o incluso hasta bien entrado el siglo XIX.

Parker ha destacado que la revolución militar estuvo durante mucho tiempo circunscrita al viejo espinazo de la Europa urbana. Es más, hasta 1730 corrieron en paralelo dos tipos muy diferentes de confrontaciones bélicas: las costosísimas y lentas guerras de asedio en Europa occidental y las más rápidas y económicas guerras en campo abierto de Europa oriental.

Límites de la revolución militarEn términos tanto ofensivos como defensivos el nuevo arte de la guerra proporcionaba una

eficacia muy superior a los modos tradicionales de guerrear. La expansión mundial de los Estados europeos de la época no hubiera sido posible sin contar con los nuevos ejércitos y las nuevas marinas dotadas de barcos rápidos, bien artillados y que revolucionaron el arte de la guerra en el mar.

Los ejércitos del siglo XVIII no se diferenciaban básicamente de los ejércitos más desarrollados de los dos siglos anteriores: ejércitos de movimientos lentos, largos asedios, campañas nunca definitivas, guerras de desgaste. Sólo las transformaciones de la segunda mitad del XVIII (organización más flexible, aparición de infantería y caballería ligeras, artillería más ligera, mejora de la topografía, aparición de Estados mayores, etc.) supondrán un paso cualitativo que irá más allá de los límites fijados por las innovaciones bélicas del siglo XVI.

Con todo, estas limitaciones intrínsecas del nuevo arte de la guerra son, en gran parte, hijas de las limitaciones externas. Las fundamentales fueron económicas. El sistema de comunicaciones europeo no era en el XVIII cualitativamente superior al de los siglos anteriores y las campañas tendían todavía a desarrollarse de forma estacional, dependiendo del buen tiempo y de las buenas cosechas.

Efectos de la revolución militarSi interesa la revolución militar es por sus previsibles efectos sobre el proceso de formación

de los Estados europeos. Desde Weber se ha venido insistiendo sobre la centralidad que en la configuración de los aparatos de dominación tiene la específica organización militar.

Es evidente que todo apunta a que no podemos dejar de lado las relaciones del arte de la guerra con el proceso de formación de Estados. Lo que habrá que determinar es qué efectos tuvo lo uno sobre lo toro y hasta que punto podemos reconducirlos a un esquema o modelo general. ¿Qué efectos tuvo la nueva guerra sobre los plurales Estados de la época? A la hora de

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responder hay que ser prudente y descomponer la pregunta en tres: ¿fue la nueva guerra un mecanismo selectivo para los distintos estados? ¿supuso el nuevo arte de la guerra, directa o indirectamente, un incremento apreciable en la burocratización de los Estados que lo practicaban? ¿generó la revolución militar una respuesta en términos de centralización y autoritarismo crecientes de las maquinarias estatales?

Con relación a la primera pregunta, la contestación, obvia y sólida historiográficamente, sólo puede ser afirmativa, pues es evidente que las guerras libradas en el sistema europeo de Estados actuaron como un mecanismo selectivo, haciendo desaparecer a algunos Estados, consolidando otros y problematizando la supervivencia de los restantes.

Así pues, es evidente que la guerra fue un problema decisivo en la formación del Estado durante toda esa época y que se trataba de un reto muy exigente que no estaba al alcance de la capacidad demográfica, económica y organizativa de muchas de las maquinarias estatales.

Al adentrarse en la organización efectiva de esos ejércitos numerosos y complejos, el retrato que resulta no casa plenamente con el de la burocracia racional: ejércitos indisciplinados dados al botín y al pillaje, con altísimos niveles de deserción; los cuadros de mando no eran seleccionados según capacidad; la formación de la tropa estaba en manos de empresarios semi-privados que actuaban como reclutadores; el armamento era heterogéneo; existían carencias de suministros. Todo ello está muy lejos de la imagen de un ejército organizado burocráticamente que prefigure un Estado del mismo tipo. El más próximo a esta imagen fue el ejército prusiano del XVIII, rígidamente jerárquico y disciplinado por el látigo.

Todos los Estados sufrieron el impacto de la guerra, ese impacto fue crítico: generó una situación en la que se tuvo que proceder a cambios sustantivos. Es evidente que Estados como el prusiano y el ruso, que se edificaron en gran parte como respuesta al impacto de la guerra, se aproximaron más al modelo de la centralización y el autoritarismo. Pero no menos cierto es que no ocurrió lo mismo en casos tan dispares como la España de los Austrias o su rival, las Provincias Unidas. Thompson ha mostrado cómo el desesperado esfuerzo bélico que llevaría a la monarquía española a la ruina, lejos de provocar una centralización y una disminución autoritaria de la autonomía de los poderes locales, supuso lo contrario: descentralización del aparato militar, concesión de privilegios a los poderes locales, privatización del esfuerzo bélico.

Las Provincias Unidas preservaron su organización política descentralizada y su régimen plutocrático de gobierno. La lógica comunicativa de la guerra, que conformó y dinamizó el sistema europeo de Estados, tuvo las características novedosas que se indican en la propuesta de la revolución militar. Generó guerras muy exigentes y estableció un mecanismo selectivo para todas las maquinarias estatales. Pero no resulta tan claro que la nueva guerra supusiera un paso decisivo hacia un ejército compactamente burocratizado que prefigurara la suerte ulterior de los aparatos estatales, gracias a una suerte de militarización del Estado.

Los dineros de la guerraEl nuevo arte de la guerra era caro. Lo era en razón de todos sus componentes

fundamentales: la soldada de voluminosos ejércitos en campaña, aprovisionamientos, nuevos armamentos, edificación de bastiones defensivos, prolongados asedios, construcción de naves de guerra, alimentos para marinería, etc.

Todo esto rebasaba la capacidad fiscal de las endebles maquinarias estatales patrimoniales, generando una crisis profunda de la que surgieron distintas respuestas fiscales, variación que es decisiva a la hora de dar cuenta de la formación del Estado. Mann proporciona una visión de conjunto de la evolución fiscal que se puede resumir en tres puntos: a) hasta bien entrado el siglo XVIII el Estado no dispone de una parte considerable de la renta nacional; b) de los siglos XII a XVI se asiste a una fluctuación de las rentas del Estado ligadas a la coyuntura de guerra/paz; a partir del XVI hay un incremento de los ingresos; c) durante todo el periodo, los gastos estatales son básicamente gastos ligados a la empresa bélica; sólo en el XIX empiezan a crecer significativamente los gastos civiles.

Los Estados son entonces débiles a la hora de penetrar fiscalmente en sus territorios soberanos y disponen de una parte muy limitada de la renta nacional. El segundo rasgo muestra el cambio que comportó la revolución militar: los presupuestos estatales dejan de fluctuar en función de puntuales aventuras guerreras para incrementarse y dotarse de estabilidad. El tercer

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rasgo muestra lo que es característico de las maquinarias estatales pre-nacionales: las arcas estatales son arcas para la guerra, los gastos militares dominan totalmente los gastos del Estado.

El problema emergente es dar cuenta del proceso a lo largo del cual los Estados adquirieron mayor capacidad de penetración fiscal, consiguiendo hacerse con una parte relevante de las rentas de sus súbditos en pos de sus aventuras guerreras y superando los estrechos límites fiscales a que estaban sometidos tradicionalmente.

Los estados patrimoniales tuvieron que transformar más traumáticamente sus maquinarias fiscales para evolucionar del Estado patrimonial al Estado fiscal. Es evidente que, cuando lo consiguieron, lo lograron en forma muy distinta, tanto por su eficacia recaudatoria como por las estructuras estatales resultantes.

Techos fiscales del EstadoPara dar cuenta de estas variaciones, tomemos en consideración los tres techos fiscales

con los que se topan las maquinarias estatales, es decir, los limites a que está sometida su capacidad recaudatoria. El primero es un techo económico: la capacidad de recaudar impuestos depende siempre de la riqueza del territorio y especialmente de la monetización de su economía, pues en tal caso se requiere un menor esfuerzo coactivo-organizativo para detraer recursos.

Es evidente que un Estado tendrá un techo económico tanto más elevado cuanto más desarrollada monetariamente esté su economía. Pero no es el único límite. Hay otro inscrito en el Estado mismo: su techo administrativo. Es la muestra de su capacidad o poder infraestructural, es decir, de la organización de que dispone para recaudar por sí mismo eficaz y económicamente.

El tercer techo es el político. En el marco de las posibilidades que fijan los dos anteriores, la capacidad recaudatoria del Estado estará determinada por las resistencias o la colaboración que muestren los potenciales contribuyentes. Más allá de un determinado nivel de presión fiscal se habrá superado el techo político y los requeridos contribuyentes, siempre que dispongan de los medios organizativos adecuados y cuenten con potentes alianzas sociales, se rebelarán.

Los tres techos están interrelacionados. Un alto techo económico compensará un bajo techo administrativo y/o un bajo techo político. La capacidad recaudatoria del Estado será el producto de la específica combinatoria de las tres variables. Tilly ha destacado que los distintos recursos que el Estado puede obtener (impuestos indirectos, tributos, renta, bienes inmuebles, etc.) dependen de las condiciones económicas, administrativas y políticas (economía monetizada, eficacia administrativa, capacidad coactiva eficaz, consenso político).

Ante el incremento de los gastos de la guerra, los estados del siglo XVI tuvieron que recurrir al expediente ya utilizados anteriormente: endeudarse. Se trataba de préstamos ligados a las sucesivas campañas bélicas, obtenidos en el propio territorio o en los mercados externos, a corto plazo y con altos intereses. La deuda se fue acumulando y, como solución, se intentó forzar la obsoleta maquinaria fiscal patrimonial para incrementar la capacidad recaudatoria del Estado: subiendo impuestos, vendiendo bienes, títulos y cargos, requisando joyas, oro y plata, estableciendo moratorias de pago, creando monopolios, imponiendo préstamos forzosos, acuñando moneda, depreciando moneda, declarando bancarrotas, etc.

Su eventual éxito coyuntural no oculta su fracaso estructural. Económicamente fracasaron porque la rapiña del Estado agotó la economía de algunos países, llevó a la invisibilización de su riqueza, arruinó algunas de las más potentes casas financieras, alimentó el ciclo ruinoso de créditos, convirtió a los capitalistas en rentistas dependientes del Estado, etc. políticamente, la presión del Estado, al desbordar los límites tradicionales de lo legítimo, generó fuertes crisis políticas.

Capitalización y coerción intensivas¿Cómo lograron salir los Estados del atolladero si su sistema comunicativo era la guerra y

ésta requería más y más dinero? Los dos extremos se pueden denominar vías de capitalización intensiva y de coerción intensiva (Tilly). Entre ambos extremos se sitúan posiciones equidistantes o que se acercan más a alguno de los polos. A lo largo del período las distintas maquinarias estatales mantuvieron básicamente su impotencia administrativo-recaudatoria y tuvieron que recurrir típicamente a la ayuda o colaboración de los poderes locales o de capitalistas privados a los que se cedía el cobro de los impuestos.

La capitalización intensiva lleva al Estado fiscal plutocrático: sobre la base de una economía muy desarrollada en términos monetarios se va conformando un estado que puede enfrentar los

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retos militares contando con recursos suficientes, relativamente fáciles de recaudar y sobre cuya administración tienen un acceso privilegiado los grupos que dirigen su avanzada economía. La coerción intensiva lleva al Estado patrimonial autoritario: en un país poco urbanizado y con escaso desarrollo de la economía monetaria se va asentando un Estado que, enfrentado al reto militar, construye un aparato autoritario que consigue superar los estrechos límites de su escaso poder infraestructural, integrando coactivamente en su seno a los grupos que posee el poder local.

Las Provincias Unidas (Holanda), en el curso de un larguísimo conflicto bélico con la mayor potencia militar del momento se fue construyendo una maquinaria estatal con una capacidad fiscal que superaba a todos los estados europeos de la época. La administración fiscal estaba descentralizada y privatizada. Se consiguieron más recursos para el Estado sobre la base de una economía monetaria desarrollada y un eficaz sistema de impuestos indirectos sobre el consumo. Pero hubo algo más y fue lo realmente decisivo: la revolución fiscal del Estado mismo. Sus características fueron la emisión de deuda pública a largo plazo, suscripción voluntaria de deuda, respaldo de la emisión por parte de las entidades financieras, pago puntual en los plazos acordados.

El sistema dependía de la confianza pública y de la necesidad de preservar la independencia frente a potencias rivales. Pero también lo hacían porque ellos mismos administraban políticamente los recursos detraídos, contrataban los arrendamientos de impuestos y recibían rentas seguras del Estado.

También en Inglaterra, sobre la base de su economía mercantil y monetizada, se operó la revolución financiera según el modelo holandés, aunque en el seno de una sociedad menos homogénea y en la que retenía un mayor poder la aristocracia terrateniente. En los dos casos reseñados estamos ante variantes más o menos puras de un mismo modelo. El problema fiscal que generaron los crecientes gastos de la guerra fue solucionado por medio de un nuevo Estado fiscal, que iba más allá de las rudimentarias técnicas del Estado patrimonial y detraía sus recursos de una economía desarrollada mercantilmente que él mismo impulsaba. A la par, se elevó el techo político de la fiscalidad siguiendo una modalidad típica: incorporando a los propietarios de capital al Estado mismo, dándoles cobertura, orientando la política militar atendiendo a sus intereses.

Muy distinto es el caso de Rusia, que presionada militarmente por Suecia y Polonia, se vio abocada a la construcción de una maquinaria estatal y militar que pudiera competir y asegurar su soberanía como Estado. Lo consiguió pero fue resultado de un pacto entre un Estado patrimonial autoritario y una nobleza terrateniente que se incorporó masivamente a la maquinaria estatal. El Estado se apoyó en la nobleza que disponía del poder local, convirtiéndola en mediadora fiscal, es decir, responsabilizándola de la recaudación de los impuestos que pesaban sobre los campesinos. Así se siguió manteniendo un techo económico muy bajo: sólo un tercio de los impuestos llegaban realmente a las arcas del Estado. Pero la extensión del territorio y sus bases demográficas conseguían compensar la baja intensidad fiscal. Lo fundamental era la ampliación del techo político conseguida en términos coactivos.

Entre los extremos que suponen las Provincias Unidas y Rusia se sitúan los distintos estados europeos. Lo característico en ellos fue su compleja combinatoria de elementos propios del Estado fiscal y del Estado patrimonial. Es en este contexto donde se hacen relevantes las diferencias en grado de autoritarismo, los niveles variables de burocratización, la legalización variable de la dominación y el grado de incidencia del capitalismo sobre la formación del Estado.

El Estado, la ciudad y la corteLa construcción de la soberanía, como fijación de una frontera que separa lo interior de lo

exterior, comportó una lógica comunicativa específica, la de la violencia, que pacificaba en el interior y guerreaba en el exterior. Su fruto fueron los Estados y su sistema. En la búsqueda de recursos para la guerra se afianzaron maquinarias estatales diferentes entre sí.

La ciudad era el lugar de los capitales que hacía viable al Estado fiscal, la corte era el centro del poder de un Estado patrimonial desde el que se pretendía ejercer el control sobre unos poderes locales tan odiados como indispensables. Tilly señala cuatro actividades básicas de los Estados que se conformaron durante la época:

- La construcción del Estado mismo por medio de la supresión o neutralización de sus rivales internos.

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- La guerra y su preparación.- Obtención de recursos para la realización de las tareas del Estado.- Protección aparentemente frente a otros, pero en realidad frente a sí mismo.Las dos primeras actividades muestran la formación de la soberanía como construcción de

frontera, la tercera se refiere a las condiciones necesarias para conseguirlo y la cuarta a los apoyos sociales en los que se base tal construcción.

La victoria en la guerra podía servir para mantener la soberanía interior y la formación de la propia soberanía era condición para campañas costosas y duraderas. La formación de un Estado interiormente soberano comportaba un esfuerzo unificador. Las dificultades espacio-temporales para la comunicación y control efectivo entre puntos distantes del espacio impedía que los príncipes de territorios extensos tuvieran, desde el centro en el que se ubicaban, un control efectivo sobre la periferia. Es un límite que ha afectado a todos los grandes imperios.

La nobleza propietaria de tierras y sus bases autónomas de poder local minaban la capacidad del centro estatal para constituir una soberanía eficaz. Esto comportaba problemas recurrentes de carácter jurídico, militar y fiscal. La soberanía interna sólo se pudo cumplir en razón de pactos, equilibrios frágiles y estabilizaciones precarias. Kamen señala que es engañoso hablar de absolutismo o contraponer tajantemente estados absolutistas a Estados constitucionales. Los estados de la época no se constituyeron sobre una soberanía unitaria que irradiara del centro a la periferia ni alcanzaron nunca tal situación de poder.

Siempre fue prerrogativa del monarca medieval el derecho de administrar justicia. Pero al hacerlo reconocía los derechos de la comunidad pacificada. Eran derechos políticos en disputa, pero también derechos de propiedad. De los equilibrios cambiantes y precarios en este matrimonio entre Leviatán (Hobbes) y la Propiedad (Adam Smith) nacieron hijos muy dispares: señores convertidos en propietarios, monopolios estatales, políticas mercantilistas, mercados eficientes.

La actividad de construcción del Estado se relacionaba intensamente con la protección. La construcción de la soberanía interna se relacionaba con el asentamiento de lazos privilegiados entre la maquinaria estatal emergente y específicos grupos sociales que conseguían, plena o parcialmente, el reconocimiento de sus nuevas o tradicionales demandas socioeconómicas.

Las cuatro actividades fundamentales de los Estados en este período (autoconstrucción, guerra, extracción y protección) muestran la complejidad de su proceso de formación. La ciudad fue soporte de los dineros de la guerra y la corte centro de decisión de las aventuras guerreras. Pero también fueron algo más. La ciudad fue un centro de poder históricamente autónomo, con instituciones políticas propias y una específica élite política. La corte fue también centro de irradiación de la soberanía interna y jardín y prisión de la nobleza.

Las ciudades europeasWeber llamó la atención sobre la especificidad de la ciudad medieval europea: una entidad

autónoma política y militarmente, producto de la conjura de los ciudadanos contra sus señores legítimos, defendida por sus murallas y sus milicias, pero siempre sede de artesanos y comerciantes. Esas ciudades, organizadas formalmente como ciudades-estado, florecieron en la Europa de la Edad Media y seguían llenas de vitalidad a principios de la Edad Moderna.

Se ha cifrado en el 5,6% el porcentaje de población urbana europea en 1500. Lo relevante es que, desde el principio, su distribución no fue homogénea. Había regiones como la Italia del Norte y los Países Bajos, en las que la población urbana se situaba entre el 13 y el 23% de la población total. En los siguientes siglos esta pauta de distribución desigual se mantuvo.

Las ciudades semiautárquicas medievales dieron paso a un sistema urbano mucho más integrado que a lo largo del siglo XVII se fue jerarquizando según se iba desplazando su núcleo hacia los centros comerciales atlánticos basados en el comercio colonial. Los núcleos más importantes eran aquellos donde se concentraba la expansiva economía mercantil y monetizada. Sus núcleos fueron sucesivamente Venecia, Rotterdam-Amsterdam y Londres (ya en el siglo XVIII), es decir, la geografía histórica del capitalismo.

Las ciudades habían generado sus propias formas de organización estatal que habían competido con otras de base territorial, económica y demográfica muy diferente. Aparentemente, esa disputa se saldó con una victoria de las nuevas monarquías territoriales sobre las ciudades-estado. La construcción del Estado quedó condicionada por la concentración o potencial urbanos

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de las distintas zonas de Europa. Allí donde era máxima se generó un tipo de Estado que difería de aquéllos formados en zonas de menor o mínimo desarrollo urbano. Las zonas urbanas fueron la cuna de la revolución militar, donde se preservaron las ciudades-estado independientes y donde más dificultades tuvo y más tardía fue la constitución del Estado nacional decimonónico.

La ciudad fue un obstáculo en el proceso de formación de los Estados de amplia base territorial y demográfica que se afirmarán como Estados nacionales en el siglo XIX. Planteaban formas estatales alternativas pero también fueron uno de sus pilares. Allí donde las ciudades eran pocas, aisladas y pobres, los Estados se tuvieron que formar siguiendo una vía exclusivamente coercitiva (Rusia). Sólo allí donde las ciudades y sus capitales eran accesibles pero no abrumadores pudieron surgir potentes maquinarias estatales que combinaban capacidad coercitiva con recursos financieros.

Los equilibrios suponían la preservación de instituciones municipales más o menos autónomas y la integración de los burgueses en el circuito económico del príncipe y en su circuito de respetabilidad estamental (ennoblecimiento, honores, etc.). El monarca era consciente de que necesitaba a aquéllos que sometía. Tenía que preservar sus bases locales de dominio y ejercer patrocinio y protección sobre sus actividades, asentar y promover los derechos de propiedad que creaban la riqueza que él mismo precisaba.

Las cortes principescasLa corte era el lugar de encuentro de la nobleza y el monarca. Sus relaciones estaban

dominadas por una mezcla ambivalente de subordinación y reciprocidad. El honor estamental confería al noble una calidad que lo igualaba al monarca mismo, pero el reconocimiento de esa calidad dependía de la subordinación que la lealtad exigía. Los monarcas habían encontrado en la nobleza terrateniente el principal obstáculo en su carrera hacia la soberanía. En razón de ello fueron sus enemigos y éstos execraban el despotismo real y exaltaban las idealizadas libertades feudales. Pero se trataba de enemigos irreconciliables y, a la vez, dependientes: tenían que luchar entre sí, pero sin destruirse mutuamente. Los límites logísticos del poder central y la fuerte implantación local de la nobleza conspiraban para que el poder central no pudiera prescindir de ella para gobernar.

La instauración de la corte expresaba y pretendía resolver este dilema. Así, la corte era jardín encantado y prisión para los orgullosos aristócratas. Jardín porque el acceder a ella constituía la aspiración de la nobleza y prisión porque era el síntoma de la pérdida de una anterior independencia.

Lo mismo que las monarquías precisaban del concurso de los burgueses de la ciudad, necesitaban la colaboración y el sostén de la nobleza terrateniente. Por lo demás, ambos grupos podían diferir y marcas sus fronteras de formas muy variables pues allí donde estaban sólidamente implantados acababan confundiéndose o difuminando sus límites de distinción. Los príncipes protegían a la nobleza eximiéndola de impuestos, reconociendo sus ancestrales derechos de señorío y concediéndole rentas y mercedes.

De este modo, al lado de los Estados de base urbana, se asentaron estados en los que la tierra y la ciudad se equilibraban en un pacto no expreso pero efectivo entre príncipes, burgueses y nobles terratenientes.

De vuelta al problema de WeberLos problemas ligados a la territorialidad, el monopolio de la violencia y la legitimidad han

sido decisivos en el proceso de formación de los futuros Estados nacionales. Pero lo que no se ha podido corroborar es que ese proceso se haya desarrollado en el sentido de una burocratización y legalización crecientes de los sistemas de dominación.

Los Estados, que tras la Revolución Francesa se adentrarán en la vía de la “nacionalización”, eran todavía en la segunda mitad del siglo XVIII heterogéneos entre sí e internamente. Se habían ido conformando siguiendo vías distintas en función de sus éxitos o fracasos en las guerras, el nivel de urbanización de sus territorios, el modo en que habían resuelto sus relaciones con burgueses, aristócratas y campesinos. Pero eran también, como Estados particulares, internamente heterogéneos porque se habían ido modelando según principios diferentes o incluso contradictorios.

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Si la burocratización es el resultado más probable de un concurso de condiciones favorables, habrá que comprobar si tales condiciones se dieron y en qué medida. Por lo que se ha comprobado resulta que: A) algunas de las condiciones no se cumplieron (nuevos y más eficaces medios de comunicación que hicieran factible una administración directa); y B) las otras condiciones relevantes (monetización de la economía, ampliación de la administración, nivelación relativa de los súbditos) se cumplieron sólo parcialmente y en grado distinto según los Estados.

Esto supone dos posibles conclusiones. Una de ellas aseguraría que la burocratización de la dominación político-estatal sólo se hizo significativa cuando se cumplieron todas las condiciones de forma coincidente y, por lo tanto, sólo en los Estados posteriores a la época estudiada. La otra conclusión posible argumentaría que, en razón del número de condiciones favorables y de su grado de incidencia, a lo largo del período se habría asistido a pasos más o menos firmes en la reconfiguración burocrática de Estados que básicamente contaban con una administración patrimonial.

Algunas formas históricas del capitalismo son claramente compatibles con el patrimonialismo y el capitalismo racional no sólo es afín a la burocratización sino también a un régimen plutocrático de notables. Por tanto, la monetización de la economía (rasgo capitalista) es compatible con el Estado patrimonial, el burocrático y el plutocrático basado en notables. Analizando el legado del feudalismo europeo, Weber propone distinguir entre dos polos extremos del patrimonialismo, el estamental y el patriarcal, mostrando que si en Europa el feudalismo tendió típicamente a derivar hacia el Estado estamental, éste a su vez tendió hacia el patrimonialismo patriarcal que permitió un alto desarrollo de la burocracia de los príncipes.

Weber distinguió pautas distintas de la transformación histórica del Estado en Occidente, no todas conducentes a la burocratización. Una extrema sería aquella economía capitalista desarrollada en el que se consolidaron formas estatales plutocráticas basadas en la dominación de notables. Otro tipo extremo sería que la gran concentración de los medios de coacción en manos del príncipe propició un desarrollo de la burocratización sin desarrollo autónomo del capitalismo.

ResumenLa formación del estado nacional fue un proceso multisecular que exhibe las características

de no haber sido ni intencional (no respondió al designio de individuos o grupos homogéneos sino que resultó de un complejo de consecuencias no intencionales), ni lineal (no fue un progreso constante, hubo interrupciones) ni necesario (surgió de múltiples contingencias que hacían posibles itinerarios muy distintos).

Ese proceso arrancó en una coyuntura en la que diversas maquinarias estatales enfrentaron el problema común de la construcción de la soberanía. Esto llevó a la fijación de fronteras firmes y se consolidó en la forma de un sistema de Estados, muy diferentes entre sí, pero unidos por un tipo decisivo de comunicación, la guerra. La revolución militar comportó un aumento de los gastos y la universalización de una crisis fiscal que sería resuelta de manera muy diferente. Las dos soluciones polares están representadas por el Estado fiscal plutocrático y el Estado fiscal autoritario.

Esta divisoria en la conformación de los Estados resultó también del modo consecuente en el que se iba constituyendo interiormente la soberanía y de las relaciones privilegiadas que se fraguaban entre el Estado y algunos de sus súbditos. En un extremo se situaban aquellos Estados que, erigidos sobre territorios ampliamente urbanizados, consolidaron relaciones privilegiadas con las ciudades y su patriciado. En el otro extremo, aquellos otros que, constituidos sobre sociedades agrarias escasamente urbanizadas, consolidaron sus fuentes básicas de poder gracias a la incorporación masiva de la nobleza al aparato estatal. Entre ambos extremos, la mayoría de los Estados se iban consolidando en el marco de una relación compleja y nunca armoniosa entre la ciudad y la corte.

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