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Arte y Cristianismo:

Entre el Misterio y la Belleza

Ana C. Galiano Moyano

Gastón H. Guevara

Colección “Aquinas”, Nº 1

Centro de Estudios Educativos

“Rigans Montes”

San Luis, Argentina, 2017

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Presentación

Somos un grupo de laicos católicos, profesionales, dedicados a temas

relativos al ámbito de la educación, que con el afán que la vocación

suscita, la cual nos llama a conocer y dar a conocer la Verdad,

decidimos crear el Centro de Estudios Educativos que lleva por

nombre “Rigans Montes” en honor e inspiración de aquella lección

inaugural de Santo Tomás de Aquino como Magister in Sacra Pagina,

en la cual comenta un versículo del Salmo 103 que reza “Tú das de

beber a las montañas desde tus altas moradas; del fruto de tus obras se

sacia la tierra” (Salmo 103,13).

Aquí, el Angélico, presenta como debe ser un doctor cristiano y, a su

vez, da una definición de su propia vida. La vida del Aquinate une en sí,

de manera notable las dos formas o géneros en que suele dividirse la

vida humana, es decir, la vida contemplativa y la vida activa,

constituyendo de ese modo un tercer género de vida, la vida mixta; “la

vida que Cristo ha elegido para sí, quien contemplaba a Dios, mientras

conducía una vida activa perfecta”1.

***

Hoy publicamos, no sin esfuerzo y con los recursos disponibles, la

colección “Aquinas”: una serie de opúsculos que intentan aportar,

desde la serena y clara pedagogía realista, argumentos que permitan

abrir una brecha entre tanta teoría pedagógica moderna disolvente de

Dios y del hombre en la educación.

No pretendemos más –y tampoco menos- que poner un pie en la

senda que nos conduce a la verdad y a la Verdad.

1 ELDERS, L. Conversaciones teológicas con Santo Tomás de Aquino. Ediciones del Verbo Encarnado, San Rafael, 2008, p. 384.

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Nostalgia de Dios: Cuando la Belleza hiere y educa

Ana C. Galiano Moyano2

2 Profesora en Ciencias de la Educación por la Universidad Nacional de San Luis. Miembro fundador del Centro de Estudios Educativos “Rigans Montes”. Actualmente se desempeña como docente en la asignatura “Pedagogía” para las carreras Prof. y Lic. en Educación Inicial, Universidad Nacional de San Luis.

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“Vivo para otra cosa, no sé bien para qué, no podría decirlo,

pero vivo a la espera de algo de belleza inefable,

algo que quizá suceda algún día.”3

Introducción

El autor del diario Nostalgia de Dios, Pieter Van der Meer de Walcheren

(1880-1970), nació en Holanda, en una familia protestante. Desde la

infancia estuvo atrapado en las tinieblas del protestantismo; sin embargo,

cuando un alma es bastante amada por Dios como para concebir el deseo de

conocerle, le buscará por todas partes, excepto en el lugar donde Él se

encuentra: en la Iglesia de Cristo, que guarda la llave de todos los misterios.

Este camino de tempestades, ese sufrimiento profundo, hasta el

momento de su milagrosa conversión, ha quedado plasmado en su diario, a

modo de un relato simple y bello de la peregrinación de un alma que nada

sabe de Dios, pero que comprende que su existencia es necesaria.

“La belleza es siempre trágica, porque es el canto de una privación”4,

escribe en su diario. Esta sentencia denota dos aspectos a considerar en

este trabajo; por un lado, la condición religada del hombre, que se

manifiesta en su herida por la belleza. Y por otro, la necesidad del alma de

ser auxiliada, en este caso, mediante la educación por la belleza.

En este camino de búsqueda incansable de Dios, que comienza sin

saberlo, movido por su exquisita percepción de lo trascendental, la Belleza

ocupa un lugar esencial. De manera ardua y noble recorre, entonces, una via

pulchritudinis puesto que, el autor, a través de la belleza de la creación y de

las artes llega a las puertas de la Iglesia, en donde encontrará la Belleza de

Cristo, modelo y prototipo de la santidad cristiana.

I. Nostalgia y Belleza

En el relato simple y profundo de Pieter, Nostalgia y Belleza ocupan un

lugar cardinal. Podríamos decir que un dejo de melancolía lo asalta al autor,

y estaba dispuesto a no soltarlo jamás: “¿Por qué no hemos de sentirnos

3 Van der Meer de Walcheren, P., Nostalgia de Dios. Lohlé-Lumen, Bs. As., 1995, p. 38. 4 Ibídem, p. 182

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satisfechos con lo temporal, lo limitado, lo finito? ¿Por qué busca mi espíritu lo

infinito, lo eterno?”5

El entonces Card. Ratzinger da respuesta a estos interrogantes de la

siguiente manera: “El hombre, dice Platón, ha perdido la perfección,

concebida para él, del origen. Ahora está perennemente en búsqueda de la

forma primigenia que le puede volver a sanar. Recuerdo y nostalgia lo

empujan a la búsqueda, y la belleza lo saca de la adaptación de lo cotidiano.”6

Esta nostalgia que el hombre vive, producida por la pérdida de la forma

primera, es la que lo impulsa a regresar al origen. Y el encuentro con lo

bello es lo que lo ayuda a perseverar en el camino.

Ahora bien, las creaturas de este mundo sensible significan las cosas

invisibles de Dios, en parte, porque Dios es origen y fin de toda creatura.

Entonces podemos decir que, las cosas, si las contemplamos bien, nos

remiten al Creador, puesto que en todo lo que suscita en nosotros el

sentimiento puro y auténtico de lo bello, hay realmente presencia de Dios.

Hay como una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la

belleza. De manera que este es el destino de la belleza: traslucir, ser una

suerte de ventana hacia lo eterno, obrar en el hombre a través de los

sentidos, poniéndolo frente a las cosas inmediatamente y frente a Dios a

través de ellas.

Nostalgia y Belleza se funden, en cuanto que el alma sabe que ha perdido

el Paraíso y desea regresar a Él con la más impetuosa vehemencia.

Únicamente la belleza es capaz de conseguirlo; sólo el encuentro con ella

evoca el recuerdo y la nostalgia. Nostalgia de Belleza es, entonces, nostalgia

de Dios.

II. Cuando la belleza hiere

“Hundo mi mirada en el radiante y profundo azul del cielo y se me figura que

éste es la cúpula de mi corazón. Experimento el gran desconcierto que causa la

vida, y todo se convierte en una maravilla indescifrable, profundamente

misteriosa. (…) ¿Quiénes somos, pues, que, insatisfechos incluso ante toda esta

5 Ibídem, p. 47 6 Ratzinger, J. La belleza. La Iglesia. Encuentro, Madrid, 2006, p. 15.

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delicia, nuestros anhelos nos empujan más y más y nuestros sueños atisban

eternos mundos inaccesibles? ¿Acaso hemos perdido algo?”7

Al ser religioso por naturaleza, todo hombre tiene cierta conciencia de su

origen y destino último; y, en su corazón posee ansias de regresar a la Casa

del Padre. Este es el fundamento de la condición religada del hombre. Al

decir de Bloy, hablando de Pieter:

“Es un alma que nada sabe de Dios, que ignora su Rostro, pero que comprende

que su existencia es necesaria, y comprende asimismo que no pudiendo ser

huérfana de la Nada, sea Él quien la haya concebido y dado a luz. Sus lágrimas,

sus suspiros, los latidos de su corazón, le han enseñado que Él está en alguna

parte, muy lejos o muy cerca, y que buscándole bien le encontraría.”8

La razón fundamental de la religiosidad, innata del hombre, es su esencial

limitación, su naturaleza creatural, su contingencia, y por ello la

dependencia de su Creador y la tendencia al Ser superior, capaz de saciar el

ansia de ser y los aspectos derivados de su naturaleza: deseos de Verdad, de

Bien y de Belleza.

A diferencia del bien y la verdad, la belleza no despierta deseo de

posesión sino más bien de trascendencia. De modo que cuando el dardo de

la belleza nos toca, deja una herida abierta hacia el infinito, hacia un todo

que, aunque no abarque, sin embargo vislumbra. Es así que lo bello brilla

sin ser buscado, se entrega, aparece a modo de regalo, y deja abierta la

puerta a lo trascendente:

“Siento intensamente que todo lo que me rodea es misterio. (…) No son las

estrellas del cielo ni las profundidades del mar lo que anhela mi alma. Todo

esto se puede medir, es demasiado pequeño. Siento que mi alma es en mí

mayor que lo más grande y nada de lo que ven mis ojos, nada de lo que

conozco es capaz de saciarla. Sollozando está en mí a causa de una indecible

nostalgia.”9

Ese movimiento del alma, esa “incomodidad” ante lo incomprensible

racional y humanamente, es provocado por la flecha de lo bello que deja

una herida en lo más profundo de nuestro ser; puesto que la función

esencial de la verdadera belleza consiste en provocar en el hombre una

7 Van der Meer de Walcheren, P., op. cit., p. 39. 8 En: Ibídem, p. 11. 9 Ibídem, p. 52.

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suerte de “sacudida”, que lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la

resignación, de la comodidad de lo cotidiano, lo hace sufrir10, lo hiere al

mismo tiempo que lo “despierta”, empujándolo hacia lo alto, noble y

profundo.

Cuando un alma –como la de Pieter- es movida por esa exquisita

percepción de aquello que todo lo trasciende, no puede desatender esa

herida que necesita ser curada:

“Más de pronto, en el momento más inesperado, enciende en mí una luz

extraña -¿De dónde procede esa absurda luz gloriosa, esa luz inefable de

sosegado brillo y extasiante claridad? ¿Es acaso la primera aurora de la

Creación la que se despliega ante los nuevos ojos de mi corazón? Todo vuelve a

ser claro y sencillo, como obediente al conjuro de una sola palabra de Dios.”11

Al dar el primer paso todas las lámparas se apagan, y es necesario seguir

adelante, porque ya es imposible el retorno.

III. Via pulchritudinis o itinerario de fe

De a poco, el contacto que Van der Meer tenía con la expresión de lo bello

iba produciendo en su alma efectos incalculables, convirtiéndose en una via

pulchritudinis, y en un itinerario de fe. Temor y temblor se producía en él al

escuchar una bella melodía, contemplar absorto un paisaje, descubrir un

nuevo conocimiento, disfrutar de las obras de arte, vislumbrar la simpleza y

hermosura de alguna persona; puesto que la belleza estremece y coloca

irrevocablemente ante Dios.

Traeremos aquí algunos episodios, de radical importancia, narrados por

el autor:

“(…) El sol brilla en un cielo límpidamente azul; (…) la tierra con sus jardines,

con sus estupendas colinas, sus hermosos montes lejanos, se extiende a nuestro

alrededor como un paraíso. ¡Y como un campo abierto recibo yo la lluvia de

oro de la belleza!”12 Impresionado por la belleza de la hora en la que el sol

concluye su tarea diaria, describe profundamente lo siguiente: “Cuando

regresábamos a casa, caminando por la llanura (…) se puso el sol. Me es

imposible decir lo que esa hora maravillosa despierta en mí. ¿Qué es?

10 Benedicto XVI a los artistas: “La belleza camino hacia Dios”; 2009, Ciudad del Vaticano. 11 Van der Meer de Walcheren, P., op. cit., p. 16. 12 Ibídem, p. 87.

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¿Melancolía, triste felicidad, nostalgia por acompañar en su ronda a la luz

declinante? (…) ¿Qué es lo que no se puede engarzar en ese pórtico abierto de

luz dorada que es el cielo del poniente? Es como si uno estuviese delante de su

propia alma y, a través de ese pórtico de oro, se pudiese llegar hasta las

eternidades divinas. El corazón se inflama, se siente pesadumbre y al propio

tiempo la entrañable dulzura de la dicha (…)”13

Las horas pasadas en la Catedral de París, ensancharon su corazón, y

serían cruciales, puesto que comienza a sentir una extraña atracción hacia

el cristianismo, pero aún en forma de admiración. Le llama poderosamente

la atención el hecho de que cada forma es la envoltura de un pensamiento; y

se ve plasmado en la contextura íntima, en la armónica vinculación de lo

visible y lo espiritual. Contempla, transportado de gozo, cómo la fe Católica

ha sabido inspirar tanta belleza:

“Admiro la magnificencia de la composición, del carácter sinfónico de este arte

que de un modo tan esplendido ilustra los temas bíblicos y las leyendas de los

primitivos cristianos. He encontrado una nueva belleza y eso me llena de

contento. Todo me produce una nueva alegría (…) y llena mi corazón de

nostalgia por una belleza inmarcesible.”14

Su admiración se centra en el arte reposado de la Edad Media, y expresa:

“Son artistas que me dan más que la mera alegría causada por las bellas

formas exteriores: este arte agita en mí cosas muy profundas, despierta en mí

hondos anhelos.”15 Le impresionaba cómo el arte constituía en los hombres

una suerte de “trampolín hacia Dios”, y continúa diciendo:

“Ya que la fe era viva, lo impregnaba todo; el arte inspirado y sostenido por la

fe era puro. Los hombres creían. (…) Sabían que tenían un alma, creada a

imagen de Dios, cuyo destino final consistía en contemplar a Dios en el Paraíso

celestial ¿Acaso no se reflejan estos anhelos, esta gloriosa nostalgia, en el arte

de la Edad Media, en la arquitectura de las iglesias y en los frescos, en los

himnos y en los cuadros, en la música y en las hermosas leyendas?”16

Este arte comienza a arrebatar cada vez más su espíritu, absorto por las

cosas a las que no sabía dar nombre, pero que le revelaban aquello que

habitaba en su corazón.

13 Ibídem, p. 144. 14 Ibídem, p. 84. 15 Ídem. 16 Ibídem, p. 86.

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Comprendió, entonces, que el arte era trascendente, y llevaba en sí el

profundo pensamiento de donde ha brotado la Iglesia, porque el objeto de

ésta es hablarnos en todo momento de Dios del modo más hermoso. Algo

similar le ocurrió ante la belleza de la liturgia. Por invitación de un amigo

visita la Trapa de West-Malle, lo que describe de la siguiente manera:

“Allí, en aquel ambiente me sentía al margen de todo lo que hasta entonces

conocía como realidad; la vida se hallaba bajo los reflejos de otra luz,

adivinaba un mundo del cual nada sabía, del que me era desconocida incluso

su existencia, pero que había de ser hermoso en grado sumo.”17

Y entregado a aquella hermosura, se dejaba arrastrar por el coro de voces

masculinas:

“Escuchaba con gran atención, mi ser estaba abierto de par en par… Entonces

una voz entonó la “Salve Regina”; me estremecí, me embargó la emoción. El

cántico asciende y desciende con ritmo grandioso y sin embargo sencillo, (…)

los sonidos son como un vuelo de hermosos pájaros y no obstante vibra en ella

una profunda melancolía y una nostalgia infinita, (…) es como una presencia

fuerte y suave, reverbera al inconfundible reflejo de la luz divina”18.

En ese ambiente, se sentía transportado fuera de toda realidad hasta el

momento conocida por él; allí se vivía bajo otra luz. Fue presintiendo un

mundo del cual cuya existencia ignoraba por completo, pero comprendía

que debía ser de una extraña y profunda belleza. Se da cuenta de que allí se

encuentra el orden y la paz; la atención está dirigida hacia el alma, hacia lo

que es interior, hacia lo eterno.

Todo iba allanando el camino para comprender el gran misterio:

“Ayer leí el capítulo del Evangelio de San Mateo en el que Jesús enseña a sus

discípulos la mejor oración: “Pater noster qui es in caelis” y en aquel momento

supe, lo sentí como siento mi propia existencia, que es realmente verdad que

Dios existe.”19

Análogo fue lo que ocurrió al asistir a misa en la Capilla del Convento de

las Benedictinas:

17 Ibídem, p. 79. 18 Ibídem, p. 80. 19 Ibídem, p. 77.

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“Por primera vez, he experimentado la sensación de que ocurría algo inefable;

cuando el sacerdote oficiaba la Misa pronunció las palabras de la

Consagración, primero sobre el pan, luego sobre el vino. No sé decir cómo o de

dónde me vino ese pensamiento, pero supe que algo había cambiado y que allí

había ocurrido algo de una tremenda grandeza.”20 Finalmente sentencia:

“Siento la profunda belleza de estos signos y es casi imposible que no sean los

símbolos de la verdad.”21

IV. Cuando la belleza educa

En tanto indigente y falible, todo hombre necesita del auxilio de la

educación, para alcanzar la plenitud dinámica en vistas a la

Bienaventuranza Eterna. Ahora bien, Dios que nos conoce y sabe cómo

tratarnos recurre inevitablemente al misterio; porque la vida es misterio -

realidad profunda y oculta- a la que no se accede por la sola operación de la

razón. Dios se muestra, se esconde, se revela y se vuelve a velar; porque

pareciera que el hombre está hecho para conocer y amar de esa manera,

mediante signos que revelan, pero que a la vez ocultan. Pero, para acercarse

al misterio es necesario estar atento; es preciso contemplar los rastros, las

señales de esa realidad mística, que están presentes en las cosas visibles.

Rastros, señales, signos, que evocan el misterio, que hunden sus raíces en él.

Es aquí en donde la Belleza -expresión visible de la verdad y el bien- atrae y

viene a ocupar una suerte de linterna que alumbra el camino, es decir, ese

lugar esencial en la educación, auxiliando al hombre, intentando curar su

herida, elevándolo hacia su fin superior que es la Plenitud Estable.

Dice el Card. Ratzinger: “La belleza lastima, pero así es exactamente como

impulsa al hombre a su destino supremo”22. La auténtica belleza hiere, pero

por ello mueve al hombre, lo pone en marcha, lo llena de nueva esperanza,

abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de

amar, de perfeccionarse, de salir más allá de sí mismo. De aquí se desprende

que esa misma belleza que atraviesa al hombre y lo hiere, es también la que

lo exalta, lo eleva y lo educa, porque es capaz de despertar en él el deseo de

Dios. Esto es justamente lo que la belleza hizo en Pieter:

20 Ibídem, pp. 161-162. 21 Ibídem, p. 133. 22 Ratzinger, J. Herido por la flecha de la belleza. La Cruz y la Nueva Estética de la Fe. En: Caminos de Jesucristo, Ed. Cristiandad, 2004.

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“En un momento dado tengo la seguridad absoluta, (…) que Dios, de un modo

u otro, en el inmenso abismo de los mundos, (…) existe; lo siento efectivamente

con profunda convicción cuando la belleza de los sueños del arte me hacen

sollozar; cuando las sombras de la noche me hacen estremecer de emoción (…),

cuando un suave viento hace susurrar el follaje de los árboles, lo siento cuando

miro a Cristina (su esposa) a los ojos; cuando contemplo el cielo tachonado de

estrellas, cuando veo una flor, cuando considero la vida entera.”23

No podemos desestimar que, así como se puede estar delante de la

verdad y negarla, así también se puede estar frente a la belleza y cerrar el

corazón a ella. Pero si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente y

nos abra los ojos, entonces redescubriremos la alegría de la visión, de la

capacidad de comprender el sentido profundo de nuestro existir, el misterio

del cual somos parte y del cual podemos obtener la plenitud, la felicidad.

Al final del diario, Van der Meer expresa cómo, en este arte de educar en

la belleza, Dios es el único maestro:

“Quiero derramar mi alma en Dios, se ha apoderado de mí, es mi Maestro. Él es

mi más dulce alegría, (…) mi consuelo y mi temor, (…) mi profunda paz, mi

finalidad, mi patria, la razón de mi existencia y mi puerto, mi fiesta y mi

regocijo.”24

La belleza, -que se manifiesta en la naturaleza, en las creaciones

artísticas, en la liturgia, en la virtud- es tal, puesto que remite a Cristo, el

más bello de los hombres. Y por ello, el contacto mismo con la belleza educa,

abriendo y ampliando los horizontes de la conciencia humana, llevándola

más allá de sí misma, asomándola al abismo de lo infinito, convirtiéndose en

un camino hacia lo trascendente, hacia el misterio último, hacia Dios.

Conclusión

Nostalgia de Dios es la peregrinación de un alma que ansía al Creador sin

saberlo, desea recuperar el Paraíso perdido, y encuentra en la belleza la luz

que ilumina el camino.

La experiencia de lo auténticamente bello conduce a afrontar de lleno la

vida para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para hacerla luminosa.

Esto es lo que la belleza hizo en Pieter, a través de “los que con su arte, un

23 Ibídem, pp. 89-90. 24 Ibídem, p. 234.

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poema, una pieza musical, la escultura o la pintura, despiertan la nostalgia

por la belleza”25. En este noble y arduo camino de búsqueda, el autor, a

través de la belleza de la creación y de las artes llega a las puertas de la

Iglesia, en donde encontrará la Belleza de Cristo, que llama suavemente y, a

poco de acercarse, lo hinca de rodillas. En esto consiste la vía pulchritudinis:

un recorrido artístico, estético y un itinerario de fe; un camino hacia el

misterio último, hacia Dios. De aquí se desprende que esa misma belleza

que atraviesa al hombre y lo hiere, es también la que lo exalta, lo eleva y lo

impulsa al deseo de ser conducido a su destino supremo.

Es un recorrido de vuelta a la Casa del Padre, a través de la belleza que

hiere y educa, y constituye un camino de conversión constante, puesto que

la herida sólo se cura en el Cielo, donde el alma contemplará cara a cara al

Dios Bello y gozará del resplandor de la Gloria.

León Bloy –padrino de Van der Meer- lo caracteriza diciendo: “es un

verdadero hombre, que no ha recibido su alma en vano”26, y tenía razón.

Incapaz de saciarse de otra cosa que de Infinito, vivió con nostalgia de

Belleza, con nostalgia de Dios.

+

25 Ibídem, p. 20-21. 26 En: Ibídem, p. 7.

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La mirada del niño o el misterio se hace arte

Gastón H. Guevara27

27 Prof. y Lic. en Ciencias de la Educación por la Universidad Nacional de San Luis. Diplomado Universitario en Pensamiento Tomista por la UFASTA. Miembro fundador del Centro de Estudios Educativos “Rigans Montes”. Actualmente se desempeña como Auxiliar de Primera en las asignaturas “Filosofía de la Educación” y “Epistemología” para las carreras Prof. y Lic. en Educación Inicial y “Filosofía de la Educación” para las carreras de Prof. y Lic. en Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de San Luis. Es miembro del PROIPRO 04-2016 “La cuestión del sujeto en la teoría pedagógica”. Además se desempeña como profesor en nivel medio en las materias “Política y Ciudadanía” y “Ciencias Políticas”.

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Introducción

El alegre Chesterton en uno de sus cuentos titulado “Las raíces del

mundo”28 nos acerca la historia de un niño que intenta arrancar una

pequeña plantita del jardín. Para ello solicita permiso, el cual le es denegado

con razones un poco vagas y que no superan el deseo que tenía de

arrancarla y conocer cómo crecía. Así, una noche, intentó extirparla y no

pudo. Esta tentativa se llevó a cabo durante varios días… y también años.

Pasado un tiempo, este niño –que ya no era niño-, convocó a un grupo de

fornidos varones, como un ejército, y entre todos trataron de arrancar la

plantita día y noche. Se produjo, debido a esto, en escala infinitamente

mayor lo que sucedió en tiempos ya remotos; en aquel entonces se cayó la

cocina, al presente se registraron grandes cataclismos: se cayó la Gran

Muralla, la Torre Eiffel, la Estatua de la Libertad.

Chesterton refiere esta alegoría a la Fe, nosotros al Misterio. Seguramente

el inglés no estaría en desacuerdo con ello, porque cuando hablamos de Fe

hacemos referencia necesaria al Misterio.

Casi finalizando dicho cuento Chesterton hace decir al niño de su historia:

“Ustedes me dieron una cantidad de razones complicadas e inútiles de por qué

no debía arrancar este arbusto ¿Por qué no me dieron las dos razones

verdaderas: primero, que no puedo, y segundo que estropearía todo lo demás si

llegaba a intentarlo?”

En esta pregunta se encuentran los tópicos que deseamos desarrollar

aquí: por un lado, que el misterio no puede ser desalojado, aunque sí

ocultado de manera grotesca, como aquel que tapa el sol con una mano. Y,

por el otro, que prevalece entre nosotros la insensatez, que lastima, lesiona

y menoscaba nuestra relación con la realidad, que es siempre misteriosa.

Esto se ve jalonado por dos miradas. Una que mira a lo alto y la otra que se

enfrasca en la inmanencia de la razón. La primera es la mirada del niño,

llena de sentido, que trasluce el misterio y lo hace arte. Esta fue, a nuestro

entender, la forma de mirar del medioevo y en esta época nos detendremos

aunque sea por un instante a contemplar la Catedral. La segunda, la mirada

28 Escrito en 1907, este ensayo pertenece al volumen póstumo “Lunacy and Letters” (traducido como “El reverso de la locura”) de 1958. La traducción pertenece a Guillermo Blanco para Gilbert K. Chesterton: El reverso de la locura, Santiago de Chile, Editorial del nuevo extremo, 1959. En: ALLEGRI, E. Aproximación a Chesterton. EDUCA, 1996, Bs. As., pp. 199-204.

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de la persona mayor,29 transida por la finalidad práctica, utilitarista y

cuantitativa: la abierta por la modernidad y sus grandes personajes, baste

nombrar aquí a Bacon y Descartes, y profundizada hasta nuestros días.

Las consecuencias de cada una de estas maneras de mirar la realidad y,

como corolario de ella, actuar, las podemos percibir palmariamente en

todos los ámbitos del saber humano, y en particular en el arte -que es el

fondo sobre el cual deseamos arrojar algunas líneas. Detrás de una “obra de

arte”, ya sea una escultura, una composición musical, una edificación, existe

toda una cosmovisión que rige la partitura, la pluma y el cincel.

I. Una mirada lanzada al mundo

Adelantábamos en la introducción que existen dos modos de mirar el

mundo, dos maneras de conocer30 en relación a la realidad. Expliquemos un

poco esto. Por un lado nos encontramos con el conocimiento matutino, que

al mirar las cosas las ve en el Verbo de Dios, cargadas de sentido

sobrenatural; y, por otro lado, el conocimiento tenebroso, que es el mirar las

cosas no en Dios, no en sí mismas, sino para el conocedor, encerrándose en

la inmanencia de la propia conciencia, como el niño, que quería matar la

planta para conocerla. Entre estos dos media el conocimiento vespertino.

Éste es un conocimiento de transición. Si conociendo las cosas se eleva la

mente a Dios, el conocimiento se despierta a la luz matutina. Si, por el

contrario, se posa y desea permanecer en las cosas, el conocimiento se

vuelve noche.

Conocimiento matutino es aquel de Santa Teresa del Niño Jesús que en

cada flor veía la sonrisa de Dios. En conocimiento tenebroso se convirtió

aquella sentencia de Descartes que indicaba que lo verdaderamente

importante era transformar la naturaleza y hacer al hombre amo de todo

por medio de la ciencia y de la técnica.

29 Caro al autor de “El Principito” es esta caracterización, pues para él una “persona mayor” son todos los que no han conservado los rasgos de la infancia. Y es interesante notar, además, que no usa la expresión “adulto”, ya que la adultez supone una etapa de la vida en la que usualmente se alcanza la madurez. 30 Seguimos aquí la lectura realizada por el Dr. Rafael Breide Obeid sobre las consideraciones que sobre este tema lleva adelante Guillermo Gueydan de Roussel. En: BREIDE OBEID, R. Teología Política según Gueydan de Roussel. Gladius, Bs. As., 2010, pp. 105-116.

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No existe ámbito que se halle al margen de estas formas de mirar. Por lo

tanto el arte es también resultado de esa mirada lanzada al mundo. Veamos.

Si ese modo de ver es como la luz matutina al despuntar el alba, la belleza

no será meramente esteticista sino que será reflejo de la verdad: splendor

veritatis y, asimismo, escala propicia para la salvación del alma. El artista no

querrá simbolizar su yo, sino pasar como anónimo, trabajando y callando,

contemplando y creando símbolos de lo eterno. El arte así entendido es una

epifanía de la intemporalidad y de la eternidad refractada en el tiempo.

Esta fue la manera como se concibió el arte en el medioevo. Esta época se

rige por la mirada asombrada frente a las cosas del mundo, la realidad se

presenta como un espectáculo en el que se insinúa la sabiduría, el poder y la

majestad del Creador.

El espacio donde vemos florecer el arte medieval es el templo: la

Catedral, centro de la cultura y la civilización, por eso ha dicho, y ha dicho

bien, Saint-Exupéry: “Mi civilización es la heredera de los valores cristianos.

Reflexionaré sobre la construcción de la catedral, a fin de intentar

comprender mejor su arquitectura”.

a. La Catedral: centro de la cultura

“Señor, he amado la belleza de tu casa”.

Salmo 26, 8.

La Cristiandad concibió una inteligencia asombrada que se encontraba en

continuo diálogo con lo extraordinario –en lo ordinario- y con fuerzas

supra-humanas. Se da aquí una compenetración entre lo humano y lo divino

que “dio un pensamiento riquísimo en símbolos y analogías (la gramática del

misterio) y por ello también un arte profundísimo”.31 Fue un pensar en

imágenes. Fue fijar la mirada en el Misterio que todo lo ciñe, deleitándose

de gozo y alegría al percatarse que la realidad es siempre más grande y que

se escapa a los cálculos y a los instrumentos de medición.

La fe se hace plegaria, y se hace templo. El templo es la expresión

concreta de la fe. La fe abría horizontes de infinitud y eternidad. El templo

es símbolo del Dios siempre más grande y tiene fuerza para evocar, a través

de todas sus manifestaciones artísticas, lo sempiterno. El templo católico es

31 CÁMARA, C. Reminiscencias del arte sagrado. Vórtice, Bs. As., 2015, p. 21.

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el centro de la cultura, su síntesis y su más alto exponente. Todas las

aspiraciones del hombre medieval confluían en él y en él se verticalizaban.

Se ha considerado al arte sacro de la Catedral como un valor “cuasi

sacramental”, es decir, como símbolo de lo sagrado, que trata de expresar

por lo visible lo invisible. El templo, no es por ningún motivo un

monumento –como hoy creen los turistas- sino un santuario; es un

ambiente que permite a la gracia manifestarse de la mejor manera,

provocando una comunicación con lo divino.32 Es un espacio y un tiempo

consagrado, sustraído de toda utilidad. No podemos dejar de nombrar –

aunque hablaremos de ella más adelante- a la Liturgia -cántico sempiterno

rebosante de vida-, pues todas estas manifestaciones culturales no fueron

espontáneas, sino que tienen su principium, es decir, su origen permanente

e intrínseco, en el culto: la cultura vive del culto, ha dicho Josef Pieper33 Y la

medieval era por excelencia un rebozar de belleza y armonía porque vivía

del culto y en el culto.

La fe daba vida a las piedras. En la catedral se da una síntesis formidable

entre lo eterno y el devenir. Todo tenía que hacer resaltar aquel mundo

invisible del cual este es signo: desde la piedra fundamental, pasando por la

orientación del templo y concluyendo en el altar. Todo quiere mostrarnos

algo, todo quiere de-velarnos algo. Pongamos dos ejemplos. Primero: los

vitrales. Estos grandes vitrales de las catedrales medievales contaban al

pueblo fiel la historia sagrada. Son hechos trascendidos por la luz física que

los ilustra y manifiestan de ese modo al que es llamado “Luz de Luz”, “Sol de

Justicia”. La historia entonces, está iluminada y atravesada por Dios de

palmo a palmo, y sin Él no se puede entender. Él le da sentido a todo el

acontecer humano. Segundo: la música. A la voz silenciosa del templo que

nos habla de un Silencio imperecedero de donde ha brotado la Palabra que

ha creado todas las cosas, se une la música “cómo un pórtico hacia el silencio

que debe continuarla”.34

El templo, podemos concluir, es una sutil manifestación de la gloria

divina, a semejanza de Jesucristo en la Transfiguración, y que lleva a los

fieles que allí se encuentran a exclamar: ¡Qué bien estamos aquí!

32 Cfr. Ibídem. p. 22. 33 Cfr. PIEPER, J. El ocio, fundamento de la cultura. Librería Córdoba, Bs. As., 2010, p. 200. 34 CÁMARA, C., op. cit., p. 32.

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b. El mundo moderno y la negación del Misterio

La mirada matutina y ascendente de la Cristiandad comenzó a declinar y

poco a poco fue sustituida por una mirada ofuscada y tenebrosa. Así

podemos observar que

“en el Renacimiento comienza a separarse en la conciencia del hombre el

mundo visible del mundo invisible, cobrando ambos autonomía. La relación

entre el hombre y Dios se va tornando cada vez más tensa, hasta que se cortan

sus vínculos”.35

Esta nueva época que se abre trajo como corolario ineludible la

exclusividad de una razón inmanente, cerrada en sí misma, que todo lo

mide, lo cuantifica. La ciencia empírica hace sentir al hombre un semi-dios.

El orgullo poco a poco carcome el escaso sentido común que le queda y

profundiza el desprecio general por todos aquellos vestigios de orden

natural y sobrenatural que aún perduran. Su mirada se vuelve tosca, seca,

apagada, sin ningún brillo. La noche se cierne sobre su cabeza. Los árboles

no conservan ya las antiguas canciones. El viento no dialoga con las flores.

La vida se convierte en un letargo rutinario, un paisaje monótono y

uniforme, donde todo es regido por el tiempo de reloj.

A esto que venimos diciendo podemos encontrarle como fundamento dos

grandísimos males: el orgullo de la razón y, como producto de ello, la

negación del Misterio. La realidad ya no es misteriosa para el racionalista

moderno: primero, porque el hombre está cierto de que se puede correr ese

velo creado, según ellos, por la “armazón mítica” del misterio y de la fe.

Segundo, porque al negar toda validez al conocimiento no científico,

ingenuamente creen haber destituido y hecho desaparecer el misterio.36

Ya lo dijimos, creen poder tapar el sol con la mano. A estos racionalistas

les responde León Bloy: “No se puede prescindir del Misterio. Se puede vivir

sin pan, sin vino, sin techo, sin amor, sin una dicha temporal, mas no se puede

35 BOIXADÓS, A. La revolución y el arte moderno. Ediciones Dictio, Bs. As., 1981, p. 13. Si bien esta aseveración no es falsa, cabe aclarar que el desgajamiento comienza a producirse con el funesto error del nominalismo. 36 Cfr. PITHOD, A. Dios y el hombre contemporáneo. Grupo Editor Latinoamericano, Bs. As., 1993, p. 24.

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vivir sin el Misterio”.37 No se advierte que el ente es siempre misterioso. No

se advierte que la existencia misma es misteriosa. Misteriosa la identidad de

cada persona. Incomprensible que yo exista o deje de existir. El que las

cosas sean así y no de otra manera. “El ser está envuelto en misterio. Y tanto,

que mirarlo causa admiración y veneración. El hombre racional de la ciencia

moderna ha abolido el misterio, y con él la admiración y la veneración ante el

ser”.38

Fue la inteligencia magistral de Saint-Exupéry la que ha podido describir,

en párrafos magníficos de esa pequeña obra suya titulada “El Principito”,

este tipo de mentalidad apremiada por lo útil. Nosotros hemos tomado un

ejemplo: aquel conocido pasaje en donde el Principito desea dar a conocer

la hermosura de una casa:

“Si uno les dice a las personas mayores: ‘he visto una hermosa casa de ladrillos

rojos, con geranios en las ventanas y palomas en el techo’, no acertarán a

imaginar la casa. Es necesario decirles: ‘he visto una casa de cien mil francos’.

Entonces exclamaran: ¡Qué hermosa es!”.39

Este pequeño párrafo nos pinta de cuerpo entero al mundo que se rige

por la omnipresencia del número, de la cantidad, de lo cuantificable y

medible y descarta la admiración del niño. Es el hombre masificado que ha

perdido la capacidad del asombro, la conciencia de su esencia más

profunda.

Orgullo de la razón, negación del misterio, entonces, han sido, y siguen

siendo, los obstáculos que amurallaran en mucho el camino de la

inteligencia hacia Dios. Es el abandono del sentido metafísico de la realidad

y del hombre, y de toda la creación.

El brillo y la grandeza de lo humano se ven así tan empobrecidos como lo

manifiesta, en mucho, el sedicente arte moderno. Así lo hace notar Carlos

Cámara: “La belleza, que en el culto cristiano fue por siglos otra forma de

predicación para los creyentes, y que atraía la conversión de los que no lo

eran, parece haber emprendido un notable exilio”.40 Si acaso aquel arte fue la

37 De la introducción al libro de Pieter van Der Meer de Walcheren, Nostalgia de Dios. Ediciones Carlos Lohlé, Bs. As., 1955, p. 7. 38 PITHOD, A., op. cit., p. 24. 39 SAINT-EXUPÉRY, A. El Principito. Obras Completas, Plaza & Janés, Barcelona, 1967, p. 514. 40 CÁMARA, C., op. cit., p. 40.

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manifestación de la fe vívida y vivida, nos preguntamos: ¿qué podemos

decir de los “nuevos templos”? ¿Acaso el maltrato del espacio, del tiempo,

de la música no denota falta de fe?

La actualidad nos presenta una actitud frente a lo sacro que podríamos

denominar “pragmatismo espiritual” que con facilidad ve en su prolijidad,

minuciosidad, detalle, formas, cosa de poca importancia, como pompa

superflua, y muchos se preguntan ¿a qué viene tanta minuciosidad de

detalles? Aplican aquí el mismo razonamiento de aquella persona mayor de

la que hablamos más arriba, a la cual El Principito le habla sobre la

hermosura de una casa. El criterio economicista y pragmático es lo que

prima. De esta manera se coloca al culto como medio -para alcanzar algo

fuera de sí mismo- y no como fin.

Por eso, bien ha dicho R. Guardini:41 “Muchas cosas no tienen, hablando en

rigor, ninguna finalidad práctica; pero tienen un sentido, y éste radica en el

hecho de ser lo que realmente son, sin pretender extender su acción fuera de

ellas mismas”. ¿Pero cuál es ese sentido del que nos habla Guardini? Pues,

sencillamente, que el culto sea verdaderamente culto a Dios: es a Él a quien

se deben dirigir todas las miradas, hacia Él deben volar todas las

aspiraciones y hacia Él debemos elevar el corazón. Y no que se adecue a los

gustos y placeres mudables de las personas y las épocas.

II. Allí donde un niño camina, el misterio ronda

“La Luz de tu rostro, Señor,

se ha reflejado sobre nosotros”

Salmo 4, 7.

El misterio no se puede atrapar, ni domesticar, ni cuadricular. El hombre

moderno lo ha intentado: son como domadores de circo queriendo someter

la indómita naturaleza, hay momentos en los cuales logran su cometido y el

león se percibe como un pequeño gatito amaestrado. Mas el león sigue

siendo león, así como el misterio sigue siendo misterio aunque quiera ser

domesticado por la ciencia y la técnica. Ha de presentarse un momento en

que la presión sea tal que el león dejará de ser un gatito y volverá a ser león.

Es ese el mismo instante en que el misterio deja de ser certeza y se abre

41 El Espíritu de la Liturgia y el Talante Simbólico de la Liturgia. Ágape, Bs. As., 2005, p. 83. (El resaltado es del autor).

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como un abismo insondable a la mirada del hombre. Es allí, en ese preciso

instante, en el que el hombre vuelve a ser libre, siente un aire fresco y

límpido y joven, como si ninguna criatura viviente lo hubiera respirado

antes y llegara recién nacido desde las montañas nevadas bajo una bóveda

de estrellas, o desde el agua dulce de algún río que ondulante y silencioso se

dirige al mar. Esto sucede así, inexorablemente, porque retorna a los días en

que todo le era inmenso, grande y hermoso.

Si bien es necesario un proceso de purificación para volver a la patria de

la cual voluntariamente nos hemos exiliado. Volvemos porque la nostalgia

nos invade de nuevo como una fragancia que lo impregna todo, como el

recuerdo de una mañana de rocío al despuntar el alba de un día sin nubes.

El misterio se muestra a la mirada límpida. Y a la luz del misterio vive el

niño –y los que tienen mirada de niño-. Él sabe, intuye, que todo es más de

lo que es. Se trata exactamente de este hecho: que en las mismas cosas con

las que tratamos cotidianamente a él se le hace perceptible el rostro más

profundo de lo real; la mirada dirigida a las cosas de la experiencia diaria se

le muestran cargadas de sentido. El misterio hace humilde al hombre, lo

hace reverente ante la Creación, la admira y barrunta todos sus significados,

que van más allá, mucho más allá, de lo meramente fenomenológico. Hay

algo detrás ¿o será adelante? Mejor adelante, pues sólo conocemos la

espalda de las cosas así como aquel personaje de Chesterton, Syme, que

contemplaba la monumental espalda de Domingo.

La mirada del niño es como un amanecer que hace todas las cosas nuevas,

las vuelve a iluminar como la primera vez y las descubre una y otra vez. Tan

sólo aquel que vuelva a mirar como niño y a inaugurar una y otra vez las

cosas cotidianas y ordinarias, sentirá que sus ojos físicos se abren a una

nueva luz que le permitirá trascender las apariencias: “Sólo se puede

entrever la luz divina con los ojos corporales si el que la contempla participa

en dicha luz, se deja transformar por ella”.42 Es la visión espiritual, que sólo

la alcanza el corazón puro, y es la única que “ve a Dios” (Cfr. Mt. 5, 8).

Lo que venimos hablando se puede palpar con meridiana claridad en el

juego. El juego es para el niño una fiesta, y también es un diálogo. Él habla

con las cosas y las cosas le hablan. El juego es la sublime inutilidad. Jamás el

42 SÁENZ, A. El Icono, esplendor de lo sagrado. 4ª ed. Gladius, Bs. As., 2004, p. 186.

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niño se propone conseguir algún fin en su juego, pero, asimismo, está

impregnado de sentido. Y aquí, en este punto, podemos analogar el juego

con el culto, ambos tienen su fin en sí mismo, ambos son inútiles, en ambos

se presenta un tiempo dentro del tiempo, un tiempo sagrado y al margen de

toda utilidad y en ambos hay un desbordamiento de vida. En este sentido es

que Guardini ha caracterizado a la Liturgia como juego: un juego

maravilloso, un cántico eterno.

“El Padre halla su alegría y su gozo en la contemplación del Hijo, plenitud de la

verdad, que difunde ante sus ojos los infinitos tesoros de su belleza, de su

sabiduría y de su bondad, dentro de la más pura beatitud, exenta de todo fin

práctico, pero pleno de sentido, del definitivo sentido del Hijo que se recrea,

ludens, jugando, ante el Padre”.43

En la Liturgia, el arte y la realidad, divinamente armonizados, en una

sobrenatural infancia, se despliegan y viven bajo la mirada de Dios. El arte

sacro, la liturgia, no es un trabajo, en el sentido de realización transeúnte

para un fin externo a sí mismo, sino un juego que se juega ante Dios. “De ahí

proviene esa mezcla dichosa de profunda gravedad y de divina alegría; ese

cuidado exquisito en sus múltiples prescripciones, para fijar las palabras, las

oraciones, los gestos, los colores, los ornamentos, y todo lo relativo al culto”44.

Todo esto será absurdo solamente para quien no sabe comprender su

sentido y busca siempre el resultado, la utilidad. Cuando nos presentemos al

culto con mirada y espíritu de niños sabremos que es un Don precioso del

cielo y nos dispondremos a recibir.

El desafío, entonces, se reduce a perseverar fieles a la propia infancia. A

habitar la infancia. A cultivar al pequeño Mozart, según sabia expresión de

Saint-Exupéry. A purificar la mirada, para que todo lo que se presente ante

ella sea iluminado por los primeros rayos de luz matutina. Es hacer de

nuestra vida una obra de arte. En definitiva, y ya lo dijo Nuestro Señor, ser

como niños.

Pero por si algún motivo, imprudentemente, nos exiliamos del país de la

infancia, no hay que desanimarse, siempre estamos a tiempo de

corregirnos. La infancia es la patria, como ya dijimos, de la cual nos

43 GUARDINI, R., op. cit., p. 89. “Cum eo eram, cuncta componens; et delectabar per singulos dies ludens coram eo omni tempore: ludens in orbe terrarum”. Prov. 8, 30-31. (El resaltado es del autor). 44 Ibídem, p. 93.

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exiliamos un día, porque ya no la sentíamos propia, pero el destierro hace

añorar la patria, y poco a poco nace el deseo y la nostalgia de volver: “La

casa de la cual eres te sirve en tu desierto, aunque lejana. La amada te sirve

aún lejana y dormida”45. Debemos ser como esos marineros bretones del

siglo XVI de los cuales nos habla Saint-Exupéry que “desde su partida

comenzaban ya a regresar”.

Conclusión. La mirada del niño: una flecha lanzada al corazón del

Misterio

El hombre moderno, al igual que el niño del cual nos habla Chesterton,

una noche, subrepticiamente, de mano de la ciencia y la técnica moderna,

intentó arrancar el misterio de la realidad. Pasados varios siglos y con una

ciencia y una técnica hiper avanzada y especializada aún sigue con su

intento primero. Está tan cegado en querer conocer todo empíricamente que

parece no haberse percatado del terrible daño perpetrado, al querer

arrancar de raíz el Misterio destruye todo, absolutamente todo. Pero el

Misterio resiste. Y cada día y cada hora y cada año y cada siglo el Misterio se

le muestra inexpugnable y de innegable permanencia.

Para que este Misterio se haga palpable hay que saber disponer la mirada

para poder ver. Y esto sólo es posible si somos niños o somos como niños. Es

cierto que no podemos ser siempre niños, pero sí podemos tener siempre la

visión del niño, que es otra manera de decir que podemos ser humildes. No

podemos ser siempre niños, pero podemos conservar la transparencia y

frontalidad, ahora asumidas libremente. Y de igual modo, en el orden

espiritual la ley sigue siendo la misma: si un hombre quiere alguna vez

descubrir algo grande, debe hacerse siempre pequeño; si engrandece su ego

hasta el infinito, no descubrirá nada, pues no hay nada más grande que el

infinito; pero, si él reduce su ego a cero, y se dispone a recibir, entonces

descubrirá que todo es grande: pues no hay nada más pequeño que él

mismo.

Por tal motivo es necesario que el niño crezca bajo la atmósfera del

misterio y la belleza. Para que por el atractivo de las cosas bellas, de los

actos bellos y de las bellas ideas el niño sea conducido y despertado a la

vida intelectual, moral y artística ¿Acaso no es el misterio y la belleza el

45 SAINT-EXUPÉRY, A. Ciudadela. Op. cit., p. 1038.

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manantial donde abrevan los artistas? ¿No es el poeta que al correr el velo

que recubre las cosas nos recita lo que a la vista del ojo humano es

inaccesible? ¿No generan acaso las catedrales medievales la impresión de

que en cierta manera han salido de esta esfera terrestre para penetrar en el

umbral de la Jerusalén celestial? ¿No es la música capaz de suscitarnos y

revelarnos, con su armonía y nobleza, tremendas y fascinantes realidades

sobrenaturales?

Otra vez León Bloy: “Se puede vivir sin pan, sin vino, sin techo, sin amor, sin

una dicha temporal, mas no se puede vivir sin el Misterio”.

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San Luis

1 de agosto de 2017

Fiesta de San Alfonso María de Ligorio