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III DOMINGO DE PASCUA, CICLO C Lecturas: Hch 5, 27b-32.40b-41; Ap 5, 11-14; Jn 21, 1-19. La resurrección es un acontecimiento inefable. No se puede decir con palabras, porque es demasiado grande, sublime, nos sobrepasa totalmente. Por eso, cuando el Nuevo Testamento habla del Resucitado, no trata de explicar cómo sucedió la resurrección o en qué consistió este misterio de misterios, únicamente transmite una experiencia que transformó de raíz a los seguidores de Jesús. El cambio que acontece en Pedro y los apóstoles es sorprendente, brutal diría. ¿Qué impacto tuvo en ellos la experiencia del Resucitado? Aquel puñado de personas que le conocieron en vida, y que al verle morir desnudo y ultrajado lo habían abandonado por miedo, dejándolo en la máxima vergüenza y soledad, ahora se presentan contentos y llenos de fuerza, cuando sufren ultrajes en nombre de Jesús. Simón Pedro, que había negado a su querido maestro por tres veces, ahora se sostiene con aplomo frente al sumo sacerdote que lo amenaza diciéndole: “¿No os hablamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre.” Pedro ya no desconoce a Jesús, sino que replica convencido en medio del conflicto: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen.” La resurrección no se explica, pero sí se experimenta su poder transformador. Pues grande es el poder del Crucificado-Resucitado. ¿Cómo puede ser que de un proscrito, de un fracasado, de un “maldito que cuelga de un madero” como Jesús, se puedan proclamar cosas tan grandes como las que dice el Apocalipsis? 1

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Homilia del P. Antonio Kuri Breña, M.Sp.S.

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III DOMINGO DE PASCUA, CICLO C

Lecturas: Hch 5, 27b-32.40b-41; Ap 5, 11-14; Jn 21, 1-19.

La resurrección es un acontecimiento inefable. No se puede decir con palabras, porque es demasiado grande, sublime, nos sobrepasa totalmente. Por eso, cuando el Nuevo Testamento habla del Resucitado, no trata de explicar cómo sucedió la resurrección o en qué consistió este misterio de misterios, únicamente transmite una experiencia que transformó de raíz a los seguidores de Jesús.

El cambio que acontece en Pedro y los apóstoles es sorprendente, brutal diría. ¿Qué impacto tuvo en ellos la experiencia del Resucitado? Aquel puñado de personas que le conocieron en vida, y que al verle morir desnudo y ultrajado lo habían abandonado por miedo, dejándolo en la máxima vergüenza y soledad, ahora se presentan contentos y llenos de fuerza, cuando sufren ultrajes en nombre de Jesús. Simón Pedro, que había negado a su querido maestro por tres veces, ahora se sostiene con aplomo frente al sumo sacerdote que lo amenaza diciéndole: “¿No os hablamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre.”

Pedro ya no desconoce a Jesús, sino que replica convencido en medio del conflicto: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen.” La resurrección no se explica, pero sí se experimenta su poder transformador. Pues grande es el poder del Crucificado-Resucitado. ¿Cómo puede ser que de un proscrito, de un fracasado, de un “maldito que cuelga de un madero” como Jesús, se puedan proclamar cosas tan grandes como las que dice el Apocalipsis?

“Yo, Juan, en la visión escuché la voz de muchos ángeles: eran millares y millones alrededor del trono y de los vivientes y de los ancianos, y decían con voz potente: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.» Y oí a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar -todo lo que hay en ellos, que decían: «Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos.» Y los cuatro vivientes respondían: «Amén.» Y los ancianos se postraron rindiendo homenaje.”

El Crucificado, este varón de dolores acostumbrado al sufrimiento, este “que causa espanto, tan desfigurado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano” (Is 52, 13 y ss) ahora es exaltado con la alabanza, la gloria y el poder por siempre. El salto abismal entre una y otra condición es inexplicable. Pero puede experimentarse.

¿Cómo se puede experimentar la resurrección? Se experimenta resucitando, en el aquí y el ahora. Esta es la clave de lectura con la que hoy te invito a descifrar el

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cuarto evangelio. Algo que no puede olvidarse es que el cuarto evangelio se escribió para suscitar y alimentar la fe de unas comunidades singulares que nacieron y se desarrollaron en torno a un personaje también singular: el “discípulo amado”. A esas comunidades les tocó vivir una historia tormentosa al lado de otros grupos, tanto cristianos como no cristianos. La singularidad de lo escrito en cuarto evangelio tiene mucho que ver con la vida de la comunidad o comunidades en cuyo seno se gestó su composición.

En primer lugar se presenta a la comunidad de discípulos, representada en los siete que aparecen: Pedro, Tomás, Natanael, los dos Zebedeos y otros dos (siete es símbolo de totalidad). Toda la comunidad se encuentra desalentada, triste por la pérdida de su Maestro, desorientada. Quieren volver a su vida pasada y olvidarse del asunto. Simón Pedro es el que hace la invitación: “Me voy a pescar.” Los otros contestan: “Vamos también nosotros contigo.” Se acabó. Ha fracasado la aventura. Se han roto nuestras ilusiones.

“Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada.” En esta frase descubro la profunda desolación que embargaba a los discípulos después de los trágicos acontecimientos vividos días atrás. Como los de Emaús, los discípulos están llenos de tristeza, atemorizados, desolados. La sensación de fracaso y de muerte es tan grande, que su vida se ha vuelto estéril; ya no saben ni ejercer el oficio en el que eran expertos, antes de su encuentro con Jesús.

A esta comunidad muerta, totalmente desalentada, se le invita aquí y ahora a resucitar. Porque a la oscuridad de la noche sigue el resplandor de la aurora. Y es en el amanecer, cuando Jesús resucitado se presenta en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. No tienen ojos para reconocerlo todavía. Él les instruye: “Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: No. Él les dice: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces.”

Tal es la fuerza transformadora del Resucitado. Es una fuerza que fecunda a la comunidad, pero que no le ahorra el conflicto. Pues en este texto aparece también una de las preocupaciones que embargaban tal vez a quien escribe el evangelio y que él veía en su comunidad: una tensión antieclesiástica fuerte. La comunidad, representada por el “discípulo amado”, admitía la autoridad en la Iglesia representada por “Simón Pedro”, sí, pero partiendo de que todos los discípulos de Jesús son radicalmente iguales dentro de la comunidad.

Por eso en el texto es claro que el discípulo al que Jesús tanto quería es quien reconoce al Resucitado y quien le dice a Pedro: “Es el Señor.” Y si a Simón Pedro Jesús le encarga por tres veces, “apacienta a mis corderos”, es sin embargo Pedro quien pregunta a Jesús por la suerte del discípulo amado: “Señor, y este, ¿qué suerte correrá? Y Jesús le contesta: Si yo quiero que él quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tu sígueme” (Jn 21, 20-22). El conflicto entre Pedro y la comunidad del discípulo allí está. Pero es en medio del conflicto, que recibimos la invitación a experimentar la fuerza transformadora de la resurrección, la invitación a permanecer y a perseverar, venciendo el desaliento y acrecentando la esperanza.

Antonio Kuri Breña Romero de Terreros, msps.

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