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La Torre del Virrey Revista de Estudios Culturales Libros 316 Serie 8. a 2011/1 Historia de los inte- lectuales en América Latina, edición de Car- los Altamirano, Katz Editores, Buenos Aires y Madrid, 2008, 2 vols., 587 pp. y 8 pp. ISBN 978-84- 92946-06-8. El alcance de una historia semejante es de larga tra- yectoria: podría describirse como una aproximación “monumental” —tanto en su sentido arqueológico como arquitectónico— a un terreno que resiste las ge- neralizaciones rápidas y que más bien invita a enhebrar teóricamente un complejo de singularidades. Ambiciosa, inabarcable, la historización de los intelectuales latinoa- mericanos es una tarea genealógica que aunque ha sido abordada con anterioridad, recién ahora se comienza a explorar de forma sistemática, incluyendo consideracio- nes eruditas de sumo valor para comunidades especiali- zadas (historiadores, pedagogos, sociólogos, politólogos, investigadores en comunicación, entre otros) a las que está destinado primordialmente este proyecto colectivo. Dirigida por el reconocido sociólogo argentino Carlos Altamirano, la Historia de los intelectuales en América Latina está compuesta por dos volúmenes y es una me- ticulosa apuesta por recuperar de los archivos de la me- moria algunos hitos fundamentales en la constitución de las élites intelectuales latinoamericanas, especialmente en los últimos doscientos años, sin incluir las últimas dos décadas del siglo XX. Como constata Altamirano, no hay nada semejante a una historia general de los intelectua- les latinoamericanos, historia que no puede reducirse sin más a una “historia de las ideas”. La edición de un libro semejante resulta de especial valor, tanto por la escasez de investigaciones similares que le preceden, como por el riesgo editorial que supone poner en circulación, en una pu- blicación revisada de forma cuidadosa, un trabajo de este alcan- ce. Al fin y al cabo, es inevitable preguntarse si materiales histo- riográficos de este tipo no quedan demasiado lejos para un lector no especializado. Sus más de 300 pá- ginas podrían disuadir a ese lector de intentar aventurarse transitán- dolas. Tal destino de la lectura, sin embargo, no parece inexorable, en la medida en que su organización es lo suficientemente flexible como para permitir un acceso no lineal al texto. El lector puede efectuar re- corridos selectivos, según el patrón temático que le interese ahondar, acorde a ejes y artículos que funcio- nan de manera relativamente autó- noma. Alcanza, pues, que no se con- forme con el facilismo de la lectura rápida y fragmentaria, compuesta por grandes titulares y una carencia absoluta de abordajes sistemáticos. Con independencia al perfil es- pecífico del lector, la lectura con toda seguridad resultará fructífera.

316 El alcance de una historia semejante es de larga tra · 2019. 4. 26. · La Torre del Virrey Revista de Estudios Culturales Libros 316 Serie 8. a 2011/1 Historia de los inte-lectuales

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Page 1: 316 El alcance de una historia semejante es de larga tra · 2019. 4. 26. · La Torre del Virrey Revista de Estudios Culturales Libros 316 Serie 8. a 2011/1 Historia de los inte-lectuales

La Torre del Virrey Revista de Estudios Culturales

Libros

316

Serie

8.a

2011/

1

Historia de los inte-lectuales en América Latina, edición de Car-los Altamirano, Katz Editores, Buenos Aires y Madrid, 2008, 2 vols., 587 pp. y 8�� pp. ISBN 978-84-92946-06-8.

� El alcance de una historia semejante es de larga tra-yectoria: podría describirse como una aproximación “monumental” —tanto en su sentido arqueológico

como arquitectónico— a un terreno que resiste las ge-neralizaciones rápidas y que más bien invita a enhebrar teóricamente un complejo de singularidades. Ambiciosa, inabarcable, la historización de los intelectuales latinoa-mericanos es una tarea genealógica que aunque ha sido abordada con anterioridad, recién ahora se comienza a explorar de forma sistemática, incluyendo consideracio-nes eruditas de sumo valor para comunidades especiali-zadas (historiadores, pedagogos, sociólogos, politólogos, investigadores en comunicación, entre otros) a las que está destinado primordialmente este proyecto colectivo. Dirigida por el reconocido sociólogo argentino Carlos Altamirano, la Historia de los intelectuales en América Latina está compuesta por dos volúmenes y es una me-ticulosa apuesta por recuperar de los archivos de la me-moria algunos hitos fundamentales en la constitución de las élites intelectuales latinoamericanas, especialmente en los últimos doscientos años, sin incluir las últimas dos décadas del siglo XX. Como constata Altamirano, no hay nada semejante a una historia general de los intelectua-les latinoamericanos, historia que no puede reducirse sin más a una “historia de las ideas”.

La edición de un libro semejante resulta de especial valor, tanto por la escasez de investigaciones similares que le preceden, como por el riesgo editorial que supone poner en circulación, en una pu-blicación revisada de forma cuidadosa, un trabajo de este alcan-ce. Al fin y al cabo, es inevitable preguntarse si materiales histo-

riográficos de este tipo no quedan demasiado lejos para un lector no especializado. Sus más de �300 pá-ginas podrían disuadir a ese lector de intentar aventurarse transitán-dolas. Tal destino de la lectura, sin embargo, no parece inexorable, en la medida en que su organización es lo suficientemente flexible como para permitir un acceso no lineal al texto. El lector puede efectuar re-corridos selectivos, según el patrón temático que le interese ahondar, acorde a ejes y artículos que funcio-nan de manera relativamente autó-noma. Alcanza, pues, que no se con-forme con el facilismo de la lectura rápida y fragmentaria, compuesta por grandes titulares y una carencia absoluta de abordajes sistemáticos.

Con independencia al perfil es-pecífico del lector, la lectura con toda seguridad resultará fructífera.

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Aporta un conocimiento riguroso sobre la historia intelectual y po-lítica del subcontinente, ligada al pasado colonial marcado por Es-paña y Portugal. En particular, permite elucidar algunos vínculos entre las ideas pergeñadas por intelectuales de diferente signo y las prácticas materiales a las que contribuyeron a dar forma.

Contra una visión esencializada del “intelectual”, sustraída de la historia de las luchas sociales, esta Historia abre un campo de problematización que a menudo ha quedado en los márgenes del ámbito de investigación concreta de la historiografía tradicional. Así pues, se trata de una producción especializada que busca res-ponder a preguntas decisivas para la comprensión del presente latinoamericano y los papeles históricamente cambiantes de los intelectuales: ¿cómo se han configurado las élites intelectuales en Latinoamérica y cuáles han sido las condiciones históricas de su formación? ¿Qué funciones políticas asumieron y cómo articula-ron lo local y lo metropolitano? ¿Qué papel significativo jugaron las ideas elaboradas por esas élites en la historia política subcon-tinental? En ese marco, ¿qué roles asumieron la prensa escrita, la educación pública y las asociaciones civiles en la difusión de esas ideas? ¿Cómo se relacionaron dichos sujetos intelectuales con los procesos de independización y, en general, con la construcción de los estados nacionales? ¿Qué lugares ocuparon en el espacio so-cial y qué relaciones han construido tanto con los poderes públicos como con el poder eclesiástico? ¿En qué horizontes ideológicos se inscribieron dichos intelectuales y en función de qué demandas políticas y filosóficas?

Las preguntas se multiplican a lo largo de todo el trayecto y en cualquier caso, las respuestas distan de ser uniformes. Ni siquiera la “función-intelectual”, por usar una expresión de Gramsci, es ejercida de forma estable. El mismo concepto de “intelectual” es resbaladizo y dista de ser una figura unitaria, que admitiría sin más una interpretación en clave homogénea. De los avatares de las “minorías letradas” a la emergencia de nuevas categorías in-telectuales, Historia es producto de la colaboración de un equipo interdisciplinario de investigadores de distintas generaciones que se abre paso en esa madeja inextricable que es la elucidación críti-ca de nuestro pasado. En conjunto, permiten inscribir la produc-ción social de las ideas en los procesos históricos, en tanto fuerzas materiales que inciden en la configuración de la vida socio-insti-tucional.

2. En su primer volumen, subtitulado ‘La ciudad letrada: de la conquista al modernismo’, este proyecto incluye diferentes ejes de investigación, desarrollados a su vez en distintos trabajos: I) “El letrado colonial”, a cargo de Óscar Mazín, Sonia Rose y Laura de Mello e Souza; II) “Élites culturales y patriotismo criollo: prensa y sociedades intelectuales”, eje en el que se centran Jorge Myers, Paulette Silva Beauregard, Rogelio Pérez Perdomo, Klaus Gallo, Rafael Rojas, Elías Palti y Annick Lempérière; III) “La marcha de las ideas”, sección en la que participan Fernando Devoto, Horacio Crespo, Maria Lice Rezande de Carvalho y Javier Lasarte Valcár-cel; IV) “Entre el estado y la sociedad civil”, desarrollada por Lilia Moritz Schwarcz, Hilda Sabato, Ana María Stuven, Claudio Lom-nitz y Dora Barrancos, y V) “Exilios, peregrinajes y nuevas figuras del intelectual”, en el que participan, finalmente, Alejandra Laera, Susana Zanetti y Beatriz Colombi.

La misma enumeración de los colaboradores y de los ejes inves-tigativos permite dimensionar la amplitud de la problematización. A diferencia, sin embargo, de un trabajo de mera yuxtaposición, el trazado propuesto funciona más bien como un mosaicum: his-torias de la historia de los intelectuales, sin por ello renunciar a un impulso totalizador que permite reconocer algunas semejanzas entre ellas. Renunciando a toda pretensión de exhaustividad, se-ñalemos algunos nudos que atraviesan este trabajo.

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Si, por un lado, las élites culturales han sido “bisagras” entre las metrópolis y lo local, por otro, han jugado un papel decisivo en el campo político subcontinental. Difícilmente podrían comprender-se los cambios históricos de Latinoamérica, empezando por la for-mación de los estados-nación modernos y el desarrollo de la edu-cación pública, sin la intervención de estos sujetos caracterizados, al decir de Bourdieu, por el manejo especializado de los recursos simbólicos. En este punto, la producción de narrativas de la patria, de una identidad nacional y de un pueblo en lucha por la nación, han formado parte de los discursos de legitimación que diversos intelectuales han elaborado, a menudo, en abierta pugna con otros intelectuales críticos del poder (posicionados tanto el campo de las vanguardias artísticas como de las vanguardias políticas).

Si la figura del intelectual latinoamericano está ligada regular-mente a una condición urbana, también lo está al patrón europeo vinculado a procesos de urbanización que, de forma incipiente, se fueron desarrollando desde la conquista y colonización ibéricas. Aunque bien podría hablarse de una intelectualidad previa al S. XIX, recién a fines de este siglo se produciría un ensanchamien-to de las capas intelectuales —irreductibles a una categoría socio-profesional—, posibilitada por el crecimiento demográfico, el de-sarrollo urbano y la extensión del sistema educativo superior. La expansión, pues, de los intelectuales subcontinentales, ligados a la posesión de conocimientos especializados y aptitudes cultiva-das (en literatura, humanidades, derecho, artes, etc.), ha tenido como condición la grafoesfera, esto es, el dominio de la escritura, la prensa y los libros, dominio reservado tradicionalmente a los varones. Recién en la segunda mitad del siglo XX esta supremacía será paulatinamente reducida, aunque estemos todavía bastante lejos de una situación igualitaria en lo que respecta a la cuestión de género en la producción intelectual.

Por otra parte, es de destacar la peculiar labor que tuvieron estos sujetos, a menudo representados como “héroes de la palabra”, en la creación de un pensamiento americanista, tendente a buscar la originalidad de América Latina y a valorizar sus rasgos distintivos como bases mismas de la “utopía de América”. En tanto “minorías ilustradas”, relativamente autónomas, los intelectuales han estado asociados a una tarea de “salvación cultural” que difícilmente pue-de hoy respaldarse. En todo caso, esas élites formaron parte tanto del sistema de poder como de aquellos que detentaron el monopo-lio de la escritura en una sociedad analfabeta. Hasta comienzos del siglo XX existió verdaderamente una tendencia aristocrática entre sus filas por el mero hecho de reivindicar el capital cultural como factor de excelencia social. Recién con los cambios culturales de principio de siglo se produjo “el abandono de ese criterio de supe-rioridad social fundada en la disparidad cultural” (p. �9).

Dicho lo cual, lo interesante de este enfoque es que los intelec-tuales, en tanto productores de ideologías públicas, no se limitan a secundar un poder preconstituido, sino que son partícipes en su construcción. Nada de ello implica una línea de continuidad entre el letrado colonial y el intelectual latinoamericano moderno, sino que más bien remite a metamorfosis culturales simultáneas a las reconfiguraciones del espacio social en el que estas identidades se conformaron e intervinieron. La génesis social de los intelectuales, pues, hace imposible un análisis aislado de las ideas que estos de-tentaron.

El uso temprano del término de “intelectual” en �898 por par-te de algunos miembros de la élite cultural latinoamericana —en clara referencia con el caso Dreyfus que diera su sentido actual al término— dista de tener una significación unívoca: puede estar se-ñalando un cambio efectivo de los escritores, una creciente espe-cialización, un préstamo de ideas europeas, e incluso todo a la vez. Con todo, la generalización del uso del término recién se produjo a principios del siglo XX, lo cual añade una dificultad a la inves-

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tigación emprendida. En última instancia, se trata de remitir es-pecíficas producciones de sentido al campo social, incluyendo las divisiones de clase, las disputas étnicas y una pluralidad ideológi-ca que ha dado lugar a debates públicos importantes. A diferencia de la sobreabundancia de intervenciones mediáticas de muchos intelectuales contemporáneos, las acciones de los intelectuales en los últimos dos siglos, en el contexto latinoamericano, suponen un trabajo de construcción de marcos de intervención que de ningún modo estaban preestablecidos.

Bien podría advertirse, por otra parte, que una historia de los intelectuales semejante no puede obviar la presencia de las cul-turas precolombinas ni la tenaz resistencia de lo indígena tras la conquista de América. Los autores no sólo son conscientes de tal exclusión, sino que asumen una cierta amputación de la que par-ten, debido a la insuficiencia documental al respecto, en particular, de registros escritos que remitan a las sociedades precolombinas. Eso explica la periodización efectuada, pudiendo distinguirse �) una primera época caracterizada por el “letrado eclesiástico” en la que se ejercía un monopolio clerical de las funciones intelectua-les, 2) un segundo período en el que se desarrolla una sociabilidad intelectual que lucha por independizarse del marco eclesiástico —que Jorge Myers remite al “letrado barroco”—, 3) nuevas figu-ras surgidas de la crisis del orden colonial —el “letrado patriota” y el “publicista ilustrado”—, y 4) la emergencia de figuras como el “científico”, el “intelectual militante”, el “intelectual modernista” y el “escritor popular”.

En este complejo proceso de construcción social de la actividad intelectual, no todo grupo era igualmente propenso para ejercer dicha actividad en un contexto postimperial. Tras el derrumbe español y portugués, se dio una diversificación de las estructuras sociales de los cuadros intelectuales, siendo el periodista político el principal actor incorporado a esta función, incluso aunque os-tentara otros títulos profesionales. De hecho, la fuente de legitimi-dad de su participación en el debate público está asociada al oficio de periodista y, más todavía, con la emergencia de un discurso de oposición a los poderes fácticos, ligado a la consolidación de la prensa como órgano crítico, matizado habitualmente por las ama-rras de la censura y por los diversos exilios que sufrieron algunas figuras destacadas, incluyendo poetas y literatos.

Desde esta perspectiva, el espacio creciente de la autoridad del intelectual experimentó una expansión a partir de la segunda mi-tad del siglo XIX. El incremento de la prensa escrita, la compleji-zación de una oferta de géneros que acompañó el crecimiento de los públicos lectores, la expansión de los universos editoriales, la multiplicación de espacios de sociabilidad independientes al es-tado y la iglesia y el auge de asociaciones cívicas han posibilitado, precisamente, un cambio en cuanto al tipo y alcance de las accio-nes intelectuales.

Cuestiones de género y raza no fueron menores en la misma constitución de lo intelectual, especialmente tras la ruptura del vínculo colonial en el que se planteaban en forma de debate pro-blemáticas referentes a la igualdad. Aunque se plantearan diferen-cias importantes entre intelectuales lusófonos e hispanoparlantes, en ambos casos se plantea en esta época un tipo de intervención pública consistente en el ensayo de discusión política, desplazado luego por la importancia creciente asignada por el positivismo fi-nisecular a las ciencias.

3. De manera similar, el segundo volumen —subtitulado ‘Los avatares de la “ciudad letrada” en el siglo XX’—, también se orga-niza sobre ejes de trabajo estructurantes: I) “Intelectuales y poder revolucionario”, en el que participan Javier Garciadiego y Rafael Rojas; II) “Trayectos y redes intelectuales”, sobre el que se centran Arcadio Díaz Quiñones, Jorge Myers, Fernanda Arêas Peixoto,

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Martín Bergel, Ricardo Martínez Mazzola y Ricardo Melgar Bao; III) “Revistas”, con la participación de Oscar Terán, María Tere-sa Gramuglio, Ximena Espeche, Liliana Weinberg, Ricardo Pozas Horcasitas y Claudia Gilman; IV) “Entre la acción cultural y la ac-ción política”, con la colaboración de Martín Bergel, Fernando An-tonio Pinheiro Filho, Fernando Devoto, Marcelo Ridenti y Jorge Luis de Diego; V) “La sustancia de la nación: intelectuales y discur-so indigenista”, con los trabajos de Emilio Kourí, Osmar Gonzales y Luis Millones; VI) Vanguardias”, con Alicia Azuela de la Cueva y Segio Miceli; VII) “Empresas editoriales: estrategias comerciales y proyectos culturales”, donde colaboran Fabio Esposito, Gustavo Sorá y Bernardo Subercaseaux; VIII) “La intelligentsia de las cien-cias sociales”, con la participación de Guillermo Palacios, Alejan-dro Blanco, Luis Carlos Jackson y Jeremy Adelman; y, finalmente, VIII) “Tendencias y debates”, en el que se suman Gonzalo Aguilar, Nora Catelli, Heloisa Pontes y Mirta Varela.

De manera sumaria, recordemos que este volumen se centra en la franja histórica que va de principios del siglo XX hasta la década de �980, siglo en que los intelectuales latinoamericanos ya se dis-tinguían con claridad de los letrados tradicionales. Actor del deba-te público, la figura del intelectual se representó como conciencia de su tiempo, intérprete de su nación, voz de su pueblo, asumien-do una función ético-política en la vida social. En ese contexto, emergen concepciones e iniciativas (tales como el “arielismo”, ba-sado en un ensayo de José Enrique Rodó) destinadas a contribuir a la formación de minorías dirigentes, llamando a la superación de la especialización. En general, emergen figuras prestigiosas, como por ejemplo José Ingenieros, Octavio Paz, o Carlos Fuentes, que asumen un rol moralizador.

A pesar de ciertos llamados a la unidad continental, la vida inte-lectual latinoamericana tuvo “cauces nacionales”, sin que se plan-tearan, a diferencia del siglo XIX, escenarios centrales o espacios metropolitanos de los que brotara la autoridad intelectual. Entre la indiferencia y el desconocimiento mutuo, recién a partir de los años 20 habrá una mayor comunicación entre los intelectuales del subcontinente. De forma simultánea a la profesionalización polí-tica, se produjo una creciente especialización del trabajo de los es-critores y grupos de saber, ligadas a una incipiente expansión de las clases medias urbanas que se consolidaría en la segunda centu-ria del siglo. El periodismo, en ese punto, como “segundo empleo”, apuntalaba las posibilidades de algunos escritores que trabajaban en puestos públicos subalternos, instalando una mayor concien-cia de la especialización. Las universidades públicas, en ese senti-do, permitieron precisamente hacer de la vocación intelectual una práctica remunerada.

Con todo, el vínculo entre intelectuales y Estados dista de ser in-variante. Las dictaduras recurrentes en América Latina trazan una experiencia de exilio, censura y represión política a lo largo del siglo. A la par que miles de intelectuales emprendieran esas diás-poras forzadas, tantos otros se constituían en servidores públicos de una alianza entre modernización y autoritarismo, aunque en lí-neas generales se ha dado más una distancia entre campo cultural y poder político que una convergencia duradera. En suma, apenas si puede hablarse con validez de una historia de los intelectuales latinoamericanos. Se trata de un relato que se bifurca en experien-cias nacionales específicas, no obstante algunas semejanzas reco-nocibles.

Indagar sobre los procesos revolucionarios como experiencia en la que también participan ciertos sectores intelectuales (tanto des-de una perspectiva nacionalista como una comunista), explorar los trayectos y redes intelectuales en la que se produjeron separa-ciones forzosas de muchos intelectuales disidentes, así como las redes de sociabilidad que fueron construyendo para interactuar en diferentes lugares, investigando asimismo las revistas cultura-

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les que contribuían a formar unas perspectivas específicas, forman parte todo ello de ese itinerario histórico en el que acción cultural y acción política no resultan disociables. Antes bien, la “inteligen-cia americana” asumió en muchos casos la forma de una interven-ción política pensada como servicio público, sin olvidar una cierta misión redentora que parte de esta inteligencia se auto-atribuyó en la lucha por una sociedad emancipada.

Tampoco puede desconocerse el estatuto que el discurso indige-nista asumió en el discurso intelectual, especialmente como núcleo de la nación. De forma similar, se plantea una reflexión sobre las vanguardias artístico-literarias —marcadas por cierto “moderatis-mo” en los años 20—, la labor de las empresas editoriales como so-porte mismo del campo cultural y su incremento a partir de fines de los 30 sustentado en nuevas estrategias comerciales.

También el impacto de las modernas ciencias sociales en Amé-rica Latina adquiere visibilidad en esta historia. El desarrollo de nuevas experticias va de la mano de investigaciones empíricas, que permiten —especialmente a partir de la segunda postguerra— la emergencia de una intelligentsia ligada a una “sociología de la mo-dernización” que incidió tanto en la acción pública como privada en sociedades latinoamericanas específicas. Desde luego, ninguna de estas líneas de la historia intelectual debe pensarse exenta de debates en los que los mass-media han sido uno de los espacios privilegiados para su constitución. Así, a mediados de los sesen-ta, estos se configuran como espacio intelectual de producción de diagnósticos críticos sobre la cultura que ellos mismos producen, aunque las evaluaciones al respecto varían de forma notable has-ta ser considerados parte del debate cívico. Con su entrada en la cultura mediática, los intelectuales mismos deben habérselas con desafíos serios para no sucumbir ante los estereotipos y simplifi-caciones en los que suele incurrir dicha cultura.

Más allá de los avatares concretos de las historias nacionales de los intelectuales, es de valorar que el presente estudio no subes-time la diversidad efectiva que aglutina la actividad intelectual, mostrando su consolidación a partir de los siglos XIX y XX, e in-cluso transformando su accionar en función de figuras modélicas tomadas de Europa y Norteamérica.

Desborda el objetivo de esta reseña ahondar en cada una de es-tas puntualizaciones, pero lo dicho debería resultar suficiente para desmontar una imagen simplificada del intelectual, a menudo re-mitida a una figura de prestigio ligada al pensamiento y conoci-miento “puros” —abstractamente concebidos— sin su inscripción en el mundo histórico-social que es su terreno primario de cons-titución. Quizás esta historia ayude, simultáneamente, tanto a la crítica de una cierta distinción social dada por la excelencia inte-lectual, como a la crítica del anti-intelectualismo de signo reaccio-nario (presente incluso en ciertos sectores intelectuales en los que su conciencia culpable los condujo a un populismo que renegaba de la figura misma del intelectual).

Bien podría preguntarse un lector no latinoamericano sobre la pertinencia de un estudio erudito en su propio contexto de lectu-ra. La respuesta puede elaborarse en un doble nivel: a) permite comprender algunos acontecimientos presentes en Latinoaméri-ca, incluyendo cierto latinoamericanismo persistente y b) posibili-ta comprender configuraciones históricas variables de los intelec-tuales, no sólo en un continente específico. Por contraste, ayuda a conocer mejor las especificidades históricas de los intelectuales de otros continentes, a condición de desembarazarse de un cierto et-nocentrismo metropolitano. Porque más que buscar modelos uni-versales de intelectualidad, se trata de pensar en una pluralidad de sujetos intelectuales situados en condiciones sociales y políticas concretas.

Resultaría arbitrario destacar algunas narrativas de este conjun-to heterogéneo que es Historia de los intelectuales en América La-

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tina. Lo central, más bien, radica en el notable trabajo colectivo de elaboración de un relato en el que se ponen en relación la constitu-ción de unas minorías letradas con otros acontecimientos como la formación de unos públicos cultos, la creación de nuevos órganos de prensa, la expansión de las industrias editoriales y asociaciones nucleadoras, así como su incidencia en la compleja y desgarrada vida política de un subcontinente. Libros colectivos así, desde lue-go, aumentan las exigencias “intelectuales” al momento de abor-dar la problemática misma de los intelectuales. Su mérito no está sólo en lo transitado, sino, por añadidura, en mostrar lo que im-plica una historización sistemática del campo intelectual. A raíz de una lectura así, las preguntas hacia el presente se multiplican. En particular, cabría preguntarse qué relevos político-culturales han asumido nuestros intelectuales contemporáneos en la práctica de construcción de lo común.

Queda al lector la tarea de elucidar los sentidos diversos que la práctica intelectual ha adquirido en contextos geográficos e histó-ricos diferentes en su remisión a una esfera pública que ha contri-buido a constituir. La labor puede resultar ardua, pero no por ello menos apasionante.

Arturo Borra