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    ELLIBROSECRETO

    DEASCALN

    Michael Peinkofer

    Traduccin de Irene Saslavsky

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    Ttulo original: Das Buch von AscalonTraduccin: Irene Saslavsky1. edicin: enero 2015

    2012 by Bastei Lbbe GmbH & Co. KG, Kln Ediciones B, S. A., 2015 Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (Espaa) www.edicionesb.com

    Printed in SpainISBN: 978-84-666-5457-9DL B 23646-2014

    Impreso por LIBERDPLEX, S.L.Ctra. BV 2249, km 7,4Polgono Torrentfondo08791 Sant Lloren dHortons

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurdico, queda rigurosamente prohibida,sin autorizacin escrita de los titulares del copyright, la reproduccintotal o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografa y el tratamiento informtico, as comola distribucin de ejemplares mediante alquiler o prstamo pblicos.

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    Para mis padres,los mejores que hubiese podido desear

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    Personajes(en orden alfabtico)

    Adhemar de Monteil obispo y legado papalAkiba Bar Akiba rabino de la comunidad de ColoniaBahram al-Armeni oficial armenioBaldric caballero normando

    Berengario monje benedictinoBernier de Castre caballero provenzalBertrand vasallo normandoBohemundo de Tarento comandante en jefe normandoBovo soldado lotaringioBrian de Villefort caballero provenzalCaleb hijo de Ezra Ben Salomon

    Chaya joven judaConwulf, llamado Conn joven anglosajnDaniel Bar Levi parns de ColoniaDov Ben Amos vendedor de tejidos, parnsde AcreDuqaq, Abu Nasr al-Muluk emir de DamascoEleanor de Rein esposa del barn de ReinEsteban de Blois cuado de Guillermo II

    Eustacio de Privas noble provenzalEzra Ben Salomon comerciante de Antioqua,

    hermano de Isaac BenSalomon

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    Godofredo de Bouillon comandante en jefe lotaringioGuillermo II Rufo (el Rojo) rey de InglaterraGuillaume de Rein hijo del barn de Rein

    Hassan al-Kubh comandante de la guarnicin de AcreHernaut arquero lotaringioHugo le Chasseur caballero lotaringioHugo de Monteil hermano de AdhemarIsaac Ben Salomon comerciante judo

    Jakob Lachisch gabide la comunidad de Colonia

    Jamal ibn Jallik erudito y astrlogoKalonymos Ben Meschullam Gran Rabino de MagunciaKerbogha atabeyde MosulLethold de Tournaye caballero lotaringioMardoqueo Ben Neri comerciante de ColoniaNia esclava galesaRanulfoFlambard consejero de Guillermo II

    (el Incendiario)Remy vasallo normandoRenaldo de Rein barn normandoRoberto, duque de Normanda hermano de Guillermo IIYaghi-Siyan emir de Antioqua

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    Prlogo

    La luz de una vela ya casi completamente consumida pro-porcionaba una escasa visibilidad; haca un buen rato que noalcanzaba a iluminar toda la habitacin. Sin embargo, el signopareca atraer lo que quedaba de la luz, como el dulce nctaratrae a las abejas. Dos tringulos iguales y de formas perfectas,uno semejante a una pirmide, el otro boca abajo, ambos entre-

    lazados entre s, unidos en la luz de la eternidad.Ahora que se acerca mi fin dijo la voz debilitada y que ya

    solo dejaba adivinar la autoridad y la firmeza de antao com-prendo lo que un da debi de haber sentido Abraham cuando elSeor le orden que sacrificara lo que ms amaba. No pensis queignoraba el peso de la carga. En los aos venideros la recordariscon frecuencia, recordaris este instante y el deber que habis asu-

    mido y os preguntaris cundo llegar el da en el que el Seor osreclamar Sus derechos. Viviris vuestra vida como yo he vividola ma, fundaris familias y tendris hijos. Debido a las preocupa-ciones cotidianas a veces olvidaris lo que antao existi y quiz,si al Seor le place, vuestra vida acabar tal como acaba la ma sinque os haya exigido que cumplis con ese inmenso deber. Perotambin puede que un da aadi la voz dbil y casi inaudiblelleguen tiempos que lo cambien todo y debis estar preparados

    para dichos tiempos. Nunca debis olvidarlo. Que Adonai osbendiga y os proteja, sucesores y herederos mos. Que Su sem-blante resplandezca por encima de vosotros y os sea misericor-dioso. Que vuelva Su semblante hacia vosotros y os d...

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    Las palabras de la bendicin se diluyeron en sus plidos ydelgados labios. Y en ese mismo instante se apag la vela y laoscuridad rein en la habitacin.

    Sussex del Este, InglaterraEn el ao de la Conquista, octubre de 1066

    El joven caballero haba dejado de contar. Cuntas aldeashaba visto cuyas chozas de techo de paja ardan en llamas y cu-yos habitantes corran de un lado al otro, presas del pnico, gri-tando y llorando hasta que las espadas o las flechas de los atacan-tes acababan cruelmente con sus vidas? No hubiera podido de-cirlo. Su deber tampoco consista en reflexionar al respecto odudar de las rdenes del duque. Sin embargo, saba que todo loque sus ojos haban presenciado durante esos das y esas nochesse grabara de un modo inextinguible en su memoria.

    Haba visto un cerdo correr por la plaza de la aldea, berrean-

    do y ardiendo; un anciano que, con manos trmulas, procurabavolver a introducir las sanguinolentas tripas en su vientre rajado;una mujer rubia que soltaba alaridos al tiempo que un guerreronormando la arrastraba de los cabellos por el suelo; un muchachocasi un nio que, sin embargo, se resista blandiendo unahorca hasta que un cintarazo le separ la cabeza de los hombros.

    La muerte y los moribundos reinaban por doquier. La sangre

    empapaba el hmedo suelo otoal, el rugido de las llamas y losgritos de los masacrados hendan el aire fro. Cuando saliera el sollas ruinas humeantes y los cadveres putrefactos sera lo nico quequedara de la aldea cuyo nombre el caballero ni siquiera conoca.

    Aferrado a la espada, salpicada de sangre de inocentes y quepesaba en sus manos como si fuera de plomo, permaneca en elextremo oriental de la aldea donde haba un riachuelo y un mo-lino cuyo techo de paja tambin arda; el molinero, su mujer y

    sus hijos estaban tendidos en el charco de su propia sangre. Lasllamas proyectaban largas sombras que hacan que los atacantes,montados en sus cabalgaduras relinchantes, parecieran los jine-tes del Apocalipsis que traan la muerte y la perdicin.

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    Los ojos se le llenaron de lgrimas, y no solo debido al humoacre que surga de las casas. La tristeza invadi al caballero al verla terrible desdicha de los habitantes de la aldea sobre los cuales

    haba sobrevenido la desgracia de manera tan repentina, peropese a las lgrimas que le nublaban la vista, de pronto not quealguien echaba a correr hacia l.

    Era un hombre joven, un iuveniscomo l mismo, pero suscabellos rubios le rozaban los hombros y llevaba las ropas delana de un campesino. Estaba herido, la sangre manaba de uncorte en la sien y una flecha disparada por un arquero normandole haba perforado el antebrazo izquierdo.

    Corra a toda prisa hacia el ro, que quiz pretenda cruzarpara escapar. El caballero cumpli con lo que le haban encarga-do y se interpuso en su camino.

    El muchacho se asust, pero ya era demasiado tarde paracambiar de direccin. Ro arriba, el molino en llamas le impedael paso y ro abajo una verja de madera que en su estado no hu-biese podido saltar, as que sigui corriendo hacia el caballero

    que alz la espada y el escudo y se enfrent al muchacho.El encontronazo fue tan breve como violento.El joven se abalanz sobre l soltando un espantoso alarido

    y pareca querer arrollarlo, pero el caballero aguant la embesti-da y se defendi alzando el escudo. El joven anglosajn rebothacia atrs, se tambale durante un instante y cay al suelo. Elcaballero dio un paso adelante, alz la espada con el fin de darle

    muerte tal como su seor le haba ordenado... pero vacil.Porque en ese mismo momento el muchacho alz la vista ylas miradas de ambos se cruzaron. La del campesino indefensotendido en el lodo y de cuyas heridas en la sien y en el brazobrotaba la sangre expresaba desesperacin y terror.

    La espada se detuvo y durante un momento fue como si elnormando dejara de or los gritos y el rugido de las llamas y, enmedio del repentino silencio, oy que el anglosajn balbuceaba

    unas palabras. El caballero no las comprendi, pero la voz ex-presaba desamparo y splica. Titube un instante, luego recordsu juramento... y su deber.

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    Northumbria, InglaterraSeptiembre de 1080

    Maldicin.La frustracin crisp el rostro de Osbert de Rein.Haba apuntado con cuidado y dirigido la flecha directamen-

    te al objetivo... pero al parecer no le quedaba otro remedio querenunciar a cobrar la presa.

    Se encontraba al borde de una abrupta pared de rocas, de unaprofundidad de unas diez brazas y cubierta de helechos y de

    musgo, y diriga la vista hacia abajo con el arco an en la manoizquierda y presa de la vehemencia del cazador.El ciervo estaba tendido en el fondo de la quebrada, cerca del

    estrecho arroyo que la recorra chapoteando. Al dar en el blancola flecha se haba partido, haba arrojado la cabeza del animalhacia atrs estirando el cuello de manera grotesca. Por lo dems,el cadver estaba intacto... y sera una pena dejarlo pudrirse allabajo. Sobre todo porque Osbert le haba prometido la corna-

    menta y la piel del animal a Guillaume.El cazador recorri la pared de rocas con mirada febril: solo

    haba una serie de pequeos salientes que podran servirle deapoyo. Debido a la lluvia reciente, las rocas y el musgo que lascubran en diversos puntos se haban vuelto resbaladizos, asque tendra que proceder con cautela... de lo contrario, en eselluvioso da de octubre el pobre Guillaume experimentara una

    nueva baja.Mientras regresaba junto a su caballo en busca de una cuerdaque colgaba de la silla de montar que en realidad haba tradopara sujetar las patas de la presa y cargarla a lomos del caballouna sonrisa audaz recorri el rostro lampio de Osbert. De mo-mento, tendra que conformarse con eso, porque primero habaque subir al ciervo desde el fondo de la quebrada.

    Osbert escogi un rbol con mirada experta, at un extremo

    de la cuerda en torno al tronco y la anud. Luego volvi a acer-carse al precipicio y descendi lentamente aferrndose a la cuer-da con los guantes de cuero, y un nuevo pensamiento se le cru-z por la cabeza: cunto ms sencillo habra sido si Guillaume

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    lo hubiera acompaado durante la cacera. Bajar al muchachocolgado de la cuerda hubiese supuesto una mnima dificultady seguro que para Guillaume, que comparta el entusiasmo de Os-

    bert por la caza y que posea cierta destreza para esta, no hubie-ra significado un problema sujetar la presa con la cuerda de ma-nera que Osbert pudiera subirla sin esfuerzo. Pero su hermanono haba permitido que el muchacho lo acompaase y Osbertdeba conformarse.

    Sus botas buscaron apoyo y lo encontraron. Sigui descen-diendo cuidadosamente, apoyando el peso del cuerpo contra lapared de rocas.

    De pronto, oy ruidos por encima de su cabeza, relinchos ygolpes de cascos que apagaban el chapoteo del arroyo.

    Quin...? grit Osbert, dirigiendo la voz hacia lo altocuando un rostro conocido se asom por encima del borde delprecipicio.

    T? pregunt, sorprendido.No recibi ninguna respuesta pero, aterrado, vio aparecer

    una mano que sostena un arma brillante.Qu ests...?Osbert de Rein jams acab la frase. El pual cort la tensa

    cuerda de golpe y, soltando un alarido, el cazador se precipit alvaco.

    Jerusaln15 de julio de 1099

    Era como si el tiempo se hubiera detenido.Era como si el aliento de Dios, que durante milenios haba

    mantenido la ciudad con vida y la haba protegido de las dificul-tades, de pronto se hubiese detenido. El sordo impacto de losproyectiles lanzados una y otra vez contra las murallas y las to-

    rres septentrionales por las catapultas de los atacantes haba en-mudecido. Un extrao silencio se extenda por encima de la ciu-dad, una calma funesta que pareca anunciar la proximidad delfin.

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    Numerosos atacantes se haban lanzado contra las murallas,cuyos cimientos se remontaban a la poca del rey Salomn: losbabilonios, que arrasaron la ciudad y vendieron a sus habitantes

    como esclavos; ms adelante los romanos, que la sometieron y laincorporaron a su mbito de poder, y finalmente los musulma-nes, que llegaron como una tormenta desde el sudoeste e impu-sieron su fe a sangre y fuego. Pero ni estos ni el gran terremotoque afect a la ciudad haca sesenta y seis aos y arras algunosbarrios, haban cado sobre Jerusaln con la misma furia destruc-tiva demostrada por los guerreros extranjeros que combatanbajo la seal de la Cruz.

    Haca un mes que duraba el asedio, emprendido sobre tododesde el norte, pero tambin desde el sur, donde la puerta de Sinhaba resistido mucho tiempo a todos los ataques. Pero entonceslos agresores haban pasado a arrojar proyectiles de piedra y fle-chas incendiarias contra las murallas, intimidando y debilitan-do a los defensores. Y desde que construyeron grandes torres demadera para que las tropas, protegidas por la oscuridad de la no-

    che, pudieran acceder a las murallas, solo era cuestin de tiempoque Jerusaln cayera bajo el ataque del enemigo.

    El aire por encima de las cpulas y los techos pareca rezu-mar temor y el viento que soplaba desde el norte arrastraba elhlito acre del humo y el hedor de la muerte a travs de las calle-

    juelas, como presagios de los horrendos acontecimientos que sedesencadenaran en la ciudad. Por fin, gritos de espanto inte-

    rrumpieron el plomizo silencio...Vosotros tambin lo os?Debe de haber cado la muralla septentrional.De madrugada, cuatro figuras recorran apresuradamente las

    desiertas callejuelas del barrio judo. Todas las casas de piedrajunto a las que pasaban eran barricadas, los habitantes se oculta-ban en la oscuridad, confiando en la misericordia de los conquis-tadores.

    En vano, tal como sospechaba Conwulf.Aferrando la empuadura de su espada, se oblig a pensar en

    otra cosa al tiempo que segua corriendo sin aliento. El encargoque el destino le haba hecho deba ser llevado a cabo a cualquier

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    precio, puesto que su resultado podra decidir la suerte o la des-gracia y no solo las de los cristianos, los judos o los sarracenos,sino las de todos los hijos de Dios.

    Cada uno de los cuatro compaeros que aquella maana delao del Seor de 1099 recorran el camino hacia el monte del Tem-plo senta que lo que estaba en juego no solo era el destino deuna nica ciudad, puesto que mientras en las almenas y los adar-ves el combate por Jerusaln haba tomado un giro decisivo,otro conflicto cuyo origen se remontaba a un pasado muyremoto, hasta el principio de los tiempos no estaba todavaresuelto.

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    Libro primero

    Terra Occidentalis

    1096 d. C.

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    Tres aos antesLondres, mayo de 1096

    Haca fresco aquella maana.Soplaba un viento glido del este y la persistente neblina, que

    durante la noche cubra el ro, remontaba las orillas e invada las

    callejuelas de la ciudad.Las primeras en acudir al prado donde estaba montado el

    patbulo fueron las cornejas: su olfato siempre les permita des-cubrir dnde y cundo haba algo que devorar y ello las atrajo ala pradera situada al este de la ciudad, entre el laberinto de casasde techos de paja y el muro de piedra que se extenda desde el rohacia el norte y que haba sido construido en la poca romana.

    Soltando agudos chillidos, las aves se posaron en el tosco patbu-lo y aguardaron: cinco tenebrosas siluetas que se destacabancontra la niebla como negros mensajeros de la muerte... hastaque una piedra surc el aire y le dio a una de ellas.

    Mientras que las otras aves se espantaron y echaron a volar,la corneja herida cay hacia atrs y aterriz en las tablas podri-das, donde hizo un vano intento de extender las alas y seguir asus compaeras, pero la piedra le haba roto un ala. Corri en

    crculo chillando excitada hasta que otra pedrada la barri delpodio del patbulo.

    El resultado fue una carcajada burlona. El golfillo que habaarrojado la piedra mediante una honda primitiva alz los brazos

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    con gesto triunfal, y sus compinches, todos tan andrajosos, mu-grientos y flacos como l, le dieron la enhorabuena por el tiromagistral. Curiosos y expectantes ante el acontecimiento que

    presenciaran a esa hora tan temprana del da, se sentaron en lahierba todava hmeda en torno al patbulo.

    No tardaron en tener compaa.Otros curiosos campesinos, criadas y jornaleros, pero tam-

    bin artesanos y comerciantes aparecieron en la explanada delpatbulo. Entre las escasas distracciones que la vida ofreca alpueblo llano una ejecucin siempre era la ms emocionante. Y sicomo ese da tambin prometa convertirse en un asunto diver-tido, pues tanto mejor. Cuantas ms personas acudan y cuantoms se elevaba el sol por encima del linde del bosque que se ex-tenda ms all de las murallas de la ciudad, tanto ms ansiosaseran las miradas que cada uno de ellos lanzaba al enorme castilloque se elevaba al sur del lugar de la ejecucin y que serva de alo-

    jamiento al rey cuando este no se encontraba en Winchester o enotro lugar del reino.

    Su construccin se inici durante el reinado de su padre Gui-llermo e incorporaba las viejas murallas romanas, pero hacia elnorte y el oeste estaba rodeado de empalizadas de madera. A lolargo de los aos una gran torre de piedra acab por elevarse enmedio de las murallas que, en comparacin con las casas bajas dela ciudad, pareca tan resistente e intimidante que se limitaban allamarla la Torre de Londres. Ya meda ms de quince brazas de

    altura y an no estaba terminada: otro monumento arquitect-nico normando de los que entretanto ya haba un nmero muyelevado en Inglaterra, un testimonio convertido en piedra de quelos conquistadores procedentes de tierra firme no tenan la me-nor intencin de volver a abandonar su botn.

    Solo un nmero muy escaso de los ciudadanos de Londressaba qu se encontraba al otro lado de las murallas y las empa-lizadas del castillo. Pero se rumoreaba que la gran torre estaba

    dotada de toda clase de lujos y suntuosidades: una gran sala don-de se alojaban los soldados y los criados, y otra situada por en-cima de aquella en la que el rey reciba a la corte y a sus incon-dicionales. Incluso dispona de una capilla propia en la que el

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    soberano renda homenaje al Todopoderoso y en la cual Ranulfode Bayeux, su capelln, haba celebrado una santa misa durantelas pasadas Pascuas. En dicha ocasin, numerosos nobles del rei-

    no haban acudido a Londres, quiz no con el fin de honrar aDios sino sobre todo al rey, tal como sospech Conn esbozandouna sonrisa sarcstica.

    No entenda gran cosa de dichos asuntos y adems le re-sultaban indiferentes. Segn su experiencia, el Seor ayudaba aquienes saban ayudarse a s mismos... siempre y cuando presta-ra odos a los desgraciados y los humildes, los pobres y los sier-vos que a duras penas lograban sobrevivir miserablemente en lascallejuelas de la ciudad. Eran incapaces de leer la Biblia, comolos monjes de la abada de Westminster, y tampoco podan fun-dar iglesias y conventos como los nobles normandos con el finde obtener la salvacin de sus almas. Lo nico que les quedabaera el aqu y el ahora, y estos ya eran bastante duros... Conn es-taba convencido de que ms adelante ya tendra tiempo de deva-narse los sesos acerca de la Eternidad.

    Alcanz el prado del patbulo en medio de otro grupo decuriosos. Vestido con sus ropas gastadas consistentes en unospantalones de lana mil veces remendados y una tnica agujerea-da sostenida por una cuerda, no se diferenciaba de los demsmirones que haban acudido para presenciar la anunciada ejecu-cin. Una capucha le cubra los cabellos an de un color rubiooscuro tras el largo invierno y tambin la nuca; una enmara-

    ada perilla ocultaba su juventud, pero bajo la capucha sus ojosazules no expresaban curiosidad ni avidez de sensacionalismosino una gran atencin.

    Entretanto, el lugar de ejecucin se haba llenado de curio-sos. Conn calcul que se habran reunido al menos trescientosespectadores para presenciar la muerte de Tostig. Todos cuchi-cheaban excitados, rean y sealaban el patbulo del cual el desa-fortunado ladrn no tardara en colgar.

    Cuando se abri la puerta septentrional del castillo un re-pentino silencio se cerni sobre el prado. Los cuchicheos y lassperas risas enmudecieron y dos guardias armados surgieron dela puerta seguidos de un hombre montado a caballo. Llevaba un

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    yelmo con visera y un manto de lana para protegerse del fro. Lafbula de plata que sostena la prenda llam la atencin de Conn,pero tras echar un vistazo a ambos guardias y la larga espada

    normanda envainada, lista para que el jinete la blandiera, descar-t la idea de inmediato.

    La multitud de curiosos se apart a un lado y al otro, dejan-do pasar al jinete y sus hombres. Los segua un carro arrastradopor bueyes, de esos con los que se sola transportar la paja, en elque estaba acurrucada una figura de aspecto perdido con unaargolla de hierro en torno al cuello.

    Tostig.Tostig el ladrn de huevos, como lo llamaban en tono bur-

    ln, porque jams cobr el suficiente valor como para robar algoms que un par de nabos o de huevos para llevarse algo a la bocahambrienta. No obstante, haca un par de das haba robadomanzanas de un carro que se diriga al castillo... y quien osabaapropiarse de algo que le perteneca al rey reciba el ms duro delos castigos.

    Aunque Tostig solo tena unos pocos aos ms que Conn, sudentadura estaba podrida y sus cabellos, ralos. Los moratones ylos verdugones que cubran su plida piel indicaban que lo ha-ban golpeado en la crcel y sus ojos ojerosos permitan suponerque no haba dormido en muchas horas.

    Rodeado de curiosos, Conn observ cmo el carro avanzabatraqueteando hacia el patbulo. Los golfillos se burlaban de Tos-

    tig y le gastaban bromas llevndose las manos al cuello, ponien-do los ojos en blanco y sacando la lengua. La multitud lo consi-der cmico y solt carcajadas; entonces Tostig se ech a llorarprovocando an ms risas.

    Conn no rio.No conoca a Tostig tanto como para sentir compasin por

    l, pero no dejaba de sentir angustia y de pronto se pregunt silos ciudadanos de Londres lo recibiran con la misma simpata

    cuando lo llevaran al patbulo.Un monje de la abada de Westminster segua al carro con la

    vista baja y una cruz en las manos, al igual que el verdugo quellevara a cabo la sentencia: un individuo gordo de piernas cortas

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    y de ojos tan hundidos que casi desaparecan entre la frente pro-nunciada y las rechonchas mejillas. Aunque an era temprano yhaca fresco el sudor ya le cubra la frente, aunque lo cierto es

    que se ganaba el salario de manera bastante sencilla. Y precisa-mente de ese salario pensaba aligerarlo Conn.

    Entretanto, los guardias y el jinete haban alcanzado el pat-bulo. Sin desmontar del caballo, el del yelmo indic a sus esbi-rros que condujeran al prisionero al cadalso, lo cual result msdifcil de lo calculado porque en cuanto Tostig vio la cuerda em-pez a gritar y tir de las correas que le sujetaban las manos a laespalda. Dado que al parecer alguien haba sido negligente alrealizar su tarea, logr desatarse las manos y se aferr a la rejadel carro con todas sus fuerzas de modo que para gran regoci-

    jo de los espectadores los guardias al principio no lograronagarrarlo y el verdugo se vio obligado a intervenir.

    Suelta de una vez! grit, jadeando. Aferr la argolla dehierro que el prisionero llevaba en torno al cuello y tir de estacon fuerza para arrastrarlo del carro como si fuera un perro.

    Pero haciendo caso omiso del metal oxidado que se clavaba ensu cuello, Tostig sigui gritando y se aferr con desesperacincomo si as lograra evitar el triste fin que le aguardaba. Las car-cajadas de la multitud se volvieron ms sonoras.

    El normando montado en el caballo solt un rugido de im-paciencia: que Tostig se dejara de tonteras y se enfrentara alcastigo merecido, grit, pero el condenado hizo odos sordos y

    tambin a las palabras tranquilizadoras del monje. Entonces eljinete condujo su caballo hacia delante y desenvain la espada.Conn baj la vista.No vio cmo la espada del normando cercen la mueca de-

    recha de Tostig, solo oy el alarido que reson en el lugar de laejecucin. Un murmullo recorri la multitud, que no haba con-tado con ver sangre aquella maana, pero que tampoco tena nadaque objetar.

    Tostig dej de resistirse, pero durante todo el trayecto desdeel carro hasta el cadalso grit y berre como un cerdo en el ma-tadero. Un chorro de sangre brot del mun de su brazo dere-cho y manch los uniformes de los guardias y la ropa del verdu-

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    go, que prosigui con su tarea con aire impvido, volvi a maniataral condenado y le coloc la cuerda alrededor del cuello. Tostig si-gui soltando alaridos, incluso cuando el monje dio un paso ade-

    lante para encomendar su alma pecadora al Juez supremo. Losgritos solo se apagaron cuando el verdugo lo lanz al vaco me-diante un empelln y luego se produjo un espantoso estertor.

    Tostig se aferraba a la vida y tard mucho tiempo en dejar desufrir. Colgaba de la cuerda pataleando al tiempo que la sangregoteaba del mun. Al principio algunos seguan bromeando ysoltando risitas maliciosas, despus los primeros empezaron adesviar la mirada. Cuando la existencia de Tostig, el ladrn dehuevos, lleg a su fin, ya nadie rea... a excepcin del verdugo, alque el hombre montado a caballo le arroj un talego de monedastintineantes.

    El gordo le agradeci inclinando la cabeza y mientras el jine-te y sus esbirros volvan a dirigirse al castillo l permaneci all,puesto que descolgar al ejecutado y enterrarlo tambin formabaparte de sus obligaciones.

    La turba de curiosos tambin se disolvi, pues ya se habaacabado el espectculo y entonces lleg el momento que Connhaba aguardado.

    Si la experiencia le haba enseado algo era que no tena sen-tido ser demasiado modesto. Claro que haba que tener buenavista y reflexionar concienzudamente antes de decidir a quinaligerar de sus bienes y a quin no, pero el atroz destino de Tos-

    tig demostraba que la modestia no supona una proteccin fren-te al castigo, y tampoco un exceso de cautela. Quien titubeabasolo corra peligro de ser descubierto y quizs atrapado, y den-tro de lo posible un ladrn procuraba evitar ambas cosas.

    Con la capucha cubrindole el rostro, Conn se abri pasoentre la multitud que se alejaba y se acerc al verdugo que per-maneca al pie del patbulo y quien, a juzgar por su expresin,estaba muy conforme con el resultado de su tarea. Se restreg

    la frente con el dorso de la mano y emborron la sangre que lamanchaba; sin embargo, el gordo ni siquiera pareci notarlo: elsaquito de cuero que se haba colgado del cinturn lo compen-saba por el esfuerzo realizado.

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    Entretanto, Conn casi haba llegado a su lado, solo unos pa-sos lo separaban del patbulo. Ech un breve vistazo, sopes susposibilidades y actu con rapidez y decisin.

    Un hombre fornido que quera pasar junto a l de repentese convirti en su cmplice. Conn simul no haberlo visto y lepeg un empelln. El desconocido, quien a juzgar por las manoscallosas y los musculosos antebrazos era un herrero, se enfady le devolvi el empelln sin dejar de soltarle una maldicin yConn, solo aparentemente impulsado por la casualidad, choccontra el rechoncho cuerpo del verdugo.

    Por qu no prestas atencin, maldita sea?Perdonad, seor se apresur a contestar Conn, aga-

    chando la cabeza y procurando parecer sumiso, pero en realidadquera evitar que el otro viera sus rasgos. No volver a suceder.

    Eso espero, pedazo de moscarda! Lrgate de aqu de unavez!

    Desde luego, como queris, seor afirm Conn y volvia inclinarse al tiempo que se dispona a alejarse. Entonces se vol-

    vi rpido como un rayo y un instante despus desapareci en-tre los espectadores que regresaban a la ciudad para iniciar sustareas cotidianas.

    Conn sigui caminando junto a ellos durante un rato, des-pus tom una callejuela lateral lo bastante estrecha y oscuracomo para no llamar la atencin y en la que el pestazo era tanconsiderable que nadie notara su presencia. Solo entonces in-

    trodujo la mano bajo la tnica, extrajo el pequeo saco de cueroque haba cambiado de propietario sin que nadie lo notara, loabri y contempl el contenido.

    Eran cinco peniques.Conque esto es lo que vale la vida de un ladrn, pens,

    acongojado.