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aniversario de la Constitución

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aniversariode la Constitución

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40 aniversario de la Constitución

Madrid, 2019

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NIPO (papel): 051-19-010-x NIPO (pdf): 051-19-011-5 D.L.: M-13313-2019

Edita: Ministerio de Justicia Secretaría General Técnica

Maquetación: Subdirección General de Documentación y Publicaciones

Catálogo General de Publicaciones Oficiales: https://cpage.mpr.gob.es

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ÍNDICE

En el 40 aniversario de la Constitución de 1978: una breve visión jurídica heterodoxa ........................................................................ 6

Intervención del Secretario de Estado de Justicia en la Real Academia de la Jurisprudencia y Legislación, el 11 de diciembre de 2018 con motivo del 40 aniversario de la Constitución .............. 32

La España de las autonomías, en el plano de las lealtades personales 39

Estado de derecho y derechos fundamentales ................................. 66

Cronica de una mutación constitucional. El poder judicial en la Constitución española de 1978 ....................................................... 77

El estado democrático y el régimen de monarquía parlamentaria ... 97

Una mirada atrás al precepto más invocado: el artículo 24.1 de la Constitución española de 1978 ....................................................... 109

Consideraciones sobre el derecho de defensa ................................... 132

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PRESENTACIÓN

El Ministerio de Justicia, como departamento de la Administración General del Estado encargado de la preparación y ejecución de la política del Gobierno para el desarrollo del ordenamiento jurídico,

es muy consciente de la trascendencia histórica, política y jurídica del cua-dragésimo aniversario de la aprobación de la Constitución española de 1978. Por ello, se ha sumado a los actos impulsados por el Gobierno y las Cortes Generales para conmemorar tan señalada efeméride, a los que ha añadido una serie de actividades a lo largo de 2018.

Con estos actos y actividades no solo se celebra la vigencia de un texto normativo, por muy importante que este sea, como es el caso. Se conme-mora el logro de un pueblo, el pueblo español, que está encarnado en la Constitución de 1978, y que supo superar grandes dificultades para alcan-zar un mínimo de concordia con el que edificó una convivencia en paz. La Constitución de 1978 es reflejo de la sociedad española, que encarna una sociedad plural, que mira hacia el futuro sin que ello signifique dar la espal-da a su pasado; una sociedad integradora, unida en la diversidad, respetuo-sa y solidaria, que sitúa la dignidad del ser humano por encima de todo y cuyas demandas sociales, en igualdad y libertad, han convertido a España en una de las democracias más plenas del mundo.

Desde los clásicos griegos, como Sócrates y Platón, se ha considerado el conocimiento como un medio para alcanzar la virtud. Por ello, desde el Ministerio de Justicia, a través de su Secretaría de Estado, se impulsó una conmemoración académica de nuestra Constitución.

Y qué mejor lugar que la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España para poner en valor nuestra Magna Carta. Los vastos conoci-mientos y la dilatada experiencia que atesoran sus miembros, sumados a la trayectoria de una corporación cuyo origen data del año 1730 pero que obtuvo la Real Cédula con advocación de Santa Bárbara el 20 de febrero de 1763 a instancias del conde de Floridablanca, la hacen idónea para discutir con rigor y con la perspectiva que otorgan el tiempo y la experiencia las prin-cipales materias constitucionales que a todos nos preocupan como juristas

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y como ciudadanos. Una Academia que aspira «al perfeccionamiento de la legislación» asentada en una tradición secular puede aquilatar correcta-mente el valor de los méritos obtenidos y los retos y problemas a los que ha de hacer frente la norma que establece nuestro marco de convivencia.

El 11 de diciembre de 2018, en la sede que ocupa la Academia desde que el rey Alfonso XIII la inaugurara en 1905, se celebró una mesa redonda en torno a la cual se reunieron académicos especialistas de la más alta repu-tación y trayectoria para discutir temas constitucionales capitales y cuyas intervenciones constituyen el contenido de la monografía que el lector tiene en sus manos.

Esa mesa redonda fue presidida y moderada por el secretario de Estado de Justicia y participaron académicos de la talla de D. Ángel Sánchez de la Torre, D. Tomás Ramón Fernández Rodríguez, D. Rafael Mendizábal Allende, D. Manuel Aragón Reyes, D. Andrés de la Oliva Santos y D. Gonzalo Rodríguez Mourullo. Se abordaron algunos de los grandes temas constitu-cionales que se suscitan en los foros académicos, políticos y forenses, juz-gando los logros alcanzados y advirtiendo y enfocando los retos y problemas actuales: desde los derechos fundamentales, con especial énfasis en la tutela judicial efectiva y en el derecho a la defensa, hasta la problemática de las autonomías, pasando por órganos constitucionales como la Corona y la jus-ticia, con el rigor y profundidad con el que acostumbran los mencionados académicos a estudiar y diseccionar cualquier tema, y que ahora el lector puede disfrutar con la presente publicación.

Sin duda, este acto conmemorativo de la Constitución de 1978 y del pueblo español se inspira en las siguientes palabras de Cicerón (Sobre los deberes, I.XLIV): «Y los estudiosos, que han entregado su vida entera y sus inclinaciones a la búsqueda del conocimiento, no han dejado de contribuir, después de todo, al provecho común y a aumentar los privilegios del hom-bre, pues han hecho de muchos mejores ciudadanos y que fueran más útiles en los asuntos públicos».

Dolores Delgado García

Ministra de Justicia

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EN EL 40 ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCIÓN DE 1978:

UNA BREVE VISIÓN JURÍDICA HETERODOXA

Manuel-Jesús Dolz Lago

Secretario de Estado de Justicia

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Ángeles y demonios1. El Bien y el Mal. Las dos Españas inmortaliza-das en 1912 por el genio poético de Antonio Machado2, «Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios./ Una de las dos Españas/

ha de helarte el corazón3», nos condicionan desde tiempos inmemoriales. Diría, desde el origen de los tiempos.

La Epopeya o Poema de Gilgamesh4, la obra épica más antigua conocida, escrita en tablillas en acadio, que se conserva en el Museo Británico, narra las peripecias del rey Gilgamesh hace más de cinco mil años, debatiéndose entre el Bien y el Mal, entre la mortalidad humana y la inmortalidad de los dioses.

Somos un país lleno de contradicciones, la España invertebrada, título de la famosa obra de nuestro gran filósofo José Ortega y Gasset, publicada en 19215.

1 Para una representación artística, véase Maria-Christina Boerner, Angelus & Diabulus, La historia del bien y el mal en el arte cristiano, edición de Roff Toman. Editorial h.f.ullman, 2016.

2 Antonio Machado Ruiz nació en Sevilla el 26 julio 1875 y murió exiliado en Colliure (Francia) el 22 febrero 1939, siendo su tumba un lugar obligado de peregrinaje de espa-ñoles que rinden culto a su memoria. Al fallecer, en un bolsillo de su chaqueta, guardaba una hoja en la que estaba escrito «Estos días azules y este sol de la infancia», que está con-siderado como su último poema. Véase el libro Estos días azules y este sol de la infancia. Poemas para Antonio Machado, Colección Visor de Poesía, Madrid, 2016.

3 Poema titulado «Españolito», perteneciente a «Proverbios y cantares» en el libro Campos de Castilla (1912). Antecede al fragmento del poema referido supra el siguien-te texto: «Ya hay un español que quiere/vivir y a vivir empieza,/entre una España que muere/y otra España que bosteza».

4 Véase El poema de Gilgamesh, edición de Rafael Jiménez Zamudio. Cátedra. Letras Universales, Madrid, 1.ª edición, 2015.

5 El subtítulo de la obra es Bosquejo de algunos pensamientos históricos. 1.ª edición en Revista de Occidente. Posteriormente, en colección el arquero de la Revista de Occidente, S.A., Madrid, 17.ª edición en castellano, 1975. En su capítulo 3, titulado «¿Por qué hay separatismo?», Ortega critica lo que el llamaba «unitarismo» o centralismo frente a los nacionalismos, indicando lo siguiente: «Tengo la impresión de que el "unitarismo que hasta ahora se ha opuesto a catalanistas y bizcaitarras, es un producto de cabezas catala-

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España: un enigma histórico6, tituló en 1956 nuestra realidad histórica con acierto el sabio historiador exiliado en Argentina Nicolás Sánchez-Albornoz. Grandes historiadores se han planteado la esencia de España y de los españoles.

Ramón Menéndez Pidal, en la monumental obra coral Historia de España, que dirigió desde 1935 hasta su muerte en 1968 y en la que intervienen una pléyade de historiadores7, realiza un inicial análisis titulado «Los españoles en la Historia. Cimas y depresiones en la curva de su vida política», advirtiendo que no lo hace «desde ningún determinismo somáti-co o racial, sino de aptitudes y hábitos históricos que pueden y habrán de variar con el cambio de sus fundamentos, con las mudanzas sobrevenidas en las ocupaciones y preocupaciones de la vida, en el tipo de educación, en las relaciones y en las demás circunstancias ambientales8».

nas y vizcaínas nativamente incapaces —hablo en general y respeto todas las individua-lidades— para comprender la historia de España. Porque no se le dé vueltas: España es cosa hecha por Castilla, y hay razones para ir sospechando que, en general, solo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España inte-gral. Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría acontecido si, en lugar de hombres de Castilla, hubieran sido encargados, mil años hace, los "unitarios" de ahora, catalanes y vascos, de forjar esa enorme cosa que llamamos España. Yo sospecho que, aplicando sus métodos y dando con sus testas en el yunque, lejos de arribar a la España una, habrían dejado la Península convertida en una pululación de mil cantones. Porque, como luego veremos, en el fondo, esa manera de entender los "nacionalismos" y ese sis-tema de dominarlos es, a su vez, separatismo y particularismo: es catalanismo y bizcaita-rrismo, bien que de signo contrario», págs. 50 y 51.

6 La obra comprende dos volúmenes. Editada por Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1.ª edición en diciembre 1956.

7 Sin perjuicio de otras obras históricas, la Historia de España editada por Espasa Calpe, S.A. desde 1935, dirigida por Ramón Menéndez Pidal, y, posteriormente a partir de 1974, tras el fallecimiento del primero en 1968, por José María Jover Zamora, que comprende 42 tomos en 85 volúmenes, es, sin duda, la obra histórica de referencia. Véase Dardé, Carlos, «La idea de España en los tomos de la Historia de España dirigidos por Ramón Menéndez Pidal, 1935-1980», en Norba. Revista de Historia, vol. 19, 2006, 205-218.

8 Véase página X, tomo I, volumen I, Madrid, 1947.

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En ese análisis destaca los siguientes caracteres del español: 1. sobriedad9, 2. idealidad10, 3. individualismo11, 4. unitarismo y regionalismo12, 5. las dos Españas13 y 6. propósito de la historia. Cierto es que don Ramón, cuya erudi-ción histórica nadie discute, también está condicionado por su propia ideo-logía.

He oído decir que somos un país asombrosamente anárquico que, sin embargo, funciona. Ningún país del mundo resiste lo que nosotros. Recordemos, por ejemplo, a Viriato, héroe de la resistencia hispana ante los romanos en el siglo ii antes de Cristo. También, nuestro 2 de Mayo de 1808 en Madrid o «la lucha con los mamelucos», frente a la invasión napoleónica, que inmortalizó Goya en uno de los cuadros más visitados del Museo del Prado14.

Y tras las raíces clásicas del mundo grecorromano no siempre bien cono-cidas15, hay en nuestra cultura hispana un profundo sentimiento ancestral

9 Desglosada en sobriedad material y ética, desinterés hacia los intereses materiales, apatía y energía, humanitarismo y confraternidad, tradicionalidad y misoneísmo, frutos tardíos y frutos precoces.

10 Con los siguientes epígrafes: más allá de la muerte, la fama y religiosidad.

11 Individuo y colectividad, equidad y arbitrariedad, benevolencia e invidencia, de Enrique IV a los Reyes Católicos, Fernando e Isabel de consuno, caracteres de la selección isabelina, decadencia del sistema selectivo isabelino, concepto histórico de selección e invidencia, ¿falta de minorías?, mayorías y minorías.

12 Exceso de localismo, el concepto de España en la antigüedad, unitarismo godo y su ruina, los reinos medievales, la idea de España en la Edad Media, la unidad política, fora-lismo, federalismo y cantonalismo, los nacionalismos, la cuestión lingüística, un éxito fugaz de los nacionalismos, teoría histórica del unitarismo como forma accidental y el localismo como accidente morboso.

13 Aislamiento y comunicación, exclusivismo y transigencia, entre África y Europa, europeísmo y casticismo medieval, unificación: doble carácter de esta época, el auge bajo Carlos V, el exclusivismo predomina, quomodo sedet sola!, las dos Españas en la guerra civil, la opuesta concepción histórica, el exclusivismo español recibe apoyo internacional, la España única.

14 Pintado en 1814, se trata de un óleo sobre lienzo, 268,5 x 347,5 cm. Véase la galería online de la página web del Museo del Prado, que en este año celebra su bicentenario.

15 Véanse Moreno Báez, Enrique, Nosotros y nuestros clásicos, 2.ª edición corregida, editorial Gredos, Biblioteca románica hispánica dirigida por Dámaso Alonso, Campo Abierto, 1.ª edición, abril 1961, Madrid; Muñoz Valle, Isidro, Actitudes ante la Cultura clásica a lo largo de la Historia, Madrid, 1971, y del mismo autor, Así nació el hombre occidental (en los albores de Grecia), editorial Cosmos, Valencia, 1972.

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de lucha interna y fratricida. El poeta español Luis Cernuda (1902/196316), con una perspectiva muy lúcida, en su poema «Díptico Español17» comenza-ba con un «Es lástima que fuera mi tierra», exclamando, entre otras estro-fas, lo siguiente:

«Un pueblo sin razón, adoctrinado desde antiguo en creer que la razón de soberbia adolece y ante el cual se grita impune: muera la inteligencia, predestinado estaba a acabar adorando las cadenas y que ese culto obsceno le trajese adonde hoy le vemos: en cadenas, sin alegría, libertad ni pensamiento.

Si yo soy español, lo soy a la manera de aquellos que no pueden ser otra cosa: y entre todas las cargas que, al nacer yo, el destino pusiera sobre mí, ha sido ésa la más dura. No he cambiado de tierra, porque no es posible a quien su lengua une, hasta la muerte, al menester de poesía».

Y, sin embargo, a pesar del cainismo y del primer pecado capital español, que es la envidia, salimos adelante. A pesar de nuestra pobre autoestima18, no hay pueblo que se autodestruya tanto como el nuestro, seguimos envuel-tos con la aureola del orgullo propio de ese imperio donde no se ponía el sol19. De ser los campeones mundiales en todo.

16 Véase Entre la realidad y el deseo. Luis Cernuda 1902-1963. Edición de James Valender. Sociedad estatal de Conmemoraciones culturales. Residencia de Estudiantes, Madrid, 2002.

17 Véase su Obra poética completa en Biblioteca crítica Barral Editores. Edición a cargo de Derek Harris y Luis Maristany, Barcelona, 1973, pág. 477.

18 Véase Juan José López Ibor, El español y su complejo de inferioridad, 4.a edición, Biblioteca del pensamiento actual, ediciones Rialp, S.A., Madrid, 1958.

19 Véase John H. Elliott, La España imperial (1469-1716), Biblioteca Historia de España, ediciones Vicens Vives, S.A., 1965. Hay edición en 2006 por RBA Coleccionables, S.A., Barcelona.

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En España, somos más papistas que el Papa, que ya es decir. Y nos hemos granjeado, para bien o para mal, una leyenda negra, que los últimos estudios históricos van desvaneciendo en función de múltiples variables20.

Somos el país donde tan pronto se grita «muera la inteligencia21» o «vivan las caenas22» como la calidad de nuestros intelectuales obtiene el reconoci-miento internacional de los Premios Nobel23. Los grandes pensadores occi-dentales, a los que se atribuyen los avances intelectuales de nuestro tiempo, tuvieron como antecedentes a pensadores españoles. Por ejemplo, todo el derecho moderno debe un tributo impagable a los grandes juristas teólogos españoles de los siglos xv y xvi, como Francisco de Vitoria (1492/1546) en derecho internacional o Alfonso de Castro (1495/1558) en derecho penal, antes que el marqués de Beccaria24, Domingo de Soto (1494/1560), Francisco Suárez (1548/1617), Luis Vives (1492/1540), Luis de Molina (1535/1600) y Antonio Gómez (1500/1561), son nombres españoles que no pueden olvidar-

20 Véase Roca Barea, María Elvira, Imperofobia y la leyenda negra, ediciones Siruela, S.A., Círculo de Lectores, Barcelona, 2017.

21 Nos referimos a la frase que se atribuye al general Millán Astray frente a Miguel Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el día 12 de octubre de 1936. No obstante, el historiador Severiano Delgado, bibliotecario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, en su libro Arqueología de un mito, el acto del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, editorial Gredos, mayo 2018, cuestiona dicha frase. En todo caso, la frase ha calado en el ideario colectivo como expresión de la brutalidad frente a la inteligencia.

22 «¡Vivan las cadenas! es un lema acuñado por los absolutistas españoles en 1814 cuando, en la vuelta del destierro de Fernando VII, se escenificó un recibimiento popular en el que se desengancharon los caballos de su carroza, que fueron sustituidos por per-sonas del pueblo que tiraron de ella. Se pretendía justificar con ello la decisión del rey de ignorar la Constitución de 1812 y el resto de la obra legislativa de las Cortes de Cádiz, gobernando como rey absoluto, como le proponían los firmantes del Manifiesto de los Persas (12 de abril)».Fuente: Wikipedia.

23 José Echegaray (Literatura-1904), Santiago Ramón y Cajal (Fisiología y Medicina-1906), Jacinto Benavente (Literatura-1922), Juan Ramón Jiménez (Literatura-1956), Severo Ochoa (Fisiología y Medicina, 1959), Vicente Aleixandre (Literatura, 1977), Camilo José Cela (Literatura, 1989) y Mario Vargas Llosa (Literatura, 2010). Este último comparte nacionalidad peruana y española desde 1993.

24 Cesare Bonesana (1738/1794), a quien se le atribuye la humanización del derecho penal tras su conocida obra De los delitos y de las penas, publicada en 1764. Véase la edición que contiene la primera traducción al castellano que hizo Juan Antonio de las Casas en 1774, en Alianza Editorial, con el comentario de Voltaire e introducción, apéndi-ce («Beccaria en España») y notas de Juan Antonio del Val, Madrid, 1968.

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se. La dogmática alemana más seria como Rudolf von Ihering (1818/1892) reconoce estos antecedentes25.

El inmortal Don Quijote de La Mancha de Miguel Cervantes Saavedra26,

25 Véase P. Jerónimo Montes, Precursores de la Ciencia Penal en España, Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1911. Como se relata en este libro, página 8: «Observa el señor Hinojosa que un hombre tan eminente en la ciencia del Derecho como Ihering, confesó que las ideas contenidas en su obra El fin del Derecho, estaban ya desarrolladas con admirable claridad y sencillez por Santo Tomás de Aquino». Nuestros juristas teólogos estudiaron a Santo Tomás de Aquino (Italia, 1224/1275) y siguieron sus enseñanzas, por lo que la cita de Ihering a Santo Tomás de Aquino indirectamente hay que interpretarla también para ellos, dado que su obra es posterior a la de Santo Tomás y anterior a la del propio Ihering. Véase R. Von Ihering, La lucha por el derecho (1872), versión de Adolfo Posada, prólogo de Leopoldo Alas (Clarín), Nueva biblioteca filosófica Tor, Buenos Aires, 1920.

26 Para una relación de ediciones del Quijote, tanto en castellano como en otras len-guas, desde la primera edición de la primera parte por Juan de la Cuesta en 1605 y de la segunda parte en 1615, véase en el portal web de la Biblioteca Nacional, Quijotes (www.bne.es/es/quijote). Recuérdese que la edición de la Real Academia Española de Juan de Ibarra data de 1780. La información de la BNE abarca más de 3.600 referencias bibliográ-ficas no solo de las ediciones sino también de las diversas interpretaciones de la obra. Es muy completa la edición del Instituto Cervantes (1605-2015), dirigida por el académico Francisco Rico, publicada en Galaxia Gutenberg, donde puede consultarse una amplísi-ma bibliografía en el volumen 2 de la obra. Para biografías de Cervantes, véase Gregorio Mayáns y Siscar, Vida de Cervantes por su primer biógrafo, Prometeo, Valencia, 1916, esta biografía se escribió en 1737; Maldonado Ruiz, Antonio, Cervantes. Su vida y sus obras, Biblioteca de Iniciación Cultural, Colección Labor, Sección III, Ciencias Literarias números 434 y 435, Barcelona, 1947; Lacarta, Manuel, Cervantes. Biografía razonada, editorial Silex, Madrid, 2005; Trapiello, Andrés, Miguel de Cervantes. Las vidas de Miguel de Cervantes, Ediciones Folio, S.A., 1993. Véase también Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, editorial Renacimiento, 3.ª edición, Madrid, 1928; Maravall, José Antonio, Utopía y coontrautopía en el Quijote, editorial Pico Sacro, Santiago de Compostela, 1976. Por otra parte, no olvidemos que el Quijote de Miguel de Cervantes tuvo un imitador en Alonso Fernández de Avellaneda, con la obra publicada en 1614, antes de la publicación de la segunda parte del Quijote cervantino, El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras, edición, introducción y notas de Fernando García Salinero, Clásicos Castalia, Madrid, 1971. Una fuerte crítica contra el Quijote cervantino en Vladimir Nabokov, Curso sobre el Quijote, RBA Libros, S.A., Barcelona, 2010. Nabokov no pensaba que el Quijote fuera la mejor novela de todos los tiempos, ni siquiera creía que fuera buena. Este autor enfrentó a Shakespeare con Cervantes. Recuérdese que Shakespeare, junto con John Fletcher, se inspiró en el Quijote al escribir Historia de Cardenio, traducción e introduc-ción de Charles David Ley, edición de José Esteban, editorial Rey Lear, S.L., 2007.

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obra cumbre de la literatura universal27, no solo ha marcado toda la literatu-ra posterior sino también una filosofía de la vida convertida en un paradig-ma internacional.

La Justicia y el gobierno en el Quijote, ciertamente atendiendo a su con-texto histórico en el s. xvi, no resultaron bien parados28.

El magistrado Pérez Fernández29, al referirse a la justicia del siglo xvi y a su crítica en la literatura en El Quijote, recuerda con Ganivet que «no hay pueblo cuya literatura, ofrezca tan copiosa producción satírica encaminada a desacreditar a los administradores de la ley, en que se mire con más pre-vención a un Tribunal, en que se ayude menos a la acción de la justicia», siendo de todas estas sátiras literarias, quizá la más agria la de don Quijote, siquiera sea por el prestigio y autoridad de su autor y por la propia valía de sus razonamientos.

Dice Pérez Fernández que en don Quijote encontramos la crítica ilustrada, docta e inteligente; en boca de Sancho, la crítica es espontánea, popular y maliciosa.

Sancho, genuina representación del sentir, de las inquietudes y prejuicios del pueblo, participa de la creencia, posiblemente fundada, de la incapacidad de los gobernantes, de su inmoralidad; de sus injusticias. Haciéndose eco de las tamañas perversiones —sigue este autor—, defiende [Sancho] afanosamente la candidatura de su gobierno con plena conciencia de su incapacidad, «porque no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador» (Capítulo XXXII; 2).

Si no precisa la más elemental competencia para el gobierno que ambiciona, tampoco considera necesaria la más mínima moralidad: «de aquí a pocos días me partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros, por-que me han dicho que todos los gobernadores nuevos con este mesmo deseo» (Capítulo XXXVI; 2).

A su esposa Teresa le escribe: «No ha sido Dios servido de depararme otra maleta con otros cien escudos como la de marras; pero no te dé pena, Teresa mía;

27 El Quijote es la obra literaria más importante después de la Biblia, si tenemos en cuenta que es la más editada y traducida. Fuente: Instituto Cervantes.

28 Véase mi estudio «Poesía satírico-burlesca del Siglo de Oro y delincuencia económi-ca del siglo xx», publicado en el Diario La Ley, tomo 4, 1994, págs. 946 y ss.

29 Ensayo humano y jurídico de El Quijote, Madrid, 1965, pág. 111. Para una consulta más rigurosa, desde el punto de vista jurídico, véase García-Gallo, Alfonso, Manual de Historia del Derecho Español, Madrid, 1982.

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que en salvo está el que repica, y todo saldrá en colada del gobierno» (Capítulo XXXVI; 2).

Se lamenta no haber tenido lugar de hacer cohechos y cobrar derechos. (Capítulo LV; 2).

Se recuerda también que ese amargo sentimiento de recelo y desconfian-za no debería estar en ocasiones falto de fundamento, como cuando se lee la queja que a las Cortes de 1570 elevan los procuradores de que las justicias de las ciudades y villas, inducidos y persuadidos por los escribanos que con ellos andaban a rondar por sus fines ilícitos, entraban de noche en casa de mujeres casadas y doncellas honestas, por algunas causas fingidas, las cohe-chaban y procuraban persuadirlas a tratos ilícitos.

Continúa Pérez Hernández: «Si todo el Quijote quiere significar una mordaz diatriba para la justicia del siglo xvi, hay párrafos en que esta idea domina con tintes más recargados. En el famoso discurso a los "cabreros", añorando don Quijote la edad de oro, entre otras razones porque "la justicia estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender, los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen", abiertamente denuncia que la ley del "encaje" aún no se había sentado en el entendimiento del juez porque entonces no había qué juzgar ni quién fuera juzgado».

La falta de fe y confianza en la justicia se acusa en las propias palabras de Sancho, cuando al tropezar con los recitantes de la compañía de Angulo el Malo advierte a su señor: «Nunca se tome con farsantes que es gente favorecida; reci-tante he visto yo estar preso por dos muertes y salir libre y sin costas».

Pérez Hernández, no obstante, atribuye tan mordaces críticas, en parte, a la imaginación literaria de Cervantes, «que necesitaba un poco de sal y pimienta que pone en boca de sus personajes», en parte, al régimen real y señorial de la época, que implicaba una dualidad jurisdiccional. En efec-to, según este autor, «las donaciones de tierras otorgadas por los Reyes en favor de los nobles (seglares o eclesiásticos) de los primeros siglos de la Reconquista, llevaban aparejadas, por regla general, la facultad de juz-gar a los habitantes de las tierras. El reconocimiento de estas particulares jurisdicciones aparece expresamente recogido en nuestra histórica legis-lación. El Fuero Juzgo, las Leyes de Partidas, el Ordenamiento de Alcalá, las Ordenanzas Reales de Castilla y la Nueva Recopilación, después de for-mular la declaración de principios de que la justicia es prerrogativa de la Corona, admiten que puedan ejercerla también los señores y prelados, tanto en lo civil como en lo criminal, si bien han de mostrar el título o privile-

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gio. Concretamente, la Partida 11, Título 1, Ley XII, disponía: «Los prínci-pes y demás grandes señores que expresa la Ley anterior (Duques, Condes o Marqueses, etc.) tienen en su territorio poder para hacer justicia, y todo lo demás perteneciente al señorío, con arreglo a las concesiones que se les hayan hecho o ala que por largo tiempo hayan usado».

Siguiendo esta línea argumental, se explica que la jurisdicción es con-secuencia del dominio que se ejerce sobre el territorio y con tal sentido patrimonial concebida se otorga a los señores del mismo. Por otra parte, los señoríos responden a un mecanismo de la administración y gobierno de la comunidad en tanto la presencia del Rey no puede llegar a todas partes y a todos los órdenes, pero el resultado de tal segregación no pudo ser más contraproducente para la esencia del poder real, por cuanto esa configura-ción en sus diversos órdenes, con sus fueros, señoríos y privilegios, sobre-vive durante largo tiempo, y sobrevive, de una parte, por la resistencia de la nobleza a renunciar a esos privilegios tantos años mantenidos, y de otra, porque la propia debilidad de los monarcas hizo que se viera obligada la realeza a abdicar de prerrogativas propias en favor de la nobleza en la que se hallaba el poder económico.

Al igual que el Rey delegaba en los nobles, estos últimos delegaban en los señores, surgiendo así el gobierno de los estados de los señores y de sus representantes, los gobernadores. De esta forma —se afirma—, si el gober-nador del territorio puede ser «asalariado» del señor o partícipe en los bene-ficios que rinda el señorío, no es en manera alguna inaudito pensar en el arriendo de los estados. De ahí, concluye Pérez Hernández, «que la cesión de facultades, el mercantilismo de los cargos y funciones públicas, habría de provocar el desprestigio habida cuenta que, como es de suponer, no serían adjudicados siempre al mejor preparado o de más merecimiento, sino al mejor postor, y ese postor necesitaba cubrir sus posturas preferentemente económicas a costa de su actuación en todos los órdenes».

Dicho lo anterior, es importante señalar que la España de hoy, en el siglo xxi, no es aquella del siglo xvi, aunque aquella, indudablemente, como parte de nuestra historia, no puede olvidarse e incluso reconocer que integra algu-nas de nuestras más arraigadas raíces patrias en cómo se articula y se valora la relación entre el pueblo y su gobierno. Una de las letrillas satíricas más famosas de Góngora, «Ándeme yo caliente» (1581), expresaba:

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«Ándeme yo caliente Y ríase la gente. Traten otros del gobierno Del mundo y sus monarquías, Mientras gobiernan mis días Mantequillas y pan tierno, Y las mañanas de invierno Naranjada y aguardiente, Y ríase la gente».

¿España es diferente?

Su turbulenta historia no tiene límites. Inventamos la dialéctica antes que los grandes filósofos porque somos la síntesis de la tesis y antítesis de todo lo que se mueve y lo que no se mueve.

Y ahora, en el año 2018, celebramos el 40 aniversario de una Constitución de 1978 por la que casi nadie apostaba nada, a la vista de nuestra tormentosa historia constitucional desde 1812. Solo en el s. xix, tuvimos seis constitu-ciones, las de 1812, 1834, 1837, 1845, 1869 y 1876. Y en el siglo xx, dos, la de la II República de 1931 y la actual de 1978, mediando entre ellas una cruenta guerra civil (1936-1939) y una larga dictadura (1939-1975).

Agustín de Argüelles Álvarez (1776/1844), a quien se atribuye el «Discurso» preliminar de la Constitución de 1812, expresaba cómo esta recogía la tradición legislativa e innovaba conforme a los tiempos de enton-ces, propios de la Ilustración que arranca con la Revolución francesa de 1789, aspectos fundamentales que han pervivido hasta nuestros días.

Así, decía:

Nada ofrece la Constitución en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la Legislación españo-la, sino que se mire como nuevo el método con que han distribuido las materias, ordenándolas y clasificándolas para que formasen un sistema de Ley fundamental y constitutiva, en el que estuviese contenido, con enlace, armonía y concordancia, cuanto tienen de dispuesto las Leyes fundamentales de Aragón, de Navarra y de Castilla en todo lo concerniente a la libertad e independencia de la Nación, a los fueros y obligaciones de los ciudadanos, a la dignidad y autoridad del Rey y de los Tribunales, al establecimiento y uso de la fuerza armada y al método econó-mico y administrativo de las provincias…30

30 Cita extraída de la obra Constitución política de la Monarquía española, promul-gada en Cádiz a 19 de marzo de 1812, prólogo de Eduardo García de Enterría, Civitas,

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Tradición y modernidad, los dos aspectos fundamentales de las constitu-ciones.

Volviendo a nuestra Constitución de 1978 y a los pronósticos sobre su bre-vedad, recuerdo que en 1978, un año después de finalizada mi Licenciatura de Derecho, se tildaba al actual Rey emérito como «Juan Carlos I, el breve». Casi cuarenta años de su reinado como monarquía constitucional, algunos incluso llegan a afirmar que estamos ante una monarquía republicana, han desmentido el precipitado apodo. En España no es extraño que se hable de una monarquía republicana o de una república monárquica. Así somos.

Una Constitución que ha superado y está superando golpes de Estado, algunos permanentes, tendencias desintegradoras, luchas fratricidas, la losa de una historia donde todo estaba atado y bien atado para la pervivencia de un sistema antidemocrático y que con los tiempos, no sin su tiempo, se ha demostrado que las ataduras no eran tan fuertes.

Es importante recordar que el mandato del art. 5.1 de la LOPJ31 convirtió desde el año 1985 a todos nuestros jueces en jueces constitucionales por cuanto todos ellos están obligados a interpretar y aplicar las leyes y regla-mentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la

Madrid, 1999, pág. VII. Cursiva nuestra.

31 Recuérdese que el apartado 1.º del artículo 5 LOPJ fue redactado conforme a la corrección de errores publicada en el BOE núm. 264, de 4 noviembre 1985. El tenor literal del art. 5 LOPJ es el siguiente:

«1. La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y vincula a todos los Jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos.

2. Cuando un órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con ran-go de ley, aplicable al caso, de cuya validez dependa el fallo, pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tribunal Constitucional, con arreglo a lo que establece su Ley Orgánica.

3. Procederá el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad cuando por vía interpretativa no sea posible la acomodación de la norma al ordenamiento constitu-cional.

4. En todos los casos en que, según la ley, proceda recurso de casación, será suficiente para fundamentarlo la infracción de precepto constitucional. En este supuesto, la com-petencia para decidir el recurso corresponderá siempre al Tribunal Supremo, cuales-quiera que sean la materia, el derecho aplicable y el orden jurisdiccional».

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interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos.

Lo que ha puesto, jurídicamente, en primer plano al Tribunal Constitucional y su jurisprudencia32, como guardianes de nuestra CE, con beneficiosos efectos claramente políticos para la garantía de nuestra convi-vencia democrática.

La filosofía oriental, tan olvidada en nuestros lares, nos enseña la com-plementariedad de los opuestos, que el bien y el mal nacen de la misma fuente33. La contradicción es la esencia. El sentimiento trágico de la vida, al que se refería Miguel de Unamuno (1864-193634), no deja de ser un dra-ma ficticio porque si bien necesitamos debatirnos entre los extremos, bien cierto es que esa dinámica es la esencia de propia de la vida. Los ángeles son los demonios. Y los demonios son los ángeles, caídos, cierto, pero ángeles. El ser y la nada, que diría el filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre (1902-196035).

«Vivere, mi Lucilio, militare est» («Vivir, querido Lucilio, es luchar»), dijo el cordobés Séneca en sus Cartas a Lucilio36.

Y España, mientras esté viva, luchará para salir adelante. Irá más allá. De forma misteriosa, la Constitución de 1978 ha permitido este avance. Y estoy convencido de que no ha sido por la excelencia de una norma, que

32 Véase Comentarios a la Constitución española de 1978, coordinadores: Miguel Rodríguez-Piñeiro y M.ª Emilia Casas Bahamonde, BOE-Wolters Kluwer, 2018.

33 Véase Lao Tse en Tao Te Ching, que escribió: «Todo tiene dentro de sí ambos, yin y yang y de su ascenso y descenso alternados nace la nueva vida». En la versión de Stephen Mitchell, Alianza Editorial, 2017, pág. 19, dice: «Cuando contemplamos algo y lo vemos bello, algo en cambio resulta feo. Cuando contemplamos algo y lo vemos bueno, algo, en cambio, resulta malo. El ser y el no-ser se crean mutuamente».

34 Me refiero a su ensayo Del sentimiento trágico de la vida, publicado en 1912, en «el que bajo la influencia de Kierkegaard y de San Ignacio de Loyola, hace una profun-da incursión en la problemática existencial del hombre contemporáneo, distanciándose radicalmente del Motor inmóvil aristotélico y afirmando la necesidad espiritual de creer en un Dios personal». Cita extraída de Wikiquote.

35 Nos referimos a la primera obra filosófica de Sartre, publicada en 1943.

36 Véase Lucio Anneo Seneca (4 aC/65 dC) Obras Completas, discurso previo, traduc-ción, argumentos y notas de Lorenzo Riber, de la Real Academia Española, Aguilar, S.A. Ediciones, Madrid, 1949, Cartas a Lucilio, Libro XVI, Carta XCVI, «La vida del hombre es una guerra asidua», página 685, «Vivere militares est» se traduce también como «vivir es guerrear».

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jurídicamente Kelsen37 situaba en la pirámide del ordenamiento jurídico, aunque también haya contribuido a ello desde el consenso en que se redactó y los mecanismos de su reforma, sino debido a que por encima y por debajo de esa norma está el pueblo español, dinámico, contradictorio, vital, que ha permitido la convivencia social sin negar ni ahogar su problemática que le es inherente sino ordenándola pacíficamente a través del derecho.

Un derecho que se ilusiona poéticamente al proclamar en la Constitución como valores superiores del ordenamiento jurídico los valores de la Humanidad, como son la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político.

Valores a los que los poetas han dedicado bellos poemas, como, por ejem-plo, los siguientes38:

Libertad

Miguel Hernández. Fragmento del poema «El Herido», del libro El hom-bre acecha (1937-1939).

«II Para la libertad sangro, lucho, pervivo. Para la libertad, mis ojos y mis manos, como un árbol carnal, generoso y cautivo, doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas, y entro en los hospitales, y entro en los algodones como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos de los que han revolcado su estatua por el lodo. Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos, de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan, ella pondrá dos piedras de futura mirada

37 1881-1973. Teoría pura del Derecho (1936).

38 Véase mi estudio «Poesía satírico-burlesca del Siglo de Oro y delincuencia económi-ca del siglo xx», publicado en el Diario La Ley, tomo 4, 1994, pág. 946, de donde extraigo alguno de los poemas citados aquí.

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y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida. Porque soy como el árbol talado, que retoño: porque aún tengo la vida».

«Liberté» (Paul Eluard39):

«Et par le pouvoir d’un mot Je recommence ma víe Je suis né pour te connaítre Pour te nommer Liberté.

(Por el poder de un vocablo Yo recomienzo mi vida Sólo he nacido por verte Por nombrarte Libertad).

Igualdad

Desde su aspecto negativo, la desigualdad en el trato penal de la delin-cuencia, Góngora40 escribió:

«Da bienes Fortuna41 que no están escritos:

39 Le livre ouvert 11 (1941).

40 Estos versos se encuentran entre las Letrillas satíricas (año 1581). Como dice Robert Jammes, en su edición crítica de las Letrillas de Góngora, Ed. Clásicos Castalia, Madrid, 1980, si bien no hay acuerdo entre los críticos acerca del concepto de «letrilla», el Diccionario de la Real Academia la define como «composición poética, amorosa, festiva o satírica, que se divide en estrofas, al fin de cada una de las cuales se repite ordinariamen-te como estribillo el pensamiento o concepto general de la composición, expresado con brevedad». Robert Jammes afirma que también deben incluirse las letrillas sacras, frente a la opinión de Tomás Navarro Tomás, que las define como «composición octosílaba o hexasílaba, de asunto ligero o satírico, en forma de villancico o de romance con estribillo» (Métrica española, pág. 530).

41 En nota a pie de página de su edición crítica referida Robert Jammes afirma que el tema de la fortuna es tradicional en toda la poesía de la Edad Media, pero actualizado y transferido a un nivel más humilde y cotidiano: el pretendiente, la Inquisición, el cabrero,

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cuando pitos flautas cuando flautas pitos. ¡Cuán diversas sendas se suelen seguir en el repartir honras y haciendas! A unos das encomiendas, a otros sambenitos. Cuando pitos flautas, cuando flautas pitos. A veces despoja de choza y apero al mayor cabrero: y a quien antoja la cabra más coja pare dos cabritos. Cuando pitos flautas cuando flautas pitos. En gustos de amores suele traer bonanza y en breve mudanza los vuelve en dolores. No da a uno favores y a otro infinitos. Cuando pitos flautas, cuando flautas pitos. Porque en un aldea un pobre mancebo hurtó sólo un huevo, al sol bambolea y otro se pasea con cien mil delitos. Cuando pitos flautas, cuando flautas pitos».

el ladronzuelo... Actitud constante de Góngora, que así consigue dar un alcance moderno y, a veces, subversivo a lo que se había transformado en tópico anodino (ob. cit., pág. 59).

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También Quevedo criticó ese principio de desigualdad. Según González de Salas42 (16), el soneto que se reproduce a continuación es imitación de Juvenal, sát. 13, y de Séneca, epist. 87.

«Un delito igual se reputa desigual si son diferentes los sujetos que le cometen, y aún los delitos desiguales. Si de un delito proprio es precio en Lido43 la horca, y en Menandro la diadema, ¿quién pretendes, ¡oh Júpiter!, que tema el rayo a las maldades prometido? Cuando fueras un robre endurecido, y no del cielo majestad suprema, gritarás, tronco, a la injusticia extrema, y, dios de mármol, dieras un gemido. Sacrilegios pequeños se castigan; los grandes en los triunfos se coronan, y tienen por blasón que se los digan. Uno robó una choza, y le aprisionan; Menandro un reino, y su maldad obligan con nuevas dignidades que le abonan».

42 Recogido por José Manuel Blecua, en la edición crítica de los Poemas escogidos de Quevedo, edición de José Manuel Blecua, Clásicos Castalia, Madrid, 1973.

43 «Delito proprio»: delito igual; «precio»: premio.

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La expresividad del soneto y su claro mensaje nos permiten reiterar las ideas ya expuestas con anterioridad en relación con las letrillas de Góngora, ya que en este soneto se repiten las mismas consideraciones sobre la desigualdad de trato en la aplicación de la ley penal en función a «un huevo» o «cien mil delitos» (Góngora) o «un sacrilegio pequeño» y los grandes, o «la choza» y «un reino», o la horca de pena para Lido por el mismo delito que para Menandro se le da una diadema (Quevedo). Pero Quevedo no solo se quedó en denunciar estas desigualdades, sino que también en el soneto «A un Juez mercadería44» realiza una crítica corrosiva de la corrupción judi-cial de la época, que, por fortuna, no puede extenderse a la actualidad con carácter de generalidad, como sí entendemos que se extiende la persecución de la delincuencia económica frente a la común.

44 El soneto «A un Juez mercadería» dice así:

«Las leyes con que juzgas, ¡oh Batino!, menos bien las estudias que las vendes; lo que te compran solamente entiendes; más que Jasón te agrada el vellocino. El humano derecho y el divino, cuando lo interpretas, los ofendes, y al compás que la encoges o la extiendes, tu mano para el fallo se previno. No sabes escuchar ruegos baratos, y sólo quien te da te quita las dudas; no te gobiernan textos sino tratos. Pues que de intento y de interés no mudas, o lávate las manos con Pilatos, o, con la bolsa, ahórcate con Judas».

José Manuel Blecua, en la edición crítica citada, pág. 96, indica que al referir velloci-no alude a la conocida expedición de Jasón y los Argonautas en busca del vellocino oro. También indica la alusión al cohecho, extendiendo y encogiendo la mano. Por último, manifiesta que era obsesiva la animadversión de Quevedo contra jueces, letrados y escri-banos.

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Justicia45

Blas de Otero46:

«¿Qué es la justicia?»

«Los personajes se escapan de los libros y van a buscar el autor. El clown se escapa de la pista y va a buscar al empresario; el hombre se escapa de la vida y va a encararse con los dioses. Porque hay un momento en que es preciso determinar bien nuestra posición en este mundo, como el marinero en el mar, y conocer adónde vamos. Tal vez nos hemos perdido. Sabemos que los dioses se duermen. Que a veces es necesario despertarles... y blasfemar si no responden.

Porque esto no puede ser eterno. Y hay que preguntar una vez... El clown, el hombre, tiene que preguntar una vez: Esta pantomima sangrienta y des-garrada, este truco monstruoso y despiadado que está aquí ahora en la pico-ta del escarnio... ¿Para qué? ¿Qué significa? ¿Adónde vamos? ¿Adónde nos lleva todo esto? ¿A la justicia? Pero ¿qué es la justicia? ¿Existe la justicia? Si

45 Como indica Fernández Berjano, Alejando («Orígenes y competencias de la Secretaría de Estado de justicia», trabajo inédito, Ministerio de Justicia, septiembre 2018); «[…] hay que poner de relieve que el medievo fue un periodo durante el cual la vinculación de la Justicia y Gobierno lo era todo. Dice el profesor Escudero que "el regimiento o goberna-ción se centra en llevar a cabo la justicia"». El mismo autor cita al profesor García-Gallo para refrendarlo: «Lo que no es realización de la Justicia, no incumbe al Estado. Los problemas económicos y sociales, las comunicaciones, la enseñanza, la beneficencia, etc., no son en conjunto atendidos por el Estado, salvo en escasa medida». Efectivamente, tal y como expresa el Ordenamiento de Alcalá (1348), «la justicia es la más alta virtud et la más complidera para el governamiento de los pueblos». Resalta el Infante Don Juan Manuel que «una de las cosas porque se mantienen […] los estados et los regnos et las tierras es por la justicia». No obstante, que sea la Justicia la primera de sus obligaciones no impedía que se demandara al rey que fomentara otros asuntos públicos como la sani-dad, educación, obra civil, la repoblación etc., además de todo lo referente a Hacienda y guerra. Se pueden citar muchas fuentes que ponen de manifiesto la clara prelación de la Justicia entre las tareas de los reyes sobre todas las demás. Se cita aquí una de ellas por su expresividad. En las Cortes de Guadalajara de 1390 se recoge: «A los reyes pertenece non tan solamente de mantener en justicia a los sus regnos e naturales, mas pertenesce con-siderar e catar remedios para las cosas que son provecho e guarda de los dichos regnos, e remediar lo que es contrario». Como ejemplo —también expresivo— de las peticiones que recibía el Rey para que además de administrar justicia realizara obras, etc., llama la aten-ción esta crítica del marqués de Santillana (recogida en su obra Doctrinal de privados) a la labor del condestable don Álvaro de Luna: «Pasos, puentes, hospitales donde fuera menester se quedaron por facer, parece por las señales».

46 El payaso de las bofetadas, La Habana-México, 1938.

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no existe ¿para qué está aquí Don Quijote? Y si existe ¿la justicia es esto? ¿Un truco de pisté3,? ¿Un número de circo? ¿Un pim-pam-pum de feria? ¿Un vocablo gracioso para distraer a los hombres y a los dioses? Respondedme..: Respondedme. Que me conteste alguien...

¿Qué es la justicia? Silencio... Silencio.

¡Otra vez el silencio!

Una última pregunta: ¿No hay estrellas lejanas? ¿El hombre no camina más allá de sus gusanos? ¿La gallina se come al gusano, yo me como a la gallina, y mi carne es la vianda del gusano? ¿La justicia no es más que este mecanismo? ¿No es más que este engranaje de noria? ¿Voracidad, voracidad organizada en una cadena sin fin? ¿Un puesto fijo en este carrusel de mandíbulas abiertas?... ¿Qué es la Justicia?... ¿Nadie responde? ¿Ni una voz? ¿Ni un signo? ¿Qué es la Justicia?

Cuando Don Quijote pronunció por primera vez la palabra justicia en el Campo de Montie!... sonó en la llanura manchega una carcajada estrepitosa que ha venido rodando de siglo en siglo por la tierra, por el mar y por el vien-to hasta clavarse en la garganta de todos los hombres con una mueca cínica y metálica. ¡Ja, ja, ja! ¡Reíos!... ¡Reíos todos! Que la justicia no es más que una risa grotesca. ¡Ja, ja, ja!

Pero el payaso se yergue y se vuelve contra el empresario, contra los hombres y los dioses gritando:

¡Basta! ¡Basta ya! ¡Basta ya de risas! ¡Que no se ría nadie! ¡Que no se ría nadie!

Mi sangre de clown vale tanto como la sangre de los cristos. ¡Yo no soy un payaso! ¡Yo soy Prometeo! Vengo de la casta de los viejos redentores del mundo, y he dado mi sangre, no para hacer reír a los dioses y a los hombres sino para fecundar el yermo.

¿Entendéis ahora? Don Quijote es el poeta prometeico que se escapa de su crónica y entra en la Historia hecho símbolo y carne, vestido de payaso y gritando por todos los caminos: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!... Sólo la risa del mundo, abierta y rota como un trueno, le responde.

¡Oh, paradoja monstruosa! Todas las voces de la Tierra, zumbando en coro, haciendo rueda en los oídos de ese pobre payaso, del gran defensor de la justicia, con este estribillo de matraca: ¡No hay justicia!... ¡No hay justicia... no hay justicia!... ¡Ja, ja, ja!

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Yo no sé si es esta la hora de que hablen los dioses... pero el momento actual de-la Historia es tan dramático, el sarcasmo es tan grande, la broma tan sangrienta... y el hombre tan vil... que el Poeta prometeico... el payaso de las bofetadas... se yergue... rompe sus andrajos grotescos de farándula, se escapa de la pista, se mete por la puerta falsa de la gran asamblea donde los raposos y los mercaderes del Mundo dirigen los destinos del Hombre... y pide la palabra».

Pluralismo político

Como expresión de la diversidad ideológica, que permite la participación ciudadana y la crítica, tan necesaria para la convivencia democrática inclusiva.

De ahí que sea oportuno recordar, en palabras de Quevedo47, «[...] es fiscal Verdad, que siempre vive», y que esa la defensa de la verdad y la libertad nos obliga, siguiendo también a Quevedo, a decir que:

«No he de callar, por más que con el dedo, ya tocando la boca, o ya la frente, silencio avises, o amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? Hoy, sin miedo que, libre, escandalice, puede hablar el ingenio, asegurado de que mayor poder le atemorice. En otros siglos pudo ser pecado severo estudio y la verdad desnuda, y romper el silencio el bien hablado. Pues sepa el que lo niega, y quien lo duda, que es lengua la verdad de Dios severo, y la lengua de Dios nunca fue muda48».

Ante estos versos, es bueno recordar con Blas de Otero, en su poema «En el principio»49, que nos queda la palabra.

47 Poema «Abomina el abuso de la gala en los disciplinantes», un paso, el de Semana Santa.

48 Poema «Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castella-nos escrita a Don Gaspar de Guzmán, Conde de Olivares, en su valimiento».

49 Con la inmensa mayoría (Pido la paz y la palabra), Losada, Buenos Aires, 1960.

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«Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un anillo, al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra. Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada, si he segado las sobras en silencio, me queda la palabra. Si abrí los labios para ver el rostro puro y terrible de mi patria, si abrí los labios hasta desgarrármelos, me queda la palabra».

Por último, es importante resaltar que nuestra Constitución de 1978, consciente de las limitaciones del Estado liberal, aunque hay que recono-cerle a este que supusiera un gran avance frente al Estado absolutista del Antiguo Régimen, ya que con aquel se inauguró el gran pacto social que sustenta la convivencia moderna50, afirma en su art. 1.1 que España se cons-tituye como Estado social y democrático de derecho, lo cual lleva necesaria-mente a proclamar en el art. 9.2 que no basta con el reconocimiento formal de los derechos y libertades, sino que es necesaria también su efectividad material.

Ese es el gran reto político e histórico que nos marca la Constitución, cuyo 40 aniversario celebramos en este año 2018, con el ineludible compromi-so que expresamos en nuestra promesa al incorporarnos al cargo público: guardar y hacer guardar la Constitución.

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50 Véanse J. J. Rousseau, El contrato social, 1762, con antecedentes remotos en Platón, La República (360 a.C.), Glaucón, Epícuro (341-279 a.C.) y Cicerón (106-43 a.C.) pero más modernos en Thomas Hobbes (1588-1679), Leviatán (1661) y John Locke (1632-1704), Tratado del gobierno civil, 1722. Torres del Moral, Antonio, en su estudio Condorcet, un pensador olvidado, separata de la revista del Colegio Universitario Domingo de Soto, Segovia, 1975, reivindica esta figura ilustrada (1743-1794) en el tránsito del orden teo-céntrico medieval al sistema de la Ilustración basado en el pacto social. Ya en España, desde el punto de vista histórico, véase Ferrer del Río, Antonio, Historia del reinado de Carlos III en España, 4 volúmenes, Imprenta de los Señores Matute y Compagni, Madrid, 1856; Historia de España. El siglo de las reformas. La Ilustración, obra dirigida por John Lynch, volumen 16, El País, S.L., Madrid, 2006. Por otra parte, el llamado Estatuto de Bayona (6 julio 1808) si bien no fue una constitución sino una carta otorgada por Napoleón Bonaparte, utiliza la fórmula del pacto «que une a nuestros pueblos con Nos y a Nos con nuestros pueblos», poniendo término a la antigua monarquía absoluta basada en el derecho divino de los reyes, y «establecía el moderno sistema representativo, cuya base no es ni puede ser otro que el pacto de alianza y unión entre la nación y el trono, como representantes de soberanía» (cita extraída de Wikipedia que remite para las frases entrecomilladas a Ignacio Pérez Sarasola, «La primera Constitución española. El Estatuto de Bayona», que puede consultarse en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes).

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INTERVENCIÓN DEL SECRETARIO DE ESTADO DE

JUSTICIA EN LA MESA REDONDA SOBRE EL 40 ANIVERSARIO DE

LA CONSTITUCIÓN EN LA REAL ACADEMIA DE JURISPRUDENCIA

Y LEGISLACIÓN DE ESPAÑA

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Académicos de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación,Autoridades,Colegas, amigos y asistentes.

Es para mí un honor poder participar en esta mesa redonda con tan insignes participantes y con un motivo de conmemoración tan feliz como es el 40 aniversario de la Constitución, en una institu-

ción tan destacada para el mundo del derecho como la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

Las instituciones vertebran un país y dan consistencia a su devenir his-tórico. Pero necesitan de almas que las dirijan y las doten de finalidades y objetivos, de episodios vitales. Y un pueblo sobre el que proyectarse. Tras siglos de existencia, como los que nos contemplan en esta Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, suelen producirse coincidencias y curiosida-des que revelan la trascendencia de la ocupación de ciertos cargos agranda-da con la perspectiva del tiempo.

En este acto de conmemoración del 40 aniversario de la Constitución haremos gala de la actitud de la treintena de juristas que estuvieron en los inicios fundacionales de esta Academia, en concreto de la Junta de Jurisprudencia Práctica en 1730, quienes pretendieron desarrollar el espíritu ilustrado academicista mediante la puesta en común de sus conocimientos.

Permítanme destacar de entre todos ellos a D. José Moñino, conde de Floridablanca y secretario de Estado con Carlos III. A él se le debe la Real Cédula de 20 de febrero de 1763 en que se reconoce oficialmente a la Academia, bajo el título de Real Academia de Leyes de estos Reynos y de Derecho Público, con la advocación de Santa Bárbara. Fue de esta manera su primer presidente. En 1766 fue nombrado fiscal del Consejo de Castilla y durante 15 años ocupó la Secretaría de Estado (1777-1792), y posteriormente ocuparía la cartera de Gracia y Justicia (1782-1790).

Da la casualidad de que quien les habla, actual secretario de Estado de Justicia, que ocupa la que en su establecimiento originario en 1714 fue deno-minada como «Secretaría del Despacho de Justicia», coincide con el conde de Floridablanca en este cargo político, salvando las distancias, además de

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en su condición de fiscal del Tribunal Supremo y académico, si bien corres-pondiente. De esta manera, se enlaza la historia con lo moderno, las institu-ciones históricas, como la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, y la Secretaría de Estado.

La conmemoración de la CE es la del pueblo español, porque es al pueblo al que debemos agradecer los 40 años de CE. Es del pueblo español de quien mana la soberanía popular y otorga legitimación a nuestra Carta Magna.

El decidido liderazgo de actores claves de la época, como Adolfo Suárez, Su Majestad el Rey Juan Carlos I, y otros como Santiago Carrillo, por enu-merar unos pocos, de nada hubiera servido sin la demanda decidida por par-te de la inmensa mayoría de la sociedad española de valores democráticos y constitucionales, como la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político.

No obstante, el pueblo español es de una peculiar naturaleza, como han descrito a lo largo de la historia pensadores y artistas. Un pueblo un tanto anárquico que se autoorganizó para echar al invasor francés inmortalizado por Goya, un pueblo sin razón, como describía Luis Cernuda, y cainita, pero lleno de grandes pensadores, como los teólogos y escritores que dio el Siglo de Oro, un pueblo maniqueo que tan bien supo plasmar Cervantes en las figuras de Don Quijote y Sancho Panza y que se reflejaron en los sucesivos textos constitucionales excluyendo una España a la otra, helándose mutuamente el corazón, como escribiera Antonio Machado, y de manera definitiva a partir de 1936. Porque si algo ha marcado la historia política española moderna han sido, como describiera Ortega y Gasset, los particularismos y los pronunciamientos, recurriendo a la acción directa y no al diálogo y al consenso.

En este eterno debate dialéctico, fue la Constitución de 1978 síntesis jurídica, en permanente tensión y adaptación de las realidades sociales de España. Sin duda, durante un periodo, la sociedad española mayoritaria-mente dio la espalda a estos males españoles, alumbrando la Constitución bajo la cual se sintieron reconocidas por primera vez en la historia moderna las dos Españas.

Sin embargo, las dificultades a las que tuvo que hacer frente el pueblo español fueron formidables, a pesar de las ansias de libertad y de derechos. El final de la dictadura y la transición política tenían que dar respuesta en la elaboración de una Constitución a dos retos principales, que suponían supe-rar planteamientos caducos, pero con profundas raíces históricas en nuestro ordenamiento jurídico-institucional:

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• el primero, transformar un régimen dictatorial en uno plenamente democrático;

• el segundo, transitar de un Estado fuertemente centralizado a uno políticamente descentralizado que respondiera a las demandas de nacionalismos y fuerzas políticas centrífugas, principalmente el vasco y el catalán.

En muchos aspectos, la Constitución tan solo supuso un primer paso o unas bases sobre las que avanzar en un futuro, un claro reflejo del «estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo». Pero, al menos, fue un acuerdo, largamente anhelado por la mayoría de la ciudadanía española.

El primer reto era, en teoría, el «más sencillo», pues existían referentes en el derecho comparado que sirvieron de modelo para el legislador cons-tituyente. No obstante, hubo decisiones políticas importantes que tomar y que entrañaban cierta dificultad.

Se consagró un sistema institucional de Estado y de Gobierno inspirado en otras democracias occidentales, con una monarquía parlamentaria como «forma política del Estado» y punto de acuerdo entre las fuerzas monárquicas y republicanas.

En otro orden de ideas, tras cuarenta años de régimen dictatorial, el pue-blo español estaba sediento de derechos, de manera semejante en cierto modo a la sed de justicia que proclamó Fernando de los Ríos en los albores de la Segunda República.

En consecuencia, la Constitución fue dotada de una declaración de dere-chos y garantías pionera en su tiempo. Permítanme detenerme en el capí-tulo III del título I, «Principios rectores de la política social y económica», que deben informar la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Junto con el mandato del art. 9.2 de «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas», la Constitución trasciende la mera enunciación retórica y formal, consagrando claramente una declaración de derechos material, que ha permitido que, con el adecuado impulso político, España haya alcanzado un desarrollo social sin precedentes históricos, y ser un referente en materias sociales como la igualdad entre mujeres y hombres, o la tutela de los derechos de colectivos injustamente postergados.

El segundo reto fue abordado a través de un sagaz planteamiento de des-centralización política «a la española», basado en el reconocimiento de las nacionalidades y regiones, y consagrando el derecho a la autonomía o prin-

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cipio dispositivo. En la Constitución solo se sentaron las bases para comen-zar a desarrollar un modelo territorial políticamente descentralizado, pero se dejaron sin consagrar los elementos configuradores del mismo, remitién-dose a Estatutos de autonomía y leyes orgánicas futuras.

Tras cuarenta años en vigor, es evidente que en la CE confluyen la tradición y la modernidad, instituciones clásicas con herramientas que permiten la asimilación y adaptación permanente al acervo europeo y mundial sin necesidad de una reforma literal del texto constitucional.

Esto permite que la actuación del Leviatán nacional esté sometida a un permanente escrutinio, no solo interno sino también externo, para garanti-zar el disfrute democrático y de los derechos fundamentales de los ciudada-nos, auténtico leitmotiv del constitucionalismo.

Sin embargo, todo texto constitucional debe ser adecuado a su realidad histórica y social, y en ocasiones no son suficientes las relecturas o interpretaciones por parte del legislador o del Tribunal Constitucional, adoptando una postura más cercana a las tesis de James Madison y Alexander Hamilton, basada en la prudencia y experiencia, que en la de Thomas Jefferson.

En este sentido, los dos retos a los que aludí anteriormente siguen pro-yectando en la actualidad algunos problemas que pueden ocuparnos en gran manera el día de hoy, algunos de los cuales debieran tener reflejo constitu-cional a través de una reforma.

Respecto del primero, una vez adoptado un sistema democrático respetuoso con la separación de poderes y la garantía de los derechos fundamentales, como es el español, el reto consiste en la calidad democrática de dicho sistema.

Como nos expondrán a buen seguro los profesores Fernández Rodríguez, catedrático de Derecho Administrativo y Andrés de la Oliva, catedrático de Derecho Procesal, la garantía de los derechos fundamentales es diariamente contrastada en España y en Europa y alcanza los estándares europeos a juzgar por los informes de los organismos europeos y las pocas condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

No obstante, la calidad democrática y del funcionamiento institucional es debatida críticamente cada vez que surge un problema, y esa crítica no deja de nutrirse, de nuevo, de los esquemas particularistas y de pronunciamien-tos que tan poco ayudan para la conformación de una opinión pública libre. Las recientes condenas del TEDH, en número y medida similares a otros

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países europeos como Bélgica, Alemania, Suiza y el Reino Unido, no dejan de ser un mecanismo de garantía permitido por la misma Constitución. Sin duda, todo es mejorable, y en ello nos desempeñamos los poderes públicos. Por ejemplo, es reseñable que no exista aún una ley sobre un derecho funda-mental como el de defensa. Por ello, la Secretaría de Estado está impulsando la redacción de un anteproyecto de ley orgánica, por lo que estaremos muy atentos a la intervención sobre este tema del profesor Rodríguez Mourullo, catedrático de Derecho Penal.

En el mismo sentido, se denuesta en la actualidad la labor de los tribu-nales españoles y la participación política en el nombramiento de las altas instancias judiciales, que pudiera incidir sobre su independencia. Si bien es cierto que cabría un mejorable comportamiento de los partidos políti-cos, la legitimidad democrática, en origen y no solo en ejercicio, del Poder Judicial, e incluso la labor política que pudiera llegar a desarrollar, es objeto de amplio debate e incluso ardorosa defensa en modelos democráticos tan asentados como el estadounidense. No es una cuestión pacífica ni que goce de una postura unánime, ni siquiera en Europa, como a veces insinúan los informes de GRECO. Sobre esta cuestión nos dará buena cuenta el magis-trado Mendizábal Allende.

Para terminar con problemáticas que afectan a la calidad democráti-ca de las instituciones españolas, parece también que existen renovados esfuerzos por socavar la legitimidad constitucional de la institución de la monarquía, por ser un poder del Estado, supuestamente ajeno a todo con-trol político. Como ya ha trabajado profusamente el catedrático de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional Aragón, y desarrollará a continuación, todo poder público está sometido a control constitucional, y la existencia de una monarquía parlamentaria no supone una excepción en absoluto. No quisiera dejar pasar la ocasión para resaltar que la labor de la Corona en nuestra breve historia constitucional ha de ser reconocida sin ningún tipo de ambages, dotando de estabilidad a nuestro sistema político.

La descentralización política es el segundo de los grandes retos políticos actuales, que se ha visto agravado por la tensión secesionista catalana.

A un lector atento de las crónicas parlamentarias no se le escapa que los argumentos que hace casi 90 años intercambiaran en las Cortes Constituyentes de la Segunda República Manuel Azaña y Ortega y Gasset se repiten en la actualidad.

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Es evidente que el sistema autonómico tiene problemas que urge que sean abordados, y a ser posible recogidos en el texto constitucional, citando como los más importantes a nuestro juicio los siguientes:

• la función del estatuto de autonomía;

• la plena constitucionalización del reparto de competencias,

• la participación autonómica en las decisiones e instituciones del Estado, o como las solía llamar el maestro García Pelayo, las relacio-nes de inordinación;

• los instrumentos y órganos de colaboración entre el Estado y las comunidades autónomas;

• y la constitucionalización de los elementos esenciales del modelo de financiación autonómica.

De estas y otras cuestiones dará buena cuenta el profesor Sánchez de la Torre, catedrático de Filosofía del Derecho.

Termino ya.

Tras 40 años, es evidente la necesidad de reforma de algunas cuestiones constitucionales, y por tanto de renovación del pacto constitucional. Pero este pacto se ha de basar en el presupuesto de todo Estado federal: la lealtad federal. Ha de recordarse la raíz latina de este término, Foedus, al que a buen seguro se ha recurrido repetidamente en esta sede.

Pactar significa poner por encima las cuestiones comunes sobre las dife-rencias. La Constitución de 1978 fue apoyada por 325 de 350 diputados en el Congreso; sin embargo, parece que vuelven a cobrar protagonismo los pronunciamientos y los particularismos dejados de lado en el proceso cons-tituyente hace 40 años.

O, quizá, es que nunca se han terminado de marchar, pues así es el pueblo español.

Da la sensación de que la crispación política que deviene en una radi-cal polarización de posturas, junto con el problema catalán, como lo calificó Ortega y Gasset, se está repitiendo en la actualidad como sucedió déca-das atrás. Cabría entonces recordar el adagio latino Historia Mater Vitae est. Es por ello que la labor de instituciones como la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación es tan esencial, para que desde el campo del derecho las personas que dirigen las instituciones y las dotan de finalidades y objetivos no repitan los errores históricamente cometidos.

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LA ESPAÑA DE LAS AUTONOMÍAS, EN EL PLANO DE LAS LEALTADES

PERSONALES

Ángel Sánchez de la Torre

Catedrático emérito de Filosofía del Derecho y Académico de Número de la Real Academia

de Jurisprudencia y Legislación de España

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I. Perspectiva de los sentimientos políticos

Agradezco el privilegio de hablar en este solemne acto. Espero no decepcionar su atención. Escribía nuestro Fray Luis de León que las leyes no solo han de influir en el entendimiento con su razón,

sino inducir la voluntad con su sentimiento. Mis palabras destilarán senti-mientos desde mi raza celta, mi sangre lebaniega, mi lealtad castellana, mi corazón español. Asunto:

La España de las autonomías

El transcurso del tiempo no ha empañado el relieve político, ideológico e histórico contenido en esta expresión. Cuando el Rey Juan Carlos pronun-ciaba, el 27 de diciembre de 1978, su discurso dirigido al pueblo español, afirmaba: «La Constitución es […] una ley básica […] que constituye el mar-co jurídico de nuestra vida en común […]». Y añadía luego: «[…] No debe-mos consentir que diferencias de matices o inconvenientes momentáneos debiliten nuestra firme confianza [en España y] en la capacidad de los espa-ñoles para profundizar en los surcos de la libertad, y recoger una abundante cosecha de justicia y de bienestar».

España es un ámbito de libertades. Sus autonomías, la fecundidad de sus surcos.

Estas dos ideas configuran la esencia de los propósitos a que se atenía el texto aprobado en semanas anteriores, concitando esperanzas y lealta-des de la mayoría cívica. Cómo esta «ley de leyes» planteó aperturas y pro-cedimientos, es asunto conocido por todas las personas presentes en este auditorio, dentro de una Institución formada por expertos tan calificados. Sería torpeza por mi parte enunciar datos y razones que ustedes conocen tan profundamente. Por ello me atendré a una exposición sucinta en el alcan-ce que el jurista Cicerón (Tópicos, 67) prescribía: «Un conocimiento de las causas determina cómo entender lo que luego sucedió». Pues una «ley de leyes» no está fuera, sino dentro, de las funciones que los inventores de la ciencia jurídica asignaron a toda ley: que autoridades públicas y ciudadanos dispongan de reglas claras donde: tener prevenido lo necesario, autorizar lo

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constructivo, señalar lo intolerable, y asegurar que se realice aquello en que se sostenga la convivencia, y que no llegue a asentarse lo que ocasione daños a corto o a largo plazo.

«La España de las autonomías» puede ser interpretada desde varios puntos de vista. Ahora se reclama el jurídico, pues estamos pensando en el tiempo en que está vigente la Constitución de 1978, donde los perfiles de la noción de «autonomía» no solamente han sido desplegados en dise-ños y en competencias que no resultan idénticas al ser comparadas entre sí, sino que su propio concepto no es usual en la tradición doctrinal que estudia las instituciones políticas. «Autonomía» no puede identificarse con otras denominaciones próximas: «autarquía», «autocracia», «autodetermi-nación», «autodecisión», «autogobierno». Algunos de estos conceptos apa-recen dentro de regulaciones concretas en textos de estatutos autonómicos, pero el régimen autonómico no se identifica con ninguno de ellos. Y se nos plantea entonces el problema de la polivalencia del término «autonomía», del que solamente nos queda una afirmación rigurosa: que, en España, es un modelo descentralizado de organización política, comprendido dentro del Estado. Pero sigue siendo un concepto difuso, porque su presencia no aclara suficientemente la índole del propio Estado: unitario, centralizado, descentralizado, federalista, federal, nominal…, si miramos a los datos (no a los nombres solamente) que aparecen dentro de cada uno de los propios estatutos autonómicos, e incluso dentro de algunos enunciados del propio texto constitucional.

No sabemos aún si la indagación de una «España como problema» puede hallar perfecta solución en la fórmula de «la España de las autonomías». ¿Cómo lo imaginaría José Ortega?

Tenemos aún en común con aquel pensador nuestro pasado inmediato. La sociedad política española no ha sido unitaria. Incluso cuando no era imaginada como conflicto de clases sociales.

En los años precedentes a la promulgación de la Constitución, el régimen establecido en 1939 se propuso muchas cosas. Apenas alcanzó alguna.

Intentó restaurar la economía, dirigiendo hacia las regiones tradicio-nalmente más industriales (País Vasco y Cataluña) los recursos que podía manejar, a costa de las exportaciones de alimentos y materias primas que necesitaban los países en guerra hasta 1945. Intentó disfrazar el autorita-rismo del régimen mediante su cualificación como «democracia orgánica». Intentó olvidar que los bandos enfrentados durante la Guerra Civil (1936-1939) tenían lemas tan contradictorios como «¡Viva España!», por un lado,

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y «¡Viva Rusia!», por el otro, de donde habrían de quedar rescoldos contra-rios al propio sentimiento cívico de ser «españoles». Intentó restablecer la normalidad de las estructuras de bienestar económico mediante «planes de desarrollo» donde aparecían nuevas inversiones en otras zonas del país, sin demasiada fortuna. Pues muchos esfuerzos dirigidos a crear otros «polos de desarrollo» pronto fueron absorbidos por empresas situadas en las concen-traciones de la industria tradicional…

Pero había, anteriormente a la propia Guerra Civil, otras instituciones en España. No de régimen monárquico como el actual, ni autoritario como el precedente, sino el denominado «República». Esta vez trayendo consigo efectos no siempre bien acogidos. La persecución religiosa contra institu-ciones y personas católicas (en 1931 y 1934) y simultáneas acciones anar-quistas y separatistas contra la propia República, por un lado. Por otro, la sublevación militar de 1932 (que no llegó a mantenerse) y la cívico-militar de 1936 (que tras duras operaciones bélicas a lo largo de casi tres años, y de criminales asesinatos por ambos bandos a civiles de ideologías contrarias, dejó a la entera nación consumida y arruinada).

¿Podría lograr la nueva Constitución restablecer una España, ya normalizada y unánime como tal, tras casi medio siglo, entonces, transcurrido desde la instalación de la Segunda República?

En primer lugar, hubo una España unida, en épocas antiguas, la Celtiberia, apenas alterada por la presencia de unos miles de rifeños llegados como mer-cenarios de Aníbal en el verano de 218 a.C. Estos, al no poder regresar a su país, se quedaron en tierras antes privativas de aquitanos, caristios, várdu-los y otros. Siglos más tarde, los integrados en la población celta eran cono-cidos ya como «vascones» o «gascones» (barskunes, «montañeses» desde raíces lingüísticas indoeuropeas, también «somiegos», en los comienzos del idioma castellano). Su instalación a lo largo de las rutas comerciales que unían, a través del valle de Ebro hacia el sur, y del Garona hacia el norte, fue una tentación para obtener recursos en las caravanas comerciales, o en los bastimentos militares en su caso, lo cual provocó continuas intervenciones de los aquitanos, por un lado, y de los visigodos, por otro, para restablecer estas comunicaciones. También se produjeron técnicas de piratería entre Aquitania y Asturias, a veces mediante licencia regia para corsear durante la guerra de los Cien Años, obtenida del rey castellano Enrique de Trastámara,

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para aprehender buques ingleses, pero aprovechando a hacerlo también con los del bando castellano-francés51.

A lo largo de largos tiempos, la púnica Hiberia52 y la griega Hesperia53 cambiaron su nombre al de la Hispania54 romano-germana, entre los siglos i antes de Cristo y el viii d.C., y que abarcaba también territorios del sur de la actual Francia y del norte del actual Marruecos. Hispania, desde la época de los emperadores Tiberio y Claudio, formaba parte de un cierto «mercado común europeo», donde, además de los tráficos marítimos mediterráneos, existían vías comerciales que desde los valles del Rin, rellenando las maris-mas del Marne, atravesando el Sena y cruzando los Pirineos por Aquitania, llegaban meseta adelante, superando ríos y cordilleras, hasta Sanlúcar, y de allí hasta Tingitania en su puerto de Ceuta. Importantes asociaciones de mercaderes promovieron pactos de bateleros para atravesar los vados de París y de Sevilla, antes de que fuera construido el puente de Córdoba55.

Modernamente, a finales del s. xv, tras la unión entre los reinos hegemó-nicos Aragón y Castilla mediante el matrimonio de sus respectivos reyes,

51 Como afirma en sus documentos el almirante castellano conde de Buelna, que lucha-ba en el bando francés con notable éxito.

52 Probablemente al ser visto a partir de su delta como «río entre montes», en compa-ración con el nombre del delta de Egipto, ai-hyptós, «tierra cubierta por el agua», aunque también se ha escrito que procedería del nombre dado a la tribu de los berones «habitan-tes del río entre montañas», ber-amnis.

53 La tierra por donde se pone el sol (nombrada desde tierra o mares situados a su oriente: primero Italia, luego también España).

54 El mar por donde se pone el sol, «Occidente», análogo al árabe Mahgreb (en sus diversos dialectos), aplicada primero a Egipto y Libia, luego a Marruecos y al Algarve peninsular, mientras que en el resto de España mantuvieron el nombre romano adaptán-dolo como andalus (ana con la enclítica d) y lus conservado desde un nombre celta para el sol (hluot, de donde viene los nombres Ludovicus y Aloisius, etc., y cuya última parte en la toponimia andaluza se mantiene en el nombre de Sanlúcar, «antiguo/sol/que se hunde en el agua» [an, luc, ara].

55 Clave para la comunicación interna en la península. Haber sido destruido por una riada a finales del s. vii impidió que las tropas del rey Rodrigo pudieran llegar a las costas gaditanas con tiempo suficiente para impedir los continuos desembarcos de árabes, que les permitieron reunir el ejército vencedor en La Janda. Décadas más tarde fue recons-truido, empleando piedra tomada de la muralla de Córdoba, sustituida y ampliada por ladrillos fabricados a unos kilómetros de la ciudad. Pequeñas causas tienen grandes efec-tos (actualmente, los impedimentos puestos por los Gobiernos portugueses para prolon-gar el tren AVE hasta Lisboa mantienen casi incomunicado por ferrocarril el suroeste de la península).

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Fernando II e Isabel I, se configuraba una potencia social y política unitaria. Y, ya casi en nuestra época, tenemos lo vivido tras la promulgación de la Constitución de 1812 y las sucesivas.

Un transcurso lleno de relatos y de transferencias, a veces con alcance trágico, si nos fijamos en lo sucedido mirando a las figuras más eminentes de la España moderna desde el s. xviii. Apenas instalado en el trono, ya el primer rey Borbón había dimitido de su rango promoviendo a su hijo Luis I, que falleció. En el siglo siguiente, la prepotencia revolucionaria francesa se decantó en España imponiendo a un Bonaparte. Tras la independencia, hubo disputas sangrientas por el acceso al trono tras la muerte de Fernando VII. Luego, su hija Isabel II se refugió en Francia en septiembre de 1868 dejando tras de sí un país donde se enfrentaban sangrientamente carlistas y federalistas. El rey posrevolucionario Amadeo I abdicó a veintitantos meses de su proclamación, y alguno de los presidentes de la Primera República se fugó en tren hasta París, antes de que un jefe militar expulsara al nuevo presidente de su asiento y preparase la llegada de otro monarca, cuyo hijo no pudo tampoco mantenerse tras unas elecciones municipales del año 1931…

Pero en intervalos de tiempos aún anteriores, una España titubean-te, con suertes variadas. La invasión islamista apenas dejó incólumes las comarcas cántabro-astures (donde resistieron los duques de Cantabria) y Sobrarbe (refugiado en sus altos valles), donde seguían manteniendo su estirpe indoeuropea. A finales del s. viii el núcleo occidental había recupera-do la cuenca norte del valle del Duero y estaba protegiendo la zona vasta que permitía contactos con una Aquitania que había derrotado ya a los islamis-tas, en Poitiers, diez años después de Covadonga. El franco Carlomagno se propuso expulsarlos de los territorios peninsulares orientales. Alcanzó gran éxito su hijo Ludovico, al liberar Barcelona, en 801, tras casi un siglo de ocu-pación islámica. (Por cierto que la reina Hildegarda, su madre, descendía de los primeros reyes de Asturias). Los condados de Urgel y Ausona estaban ya en poder de los francos en 785, pero fueron recuperados por los árabes en 797. Ludovico reconquistó Lérida en 799, y tras la reconquista de Barcelona en 801 los árabes seguían dominando el valle del Ebro desde sus bases en Tarragona y en Zaragoza. La toma de Tortosa por los francos en 818 hizo posible la reconquista de toda la ribera norte del Ebro. Un largo siglo desde que los cántabro-astures eran ya libres por sí mismos.

Por ello el modelo de libertad ha sido diferente en algunos pueblos penin-sulares. Solo en los terrritorios liberados por los franco-aquitanos estuvo vigente la orden de Carlomagno y de Ludovico, a partir del 812, de que los condes pirenaicos respetaran la libertad de los pobladores de origen local.

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Fue después de la autonomía frente a la influencia liberadora franco-aqui-tana cuando comenzaron las imposiciones nobiliarias que establecieron un excepcional régimen feudal, cuya eficacia se multiplicó al integrarse en la Corona aragonesa, dada la superior prepotencia de los intereses de los nave-gantes mercantiles.

El consiguiente desarrollo de la reconquista estableció grandes dife-rencias entre las distintas hegemonías parciales dentro de la península. También distintas suertes en la implicación de reinos hispanos en la guerra de los Cien Años (entre ingleses y franceses) produjeron el alejamiento entre Portugal y León-Castilla. La centralidad peninsular castellana y el apoyo de las Órdenes de Caballería habían decidido prácticamente la derrota islamis-ta a mediados del s. xiii. También por entonces la conquista por el arago-nés Jaime I de Palma de Mallorca había abierto a los mercaderes catalanes el tráfico mercantil mediterráneo. Luego, Aragón, apoyado en tratados con los castellanos, cuya armada les facilitaba asentarse en Orán y en Argelia, pudo instalarse en Sicilia, Nápoles, Atenas, Neopatria, hasta convertir a los mercaderes barceloneses en los más importantes traficantes mediterráneos, frente a rivales italianos y bizantinos.

En cuanto a la unidad lingüística esta se mantuvo en términos muy aproximados desde sus derivaciones latinas. Una Castilla asomada al mar cantábrico, e instalada en la cuenca superior del Ebro, produjo las prime-ras expresiones del «hablar paladino» de sus pobladores, mientras que el lenguaje lemosín era modalidad asentada en el sur francés y en el oriente peninsular. Sin mucho tardar, las versiones de textos jurídicos, primero, y la publicación de nuevas normas en Castilla implantaron la convenien-cia de hablar el idioma castellano que se extendía a finales del reinado de Fernando III. Desde los grandes monumentos literarios, científicos, histó-ricos y jurídicos creados por su hijo Alfonso X, se llegaría más tarde a insta-lar este lenguaje español en las tierras americanas. Una creatividad cultural paralela surgía poco después en la obra del gran pensador y creador Ramón Llull, y este con el mérito de servirse solo de instrumentos estrictamente literarios, cuya habla lemosina alcanzaba a zonas españolas bañadas por el Mediterráneo. Su viaje ideal y simbólico de Blanquerna fue imitado, siglos más tarde, por Miguel de Cervantes, en su Persiles. Correlativamente, la his-toria de D. Quijote describió andanzas de forajidos aristócratas que impo-nían su ley furtiva en la Cataluña del s. xvii.

Pero todas las personas cultas sabían que los nombres de Castilla y de Cataluña eran uno mismo, pues geógrafos antiguos habían descrito cómo, en ambas regiones, pequeños poblados fortificados, separados entre sí la

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distancia de una jornada, constituían la seguridad de los campos, y los alber-gues de viajeros y de artesanos.

Durante la Edad Media, la organización de aquellos territorios hegemó-nicos no era idéntica. La preeminencia militar del centro y oeste peninsular en que todos los aldeanos eran soldados y los que disponían de monturas y equipos eran hidalgos les otorgaba ciertos perfiles de libertad, muchas veces intermediados por el servicio a la nobleza autóctona o la creada por los reyes. Pero en las zonas liberadas por aristócratas francos, aquitanos, suabos, etc., se impuso la prepotencia feudal. A estos territorios no llegó la influencia de las disposiciones de Ludovico Pio. Este, desde que sucedió a su padre en el año 814, comenzó a otorgar cartas de libertad a los labradores que trabajaban sus tierras, mientras que donde seguían mandando los ocu-pantes norteños, y sus descendientes, se otorgaban privilegios feudales. Los primeros documentos del Liber Feudorum Maior constan ya desde finales del s. ix, y los «malos usos» no fueron totalmente eliminados hasta el reina-do del ya referido Fernando II de Aragón, a finales del xv.

Los intereses mercaderes prevalecían cuando el rey Jaime I era invita-do a limitar la ocupación de las islas baleares porque era preferible llevar a los habitantes a mercados de esclavos. Política diferente a la seguida por los conquistadores castellanos, que preferían dejar libertad a los habitantes derrotados para emigrar a países de su elección, llevándose lo que pudieran transportar consigo. En definitiva, había varios caminos para lograr éxitos en la unificación política peninsular y su transcendencia estratégica, uno bajo el casco alado de Mercurio, otro bajo el penacho de Marte. Cada uno aportaba resultados convenientes para todos.

Una dimensión que no confluyó fue la portuguesa. En el s. xvi no pros-peró la sucesión dinástica que había conducido al trono portugués al que ya era rey del resto de la península, Felipe II. Un Portugal que había con-seguido abrirse paso hacia los mercados del Asia oriental tras su magnífica victoria naval de Diu, siete décadas anterior a la de Lepanto, fue reducido en sus capacidades tras su separación, apoyada por la potencia británica que buscaba afirmar su propio interés, primero durante la guerra de los Treinta Años, después mediante la guerra de Sucesión. Los tiempos en que Hugo Grocio veía en el rey Felipe III al enemigo de «la libertad de los mares» pre-parando la sustitución de la presencia lusa en Oriente por bases holandesas y británicas; y en que la «pérfida Albión», años más tarde, desde sus bases en Lisboa, desembarcó en Gibraltar y en Cataluña, y retuvo para sí a las Baleares en el Tratado de Utrecht.

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Luego, la desconexión de los territorios centro y sudamericanos produjo otra crisis de identidad. La noble gobernanza europea y virreinal desapareció del horizonte de una España que dejaba de ser la gran potencia mundial. En el pasado quedó aquella Administración colmada de funcionarios y soldados vascos, que habían venido siendo incorporados desde la época del rey Alfonso XI, y cuyos descendientes habían llenado de palacios sus pueblos de origen, donde seguían teniendo derecho de vecindad.

Las novelas históricas románticas y el progreso científico del s. xix no pudieron ocultar el desánimo de unos, el fracaso de otros, las culpas de muchos, la abyección de algunos.

Estamos en el presente. No puedo resumir más adecuadamente mi inter-vención que en una frase muy sencilla. La España de las autonomías es ahora un formato legal que encuentra líneas abiertas hacia una concitación de intereses y de sentimientos posibles para espíritus inteligentes y leales, desde un conocimiento y una aceptación de los hechos vinculados en una dimensión que no es solamente coetánea sino histórica, aunque algunos de sus valores no sean compartidos en análoga medida por todos los ciudada-nos. Pero se trata de retos que reclaman estimación de la dignidad propia, respeto hacia lo valioso, y lealtad. Apelando a la veracidad ante la propia conciencia, y a la necesidad común de fortalecer la acción conjunta, dentro de Europa, y dentro del mundo cultural propio de los derechos humanos, tal como los entendemos: sin privilegios, sin exclusiones, sin odios, sin impo-siciones, sin ensimismamientos, sin olvidos, y con buena voluntad de ser buena gente.

Efectivamente, las futuras opciones políticas, en cualquier nivel de la organización pública que se puedan ofrecer, han de evitar los modos de «mera decisión», donde un cretino voluntarismo troncharía bajo su guillo-tina lo que conjugara las dimensiones pasadas con las proyecciones futuras. Por el contrario, las actitudes positivas deberían orientarse —pues estamos hablando ahora de opciones políticas en términos jurídicos— por modos de «disposición», o sea, previsión inteligente, donde una constructividad racional conozca, mida, calcule, articule y establezca lazos de convivencia que sostengan el progreso del bienestar. No hay que sacrificar ningún «amor propio», sino contener el cainismo, que puede disfrazarse de muchas mane-ras. Las razones del odio han estar muy bien diseñadas para que lleguen a ser convincentes y eficaces, pero nunca se ha leído en la Biblia que Lucifer careciera de inteligencia, sino que sus más lúcidas convicciones suelen per-vertirse.

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La índole de los valores de dignidad, de libertad y de lealtad es común, precisamente desde su universalidad, a ciudadanos del Estado español y a habitantes de regiones y comunidades autónomas. A su vez, la esencia del servicio público consiste en facilitar recursos a las personas decentes que esperan apoyo institucional a su vocación humana para alcanzar las ilusio-nes que han puesto en su propia vida, ganándolo por el esfuerzo propio, dignificado en la solidaridad común. No hay que pedirle a ninguno de estos factores lo que no puede dar, pero sí precaver para que cada uno de ellos se atenga a su antenticidad y a su humanidad.

Las virtudes cívicas se reconocen por sus frutos, no por sus alardes. Y los objetivos públicos se alcanzan por el buen uso de los medios existentes, y no por su ensoñación paranoica.

No otra cosa es lo que la Constitución de 1978 propone, y trata de asegu-rar, mediante ese rótulo de «la España de las autonomías».

II. Sensibilidad personal en diversos niveles de organización política

El plano general en que se considera la organización política se contempla en la correlación «Estado»/«Ciudadano». Pero una consideración adaptada a las modalidades que tal correlación puede alcanzar tiene ya en cuenta, en un polo, situaciones individuales y sociales en que aparece cada individuo en cuanto «ciudadano», y, en otro polo, los niveles que desde la estructura de cada «Estado» se ofrecen a la presencia y a las actividades de los «ciuda-danos» dentro del Estado. Hay muchos planos posibles: vecinal, profesio-nal, regional, educativo, ideológico, cultural, racial, religioso…

Este planteamiento ha dado forma al pensamiento occidental acerca de estas realidades. De un lado, el individual, aparecía el triple polo status familiae, libertatis, civitatis. De otro, el político, Senatus Populusque roma-nus, en cuyo ámbito cada uno tenía su lugar en la res publica. A su vez esta venía considerada Civitas, como conjunto de todos los Cives, donde cada uno de estos requería ciertas cualidades definidas como cualidades de sta-tus, tanto para poder ser considerado «ciudadano» como para poder ejercer actos determinantes en la «ciudad».

Las transformaciones históricas de la sociedad (aunque solamente nos referimos a aquellas sociedades actuales donde el lenguaje y la mentalidad se correspondan, en algo, con el lenguaje y la mentalidad que las palabras latinas mencionadas significaban hace dos mil años) han traído consigo

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cambios, tanto en el polo individual (todos los humanos son «personas»), como en el colectivo (todas las organizaciones políticas dotadas de poderes soberanos son «Estados»).

Permanecen caracteres formales diferenciados, tanto en el status de los individuos (edad, domicilio, nacionalidad, restricciones de derechos por diferentes causas, etc.) como en el centro de gravitación de los poderes de soberanía (Estado federal o unitario, pertenencia a organizaciones interna-cionales, ubicación de la organización de servicios públicos, etc.). Y estos caracteres formales han acentuado la polaridad, poniendo de un lado que «todos los humanos nacen libres e iguales en derechos y deberes», y de otro lado, que «todos los Estados han de organizar los servicios públicos ten-dentes a garantizar el bienestar de la libertad e igualdad de los humanos», directamente en favor de los enmarcados en la jurisdicción propia teniendo en cuenta los sectores y niveles en que esta se organice, indirectamente favo-reciendo a todos los demás.

Las transformaciones históricas de la sociedad han traído consigo tam-bién mecanismos mentales y lingüísticos acompasados a algunos de estos cambios, entre ellos dos conceptos que resultan necesarios para comparar implícitamente y estimar subconscientemente datos muy alejados tempo-ralmente entre sí, y que operan selectivamente para fijarse en lo que hay de análogo en datos que no son coincidentes. Estos conceptos operativos son, en cuanto a la inteligencia de ciertos datos y de sus cualidades, «lo sim-bólico», y en cuanto a la práctica de ciertos hechos y de su eficiencia, «la participación». Tendríamos así que todo cuanto sucede en las relaciones de cualquier índole producidas en un ámbito poblacional está de algún modo teñido de «Estado», en tanto este representa simbólicamente a la organi-zación del bienestar común; y que todo cuanto en las conductas personales realizadas en ese ámbito denota alguna clase de intervención o afectación a la situación de otros resulta ser también «participación» en lo que simbóli-camente representa el «Estado». En cuanto simbólicamente el Estado repre-senta la totalidad de las conductas es «totalitario». Pero en cuanto cada una de sus organizaciones es vista mirando a la «participación» de las personas comprendidas en su ámbito, el Estado es «democrático». A su vez, cuando el Estado mismo limita su propia soberanía mirando a niveles de organización que distribuya poderes dentro de su propio ámbito poblacional, y mirando a compromisos adquiridos con Estados u organizaciones de Estados exter-nos, a ciertos efectos de limitación de funciones propias o de adquisición de compromisos funcionales atendiendo a objetivos compartidos con otros Estados, deja de ser «omnicomprensivo» para ser simplemente «unitario»,

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cualquiera que sea el modo en que se articulen internamente sus competen-cias propias (p. ej., coexistiendo «soberanías sectoriales» federales y auto-nómicas [estas en Estados federados o en regiones o naciones subordinadas a unidad nacional conjunta con otras]).

Vemos ahora que los conceptos políticos actuales solo pueden mantener ciertas equiparaciones con los antiguos atendiendo al «simbolismo» que aportan. Hay Estados «federales» cuya organización interna es casi idéntica y con la misma fuerza de obligar la misma en cada uno de los territorios que la componen, y son, de hecho, «unitarios»; e incluso hay «Estados» que carecen de organización suficiente para mantener la seguridad convivencial y una previsión razonable de los tributos que hayan de ser pagados al fisco, y resultan, así, «frustrados». Basta haber reunido las condiciones mínimas para ser reconocido como «miembro» de la ONU o previsiblemente admi-sible como tal en un plazo futuro para operar en cuanto Estado, dentro de ciertos supuestos, y desde el reconocimiento de determinados países.

Análogamente sucede algo semejante en cuanto a estimar qué tipo de conducta pública o privada sea «democrática» en un Estado o en una per-sona. El mecanismo mental de las cualidades «simbólicas» es tan elástico como necesario. El término «democrático» podría emplearse con apenas unas muestras de su veracidad, y podría alcanzar la intensidad de convicción propia de su plenitud semántica. Basta con que las mentes estén dispuestas y preparadas para ello. Su fijación parcial y juntamente exclusiva en cada mente es tan poderosa, que constituiría el punto de apoyo que permitiera a la palanca de la demagogia voltear la tierra entera... Por ello la palabra «democracia» aparece siempre repetida y alegada en los protagonistas de acciones, de propuestas o de regímenes totalitarios. Su «mantra» constituye la absolución sacramental para cualquier pecado contra libertades humanas.

Esto es solamente un ejemplo de la dificultad que contiene la tarea de los juristas que estudian a fondo los regímenes políticos, y explica que en el desarrollo de estas cuestiones aparezca el factor sustantivo «sentimiento» («lo sustantivo», dondequiera que se perciba, es la firmeza del suelo donde se asientan los pies de quien hace algo).

Es evidente que no hay individuo que en su mente no albergue, junto con su convicción de identidad «personal», una convicción igualmente fir-me de identidad «colectiva». Pues lleva en sí esa identidad colectiva, que se establece y se convence en creencias implicadas en proyectos de relaciones sociales, y no solo en las coincidencias del vivir cotidiano. En la mente de cada uno y de todos hay datos racionales, datos simbólicos, datos identita-

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rios, datos rituales, datos religiosos, datos permanentes, datos adaptados, datos históricos, sentimientos varios de identidad colectiva, incluso imagi-nación cultural de fronteras. Su conjunto se decanta en un sentimiento de ser sí mismo con otros, de modo lleno de matices pero también de asenti-mientos comunes.

En cuanto a esta perspectiva ocurre en lo referente a la historia de cual-quier territorio inscrito en cualquier Estado, y de ello no hay excepciones, tenemos evidencias formales, escritas, romanceadas, cantadas, explicadas y a veces falseadas desde hace siglos, muchas veces a expensas de otros terri-torios o de sus habitantes, que simbolizarían agresiones, opresiones y otras lindezas cuya contemplación serviría para fortificar el rechazo propio a com-partir algunas modalidades de convivencia o de destino futuro común.

Fuera de prejuicios, y planteando en términos generales esta cuestión, resulta que es posible una racionalidad de cada ciudadano que sabe estar, sentir, querer, pensar, pretender: grados sucesivos de una participación en proyectos colectivos que sea juntamente racional y eficiente. Tales fases de la racionalidad pueden ser interferidas, o sustituidas, por instrumentos comunicativos proyectados con tal afán inevitable en las organizaciones «partidistas», que alientan medios o fines muy particulares, y a veces con-tradictorios con el sentimiento en el que se apoyan y del cual pretenden abu-sar. Mas el «partidismo» también es necesario, si la racionalidad política ha de imaginar y operar en un ámbito que conlleva destinos colectivos. De ahí que aquella gradación mental (estar, sentir, querer, pensar, pretender) deba ser inteligente, y el primer signo de inteligencia es, para todos, de un lado, no mentir, y de otro, no dejarse engañar.

El modo de producirse tales ligazones es el grado de «cultura política» de la población. Lamentablemente, no conozco ninguna región española, y no me refiero solamente a los marcos institucionales que son constitucio-nalmente todas y cada una de las Comunidades Autónomas tal como están organizadas operativamente en la actualidad, que alcance un grado desea-ble, y que debería ser tenido como obligado. El «adoctrinamiento» usual para uso de párvulos mentales sustituye y oculta muchas más referencias verdaderas que las que finge interpretar y mostrar.

La cultura política es una modalidad muy compleja de reflexión. Requiere conocimiento de datos pasados, de situaciones presentes, y de consolida-ción, reforma y mejora de lo bueno presente mediante proyectos de futuro, posibles, y preferibles entre los deseados.

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En los países europeos la cultura política suele darse por adquirida, al concretarse en la frecuencia y solvencia con que se producen los procesos electorales y el buen funcionamiento de tribunales y Cámaras legislativas. Por eso llama la atención de un observador la importancia que en los países sud- y centroamericanos tienen las actividades y los reclamos propios de la cultura política56, como objetivo que hay que construir y elaborar continua-mente. Por ejemplo, al reforzar su identidad histórica ancestral, o al aclarar posibilidades de integración económica continental e intercontinental. Las políticas culturales no solo son estrategias de desarrollo económico integra-do sino también articulación de economías y de organizaciones adminis-trativas. El hecho mismo de facilitar comunicaciones igualitarias pone de relieve la existencia de identidades diferenciadas.

Organización económica y expansiones industriales y comerciales llevan consigo también visiones próximas de justicia y de derechos humanos que, a su vez, se instalan en una comprensión universalista de los problemas prácticos de la condición humana57. Pero, con intensidad diversa, esa situa-ción se reproduce en todos los Estados modernos, incluyendo también a los europeos, cuyas fronteras no han cesado de deslizarse entre ríos y montañas contiguos, desde hace siglos, mediante conquistas, hegemonías, alianzas y disoluciones variadísimas, y consecuencias de que muchas veces ni siquiera los pobladores afectados tienen plena conciencia.

Nada de esto que estoy escribiendo aporta alguna originalidad al tema del «sentimiento político». Pero sí subraya que en el ordenamiento jurídico-político español aparecen datos que pueden ser ejemplares para estudiar el tema de lo que Alfred Weber denominaba «Estado suprasoberano58», en que juegan la libertad singularizada, el ser parte de un todo, y la inmersión en una economía financiera que condiciona casi todo, entrañando una dinámi-ca social capaz de asimilar profundos procesos de transformación cultural.

Ha aparecido en estas circunstancias un nuevo «sentimiento de la vida» que matiza, desde la autoestimación personal de cada humano, lo que hay de superación propia, pero también hace posible (tal vez como reclamo de ingenuos) el esperar recibir del entorno un suplemento de bienestar sin

56 Véase C. Díaz Barrado, La cultura en la Comunidad Iberoamericana de Naciones, 2011.

57 C. del Arenal Moyúa, El acervo iberoamericano. Valores, principios y objetivos de la Comunidad Iberoamericana, 2006.

58 A. Weber, La crisis de la idea moderna del Estado en Europa, trad. 1932.

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que medie conciencia de haberlo ganado. Y esto provoca nuevos niveles de acción y de reacción social, o sea, «ideologías sociales».

Ello ocasiona que la libertad sea vista más como voluntad que como racionalidad, más como egoísmo que como mérito. Se llega (engañosamente) a entender la sumisión a una mayoría sin atender a que se está dentro de un todo. Se acepta que no es preciso un sentimiento homogéneo con tal que haya mayoría. Los dirigentes se enfrentan como contrarios y no como complementarios, como destructores del rival y no como solidarios en beneficio mutuo a partir de preferencias comunes. Se discuten presuntos beneficios y se ignoran costos y cargas seguros, pues las responsabilidades son eludidas por el juego trucado de ciertas «leyes».

Es necesario por ello superar ciertas tramas organizativas para inspirarse en un sentimiento neto de «nación», o, si se prefiere, en una palabra que resulta ya olvidada, «patria», casi relegada en muchos países al lenguaje de los militares profesionales. ¿Para qué, cuándo y dónde, y junto con quié-nes, hemos nacido? La palabra «nación» requiere ser declinada, conjugada y articulada, antes de que pueda ofrecérsenos destilada.

Avanzaba ya A. Weber la necesidad de imaginar el desarrollo técnico de una nueva estructura interna, donde la intensidad de cada sentimiento encontrara acogida en algún lugar propicio, y la calidad de cada sentimien-to afectara a niveles adecuados de la organización. Sin una trama jurídica acertada, ni siquiera la estimación superior de los derechos humanos sobre los perfiles injustos de la organización social tendría asideros y balanzas razonables ni eficientes.

La legitimación jurídica de cualquier clase de derechos, y no solo de los «derechos humanos», podría no encontrar correspondencia pragmática con los valores de la socialidad más precisa. Se teme la descomposición prag-mática de los planteamientos democráticos, una vez podrido el cerebro que estima, dispone y garantiza los méritos y aportaciones de cada persona.

No bastan los conglomerados de intereses, combinaciones y administra-ciones, si no se admite, como convicción de base, que la singularidad de cada persona y de cada grupo de personas mide el acierto en los resultados, que está más allá de la veracidad de las leyes, por generosas que estas pre-tendan ser. Las elecciones periódicas no deben servir solamente para que quienes más irresponsablemente prometan se elijan a sí mismos, median-te la manipulación irracional de una opinión pública superficial, dispuesta previamente a ser engañada.

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El sentimiento de comunidad es previo al de ventaja y también al concep-to de rechazo, en la misma proporción en que la democracia es previa a las oligarquías y al partisanismo. Por ello el sentimiento de comunidad es más fácilmente ejercido en el seno de una Administración que reúna los mayores factores objetivos de semejanzas internas y de proyectos cercanos cuya uti-lidad se advierte casi espontáneamente59. Ahí reside la virtud de la «descen-tralización política». La democracia no es una inspiración ni una imposición partidista, sino una regla superior y una estimación de principios superiores que deben ser admitidos como tales, y ello en su integridad, tal como venga establecida en las vigencias históricamente prevalentes en cada momento de la civilización política.

Estimo que, con esta ordenación de principios jurídicos, tal Constitución se legitima en el grado más alto imaginable. El sentimiento político puede ahondarse y extenderse en las fases y en las previsiones que la organización jurídica le ofrece y suscita, desplegando aquellas actitudes y propuestas que desde tales perspectivas se le abren a cada persona.

Estimo que, en tales condiciones, se está considerando a la persona como matriz de toda la eficiencia del ordenamiento jurídico, y a los derechos per-sonales como fuente de reconocimiento y aplicación de todos los demás aspectos del derecho, protegiendo los intereses individuales y colectivos confiados al entramado jurídico de las actividades personales. Solo cabe felicitarse de este modelo memorable. Pero ¿existe tal modelo?

Hay muchos modos de buscar pretextos de no aceptar la integridad de los principios tal como se expresan en las constituciones democráticas. En tanto que aparecen en «leyes», «las «constituciones» se establecen para el futuro y no para los plazos de convocatorias electorales, ni para las preten-siones de cada uno de los competidores partidistas por el poder que se halla en juego en cada uno de los tipos de convocatorias electorales. El futuro es un término que no se vislumbra exactamente desde el presente, y por tanto las creencias o decisiones actuales no deberían desnaturalizarlo, acotándolo a intereses o valoraciones de ventajas miopes. Peor aún es interpretarlas desde datos que pudieran ser ciertos y por ello servirían mejor para ocultar

59 Aunque ello se entendería solo en cierta medida. Dentro de la vigente Constitución española (1978) los privilegios imaginados para el autogobierno de las comunidades autónomas han sido excedidos en proporciones casi desastrosas para la unidad misma del pueblo español, cuando pueden ser eliminados sus símbolos y recursos más auténticos y esenciales (lengua e historia comunes aunque no excluyentes, lucha de clases imaginadas al efecto: hombres/mujeres, homosexuales/fecundos, nativos/extranjeros, etc.).

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lo que de verdadero subyace a las previsiones constitucionales. Las falsifica-ciones monetarias peores son las que utilizan papel y planchas auténticas. Pues el crédito está en el sistema constitucional, no en cada uno de sus ins-trumentos valiosos.

Sin embargo estas afirmaciones no son compartidas de modo semejante desde la lealtad y la hidalguía que desde el mercadeo y el apaño ventajista.

Las poblaciones españolas han sufrido en los últimos años transforma-ciones considerables que han afectado de modo distinto a partes del tejido nacional. La necesaria estatalización del sistema docente desde principios del s. xx, la división ideológica que no pudo ser domesticada por las fra-gilidades de las estructuras económicas industriales y financieras hasta el momento presente, y el desplazamiento de los habitantes más inteligentes y decididos desde zonas agrícolas y de escaso desarrollo cultural hacia las metrópolis favorecidas por emplazamientos industriales y recursos financie-ros de variada índole han ocasionado despoblación de territorios marginales (montañosos o de difíciles comunicaciones, por ejemplo) y concentraciones humanas ajenas a la idiosincrasia e incluso al idioma familiar de territorios de acogida.

Esto ha ocasionado rupturas sentimentales muy profundas. Pérdida de tradiciones identificadoras en los inmigrantes, por un lado. Crecimiento de instintos de superioridad y secuelas de dominación en las estructuras domi-nantes del territorio de nuevo asentamiento, por otro. En algunas de las comunidades autónomas más favorecidas, la segunda generación de inmi-grantes supera en sus titulaciones universitarias a los hijos de la generación nativa correspondiente a su edad, precisamente porque solo mediante su superación formativa y técnica podrían buscar acomodo que correspondiera al sacrificio que sus padres habían hecho renunciando a su pueblo natal, a sus parentescos y afinidades, precisamente para buscar una mejora en las perspectivas vitales y sociales de sus hijos. Y cuando estos han pasado algu-nos días en el pueblo paterno, con ocasión de romerías o de veraneo, han visto, desolados, que las praderas estaban plagadas de arbustos, los cultivos abandonados, los arbolados secos y estériles, la población envejecida y míse-ra. Regresaban a su actual residencia resignados a ser infravalorados para ocupar puestos directivos, encargados a quienes tenían menos formación pero eran dueños de los capitales empresariales, y agradecidos (síndrome de Estocolmo, frente a los «señoritos del club»). Sin asideros sentimenta-les, sus frustraciones escondían el alarde de nuevos focos de sensibilidad social. Campo de reclutamiento para los dirigentes que dejaban de temer la superioridad ética y productiva del inmigrante, y creaban nuevo espacio

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de supremacismo sentimental, que tendería a ajustarse políticamente como secesionista, si ello era posible, imponiéndose contra las mayorías poblacio-nales que siguieran respetando las igualdades constitucionales y la cultura de los derechos humanos prevalente en las sociedades democráticas.

La distinción lingüística era el instrumento óptimo. Hacía que los inmi-grantes se sintieran inferiores. Incluso se unificaban artificialmente dialec-tos próximos entre sí —todos procedentes, en el caso de las cosas levantinas, del lemosín medieval— y se les daba el título de uno de sus mantenedo-res que pretendía ostentar el monopolio del supremacismo, para crear un nuevo ámbito donde ejercer desde sí mismo una nueva territorialidad. La riqueza balear, incluso el tradicional Rosellón, y nada digamos de la orgu-llosa senyera valenciana, caerían en sus redes mediante el truco de impedir otro modo de comunicación lingüística que la bautizada, a tal efecto, como «catalán», y en otro caso, el artificioso e impredecible «euskera», y ya de paso el noble lenguaje gallego que casi solo se distingue del castellano por haber dado referencia escrita a fáciles diferencias fonéticas, aunque haya sido siempre vehículo insuperable para expresar el lirismo de la conciencia humana española, ya desde el siglo xiii, como el lemosín fue —aunque no aisladamente— para la creatividad de la novela europea desde aquella mis-ma época.

El sentimiento es un matiz de conocimiento que no se queda solamente en signos lingüísticos sino que vibra en sonidos unísonos. Las modalidades del habla permiten reconocerse entre sí a los vecinos, a los comarcanos, a los iguales. Las canciones populares, cualquiera que sea el asunto plasmado en sus versos, lanzan al viento vivencias enraizadas en siglos de aventuras y eventos comunes, y muchas veces esconden, en palabras aparentemente superficiales, mensajes encarnados de nostalgia, de amor, de ilusión, desde timbres armónicos propios.

Me fijo en este detalle para aludir a un tema importante: el tema de la «participación política», desde las riberas de la «pertenencia social». Y más concretamente aún: cómo participación y pertenencia no son estados meramente burocráticos o inertes, sino actitudes positivas cuyo ejercicio presupone querer algo, estar en algo, buscar algo, hacerse responsable de algo. Y ello implica que la persona se sienta activamente inserta en esa fluencia entre lo propio y lo ajeno, entre lo indivisible y lo común, entre lo deseado y lo rechazable.

Volviendo a los planteamientos constitucionales que definen la correla-ción entre el Estado español en su conjunto y las comunidades autónomas

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en particular, avatares históricos, sedimentación de intereses y de estructu-ras económicas, modalidades lingüísticas, idiosincrasia religiosa, etc., han creado factores tanto unitarios como diferenciadores, pero que no tienen en todas partes, ni en todos los tiempos, la misma carga de consecuencias, ni la misma serie de evoluciones, ni debieran implicar efectos de explosión interna que destruya el conjunto de las estructuras, aunque no todas sean comunes.

La eficacia política que un hecho histórico alcanza en determinado momento puede desvanecerse paulatinamente, y sincrónicamente pueden aparecer otros inicios insospechados. Y las causas que lo han motivado no aparecen claramente en los diseños expositivos de los historiadores científi-cos. Por ejemplo, ¿recuerdan todos los historiadores el conjunto de territo-rios agarenos que pagaban tributo al castellano Alfonso VI, o el modo en que Alfonso VII conquistó Almería, y fue reconocido por casi todos los demás reyes peninsulares bajo el título de emperador?

El «sentimiento de lo político» pertenece al área de la educación social y de la cultura histórica. Pero aquí interesa otro aspecto más modesto, que es el sentido y el grado en que alguien se siente y actúa como parte de la organización política, o sea, la «sensibilidad política», aquel punto del horizonte personal donde uno se siente integrado, espontáneamente y gustosamente, en la fluencia de acontecimientos que conducen a uno mismo por los avatares de su vida. ¿Cuál es mi anclaje más potente, desde el cual me siento dueño de mis afectos y de mi destino propio? Familia, amigos, vecinos, ejemplos recibidos desde el pasado, hermandad religiosa, proyectos de mejora, recursos colectivos que puedo utilizar (donde se hallan ya los municipales, los profesionales, los regionales, los estatales, los supraestatales).

Desde mi sensibilidad como persona estoy más estrechamente conectado con una determinada fuente de energía, y estoy inducido a moverme mejor a mi gusto, o por un circuito, o por otro.

La distinción entre la sensibilidad regional y la estatal es evidente. Esta se halla más cerca de una construcción racional, que implica la necesidad de tener mayor conocimiento objetivo de las realidades amplias y de sus reglas teóricas y pragmáticas; mientras que aquella aporta una cercanía exenta de complejidades. Por tanto, el sentimiento social es más intenso e incondicio-nal en la proximidad, y más abstruso e indiferente en la lejanía.

Lo que sucede es que se trata de modos de sentir, y no solo de intensidad del sentimiento. El caminante que rodea la última revuelta del camino que

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le conduce hasta su casa agreste cuyas paredes albergan a su familia desde siglos no siente lo mismo que el piloto de un transporte aéreo que recibe instrucciones para aterrizar en una superficie acotada por infinitas luces, radiaciones técnicas y diseños en el suelo.

Lo esencial es el modo en que uno se siente y se expresa a sí mismo de tal modo que se siente y se expresa con todos. Ello ha sido posible históricamente, en trazos generales, cuando se confrontaban lo propio y lo ajeno, lo íntimo y lo externo (en ámbitos particulares); y en regímenes de participación (ámbitos de organización colectiva): teocracia, monarquía, aristocracia, oligarquía, democracia, demagogia, anarquía, etc.

Al concretarnos ahora en la diferencia de sentimientos entre los que emanan de la pertenencia autonómica y la estatal, vamos a reducirnos a un pequeño detalle referido a los medios de «vibración» que un sentimiento político obtiene mediante el canto de los himnos. En este caso, los himnos usuales en celebraciones (fiestas, eventos, triunfos de varia índole) que son propias de comunidades autónomas y de entidades estatales.

Hace años, los niños que disfrutaban de una jornada de excursión esco-lar cantaban de todo, a lo largo de la jornada festiva. Pero siempre había una canción: «¡Asturias, patria querida!, ¡Asturias de mis amores!», ento-nada con entusiasmo, al que seguía una pequeña estrofa muy romántica e ingenua. Ahora aquella letra es «himno oficial» de la comunidad autóno-ma recordada en esa frase primera. Un himno improvisado y a todas luces inadecuado para ser cantado en alguna estrofa según por quien, pero ahí está. Al menos trae sentimientos.

En contraste, el «himno oficial» del Estado español carece de letra. Es solamente una música que puede ser producida por una orquesta, repro-ducida por cualquier medio, pero que no permite que la gente «vibre» can-tándola. Sin letra no hay canto, ni participación. Una letra que siguiera los acordes de la banda militar que los proyecta hacia las alturas sin encontrar eco. En vano, poetas como Marquina, Sinesio Delgado, Pemán, redactaron estrofas, siempre convencionales, que pudieran interpretar el sentimiento nacional español mediante la letra de su himno. Mas alguna maldición o brujería ha mediado en este asunto, cuyos matices no pretendo aclarar. Pues una cosa es la «oficialidad» de una letra, otra que la letra cantada «deba ser oficial», otra que la falta de letras provoque balbuceos impotentes, otra que haya quien aproveche la sonoridad del silencio respetuoso para silbar e insultar a lo que significa «Estado español»…, y otra la indefensión de la gente que se ve privada de vibrar solemne y creativamente junto a los

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demás, dejando el alma y la verdad impresas en versos como este del prodi-gioso andaluz José María Pemán: «¡Gloria a la Patria que supo seguir, sobre el azul del mar, el caminar del sol!». Todo un protagonismo histórico sin igual está condenado al silencio: olvidemos las poblaciones que llegan hasta playas antes irrebasables, el descubrimiento de un mundo nuevo, la derra-ma de lenguajes unificadores, el espacio lleno de esfuerzo, trabajo, prosperi-dad para la nueva sociedad… Todo ello queda en nube, como si nada.

Sin embargo casi todas las comunidades autónomas tienen ya su himno oficial, su vehículo sentimental donde los niños de la escuela y los vectores ideológicos lancen al aire asientos del alma que la sublima hacia las alturas. A veces ritmos y letras que ostentan cierta dignidad aunque sean improvi-sados y casi ficticios. Otras veces recuperando antiguos cantos que servían ya de vehículo sentimental. La música del himno del País Vasco permite entonar letra del separatista Arana. Análogamente el himno catalán, que pudo oficializar la inspiración del poeta Maragall, se redujo al sangriento Els segadors, tomando como punto de mira aniquilar no a sus explotadores auténticos, sino al conjunto de los españoles. Al menos la letra del himno de Madrid no contiene más que el payasismo de un tal… (que Dios me per-done) ridículo pero inofensivo. Hay entonaciones abiertas, cultas y dignas en todos los niveles, por ejemplo, versos como estos: «¡Sea por Andalucía libre España y la humanidad!», «¡hombres de luz!». La nobleza aragone-sa en un verso inspiradísimo: «Nos ha llevado el tiempo al confín de los sueños», «Vencedor de tanto olvido, memoria de eternidad», «Se estrecha-rán las almas, cogidas de la aurora». Y el merecido entusiasmo valenciano, cuya letra me permito decir en castellano: «Para ofrecer nuevas glorias a España…».

Un solista entona, en el himno a Cantabria: «Mi tierruca siempre ha de ser bella aurora del corazón», tan lejos del son cop da falç sedicioso y fatal; mientras que la sencilla Extremadura madura su hidalguía: «Extremadura, suelo de historias […] libre camina». Galicia ahonda en la nostalgia cuando tañe: «Desperta do teu sono, fogar de Breogán»; y la última llegada, la dulce Canarias, nos canta: «Ramo de flores que brotan de la mar […] siete estrellas brillan en el mar». La indómita Navarra, bastión frente al egoísmo de los ricos y feraces campos aquitanos, se reconoce a sí misma: «tierra brava y noble», «pueblo de alma libre» Los castellanos, fieles a su condición ances-tral, no han tenido prisa: «largos en façellas, cortos en contallas», para un himno común. La raíz central de todo lo hispánico se recuerda en versos del himno riojano: «Nueve diamantes de peso en la corona de España», como también la fecunda Murcia, «Cuna florida del sol, joya del suelo español».

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En versos del himno balear aparecen consignas de educación cívica: «De tradiciones y de esperanzas teje la bandera para la juventud», cuya clave ofrecería el ya aludido himno valenciano: «cantos de amor, himnos de paz».

No debería impedirse que, en actos protocolarios, o en eventos cotidia-nos, tales como el momento en que se inician las sesiones escolares, se unie-ran a la música oficial letras tales como esta: «¡Viva España! Los pueblos de tu estirpe buscan en la paz, un premio a su lealtad», para seguir con la ya aludida frase inspiradora del poeta Pemán. El nivel nacional del civis-mo vibraría en el sentimiento de autoridades, ciudadanos y paisanos, pues aunque hay Estado, no se le reconoce «como cosa propia», junto a todas las demás lealtades, si no se le siente desde dentro, o sea, desde la vibración de la palabra que expresa sentimientos.

III. Un momento histórico ejemplar para la gravitación nacional española

Observemos planos temporales que corten el eje de la evolución históri-ca de organización política dentro de nuestra península. Unas veces gober-nada, total o parcialmente, desde fuera (cartagineses, romanos, visigodos). Otras gobernando, total o parcialmente, territorios contiguos o alejados (en África, en Europa, en América, en Asia, en diversos océanos). Otras dividien-do a ciertos efectos territorios internos en diferentes provincias o diferentes estados (Hispania, Españas y al-Ándalus, reinos y condados medievales y su densa historia) hasta haber asegurado la unidad territorial bajo socieda-des cristianas en el s. xv, tras facilitar, con sus bastiones en Ceuta y Melilla, la navegación en las aguas atlánticas y mediterráneas, siguiendo el antiguo esquema romano de la Hispania tingitana.

Dejemos también constancia de que la binacionalidad portuguesa y española debilita sustancialmente la relevancia histórica peninsular. Incluso el sector español lleva consigo la lesión permanente, en su dignidad y en sus intereses, de la plaza británica de Gibraltar. Esta es la España que nos queda.

Pero hay un momento histórico que nos trae la imagen del tipo de nación que España hubiera sido de haber mantenido íntegras su constancia y sus funciones. Un momento en que España actualizó la densidad histórica de los valores que actualmente constituyen el progreso cultural, el acierto de la libertad, la salvación de la dignidad humana entendida en su igualdad y en su proyección desde las personas. Y ello como nación española íntegra.

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A finales del s. xii un movimiento religioso surgido en las regiones del Atlas expandió cierta radicalización islámica, que pronto asumió caracte-res guerreros, sustituyendo poderes establecidos en aquella área geográfica, y alcanzando playas andaluzas, hasta alcanzar alianzas con algunos de sus reinos y de imponerse sobre otros. Eran los almohades. En adelante los ele-mentos islámicos árabes en España dejarían su sitio a los africanos.

Los reinos cristianos dominaban ya las estepas y valles sobre la línea del Guadiana. El rey Sancho III de Castilla fundó la Orden de Caballeros de Calatrava para defender esta plaza, acosada por los nuevos invasores. Su hijo Alfonso VIII tenía tres años cuando murió su padre, en 1158. Su madre era la princesa Blanca de Navarra. En 1161 un grupo de caballeros leoneses fundó la Orden de Santiago…

El entramado dinástico de los reinos españoles era entonces muy amplio. Aragón estaba relacionado con Inglaterra, Aquitania y el Imperio; y Alfonso VII de Castilla se había casado con doña Rica, hija del emperador ger-mano Federico Barbarroja. Alfonso VIII se casó a su vez con Leonor, hija de Enrique II de Inglaterra, y de ambos nació la futura reina de Castilla Berenguela60. En 1171 se casaron Alfonso II de Aragón y Sancha de Castilla, tía de Alfonso VIII.

En 1774 llegaron grandes incursiones almohades. Resistió el rey de Portugal, Alfonso Enríquez, con cuya hija Urraca se había casado en 1174 con el rey leonés Fernando II, que, a su vez, había impulsado la creación de la Orden de Alcántara en 1176. Pero luego los castellanos pasaron a la ofensi-va, y simultáneamente los aragoneses, fundando y fortificando ciudades en las riberas del Segura y del Guadiana, lo cual provocó el desembarco de un gran ejército almohade en 1195. El rey castellano les salió al encuentro, sin esperar otras ayudas, y fue derrotado en Alarcos (junto a la actual Ciudad Real, fundada posteriormente). Solo muy pocas plazas de la cuenca del Tajo resistieron, entre ellas, Toledo.

Entretanto seguían las políticas dinásticas. Doña Blanca, hija del rey castellano Alfonso VIII, se casaba con el Delfín de Francia, futuro Luis VIII, en 1200, lo cual favorecía la paz continental dado que Juan sin Tierra, rey inglés, era cuñado del rey castellano. Poco después se casaba la princesa castellana Urraca, hija de Alfonso VIII y de Leonor de Inglaterra, con el futuro Alfonso II de Portugal.

60 Conviene recordar el significado de los nombres de origen germánico Berenguer y Berenguela: «quien mata al oso», personificación este, en todos los pueblos europeos, del Mal.

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En 1210 los reyes aragonés y castellano pudieron iniciar su ofensiva con-tra los almohades. Pero el rey almohade, Mohamad ben Yacub, desembarcó en Tarifa en la primavera de 1211, y convocó bajo sus órdenes a todos los musulmanes de la península.

Reinaba en Aragón Pedro II, casado con María de Montpellier (1204, de ellos nacería, en 1208, el futuro rey Jaime I el Conquistador). Su hermana Constanza, que era ya reina viuda de Hungría, casó este mismo año con el rey de Sicilia, Federico, en Palermo, marcando un rumbo que más adelan-te cubriría la expansión de los mercaderes catalanes hacia el Mediterráneo oriental.

Pero el peligro común se organizaba en Andalucía. Obispos españoles acudieron a Roma y a varios países europeos para pedir ayuda. El papa Inocencio III promulgó indulgencias para cuantos acudieran a defender a los reyes cristianos de España (primavera de 1212). Desde diferentes reinos europeos llegaban hasta Toledo combatientes, unos 12.000 jinetes y 50.000 infantes, generosamente pagados por el rey castellano. Iniciaron su avance hacia el sur a últimos de junio. Les seguían las tropas castellanas y aragone-sas, al mando de Alfonso VIII y Pedro II, acompañados por toda la nobleza y el episcopado de sus respectivos reinos, y por los nobles de Galicia y León (a pesar de que ni el rey leonés ni el portugués participaban personalmente, a causa de ciertos desacuerdos que no hace al caso detallar). Todas las comu-nidades castellanas aportaban también sus tropas. Pronto se incorporó tam-bién Sancho de Navarra con sus gentes.

Tras haber reconquistado la plaza de Calatrava, la mayoría de los com-batientes de los países transpirenaicos pusieron por disculpa el calor y las dificultades de mantenimiento para regresar a sus feudos, al no serles per-mitido saquear a los habitantes de dicha población. Solo unos pequeños gru-pos de caballeros europeos persistieron en su cruzada.

En el bando invasor, el general almohade decapitó al fracasado defensor de Calatrava, y ello hizo que los reyes andaluces se distanciaran y crearan un nuevo campamento, diferente del almohade africano. Desde entonces hubo diferencias de vario orden entre andaluces y almohades, o sea, entre civili-zados españoles y fanáticos africanos, aunque estos se imponían militar y políticamente sobre aquellos.

A mediados de junio el ejército cristiano rebasaba las cumbres de la cordi-llera que separa la cuenca andaluza. El día 14 de julio sus tropas se formaban

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a lo ancho de unas laderas de la Nava de Tolosa61. El día siguiente amaneció mientras las tropas ya rompían hostilidades. En torno al rey de Castilla los López de Haro, Núñez de Hinojosa, Arias de Toledo, Núñez de Lara, Díaz de Cameros, García Ordóñez, Pérez el Asturiano, González de Ucero, y las ban-deras de Gormaz, Atienza, Medinaceli, Valladolid, Arévalo, Olmedo y otras.

Sancho de Navarra mandaba un conjunto de caballeros y tropas leonesas, gallegas y propias.

Pedro II de Aragón estaba ayudado por Gastón de Cruilles, Bernardo de Pons, Romeu, Cornel, Sentmenat, Cabrera, y otros caballeros como los con-des de Ampurias y Foix y el marqués de Mirapoix.

Enfrente, el ejército de Mohamed Alnasir. Las tropas andaluzas formaban aparte de las africanas. En vanguardia, los almohades africanos, y cubriendo todo el horizonte, tropas de otras varias procedencias.

Mediada la jornada, jinetes castellanos pudieron penetrar en las forma-ciones defensivas que protegían al emir almohade, y provocaron una situa-ción que les permitió a todos acosar a los islamitas hasta bien caída la tarde. «Castellanos, Aragoneses, Catalanes, Navarros y extranjeros —dice la cróni-ca— todos se portaron con igual valor62».

La tienda de seda y oro del caudillo africano fue enviada a Roma para que sirviera de trofeo en la basílica de San Pedro. La bandera del rey de Castilla fue depositada en la ciudad de Burgos. Los pendones ganados a los infie-les fueron depositados en Toledo. El rey navarro llevó consigo cadenas que habían protegido el reducto donde se fortificaba el rey almohade.

A su vez el general almohade, Miramolín, hizo decapitar a gran número de jefes andaluces, a los que culpaba de la derrota, pasando luego a África.

Los vencedores tomaron a continuación Úbeda, Baeza y otras plazas.

Una ausencia se observó, sin embargo, en el campo cristiano. Y una grave preocupación.

La ausencia de los reyes de Portugal y de León, ambos yernos del castellano Alfonso VIII. Anomalías que encuentran explicación, a veces muy razonable. Pero que no constituyen legitimación cuando se trata de colaborar en objetivos superiores y más importantes que los alegados concretamente.

61 El vocablo celta naba significa terreno llano entre montañas. De él proceden Navarra, Navamellera, etc. Tol o tor es hidrónimo, así como osa, ousa (manantial).

62 El arzobispo de Toledo, autor de De rebus Hispaniae, se hallaba presente.

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IV. Cuestiones abiertas a una reflexión muy preocupada

Efectivamente, la más interesante lección que podemos obtener en la his-toria peninsular es que no hace falta combatir a los españoles para debilitar-los y derrotarlos históricamente. Para anularlos y embrutecerlos, basta con dejarles sueltos para que hagan lo que sus ganas les dicten63. En aquel caso, una vez abierto el camino correcto y prometedor, la Reconquista habría de durar otros 270 años. Los presuntos liberadores estaban ocupados en reñir, robarse y asesinarse unos a otros, hasta que llegara otro providencial y casi inimaginable claro en el cielo. Como el que había sucedido en 1212.

Pero ¿no habría algún modo razonable de actuar sin tanta espera? Incluso, ¿qué tipo de ejemplos históricos habría de ser más frecuente en las épocas históricas subsiguientes?

Tendiendo esta experiencia hacia el horizonte actual, podríamos pregun-tarnos: ¿es el sistema del Estado junto con sus comunidades autónomas el esquema organizativo adecuado para perfilar ya, y por ahora, una participa-ción política plenaria y gustosa en el conjunto de sus accesos, sin que alguno de ellos contradijera o anulara a otros, encaminada solidariamente hacia el progreso y la libertad de los pueblos españoles?

La respuesta es indirecta, y pasa por encima de esa pregunta directa. Los ciudadanos españoles necesitan algo más que organizaciones políticas para activar sus sentimientos y sus actitudes en favor del progreso social y de las libertades personales. Y eso que les falta, que no acierto a definir (pues en ello hay datos de talento, de decencia, de previsión, de respeto, de humildad, donde algo falta o sobra, en alguno de estos puntos), puede servir tanto para el triunfo como para el fracaso histórico de los ciudadanos españoles, sin necesidad de tocar una sola coma ni un solo artículo del texto constitucional de 1978. O también —pues para el caso todo vale— sustituyéndola por otro texto, por difícil que sea imaginar otro más prometedor… Pues —me atrevo a proclamar como el axioma más exacto que nunca pudiera imaginarse— «lo mejor es enemigo de lo bueno», porque sus efectos son inalcanzables como no sea extendiendo ese «mejor» hasta el infinito, llegando a identificarse con otro «mejor» que será lo radicalmente opuesto al tenido por «entonces mejor», o sea, el mal absoluto cuadrado matemáticamente64.

63 Léase con atención el escrito de abdicación del rey Amadeo I, 11 de febrero de 1873, que podríamos entender casi en términos de un post scriptum de la historia de España, si análogas situaciones acaecieran otra vez más.

64 «Seréis como dioses», Génesis, 3,3.

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Lo inalcanzable es el mal en estado puro, encuadernado en celajes rosados.

Resumiendo: sin lealtades sinceras, o sea, respeto a los valores de los demás, el Estado, sus poderes, sus instituciones y, desde luego, cada una de sus comunidades autónomas, no sería más que un sistema de reparto de intereses, mientras durasen. En frase del gran político que se había formado en el grandioso talento del que luego sería San Agustín de Hipona: sine ius-titia, quid essent regna, nisi magna latrocinia?

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ESTADO DE DERECHO Y DERECHOS FUNDAMENTALES

Tomás-Ramón Fernández Rodríguez

Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid.Académico de Número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España

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I. Introducción

Los derechos fundamentales son el centro de gravedad del Estado de derecho, la esencia misma del régimen constitucional, que nació, justamente, para eso, para asegurar la libertad del hombre y del

ciudadano frente a los detentadores del poder público. El artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, con la que se abre en Europa la era constitucional, así lo proclama en términos lapidarios: «Toda sociedad —dice su artículo 16— en la que no esté asegurada la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes no tiene constitución».

Así lo dice hoy en términos igualmente concluyentes el artículo 10.1 de nuestra Constitución de 1978: «La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social».

La Sentencia constitucional de 11 de abril de 1985 desarrolla esta idea y las consecuencias que derivan de ella cuando en su fundamento jurídico 4.º dice.

«[...] que los derechos no incluyan solamente derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado y garantías institucionales, sino también deberes positivos por parte de este (vid. al respecto artí-culos 9.2, 17.4, 18.1 y 4, 20.3 y 27 de la Constitución). Pero, además, los derechos fundamentales son los componentes estructurales bási-cos, tanto del conjunto del orden jurídico objetivo, como de cada una de las ramas que lo integran, en razón de que son la expresión jurídica de un sistema de valores que, por decisión del constituyente, ha de informar el conjunto de la organización jurídica y política; son, en fin, como dice el artículo 10 de la Constitución el "fundamento del orden jurídico y de la paz social". De la significación y finalidades de estos derechos dentro del orden constitucional se desprende que la garan-tía de su vigencia no puede limitarse a la posibilidad del ejercicio de pretensiones por parte de los individuos, sino que ha de ser asumida

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también por el Estado. Por consiguiente, de la obligación de someti-miento de todos los poderes públicos a la Constitución no solamente se deduce la obligación negativa del Estado de no lesionar la esfera individual o institucional protegida por los derechos fundamentales, sino también la obligación positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos y de los valores que representan, aun cuando no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano. Ello obliga especial-mente al legislador, quien recibe de los derechos fundamentales los "impulsos y líneas directivas", obligación que adquiere especial rele-vancia allí donde un derecho o valor fundamental quedaría vacío de no establecer los supuestos para su defensa».

La cita ha sido larga, pero era necesaria porque contiene lo esencial de la teoría de los derechos fundamentales, que queda así expuesta en términos mucho más autorizados de los que yo podría hacerlo y nos ahorra tiempo y espacio para destacar algunas cuestiones que requieren una explicación adicional.

II. ¿De qué derechos hablamos?

El núcleo duro de los derechos fundamentales está formado por las liber-tades públicas, que se articulan técnicamente como derechos subjetivos, esto es, como poderes que se reconocen al ciudadano frente a todos y, en particular, frente a las autoridades públicas, de exigir una actitud de respeto y de no injerencia en el ámbito privativo que cada uno de ellos delimita.

Importa subrayar que la libertad que cada uno de ellos proclama es en sí misma un régimen jurídico completo, que no requiere de complemento alguno, ni admite tampoco ningún tipo de condicionamiento que impida su operatividad y eficacia, como no sean los que resultan de su coexistencia con la libertad de los demás.

Cuestión distinta a esta es que su contenido no se agote en el puro recha-zo de cualquier injerencia externa de los poderes públicos, porque, como subraya la sentencia constitucional más atrás citada, reclame también de estos una acción positiva que asegure su ejercicio y elimine los eventuales obstáculos que puedan dificultarlo o impedirlo. El artículo 12 de la propia Declaración de 1789 acertó a advertirlo: «La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano necesita una fuerza pública; esta fuerza está, pues, instituida en beneficio de todos y no para la utilidad particular de aquellos a los que está confiada». El artículo 9.2 de nuestra Constitución responde a la

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misma idea y la formula con carácter general: «Corresponde a los poderes públicos —dice— promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, remo-ver los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la partici-pación de los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social».

Como tales derechos son, en fin, inalienables e imprescindibles. De esto último da fe en el plano de la legalidad ordinaria y del quehacer cotidiano el artículo 47.1.a) de la Ley de Procedimiento Administrativo Común de 1 de octubre de 2015, según el cual «los actos de las Administraciones Públicas son nulos de pleno derecho» cuando «lesionen los derechos y libertades sus-ceptibles de amparo constitucional», lo que significa que su nulidad puede declararse de oficio «en cualquier momento» (artículo 106.1 de la misma ley).

Junto a los derechos-autonomía se sitúan, también desde el primer momento (vid. artículo 6 de la Declaración de 1789) los derechos-participa-ción que aseguran la libre disponibilidad del poder por quienes son a la vez sus destinatarios y el control de los gobernantes por los gobernados (vid. artículo 15 de la propia Declaración).

A estos dos tipos de derechos se unirá, hace justamente un siglo, con las constituciones de México de 1917 y la alemana de Weimar de 11 de agosto de 1919, una tercera categoría de derechos fundamentales, los derechos econó-micos y sociales, que se fueron afirmando en el constitucionalismo europeo en la primera posguerra y se generalizaron definitivamente en la segunda.

Este tipo de derechos tiene un contenido prestacional, reclaman del aparato estatal una prestación positiva a favor de los ciudadanos, lo que presupone una naturaleza jurídica diferente y una articulación técnica también distinta.

Su propia definición como derechos resulta discutible y discutida, por lo que suele prescindirse incluso de su presentación como tales. Así lo hace prudentemente nuestro texto constitucional, que prefiere eludir cuando se refiere a ellos la terminología apuntada sustituyéndola por la, menos com-prometida de «Principios rectores de la política social y económica», que es el rótulo que utiliza el capítulo III del título I de la Constitución.

Si se repasa el contenido de ese capítulo III se comprobará de inmediato que el contenido de alguno de sus artículos es insusceptible de servir de base a un auténtico derecho por muy buena voluntad que se ponga en ese senti-do. Así ocurre, por ejemplo, con el artículo 40, que establece que «los pode-

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res públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa», y les ordena realizar una política «orientada al pleno empleo».

Otro tanto puede decirse del artículo 43.3, según el cual «los poderes públicos fomentarán la educación sanitaria, la educación física y el deporte», y «facilitarían la adecuada utilización del ocio». Y así también del artículo 44 (derecho a la cultura, promoción de la ciencia y la investigación científica y técnica) y de otros muchos preceptos.

Hay otros casos en que, aun siendo poco explícitas las declaraciones cons-titucionales, sí es posible pensar su contenido en términos de derechos o, para ser más exactos, cabe imaginar su «conversión» en auténticos dere-chos mediante un adecuado tratamiento por el legislador. Podría decirse en consecuencia que en sede constitucional son derechos incompletos, cuyo diseño por la Norma Fundamental está inacabado, lo que reclama una inter-vención posterior del legislador que complete ese diseño.

Que esta «conversión» es posible en muchos casos lo prueba, por ejem-plo, el artículo 41, que tiene su desarrollo en la Ley de Seguridad Social y en la normativa complementaria, normas que precisan con exactitud las prestaciones concretas a las que los afiliados al sistema tienen derecho, un auténtico derecho subjetivo exigible ante los tribunales por sus titulares.

No siempre, desde luego, ese proceso de «conversión» al que aludo es tan preciso y acabado, pero en cualquier caso es obvio que las leyes más recien-tes reflejan un esfuerzo notable de concreción que, en efecto, asegura la con-figuración de auténticos derechos a partir de lo que, a nivel constitucional, parece ser simplemente una genérica e imprecisa declaración. El caso del derecho a la protección de la salud, al que se refiere el artículo 43.1 de la Constitución, es muy expresivo en este sentido. Basta una simple lectura de la Ley General de Sanidad de 25 de abril de 1986 (vid. artículo 10: «Todos tienen los siguientes derechos con respecto a las distintas Administraciones Públicas sanitarias […]»). Los estatutos de autonomía más recientes de varias comunidades autónomas dan un paso más en esta dirección. En algu-nos de ellos puede verse, incluso, entre los derechos que se esfuerzan en individualizar el derecho a una segunda opinión. Es solo un ejemplo, pero expresivo, me parece, de la idea que pretendo resaltar.

En resumen: no siempre, pero sí en muchos casos, cabe hablar de dere-chos, aunque incompletos. En sede constitucional los llamados, quizá abu-sivamente, derechos económicos y sociales operan como simples principios o directrices que han de presidir la acción de los poderes públicos. A eso se

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refiere el artículo 53.3 de la Constitución cuando dice que «el reconocimien-to, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo 3.º informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos».

Son, en consecuencia, vinculantes ex constitutione en esos concretos términos, de forma que el legislador está obligado a operar en la dirección que imponen, a no disponer nada que obstaculice o impida su despliegue, a hacer lo preciso para asegurar hasta donde sea posible, materialmente posi-ble, puesto que estamos hablando de derechos prestacionales, que consisten en un dar, su operatividad individual y social.

Esta es, a mi juicio, la significación primera de este tipo de derechos, llámense así o simplemente principios rectores. Obligan a legislar de otra manera distinta a la tradicional, esto es, a hacer leyes que no se limiten a habilitar a la Administración para actuar y que, a ese efecto habilitante, que sigue siendo imprescindible, unan un cierto contenido material que de tra-ducción efectiva al derecho en embrión que los preceptos constitucionales diseñan esquemáticamente.

Solo cuando las leyes ordinarias completen este diseño primario, y en la medida en que lo hagan, podrá hablarse de verdaderos derechos y recabar la protección de los mismos por los tribunales ordinarios, como también precisa el artículo 53.3 de la Norma Fundamental.

III. El proceso reciente de multiplicación ilimitada de los derechos fundamentales

Los derechos fundamentales no constituyen un catálogo cerrado. Nunca lo fue ab initio. La Declaración de 1789 no recogió, por ejemplo, el dere-cho de asociación, porque en la mente de los revolucionarios franceses era inaceptable cualquier tipo de institución que pudiera interrumpir o media-tizar la relación de la ley, expresión de la voluntad general, con cada uno de los ciudadanos, que habría de ser directa en todo caso, única forma de asegurar la igualdad de todos los ciudadanos ante ella. Hubo que esperar por ellos en Francia hasta la Ley de 1 de julio de 1901 para verlo reconocido.

Doscientos años de historia hacen difícil, sin embargo, descubrir dere-chos nuevos, como no sea por vía de deducción, de desmenuzamiento de los existentes. Ese es el origen de la libertad informática, que el Tribunal Constitucional se ha esforzado en definir (vid. sentencias constitucionales

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de 20 de julio de 1993, 4 de mayo de 1998, 8 de noviembre de 1999 y 30 de octubre de 2000).

A pesar de ello, los legisladores autonómicos parecen empeñados en aumentar a toda costa la lista de derechos fundamentales que resulta de la Constitución «inventando» derechos nuevos, que van desde el derecho a una muerte digna hasta el derecho a una segunda opinión médica, a la gratuidad de los libros de texto, al lenguaje de los signos, a los sobrantes de agua de las cuencas excedentarias, al descanso y al ocio, a una renta de ciudadanía, a una cantidad de agua suficiente, etc.

La heterogeneidad del conjunto que todos ellos forman da idea ya del impulso populista que ha contribuido a darles vida como si de una subasta se tratara para ver quién da más y quién, por lo tanto, se hace acreedor al favor, léase el voto, de los ciudadanos. Cuando este proceso, que arranca con la reforma del Estatuto valenciano por la Ley Orgánica de 10 de abril de 2006 y la promulgación del nuevo y polémico Estatuto de Cataluña de 19 de julio del mismo año, estaba en sus inicios, yo redacté un trabajo con destino al libro homenaje al profesor Lorenzo Martín-Retortillo con el título «¡Demasiados derechos!» (VV. AA. Derechos fundamentales y otros estudios, Zaragoza, 2008, vol. I, págs. 131 y siguientes) en el que denunciaba lo que me parecía un injustificado abuso que, en lugar de mejorar la posición jurídica de los ciudadanos, venía a poner en riesgo el acervo que la Constitución garantiza y que resulta doblado y aun triplicado por el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, cuya existencia —y la de los tres tribunales correspondientes— es ya en sí misma una fuente de confusión.

Critiqué entonces ese afán de incluir en los estatutos de autonomía un catálogo de derechos propios, cuestión que excede a la función que la Constitución asigna a dichas normas, que no es en absoluto la de otorgar a los ciudadanos de cada comunidad autónoma derechos distintos a los que a todos los españoles garantiza la Norma Fundamental, sino simplemente la de organizar internamente la comunidad y recabar para ella las compe-tencias correspondientes dentro de los límites que el artículo 149 de aquella impone.

Negué, en fin, que esos «derechos estatutarios» pudieran ser conside-rados auténticos derechos y dotados de una protección reforzada como la Constitución hace con los derechos fundamentales que reconoce, porque una tal consideración afectaría negativamente a la igualdad básica de todos

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los ciudadanos que la Constitución obliga a preservar en todo caso (artículos 14, 138.3, 139.1 y 149.1.1ª).

En esa misma línea se pronunció también de forma prácticamente simul-tánea, aunque no hubiera comunicación previa entre nosotros, Santiago Sánchez González en un trabajo cuyo título es por sí solo suficientemente expresivo (vid. «¿Todavía más derechos? ¿De qué derechos hablamos?», en el n.º 25 de la revista Teoría y realidad constitucional, UNED, 2010, págs. 297 y siguientes).

El Tribunal Constitucional vino a darnos la razón en su sentencia sobre el Estatuto de Cataluña se hizo esperar no obstante hasta el 28 de Junio de 2010, lo que dio tiempo a la generalización de la «epidemia».

La doctrina de la Sentencia es absolutamente impecable y está expuesta con una claridad meridiana. Merece la pena por ello transcribir aquí algunos de sus párrafos más significativos.

«Derechos fundamentales son, estrictamente, aquellos que, en garan-tía de la libertad y de la igualdad, vinculan a todos los legisladores, esto es, a las Cortes Generales y a las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, sin excepción. Esa función limitativa sólo puede realizarse desde la norma común y superior a todos los legisla-dores, es decir, desde la Constitución, norma suprema que hace de los derechos que en ella se reconocen un límite insuperable para todos los poderes constituidos y dotado de un contenido que se les opone por igual y con el mismo alcance sustantivo en virtud de la unidad de las jurisdicciones (ordinaria y constitucional) competentes para su definición y garantía. Derechos, por tanto, que no se reconocen en la Constitución por ser fundamentales, sino que son tales, justamente, por venir proclamados en la norma que es expresión de la voluntad constituyente.

Los derechos reconocidos en Estatutos de Autonomía han de ser, por tanto, cosa distinta. Concretamente derechos que sólo vinculen al legislador autonómico [...] y derechos, además, materialmente vincu-lados al ámbito competencial propio de la comunidad autónoma [...].

Normas, en definitiva, que prescriben fines sin imponer medios o, más precisamente, que proveen a la legitimación de la ordenación política de los medios públicos al servicio de un fin determinado. [...].

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Este tipo de derechos estatutarios, que no son derechos subjetivos sino mandatos a los poderes públicos (STC 247/2007, fundamentos jurídicos 13 a 15), operan técnicamente como pautas (prescriptivas o directivas, según los casos) para el ejercicio de las competencias auto-nómicas».

La explicación, como ya he dicho, llegó un poco tarde y no pudo evitar por ello que los estatutos que siguieron al catalán avanzaran por el mismo cami-no que este. Así lo hizo, en efecto, el Estatuto de Andalucía, aprobado por la Ley Orgánica de 19 de marzo de 2009, que no dudó en incluir el derecho a declarar la voluntad vital anticipada y el derecho a la plena dignidad en el proceso de la muerte (artículo 20), el derecho a la gratuidad de los libros de texto en la enseñanza obligatoria que se imparta en centro públicos (artículo 21.5), los derechos que integran el derecho general a la salud (especificados en las letras de la a) a la j) del artículo 22), el derecho a una renta básica que garantice el derecho a una vida digna y el derecho a recibirla, en caso de necesidad, de los poderes públicos (artículo 23.2), el derecho al descanso y al ocio (artículo 26.1) y, por si fuera poco, el derecho al disfrute de los bienes paisajísticos de Andalucía (artículo 28).

Todos estos derechos se afirman además enfáticamente como tales, ya que se incluyen en el capítulo II del título I del Estatuto, bajo la rúbrica «Derechos y deberes», claramente separados de los «Principios rectores» a los que se refiere el capítulo III.

El Estatuto de Aragón, aprobado por la Ley Orgánica de 20 de abril de 2007, hace otro tanto, esto es, regula separadamente los nuevos derechos que diseña de los principios rectores de la política social y económica, lo que revela su propósito de hacer de aquellos algo más de los que estos signifi-can. Su referencia es la Ley Orgánica de 10 de abril de 2016, que modificó el Estatuto de la Comunidad Valenciana, de cuyo artículo 19 toma en su propio artículo 19 los derechos en relación con el agua, aunque, claro está, se abstiene de reproducir el derecho a la redistribución de los sobrantes de agua de las cuencas excedentarias al que se refiere el artículo 17 del Estatuto valenciano, ya que Aragón es, justamente, una de las cuencas excedentarias a la que el precepto valenciano alude.

El Estatuto de Baleares, aprobado por la Ley Orgánica de 28 de febrero de 2007, también incluye el derecho a una renta mínima de inserción (artí-culo 21) y el derecho a declarar la voluntad vital anticipada (artículo 25); y el de Castilla y León, de 30 de noviembre de 2007, reconoce igualmente el derecho a una renta garantizada de ciudadanía (artículo 13.9) y desmenuza

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también el derecho a la salud (artículo 13.2), como el Estatuto Andaluz, que en este punto parece haberse inspirado en el castellanoleonés, anterior por su fecha.

El Estatuto de Extremadura incluye, en fin, un artículo 7.8 sobre los derechos al agua igual al artículo 19.3 del Estatuto de Aragón.

El repaso no es, ni mucho menos, exhaustivo, pero sí es suficiente, en mi opinión, para dar una idea del «festival», con perdón, de supuestos derechos fundamentales con el que los líderes autonómicos han pretendido atraerse a sus conciudadanos sin ahorrar recursos retóricos, como prueba el texto mirífico del artículo 12 del Estatuto de Aragón: «Todas las personas tienen derecho a vivir con dignidad, seguridad y autonomía, libres de explotación, de malos tratos y de todo tipo de discriminación».

Hermosas palabras, sin duda, pero de nulo valor jurídico. Y es que, como advirtió Francisco Laporta hace ya treinta años (en «El concepto de dere-chos humanos», Doxa, 4/87, páginas 23 y siguientes), cuanto más se multi-plique la nómina de derechos fundamentales, menos fuerza tendrán.

La extensión de sucesivas «generaciones» de derechos, la multiplicación sin ton ni son de estos con el solo propósito de regalar los oídos de los ciu-dadanos, solo contribuye a trivializarlos, tanto que, como dije hace ya unos años y repito ahora, tener demasiados derechos podría llegar a ser casi tan malo como no tener ninguno.

IV. La progresiva afirmación en el derecho comparado del derecho a un mínimo existencial

De esta espesa constelación de supuestos derechos fundamentales que los estatutos de autonomía han puesto tanto empeño en surtir parece justo separar el derecho a un mínimo existencial de cuya progresiva configuración en el derecho constitucional comparado ha dado cuenta recientemente José Luis Carro Fernández Valmayor (vid. «Mínimo existencial y jurispruden-cia. Hacia la construcción jurisprudencial de un derecho fundamental», en E. García de Enterría y R. Alonso García, Administración y justicia. Un análisis jurisprudencial. Liber amicorum, Tomás-Ramón Fernández, ed., Civitas, 2012, vol. II, páginas 3825 y siguientes).

El derecho tiene ya consagración expresa en el artículo 12 de la Constitución suiza de 18 de abril de 1999, según el cual «todo aquel que se encuentre en una situación de necesidad y no esté en condiciones de subvenir a su propio

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mantenimiento tiene derecho a ser ayudado y asistido y a recibir los medios indispensables para llevar una existencia conforme a la dignidad humana».

En el principio de inviolabilidad de la dignidad humana se ha apoya-do también, a falta de un texto constitucional específico, la Sentencia del Tribunal de Karlsruhe de 9 de febrero de 2010, que ha acertado a precisar sobre esa base el derecho a obtener las prestaciones imprescindibles para aliviar situaciones de extrema necesidad, derecho que el legislador debe garantizar como un auténtico derecho subjetivo a recibir una cantidad men-sual fija que permita hacer frente a los gastos vitalmente imprescindibles para llevar una vida digna.

Naturalmente el derecho en cuestión solo puede reconocerse a quienes, por razón de su edad, estado físico o mental o su incapacidad para trabajar no se encuentren en condiciones de mantenerse por sí mismos, circunstan-cias todas ellas que el legislador tiene que determinar con la debida preci-sión.

Así acaban de hacerlo entre nosotros la Ley catalana de 20 de julio de 2017, de la renta garantizadora de ciudadanía, y el Decreto Ley andaluz de 19 de diciembre de 2017, por el que se regula la renta mínima de inserción, que configuran dichas rentas como un derecho de carácter complementario y subsidiario para quienes no alcanzan los umbrales económicos que ambas normas precisan.

La falta de experiencia sobre su aplicación obliga a diferir el análisis de dichas normas, que, no obstante, es imprescindible dejar anotadas.

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CRONICA DE UNA MUTACIÓN CONSTITUCIONAL.*

EL PODER JUDICIAL EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978

Rafael de Mendizábal Allende

Presidente de la Sección de Derecho Constitucional de la Real Academia

de Jurisprudencia y Legislación.Magistrado Emérito del Tribunal Constitucional

y Juez «ad hoc» del Tribunal Europeo de Derechos Humanos

* La primera versión de estas reflexiones fue la conferencia que impartí en el Centro Superior de Estudios de la Defensa (CESEDEN) el 25 de enero de 2015 que en mucha parte reúna frag-mentos de otros trabajos anteriores. La segunda, revisada y acrecida, fue la comunicación presentada al Pleno de Numerarios de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación el 18 de abril de 2016 con el título «Jaque al Poder Judicial», mate al Estado de Derecho».

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I. La invasión de lo judicial

Desde que fui consciente de la tremenda responsabilidad que signi-fica el juzgar a tus semejantes, precisamente por eso nació en mí una inquietud, curiosidad o preocupación por averiguar el senti-

do último de mi quehacer, un trabajo importante, que trasciende su propio ámbito material para hacerse función social y a las veces «misión». Pero es que, además, esa inquietud intelectual pero también ética, tan vieja como el mundo, ha adquirido una poderosa actualidad y ha contagiado a todos. Se ha producido, por una parte, la judicialización de la política, vieja tentación renovada en nuestros días, cuyo impacto negativo y cuyos riesgos denuncié públicamente hace años, sin percatarse —quizá adrede— de que los jueces no son la herramienta adecuada para dirimir conflictos políticos, ni es el estra-do la sede idónea para estas lides. Los casos difíciles, «duros», hacen mal derecho dijo ya un gran juez, Oliver Wendell Homes, en el primero de sus treinta votos particulares. Por otra parte, está la politización de la justicia, fenómeno permanente y universal, que sin embargo nuestra Constitución quiso evitar, sin éxito porque las fuerzas políticas —de consuno— se han puesto de acuerdo para impedirlo. Un efecto bumerán ha hecho que a su amparo se haya pervertido la judicatura.

El fenómeno de lo judicial, protagonista del sainete, el drama o la tragico-media, en este gran teatro del mundo, la invasión de los espacios informa-tivos en la prensa, las ondas o las pantalla, con primeras planas o planos y titulares escandalosos o dramáticos donde la palabra más suave es «crisis» de la justicia, con sesudos editoriales y chistes gráficos a veces prodigiosos, tema de esas «tertulias» radiofónicas y televisivas donde los «todólogos» dogmatizan o de vehementes artículos, polémica universal en la que han mojado las mejores plumas y han pensado las mejores cabezas, no solo de periodistas, políticos o juristas, sino de filósofos, sociólogos, economistas y hasta teólogos, muestra no solo la importancia intrínseca del asunto sino la trascendencia social. Nunca —en la trayectoria histórica de España— tantos se preocuparon durante tanto tiempo y con tanta algarabía de tan pocos conciudadanos, los jueces. Ni siquiera le es comparable la época del New Deal de Franklyn D. Roosevelt en la treintena del pasado siglo, que provocó

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una crisis constitucional y puso en entredicho al propio Tribunal Supremo de Estados Unidos65. Conceptos viejos como la crisis de la justicia66 o noví-simos como la figura del «juez estrella» excitan no solo una mera aunque legítima curiosidad intelectual, muy discreta en tiempos de bonanza, sino también un estado de ánimo colectivo, un estupor generalizado que se refle-ja en la preocupación de la plana mayor de nuestros intelectuales y no solo de quienes tienen una buena formación jurídica, sino también de aquellos que, sin ese barniz, piensan con rigor desde otras perspectivas complemen-tarias que dotan a la imagen de todas sus dimensiones y luces, y por tanto de relieve. La justicia no es, por fortuna, beneficio de un oficio sino cosa pública, como todas las vitales para el individuo y la sociedad. Entre jueces anda el juego y en esa comedia de enredo está en el envite, sin exageración alguna, el modelo constitucional.

Hace muchos años también, me quejé en la Revista de Derecho Judicial de la desvinculación entre la universidad y la judicatura, entre profesores y jueces o fiscales, cada uno en su puesto y en su función para construir el derecho. En un dialogo poético con Antonio Fernández Galiano, le decía, entre otras cosas, «Profesor eres tú, yo Magistrado/ tú enseñas el Derecho, yo lo hago». Existía, y aún perdura, un cierto distanciamiento entre la teo-ría, navegando al parecer en el cielo de los conceptos y la jurisprudencia, tratada mal y maltratada, a la que no se le reconocen la trascendencia que tiene ni su evidente aportación creadora. Desde Hammurabi al Digesto o el Fuero Viejo de Castilla, los códigos nacieron siempre como recopilaciones de sentencias. En la literatura jurídica norteamericana, que conozco bien, los textos universitarios no son exégesis de las leyes (statute law) sino aná-lisis de la jurisprudencia (case law), algunos de cuyos ingredientes escla-recedores pueden ser la composición del tribunal, o la personalidad de los magistrados en cualquiera de sus aspectos. En España inició tal camino el gran innovador del derecho procesal administrativo Jesús González Pérez, que utilizó masivamente las decisiones judiciales con transcripción literal de los fragmentos adecuados y mención de los ponentes. Pero pese a que «las leyes se enseñan en la universidad, no es menos cierto que han de ser digeridas en los tribunales», como nos advirtió Baldo, y parafraseando a

65 Max Lerner. Nine scorpiorzs in a bottle. Great Judges and cases of the Supreme Court, Edited by Richard Cummings, Arcade Publishing, New York, 1994.

66 Desde perspectivas ideológicamente opuestas, Roberto García Calvo, La Justicia en crisis (Reflexiones estructurales y soluciones concretas), Madrid, 1994, y Plácido Fernández Viagas, Togas para la libertad, Entrevistas por Lola Cintado, Planeta, Barcelona, 1982.

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Richard Nixon, convendría no olvidar que «los jueces han tenido siempre en su época una influencia más profunda y duradera que los políticos».

II. La mutación constitucional

El modelo virtual del sistema judicial, tal y como aparece diseñado en la Constitución, fue respetado en la primera Ley Orgánica del Consejo gene-ral de Poder Judicial 1/1980, de 10 de enero, anticipada para hacer posi-ble que se completara la composición del Tribunal Constitucional, cuya natural evolución hubiera conducido a puertos distintos de los que hemos arribado a estas alturas de la navegación. El primer embate, muy fuerte, a este modelo lo infligió en 1985 la Ley Orgánica del Poder Judicial obra del primer Gobierno socialista, ratificada con aspavientos retóricos por un Tribunal Constitucional en la misma sintonía. La STC 108/1986 apuntaló el giro copernicano dado en la forma de componer esta institución, expro-piando doce plazas de jueces reservadas a la elección por los propios jue-ces para adjudicarlas al Congreso y al Senado, a cuyas Cámaras se les había reservado constitucionalmente las otras ocho, lo que permitió la intromi-sión en tromba de los partidos y el predominio de lo político sobre lo profe-sional con el efecto de reproducir en el Consejo la cartografía de las Cortes Generales. Nada más expresivo que un hecho: los nombres del presidente y del vicepresidente se han conocido en todas las ocasiones antes del nombra-miento de los vocales, son pactados desde fuera y votados luego dócilmente por los consejeros. No paró ahí la embestida y desde los jueces de paz has-ta el Tribunal Supremo, que se jilbarizó, o los Tribunales Superiores, que se hipertrofiaron, el diseño ha sido deformado. La posición respectiva de estos y de aquel se ha subvertido, ya que el Supremo ha sido gradualmente degradado a Tribunal Superior del Estado estricto sensu mientras que los territoriales muestran una clara vocación de convertirse en los «supremos» de las comunidades autónomas, con una inversión radical del art. 123 de la Constitución.

Luego vendría la donosa invención jurisprudencial de una singular cate-goría, la administración de la Administración de justicia para hacer entrar a un personaje que no estaba en el reparto, el Poder Ejecutivo, único poder real —como se palpa— con una imparable tendencia expansiva. En una línea paralela advino la aparición de las «cláusulas subrogatorias» (STC 56/1994) tiñendo las aguas de un radiante color jacobino. Digo ya, sin ambages, que por debajo del temor de la Constitución se está produciendo un desplaza-miento de placas tectónicas que ha alterado el subsuelo del sistema judicial

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tal y como lo diseñó aquella en 1978, más allá de una interpretación evoluti-va. En definitiva se ha operado una «mutación constitucional», entendiendo por tal un cambio del contenido de las normas que, conservando la misma reacción, adquieren un significado diferente, como definió este fenómeno el Tribunal Constitucional de la República Federal de Alemania. Sin utili-zar el mecanismo que para su reforma establece la Constitución, se ha ido transformando y deformando esta. La invitación constitucional queda a la vista en más de un aspecto y no solo en el señalado, pero en él nos jugamos el Estado de derecho. Ningún ejemplo mejor y más cercano para mostrar cuánta razón llevaba Charles Evans Hughes. En paráfrasis de una famosa observación suya es cierto que «vivimos bajo una Constitución», pero no lo es menos que «la Constitución es lo que el Tribunal Constitucional dice que es». De ahí al «despotismo de una oligarquía» que profetizaba o temía Thomas Jefferson hay un paso, pero debe haber un abismo.

No es esto que digo ahora una ocurrencia nacida ocasionalmente sino una expresiva y antigua convicción que hice pública en un voto particular. Como allí señalé, el 10 de marzo de 1985, casi cuatro meses antes de ser aprobada la Ley Orgánica del Poder Judicial 6/1985, de 1 de julio, un maestro del derecho político, don Manuel Jiménez Parga, advirtió del cambio consti-tucional sin reforma del texto concluyendo que, «a partir de ahora, hablar de Poder Judicial puede ser una broma que algunos considerarían de mal gusto». Por mi parte, unos meses más tarde, promulgada ya esa ley, dije públicamente que después de ella «hablar de Poder Judicial como poder autónomo es una entelequia y sería negar una realidad que vemos todos los días». En la misma ocasión y en el mismo lugar, un aula de la Universidad de Navarra, completé esa premisa con estos otros corolarios: 1) ahora mis-mo «la responsabilidad del servicio público de la justicia está otra vez en el Gobierno» y 2) «el Consejo General del Poder Judicial ha quedado reducido a una jefatura de personal (no todo) de la Administración de la Justicia y ha dejado de ser un órgano de su gobierno». Traigo aquí y ahora, treinta años después, estas palabras que tuvieron eco el 9 de noviembre de 1985 en la totalidad de los mass media españoles, no a título de vanidad, que a nadie le falta y ahora llamamos autoestima, sino a título de coherencia, que pocos cultivan. No merece la pena rememorar las consecuencias que acarreó al autor, que están en el desván de la memoria67.

67 Rafael de Mendizábal Allende, La guerra de los jueces. Tribunal Supremo vs. Tribunal Constitucional, Dykinson, Madrid, 2012, pp. 129-131.

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III. La independencia judicial68

La independencia es nota consustancial a la función jurisdiccional y sin ella la propia noción de juez se volatiliza, pero también significa algo más, que trasciende el ámbito de lo judicial. «La libertad política, la libertad general de un país, depende esencialmente de dos cosas: de que sean los contribuyentes quienes voten los impuestos, y de que tengan independencia quienes juzgan». Unamuno puso en ella la esencia de la justicia, contrapo-niéndola a la disciplina como meollo de lo castrense y, por ello, le parecía una contradictio in terminis la expresión «justicia militar». Es, por otra parte, un concepto que exige la plenitud. Hay independencia o no la hay, como un bloque. No se puede ser un poco o un tanto, un mucho o un casi independiente.

En un principio, la independencia judicial se predicó de los demás pode-res públicos y, en especial, del más temible, el que lo es por antonomasia como ha dicho el Tribunal Supremo, el Poder Ejecutivo. Hoy en día ha de cuidarse también la independencia de otros embates y otras presiones, que provienen de las fuerzas económicas o sociales con reflejo en los medios de comunicación, sin olvidar las agresiones más o menos sutiles que pue-den proceder del interior del propio Poder Judicial a las que la ley orgánica dedica atención preferente. En definitiva, los jueces han de independizarse de todos, salvo del pueblo, a quien sirven. «La independencia de la volun-tad de la nación es un solecismo, un error», dijo Jefferson, el enemigo de Marshall. Siendo esta una profunda verdad, no hay que hacerla equivalente a seguir miméticamente el flujo y reflujo de las modas o los movimientos de opinión mejor o peor reflejados en las encuestas o las repentinas y efíme-ras emociones de la multitud, tan inconstante e influenciable como la pinta Shakespeare en el discurso de Augusto a la muerte de César.

En una segunda faceta, enunciada esta explícitamente por la Constitución, la independencia se adjudica al titular del órgano judicial, juez o magistra-do, y en tal sentido es una exigencia constitucional con larga tradición en España y en los países de nuestro entorno que ha adquirido carta de natura-leza en niveles supranacionales e internacionales. El Convenio de Roma, el Pacto de Derechos Civiles de Nueva York y la Convención Americana sobre Derechos Humanos de San José de Costa Rica (1969) configuran al juzga-dor con estas notas, entre otras. La independencia del juez, simétrica de la

68 Rafael de Mendizábal Allende, «Códice de un Juez Sedente», La Ley. Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Madrid, 1999, pp. 191 y ss.

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libertad de la abogacía, está manca de conseguir la autonomía del Ministerio Fiscal, ramas estas y tronco aquel del Poder Judicial.

La amenaza a la vida o la integridad física es la más burda, pero la más efectiva agresión a la independencia del juez, hombre al fin, nada menos pero nada más, sin pretensiones de héroe ni de mártir. Los viejos códigos nos hablan de ello con claridad. «Todo pleyto que fuera fallado por miedo o por mandado del Príncipe, mandamos que sea desfecho e non vala nada». «A las veces los senores, con su poder, suelen destorbar la justicia». Así dice el Fuero Juzgo, y añade: «Los Jueces que juzgaron por miedo, non sean ende disfamados, nin ayan ninguna pena todavía, si quisieren jurar que no juzgaron por so grado más por miedo del Rey». La misma palabra, miedo, emplea el Ordenamiento del Alcalá: «E que por amor, nin desamor, nin por miedo, ni por don que les den, nin los prometan de dar, que no se desviaren de la verdad ni del derecho», en cuyos términos también vienen a expresarse Las Partidas. Para protegerle de este peligro real, que se da hoy con ocasión del terrorismo, se han urdido remedios más o menos afortunados. En la lucha contra la organización Sendero Luminoso, las leyes procesales en la República del Perú echaron mano de lo que se llamó el juez o la sala «sin rostro», que consistió en ocultar quiénes eran los magistrados componentes del tribunal juzgador, cuyos nombres y apellidos se omitían en las actuacio-nes.

Lo dicho no significa cerrar los ojos a la realidad y creer que vivimos en un mundo panglosiano, el mejor de los imaginables. De ningún modo. Ataques más o menos solapados y aun directos a la libertad de actuación de quienes tienen la dura misión de juzgar los hay también en nuestros días, proce-dentes de Gobiernos y de periódicos, a veces con una brutalidad descarada. Muchos quedan en mera tentativa y otros se frustran, pero más de uno ha tenido éxito y ha cambiado el voto de magistrados pusilánimes que pagaron con su pesadumbre y aun con su vida un momento de debilidad. No faltan tampoco juzgadores, que no jueces, serviles por disciplina ideológica, o sim-plemente por medrar, o por ambas cosas, procedentes de otros pagos y sin el temple judicial, forjado en decenas de años grises de entrega abnegada a una función que todos quieren por fuera independiente y todos pretenden llevar a su molino cuando la ocasión llega. Y más de una vez se ha rizado el rizo y llegado al cinismo de poner como paradigma de auténtico juez al servil, alcanzando el colmo de la corrupción. Hoy como ayer siguen siendo válidas las palabras acusadoras de Wenceslao Fernández Flórez, uno de los obser-vadores más lúcidos y críticos de su tiempo, cuando puso de manifiesto que «los Gobiernos, los políticos que defienden teóricamente la independencia

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de los juzgadores, no se resisten muchas veces a imponerles una opinión […,] la sentencia es inmoral siempre. Hasta ahora la Justicia va cogida del brazo del fuerte. Siempre encontrarán los Estados pretextos magníficos para que la justicia sea, a sus órdenes, un guardia de Asalto más».

La ley orgánica vigente da por hecha y por sabida la independencia exter-na, respecto de los demás poderes públicos, y dedica su atención a su faceta doméstica o interna. Los jueces —en síntesis— han de ser también indepen-dientes de sus congéneres, aunque les fueren jerárquicamente supraordena-dos en el esquema procesal y de los órganos de gobierno del Poder Judicial. Esa independencia frente a la propia estructura, hacia adentro, pone en entredicho la configuración y el uso de la inspección y de la potestad disci-plinaria delimitando su ámbito, la administración y lo que haya de servicio público, pero en ningún caso, la jurisdicción, la potestad de juzgar. No es fácil deslindar lo gubernativo de lo procesal en algunos supuestos límite, pero hay que intentarlo y que sea la propia jurisdicción la que diga la última palabra. En definitiva, la inspección de los servicios ha de constreñirse a la gestión externa de la actuación oficial del juez. En Alemania se ha dicho que la organización de la inspección tal y como hoy existe «limita el cam-po de acción del juez con un alcance que perjudica considerablemente su capacidad de decisión», vale decir su independencia. Frente a una eventual intromisión, el juez español no tiene una garantía judicial sobre su admisi-bilidad, como el alemán. Está sometido a una institución de gobierno con una composición partidista mediante el sistema de «cuotas» que reproduce a menor escala la cartografía el Congreso y del Senado.

En definitiva, la independencia se traduce intelectualmente en la libertad de criterio, y parafraseando el verso de Quevedo, en la libertad de decir lo que se siente sin tener que sentir lo que se dice, decidiendo sin miedo a las consecuencias. Es el derecho y también el deber del juez de pensar por sí mismo y, si el caso llega, equivocarse en soledad, sin ayuda alguna en el ámbito de su intimidad, que, con una imagen poética del juez Cooley, con-siste en el derecho a ser dejado solo. La independencia es un duro privilegio que exige a quien lo goza el valor de quedar a solas consigo mismo, cara a cara con su conciencia, ensimismado. Por otra parte, nada de lo dicho sig-nifica que la independencia exija una asepsia ideológica. Los jueces tienen una concepción del mundo, con ideas, ideología, convicciones y también prejuicios que se introducen en sus decisiones. Es la que Frankfurter llamó «tercera premisa» de la sentencia, a seguido de la ley y del presupuesto de hecho cuya subsunción en ella determina el pronunciamiento judicial. Sin embargo, la libertad de criterio en que consiste la independencia no signi-

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fica que el juez pueda hacer de su capa un sayo. No le permite implantar el derecho libre ni siquiera la aplicación alternativa del derecho, justificable en un régimen autocrático, pero inadmisible bajo una Constitución generosa en libertades. Tampoco propicia la figura del buen juez Magnaud, que ponía su propia conciencia por encima de la ley.

El Tribunal Constitucional habla de la independencia judicial en copia de sus sentencias, tantas que como muestra bastan los botones más recien-tes, con dos motivos. Uno, para preservarla de su propia inmisión. «Esta característica veda cualquier interferencia externa y limita nuestra actividad a la verificación de que no ha menoscabado o desconocido algún derecho fundamental». Otro, a guisa de preámbulo para enfrentarse con el tema de la imparcialidad, ligando ambas categorías como presupuesto lógico y como consecuencia, o, a veces, como género y especie. Este modelo circu-lar de razonamiento, que inesperadamente se saca de la chistera algo que la Constitución no menciona, suele producirse así: «La independencia e imparcialidad de los Jueces y Magistrados constituye una nota esencial de los órganos jurisdiccionales que alcanza protección constitucional en el derecho al juez legal, previsto en el art. 24.2 de la Constitución, pues, si «todos tienen derecho al juez ordinario predeterminado por la Ley» y la Constitución es la primera Ley que han de cumplir todos los poderes públi-cos (art. 9.1 CE), resulta claro que se infringe el juez legal cuando se vulnere el modelo de juez ordinario previsto en nuestra Ley Fundamental. Dicho diseño de juez constitucional se encuentra en el art. 117.1 de la CE, con el que el art. 24.2 ha de ser puesto en relación. De la conjunción de ambos preceptos parece razonable concluir que la Constitución exige de todos los jueces y magistrados que sean «independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley».

IV. Consejos judiciales vs. independencia judicial

Al escribir este epígrafe, vino a mí como bengala en la noche una ima-gen algo desvaída, en ese tono sepia de las fotos antiguas. De repente, no más que de repente, como el poema de Vinicio de Moraes, la memoria me trasladó en el tiempo a la «década prodigiosa» con las cuidadas melenas de los Beatles y la minifalda de Mary Quant, quizá hacia 1965, en el despacho del presidente de la Audiencia Territorial. Desempeñaba yo, por entonces, la presidencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo y era partidario de implantar en nuestro país un «Consejo de la Magistratura» a semejanza de los existentes en Francia y en Italia, él no va más de la progresía. Había

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entrado aquella mañana para dar cuenta de las vistas públicas celebradas y en la conversación posterior salió a colación este tema que, por aquellos días, era aspiración de muchos de nosotros, y en mi apología, mostré tanta vehemencia que don Andrés Basanta Silva, gallego integral, me dijo, con el suave deje de Villalba, Lugo: «Pero Mendizábal, ¿no se le ha ocurrido pensar que la peor cuña es la de la misma madera?». No me desanimó la observa-ción, pero es evidente que me hizo mella porque ha permanecido grabada en mi interior y la recuerdo ahora medio siglo después de pronunciada.

La primera impresión en un estudio panorámico69 es que los Consejos Judiciales son patrimonio de aquellos países donde la expresión «Poder Judicial» es un remedo, simple carátula sin sustancia. No se dan en el ámbi-to anglosajón (Estados Unidos, Reino Unido y su Commonwealth, Canadá, Australia y Nueva Zelanda). En cambio, los países iberoamericanos, espe-cialmente los hispanos (vade retro «latinos», nueva invasión napoleóni-ca), que también han optado por la doble justicia —Corte Suprema y Corte Constitucional—, están casi todos en la nómina. Esto debería hacernos meditar y por de pronto ha despertado mi curiosidad. El primer guardián de la independencia ha de ser el propio juez, que debería encontrar el cobijo del Consejo General del Poder Judicial, el brazo aguerrido del fiscal y el respal-do de la opinión pública. Sin embargo —es preciso decirlo aunque duela— los jueces afrontan las tempestades solos ante el peligro, sin compresión ni apoyo de nadie.

Uno de ellos, el también profesor Marino Barbero Santos, magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, socialista para más señas, hubo de renunciar a tan alta investidura porque el Consejo incumplió el principal de sus deberes: amparar a un juez cuya independencia era manifiesta y grave-mente agredida por parte de personajes vinculados al partido en el poder (PSOE) cuya conducta investigaba como instructor del «caso Filesa», que destapó las cloacas de la corrupción en la última etapa del largo mandato de Felipe González70. Años después un presidente del Tribunal Supremo,

69 Agustín Jesús Pérez-Cruz Martín y José Manuel Suárez Robledano, Independencia Judicial y Consejos de la Judicatura y Magistratura (Europa, EE. UU. e Iberoamérica), Atelier Libros Jurídicos, Barcelona, 2015.

70 El profesor Barbero denunció que «las presiones institucionales [...], fueron muy graves». En ellas enumera «la nefasta actuación del Fiscal General, las reiteradas des-calificaciones de los Ministros de Justicia, la grave resistencia a colaborar del Tribunal de Cuentas y la derivada de la propia Sala Segunda, instándome a terminar la instruc-ción». ABC del domingo 16 de noviembre de 1997, págs. 28-29, entrevista con la perio-dista María Peral. «Renuncié al Tribunal Supremo porque el Consejo del Poder Judicial

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Moliner, atacó frontalmente ante la prensa a la instructora del colosal suma-rio de los «ERE», en una visita a la Junta de Andalucía, institución respon-sable, políticamente al menos, de ese tinglado. A su regreso de Sevilla el Consejo debió haberle exigido la dimisión. No he conocido en mi dilatada vida dedicada a la justicia una agresión tan feroz y escandalosa a un juez.

Por fortuna, el destino me permitió asistir a una ceremonia siempre grata en el crepúsculo del día 12 de noviembre: la entrega del premio Jurista del año 2015 en reconocimiento del decoro y profesionalidad con que se viene desenvolviendo en el ejercicio de su función judicial a la magistrada de la Sección Séptima de la Audiencia Provincial, y anterior titular del Juzgado de Instrucción 6 de Sevilla, Mercedes Alaya, otorgado por la Asociación de Antiguos Alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense. Presidió el acto don José Iturmendi Morales, exdecano, catedrático de Filosofía del Derecho, con don Juan Iglesias Santos, que lo es de Derecho Romano. Situado entre ambos tuve no solo el honor sino la satisfacción de entregar la estatuilla simbólica a la juez Alaya, con la admiración emocio-nada de un juez veterano por su bien hacer y también por su valor cívico, que exaltó con palabra elocuente pero medida, en una ejemplar laudatio, el profesor Emilio Suñé. El ambiente quedó cargado de electricidad estática, pero nadie podía sospechar lo que se avecinaba cuando subió al podio la galardonada, sobriamente vestida con una blusa blanca y una falda larga negra. Sus palabras fueron suficientemente expresivas.

Más adelante y en la periferia se ha repartido la situación. Con el juez de El Vendrell, que instruyendo el caso «Convergencia» o «del 3%», estuvo actuando como un solo funcionario, vacante la plaza de secretario judicial, sin que la Generalidad de Cataluña, cuyo presidente era a la sazón Artur Mas, de ese partido, le suministrara los medios personales y materiales, a lo que está obligada por la ley orgánica. Otros se adaptan.

A la independencia se oponen, como termitas que la minan sin descan-so, diversos factores, estructurales unos o coyunturales otros. El primero y muy principal es el método para la selección de los jueces que no solo da la medida intrínseca de aquella, sino que también contribuye a enturbiar o desenfocar su imagen. Se ha dicho que, en Estados Unidos, cuya conciencia autocrítica es ejemplar, «en una abrumadora mayoría de los casos, hay un cordón umbilical entre el nombramiento y la política», como premio a los

incumplió el principal de sus deberes: amparar a un juez cuya independencia era mani-fiesta y gravemente agredida por parte de personajes vinculados al partido en el poder que se investigaba».

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servicios prestados por el agraciado. «Puede no haberse distinguido en las profesiones jurídicas, pero siempre hay una conexión política. El que ésta exista no significa necesariamente que el juez no sea competente y cualifi-cado para el estrado», pero «raramente se busca a un prestigioso universi-tario, aunque apolítico» para ofrecerle una judicatura. «Los Presidentes del Tribunal Supremo de los Estados Unidos son criaturas de la política71», si bien dos circunstancias contrapasen tal vicio de origen, el carácter vitalicio del cargo y su encapsulamiento en él, ya que ninguno de sus magistrados lo ha dejado para dedicarse a otra actividad, ni siquiera para correr por la presidencia de la República72.

La promiscuidad de actividades, que permite el paso del juez a la polí-tica, en lanzadera, con ascensos en espiral, o la encomienda de misiones graciables están dentro del juego de la zanahoria, que nadie denuncia, pero que mina la independencia más que la estaca. La propia configuración como carrera del «cuerpo judicial único», gobernada no por la ley, sino por los hombres (y mujeres, claro), con el juego de las expectativas profesionales, premiadas o volatilizadas, la menoscaba y debilita también e hizo decir a Clemenceau que «no conocía ningún magistrado independiente, salvo quizá el Primer Presidente de la Corte de Casación si tuviere ya la Gran Cruz de la Legión de Honor73». En Francia el Poder Judicial independiente no existe, no nos engañemos, dice otro juez74. La vinculación a veces oculta y otras ocultada a fuerzas sociales o económicas, grupos o asociaciones, incluyen-do confesiones o denominaciones, partidos o sindicatos e, incluso, sectas o «mafias», teledirige la voluntad y maniata a quienes se encuentran en tal situación.

En España los aspectos desfavorables son los mismos y aún mayores, sin contrapeso alguno, porque su ambicioso vecino, el Ejecutivo, puede inter-

71 Vincent Bugliosi, And The Sea will Tell, W.W. Norton & Company, New York-London, 1991, págs. 281-83, así como Outrage. The five reasons Why O.J. Simpson get away with murder, Islan Books, Deli Publishing Bantam Doubleaday, Dell Publishing Group Inc., New York, 1977, págs. 73-109.

72 No impidió a Holmes ser independiente de su patrocinador Teodoro Roosevelt, como luego contaré, ni a Nixon ser destituido por el Tribunal Supremo con el voto de los cuatro magistrados nombrados por él. Un presidente.

73 Jacques Batigne, Un juge passe aux aveux, Opera Mundi, Paris, 1971. También Charles Laroche Flavin. «La Magistrature en Frimce est-ell pleinement indèpendante?. Non, Il est selon certains milleux, de mauvais tn de le dire. Je le fais pourtant. Parce que c’est vrai», págs. 489-490.

74 Batigne, op. cit. ut supra.

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venir indirecta pero eficazmente en el nombramiento y a lo largo de la vida profesional del juez. El sistema de «cuotas» para cubrir las vacantes del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial, y el nom-bramiento de sus presidentes desde fuera, por el Gobierno de turno, pone de relieve no solo el origen político de la investidura y la deuda de gratitud y dependencia, sino que el interior de esas instituciones es manipulado y sus miembros son marionetas que votan según les indica la voz de su amo. Y ¡ay! de quien no lo haga y decida no tener señor que pueda morir y crea a pie jun-tillas lo que dicen la Constitución y la ley, porque será víctima de inmediatas y duras represalias. Nada explica objetivamente, desde la perspectiva de la propia estructura judicial y la deseable independencia de sus titulares, la pasión constante y coincidente de todos los Gobiernos y todos los regímenes en que los «mandamás» sean designados por ellos, inmediata o mediata-mente. Los malpensados, entre los cuales me encuentro, pueden albergar la sospecha de que se pretende conseguir así la gratitud de los agraciados para que les sean favorables o les saquen de un atolladero en un momento grave.

V. Los mandos intermedios como cuñas

La nueva configuración del Secretariado Judicial, desde hace unos días Cuerpo Superior de Letrados de la Administracion de Justicia, cuyas funcio-nes esenciales, en lo procesal, son la fe pública judicial y la documentación de las actuaciones, y en lo burocrático la dirección de la oficina judicial, ha visto acrecentadas las atribuciones, que, aun cuando de baja intensidad, son jurisdiccionales, y han sido expropiadas a los jueces y tribunales, o en algún caso malamente usurpadas, como hacer los «señalamientos», poniendo en sus manos el calendario del trabajo de quienes son superiores suyos en el estrado. La hipertrofia de los mandos intermedios, con las características psicológicas y sociológicas que les son propias, forma parte de todo proceso «revolucionario» para socavar las jerarquías tradicionales siempre molestas para los recién llegados. Este propósito deliberado lo pone de manifiesto cla-ra y paladinamente su adscripción al Ministerio de Justicia con la creación de cargos rimbombantes como el de «secretario general del Reino» o que presten juramento ante el ministro, que les da la posesión. Algo realmente aberrante con ribetes de ridículo y a veces hasta esperpéntico.

Pueden rastrearse otras varias modalidades de drenaje del poder de los jueces tanto en el ámbito procesal como en el gubernativo. No se olvide el adelgazamiento de las potestades hasta ahora omnímodas del juez de ins-trucción sobre la situación personal de los implicados en un proceso penal

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subordinadas ahora al Ministerio Publico, que, estando bien orientadas en principio, han quedado defectuosamente articuladas y parecen explicar la pasividad y lenidad en el «caso Pujol». Por otra parte, parecía no solo conveniente sino necesario separar la actividad jurisdiccional de la gestión administrativa, como se viene haciendo en el ámbito sanitario. A tal efecto se crearon las gerencias, órganos de apoyo, pero no dentro del aparato judi-cial, sino externos, para suministros de medios materiales, con la tenden-cia notoria a imponer más que a servir. Queden para sucesivas versiones, como ampliación y actualización del presente análisis, que intenta llamar la atención sobre un movimiento implacable de acoso y derribo del poder de los jueces por algunos de quienes temen muy razonablemente ser sus «clientes».

VI. La autonomía presupuestaria del Poder Judicial

El juego conjunto de los principios constitucionales de autogobierno del Poder Judicial y de unidad jurisdiccional implica y exige una doble conse-cuencia. Por una parte, la unidad presupuestaria y, en definitiva, la fusión de capítulos, hasta ahora separados, que amparan los créditos necesarios para el funcionamiento del Consejo General del Poder Judicial y de la Administracion de justicia. Por otra, su autonomía presupuestaria, desvin-culando del Poder Ejecutivo la formulación del proyecto (no del antepro-yecto) de los presupuestos propios, como ocurre ya en el caso de las Cortes Generales, del Tribunal Constitucional y del Tribunal de Cuentas. Es esta una vieja idea mía que expuse públicamente por primera vez en las Cortes con ocasión del debate de los Presupuestos Generales del Estado para 1976, debate que se produjo en la segunda quincena de diciembre de 1975, en el cual presenté una enmienda firmada el 29 de octubre anterior, con una fun-damentación intrínseca e inmanente a la propia esencia de la institución judicial, que ahora tendría el claro apoyo de nuestra Constitución.

La enmienda, cuya fundamentación ha quedado expuesta arriba, propi-ciaba la creación de una nueva sección, en el Estado letra A, «Obligaciones generales del Estado», bajo el epígrafe correspondiente (Poder Judicial, Administracion de Justicia o la Justicia), donde se encuadrarían —sin modi-ficación alguna por el momento— los créditos hasta entonces incluidos para tal fin en la sección 13, Ministerio de Justicia, de las «Obligaciones de los Departamentos ministeriales». Tal enmienda, a la vista del desarrollo del debate durante la sesión de la Comisión de Presupuestos celebrada en la tarde del 17 de septiembre de 1975, fue «guillotinada» por la presidencia en

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virtud de razones formales muy discutibles, impidiéndose así su votación, que hubiera permitido al menos la defensa de la cuestión ante el Pleno. Al siguiente día, 18 de diciembre, tal enmienda se transformó en moción, apro-bada por la Comisión unánimemente75, y obtuvo una respuesta alentadora76 del Gobierno, favorable en principio, donde se reconocía que la modifica-ción pretendida estaba «plenamente justificada en el aspecto meramente teórico, por cuanto la justicia constituye una de las fundamentales obliga-ciones generales del Estado, y, en el orden político, por cuanto marcaría la diferencia entre las funciones legislativa, judicial y ejecutiva, si bien queda subyacente la necesidad de que fuera el propio Departamento ministerial el que solicitara la modificación. A través de cambios de impresiones con el entonces director general del Tesoro y Presupuestos, José Barea Teijeiro, y de los subdirectores generales de ese centro, resultó evidente que el des-glose de conceptos presupuestarios no ofrecía dificultad alguna de carácter técnico ni suscitaba obstáculo alguno por parte del Ministerio de Hacienda.

En consecuencia, como director general de Justicia propuse en mayo de 1976 al entonces ministro, Antonio Garrigues77, la separación del presupues-to de la Administración de Justicia, sin que llegara a efectuarse por el cam-bio de Gobierno que se produjo a principios de julio. El nuevo, presidido por Adolfo Suárez y con Landelino Lavilla Alsina en Justicia, reconocía en

75 La moción, publicada en el Boletín Oficial de las Cortes del día 12 de abril de 1976, se apoyaba en idéntico fundamento, y proponía la misma solución que la enmienda pre-cedente.

76 «La actual estructura presupuestaria está determinada por la Orden de 1 de abril de 1967, dictada por el Ministerio de Hacienda en virtud de la autorización que le fue conferida por el artículo 17 de la Ley de Presupuestos para el bienio 1966-67, en cuyo anexo número 1 se establecía la clasificación orgánica de primer grado, reservando las ocho primeras secciones para las obligaciones generales del Estado y las restantes para las obligaciones de los Departamentos ministeriales, correspondiendo al Ministerio de Justicia la Sección 13, siguiendo así el sistema tradicional que ha venido rigiendo desde que existen los presupuesto Generales del Estado».

«La modificación que se pretende en la moción está plenamente justificada en el aspecto meramente teórico, por cuanto la Justicia constituye una de las fundamentales obligacio-nes generales del Estado y, en el orden político, por cuanto marcaría la diferencia entre las funciones legislativa, judicial y ejecutiva, dentro de la unidad de poder, acomodándose así a una división funcional más acertada, como se hace en el Anexo IV de la expresada Orden ministerial, que también habría de ser rectificada, separando los Servicios de Justicia de los de Seguridad».

77 Antonio Garrigues Diaz-Cañabate, Diálogos conmigo mismo, Espejo de España, Editorial Planeta, 1978, p. 169.

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su primera declaración programática, como garantía última de los españo-les, «una Justicia independiente y que asuma con plenitud la función juris-diccional». Fiel a tal planteamiento, y ya como subsecretario de Justicia, elevé al ministro, en agosto de 1977, un informe y una propuesta sobre la «nueva configuración presupuestaria del Poder Judicial» en la línea sobre-dicha, única viable en aquellos momentos. La atención preferente que exigía la reforma, plasmada unos meses después en la llamada Ley Fundamental número ocho, que permitiría la mutación constitucional, dejó en segundo plano hasta mejor ocasión el problema que continúa en el mismo estado, no obstante, la existencia de la Constitución muy explícita en este aspecto y la entrada en funcionamiento del Consejo General del Poder Judicial78.

Años después, no muchos aunque lo puedan parecer por la aceleración histórica, en unas jornadas de estudios sobre este Consejo, celebradas a finales de 1981, se me encargó la ponencia sobre «las facultades financie-ras» de aquel. Allí y entonces propuse, con grande aceptación por el audi-torio, que se modificara la correspondiente ley orgánica79 para adicionar el mandato siguiente: «El Consejo General del Poder Judicial elaborará su propio presupuesto, en el cual se incluirá la Administración de Justicia, que se integrará en los Generales del Estado, en una Sección independiente, y será aprobado por las Cortes Generales». Ahora bien, una vez conseguida la necesaria unificación presupuestaria, con autonomía en su planteamiento y autarquía en su gestión de los distintos conceptos, habría de seguir acomo-dándose a las reglas generales. En tal sentido, junto con los créditos para atenciones normales, sometidos estrictamente a los principios clásicos (uni-versalidad o integridad, temporalidad, especialidad cuantitativa), podrían utilizarse las modalidades que, como excepciones a tales criterios, autoriza la Ley General Presupuestaria y, en concreto, los automáticamente amplia-bles (art. 66) y los plurianuales para inversiones y suministros (arts. 15 y 61). Para terminar, es obvio que la operación de traspaso no ofrecía ni ofrece dificultad alguna, ya que el Consejo General posee las atribuciones necesa-rias para la ordenación de los pagos correspondientes. Es lástima que falten

78 En la Ley 65/1997, de 30 de diciembre, que contiene los Presupuestos Generales para 1998, se encuentra, por una parte, el Consejo General del Poder Judicial en la Sección 8.ª, y, por la otra, la función «Justicia». Dentro de la Sección 13.ª, correspon-diente al Ministerio de Justicia, la Subsección 02, Dirección General de Relaciones de la Administracion de Justicia, contiene las partidas y consignaciones de esta.

79 Entonces era la LO 1/1980, de 10 de enero, del CGPJ, anticipada para hacer posible que se completase la composición del Tribunal Constitucional, que fue absorbida más tarde por la orgánica del Poder Judicial.

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de consuno audacia, imaginación y sentido del Estado para rematar esta fae-na, dicho sea en lenguaje taurino, tan expresivo siempre y tan comprensible para nuestra gente.

VII. Jaque a la justicia

Con la Ley Orgánica 1/1985 se inicia un proceso de debilitamiento de tal sedicente «poder» que no lo es, nunca lo ha sido y jamás lo será. Lo dijo ya Alexander Hamilton en los «Papeles de Federalista80» hace más de doscien-tos años. Los jueces y tribunales no lo ejercen. El auténtico poder descan-sa en «la bolsa o los cañones», como gráficamente dejó testimonio para la posterioridad el cardenal Cisneros, señalando desde la ventana los suyos. Tienen, eso sí, una potestas cuyo fundamento es la auctoritas, el peso espe-cífico, ético tanto como jurídico, de sus decisiones. En tal aspecto resulta más adecuado el epígrafe autorité judiciaire que utiliza la Constitución de la V República Francesa. En la nuestra, donde con cierta hipocresía y algo de cinismo solo uno de los tres poderes, el que no lo es, se adjetiva así, como tal, aparece enseguida la añagaza, inadvertidamente, cuando se explica que la función jurisdiccional consiste en juzgar y —ojo al parche— «hacer ejecu-tar lo juzgado». Es la confesión paladina de que el juez, alto o bajo, carece de la fuerza necesaria para llevar a buen término sus resoluciones y ha de «relajarlas el brazo secular». Es algo que ahora se comprueba todos los días en Cataluña, donde las decisiones judiciales son papel mojado.

El debilitamiento y la degradación han sido progresivos pero constantes, utilizado técnicas muy conocidas hasta perfilar un juez nuevo «escriba de sentencias». La temporalidad de los cargos directivos, presidencias de tribu-nales —incluso del Supremo, sobre todo el Supremo—, mina decisivamen-te la independencia. El anhelo de alcanzar el puesto y la preocupación por conservarlo hace, que los aspirantes o luego usufructuarios, por ser a todos leales, sean para su función traidores. No han faltado excepciones pero son esas excepciones, como sabe el vulgo, entre el cual me encuentro, las que confirman la regla. Es lo opuesto a la investidura vitalicia de los jueces federales norteamericanos, que «no se jubilan y rara vez se mueren», cuya «inmortalidad» les libera de la natural y encomiable gratitud hacia quie-nes los nombraron. En la situación límite de impeachment al presidente Richard Nixon, que —hecho insólito— había patrocinado a cinco de los nue-ve, uno de ellos, el Chief Justice Renhquist, se abstuvo, y los cuatro restantes

80 Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, The Federalist, edición de Benjamín F. Wright, Metro Books, New York, 2002, Págs. 490-491.

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votaron «sí» al procesamiento de su benefactor. ¿Ingratitud? Quizá, pero exigida por el juramento de administrar recta, cumplida e imparcial justicia.

Otra cuña es la colegialidad, típica del sistema francés, que, por cierto, desconoce la unidad de jurisdicción, meta hacia la que se vienen orientando nuestros juristas de partido. A ella tiende la extraña, casi teratológica, figu-ra de los jueces de instrucción colegiados que se intentó introducir en una reciente reforma con la Ley de Enjuiciamiento. Ante el desbocado fenóme-no del «juez estrella», cuyos ejemplares conocidos han tenido todos un mal fin, por no haberse apercibido del peligro y retirado a tiempo, se opta por poner parches, evitando mirarlo de frente. La solución está clara y la exige el art. 24 C.E.: encomendar la instrucción a los fiscales, independizándolos antes del poder político y encuadrándolos de veras en el Judicial, como la segunda cara del dios Jano. El juez es guardián, no guardia. Lo que propu-se hace veinticuatro años, en la primavera de 1992, en los viejos Cuarteles del Conde Duque, en una conferencia presidida por Alberto Ruiz-Gallardón, por entonces jefe de la oposición parlamentaria de la Comunidad de Madrid, y en presencia del fiscal general del Estado, Eligio Hernández, se ha hecho realidad en la jurisdicción de menores y ha ido erosionando el poder absolu-to del juez de instrucción, exigiendo para ciertas medidas cautelares la peti-ción con carácter preceptivo de la Fiscalía. Todo se andará. Nuestro modelo judicial en lo constitucional es el norteamericano, aun cuando todos cierren los ojos para no contemplarlo cara a cara. Es grave, por sí misma, tal situa-ción, pero adquiere trascendencia cuando se observa que los dos partidos nacionales, PSOE y PP, están de acuerdo tácitamente en domesticar este sedicente poder. Hoy por ti, mañana por mí.

VIII. Conclusión

Las reflexiones que anteceden han nacido de mi experiencia desde todas las perspectivas del quehacer jurídico, pues, además de ser juez duran-te medio siglo, actué en el foro con la toga de abogado, pero a la vez tuve la oportunidad de ejercer funciones ejecutivas en el Ministerio de Justicia como director general y subsecretario, así como prelegislativas y legislati-vas. Tal peregrinaje por el valle de lágrimas de la justicia me llevó a la con-clusión de que no existe la menor «voluntad política», como la demostrada en 1870, de aprovechar nuestro sistema democrático, configurado como Estado de derecho, propicio teóricamente, para esculpir una justicia sólida, a pesar de lo cual sigo creyendo en ella y más bien soñando con ella. Mi espe-ranza se mantiene viva porque conozco a los juecess —y también a los fis-

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cales su anverso—, sé cómo son y aprecio su valía e integridad, tan difíciles de conservar en un ambiente de generalizada corrupción moral. Solo ellos, y la libertad de expresión, han conseguido ganar batalla tras batalla en esa guerra sin fin contra tal cáncer. Porque el mal no está en las personas sino en el sistema. Admiro profundamente a quienes sigo considerando mis com-pañeros, impávidos en los estrados judiciales, y me duelen sus decepciones como propias. Por otra parte, cuanto digo aquí y ahora no es una improvi-sación ni un desajuste del tiempo biográfico con el histórico. Hace diecisiete años, el 31 de mayo de 1999, en el discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, avisé y señalé incluso los peligros: la poli-tización de la justicia y la judicialización de la política, la aparición del «juez estrella», la jibarización del Tribunal Supremo, desmochado por arriba y vaciado por abajo, tanto en lo gubernativo como en lo jurisdiccional.

Aun cuando de mis palabras, aisladas de su circunstancia en la acepción orteguiana, pudiera cualquier lector inferir que el autor es institucionalmen-te enemigo acérrimo del Consejo, esa primera impresión no quedaría lejos de la realidad pero resultaría inexacta por incompleta. En lo dicho más atrás hay, en efecto, un repudio radical del tipo de Consejo que introdujo la Ley Orgánica 1/1985, y las variaciones posteriores del tema, salvando en todo caso el esfuerzo bienintencionado de quienes le han servido. Lo delezna-ble —repito— es el sistema, como lo es —con cierto paralelismo— el modelo kelnesiano de justicia bicéfala, ordinaria y constitucional, adoptado por el artículo 123 CE, como vengo explicando desde que lo conocí por dentro en numerosos trabajos parciales y en La guerra de los jueces, un libro que es una despedida81. El Consejo, que entró en coma, al parecer irreversible, ape-nas había nacido, la única institución constitucional frustrada radicalmente sin que de tal letargo pueda sacarla ningún príncipe azul o rojo; ha actuado hasta ahora más como un «comisario político» que como el guardián de la independencia de los jueces. Su actuación ha sido zigzagueante cuando no agresivamente tendenciosa y hasta sectaria, como ocurrió con el II Consejo (1985-1990), inmiscuyéndose incluso en el modo de redactar las sentencias, la expresión más alta de la potestad de hacer jurisprudencia, y, por tanto, excluida de cualquier intromisión ajena, muy especialmente la del Consejo, que no está ahí para enseñarles a juzgar sino para acatar sus decisiones y hacerlas cumplir en el marco de su competencia.

81 Rafael de Mendizábal Allende, La guerra de los jueces. Tribunal Supremo vs. Tribunal Constitucional, Editorial Dykison, Madrid, 2012.

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En definitiva, abogo por un Consejo que haga realidad el enunciado con el cual comienza el párrafo segundo del artículo 122 CE y sea «el órgano de gobierno» del Poder Judicial, en su plenitud, de personas —todas las que le sirven— y de medios materiales, elaborando y administrando el presupuesto de la entera Administración de justicia, elegido por la comunidad jurídica, no por los cuerpos colegisladores, único y sin hijuelas autonómicas, por-que precisamente el «poder judicial» es el más eficaz factor centrípeto de reconducción a la unidad en el Estado de las autonomías, como lo ha sido en el modelo federal inventado en 1787 para los Estados Unidos de América. Esto conllevaría necesariamente la desaparición del Ministerio de Justicia en su configuración actual, residuo del «antiguo régimen», despojándole de toda posibilidad de interferencia en lo judicial, convirtiéndose en Ministerio de Asuntos Jurídicos con las direcciones generales de lo Contencioso del Estado en el interior y en el exterior, de los Registros y del Notariado, de Cooperación Jurídica Internacional y de Derecho Comunitario Europeo, recuperando la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, más los servicios tradicionales de la Subsecretaria (extradición, medidas de gracia) y la Comisión General de Codificación. Un proverbio popular muy antiguo aconseja que «entre Santa y Santo, pared de cal y canto». Hágase como se dice: entre la iglesia de Santa Bárbara, a cuyo amparo asientan sus reales el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional, el Tribunal Superior de Justicia, el Consejo, y San Bernardo, en cuya calle Ancha funciona el sedicente Ministerio de Justicia. Que así sea.

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EL ESTADO DEMOCRÁTICO Y EL RÉGIMEN DE

MONARQUÍA PARLAMENTARIA

Manuel Aragón Reyes

Catedrático emérito de Derecho Constitucional Magistrado emérito del Tribunal Constitucional.

Académico de Número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España

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I. El significado de nuestra Constitución: consenso, gradualismo y democracia

Cuando ahora se cumplen sus cuarenta años de vida, conviene subra-yar el significado de nuestra Constitución, que es doble: de un lado, por su procedimiento de elaboración, y de otro, por su contenido.

El primero resulta muy relevante para comprender e incluso interpretar el segundo.

Fueron dos las características principales del modo en que la Constitución se elaboró y aprobó: el consenso y el gradualismo. La Constitución suscitó un consenso extraordinariamente amplio no solo entre las principales fuerzas políticas, sino también en el seno de la sociedad. Consenso que ya venía pro-duciéndose desde la transición política. Así, en lugar de partirse de un pro-yecto constitucional presentado por el Gobierno o por un partido, se decidió que surgiera de una ponencia parlamentaria que integró a representantes de de los diversos partidos existentes en el Congreso de los Diputados, que elaboró un anteproyecto de Constitución que fue después sometido a debate en la Comisión Constitucional y en el Pleno de la Cámara. De manera que el texto fue aprobado en el Congreso por la casi unanimidad de todos los gru-pos políticos. Pasado al Senado, sucedió lo mismo. Al final ese texto obtuvo el apoyo de la inmensa mayoría de los miembros de las Cortes Generales. Sometido a referéndum de todos los ciudadanos españoles, fue ratificado por aproximadamente el 90 por ciento de los votantes.

La clave de ese extraordinario consenso fue el espíritu de concordia que animó todo el proceso, de modo que los diversos partidos renunciaron a las diferencias que podían separarlos para mostrarse de acuerdo en el objetivo que todos perseguían: dar a luz una Constitución democrática, con autono-mías territoriales y monarquía parlamentaria, sellando así un gran pacto de convivencia, un amplio acuerdo de paz, que viniera a cerrar los enfren-tamientos que a lo largo de nuestro constitucionalismo histórico habían desgarrado a la sociedad española, sanando las heridas producidas por la Guerra Civil y por sus consecuencias durante la pasada dictadura del gene-ral Franco.

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Esa característica, con ser muy importante, y que diferencia netamen-te a nuestra actual Constitución de otras del pasado, no fue la única, pues tan importante como ella lo fue el carácter evolutivo y no revolucionario de aquella operación, por lo cual la Constitución, más que inaugurar un sis-tema político nuevo, lo que hizo en realidad es consolidar y desarrollar un cambio político que ya había venido produciéndose desde la transición.

Efectivamente, el Estado democrático, que la Constitución definiría y desarrollaría, ya era una realidad, al menos en sus líneas esenciales, cuando se celebraron las elecciones de junio de 1977, que pudieron ser democráticas precisamente porque en ese momento, mediante los cambios normativos realizados entre finales de 1976 y mediados de 1977, se habían garantizado los derechos, legalizados todos los partidos y dictada una legislación elec-toral que garantizaba la libre competencia entre partidos y la celebración de unas elecciones por sufragio universal, libre, igual y directo, con plena transparencia y control de su veracidad.

Las autonomías territoriales que la Constitución vendría a garantizar ya se fueron adelantando antes de que la Constitución naciera, mediante la implantación en todo el territorio de los regímenes provisionales de auto-nomía. La misma monarquía parlamentaria, que la Constitución procla-maría y regularía, también se fue adelantando a lo largo de la transición, pues el rey Don Juan Carlos, a partir de las elecciones de junio de 1977, renunció en la práctica, voluntariamente, a ejercer los poderes que las Leyes Fundamentales del régimen de Franco le atribuían (y que fueron tan impor-tantes para auspiciar y dirigir el cambio de la dictadura a la democracia), comportándose, una vez que ya había unas Cortes democráticas, como el jefe del Estado de una monarquía parlamentaria. Incluso antes de que se celebraran aquellas elecciones, se produjo un acto especialmente significati-vo: en mayo de 1977 Don Juan de Borbón transmitió sus derechos dinásticos a su hijo, el rey Don Juan Carlos, que dejaba de ser así el sucesor de Franco para convertirse en el «legítimo heredero de la dinastía histórica», como reconoció después el art. 57.1 de la Constitución.

Ese gradualismo, ese cambio evolutivo y no revolucionario que orientó todo el proceso de manera que habiendo ruptura jurídica en el fondo no la hubo en las formas, o que logró que la ruptura (el cambio radical de modelo de Estado) se hiciera por la vía de la reforma, fue uno de los grandes logros de la transición política que dio lugar a la Constitución promulgada el 27 de diciembre de 1978. De ahí que sin ese significado, realmente extraordinario, del proceso de cambio político que culminó en la Constitución no quepa interpretar correctamente lo que el texto de la misma ha venido a establecer.

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El otro significado de la Constitución se refiere a su contenido. En él se regula un auténtico Estado democrático de derecho, parangonable con el de los Estados extranjeros más auténticamente democráticos, con una exten-sa y completa garantía de los derechos fundamentales, un aseguramiento de la independencia judicial y una jurisdicción especializada, el Tribunal Constitucional, para velar por la adecuación de los actos de todos los pode-res públicos a la Norma Fundamental. Una democracia pluralista, que tiene como regla general la de la democracia representativa mediante elecciones con pleno control jurisdiccional de su veracidad, complementada con deter-minadas instituciones de democracia directa. Un Estado social, que procura facilitar las condiciones materiales para que la libertad e igualdad de las personas y de los grupos en que se integran sean «reales y efectivas» (art. 9.2 CE). Y, en fin, un Estado con autonomías territoriales, cuyas líneas gene-rales la propia Constitución establece, pero cuyo desarrollo se confió a un momento posterior: al de constituirse las diversas comunidades autónomas y aprobarse sus respectivos estatutos de autonomía.

Respecto de esto último, es cierto que, sobre todo a partir de 2005, se han producido algunas disfunciones en nuestro sistema estatal, que nos han llevado a la situación originada en 2017 por los graves aconteci-mientos producidos en Cataluña. Pero ello, con ser grave, no creo que empañe el balance general de estos cuarenta años de Constitución, que han proporcionado a los españoles la mejor etapa en paz, progreso y libertad de nuestra historia política. Hoy podemos estar orgullosos de poseer un autén-tico Estado constitucional y democrático de derecho, con plenas garantías de las libertades ciudadanas y con unos servicios sociales muy superiores, en términos generales, a los que tienen los Estados más desarrollados del mundo. Afirmar esa realidad no significa el menosprecio de lo ajeno, sino evitar el menosprecio de lo propio, costumbre tan española y que hoy debie-ra abandonarse por la sencilla razón de que carece de toda veracidad.

II. La monarquía parlamentaria

La vieja distinción radical entre monarquía y república, que tanto las-tró nuestro pasado, resulta falsa en los tiempos actuales. Como dijo muy bien Kelsen, la distinción radical entre las formas de Estado ya no es entre monarquía y república, sino entre autocracia y democracia. De manera que puede haber monarquías y repúblicas autocráticas y monarquías y repúbli-cas democráticas. La conciliación entre democracia y monarquía es, jus-tamente, la conseguida con la monarquía parlamentaria. En ese sistema,

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tan consolidado en diversos Estados europeos, que, por cierto, son los que disfrutan de mayores cotas de democracia y desarrollo, la monarquía no se opone a la democracia porque el rey reina pero no gobierna, es decir, no posee ni poder constituyente, ni poder legislativo ni poder ejecutivo. Ello no significa que su función carezca de relevancia, en cuanto que el rey es sím-bolo de la unidad y permanencia del Estado, factor de integración histórica, política, social y territorial, con capacidad de ejercer un papel moderador de las instituciones públicas que se basa más en la auctoritas que en la potes-tas, que se despliega más por la influencia que por la competencia, y que se manifiesta, principalmente, a través de los clásicos derechos de un monar-ca parlamentario de «advertir, animar y ser consultado». Ese es el ejemplo que nos proporcionan las monarquías parlamentarias europeas. Y ese es el ejemplo que nuestra Constitución ha seguido.

El art. 1.3 CE establece que la monarquía parlamentaria es la forma «política» del Estado español. Esa dicción es muy correcta, pues la forma «jurídica» de nuestro Estado es la democracia (art. 1.1 CE), en cuanto que determina, en derecho, las relaciones entre los ciudadanos y el poder. La monarquía es forma «política» porque cualifica no tanto a esas relacio-nes sino al «modo de ser permanente» del Estado español: un reino y no una república. Un modo de ser que se proyecta en todas las instituciones públicas, cargado de significación simbólica y de capacidad de integración, reforzando la unidad y permanencia (en este caso por el modo de acceso hereditario a la Jefatura del Estado) de la comunidad política.

Y justamente esas capacidades se acentúan cuando la monarquía es par-lamentaria, esto es, cuando el rey reina y no gobierna, y por ello, situado en una posición de neutralidad política al margen del legítimo pluralismo democrático. El rey no lo es de un partido, ni de una ideología determina-da, pues lo que representa es lo que tiene de común la sociedad, pese a las legítimas diferencias políticas, sociales y territoriales que se alberguen en su seno. Por ello el art. 1.3 CE no dice solo que la monarquía sea la forma política del Estado, sino, más correctamente, que lo es la «monarquía par-lamentaria».

Pero la monarquía parlamentaria es también la forma jurídica de la Jefatura del Estado, y por ello dotada de una serie de competencias de nece-sario ejercicio para que el Estado pueda funcionar. Ello está muy bien des-crito en el art. 56.1 CE: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las institucio-nes, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente, con las naciones de su comunidad histórica,

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y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes». Y esas funciones son de un extraordinario relieve, no solo las sim-bólicas, sino también las efectivas: sanciona y promulga las leyes, expide los decretos aprobados por el Consejo de Ministros, designa a las más altas autoridades del Estado, convoca y disuelve las Cortes, convoca elecciones y referéndums, propone candidato a presidente del Gobierno, tiene el mando supremo de las Fuerzas Armadas (art. 62 CE).

Pero lo que sucede es que, por ser un monarca parlamentario, esas fun-ciones efectivas son de obligatorio ejercicio, «actos debidos» que el rey no puede rehusar. Esa es la clave «jurídica» y «política» de la monarquía par-lamentaria. Forma «política» del Estado que no puede ser aprehendida solo por el derecho, sino por el cumplimiento de unas reglas políticas sin las cua-les la monarquía parlamentaria no podría funcionar. Reglas políticas que se proyectan sobre el propio monarca, que no está sometido al derecho por la vis coactiva, pues su persona es inviolable (art. 56.3 CE), y así debe ser, pues de lo contrario no podría mantenerse la monarquía, sino por la vis directiva, es decir, por el voluntario acatamiento del monarca a esas condiciones que le vienen impuestas por propio significado de la monarquía parlamentaria. Sin la firma del rey el Estado no podría funcionar, pero el rey siempre debe firmar.

Ahora bien, como en un Estado democrático no debe haber ejercicio de competencias públicas sin que su titular proceda, directa o indirectamente, de la representación ciudadana, los actos del rey han de ser refrendados por otra autoridad (arts. 56.3 y 64 CE), careciendo de validez sin dicho refrendo (art. 56.3 CE); y como en un Estado democrático de derecho no puede ejer-cerse el poder público sin incurrir en responsabilidad (art. 9.3 CE), y el rey, por esencia, ha de ser irresponsable (art. 56.3 CE), de sus actos, «debidos», responderá siempre la autoridad que los refrende (art. 64.2 CE).

Ese es, en consecuencia, el delicado y complejo equilibro que rige en una monarquía parlamentaria. Y ello no solo se proyecta sobre la actuación regia, como antes de dijo, sino también sobre todas las autoridades públi-cas y responsables políticos que han de relacionarse con el rey, que han de respetar su neutralidad, que no pueden pedir al rey lo que este, constitucio-nalmente, no puede dar, y que han de observar en su conducta una lealtad a la función regia y a la posición institucional de un monarca parlamentario. Por ello decía muy bien Jellinek que la monarquía parlamentaria no podría entenderse solo mediante el derecho, sino, sobre todo, mediante la política, porque se trata de una forma «política» del Estado que impone, para su

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estabilidad y permanencia, el cumplimiento de unas reglas políticas consus-tanciales a ella, y que obligan a todos: rey, instituciones y partidos.

Dicho lo anterior, sería un error entender que el rey, aunque no pueda ejercer, por sí solo, el poder público, es una figura inane, o como se ha dicho equivocadamente, «un simple adorno constitucional». Al contrario, debido a la capacidad de integración de la Corona, a la función simbólica que esta despliega, a la influencia (que no la competencia) del monarca, basada en la auctoritas, por estar situado al margen de las lícitas contiendas ideológicas y sociales y favorecido por la experiencia que deriva de su permanencia en el cargo, el rey, en una monarquía parlamentaria es una figura central en el entramado institucional, un auténtico pilar de la Constitución y del sistema democrático que ella ha establecido. Como tantas veces se ha dicho en el constitucionalismo británico, «el rey hace más de lo que parece hacer».

En España, además, todo ello se ha demostrado en la práctica, no solo por la decisiva influencia del rey en el buen funcionamiento de las instituciones durante estos cuarenta años, o por su éxito en las relaciones internacionales (donde ha quedado claro que el monarca es «nuestro mejor embajador», como tantas veces se ha dicho), sino incluso por la actuación del rey en momentos decisivos de nuestra vida constitucional: así la llevada a cabo por Don Juan Carlos I para desactivar el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, o la más reciente de Don Felipe VI en su discurso del día 3 de octubre de 2017 para «advertir» con energía de que el orden constitucio-nal no podría ser desmantelado por los acontecimientos ocurridos aquellos días en Cataluña, y para «animar» a los poderes legítimos del Estado a cum-plir con sus obligaciones constitucionales, y a los ciudadanos a tener con-fianza en que aquellos acontecimientos no podrían destruir la convivencia en paz y libertad de todos los españoles.

En definitiva, creo, fundadamente, que tenemos en España la fortuna histórica de contar con una monarquía parlamentaria que, hoy, está repre-sentada por un rey, Don Felipe VI, de probada formación y capacidad y de irreprochable ejemplaridad ética e institucional.

III. Parlamentarismo y monarquía

Si, como dijo con acierto Kelsen, la suerte del parlamentarismo es la suerte de la democracia, en cuanto que no es posible (es decir, efectiva) otra demo-cracia que la democracia parlamentaria, cabe decir igualmente, entendido el parlamentarismo no como forma de Estado (democracia parlamentaria)

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sino como forma de gobierno (régimen parlamentario), que, en una monar-quía parlamentaria, la suerte del parlamentarismo es también la suerte de la monarquía. Régimen parlamentario y monarquía están indisolublemente unidos, no en vano la única monarquía compatible con la democracia es la monarquía parlamentaria.

Y en ese aspecto sí que conviene advertir de las disfunciones que, en los últimos tiempos, se vienen manifestando en nuestro régimen parlamenta-rio, que no solo suponen un riesgo para la democracia, sino también, por lo que acaba de decirse, para la propia monarquía. De entre los muchos ejem-plos de tales disfunciones, pueden destacarse las que considero más graves, tales como el uso desmedido y dudosamente constitucional de los decretos leyes, la incapacidad de pactos entre las principales fuerzas políticas par-lamentarias, la consiguiente inestabilidad de los Gobiernos o simplemente su incapacidad para gobernar, el mal entendimiento, por los políticos, de la función regia de propuesta de candidato a la presidencia del Gobierno, la comprensión incorrecta del significado de la investidura del presidente del Gobierno e, incluso, el uso desviado de la moción de censura.

No es posible ahora (dado el tiempo limitado que se ha fijado para expo-ner la presente ponencia) examinar en detalle esos problemas, pero sí alertar sobre lo que suponen de desvirtuación de las reglas no escritas del régimen parlamentario, e incluso de desvío de la orientación o las finalidades que a ese régimen nuestra Constitución le asigna. El nuestro, por designio de la Constitución, es un régimen parlamentario racionalizado, que está previsto para evitar, en la medida de lo posible, la inestabilidad gubernamental o la ingobernabilidad, que tanto mal produjeron al régimen parlamentario en el pasado (especialmente en la III y la IV República en Francia, y en la República de Weimar en Alemania). Para combatir esos males se ideó, precisamente, el «parlamentarismo racionalizado», y más aun, el tipo de parlamentarismo racionalizado según el modelo alemán de su actual Constitución, que es pre-cisamente el que nosotros incorporamos a la nuestra.

Ese modelo se basa en la obligación constitucional de pactar cuando no existe una mayoría absoluta de un solo partido en el Parlamento, de mane-ra que siempre haya un Gobierno con suficiente apoyo en la Cámara (ya sea mediante una coalición de partidos para gobernar, ya sea mediante un pacto de legislatura), único modo de lograr dos fines consustanciales a este parlamentarismo: la eficacia de la acción gubernamental (por supuesto, sin merma de los derechos de la oposición) y la legitimación democrática por ejercicio que de ello deriva.

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De ahí que la investidura a presidente de Gobierno exige que no solo haya apoyo suficiente en el Congreso de los Diputados a la persona del candidato, sino también «al programa político del Gobierno que pretenda formar» (art. 99.2 CE). Por ello, una investidura en la que únicamente se muestre el apoyo a la persona, pero en la que no se presente un programa de Gobierno, o que, presentado este, no suscite sobre él un claro y suficiente apoyo parlamenta-rio, viene a suponer un quebranto no solo del espíritu de nuestro parlamen-tarismo, sino incluso de la expresa regla constitucional. En tal sentido es muy dudoso, como dije antes, que la investidura del anterior presidente del Gobierno cumpliera con aquellas exigencias.

Por otro lado, nuestra moción de censura (copiada de la Constitución ale-mana), en coherencia con el modelo adoptado, es, necesariamente, «cons-tructiva», lo que también significa que no basta para que prospere con el voto negativo mayoritario al presidente del Gobierno, sino que requiere, al mismo tiempo, el voto positivo a favor del candidato a sustituirle y a favor del programa que ese candidato presenta. La moción de censura, en conse-cuencia, no está para «destruir» el Gobierno anterior, sino también, y nece-sariamente, para «construir» un nuevo Gobierno capaz de gobernar porque el candidato presente un programa de gobierno que obtenga, para ello, el claro y suficiente apoyo mayoritario en la Cámara.

A partir de esos presupuestos constitucionales, tengo dudas, como antes apunté, de que la investidura del anterior presidente del Gobierno se hubiera adecuado completamente a ellos, puesto que el apoyo que recibió (en segun-da votación) fue claramente diferenciado: una parte (la de su propio grupo parlamentario) sí era favorable a su programa de Gobierno, pero otra (la del grupo parlamentario de Ciudadanos) lo que manifestó fue el propósito de cambiar de inmediato algunos de los aspectos nucleares de ese programa.

Menos dudas ofrece el juicio que cabe hacer de la moción de censura que después se presentó y triunfó, con la consiguiente investidura automática del actual presidente del Gobierno. En ese caso estamos, en mi opinión, ante un patente desvío de los designios constitucionales, en cuanto que se obtuvo un apoyo para destruir al Gobierno (más exactamente, para remover a su presidente), pero no un apoyo para el programa de gobierno que el can-didato presentara. Más aun, es que ni siquiera ese candidato formuló un auténtico programa de gobierno, salvo que se entendiera por tal la mera intención de obtener la investidura para convocar inmediatamente unas nuevas elecciones, algo que el propio presidente investido después negaría, declarando su intención de agotar, en la medida en que pudiera, lo que que-daba de legislatura.

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Fue, de esa manera, una moción de censura «destructiva», no «construc-tiva». Y una consiguiente investidura a favor de una persona, pero no a favor de un auténtico programa de gobierno.

No cabe negar, en consecuencia, que nuestro régimen parlamentario, a partir de las elecciones de diciembre de 2015 y junio de 2016, ha entrado en crisis. Es cierto que el resultado de aquellas elecciones vino cambiar la situación de bipartidismo o cuasi bipartidismo que, hasta ese momento, había caracterizado a la representación parlamentaria desde la entrada en vigor de nuestra Constitución. Pero también es cierto que la existencia de un parlamento pluripartidista, con una representación intensamente fragmen-tada, que es, por lo demás, lo más común en los regímenes parlamentarios próximos al nuestro, no tenía por qué impedir la estabilidad gubernamental o, al menos, no tendría por qué provocar la ingobernabilidad. Si no fue-ra así, la conclusión apresurada que se obtendría es que el régimen parla-mentario únicamente funciona satisfactoriamente en el bipartidismo, lo que de ninguna manera es cierto, como lo demuestran los ejemplos foráneos, en los que es rara la existencia de mayorías absolutas de un solo partido, y en los que los Gobiernos se construyen mediante coaliciones o pactos de investidura.

Realmente, lo que en España, a partir de aquellas elecciones, ha fallado es la idea central que sostiene al parlamentarismo: la capacidad de pacto, la no exclusión a priori de compromisos a alcanzar entre las fuerzas políticas sostenedoras del sistema, la consideración de que unas y otras son adver-sarios con los que se puede llegar a acuerdos, no enemigos que han de ser excluidos e incluso destruidos. Esta percepción smittiana de la vida pública, que tantos males produjo en Europa en el primer tercio del pasado siglo, es precisamente lo que el parlamentarismo no puede aceptar. Sencillamente porque entonces el parlamentarismo no puede funcionar. Y esa concepción smittiana es, por desgracia, la que ha surgido en la realidad política española de los últimos años.

Nuestros dirigentes políticos parece que no han entendido la esencia del parlamentarismo y, por ello, de un pasado de viciado parlamentarismo «presidencialista» (propiciado por el bipartidismo, pero no consecuencia necesaria de este, sino de una mala práctica que condujo al debilitamiento del Parlamento y a la excesiva preeminencia del presidente del Gobierno), hemos pasado al extremo contrario: al de un parlamentarismo «de asam-blea», que es tan nocivo o más que aquel para el buen funcionamiento del régimen parlamentario.

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Téngase en cuenta, además, que en las repúblicas parlamentarias el jefe del Estado tiene unas competencias efectivas para paliar, o embridar, ese riesgo, cosa que no puede suceder en las monarquías parlamentarias, donde el rey carece (y así ha de ser) de esos poderes que sí tienen los presidentes de las repúblicas. En nuestra monarquía parlamentaria, la responsabilidad para mantener con eficacia el régimen parlamentario recae exclusivamente en los partidos. Por ello precisamente se les exige un comportamiento leal con los designios constitucionales que orientan el sistema. Vale un ejemplo: en la propuesta de candidato a la presidencia del Gobierno (art. 99 CE) no puede trasladarse al rey una decisión que este no puede tomar por sí solo, de manera que, en las consultas regias previstas para ese trámite, los dirigentes políticos han de acudir con los «deberes hechos», es decir, en un caso de Parlamento fragmentado, con las propuestas de pacto que permitan al rey designar un candidato que ya cuente, a priori, con previsibles apoyos en el Congreso de los Diputados. Y eso es, justamente, lo que no se hizo en el pro-ceso fallido de investidura que siguió a las elecciones de diciembre de 2015, lo que provocó una también fallida legislatura con la inmediata e inevitable disolución de las Cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones.

Una vez celebradas estas en junio de 2016, sí hubo, por fin, investidura, pero no con el exacto cumplimiento del espíritu constitucional, y por ello la califiqué públicamente de investidura «convulsa». Tan convulsa que ter-minó abruptamente con la aprobación de una moción de censura que, por meramente «destructiva», como ya he dicho más atrás, tampoco se acomo-dó exactamente a las reglas y al espíritu constitucional de nuestro parlamen-tarismo racionalizado.

En fin, no creo que estemos ante las consecuencias de unas reglas consti-tucionales defectuosas y que por ello debiéramos cambiarlas para que fun-cione mejor nuestro régimen parlamentario, sino ante una mala práctica por no haberlas seguido de manera adecuada. No hace falta reformar el art. 99 CE (dedicado a la investidura de presidente del Gobierno), tampoco el art. 113 CE (sobre la moción de censura constructiva), sino exigir a los responsables políticos que actúen con fidelidad al espíritu y el fin de tales preceptos constitucionales. Y que no olviden que, incluso al margen de las prescripciones normativas, el régimen parlamentario solo puede ser eficaz si también se cumplen unas reglas políticas, que no jurídicas, consustanciales a él: la capacidad de pacto para formar Gobiernos estables capaces de dirigir la política de manera efectiva, sin merma, por supuesto, de la capacidad del Parlamento para controlarla. Esa es una distinción esencial del arlamenta-rismo racionalizado que nuestra Constitución establece: el Gobierno dirige

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la política (art. 97 CE) y el Parlamento la controla (art. 66.2 CE). No es con-secuente con esa distinción postular, como algún candidato a la investidura dijo hace pocos años, que fuese el Parlamento el que gobernase. Nada es más contrario a nuestra Constitución que un parlamentarismo de asamblea.

Ojalá que los responsables políticos hayan aprendido la lección y se com-porten en el futuro de manera más fiel al espíritu constitucional y a las reglas políticas que suelen cumplirse en todos los países democráticos con régimen parlamentario. Y más aún, en aquellos que tienen monarquía parlamentaria. En ellos, y en el nuestro, ante un mal funcionamiento del parlamentarismo no existe el recambio hacia un régimen presidencialista, sencillamente porque ello supondría acabar con la monarquía y establecer una república. De ahí que, si queremos conservar la monarquía (y a mí no me caben dudas en que así debiera ser, pues se ha demostrado su carácter verdaderamente impres-cindible para el buen funcionamiento de nuestra democracia constitucional), debemos afianzar nuestro régimen parlamentario, lo que es perfectamente posible si el Gobierno y los partidos se empeñan, decididamente, en ello.

En los últimos años, nuestra Constitución ha recibido los graves envites del separatismo territorial, pero creo, fundadamente, que la Constitución y su Estado de derecho prevalecerán frente a ellos. Más me preocupan los riesgos que para nuestra democracia constitucional y de monarquía parla-mentaria se están produciendo como consecuencia de una mala práctica del parlamentarismo, sencillamente porque no hay remedio jurídico para ellos, sino solo el que una buena práctica política de las reglas y principios constitu-cionales puede proporcionar. De ahí que únicamente a través de una rectifi-cación, por el Gobierno y los partidos (al menos los partidos comprometidos con la Constitución), de la nociva tendencia que han venido siguiendo en los dos últimos años, será posible remontar esta crisis del parlamentarismo que padecemos, y, si no lo hicieran, tal crisis, muy probablemente, se extendería a todo el sistema constitucional.

En definitiva, no conviene olvidar, y no me importa reiterarlo, que demo-cracia, parlamentarismo y monarquía están indisolublemente unidos en nuestra Constitución, de manera que la suerte que corra cualquiera de esos elementos se traslada, inevitablemente, al conjunto del que forman parte. No permitamos, pues, que por impericia, desidia o mala fe de algunos pueda ponerse en peligro un sistema que nos ha proporcionado los mejores cua-renta años de progreso y libertad de toda nuestra historia.

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UNA MIRADA ATRÁS AL PRECEPTO MÁS INVOCADO: EL ARTÍCULO 24.1 DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978

Andrés de la Oliva Santos

Catedrático Emérito de Derecho Procesal de la Universidad Complutense.

Académico numerario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España

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El derecho fundamental a «obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión»

I. Definición de este derecho fundamental conforme a las categorías doctrinales

El cuadragésimo aniversario de la vigente Constitución me brinda la oportunidad de ocuparme de alguno o algunos de sus preceptos. He elegido y he reproducido, para comenzar, el apartado 1 del art. 24 de

la Constitución española (CE), un precepto que, sin necesidad de estadísti-cas, por notoriedad, es, desde la entrada en vigor de la CE, el más invocado, no ya ante el Tribunal Constitucional (TC), sino ante todos los tribunales ordinarios y quizá también ante gran número de autoridades administrati-vas, por no hablar de manifiestos, escritos de protesta, comentarios perio-dísticos, etc.

No abrigo un deseo de innovación exegética, casi diría que imposible (y, desde luego inútil hoy en el recurso de amparo82), sino el de proporcionar un resumen del sentido atribuible y atribuido a ese precepto en los primeros tiempos de vigencia de la CE y resumir también la aplicación más frecuente y presuntamente más autorizada de él en esos mismos tiempos, que fueron muy prolíficos y creativos. A tales fines, me valdré, convenientemente revi-sado, de trabajos propios que ya vieron la luz para propósitos distintos del de esta obra.

i. El derecho «a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales» es, ante todo, un derecho de los justiciables relativo a todos los órdenes judi-ciales y solo a ellos. Y cuando se dice que es un derecho de los justiciables se

82 Cfr. mi trabajo «La perversión jurídica del amparo constitucional en España», en Actualidad Jurídica Aranzadi, núm. 751, págs. 1-13, mayo de 2008, así como en Justicia y Derecho Tributario. Libro homenaje al Profesor Julio Banacloche Pérez, Madrid, 2008, págs. 377-411.

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quiere significar que son titulares de ese derecho fundamental todas las per-sonas físicas y jurídicas y todos los entes a los que el ordenamiento jurídico atribuya capacidad para ser parte. Aunque esta atribución dependa habi-tualmente de disposiciones con rango de ley ordinaria, es poco discutible que si la ley permite a algún tipo de entidad ser parte procesal tal cualidad ha de llevar aparejado el derecho fundamental que nos ocupa.

Sentado lo anterior, conviene añadir, de inmediato, las siguientes consi-deraciones:

1.ª El derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales no es la acción civil en sentido concreto83 ni un derecho de contenido semejante en los demás órdenes o ramas jurisdiccionales.

Aunque bien pudiera sostenerse, con la simple lectura del texto constitu-cional, que difícilmente cabe negar con más claridad el derecho a obtener una tutela judicial efectiva que con una sentencia que deniegue la tutela soli-citada errónea o injustamente, el TC, llamado a tutelar ese derecho funda-mental por la vía del recurso de amparo (cfr. art. 53.2 CE), no podía atribuir a dicho derecho tal contenido —el de obtener una sentencia que otorgase la debida tutela en cada caso—, pues, entonces, hubiera echado sobre sí la carga inmensa —nada razonable e imposible de sobrellevar— de revisar el fondo de las sentencias que cualquier sujeto jurídico legitimado considerase errónea o injustamente denegatorias de la tutela solicitada.

Y no es únicamente que, con motivo y razón, no debía entenderse que la Constitución atribuía al TC semejante ingente tarea: es que tamaña revi-sión del quehacer de la jurisdicción ordinaria implicaría un sistema jurídico con inconveniente dilación en la obtención de pronunciamientos judiciales

83 Cfr., acerca de las distintas concepciones de la acción, mi libro El derecho a la tutela jurisdiccional. La persona ante la Administración de Justicia: derechos básicos, Bosch Casa Editorial, Barcelona, 1980, passim. En esta obra también queda demostrado que la redacción definitiva del actual art. 24.1 CE nada tuvo que ver con la discusión doctrinal sobre la acción, que no salió en modo alguno a relucir entre los constituyentes. Es verdad, no obstante, que el derecho a obtener una tutela jurisdiccional (y no cualquier tutela, sino una efectiva en relación con derechos e intereses legítimos) es conforme con la tesis de la acción en sentido concreto (la que personalmente he defendido siempre y aún defiendo como desde el principio) y poco congruente con la idea de la acción como derecho abs-tracto: derecho a acceder, derecho a pedir, etc. Añadiré, porque en estos tiempos nada debe darse por supuesto, que en esa añeja polémica sobre la acción se maneja un concepto técnico-jurídico de derecho subjetivo (adjetívese este de un modo u otro), y no el concepto vulgar (más que inservible, perturbador), de derecho como cualquier clase de poder, real o simplemente imaginable (así, el «derecho a pasear» o «el derecho a ser feliz»).

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firmes, indispensables para la seguridad jurídica. Que la CE no deseaba un monstruoso Tribunal Constitucional, ocupado en dilucidar —digámoslo con palabras no técnicas— si se había negado, o no, la razón a quien la tenía, resulta patente con solo considerar el número de magistrados del TC, doce, expresamente previsto por la Norma Fundamental.

2.ª El derecho a la tutela judicial efectiva se encuentra fuertemente unido a la prohibición de la indefensión, a que se refiere el mismo apartado 1 del art. 24 CE84.

3.ª El citado derecho fundamental (en el sentido de nuestra Constitución) es distinto de un derecho fundamental (sobre todo, creación doctrinal: Grundrecht) de acceso a los órganos jurisdiccionales. Más aún, este último derecho, que aparecía en el art. 30 de la Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967, carece de apoyo constitucional expreso, aunque, cla-ro es, el derecho a obtener de los tribunales una tutela comprende el poder jurídico de acceder a los tribunales y pedirla.

Según la muy temprana STC 13/1981, de 22 de abril, el art. 24 supone que todas las personas tienen derecho al acceso a los tribunales para el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, aunque no solo eso, sino también a que obtengan una tutela efectiva. Pero agrega: «La tutela efectiva supone que los recurrentes sean oídos y tengan derecho a una decisión, fundada en Derecho, ya sea favorable o adversa, y también que la igualdad entre las partes, propia de todo el proceso en que éstas existan, sea asegurada de for-ma que no se produzca desigualdad entre las mismas y consiguientemente indefensión».

4.ª El «derecho a la tutela efectiva», del art. 24.1 CE, se presenta, pues, como lo que buena parte de la doctrina ha denominado «derecho al proceso» (denominación expresamente empleada en la STC 14/1982, de 21 de abril) y que se ha de referir a los órdenes judiciales civil, contencioso-administrativo y laboral, así como al orden penal, aunque aquí con ciertos temperamentos.

En la STC 9/1981, de 31 de marzo, se afirma que es el «derecho a que se dicte una resolución en Derecho, siempre que se cumplan los requisitos

84 Es tan fuerte esa «unión» (casi habría que hablar de confusión) que me atrevo a seguir afirmando que el TC aún no ha dejado claro si en el apartado 1 del art. 24 se encie-rran dos derechos fundamentales —el de obtener una tutela judicial efectiva y el de no padecer indefensión— o solo uno, el de obtener una tutela judicial efectiva sin padecer indefensión, o si, finalmente, la indefensión es un ingrediente del derecho a la tutela efec-tiva y, por añadidura, una condición para estimar violados los derechos fundamentales del apartado 2 del mismo art. 24 CE.

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procesales para ello» (a los que la doctrina llama «presupuestos»). Más cla-ramente aún, la STC 19/1981, de 8 de junio, sostiene que «el art. 24.1 reco-noce el derecho de todos a la jurisdicción, es decir, a promover la actividad jurisdiccional que desemboque en una decisión judicial sobre las preten-siones deducidas», en el bien entendido «que esa decisión no tiene por qué ser favorable a las peticiones del actor, y que, aunque normalmente recaiga sobre el fondo, puede ocurrir que no entre en él por diversas razones. Entre ellas se encuentra que el órgano judicial instado no se considere competente. Ello supone que el art. 24.1 no puede interpretarse como un derecho incon-dicional a la prestación jurisdiccional, sino como un derecho a obtenerla siempre que se ejerza por las vías procesales legalmente establecidas [...]».

En estas dos últimas sentencias se involucra del todo la pretendida viola-ción del derecho a la tutela judicial y la indefensión o «estado de indefensión total» (STC 19/1981).

ii. En la temprana jurisprudencia del TC aparece alguna imprecisión —en sí misma notable—, al establecer del modo que queda dicho el contenido esencial del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva. Así, en la STC 37/1982, de 16 de junio (FJ 3), tras reconocerse que el TC ha declarado «con reiteración» que «el derecho a la tutela efectiva [...] supone que los recu-rrentes sean oídos y tengan derecho a una decisión, sea favorable o adver-sa», se señala que «es sin embargo evidente que esta decisión no tiene que proyectarse sobre el fondo del acto planteado, y que la tutela jurisdiccional resulta otorgada con plena eficacia, cuando la decisión judicial consiste en negar, de forma no arbitraria o irrazonable, la concurrencia de un presu-puesto procesal para conocer del fondo del proceso».

Sobre la base de esta literal formulación, cabría pensar que el TC acoge dos tesis diferentes sobre el derecho a la tutela judicial efectiva: de un lado, la que lo entiende como derecho a una actividad jurisdiccional que finalice con una sentencia sobre el fondo, siendo ese derecho, eso sí, dependiente de la concurrencia de una serie de presupuestos y requisitos, materia esta que es preciso examinar para decidir, primero, si existió el derecho, y des-pués, si fue violado; por otro lado, la tesis según la cual satisface el derecho a la tutela judicial efectiva —y si lo satisface sería, sin duda, por colmar su contenido esencial— cualquier decisión o resolución jurisdiccional que no sea arbitraria o irracional, lo que coincidiría con el contenido y eficacia que algunos han atribuido a la acción, entendida como manifestación del dere-cho político de petición.

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Con independencia de que las reproducidas frases de la STC 37/1982 se hubiesen escrito no para establecer con precisión técnico-jurídica el conte-nido del derecho a la tutela judicial efectiva en sentido divergente del con-ferido a ese derecho fundamental por las sentencias citadas antes (hay, de hecho, una explícita afirmación de voluntad de reiteración de la doctrina anterior), sino para explicar por qué no hubo violación del derecho funda-mental del art. 24.1 CE en el concreto caso enjuiciado, parece de interés señalar que el Tribunal Constitucional no advirtió la considerable diferencia existente entre las dos opciones siguientes.

Primera: el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva consiste, en principio, en el derecho a un proceso y a una sentencia sobre el fondo. No hay violación de este derecho fundamental cuando la sentencia sobre el fondo deja de pronunciarse a causa de que falte algún presupuesto o requisito procesal, pues, en tal caso, no se tiene derecho a la sentencia sobre el fondo y no cabe violar un derecho que no se tiene.

Segunda: el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva es el derecho a que los órganos jurisdiccionales examinen las acciones y pretensiones que ante ellos se formulen y dicten la resolución o resoluciones procedentes en derecho. Por eso, satisface ese derecho fundamental una resolución de inad-misión por falta de algún presupuesto o requisito.

Entiendo que la jurisprudencia del TC se inclina claramente por la primera opción.

II. Contenido y virtualidad atribuidos al derecho fundamental del art. 24.1 CE

Si el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva puede definirse, según el TC, como derecho a una sentencia sobre el fondo, de modo que, de negarse esta (salvo ausencia de presupuestos y defectos de requisitos procesales), el derecho fundamental sería violado, la jurisprudencia del TC manifiesta, considerando ese derecho sensu contrario o en sentido negati-vo, otras muy diferentes y diversas posibilidades de violación del derecho fundamental reconocido en el art. 24.1 CE. Seguidamente se reseñan las más importantes.

a) El derecho a la tutela efectiva no es satisfecho si el órgano jurisdiccio-nal no dicta una sentencia congruente sobre el fondo. El derecho fundamen-tal a la tutela judicial se viola cuando el tribunal no se pronuncia sobre todas las pretensiones y cuestiones oportunamente deducidas por las partes, es

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decir, si la sentencia —o resolución de otro tipo— incurre en lo que se ha dado en llamar incongruencia por omisión de pronunciamiento o incon-gruencia omisiva. En ocasiones, el TC aprecia la existencia de una desesti-mación tácita, que impide considerar producida una incongruencia omisiva.

Pero la llamada incongruencia por ultra petitum (conceder más de lo que se pretende) y la incongruencia por extra petitum (resolver sobre asunto no planteado) también pueden entrañar, a juicio del TC, violación del derecho a la tutela judicial efectiva.

Hallamos una inexacta pero ilustrativa clasificación de los tipos de incon-gruencia en la STC 91/1989, de 16 de mayo: «La falta de adecuación entre la parte dispositiva de las mismas y las pretensiones deducidas en el proceso, admite tres manifestaciones diferentes: que la Sentencia otorgue más de lo solicitado por el actor, que conceda menos de lo admitido por el demandado o que resuelva cosa distinta de lo pedido por ambas partes».

La STC 77/1986, de 12 de junio, reafirma la tesis, que arranca de la STC 20/1982, según la cual la incongruencia solo implica violación del art. 24 CE cuando acarree indefensión, que se da, a su vez, si la sentencia incluye algún pronunciamiento sobre temas o materias no debatidos en el proceso, con ausencia, por tanto, de la debida contradicción; en el mismo sentido, en otras, las SSTC 86/1986, de 25 de junio; 1/1987, de 14 de enero; 29/1987, de 6 de marzo; 136/1987, de 22 de julio; 191/1987, de 1 de diciembre (la incon-gruencia es contraria a los principios de contradicción y de igualdad entre las partes, incluidos en el derecho a la tutela); 124 y 125/1992, ambas de 28 de septiembre, y 137/1992, de 13 de octubre, en la que se estima el ampa-ro, pues se ha introducido extemporáneamente, por vía de diligencias para mejor proveer, un planteamiento de la resolución que no pudo ser objeto de debate por la parte demandante del proceso. La STC 212/1988, de 10 de noviembre, insiste en que la incongruencia constitucionalmente relevan-te es la que produce «una modificación sustancial de los términos en que se planteó el debate procesal». La STC 156/1988, de 22 de julio, considera contraria al derecho fundamental que nos ocupa la sentencia que decide sin tener en cuenta la causa petendi aducida. Y son muy numerosas las sen-tencias que se ocupan de casos de reformatio in peius (agravamiento de la posición del recurrente: la segunda sentencia es más onerosa que la por él recurrida), que se considera un fenómeno de incongruencia.

b) La sentencia sobre el fondo ha de ser, además de congruente, moti-vada. El derecho a la tutela judicial efectiva, en cuanto derecho que, en principio, se satisface con una resolución (no siempre una sentencia: puede

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tratarse de un auto, como, p. ej., en lo penal, el auto de sobreseimiento: cfr. STC 40/1988, de 10 de marzo) sobre el fondo, comprende, asimismo, según reiterada jurisprudencia del TC, el derecho a la motivación de esa decisión.

En efecto, desde la STC 8/1983, de 18 de febrero, el TC no ha cesado de pronunciar resoluciones en las que ha ido reafirmando cómo la motivación de las sentencias y de otras resoluciones judiciales forma parte del derecho a la tutela jurisdiccional; es decir, que no es exigencia derivada solo del art. 120.3 CE, sino también del art. 24.1 de la Ley Fundamental.

Entre otras, la STC 150/1988, de 15 de julio, expresa un criterio consoli-dado del Tribunal: «Esta exigencia no comporta, sin embargo, que el Juez o Tribunal deba efectuar una exhaustiva descripción del proceso intelectual que le lleva a resolver en un determinado sentido, ni le impone un concreto alcance o intensidad en el razonamiento empleado; basta, por el contrario, que la motivación cumpla la doble finalidad de exteriorizar, de un lado, el fundamento de la decisión adoptada, haciendo explícito que ésta responde a una determinada interpretación y aplicación del Derecho, y de permitir, de otro, su eventual control jurisdiccional mediante el efectivo ejercicio de los recursos previstos por el ordenamiento jurídico». Se cita, en el mismo sentido, la anterior STC 13/1987, de 5 de febrero.

En la STC 184/1988, de 13 de octubre, se ofrecen, literalmente, otros cri-terios: «[la] necesidad de motivación no excluye la posible economía de los razonamientos, ni que éstos sean escuetos, sucintos o incluso expuestos de forma impresa o por referencia a los que ya constan en el proceso. Lo impor-tante es que guarden relación y sean proporcionados y congruentes con el problema que se resuelve y que, a través de los mismos, puedan las partes conocer el motivo de la decisión a efectos de su posible impugnación y per-mitan a los órganos judiciales superiores, ejercer la función revisora que les corresponde».

Muy importante es la atenta lectura de las SSTC Pleno 24/1990, de 15 de febrero (FJ 4), (cfr. el contundente voto particular de Rubio Llorente), y 25/1990, de 19 de febrero, para quien desee hacerse cargo del conjunto de la jurisprudencia constitucional sobre motivación de las sentencias y derecho a la tutela judicial.

c) La decisión judicial sobre el fondo puede negarse, como ya se apun-tó, si frente a la pretensión de tal decisión se alza una causa de inadmisión o de rechazo legalmente prevista, que tenga una justificación razonable y constitucionalmente legítima y sea proporcionada con la consecuencia de la inadmisión. Además, la norma sobre inadmisión ha de ser interpretada

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y aplicada por los órganos jurisdiccionales de la forma más favorable a la efectividad del derecho fundamental a la tutela.

Jurisdicción, competencia, requisitos especiales de admisibilidad de cier-tas demandas (civiles, laborales y contencioso-administrativas), cómputo del plazo de caducidad de acciones, legitimación para interponer el recurso contencioso-administrativo o la demanda de procesos laborales especiales son, entre otros muchos, asuntos que aparecen en la jurisprudencia del TC.

El derecho a la tutela judicial en el ámbito penal y, en concreto, respecto de la inadmisión o desestimación de una querella, se configura expresamen-te como un ius ut procedatur en las SSTC 148/1987, de 28 de septiembre; 175/1989, de 30 de octubre; 191/1989, de 16 de noviembre, y 37/1993, de 8 de febrero, entre otras. No hay ejercicio del derecho a la tutela judicial en el orden penal, si no se ejercita acción penal alguna (ni por querella, ni inten-tando constituirse en parte): STC 137/1987, de 3 de noviembre. En la STC 191/1992, de 16 de noviembre, se afirma que el derecho a la tutela judicial efectiva no otorga, a quien ejercita la acción penal, «un derecho incondicio-nado a la plena sustanciación del proceso, sino únicamente a un pronuncia-miento motivado del Juez en fase instructora».

d) El derecho a la tutela judicial efectiva comprende también el derecho a los recursos, entendido no como derecho a que las leyes prevean recur-sos —excepto en el ámbito penal, por imperativo del art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que exige la posibilidad de un nuevo enjuiciamiento por tribunal superior al que dictó sentencia de conde-na—, sino como derecho a pedir y obtener tutela por los cauces de los recur-sos que las leyes prevean. Al respecto, a través de innumerables sentencias, que examinan los más variados casos, el TC ha venido a sentar, tras una rectificación de importancia, una doctrina que podría resumirse así:

• No vulnera el derecho al recurso la inadmisión de este acordada por razonable aplicación de una causa legal o por falta de un requisito o presupuesto también legalmente establecido.

• En principio, las decisiones de aplicación de las causas legales de inadmisión son asuntos de mera legalidad ordinaria, de modo que las cuestiones que puedan suscitarse al respecto corresponde resolverlas, con soberanía enjuiciadora, a los órganos jurisdiccionales ordinarios.

• Sin embargo, además de no ser aceptables las causas de inadmisión o rechazo de recursos que se revelen contrarias a la Constitución, las normas que establecen causas de inadmisión y requisitos o presupues-tos de admisibilidad de los recursos han de ser interpretadas no tanto

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en el sentido más favorable a la viabilidad del recurso —así se sostuvo por el TC durante un tiempo—, sino —aquí la rectificación antes alu-dida— de modo que no sea «manifiestamente arbitrario o irrazonable».

Con otras palabras: la exigencia de interpretar las normas sobre presu-puestos y requisitos en el sentido más favorable al recurso no pertenecería al contenido del derecho fundamental del art. 24.1 CE. No son equiparables el acceso a un recurso y el «primer» acceso a la jurisdicción, es decir, la admisión de la demanda o acto semejante y la emisión de una sentencia sobre el fondo en primera instancia. El denominado principio pro actione (en favor de la acción, del proceso, del primer pronunciamiento sobre el fon-do) no opera del mismo modo cuando se trata de recursos, entre otros moti-vos, porque entonces puede haber, y muchas veces hay, un sujeto titular del derecho fundamental que nos ocupa, que ya ha obtenido una tutela judicial. Para el sujeto jurídico recurrido, el interés legítimo ínsito en el derecho fun-damental puede consistir en que la resolución recurrida sea firme y en que, en su caso, se ejecute a la mayor brevedad.

Interesante, por obvio que resulte, bien mirado, es lo que afirma la STC 187/1989, de 13 de noviembre, en línea con la STC 116/1986: que tanto viola el derecho fundamental a la tutela judicial la inadmisión de un recurso legal-mente procedente como la admisión de un recurso improcedente.

e) A todo lo anterior hay que añadir que el «derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales» puede comprender, en muchos casos, el derecho a un proceso de ejecución, esto es, el derecho a que por el órgano jurisdiccional competente se realice toda la posible actividad jurisdiccional encaminada a la efectividad de la sentencia o resolución similar.

Esta doctrina se inicia con la STC 32/1982, de 7 de junio, y es confir-mada y ampliada en la STC 67/1984, de 7 de junio, y auto aclaratorio, del día 12 del mismo mes y año. Interesante es también la STC 58/1983, de 29 de junio, en la que se precisa que es constitucional y legítima la ejecución forzosa genérica o pecuniaria, sustitutiva de la «ejecución en sus propios términos». Muy desarrollada doctrina general sobre ejecución de sentencias y derecho fundamental a la tutela efectiva se encuentra en la STC 92/1988, de 23 de mayo, que, entre otros puntos, aclara que no hay derecho a la eje-cución de las sentencias meramente declarativas. La STC 107/1992, de 1 de julio, reitera doctrina general sobre el derecho a la tutela y el derecho a la ejecución y se extiende sobre la inmunidad de ejecución de los Estados extranjeros, considerando dicha inmunidad, en principio, conforme con la Norma Fundamental.

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La STC 80/1990, de 26 de abril, niega que el derecho a la ejecución provi-sional o a la no ejecución esté comprendido en el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y estima que deriva de la legislación ordinaria.

Sobre el derecho a la tutela judicial y el derecho a la ejecución, en caso de apartamiento, en esta, de lo previsto en el fallo de la sentencia, cfr. SSTC 118/1986, de 20 de octubre, y 28/1989, de 6 de febrero. Sobre ejecución y respeto al principio de audiencia, la ya citada STC 198/1987, de 16 de diciembre. Por la STC 85/1991, de 22 de abril, se concede amparo frente a providencias que, en ejecución de sentencia, afectaban a personas no liti-gantes, colocándolas en indefensión. La STC 243/1991, de 16 de diciembre, ampara a quien, declarado en juicio de faltas responsable civil subsidiario, careció de la posibilidad procesal de intervenir en el incidente para la fija-ción de la cuantía de la indemnización.

f) Obviamente, el TC ha venido a reconocer que en el derecho fundamen-tal a la tutela judicial efectiva se halla comprendida la ahora denominada tutela cautelar, que consideramos esencialmente instrumental de la ejecu-ción o efectividad de una sentencia futura. Si se piden medidas cautelares, el derecho fundamental exige un pronunciamiento —congruente y motivado, desde luego— sobre tal petición si concurren los presupuestos y se cumplen los requisitos legalmente establecidos (cfr., p. ej., SSTC 66/1984, de 6 de junio; 115/1987, de 7 de julio; 237/1991, de 12 de diciembre; 148/1993, de 29 de abril, y 39/1995, de 13 de febrero).

g) Decisivos para la efectividad del derecho a la tutela son muchos actos de comunicación y, en concreto, notificaciones, citaciones y emplazamien-tos. Así lo ha entendido el Tribunal Constitucional en numerosísimas sen-tencias. Y es que de la defectuosa o adecuada práctica de esos actos depende que haya o no indefensión —mortal enemiga del derecho a la tutela judi-cial— y que se acceda o no al proceso y a los recursos, estando en juego así, a la vez, la efectividad de principios procesales como los de audiencia o contradicción, etc.

h) La jurisprudencia del Tribunal Constitucional publicada presenta una muy rica variedad de otros presuntos o reales atentados al derecho a la tutela efectiva y de efectos concretos de este derecho de difícil clasificación. No consideramos de interés reseñarlos aquí, pues son suficientes las obras que contienen esa reseña.

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III. Reconsideración crítica de la jurisprudencia del TC sobre el derecho fundamental del art. 24.1 de la Constitución

1. Complejidad del contenido del derecho fundamental del art. 24.1 CE: el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva como rótulo general para significar el valor de un conjunto de derechos distintos

Lo primero que aconseja la referida reconsideración conceptual está pre-sente en las páginas anteriores y no es otra cosa que la patente compleji-dad del contenido del derecho fundamental del art. 24.1 CE. A la vista de la jurisprudencia sobre el «derecho a la tutela efectiva de los jueces y tribuna-les», tan prolija y prima facie tan protectora de los sujetos jurídicos, forzoso resulta replantearse en qué consiste tal derecho o cuál es su contenido esen-cial. Porque, después de todo lo que se ha expuesto acerca del alcance que numerosísimas sentencias del TC atribuyen a ese derecho fundamental o, visto desde el ángulo inverso, después del anterior elenco de posibles viola-ciones de tal derecho, parece difícil seguir identificándolo plenamente con el equivalente al clásico «derecho al proceso», determinado por la concurren-cia de los presupuestos procesales y satisfecho con la sentencia o resolución similar que decide sobre el fondo.

Quiérese decir, en otros términos, que las inequívocas definiciones de ese derecho fundamental proporcionadas por el propio TC (conforme hemos visto al principio de estas páginas) no se corresponden, sin embargo, con el contenido y alcance que a ese mismo derecho fundamental se atribuye. El derecho fundamental (en el sentido de la CE) a la tutela judicial efectiva comprende, sí, el «derecho al proceso», tal y como una secular doctrina lo ha establecido y delimitado, pero, según la jurisprudencia del mismo TC, va mucho más allá.

Se diría que la expresión constitucional «derecho a obtener la tutela efec-tiva de los jueces y tribunales» es una fórmula que engloba el tan repetido «derecho al proceso» o a la sentencia de fondo en el ámbito jurisdiccional civil, pero también ese ius ut procedatur que es la acción penal y el derecho a la ejecución o derecho de acción ejecutiva, sin olvidar el derecho a una segunda instancia, en tanto la exijan o prevean los tratados internacionales o las leyes.

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Pero aún hay más: el «derecho a la tutela judicial efectiva» cobija la real vigencia de ciertos principios procesales insoslayables (audiencia o con-tradicción, igualdad de las partes, derecho de defensa) y la efectividad de muchos derechos procesales: a la interposición, admisión y tramitación de demandas y de recursos y a la realización eficaz de ciertos actos. Son, a su vez, instrumentales de la efectividad de estos derechos y de aquellos prin-cipios la subsanación de los defectos subsanables, el conocimiento de deci-siones relevantes para el ejercicio de esos derechos (no otra cosa son las exigencias de una certera y eficaz realización de actos de comunicación), etc.

La consagración del derecho fundamental a obtener la tutela efectiva de los tribunales no constituye, desde luego, una exhortación retórica: en las páginas anteriores han quedado bien a la vista su significado y virtualidad. Estamos ante una norma constitucional con numerosos significados y efectos jurídicos. Lo que aquí se propone es la consideración de la fórmula del art. 24.1 CE como receptáculo formal de numerosos y diferentes derechos subjetivos públicos, casi todos ellos procesales, cuestionando que se trate de uno solo.

Como asuntos suscitados y solventados al amparo del concreto derecho fundamental del aptdo. 1 del art. 24 CE, el TC no se ocupa solo de denegacio-nes, directas o indirectas, de resoluciones judiciales sobre el fondo. Cuando el TC, siempre bajo el pabellón del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, examina la regularidad y eficacia de actos de comunicación o trata de la asistencia letrada, del beneficio de pobreza, etc., se ocupa de casos que, ciertamente, guardan alguna relación con el derecho a una sentencia sobre el fondo, pero que no son, en absoluto, asuntos en que ese derecho sea el objeto del recurso de amparo, hablando en el plano de la técnica jurídica.

Otras muchas veces, la indefensión viene a sustituir, pura y simplemente, al derecho a obtener una resolución sobre el fondo si se dan los presupues-tos y se cumplen los requisitos legales. Pero, por relacionada que esté la indefensión con ese derecho, no es ese derecho. La privación injusta de ese derecho puede producirse, con cierta frecuencia, a causa de una situación calificable de indefensión, pero las situaciones de indefensión no afectan solo a ese derecho, que, por añadidura, puede negarse sin indefensión pro-cesal.

Así pues, no parece aventurado sostener que el derecho fundamental «a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales» no constituye lo que la técnica jurídica entiende por un derecho subjetivo (de naturaleza públi-ca, frente al Estado), es decir, por un solo, determinado y único derecho

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subjetivo. Diríase, más bien, que el tan repetido derecho fundamental sir-ve de rótulo general para un conjunto de derechos subjetivos, elevados ex Constitutione a un rango superior, el de derechos fundamentales.

El rótulo ha venido a entenderse como la expresión de un postulado de la sociedad civilizada: que, prohibida la autotutela o justicia privada, «todas las personas» —tanto las físicas como las jurídicas e incluso ciertos entes no personificados— han de beneficiarse de una recta impartición de justicia. Y es claro, de un lado, que no hay tal administración de la justicia allí donde se niega respuesta a las peticiones de tutela jurídica o donde se produce inde-fensión, y de otro, que ese beneficio o necesidad de que nos veamos jurídica-mente tutelados se impide tanto con la interpretación excesivamente rígida y desproporcionada de una norma legal que impone ciertos requisitos como cuando no se ofrece la oportunidad de subsanar lo que puede ser razonable-mente subsanado, como cuando la resolución que responde a unas preten-siones dirigidas a los tribunales carece de motivación.

2. Contradicciones del TC en relación con la revisión del fondo de las resoluciones judiciales recurridas en amparo

i. No estaría completa la exposición del contenido del derecho funda-mental a la tutela judicial efectiva y de la aplicación del art. 24.1 CE si no se expusiese aquí una contradicción, quizá no muy frecuente, pero, desde luego, de gran importancia, en el entendimiento práctico y real que el TC hace de aquel derecho.

Ya se ha dicho que, en numerosas resoluciones, el TC define el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva como el derecho a una sentencia sobre el fondo (si se dan los correspondientes presupuestos y no existe óbi-ce), con independencia del contenido de esa sentencia, es decir, tanto sea favorable o adversa a las pretensiones que se hubieren formulado. Pero, no pocas veces, el TC, hablando de «sentencia sobre el fondo» ha añadido «fundada en derecho» o, más simplemente, ha afirmado que el derecho a la tutela es el derecho a una sentencia «fundada en Derecho».

En la repetición de estos términos parece estar latiendo la idea de que no puede haber tutela judicial efectiva en una sentencia injusta o errónea, que infrinja el derecho, idea rechazada, como vimos, por el mismo TC al plan-tearse el sentido del inciso primero del aptdo. 1 del art. 24 CE. El rechazo de esta idea aclaraba que el TC no podía ni puede ni debe revisar, en el cauce del recurso de amparo, el acierto o desacierto de los tribunales ordinarios al

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aplicar el derecho —legalidad ordinaria u otras fuentes— para resolver sobre el fondo e incluso sobre cuestiones procesales.

Hemos entendido y justificado siempre que el TC haya repetido que esa revisión excede de su función y —más concretamente— del ámbito del dere-cho fundamental a la tutela judicial efectiva y que solo examinará la aplica-ción del derecho llevada a cabo por los tribunales de justicia en la medida en que dicha aplicación afecte a la satisfacción de un derecho fundamental (dis-tinto del que consagra el art. 24.1 CE) o de una libertad pública. Y entende-mos y justificamos que el TC no haya querido y no quiera convertirse en una tercera instancia o en una especie de tribunal de supercasación por motivos constitucionales: ni ese es el oficio del TC ni sería razonable tamaña suma de pronunciamientos sobre el derecho del caso concreto.

El TC se expresó con singular claridad sobre este punto crucial en las SSTC Pleno 24/1990, de 15 de febrero, 25/1990 y 26/1990, de 19 de febrero, al afirmar (tomamos la cita literal de la última sentencia, aunque el contenido es coincidente) que «la discrepancia en la forma de interpretar la legalidad no es en modo alguno fundamento para la concesión del amparo constitu-cional, cuando se realiza en forma motivada en términos de Derecho; solo si esa interpretación supone la lesión de un derecho fundamental podrá ser revisada en esta sede, pero en virtud de la vulneración de ese derecho, y no de la tutela judicial». Así pues, no forma parte del derecho fundamental a obtener la efectiva tutela de los tribunales de justicia el que estos dicten una sentencia jurídicamente acertada.

ii. Sin embargo, ocurre —y en esto estriba la anunciada contradic-ción— que, pese a esa reiterada doctrina propia, el TC no se ha privado, en ocasiones, de entender su función protectora y restauradora del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva —no de otro derecho fundamental—y los términos «fundada en derecho» (relativos a la sentencia judicial) como elementos coincidentes en autorizarle, por así decirlo, a una revisión de la aplicación del derecho por parte de los tribunales ordinarios.

Por los diversos casos de contradicción, puede ser suficiente traer aquí a colación dos ejemplos: el de la STC 23/1988, de 22 de febrero, y el de la STC 159/1989, de 6 de octubre.

a) En la STC 23/1988, de 22 de febrero, el TC otorga el amparo y anula una s. del extinto Tribunal Central de Trabajo (TCT) en la que se desesti-mó un recurso de suplicación por entender el TCT que la Magistratura de Trabajo (equivalente a los actuales Juzgados de lo Social) había hecho bien al inaplicar cierta disposición legal posconstitucional —concretamente, de

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la Ley 35/1980, sobre régimen de pensiones de mutilados de guerra—, pero no por considerarla derogada por la Ley 34/1984, sino por ser opuesta a la Constitución (más precisamente, a su art. 14). El recurrente sostiene —y el TC le da la razón— la tesis, a nuestro juicio indiscutible, según la cual si el TCT consideraba inconstitucional el precepto de la Ley 35/1980 en el que se declaraba inembargable una pensión de mutilado debía plantear cues-tión de inconstitucionalidad, pero nunca, tratándose de norma posterior a la Ley Fundamental, inaplicarla sin más. Lo interesante —y discutible— de la STC 23/1988 son los argumentos aducidos por el TC, sintetizados en entender violado concretamente el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva. Dice el TC que esa tutela, a la que todos tienen derecho, entraña, como presupuesto implícito e inexcusable, la necesidad de que los juzgado-res resuelvan secundum legem y ateniéndose al sistema de fuentes estable-cido (art. 1.7 del Código Civil), exigencia que, si bien no hará posible en este cauce el control genérico sobre la razonable interpretación de las normas seleccionadas como aplicables por los órganos jurisdiccionales, a los que constitucionalmente corresponde esta función, sí permitirá reconocer una indebida denegación de la tutela judicial en la hipótesis (AOS: se trata de un lapsus calami, porque habría que «reconocer» esa «indebida denegación de la tutela judicial», no en una «hipótesis», sino en el caso) de que el órgano judicial, desconociendo la ordenación constitucional y legal sobre el control de normas, quiebre el derecho del justiciable a que su pretensión sea resuel-ta según aquel sistema, y no aplicando la regla en que la pretensión se base sin tener en cuenta la ordenación de los controles normativos (arts. 106. 1 y 163 de la Constitución), y entre ellos la cuestión de inconstitucionalidad.»

Si en verdad el derecho fundamental del art. 24.1 CE entrañase, «como presupuesto implícito e inexcusable, la necesidad de que los juzgadores resuelvan secundum legem», y tal fuese la doctrina del TC, podrían interpo-nerse innumerables demandas de amparo, no solo fundadas, sino también provistas de apariencia de tener «manifiestamente» contenido justificati-vo de una decisión de este Tribunal (cfr. art. 50 LOTC, 2, letra b). Porque, «manifiestamente», según el texto que comentamos, cuando los juzgadores no resolviesen secundum legem estaría faltando un presupuesto «implícito e inexcusable» de la tutela judicial efectiva.

Conviene aclarar, empero, que si sostener semejante cosa sería a todas luces erróneo, no lo es menos haber escrito la frase comentada. Digámoslo alto y claro y de una vez por todas: todos los profesionales del derecho debe-mos no sacar de su contexto las afirmaciones de un tribunal, pero los tribu-nales tienen un «deber» —de especialísima envergadura en el caso del TC,

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puesto que su «doctrina», y no solo su fallo, tiene especialísima virtualidad; cfr., por ejemplo, arts. 5 y 7 LOPJ— de no escribir frases que, completas y en sí mismas (como en este caso), constituyan proposiciones insostenibles.

Por añadidura, en la STC 23/1988 se afirma literalmente que la tutela judicial efectiva también «entraña […] la necesidad de atenerse al sistema de fuentes establecido (art. 1.7 del Código Civil)»- Con esta segunda frase aún se agrava la discordancia entre lo que hay que suponer que el TC quiere decir y lo que real, objetiva y claramente dice. Lo que dice es que si un juz-gador no se atiene al «sistema de fuentes establecido» falla un «presupuesto implícito e inexcusable» de la tutela. Lo que significa que no se otorga dicha tutela y, por consiguiente, se viola el derecho fundamental consagrado en el art. 24. 1 CE, cada vez que un juzgador se aparte de ese «sistema de fuentes». Para rematar esta «doctrina» literalmente sentada, se cita expresamente el art. 1.7 CC, en que aparece esbozado —no completo: entre otras cosas, falta la Constitución— ese sistema de fuentes.

El precitado párrafo de la desafortunada STC 23/1988 culmina con el inciso adversativo que se destaca en cursiva, como si quisiese parchearse el desarreglo de las frases anteriores. Pero la verdad es que, en primer lugar, carece de interés para los recursos de amparo el denominado «control gené-rico», y en segundo lugar, y sobre todo, lo que la frase en cursiva niega no es compatible —más aún: es contradictorio— con lo que afirman las dos frases anteriores. En otros términos: la imposibilidad del control sobre la inter-pretación de las normas seleccionadas queda sin explicar. Y, por lo demás, lo que aquí interesa no es tanto el control de la interpretación de las normas seleccionadas como aplicables sino el control sobre la selección misma de las normas aplicables.

b) El segundo ejemplo es el de la STC 159/1989, de 6 de octubre, en la que, fundándose en infracción del derecho o principio de igualdad (art. 14 CE), pero también en la violación del derecho a la tutela judicial efectiva (FF.JJ. 6 y 7), el TC anula una sentencia dictada por la antigua Audiencia Territorial de Valencia y declara firme la Sentencia del Juzgado de Primera instancia85, pues entiende, en los citados fundamento jurídicos, relativos —

85 La STC 7/1994, de 17 de enero, es notoria por haber originado una insólita protesta pública de los magistrados de la Sala de lo Civil del TS (de los magistrados, decimos; no de la Sala, porque esta no existe si no es para sus cometidos legales), con anuncio de acudir al rey, invocando su alta función arbitral, lo que posteriormente no se llevó a cabo, como tampoco llegó a conocerse el criterio jurídico de los referidos Excmos. Sres. magistrados respecto de la invasión por el TC de la esfera propia de la jurisdicción ordinaria. Pues bien: la STC 7/1994 no representaba, en el punctum dolens de los distintos ámbitos juris-

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insistimos— al derecho fundamental del art. 24.1 CE, que la Audiencia apli-có varios preceptos de la LAU (antigua) con un «razonamiento esencial» «intrínsecamente contradictorio y, por ello, irrazonable».

Según el TC, la Audiencia entendió que «al regular expresamente ese pre-cepto (AOS: el art. 31.1 LAU) la figura del traspaso con relación al cónyuge viudo en unión de los hijos y no hacerlo con referencia al cónyuge judicial-mente separado, debe concluirse en que la razón mortis causa es la única previsión legal de que un cónyuge pueda acceder a la condición de arrenda-tario sin ser titular y sin que ello suponga un traspaso inconsentido».

No entraremos a examinar ni a discutir si la Audiencia erró o lo hizo el TC. Admitimos, a efectos argumentales, que el TC enmendó una resolución poco o nada razonable del tribunal ordinario. En todo caso, tres puntos muy claros se advierten a la vista de esa STC 159/1989.

• Primero, que la sentencia de la Audiencia valenciana que el TC anula no es más «intrínsecamente contradictoria» ni más «irrazonable» que muchas otras, centenares o miles, revocadas en segunda instancia o casadas, por tomar como «muestra» solo aquellas resoluciones que han sido juzgadas erróneas por un tribunal ordinario de superior cate-goría.

• Segundo, que, frente a lo afirmado por el TC en numerosas senten-cias, entre las cuales las antes citadas SSTC Pleno 24/1990, de 15 de febrero, 25/1990 y 26/1990, de 19 de febrero, una discrepancia —con-viene aquí la paráfrasis con el texto de esas SSTC— en la forma de interpretar la legalidad sí puede ser y es, de algún modo, fundamento para la concesión del amparo constitucional y no solo cuando esa interpretación suponga la lesión de un derecho fundamental distinto al que se tiene a la tutela efectiva, sino en virtud precisamente de este.

• Tercero y principal, que, según el criterio de la STC 159/1989 (tomada como modelo, porque no es la única), el TC habría de revisar millares de sentencias de los tribunales ordinarios, aunque fuese para denegar el amparo en muchos casos. No lo hace así el TC y no ha podido expre-sar por qué en algunas ocasiones se preocupa de la razonabilidad y de la congruencia interna de la argumentación jurídica —se preocupa, en suma, de si las sentencias están debidamente fundadas o motivadas en derecho—, y en otras, ante casos tan «irrazonables» o mucho más que el examinado, decide y adoctrina en sentido diametralmente opuesto.

diccionales, nada que no se hallase ya en esta STC 159/1989, que comentamos en el texto, salvo que la «invasión» no afectó directamente al TS.

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iii. Otro aspecto de la cuestión que ahora más concretamente nos ocupa —las contradicciones internas de la jurisprudencia del TC sobre su función ante pretendidas violaciones del derecho fundamental a la tutela judicial—es el papel que al TC le puede corresponder respecto de la elección por los tribunales ordinarios de las normas aplicables.

A este respecto, la STC 90/1990, de 23 de mayo, comienza recordando, con citas de anteriores resoluciones (SSTC 178/1988 y 211/1988), que, en general, el problema de cuál sea la norma aplicable al caso concreto es cuestión de estricta legalidad ordinaria, que no corresponde al TC, sino a los órganos de la jurisdicción ordinaria. Pero, acto seguido de ese recordatorio, el TC admite supuestos en que puede legítimamente controlar la selección de la norma aplicable llevada a cabo por dichos órganos:

• «si se ha tratado de una selección arbitraria, manifiestamente irrazo-nable (STC 23/1987) o ha sido fruto de un error patente»;

• «si se ha desconocido o no se ha tenido en cuenta por el Juez la orde-nación constitucional y legal de los controles normativos (arts. 106.1 y 163 de la Constitución), por ejemplo, no aplicando directamente una ley posconstitucional por entenderla incompatible con la Norma fundamental sin plantear cuestión de inconstitucionalidad (STC 23/1988); o, en fin»,

• «si de dicha selección se ha seguido daño para otro derecho funda-mental distinto al de la tutela judicial efectiva e igualmente tutelable a través de la vía del recurso de amparo (STC 50/1984, fundamento jurídico 3.º, ATC 254/1982)».

Si dejamos aparte los dos últimos supuestos —por su rareza el segundo y por su oscuridad el tercero— solo el primero —selección arbitraria, mani-fiestamente irrazonable o patentemente errónea: que se reitera en la STC 129/1992, de 28 de septiembre, y también, en cierto modo, en las SSTC 184/1992, de 16 de noviembre, 197/1992, de 19 de noviembre y 95/1993, de 22 de marzo— permite al TC, con frecuencia, entrar en el fondo de las sentencias de los tribunales de justicia ordinarios86.

86 Sobre este asunto y otros conexos, si se desea ampliación, vid. de la Oliva Santos, A. y Díez-Picazo Giménez, I. Tribunal Constitucional, Jurisdicción ordinaria y derechos fundamentales, Madrid, 1996, especialmente, págs. 1-66.

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3. La indefensión, el derecho fundamental del art. 24.1 CE y las garantías procesales: perversión del concepto mismo de garantía

i. Ya se apuntó el papel de la indefensión respecto del derecho funda-mental que nos ocupa. En síntesis, se advierte que la indefensión es, para el TC, no tanto la formulación negativa de un derecho fundamental distinto de otros —para empezar, distinto del derecho a la tutela judicial efectiva— o un aspecto del derecho fundamental a la tutela judicial, como la piedra de toque de la real virtualidad de derechos y garantías procesales que, según el texto de la Norma Fundamental, han adquirido categoría de derechos fun-damentales.

El TC, con el explicable objetivo de evitar verse aplastado por una ingente masa de recursos de amparo fundados en el apdo. 1 del art. 24 CE o en la pretendida violación de derechos fundamentales que aparecen en el apdo. 2 de ese mismo precepto constitucional, sentó en su día (y hasta hoy) dos «doctrinas» construidas mucho más como elemento disuasorio de los recur-sos de amparo y como filtro del «papel» producido por los justiciables que por la necesidad de distinguir realidades distintas y de precisar conceptos, necesidad esta que debiera entenderse como la de ofrecer y disponer de bue-nos instrumentos intelectuales de precisión para acertar en las operaciones de enjuiciamiento jurídico.

Esas «doctrinas», plasmadas en fórmulas comprimidas que van repi-tiéndose de sentencia en sentencia y que se utilizan por los litigantes como armas arrojadizas, no solo no surten efectos beneficiosos, sino que pueden producir un resultado muy negativo: oscurecer el concepto mismo y la efica-cia de las garantías jurídicas y, más en concreto, de las principales garantías procesales.

ii. Una de esas «doctrinas» es la que distingue entre una «indefensión meramente jurídico-procesal» y otra «indefensión con relevancia jurídico-constitucional», cuando, si bien se mira, no se puede tratar sino de una sola indefensión, la procesal, que es la mencionada en el art. 24.1 CE, la que se produce en el proceso, siendo cosa muy distinta no denominar indefensión —ni a efectos jurídico-constitucionales ni a ningunos otros— a cualquier infracción de cualesquiera normas procesales y, si se quiere, tampoco a cualquier disminución o menoscabo de las posibilidades de alegar, probar, recurrir, etc.

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Deseando quizá expresar esa diferencia, el TC se ha deslizado hacia la referida dicotomía, sin la suficiente claridad en la delimitación de ninguna de las dos pretendidas indefensiones, con lo que, sin duda inconscientemen-te, se ha dejado abierto el camino a un excesivo subjetivismo casuista, que, mucho más que en sus sentencias, se aprecia en los autos de inadmisión de recursos de amparo.

Un resumen de la teoría del TC sobre «la noción constitucional de inde-fensión» se encuentra en la STC 35/1989, de 14 de febrero, que cita las SSTC 145/1986, 102/1987, 155/1988 y 161/1985. Vid., asimismo, STC 48/1984, STC 18/1985, STC 145/1986, SSTC 98/1987, 102/1987, 149/1987, 46/1988, de 14 de julio, y 31/1989, de 13 de febrero. La STC 145/1990, de 11 de octu-bre, reafirma aquella doctrina y actualiza el resumen de la correspondiente jurisprudencia. Cfr., asimismo, la STC 8/1991, de 17 de enero, y las SSTC 55/1991, de 11 de marzo; 93/1992, de 11 de junio; 127/1992, de 28 de sep-tiembre; 10/1993, de 18 de enero, y 106/1993, de 22 de marzo.

iii. Pero la segunda «doctrina» del TC es —objetivamente, al margen de la intención de los magistrados— aún de mayor potencialidad perniciosa. Consiste en exigir, para entender violados derechos y garantías procesales elevados por el art. 24 CE a la categoría de derecho fundamental, que se pueda apreciar producida una situación de indefensión (naturalmente, la indefensión «con relevancia jurídico-constitucional»), es decir, la efecti-va producción de un efecto de negación del derecho de defensa. Cfr. SSTC 199/1992, de 19 de noviembre y 64/1993, de 1 de marzo.

Y no es ni debe ser así: el derecho a utilizar las pruebas pertinentes, p. ej., comprende la efectiva utilización de todas las pruebas pertinentes y no se reduce a lograr que se practiquen aquellos medios de prueba cuya omisión nos dejaría en indefensión (con lo que, por cierto, sería imposible delimitar el contenido del derecho). Por lo mismo, la inadmisión de una prueba per-tinente (y útil) es, por sí sola, un comportamiento lesivo del derecho funda-mental consagrado en el apartado 2 del art. 24 CE (en contra, STC 26/1993, de 25 de enero, y las que en ella se citan: SSTC 64/1986 y 98/1987).

Nuestra posición se basa en la debida inteligencia de los derechos y las garantías procesales, que comporta la debida protección de unos y otras. Si una norma garantizadora se infringe, la sanción por esa infracción no puede depender del efectivo resultado negativo que produzca el comportamiento antijurídico contrario a la norma de garantía.

Además de que no puede medirse, las más de las veces, la influencia de una omisión en el curso y en el desenlace de un proceso —de manera

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que juzgar sobre la indefensión es valorar hipótesis: en qué medida habría cambiado el resultado de haberse llevado a cabo lo que se ha omitido—, la «doctrina» del TC que nos ocupa coadyuva a instaurar una grave subversión jurídica, devaluadora de las garantías en todos los terrenos.

Se comprende, insistimos, que el TC quiera sostener algo tan innegable y prudente como la improcedencia de cobijar en el recurso de amparo cual-quier infracción de cualquier norma procesal. No se comprende, ni cabe aceptar acríticamente, que, para esa razonable finalidad, el TC sostenga lo que sostiene y ha quedado dicho (y, ocasionalmente, decida lo que decide).

La antes citada STC 31/1989, de 13 de febrero, en la que se precisa el con-cepto de indefensión constitucionalmente irrelevante, no concede suficien-te importancia, a efectos de indefensión, al hecho, que reconoce, de que el recurrente no fuese citado al juicio de faltas: le parece suficiente la segunda instancia (casi lo mismo en la STC 113/1993, de 29 de marzo). En un sentido semejante, la ya citada STC 145/1990, de 11 de octubre, sentencia según la cual el escrito de alegaciones presentado por un sujeto apelado ante TS3ª no fue, ciertamente, tenido en cuenta por la Sala, pero eso no significa indefen-sión «en sentido constitucional», porque, según el TC, el escrito no contiene argumento nuevo que no se hubiese expuesto ya por el apelado —incluso en la vía administrativa— o considerado por la Sala de Justicia de primera instancia. Produce tristeza ver al TC examinando pormenorizadamente el contenido del referido escrito, que la Sala Tercera del TS no tuvo en cuenta, a los efectos de llegar a la conclusión implícita, pero clara, de que la lectura y consideración de las alegaciones no hubieran cambiado el resultado y, en consecuencia —siempre según el TC— no hubo indefensión constitucional-mente relevante.

Paradigma de claridad en la expresión de esta «doctrina», que corroe la sustancia de cualquier garantía, es lo que dice la STC 212/1990, de 20 diciem-bre: «No se produce una indefensión de relevancia constitucional cuando la inadmisión de una prueba se ha producido debidamente en aplicación estricta de normas legales cuya inconstitucionalidad no se pone en duda, ni tampoco cuando las irregularidades procesales que se hayan podido produ-cir en la inadmisión de alguna prueba no han llegado a causar un efectivo y real menoscabo del derecho de defensa». Nótese que, incluso literalmente, se afirma, en una superlativa petición de principio, que no hay indefensión cuando no hay menoscabo efectivo y real del derecho de defensa.

Según esta doctrina del TC, la garantía no se vulnera o infringe si no exis-te un resultado de lesión de un bien jurídico. Según la doctrina que cabe

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considerar clásica y ortodoxa, las garantías tienen como finalidad eliminar, atenuar o limitar peligros o riesgos —posibilidades o probabilidades— de resultados indeseables y se infringen cuando no operan y, por tanto, no cumplen esa finalidad, sin que sea necesario comprobar la existencia del resultado que se pretendía excluir, lo que, por otra parte, será con frecuencia imposible, puesto que lo que haya sucedido habrá de compararse con lo que no ha sucedido. Entonces, lo que no ha sucedido debe sustituirse, obvia-mente, con una mera hipótesis: lo que hubiera podido ocurrir si la garantía hubiese sido observada. Muchas veces, este juicio comparativo entre reali-dad e hipótesis conduce irremediablemente a formular esta arbitrariamente y, casi siempre, sin seguridad alguna de acierto en su formulación.

Si la garantía consiste, por disposición constitucional o legal, en un dere-cho —en nuestro asunto, de ordinario, un derecho procesal—, la garantía se vulnera en cuanto el derecho no es satisfecho. Resulta inadmisible que, para considerar vulnerada la garantía, se pretenda añadir un resultado lesivo al hecho objetivo de la insatisfacción del derecho.

Y decimos que es inadmisible, porque, de ese modo, se hace desaparecer el derecho y, con ello, se infringe la Constitución o la ley que establecieron ese derecho como garantía. Veámoslo con un ejemplo: no existe, lisa y lla-namente, el derecho a utilizar pruebas pertinentes y útiles cuando se decide que ese derecho no se deja insatisfecho al inadmitir o impedir la práctica de pruebas pertinentes y útiles, sino solo si cabe formular la hipótesis de que esas pruebas, pertinentes y útiles, habrían cambiado el sentido del fallo. Dicho a la inversa: no existe el derecho a utilizar las pruebas pertinentes y útiles cuando se decide que la inadmisión de dichas pruebas —o el no haber-se practicado, pese haber sido admitidas— ha de considerarse neutralizada, digámoslo así, por la formulación de un juicio según el cual esas pruebas, de haberse practicado, no habrían alterado el resultado.

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CONSIDERACIONES SOBRE EL DERECHO DE DEFENSA

Gonzalo Rodríguez Mourullo

Catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid.

Académico de Número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España

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I. El derecho de defensa como derecho fundamental

El derecho de defensa aparece recogido, con el rango de derecho fun-damental, en el art. 24.2 de la CE.

«Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario pre-determinado por la ley a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser infor-mados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prue-ba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confe-sarse culpables y a la presunción de inocencia».

El artículo 24 de la Constitución «tiene la virtualidad de consagrar como derechos fundamentales de la persona lo que al mismo tiempo son garantías generales de los demás derechos y libertades, de tal manera que el ciudada-no no sólo se encuentra hoy con que la forma natural de protección de sus derechos fundamentales es la de acudir a los Tribunales por vía de un proce-so rodeado de determinadas garantías, sino que esas mismas garantías son proclamadas igualmente como derechos igualmente susceptibles de infrac-ción y a su vez, de la protección constitucional específica que proporciona el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional87».

El derecho de defensa en el artículo 24 de la CE «aparece junto a otros derechos que, aunque distintos e independientes entre sí —señala la muy importante STS 79/2012, de 9 de febrero—, constituyen una batería de garantías orientadas a asegurar la eficacia real de uno de ellos: el derecho a un proceso con garantías, a un proceso equitativo, en términos del CEDH; en definitiva a un proceso justo. De forma que la pretensión legítima del Estado en cuanto a la persecución y sanción de las conductas delictivas, solo debe ser satisfecha dentro de los límites impuestos al ejercicio del poder por los derechos que corresponden a los ciudadanos de un Estado de Derecho. Nadie discute seriamente en este marco que la búsqueda de la verdad, inclu-

87 Sánchez Agesta, El Artículo 24 de la Constitución y el recurso de amparo, en el Tribunal Constitucional III, Dirección General de lo Contencioso del Estado, Madrid 1982.

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so suponiendo que se alcance, no justifica el empleo de cualquier medio. La justicia obtenida a cualquier precio termina no siendo justicia».

Por su parte, el artículo 17.3 de la CE dispone: «Toda persona detenida debe ser informada de forma inmediata, y de modo que le sea comprensible, de sus derechos y de las razones de su detención, no pudiendo ser obligada a declarar. Se garantiza la asistencia de abogado al detenido en las diligencias policiales y judiciales en los términos que la ley establezca».

En una reiterada jurisprudencia hemos distinguido —señala el TC— una doble proyección constitucional del derecho de asistencia letrada, según se ejercite durante la detención preventiva (art. 17.3 CE) o en un momento pos-terior, una vez el sospechoso del delito o acusado se encuentre ya a disposi-ción judicial (art. 24.2 CE).

De una parte, en cuanto al contenido del derecho de asistencia letrada al detenido, es constante nuestra jurisprudencia, citada en la STC 13/2017, según la cual tiene como función la de «asegurar que los derechos consti-tucionales de quien está en situación de detención sean respetados, que no sufra coacción o trato incompatible con su dignidad y libertad de declara-ción y que tendrá el debido asesoramiento técnico sobre la conducta a obser-var en los interrogatorios, incluida la de guardar silencio, así como sobre su derecho a comprobar, una vez realizados y concluidos con la presencia activa del letrado, la fidelidad de lo transcrito en el acta de declaración que se le presenta a la firma (por todas, SSTC 196/1987, de 11 de diciembre, 252/1994, de 19 de septiembre, 229/1999, de 13 de diciembre, 199/2003, de 10 de noviembre), procurando así la norma constitucional que aquella situación de sujeción no devenga en ningún caso en productora de la inde-fensión del afectado».

El derecho de defensa ha sido definido desde la perspectiva procesal por Gimeno Sendra como un «derecho fundamental de todo investigado a acce-der al proceso penal, tan pronto como se le atribuya la comisión de un hecho punible, y a designar, en él, a un Abogado de su confianza o a reclamar la intervención de uno de oficio para efectuar ambos, defensor y patrocina-do, los actos de alegación, prueba e impugnación que estimen necesarios en punto a hacer valer, con eficacia, el derecho fundamental a la libertad que asiste a todo ciudadano que, por no haber sido condenado, se presume inocente88».

88 Gimeno Sendra, Derecho Procesal Penal, 2.ª ed., Civitas, 2015. Del mismo autor: Constitución y proceso, Tecnos, Madrid, 1988, página 89.

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El derecho de defensa —asegura la ya citada STS 79/2012, de 9 de febre-ro— «es un elemento nuclear en la configuración del proceso penal del Estado de Derecho como un proceso con todas las garantías. No es posible construir un proceso justo si se elimina esencialmente el derecho de defen-sa, de forma que las posibles restricciones deben estar especialmente justi-ficadas».

Gimeno Sendra, después de ofrecer la definición del derecho de defensa, que hemos transcrito, desgrana el contenido del mismo en los siguientes términos:

• «La defensa es un auténtico derecho fundamental reconocido en el artículo 24 e integrado por todo un conjunto de derechos y garantías instrumentales.

• Su primera manifestación consiste en acceder al proceso penal tan pronto como surja en él la imputación la cual ha de ser inmediata-mente comunicada.

• Su primer ejercicio estriba en reclamar el derecho a la defensa técnica del Abogado de confianza o del turno de oficio.

• Integrandos ambos, Abogado defensor y patrocinado, una parte dual a la que el ordenamiento ha de posibilitar, tanto el ejercicio de la defensa pública o técnica, como el de la privada o autodefensa.

• Su contenido consiste en oponerse a la imputación delictiva por cual-quiera de los medios legalmente admisibles: alegaciones, impugnacio-nes, proposición de actos de diligencias de investigación o, en su caso, de práctica de pruebas, aportación de documentos, etc. Actuaciones todas ellas dirigidas a demostrar la inconsistencia de la correspon-diente imputación o acusación89».

«El proceso penal del Estado de Derecho —declara la STS n.º 79/2012, de 9 de febrero— se estructura sobre la base del principio acusatorio y de la presunción de inocencia. Para que su desarrollo respete las exigencias de un proceso justo, o en términos del artículo 24.2 de la Constitución, de un

«Por derecho de defensa puede entenderse el derecho público constitucional que asiste a toda persona física a quien se le pueda atribuir la comisión de un hecho punible, median-te cuyo ejercicio se garantiza al imputado (hoy investigado) la asistencia técnica de un abogado defensor y se le concede a ambos la capacidad de postulación necesaria para oponerse eficazmente a la pretensión punitiva y poder hacer valer dentro del proceso del derecho constitucional a la libertad del ciudadano».

89 Gimeno Sendra, «Derecho Procesal» cit., Lección, 12, p. 277.

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proceso con todas las garantías, es necesario que el investigado conozca la acusación y pueda defenderse adecuadamente de la misma. De esta forma, el derecho de defensa, como derecho reconocido a cualquier investigado, resulta esencial, nuclear, en la configuración del proceso. En este marco, los principios de contradicción e igualdad de armas y de prohibición de la indefensión, actúan, a través del derecho de defensa, como legitimadores de la jurisdicción, de manera que ésta solo podría operar en ejercicio del poder judicial dadas determinadas condiciones de garantía de los derechos de las partes, y especialmente del investigado.

El derecho de defensa, desarrollado sustancialmente a través de la asis-tencia letrada, aparece reconocido como un derecho fundamental del dete-nido en el artículo 17 de la CE, y del investigado, con el mismo carácter aunque no exactamente con el mismo contenido, en el artículo 24. En el artículo 24 aparece junto a otros derechos que, aunque distintos e indepen-dientes entre sí, constituyen una batería de garantías orientadas a asegurar la eficacia real de uno de ellos: el derecho a un proceso con garantías, a un proceso equitativo, en términos del CEDH; en definitiva, a un proceso justo. De forma que la pretensión legítima del Estado en cuanto a la persecución y sanción de las conductas delictivas, solo debe ser satisfecha dentro de los límites impuestos al ejercicio del poder por los derechos que corresponden a los ciudadanos en un Estado de Derecho. Nadie discute seriamente en este marco que la búsqueda de la verdad, incluso suponiendo que se alcance, no justifica el empleo de cualquier medio. La justicia obtenida a cualquier pre-cio termina no siendo Justicia».

II. Inicio y finalización del ejercicio del derecho de defensa

Nada dice el art. 24.2 de la CE sobre desde qué momento podrá iniciarse el ejercicio del derecho de defensa. Hay que acudir al art. 118 de LECrim, en su actual redacción, cuyo apartado 1 dispone:

«Toda persona a quien se atribuye un hecho punible podrá ejercitar el derecho de defensa, interviniendo en las actuaciones, desde que se le comu-nique su asistencia, haya sido objeto de detención o de cualquier otra medida cautelar o se haya acordado su procesamiento, a cuyo efecto se le instruirá, sin demora injustificada, de los siguientes derechos».

Se menciona en primer lugar el de ser informado de los hechos que se le atribuyan, así como de cualquier cambio relevante en el objeto de la inves-

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tigación y de los hechos imputados. Esta información será facilitada con el grado de detalle suficiente para permitir el ejercicio efectivo del derecho de defensa.

Por eso en el párrafo final del mismo apartado del art. 118 se establece que «la información a que se refiere este apartado se facilitará con un len-guaje comprensible y que resulte accesible. A estos efectos se adaptará la información a la edad del destinatario, su grado de madurez, discapacidad y cualquier otra circunstancia personal de la que pueda derivar una modifi-cación de la capacidad para entender el alcance de la información que se le facilita».

«Es indudable —asegura la STS de 15 de diciembre de 2016— que el dere-cho a ser informado de la acusación forma parte de las garantías que derivan del principio acusatorio». El Tribunal Constitucional es constante en mani-festar que el derecho a ser informado de la acusación encierra un «conteni-do normativo complejo» cuya primera perspectiva consiste en la exigencia constitucional de que el acusado tenga conocimiento previo de la acusación formulada contra él, en términos suficientemente determinados, para poder defenderse de ella de manera contradictoria (SSTC 12/1981, de 10 de abril, F. 4; 95/1995, de 19 de junio, F. 3.a; 302/2000, de 11 de diciembre, F. 2). Una exigencia que se convierte en un instrumento indispensable para poder ejercitar el derecho de defensa, pues mal puede defenderse de algo quien no sabe qué hechos en concreto se le imputan».

Por su parte, la STC 24/2018, de 5 marzo, recuerda que «la imputación no ha de retrasarse más allá de lo estrictamente necesario, pues estando ligado el nacimiento del derecho de defensa a la existencia de la imputación, se ha de ocasionar la frustración de este derecho fundamental si el Juez retrasa arbitrariamente la puesta en conocimiento de la imputación».

El derecho a esta inicial información, de carácter instrumental respecto del fundamental derecho a la defensa y a la asistencia de letrado, se refiere al factum objeto del proceso y «no es constitucionalmente imprescindible que la imputación quede plenamente fijada en el acto de imputación ante el Juez de Instrucción, pudiéndose concretar a lo largo de la instrucción hasta el escrito de calificaciones provisionales, de manera que en la contestación al mismo el acusado puede proponer las pruebas que estime pertinentes y ejercer a partir de ese momento plenamente su defensa tanto frente a los hechos como frente a sus calificaciones jurídicas, así como durante el juicio oral» (ATC 135/2002, de 22 de julio, con base en las SSTC 225/1997, de 15 de diciembre, y 87/2001, de 2 de abril).

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III. Exigencias para que las restricciones del derecho de defensa resulten admisibles

El apartado 2 del artículo 118 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal indica que el derecho de defensa «se ejercerá sin más limitaciones que las expresa-mente previstas en la ley desde la atribución del hecho punible investigado hasta la extinción de la pena».

«Las posibles restricciones, que no siempre son aceptables en la mis-ma medida, requieren, según la interpretación que el TC ha hecho de la Constitución y el TEDH del convenio del cumplimiento suficiente, de, al menos, tres exigencias.

En primer lugar, una previsión legal suficiente (en este sentido, STC 196/1987 y otras muchas), que en nuestro ordenamiento, en tanto que ley de desarrollo de un derecho fundamental, debe respetar en todo caso su contenido esencial (artículo 53.1 CE). En segundo lugar, una justificación suficiente en el supuesto concreto; que tenga en cuenta los indicios disponi-bles en el caso, la necesidad de la medida y el respeto al principio de propor-cionalidad. A este aspecto se refieren la STEDH de 2 noviembre 1991, Caso S. contra Suiza, y la STEDH de 31 enero 2002, Lanz contra Austria. Y tercer lugar, en nuestro Derecho, una autorización judicial regulada en ocasiones de forma expresa y en otras de forma implícita, según ha establecido el TC, aunque su forma y características admitan algunas matizaciones en función de la entidad de la restricción».

IV. La autodefensa

Consiste, como la propia denominación indica, en la intervención directa y personal del investigado para impugnar cualquier imputación o acusación procesal y proteger así su libertad.

Como advierte Moreno Catena, nuestra LECrim potencia extraordinaria-mente la intervención del abogado en detrimento de la autodefensa, que aparece reconocida en textos internacionales, ratificados por España (art. 14.3 PIDCP y art. 6.3 CEDH). El mismo autor señala que entre los supuestos en que se permite al investigado autodefenderse aparecen: «[...] proponer verbalmente la recusación cuando se encontraba incomunicado; asistir a las diligencias de investigación; nombrar peritos; solicitar ser reconocido a presencia judicial por quienes dirijan cargo contra él; proponer diligen-cias; proponer prueba anticipada, prestar declaración en el sumario cuantas veces quiera; pedir de palabra la reposición del auto la detención a prisión;

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prestar conformidad con la calificación más grave; decir la última palabra en el juicio oral90».

V. Asistencia de letrado

Y en el segundo párrafo del mismo apartado se añade que «el derecho de defensa comprende la asistencia letrada de un abogado de libre designación o, en su defecto, de un abogado de oficio, con el que podrá comunicarse y entrevistarse reservadamente, incluso antes de que se le reciba declaración por la policía, el fiscal, la autoridad judicial, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 527 (que se remite a los supuestos previstos en el 509 en los que se haya decretado judicialmente la detención o prisión incomunicadas) y que estará presente en todas las declaraciones así como en las diligencias de reconocimiento, careos y reconstrucción de hechos».

Aunque el artículo 24.2 de la CE. en su afán de convertir en derechos autónomos los que son garantías y partes integrantes de otros derechos, menciona como distintos los derechos a «la defensa» y «a la asistencia de letrado», el artículo 118 de la LECrim considera que el derecho de defensa «comprende» la «asistencia letrada de un abogado».

La propia formulación normativa, al caracterizar la función del aboga-do como «asistencia», está subrayando que su actuación «no puede entrar en colisión con la voluntad del defendido, ya que el abogado que asume la defensa es un alter ego procesal, algo así como el oído y la boca jurídicas del investigado. El abogado defensor es llamado a colaborar con el investigado en el ejercicio del unitario derecho de defensa, y con ello se explica que el defensor deba gozar de total autonomía frente al juez y de una autonomía relativa o limitada frente al defendido, que no puede ser despojado o expro-piado de su derecho de defensa, ni siquiera en favor de un abogado. Así pues, el derecho a la asistencia de abogado ha de consistir, primariamente, en la facultad de elección de un abogado de confianza, de la persona que el investigado considere más adecuada para ello91».

90 Moreno Catena, El Proceso Penal, Vol. I, Tirant lo Blanch, Valencia, 2000, p. 447.

Más detalles del ejercicio unitario de defensa por parte de defendido y abogado y el supuesto de desavenencia entre ambos pueden verse en Moreno Catena, La defensa en el proceso penal, ed. Civitas, Madrid, 1982, p. 42 y ss.

91 Moreno Catena, El Proceso Penal, vol. cit., págs. 444-445.

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«En el ejercicio del derecho a la asistencia letrada —ha declarado el TC— tiene un lugar destacado la confianza que al asistido le inspiren las condi-ciones profesionales y humanas de su Abogado y por ello procede entender que la libre designación de éste viene integrada en el ámbito protector del derecho constitucional de defensa» (STC 196/87).

La confianza es la idea fuerza que preside todas las relaciones entre el defendido y su abogado.

VI. Confidencialidad de las relaciones entre el letrado y su defendido

Así la confidencialidad de las relaciones entre el investigado o el acusado y su letrado defensor, habrán de estar presididas por la confianza como ele-mento esencial. Al respecto, la STS 79/2012, de 9 febrero, recordó diversas resoluciones del TEDH.

STEDH Castravet contra Moldavia, de 13 de marzo de 2007, p. 49; y STEDH Foxley contra Reino Unido, de 20 de junio de 2000, p. 43. En la STEDH de 5 de octubre de 2006, caso Viola contra Italia (61), se decía que «[...] el derecho, para el acusado, de comunicar con su abogado sin ser oído por terceras personas figura entre las exigencias elementales del proceso equitativo en una sociedad democrática y deriva del artículo 6.3 c) del Convenio. Si un abogado no pudiese entrevistarse con su cliente sin tal vigilancia y recibir de él instrucciones confidenciales, su asistencia perde-ría mucha de su utilidad (Sentencia STEDH contra Suiza de 2 noviembre 1991, serie A núm. 220, pg. 16, ap. 48). La importancia de la confidenciali-dad de las entrevistas entre el acusado y sus abogados para los derechos de la defensa ha sido afirmada en varios textos internacionales, incluidos los textos europeos (Sentencia Brenan contra Reino Unido, núm. 39846/1998, aps. 38-40, TEDH 2001-X)».

En este mismo sentido, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, en la Sentencia (Gran Sala) de 14 de septiembre de 2010, señaló que «la confidencialidad de las comunicaciones entre los abogados y sus clientes debía ser objeto de protección a nivel comunitario», aunque supedi-tó tal beneficio a dos requisitos: «[...] por una parte, debe tratarse de corres-pondencia vinculada al ejercicio de los derechos de la defensa del cliente, y, por otra parte, debe tratarse de abogados independientes, es decir, no vinculados a su cliente mediante una relación laboral».

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En la STEDH, de 13 de marzo de 2007, Castrovet contra Moldavia se advierte de que en el desarrollo de la comunicación entre letrado y cliente, basada en la confianza y en la seguridad de la confidencialidad, y con mayor razón en el ámbito penal, es lo natural que aparezcan valoraciones sobre lo sucedido según la versión del imputado, sobre la imputación, sobre las pruebas existente y las que podrían contrarrestar su significado inculpato-rio, sobre estrategias de defensa, e incluso podría producirse una confesión o reconocimiento del imputado respecto de la realidad de su participación, u otros datos relacionados con la misma. Es fácil entender que si los responsa-bles de la investigación conocen o pueden conocer el contenido de estas con-versaciones la defensa pierde la mayor parte de su posible eficacia. El TEDH reitera que «[...] si un abogado no fuera capaz de departir con su cliente y recibir instrucciones de él sin supervisión, su asistencia perdería gran par-te de su utilidad, teniendo en cuenta que el Convenio pretende garantizar derechos prácticos y efectivos92».

No es preciso, por lo tanto —aclara la STS 79/2012, de 9 de febrero—, que aparezca un aprovechamiento expreso mediante una acción concreta y directamente relacionada con lo indebidamente sabido, pues basta para lesionar el derecho de defensa con la ventaja que supone para el investi-gador la posibilidad de saber (y con mayor razón el conocimiento efectivo) si el imputado ha participado o no en el hecho del que se le acusa, saber si una línea de investigación es acertada o resulta poco útil, saber cuál es la estrategia defensiva, cuáles son las pruebas contrarias a las de cargo, o incluso conocer las impresiones, las necesidades o las preocupaciones del imputado, o los consejos y sugerencias que le hace su letrado defensor. Se trata de aprovechamientos más sutiles, pero no por eso inexistentes. Basta, pues, con la escucha, ya que desde ese momento se violenta la confidencia-lidad, elemento esencial de la defensa. El TEDH ha señalado en este sentido que la injerencia existe desde la interceptación de las comunicaciones, sin que importe la posterior utilización de las grabaciones (STEDH Kopp contra Suiza, de 25 de marzo de 1998).

Además, sufrirían reducciones muy sustanciales otros derechos relacio-nados. En primer lugar —continúa la STS citada—, el derecho a no declarar. La comunicación con el letrado defensor se desarrolla en la creencia de que está protegida por la confidencialidad, de manera que en ese marco es posi-ble que el investigado, solo con finalidad de orientar su defensa, traslade al letrado aspectos de su conducta, hasta llegar incluso al reconocimiento de

92 STS 79/2012, fundamento de derecho séptimo.

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los hechos que puedan resultar relevantes en relación con la investigación. Es claro que el conocimiento de tales aspectos supone la obtención indebida de información inculpatoria por encima del derecho a guardar silencio. En estos casos, la prohibición de valoración de lo ya conocido no es más que un remedio parcial para aquellos casos en los que, justificada la intervención con otros fines, el acceso haya sido accidental e inevitable, pero de esa forma no se elimina la lesión ya causada en la integridad del derecho.

En segundo lugar, el derecho al secreto profesional. Concebido como un derecho del letrado a no revelar los datos, de la clase que sean, proporciona-dos por su cliente, o, con carácter más general, obtenidos en el ejercicio del derecho de defensa (artículo 416 de la LECrim y 542.3 de la LOPJ), opera también como un derecho del imputado a que su letrado no los revele a ter-ceros, ni siquiera bajo presión. El conocimiento indebido del contenido de las comunicaciones entre ambos, pues, dejaría en nada este derecho.

En tercer lugar, el derecho a la intimidad. La relación entre el imputado y su letrado defensor se basa en la confianza, de forma que es altamente pro-bable que, estando el primero privado de libertad, traslade al segundo cues-tiones, observaciones o preocupaciones que excedan del derecho de defensa para residenciarse más correctamente en el ámbito de la privacidad, que solo puede ser invadido por el poder público con una razón suficiente93.

VII. Derecho de defensa y secreto de las actuaciones

Como hemos recordado, el artículo 118.2 dispone que «el derecho de defensa se ejercerá sin más limitaciones que las expresamente previstas en la ley», pero lamentablemente en la práctica ciertas malas prácticas no res-petan tan inequívoco mandato.

Acorde con lo previsto en el artículo 118, el 302.1 LECrim dispone que «las partes personadas podrán tomar conocimiento de las actuaciones e intervenir en todas las diligencias del procedimiento». En el párrafo 2.º del mismo artículo se establece: «No obstante, si el delito fuese público, podrá el Juez de Instrucción, a propuesta del Mº Fiscal, de cualquiera de las par-tes personadas o de oficio, declararlo, mediante auto, total o parcialmente secreto para todas las partes personadas, por tiempo no superior a un mes cuando resulte necesario para:

93 STS 79/2012, undamento de derecho séptimo cit.

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• evitar un riesgo grave para la vida, libertad o integridad física de otra persona; o

• prevenir una situación que pueda comprometer de forma grave el resultado de la investigación del proceso.

El secreto del sumario deberá alzarse necesariamente con al menos diez días de antelación a la conclusión del sumario».

De estas disposiciones legales se deduce, en primer lugar, que la decla-ración de secreto constituye una excepción a la regla general recogida en los artículos 118 y 1er párrafo del propio artículo 302. Por tanto, que debe-rá aplicarse con carácter excepcional para no sacrificar innecesaria y des-proporcionadamente el derecho fundamental a la defensa que garantiza el art. 24 de la CE. Que el secreto puede resultar necesario en determinados momentos para que la investigación no se frustre es indiscutible. La STS de 5 de mayo de 1997 señala que «es precisamente en los momentos iniciales del procedimiento cuando, quizás, sea más necesaria una investigación sin conocimiento de las personas investigadas». Por su parte, la también STS de 24 de mayo de 2000 indica que «el Juez deberá apreciar la proporcionalidad de la medida y la gravedad de los hechos enjuiciados, reduciendo el periodo de duración del secreto a lo estrictamente imprescindible y procurando acti-var las diligencias con el mayor celo».

Es decir, que estamos ante una medida excepcional y limitada en el tiempo. Por eso la ley señala como plazo inicial el de un mes, y no el de seis meses ni un año.

¿Qué sucede en la práctica?

Que con una frecuencia mayor de la deseable se prorroga, una y otra vez, el secreto por periodos de un mes, mediante autos puramente formularios, hasta que la instrucción está sustancialmente completa, retornando así al primitivo proceso inquisitivo, desterrado por la vigente LECrim y la CE.

Que en los procesos más complejos —en los que sería más necesario que nunca que los investigados pudiesen hacer uso de la contradicción median-te el ejercicio de su derecho de defensa— nos encontramos con secretos que han durado años, y cuando estos se levantan, los investigados se ven ya inexorablemente abocados al juicio oral, porque es muy difícil darle la vuelta a lo ya instruido y porque, después de tan prolongada instrucción, los jueces tienden a invocar que la instrucción está ya completa y a remitir ya al juicio oral las diligencias que puedan proponer los investigados.

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Por eso me parece muy poco realista la declaración del TC, que en la Sentencia 1621/2005, de 29 de diciembre, declara la constitucionalidad del «secreto de la instrucción durante más de cinco años» —¡dónde quedan los momentos iniciales de que hablaba la STS de 5 de mayo 1997!— con base en que el segundo párrafo del art. 302 LECrim obliga imperativamente a alzar el secreto con diez días de antelación a la conclusión del sumario, ya que a partir de ahí se pueden «contradecir los indicios acumulados en la fase de secreto».

La situación ha mejorado parcialmente en los casos de investigados dete-nidos o privados de libertad en virtud de las modificaciones introducidas por la LO 5/2015 en los artículos 503, 302 y 520 de la LECrim en cumpli-miento de la Directiva 2012/13/UE, de 22 de mayo, que en su artículo 7 se refiere al derecho de acceso al expediente en los siguientes términos:

«1. Cuando una persona sea objeto de detención o privación de libertad en cualquier fase del proceso penal, los Estados miembros garantizarán que se entregue a la persona detenida o a su abogado aquellos documentos rela-cionados con el expediente específico que obren en poder de las autoridades competentes y que resulten fundamentales para impugnar de manera efec-tiva, con arreglo a lo establecido en la legislación nacional, la legalidad de la detención o de la privación de libertad».

Como se desprende del citado art. 7 de la citada directiva, el alcance de lo dispuesto en el mismo está sometido a dos limitaciones muy importantes:

• se refiere solo a los casos de detención o privación de libertad,

• y únicamente a aquellos documentos que resulten «fundamentales para impugnar de manera efectiva» la legalidad de la detención o de la privación de libertad.

La Sección 15 de la Audiencia Provincial de Madrid aplicó ya la referida modificación, advirtiendo de que «su alcance se limita, por exigencia de la normativa europea, a aquellos elementos de las actuaciones que sean esen-ciales para impugnar la legalidad de la detención o privación de libertad» (Auto de 12 de abril de 2016).

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