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----------a---------- CLARIN VA A MISA Carlos Luis Alvarez L a flecha de Clarín como crítico polí- tico y literario sigue una trayectoria que arranca, en general, de Quevedo. Algunos opúsculos políticos clarinianos en los que toca el tema de la gobernación recuer- dan el aire del «Lince de Italia u zahorí español», la carta que en 1628 escribió Quevedo a Felipe IV. Y también recuerdan «La España defendida». Si- gue la flecha por Juan Pablo Forner y sus «Exe- quias de la lengua castellana» y da en Bartolomé José Gallardo. Gallardo, siendo diputado, publicó en 1837 una sátira contra Martínez de la Rosa titulada «Discurso del diputado extremeño Ga- lldo sobre el párrafo de la paz del proyecto de contestación al discurso de la Corona, traducido y parraseado en lenguaje pedestre del estilo de tribuna». Está ahí la salsa con la que Clarín ade- rezó su sátira política más robusta, la de Cánovas, y quizá la más perdurable en conjunto. De Ga- llardo es también el justo dicterio «Cuatro pme- tazos bien plantados por el Dómine Lucas a los gazeteros de Bayona», escrito contra el perio- dismo rancesado. Las semejzas de Clarín con Gallardo son abundantes, cada cu con su genio. El título del dicterio de Glardo sigue: «... a los gazeteros de Bayona por otros tantos puntos ga- rrales que se les ha soltado contra el buen uso y reglas de la Lengua y Gramática Castellana, en su famosa crítica de la « Historia de la Literatura Española», que dan a luz los Señores Gómez de la Cortina y Hugde-Mollinedo». Más que un título parece el primer capítulo. El «carácter vindica- tivo» de Bartolomé José Gallardo es el mismo de Clan, su nervio para la querella. «La apología de los pos», que tan a fondo ha estudiado Pedro Sainz Rodríguez (estudioso también de Clarín) es asimismo un antecedente genérico de la caustici- d del autor asturiano. Finmente hlamos a Larra, figura ya más próxima, con una sensibili- dad del todo contemporánea y a la que Clarín le rinde continuo homenaje. Hay una exclamación de Clarín en la que reclama la atención de Fígaro para que vea que las Batuecas estaban donde él las dejó. La definición darinia de un cierto es- tilo como «dórico-batueco» (Pérez de Ayala ha- bría de aislar el estilo «imitativo-alcarreño») es sin duda un reconocimiento de Larra. Así, pues, hay una línea del humorismo crítico espol que arranca de Quevedo y llega hasta Clarín. Armando Pacio Vdés, del que ya es un lugar común decir que está «injustamente olvidado», con lo que, reconociéndolo, nadie se siente obligado a ocuparse de él, escribió a Clarín que «eres y has sido siempre un humorista-místico por el estilo de don Francisco de Quevedo». ¿Hay humoristas místicos y humoristas ascéti- cos? Lo más probable es que Pacio V dés qui- siera decir «transcendente». Todo auténtico hu- morismo arranca de una duda, pero no de una «duda provisional», que siempre es una «duda fsificada», sino de una duda verdadera, que duele («Solos», pág. 81). Transcendencia quiere decir también (cuidado, no lean este páafo los progresistas, no se vayan a intoxicar) religiosidad. «Esta religiosidad de Alas, que de esperanza de conocer la verdad del orden divino se ha conver- tido en duda de verla revelada jamás, esta nueva forma de fe, por mucho que duela, la acaricia con amor, amor por el misterio, y cuando ella rebosa de su alma la innde amorosamente en su arte, en sus cuentos sobre todo, que a esto deben la ten- sión característica de todos ellos». (Eduard J. Gramberg: «Fondo y forma del humorismo de Leopoldo Alas, «Clarín»». l. de Estudios Asturia- nos. Oviedo, 1958). Hay por tanto una raíz una- muniana en el humorismo de Clarín, la raíz del dolor que nace de la duda creadora. «Soy libre- pensador cuando puedo, y no aseguro haber po- dido jamás» («Pique», pág. 71). Mejor está cuando lo dice con su inimitable estilo de humo- rista. Emilia Pardo Bazán, a la que despellejó, dio también en llamarle metísico y místico, aunque no con la recta intención de Palacio Vdés. Pun- tuizó, quizá con un exceso de estilo dórico-ba- tueco, que la filosoa mística era propia de los pensadores de «tejas arriba», mientras que el cri- '---------�-------- Cladn. 109

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----------a----------CLARIN V A A MISA

Carlos Luis Alvarez

La flecha de Clarín como crítico polí­tico y literario sigue una trayectoria que arranca, en general, de Quevedo. Algunos opúsculos políticos clarinianos

en los que toca el tema de la gobernación recuer­dan el aire del «Lince de Italia u zahorí español», la carta que en 1628 escribió Quevedo a Felipe IV. Y también recuerdan «La España defendida». Si­gue la flecha por Juan Pablo Forner y sus «Exe­quias de la lengua castellana» y da en Bartolomé José Gallardo. Gallardo, siendo diputado, publicó en 1837 una sátira contra Martínez de la Rosa titulada «Discurso del diputado extremeño Ga­llardo sobre el párrafo de la paz del proyecto de contestación al discurso de la Corona, traducido y parafraseado en lenguaje pedestre del estilo de tribuna». Está ahí la salsa con la que Clarín ade­rezó su sátira política más robusta, la de Cánovas, y quizá la más perdurable en conjunto. De Ga­llardo es también el justo dicterio «Cuatro palme­tazos bien plantados por el Dómine Lucas a los gazeteros de Bayona», escrito contra el perio­dismo afrancesado. Las semejanzas de Clarín con Gallardo son abundantes, cada cual con su genio. El título del dicterio de Gallardo sigue: « ... a los gazeteros de Bayona por otros tantos puntos ga­rrafales que se les ha soltado contra el buen uso y reglas de la Lengua y Gramática Castellana, en su famosa crítica de la « Historia de la Literatura Española», que dan a luz los Señores Gómez de la Cortina y Hugalde-Mollinedo». Más que un título parece el primer capítulo. El «carácter vindica­tivo» de Bartolomé José Gallardo es el mismo de Clarín, su nervio para la querella. «La apología de los palos», que tan a fondo ha estudiado Pedro Sainz Rodríguez (estudioso también de Clarín) es asimismo un antecedente genérico de la caustici­dad del autor asturiano. Finalmente hallamos a Larra, figura ya más próxima, con una sensibili­dad del todo contemporánea y a la que Clarín le rinde continuo homenaje. Hay una exclamación de Clarín en la que reclama la atención de Fígaro para que vea que las Batuecas estaban donde él las dejó. La definición dariniana de un cierto es­tilo como «dórico-batueco» (Pérez de Ayala ha­bría de aislar el estilo «imitativo-alcarreño») es sin duda un reconocimiento de Larra. Así, pues, hay una línea del humorismo crítico español que arranca de Quevedo y llega hasta Clarín. Armando Palacio Valdés, del que ya es un lugar común decir que está «injustamente olvidado», con lo que, reconociéndolo, nadie se siente obligado a ocuparse de él, escribió a Clarín que «eres y has sido siempre un humorista-místico por el estilo de don Francisco de Quevedo».

¿Hay humoristas místicos y humoristas ascéti­cos? Lo más probable es que Palacio V aldés qui-

siera decir «transcendente». Todo auténtico hu­morismo arranca de una duda, pero no de una «duda provisional», que siempre es una «duda falsificada», sino de una duda verdadera, que duele («Solos», pág. 81). Transcendencia quiere decir también (cuidado, no lean este párrafo los progresistas, no se vayan a intoxicar) religiosidad. «Esta religiosidad de Alas, que de esperanza de conocer la verdad del orden divino se ha conver­tido en duda de verla revelada jamás, esta nueva forma de fe, por mucho que duela, la acaricia con amor, amor por el misterio, y cuando ella rebosa de su alma la infunde amorosamente en su arte, en sus cuentos sobre todo, que a esto deben la ten­sión característica de todos ellos». (Eduard J. Gramberg: «Fondo y forma del humorismo de Leopoldo Alas, «Clarín»». l. de Estudios Asturia­nos. Oviedo, 1958). Hay por tanto una raíz una­muniana en el humorismo de Clarín, la raíz del dolor que nace de la duda creadora. «Soy libre­pensador cuando puedo, y no aseguro haber po­dido jamás» («Palique», pág. 71). Mejor está cuando lo dice con su inimitable estilo de humo­rista. Emilia Pardo Bazán, a la que despellejó, dio también en llamarle metafísico y místico, aunque no con la recta intención de Palacio Valdés. Pun­tualizó, quizá con un exceso de estilo dórico-ba­tueco, que la filosofía mística era propia de los pensadores de «tejas arriba», mientras que el cri-

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ticismo kantiano convenía a los filósofos de «tejas abajo».· Por supuesto es una tontería pedante, di­cho sea al margen. Clarín contestó, como digo, con su estilo inimitable: «¡ Tejas arriba! ¡ Tejas abajo! ¡ Ah, señora! ¿ Y si lo más místico y lo más crítico fuera que no hay tales tejas? Yo creo en lo de abajo y en lo de arriba; pero en las tejas no creo». («Nueva Campaña», pág. 235).

La religiosidad de Clarín adquiere un sentido bastante más concreto en otros lugares. Por ejem­plo:

« ... (a la estupidez) tienden nuestras cos­tumbres actuales, que han hecho hasta de buen tono, y como signo de distinción esa neutra lidad religiosa que consiste en no ha­blar nunca de las cosas de tejas arriba, ni siquiera de lo religioso, en lo que tiene de asunto de tejas abajo ... ».

«La tolerancia universal, la verdadera secu­larización religiosa, no ha de ser negativa, pasiva, sino positiva, activa; no ha de lograrse por el sacrificio de todos los ideales parciales, sino por la concurrencia y amorosa comuni­cación de todas las creencias, de todas las esperanzas, de todos los anhelos. Mientras callamos todos en materia religiosa no apren­demos a ser tolerantes ... U na sociedad es to­lerante cuando todas las creencias hablan y se las oye en calma; no cuando hay esta calma porque callan todas».

«Si yo por el pensamiento libre soy her­mano de todos los liberales del mundo, soy hermano de todos los católicos por mi españo­lismo ... Rezo a mi modo, con lo que siento, con lo que recuerdo de la niñez de mi vida y de la infancia de mi pueblo ... Cabe no renegar de ninguna de las brumas que la sinceridad absoluta de pensar va aglomerando en nuestro cerebro, y dejar que los rayos del sol poniente de la fe antigua calienten de soslayo nuestro corazón. Todo el pasado bien vale una misa»

(1). Estos párrafos y muchos más (y adviértase que

bajo ellos palpita no la fe en el dogma, sino una duda que «duele») están en el tomo de artículos escritos por Clarín entre 1888 y 1892, y publicados juntos ese último año bajo el título «Ensayos y Revistas» por el editor madrileño Manuel Fernán­dez y Lasanta. Quiero insistir en la duda unamu­niana, cuyo arranque expresivo ha ido a buscarse en Kierkegaard, cuando visceralmente está más cerca de Clarín, con quien mantuvo correspon­dencia. También Clarín entra en las catedrales, y no sólo por emoción estética, al estilo de Rustin, sino para oír misa a su modo. Pues si reconoce que no hay más que un modo de decir misa, ad­vierte que hay varios modos de oírla. No oye misa como un católico dogmático, sino como un cató­lico histórico. «Mi espíritu habla allí para sus adentros una especie de glosolalia que debe pare­cerse a la de aquellos cristianos de la primera Iglesia, poco aleccionados todavía en las afirma-

no

Claustro gótico de la Catedral, en 1849. Grabado de Parcerisa.

ciones concretas de sus dogmas, pero llenos de inefables emociones». ¿ Y cuáles eran las emocio­nes «primitivas» de Clarin en su edad plena? Una mezcla de cultura sentida y de ternura indiscerni­ble, un, efectivamente, misticismo, como el que late, según él, en el «dialoguismo» optimista y contradictorio de Renan, en el amor a la música de Schopenhauer, en la presencia en el alma de lo indescriptible intuido por Spencer, entre otras «brumas». Pero el español, dice Clarín, siente y

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ve más. Ve y siente la historia de doce siglos, «toda llena de abuelos», cuyos himnos de sus p legarias y cuyos himnos de sus victorias eran el mismo himno. Por eso decía antes que Clarín era un católico histórico.

Era partidario Clarín, como verdadero liberal, como galdosiano convencido y renaniano algo ofi­cioso, de la separación de la iglesia y el Estado, pero comprendía las enormes dificultades de he­cho que esa separación entraña. Y más en su

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tiempo. Un Estado que se llama España y una Iglesia que tiene por patrón a Santiago Matamoros no son tan fáciles de separar, y menos a hachazos. Así el buen gobernante, dice Clarín, «debe procu­rar no hender el añoso árbol, no dividirlo con hacha fría y cruel..., porque se expone a que las mitades, violentamente separadas, se junten en choque tremendo y le cojan entre fibra y fibra». ¿No ocurrió muchas veces eso, y una, por demás sangrienta, de la que fuimos testigos? Clarín se

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inclinaba por la acción de «injertar». Injertar en la España católica la España liberal. Que no es falsi­ficar la libertad, ni corromper a los católicos me­diante el soborno del presupuesto, ni seducir, ni hacer propaganda, sino practicar verdaderamente la tolerancia. La tolerancia es el gran motivo de

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La Catedral de Oyiedo.

Clarín en el aspecto «místico». Todo lo contrario de lo que era en el aspecto de los señoritos anda­luces llamados poetas descriptivos que llegaban a la Corte con «alicatados, cresterías, tracerías, do­velas, ajimeces y arabescos suficientes para res­taurar la Alhambra; que hacen quintillas que pare­cen liquidaciones de quincalla por cesación de comercio ... ; que hablan de la Naturaleza como ciegos de nacimiento, y se pasan la vida diciendo como cantan los gallos ... » («Nueva Campaña», 1887. Pág. 160).

Podríamos preguntarnos si existe en Clarín, en el aspecto «místico», un racionalismo reprimido, aunque doloroso, del que es consciente. Algunas burlas de amores heroicos, nacidos ya en el ludi­brio por la visión previa del escritor, tal vez sean el síntoma de desacomodaciones profundas. ¿ Tiene el pudor de hacer ver como que es cre­yente? ¿ Tiene el pudor de hacer ver como que es tolerante, enmascarando así su vocación pan­teísta? El está en el catolicismo «por la música», podríamos decir, aunque no de modo estético. Por lo que le dice al alma, no a los sentidos, «la música del órgano y los cantos del coro, cuya letra no llega a mi oído, pero cuyas melodías me estre­mecen por modo religioso». Entiéndase esto en sentido amplio. Esa vaguedad suspirante es el pu­dor activo con el que Clarín oculta la fiereza de su

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Ilustración de «La Regenta»: En la Catedral de Oviedo.

duda, a la que no se resigna. Le aterra el escepti­cismo, pero necesita algo fuera de la fe -empeño imposible- para justificar la fe. Su problema era el de creer en la fe. ¿Fue lo bastante generoso para creer en ella? En uno de sus cuentos, «Viaje re­dondo», dice del protagonista: «Sólo creía en la

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fe, sin saber en cuál; tenía la religión de querer tenerla». Gramberg subraya ese lugar diciendo que «creer» en la fe no es lo mismo que «tenerla». Es evidente. Unicamente al «tenerla» participa la fe de nuestro ser más radical e íntimo. Sabía Cla­rín que no todo se puede demostrar: «El que de­

muestra toda la vida, la deja hueca. Saber el por qué de todo es quedarse con la geometría de las cosas y sin la substancia de nada». Por eso la religión es principalmente... «la capacidad de enamorarse del misterio». Y o creo que la pena de Clarín proviene más que de lo que no puede al­canzar, de lo que sabe que ha perdido. Esto le martiriza irracionalmente, si cabe decirlo así. De esa capacidad específica de padecer nace su capa­cidad de compadecer, su «humorismo de piedad», que tanto le acerca a Cervantes, y que no es su atracción por la poesía que contiene la «corriente» moralidad cristiana, como señala Gramberg, opi­nión que me parece demasiado sencilla para apli­carla a la compleja conciencia clariniana. Más me parece como si sus dolorosas dubitaciones hubie­ran abierto una hendidura en la imagen de Dios que ya no podría ser reparada. Y como es típico en los hombres macerados por la duda habla con lenguaje cristiano. De un personaje de «La Re­genta», burlescamente dibujado, dice: «Y quedaba el rabo por desollar. La cuestión de salvarse o no

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salvarse. Aquello era serio. A él le daba el cora­zón que se salvaría; pero los santos escritores presentaban como tan difícil la cosa que ya le inquietaban ciertas dudas ... ».

Pero en los mejores y más puros momentos del humorismo de piedad de Clarín (esas dos joyas increíbles, «Avecilla» y «Pipá») brilla una de las primeras muestra�; del existencialismo moderno, cuyo raigón no es fa fe, sino la ética. El hombre, siempre a punto de ser destrozado por el caos, siendo destrozado ünalmente, se salva por la consciencia de esa ca tástrofe y de su lucha. Es Clarín quien juega en primera instancia en esas narraciones. ¿Cuál puede ser la última reflexión de «Pipá»? El mundo es c,onstitutivamente terrible y no hay ningún consuelo para ello. ¿Cómo no pensar así ante el fin del pobre Pipá en quien se realiza la trágica doctrina de Nietzsche sobre el mundo? Es probable que el «nefando contuber­nio» de misticismo y naturalismo del que fue acu­sado fuera la unión de su duda religiosa y del amor al hombre, amor a la vez desesperado y dulcísimo. Unidad que «puede censurar y reducir a polvo tan fácilmente cualquier mediano crítico, con tal que sea de alma fría ... ».

Si el catolicismo histórico de Clarín le hace en­trar en las catedrales a oír la música deJ órgano, como si dijéramos, que es el eco de una f:listoria «llena de abuelos», jamás se excede en la 1·eivin­dicación religiosa y patriótica, combatiéndo·lá\ mu­chas veces cuando observa falta de rigor. No tiene un velo ante los ojos. Juzgando un lugar de Me­néndez Pelayo dice, siguiendo la opinión del autor de los «Heterodoxos», que por lo visto no era ta de Pida!, que el Mío Cid y Fernán González no s.e paran en esas reivindicaciones cuando andan por la historia a botes de lanza, sino que, como dice el Cid, lidian simplemente por ganar su pan. Y añade Clarín con gracia insuperable: «Sépalo el señor Pidal; y no por eso destruya el precioso códice, único, del poema, que en su poder tiene».

Para Clarín el pasado español bien vale una misa. Y allí habrá que verle clavado en su duda doliente, la duda más creadora del emás grande humorista del siglo XIX es-pañol.

0) En algunos de los artículos del «Sermón perdido», pu­blicado en 1885, pueden encontrarse ataques bastante violen­tos no a la religión, como dice el crítico Sergio Beser, sino a cierta forma clerical de malentenderla y falsificarla. (Sergio Beser: «Leopoldo Alas, crítico literario». Gredos, 1968. Ma­drid). Para Clarín la originalidad histórica de España nace de su religiosidad. En esto seguía a su maestro Francisco Giner (la referencia la tomó asimismo del libro de Sergio Beser) para quien la originalidad de un pueblo está determinada por dos elementos: «La continuidad de la tradición en cada momento de su historia y la firmeza para mantener la vocación que la inspira y hacerla efectiva en el organismo de la sociedad hu­mana».